Volví corriendo al despacho, con una postal en la mano que reproducía el cuadro de Tournier. Rick estaba sentado en una banqueta alta delante de su tablero de dibujo, y la luz de un flexo destacaba la silueta de sus pómulos y la flecha de su mandíbula. Aunque miraba fijamente el croquis que tenía delante, su imaginación, sin duda, se había trasladado más allá del papel. Con frecuencia se pasaba horas visualizando en detalle lo que acababa de diseñar: accesorios, instalación eléctrica, fontanería, ventanas, ventilación. Se lo imaginaba todo y lo mantenía en la cabeza; se paseaba por allí, se sentaba, vivía en el sitio, buscándole los defectos.
Me quedé mirándolo, luego metí la postal en el bolso de mano y me senté, la euforia anterior en franco retroceso. De repente no quería compartir con él mi descubrimiento.
Pero tendría que decírselo, argumenté conmigo misma. Voy a decírselo.
Rick alzó la vista del tablero con una sonrisa.
– ¿Qué tal? -preguntó.
– Lo mismo digo. ¿Todo en orden? ¿Estructura sólida?
– Sólida hasta el momento. Y buenas noticias -agitó un fax-. Una empresa alemana quiere que vaya a verlos dentro de una semana o dos. Si sale bien, conseguiremos un contrato enorme. Este despacho tendrá trabajo para años.
– ¿De verdad? ¡Eres toda una estrella! -sonreí y le dejé que hablara de aquello unos cuantos minutos.
– Escucha, Rick -empecé cuando hubo terminado- He encontrado una cosa en un museo cercano. Mira -saqué la postal y se la pasé. La colocó bajo la luz del flexo.
– Es el azul del que me has hablado, ¿verdad?
– Sí -me coloqué detrás y le pasé los brazos alrededor del cuello. Advertí una rigidez momentánea; me aseguré de que ninguna de las manchas de psoriasis estuviera en contacto con su piel.
– ¿Adivinas quién es el autor? -le apoyé la barbilla en el hombro.
Hizo intención de volver la postal pero le detuve.
– Adivina.
Rió entre dientes.
– Vamos, cielo, te consta que no sé nada de pintura -estudió el cuadro-. Uno de esos pintores italianos del Renacimiento, supongo.
– No. Es francés.
– Ah, bueno, uno de tus antepasados, en ese caso.
– ¡Rick! -le golpeé el brazo-. ¡Has mirado!
– ¡Claro que no! Bromeaba -le dio la vuelta a la postal-. ¿De verdad es un pariente tuyo?
– Sí. Me da el pálpito que sí.
– ¡Caramba!
– ¿Verdad que sí? -le sonreí. Rick me pasó un brazo por la cintura y me besó mientras movía el brazo para abrirme la cremallera del vestido. Había llegado ya a la cintura antes de que me diera cuenta de que iba en serio-. Un momento -jadeé-. ¡Vamos a esperar a llegar a casa!
Se echó a reír y cogió una grapadora.
– ¡Cómo! ¿No te gusta mi grapadora? ¿Qué tal el cartabón? -cambió la dirección del flexo para que el haz de luz rebotara en el techo-. ¿No te excita mi iluminación ambiental?
Le di un beso y me subí la cremallera.
– No es eso. Me parece que deberíamos…, quizá no es el mejor momento para hablar de ello, pero creo que no estoy tan segura de querer un hijo. Tal vez deberíamos esperar un poco más antes de intentarlo.
Puso cara de sorpresa.
– Pero lo habíamos decidido -a Rick le gustaba atenerse a sus decisiones.
– Sí, pero ha resultado más traumático de lo que yo esperaba.
– ¿Traumático?
– Quizá sea una palabra demasiado fuerte -vamos a ver, Ella, pensé; sí que ha sido traumático. ¿Por qué tratas de ocultárselo?
Rick aguardaba a que le dijese algo más. Al ver que no lo hacía, suspiró.
– De acuerdo, Ella, si es eso lo que sientes -empezó a recoger las plumas de dibujar-. No quiero que sigas adelante si no estás segura.
Volvimos a casa de un humor extraño, los dos agitados por diferentes razones, los dos alicaídos por lo inoportuno de mi revelación. Acabábamos de dejar atrás la plaza de Lisle cuando Rick detuvo el automóvil.
– Espera un momento -dijo. Saltó del coche y desapareció detrás de una esquina. Cuando regresó un minuto después depositó un paquetito en mi regazo. Me eché a reír.
– No es posible -dije.
– Ya lo creo que sí -sonrió, malicioso.
Habíamos bromeado muchas veces sobre la melancólica máquina de preservativos en una de las calles principales del pueblo y sobre las distintas emergencias que obligarían a alguien a utilizarla.
Aquella noche hicimos el amor y dormimos a pierna suelta.
El día que Jean-Paul regresaba de París estuve tan distraída durante la clase de francés que madame Sentier empezó a tomarme el pelo.
– Vous étes dans la lune -me enseñó a decir. Y yo le correspondí con «La luz está encendida pero no hay nadie en casa». Tuve que explicárselo un poco, pero rió al entenderlo y se extendió sobre el drôle sentido del humor de los americanos.
– Nunca sé lo que va usted a decir a continuación -aseguró-. Pero al menos su acento está mejorando. Finalmente me despidió, aunque después de ponerme más trabajo para casa debido a la clase desaprovechada.
Me apresuré a tomar el tren de vuelta a Lisle. Sin embargo, cuando llegué a la plaza y contemplé el hôtel de ville al otro lado, me sentí de repente reacia a ver a Jean-Paul, algo así como lo que se siente cuando vas a dar una fiesta y una hora antes de que lleguen los invitados quisieras desconvocarla. Me obligué a cruzar la plaza, entrar en el edificio, subir las escaleras y abrir la puerta.
Había varias personas que esperaban a que las atendieran los dos bibliotecarios. Ambos levantaron los ojos al entrar yo y Jean-Paul me saludó cortésmente con una inclinación de cabeza. Me senté en uno de los pupitres, desconcertada. No había contado con la espera, con tener que decírselo rodeada de tanta gente. Con muy poco entusiasmo, me puse a trabajar en las tareas para casa de madame Sentier.
Al cabo de quince minutos la biblioteca se quedó un poco más vacía y Jean-Paul se acercó.
– ¿Puedo ayudarla en algo, madame? -preguntó en inglés, sin alzar la voz, inclinándose, una mano sobre mi pupitre. No había estado nunca tan cerca de él y al alzar la vista me llegó su olor particular, de sol sobre la piel, y me quedé mirando el contorno de la mandíbula, con la sombra de la barba, y pensé: «Oh, no. Esto no. No he venido por esto». Un estremecimiento de pánico me encogió el corazón.
Me repuse y susurré:
– Sí, Jean-Paul, tengo… -un ligero movimiento de su cabeza hizo que me cortara-. Sí, monsieur -me corregí-. Tengo algo que enseñarle -le di la postal. La miró, le dio la vuelta y asintió con la cabeza-. Ah, el Musée des Augustins. Vio usted la escultura románica, ¿no es eso?
– No, no, fíjese en el nombre. ¡El nombre del pintor!
Lo pronunció en voz baja:
– Nicolas Tournier, 1590-1639 -me miró y sonrió.
– Fíjese en el azul -susurré, tocando la postal-. Es precisamente ese azul. ¿Se acuerda del sueño del que le hablé? Incluso antes de ver el cuadro ya se me había ocurrido que soñaba con una túnica. Una túnica azul. De ese azul.
– Ah, el azul del Renacimiento. Ya sabe que ese azul contiene lapislázuli. Y era tan caro que sólo podían utilizarlo para cosas importantes, como la túnica de la Virgen
Siempre dispuesto a ilustrarme.
– ¿No se da cuenta? ¡Es mi antepasado! Jean-Paul miró a su alrededor, cambió de postura, examinó de nuevo la postal.
– ¿Por qué cree que ese pintor es antepasado suyo?
– Por el apellido, como es lógico, y por las fechas pero sobre todo por el azul. Coincide exactamente con el del sueño. No se trata sólo del color, también de la atmósfera La expresión de la cara.
– ¿No había visto el cuadro antes de tener el sueño?
– No.
– Pero su familia ya estaba en Suiza para entonces. Este Tournier es francés, ¿no es cierto?
– Sí, pero nació en Montbéliard. Lo he buscado en el mapa y ¿se imagina dónde está? ¡A menos de cincuenta kilómetros de Moutier! Nada más cruzar la frontera con Francia. Sus padres podrían haberse mudado sin grandes problemas de Moutier a Montbéliard.
– ¿Ha conseguido información sobre la familia de este Tournier?
– No, no cuentan mucho de él en el museo; tan sólo que nació en Montbéliard en 1590, que pasó algún tiempo en Roma, que luego se trasladó a Toulouse y que murió en 1639. Eso es todo lo que saben.
Jean-Paul se golpeó los nudillos con la postal.
– Si saben la fecha de nacimiento también sabrán los nombres de sus padres. Los registros de nacimientos y bautismos siempre incluyen a los padres.
Me agarré con fuerza a la mesa. Qué distinta había sido la respuesta de Rick, pensé.
– Le buscaré información sobre Nicolas Tournier -se irguió y me devolvió la postal.
– No, no quiero que lo haga -dije, alzando la voz. Varias personas nos miraron y la otra bibliotecaria frunció el ceño.
Jean-Paul alzó las cejas.
– Lo haré yo, monsieur. Averiguaré lo que haya que averiguar.
– Entiendo. Muy bien, madame -me hizo una ligera inclinación de cabeza y se alejó, dejándome temblorosa Y desinflada.
– ¡Qué hombre tan insufrible! -murmuré, mirando a la Virgen-. ¡Por mí se puede ir al infierno!
El escepticismo de Jean-Paul me afectó más de lo que quería admitir. Cuando descubrí al pintor no se me ocurrió averiguar nada más sobre él. Sabía quién era; no necesitaba otra prueba que la sensación que me provocaba en el estómago. Nombres, fechas y lugares no iban a cambiar aquella seguridad. O al menos eso pensaba.
Pero basta un comentario para que surjan las dudas. Durante un par de días traté de hacer caso omiso a lo que Jean-Paul me había dicho, pero en el siguiente viaje a Toulouse me llevé la postal y, después de la clase de francés, me dirigí a la biblioteca de la universidad. Ya había estado allí para consultar libros de medicina, pero nunca me había aventurado a entrar en la sección de arte. Estaba llena de estudiantes que preparaban exámenes, redactaban trabajos y aprovechaban las escaleras para formar animadas tertulias.
Me llevó más tiempo de lo que había calculado averiguar algo sobre Nicolas Tournier. Formaba parte de un grupo de seguidores de Caravaggio, pintores franceses que habían estudiado en Roma a comienzos del siglo XVII y que imitaban los fuertes contrastes de luz y sombra utilizados por el italiano. Los componentes de aquel grupo no firmaron sus obras en muchas ocasiones, lo que dio lugar a prolongados debates sobre quién había pintado qué. A Tournier se lo mencionaba brevemente aquí y allí. No era famoso, aunque tuviera dos cuadros en el Louvre. La escasa información que encontré difería de la del museo: la fuente más antigua lo recogía como Robert Tournier, nacido en Toulouse en 1604 y muerto hacia 1670 Por mi parte, sólo estaba segura de que se trataba del mismo pintor porque reconocía los cuadros. Otras fuentes daban también fechas distintas, pero corregían su nombre por el de Nicolas.
Finalmente localicé tres libros que eran las fuentes más actualizadas. Cuando los busqué en las estanterías no encontré ninguno. Hablé con un estudiante estresado, encargado de la información, que probablemente también tenía que preparar sus exámenes; buscó los libros en su ordenador y me confirmó que estaban en préstamo.
– Tenemos mucha actividad en este momento, como puede ver -me dijo-. Quizá alguien los esté utilizando para preparar un trabajo.
– ¿Puede enterarse de quién los tiene?
Contempló la pantalla.
– Los ha pedido otra biblioteca.
– ¿En Lisle-sur-Tarn?
– Sí -pareció sorprendido, más incluso todavía cuando me oyó murmurar:
– ¡Qué cabrito! No me refiero a usted, perdone. Muchísimas gracias.
Tendría que haber sabido que Jean-Paul no se iba a quedar mano sobre mano y dejarme hacer a mí. Era demasiado entrometido para no intervenir, estaba demasiado interesado en probar sus teorías personales. La cuestión era si me resignaba o no a perseguirlo para averiguar algo más.
Al final no tuve que decidir. Calle arriba desde la estación de tren de Lisle me tropecé con Jean-Paul, camino de su casa de vuelta del trabajo. Me hizo una inclinación de cabeza y dijo «Bonsoir»; sin poder pararme a pensarlo se me escapó:
– Tiene usted los libros que he estado buscando toda la tarde. ¿Por qué ha hecho eso? Le pedí que no se ocupara de Tournier, ¡pero lo está haciendo de todos modos!
Su expresión fue casi de aburrimiento,
– ¿Quién ha dicho que esté haciendo esa investigación para usted, Ella Tournier? Se me despertó la curiosidad, así que decidí informarme. Si quiere los libros, podrá verlos mañana en la biblioteca.
Me apoyé en una pared y me crucé de brazos.
– Muy bien, de acuerdo. Usted gana. Dígame lo que ha averiguado. Dese prisa y acabe cuanto antes.
– ¿Está segura de que no quiere ver los libros?
– Cuéntemelo.
Encendió un pitillo, aspiró el humo y lo expulsó hacia el suelo.
– De acuerdo. Quizá haya descubierto ya que apenas hubo información sobre Nicolas Tournier durante mucho tiempo. Pero en 1951 se encontró el acta de bautismo de julio de 1590 en una iglesia protestante de Montbéliard. Su padre era André Tournier, pintor de Besançon, que no está lejos de Montbéliard. Su abuelo se llamaba Claude Tournier. El padre, André, llegó a Montbéliard en 1572 por problemas religiosos, quizá a causa de la Noche de San Bartolomé. El pintor de usted, Nicolas, era uno de varios hermanos. Se le menciona en Roma entre 1619 y 1626. Luego aparece en Carcasona en 1627, y en Toulouse en 1632. Durante mucho tiempo se creyó que había muerto ya avanzado el siglo XVII después de 1657. Pero en 1974 se encontró su testamento, con fecha de treinta de diciembre de 1638. Es probable que muriera poco después.
Examiné el suelo y me quedé quieta durante tanto tiempo que Jean-Paul se impacientó y tiró el pitillo. Finalmente hablé.
– Dígame, ¿se bautizaba entonces muy poco después del parto?
– De ordinario, sí, aunque no siempre.
– De manera que es posible que se retrasara por alguna razón, ¿no es cierto? La fecha de bautismo no indica necesariamente la fecha de nacimiento. Nicolas Tournier podría haber tenido un mes o dos años o incluso diez cuando lo bautizaron. No tenemos ninguna seguridad. Quizá fuera incluso una persona adulta!
– Es poco probable.
– Poco probable, pero posible. Lo que digo es que la fuente no nos lo dice con exactitud. Y el testamento tiene la fecha que usted menciona, pero eso no significa que sepamos cuándo murió. No lo sabemos, ¿no es cierto? Pudo morirse diez años después de hacerlo.
– Ella, estaba enfermo, hizo testamento, se murió. Eso es lo que pasa de ordinario.
– Sí, pero no lo sabemos con seguridad. No sabemos exactamente cuándo nació ni cuándo murió. Esos registros no prueban nada. Todos los datos básicos sobre su vida siguen llenos de interrogantes -hice una pausa para suprimir la histeria que estaba a punto de aparecerme en la voz.
Jean-Paul se recostó en la pared y se cruzó de brazos.
– Sencillamente no quiere usted oír que el padre de este pintor era André Tournier y no uno de los antepasados de usted. Que no era ni Etienne ni Jean. Y que no procedía ni de las Cevenas ni de Moutier. No es pariente suyo.
– Vamos a mirarlo de otra manera -continué más calmada-. Hasta no hace mucho, hasta los años cincuenta, no se sabía nada de él. Todos los datos sobre su vida estaban equivocados, a excepción de su apellido y de la ciudad en la que murió. El resto no era verdad: nombre de pila, fechas de nacimiento y muerte, dónde había venido al mundo, al tiempo que algunos de sus cuadros resultaron ser de otros pintores. Sin embargo, toda esa información falsa se publicó. Lo vi en la biblioteca. Si no hubiera descubierto que había fuentes más recientes, habría dado por buenas esas mentiras. ¡Lo llamaría incluso por un nombre de pila que no es el suyo! Incluso ahora los historiadores del arte discuten sobre cuáles son de verdad sus cuadros. Si ni siquiera están seguros sobre la información más básica, si todo ha de basarse en aproximaciones, y bautismo equivale a nacimiento y testamento a muerte, vaya todo eso no es más que malabarismo. No hay nada concreto, así que no estoy obligada a creerlo. Lo que sí me parece cierto es que su apellido es mi apellido, que trabajó a menos de cincuenta kilómetros de donde vivo y que pintó el mismo azul con el que sueño todo el tiempo. Eso sí que es cierto.
– No, eso es una coincidencia. Se está dejando seducir por las coincidencias.
– Y usted por suposiciones.
– El que usted viva cerca de Toulouse y él trabajara en Toulouse no significa que sean ustedes parientes. Y el apellido Tournier no es tan poco frecuente. Y en cuanto a que haya soñado con su azul, bueno, se trata de un azul fácil de recordar en un sueño porque es un color muy intenso. Sería más difícil recordar un azul más oscuro, ¿no es cierto?
– Dígame, ¿por qué se empeña tanto en demostrar que no es pariente mío?
– Porque basa usted todo su argumento en coincidencias e intuiciones y no en pruebas concretas. Está deslumbrada por un cuadro, un determinado azul, y por eso y por el apellido del pintor decide que es antepasado suyo. No. No soy yo quien tiene que convencerla de que Nicolas Tournier no es pariente suyo; es usted quien tiene que convencerme de lo contrario.
Tengo que hacerlo callar, pensé Dentro de poco habré perdido toda esperanza.
Quizá mi cara reflejó lo que estaba pensando, porque cuando Jean-Paul volvió a hablar su tono fue más amable.
– Creo que ese tal Nicolas Tournier no le va a ser de ayuda. Creo que quizá sea, ¿cómo lo dicen ustedes?, una huella falsa.
– ¿Cómo? -me eché a reír-. Quiere decir una pista falsa. Puede que tenga razón -hice una pausa-. Pero lo cierto es que el tal Nicolas ha tomado el poder. Ni siquiera recuerdo lo que tenía intención de hacer sobre este asunto de mis antepasados antes de que apareciera.
– Se había propuesto encontrar a sus parientes de las Cevenas, tanto tiempo perdidos.
– Puede que todavía lo haga -la cara que puso me hizo reír-. Sí que lo voy a hacer. ¿Sabe? Toda su argumentación sólo me da más ganas de demostrar lo equivocado que está. Quiero encontrar pruebas; sí, pruebas concretas que hasta usted tenga que aceptar, sobre mis antepasados «tanto tiempo perdidos». Sólo para hacerle ver que los presentimientos no siempre se equivocan.
Nos quedamos los dos callados. Pasé a apoyarme en la otra pierna; Jean-Paul entornó los ojos para evitar el sol del atardecer. Tuve clara conciencia de que estábamos los dos en una callecita francesa. Separados sólo por medio metro de aire, pensé. Podría…
– ¿Y su sueño? -preguntó-. ¿Todavía se repite?
– No, no. Parece haber desaparecido.
– Entonces, ¿quiere que llame al archivo de Mende y les diga que va a ir?
– ¡No! -mi grito hizo que los peatones volvieran la cabeza-. Eso es exactamente lo que no quiero que haga -susurré-. No intervenga a no ser que pida su ayuda, ¿de acuerdo? Si necesito ayuda se la pediré.
Jean-Paul alzó los brazos como si lo apuntara con una pistola.
– Perfecto, Ella Tournier. Trazamos una línea aquí y yo me quedo en mi lado, ¿no es eso? -dio un paso atrás a partir de la línea imaginaria y la distancia entre nosotros aumentó.
La noche siguiente, mientras cenábamos en el patio, le conté a Rick que quería ir a las Cevenas para ver los registros de la familia.
– ¿Te acuerdas de que escribí a Jacob Tournier en Suiza? -le expliqué-En su respuesta me contaba que los Tournier eran originariamente de las Cevenas. O al menos eso parece lo más probable -sonreí para mis adentros. Estaba aprendiendo a relativizar mis afirmaciones-. Quiero echar una ojeada.
– Pero yo creía que ya te habías informado sobre tu familia, con el pintor y todo lo demás.
– Bueno, eso no es definitivo, en realidad. Todavía no -añadí muy deprisa-. Quizá encuentre allí algo para probarlo.
Para sorpresa mía frunció el ceño.
– Supongo que es algo que se ha inventado Jean-Pierre.
– Jean-Paul. No, ni mucho menos. Más bien lo contrario. Cree que no voy a encontrar nada.
– ¿Quieres que vaya contigo?
– Tengo que hacerlo durante la semana, cuando está abierto el archivo.
– Podría dejar el despacho un par de días e ir contigo.
– Pensaba hacerlo la semana que viene.
– No; la semana que viene no puedo. El despacho es una pura locura con el contrato alemán. Quizá más adelante, durante el verano, cuando se calmen las cosas. En agosto.
– ¡No puedo esperar hasta agosto!
– Ella, ¿por qué te interesas ahora tanto por tus antepasados? Nunca lo habías hecho antes.
– Nunca había vivido en Francia.
– Sí, pero parece que le das muchísima importancia. ¿Qué esperas conseguir con ello?
Me disponía a decir algo sobre el deseo de que me aceptaran los franceses, sobre sentir que el país era algo mío, pero lo que me encontré diciendo fue:
– Quiero que desaparezca la pesadilla azul.
– ¿Crees que si averiguas algo sobre tu familia te librarás de una pesadilla?
– Sí -me recosté y contemplé la parra. Empezaban a aparecer diminutos racimos de uvas verdes. Sabía que carecía de sentido, que no existía un vinculo entre el sueño y mis antepasados. Pero en mi cabeza la conexión estaba hecha, de todos modos, y decidí tercamente no renunciar a ella.
– ¿Irá Jean-Pierre contigo?
– ¡No! Escucha, ¿por qué te parece todo tan mal? No lo haces nunca. Esto es algo que me interesa. Es la primera cosa que realmente he querido hacer desde que llegamos. Lo menos que podías hacer es echarme una mano.
– Pensaba que lo que realmente querías era tener un hijo. Y en eso sí que te he echado una mano.
– Sí, pero… -no deberías limitarte a echarme una mano en algo tan importante, pensé. Deberías quererlo además.
Últimamente había empezado a pensar muchas cosas que mi censura personal rechazaba.
Rick se me quedó mirando, el ceño fruncido; luego hizo un esfuerzo deliberado para relajarse.
– Tienes razón. Claro que tienes que ir, cariño. Si te hace feliz es lo que tienes que hacer.
– No, Rick, no… -me callé. No servía de nada criticarlo. Trataba de colaborar sin entender lo que sucedía. Al menos lo intentaba.
– Escucha, me voy a ir unos días, eso es todo. Si descubro algo, estupendo. Si no, tampoco pasa nada. ¿De acuerdo?
– Ella, si descubres algo te invitaré al mejor restaurante de Toulouse.
– Vaya, gracias. Eso hace que me sienta mucho mejor.
El sarcasmo es la forma más mezquina del humor, según mi madre. Mi observación aún lo resultó más por la expresión dolorida que apareció en los ojos de Rick.
La mañana de mi marcha era fresca y soleada; las tormentas con aparato eléctrico de la noche anterior habían hecho desaparecer la tensión en la atmósfera. Le di a Rick un beso de despedida cuando se dirigía a la estación de ferrocarril, luego cogí el coche y salí en dirección contraria. Era un alivio marcharme. Lo celebré con música ruidosa, abriendo las dos ventanillas y plegando la capota para dejar que el aire me azotara.
La carretera, que seguía el Tarn hasta Albi, ciudad catedralicia llena de turistas de junio, se dirigía luego hacia el norte, alejándose del río. Me encontraría de nuevo con el Tarn en las Cevenas, camino de su nacimiento. Más allá de Albi el paisaje empezó a cambiar, primero se amplió el horizonte a medida que subía, luego se estrechó cuando las colinas me rodearon y el cielo pasó de azul a gris. A las amapolas y a las zanahorias silvestres se les añadían flores nuevas: arísaros de color rosa, margaritas y, en especial, retama, con su olor fuerte, como a moho. Los arboles se oscurecieron. Los campos ya no estaban cultivados, sino convertidos en prados donde pastaban vacas y cabras de color oscuro. Los ríos se hacían más pequeños, más rápidos y más ruidosos. De repente las casas cambiaron: la piedra caliza de color claro se convirtió en duro granito de color gris pardo, al tiempo que los techos se hacían más angulares, cubiertos con pizarra plana más que con tejas curvas. Todo se hizo más pequeño, más oscuro, más serio.
Cerré las ventanillas y la capota y apagué la música. Mi estado de ánimo parecía ligado al paisaje. No me gustaba contemplar aquella tierra hermosa y triste. Hacía que me acordara del azul.
La ciudad de Mende puso el colofón tanto al paisaje como a mi humor. Sus calles estrechas estaban rodeadas por una avenida circular repleta de tráfico que daba la sensación de encerrar la ciudad. La catedral ocupaba el centro, y las dos agujas de diferentes dimensiones creaban una apariencia torpe, improvisada. El interior era oscuro y deprimente. Escapé y, desde los escalones de la entrada, contemplé los grises edificios de piedra que me rodeaban. ¿Es esto las Cevenas?, pensé. Luego me reí de mí misma: había dado por sentado, claro está, que la tierra de los Tournier tenía que ser hermosa.
El viaje desde Lisle había sido largo; incluso las carreteras nacionales se curvaban y ascendían, exigiendo más concentración que las rectas autopistas americanas.
Estaba cansada y de humor poco caritativo, situación que no mejoró con una habitación de hotel oscura y angosta y una cena solitaria en una pizzería donde todos los clientes eran parejas o viejos. Pensé en llamar a Rick, pero me di cuenta de que en lugar de animarme sólo serviría para que me sintiera peor, recordándome el vacío que estaba creciendo entre nosotros.
El archivo provincial se hallaba en un edificio nuevo, hecho de piedra de color salmón y blanco, y de metal pintado de azul, verde y rojo. La sala para los investigadores era grande y espaciosa y las mesas estaban casi llenas de personas que examinaban documentos. Todo el mundo parecía saber exactamente lo que hacía allí. Me sentí como con frecuencia me sucedía en Lisle: en mi calidad de extranjera, mi lugar estaba en el límite exterior, desde donde podía ver y admirar a los indígenas pero nunca participar.
Una mujer alta, de pie detrás del escritorio principal, me miró y me sonrió. Era más o menos de mi edad, cabellos rubios cortos y gafas amarillas. Ah, gracias a Dios, no es otra madame, pensé. Me acerqué al escritorio y dejé el bolso.
– No sé lo que estoy haciendo aquí -dije-. Por favor, ¿podría ayudarme?
Su carcajada resultó el grito más improbable para un lugar tan tranquilo.
– Alors, ¿qué es lo que busca? -me preguntó, sin dejar de reír, los ojos azules aumentados por los gruesos cristales. Nunca había visto a nadie llevar unas gafas así con tanta elegancia.
– Cabe que un antepasado mío, llamado Etienne Tournier, viviera en las Cevenas en el siglo XVI. Me gustaría saber más sobre él.
– ¿Sabe cuándo nació o murió?
– No. Sé que la familia se trasladó a Suiza en algún momento, pero no sé cuándo, aunque debió de ser antes de 1576.
– ¿No sabe fechas de nacimientos ni de muertes? ¿Qué me dice de sus hijos? ¿O incluso de sus nietos?
– Sé que tuvo un hijo, Jean, quien, a su vez, tuvo un hijo en 1590.
La archivera hizo un gesto de asentimiento.
– De manera que su hijo Jean nació entre, pongamos, 1550 y 1575; y Etienne, el padre, entre veinte y cuarenta años antes, digamos que a partir de 1510. En consecuencia busca usted entre 1510 y 1575, algo por el estilo, no es cierto?
Hablaba francés tan deprisa que no pude contestarle de inmediato: me estaba abriendo camino a través de sus cálculos.
– Creo que sí -repliqué por fin, preguntándome si debería mencionar además a los pintores Tournier, Nicolas y André y Claude.
No me dio la oportunidad.
– Tiene usted que mirar registros de bautismos, matrimonios y defunciones -me informó-. Y quizá también compoix, registros de tributos. Veamos, ¿de qué pueblo procedían?
– No lo sé.
– Ah, eso es un problema. Las Cevenas es una región muy grande, ¿sabe? Por supuesto no hay demasiados registros de aquella época. Por entonces todo eso lo conservaban las iglesias parroquiales, pero muchos se quemaron o se perdieron durante las guerras de religión. De manera que quizá no sea demasiado lo que tenga que mirar. Si supiera usted el nombre del pueblo, le podría decir inmediatamente lo que tenemos, pero no se preocupe, vamos a ver lo que podemos encontrar.
Revisó un inventario de documentos que se conservaban allí y en otros archivos del département. Estaba en lo cierto: en toda la región sólo había un puñado de documentos del siglo XVI. Los pocos que quedaban debían de haber sobrevivido de manera totalmente casual. Estaba claro que sería pura suerte que apareciera un Tournier en los registros disponibles.
Solicité las colecciones pertinentes que se conservaban en el edificio y que se correspondían con las fechas indicadas por la archivera. No tenía seguridad alguna sobre lo que iba a encontrar: había estado utilizando el término «registro» de manera amplia, y esperaba algún equivalente, en siglo XVI, a mi propio certificado de nacimiento o acta de matrimonio. Cinco minutos después la archivera se presentó con unas cuantas cajas de microfichas, un libro cubierto con papel marrón protector y una caja enorme. Sonrió para darme ánimos y me dejó con todo aquello. La miré mientras volvía al escritorio y sonreí para mis adentros ante sus zapatos de plataforma y su minifalda de cuero.
Empecé por el libro. Estaba encuadernado en piel de becerro color hueso un poco grasienta, la portada adornada con una antigua anotación musical y un texto en latín. La primera letra de cada línea era más grande y de color rojo y azul. Lo abrí por la primera página, que procedí a alisar; era emocionante tocar algo tan antiguo. El texto estaba escrito con tinta marrón y, aunque muy nítido, parecía hecho más para ser admirado que leído: no entendí una sola palabra. Varias letras eran prácticamente idénticas y, cuando por fin empecé a reconocer unas cuantas palabras aquí y allí, me di cuenta de que daba lo mismo; me había topado con un idioma desconocido. Luego empecé a estornudar.
La archivera reapareció veinte minutos después para ver qué tal me iba. Le expliqué que había avanzado diez páginas, que había encontrado algunas fechas y que poco a poco iba reconociendo lo que parecían ser nombres. Alcé los ojos:
– ¿Está en francés este documento?
– Francés antiguo.
– Ah -no había pensado en esa posibilidad.
Mi interlocutora examinó la página y recorrió varias líneas con una uña rosada.
– Una mujer embarazada ahogada en el río Lot, mayo de 1574. Une inconnue, la pauvre -murmuró-. Esas muertes no le sirven de gran cosa, ¿verdad?
– Imagino que no -respondí antes de volver a estornudar sobre el libro.
La archivera rió y yo me disculpé.
– Todo el mundo estornuda. Mire a su alrededor, ¡pañuelos por todas partes!
Oímos un estornudo muy discreto de un anciano al otro extremo de la sala y se nos escapó una risa ahogada.
– Descanse un poco del polvo -dijo-. Venga a tomarse un café conmigo. Me llamo Mathilde -me tendió la mano y sonrió-. Es lo que hacen los americanos, ¿verdad? ¿No se dan la mano cuando se conocen?
Nos sentamos en el café a la vuelta de la esquina y pronto hablábamos ya como viejas amigas. Pese a la velocidad con la que se expresaba era fácil hablar con ella. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos la compañía femenina. Mathilde me hizo un millón de preguntas sobre los Estados Unidos y, más en particular, sobre California.
– ¿Qué haces aquí? -suspiró por fin, cuando empezamos a tutearnos-. ¡Yo me iría a California sin pensármelo dos veces!
Me esforcé por pensar una respuesta que dejase claro cómo, al venir a Francia, no me había limitado a seguir a Rick, que era lo que Jean-Paul había dado a entender. Pero Mathilde siguió hablando antes de que pudiera contestarla y comprendí que no pretendía que le explicara mi comportamiento.
Tampoco le sorprendía mi interés por unos antepasados remotos.
– La gente se interesa por su historia familiar constantemente -comentó.
– Me siento mas bien estúpida haciéndolo -confesé-. ¡Es tan poco probable que encuentre algo!
– Cierto -admitió-. Si he de ser sincera, la mayoría de la gente fracasa cuando se remonta tan atrás. Pero no te desanimes. De todos modos, los registros son interesantes, ¿no te parece?
– Si, pero me cuesta demasiado entender lo que dicen. En realidad sólo distingo las fechas y en algunos casos los nombres.
Mathilde sonrió.
– Si te parece que ese libro es difícil de leer, ¡espera a las microfichas! -se echó a reír al ver mi expresión-. Hoy no tengo demasiado que hacer -continuó-. Sigue con el libro y yo miraré las microfichas. ¡Estoy acostumbrada a esa letra antigua!
Le agradecí el ofrecimiento. Mientras ella se sentaba ante el aparato para ver las microfichas, pasé a la caja, cuyo contenido, según la explicación de Mathilde, era un libro de compoix, registros de impuestos sobre cosechas. La letra, siempre la misma, resultaba casi incomprensible. Me llevó el resto del día examinarlo. Al final estaba exhausta, pero a Mathilde parecía desilusionarla que no hubiera nada más que consultar.
– ¿De verdad es esto todo lo que hay? -preguntó, hojeando el inventario una vez más-. Attends, hay un libro de compoix de 1570 en la mairie de Le Pont de Montvert. ¡Claro, monsieur Jourdain! Hace un año le ayudé a hacer el inventario de esos registros.
– ¿Quién es monsieur Jourdain?
– El secretario de la mairie.
– ¿Crees que merece la pena?
– Bien sûr. Y aunque no encuentres nada, Le Pont de Montvert es un sitio precioso. Un pueblecito al pie de Mont Lozére -miró su reloj de pulsera-. Mon Dieu…, tengo que recoger a Sylvie! -agarró el bolso y me sacó fuera casi a empujones, riendo entre dientes mientras cerraba la puerta con llave detrás de mí-. Te divertirás con monsieur Jourdain. ¡Si no te come viva, claro!
A la mañana siguiente me puse temprano en camino y elegí la ruta turística para ir a Le Pont de Montvert. A medida que subía por la carretera que lleva a la cima de Mont Lozére el paisaje se fue abriendo e iluminando, al tiempo que se hacia más yermo. Pasé por pueblitos polvorientos donde los edificios eran únicamente le granito, incluidas las tejas, sin apenas un toque de pintura para distinguirlos de la tierra circundante. Muchas casas estaban abandonadas, desaparecidos los techos, chimeneas desmoronadas, postigos torcidos. Vi pocas personas y, por encima de cierta altura, ningún automóvil. Muy pronto sólo quedaron bloques de granito, retamas, brezos y algún que otro grupo de pinos de cuando en cuando.
Esto ya se parece más a lo que imaginaba, pensé.
Me detuve cerca de la cumbre, en un lugar llamado Le Col de Finiels, y me senté en el capó del coche. Al cabo de unos minutos se detuvo el ventilador automático y el silencio me pareció maravilloso; me puse a escuchar y oí el canto de algunos pájaros y el sordo bramido del viento Según el mapa, hacia el este, a través de un pinar y más allá de una colina, se hallaba el nacimiento del Tarn. Tuve la tentación de ir en su busca.
Pero lo que hice fue descender por el otro lado del ponte, zigzagueando, hasta que la última revuelta me llevó por la simple fuerza de la gravedad, hasta Le Pont de Montvert, donde pasé un hotel, un colegio, un restaurante y unas cuantas tiendas y bares. De la carretera salían caminos que luego serpenteaban entre las casas construidas colina arriba. Por encima de los techos más bajos vi el tejado de una iglesia con un campanario de piedra.
Vislumbré el agua del otro lado de la carretera, donde, oculto por una valla baja de piedra, corría el Tarn. Aparqué junto a un viejo puente, por el que entré a pie, para contemplar el río desde arriba.
Allí el Tarn había cambiado por completo. En lugar de ser ancho y pausado, no tenía más allá de seis metros de orilla a orilla y galopaba como un torrente. Contemplé los cantos rodados de intensos colores rojos y amarillos que brillaban bajo el agua. Me costó trabajo apartar los ojos.
Esta agua recorrerá todo el camino hasta Lisle, pensé. Todo el camino hasta donde vivo.
Eran las diez de la mañana de un miércoles. Quizá Jean-Paul estuviera sentado en el café, contemplando también el río.
Basta, Ella, me dije, enérgica. Piensa en Rick o no pienses en nadie.
Por fuera la mairie -un edificio gris con postigos marrones y una bandera francesa que colgaba, flácida, de una de las ventanas- era bastante presentable. Dentro, en cambio, aquello parecía un baratillo; el sol se filtraba a través de una niebla hecha de polvo. En el rincón más distante, junto a una mesa, monsieur Jourdain leía el periódico. Era bajo y rollizo, de ojos saltones, piel cetrina y una de esas barbas de mala calidad que desaparecen a mitad de camino cuello abajo y desdibujan la línea de la mandíbula. Su mirada era de desconfianza mientras yo me abría camino entre gastados muebles antiguos y montones de papeles.
– Bonjour, monsieur Jourdain -le saludé con tono decidido.
Gruñó algo y siguió mirando el periódico.
– Me llamo Ella Turner…, Tournier -continué, pronunciando el francés con mucho cuidado-. Me gustaría examinar algunos registros que conservan ustedes aquí, en la mairie. Más concretamente un compoix de 1570. ¿Podría verlo?
Me miró brevemente y luego continuó leyendo el periódico.
– ¿Monsieur? Es usted monsieur Jourdain, ¿no es cierto? En Mende me dijeron que tenía que hablar con usted.
Monsieur Jourdain se pasó la lengua por los dientes. Miré su periódico. Leía la sección deportiva, las páginas de las carreras de caballos.
Dijo algo que no entendí.
– Pardon?-le pregunté.
Volvió a hablar de manera incomprensible y me pregunté si estaba borracho. Cuando le pedí una vez más que repitiera lo que había dicho, agitó las manos y me salpicó de saliva, soltando un torrente de palabras. Di un paso atrás.
– ¡Dios mío! ¡Menuda caricatura! -murmuré en inglés.
Entornó los ojos y volvió a gruñir; di media vuelta Y me marché. Estuve un rato echando chispas mientras me tomaba un café en un bar, luego busqué el teléfono de los archivos de Mende y llamé a Mathilde desde una cabina.
Lanzó un grito cuando le expliqué lo sucedido.
– Déjamelo a mí -me aconsejó-. Vuelve dentro de media hora.
Lo que Mathilde le dijo por teléfono a monsieur Jourdain dio resultado, porque, pese a lo hostil de su mirada, me llevó por un pasillo hasta una habitación poco espaciosa que albergaba una mesa desbordada de papeles.
– Attendez -murmuró antes de marcharse.
Me pareció estar en un almacén; mientras esperaba fisgoneé un poco. Había cajas y libros por todas partes, algunos muy antiguos. Montones de papeles que parecían documentos oficiales descansaban directamente sobre el suelo, y sobre la mesa había muchas cartas sin abrir, todas dirigidas a Abraham Jourdain.
Al cabo de diez minutos el secretario de la mairie reapareció con una caja grande y la dejó caer sobre la mesa. Luego, sin mirarme ni dirigirme la palabra, se volvió a marchar.
La caja contenía un libro similar al compoix de Mende, aunque más grande y peor conservado. La encuadernación de cuero estaba tan estropeada que ya no mantenía unidas las hojas. Lo traté con el mayor cuidado posible, pero incluso así algunos trocitos y esquinas quedaron reducidos a polvo o se rompieron. Me guardé disimuladamente los fragmentos en los bolsillos, ante el temor de que monsieur Jourdain los encontrase y me gritara.
A mediodía me echó. Sólo llevaba una hora trabajando cuando apareció en el umbral, me miró iracundo y gruñó algo. Sólo me enteré de lo que decía por los golpes que se daba en el reloj de pulsera. Caminó a grandes zancadas por pasillo y vestíbulo para abrir la puerta principal, cerrándola con un portazo cuando hube salido; luego corrió el cerrojo. Me quedé parpadeando al sol, deslumbrada después del tiempo pasado en aquella habitación oscura y polvorienta.
Enseguida me rodearon los niños que salían de un vecino patio de recreo.
Respiré hondo. Gracias a Dios, pensé.
Me compré cosas para almorzar cuando ya estaban cerrando las tiendas: queso, melocotones y un pan de color rojo oscuro que, según me explicó el tendero, era una especialidad local, hecho con castañas. Por un camino entre las casas de granito subí hasta la iglesia, en lo más alto del pueblo.
Era un sencillo edificio de piedra, casi tan ancho como alto. La que me pareció ser la entrada principal estaba cerrada con llave, pero en un lateral encontré una puerta abierta, con la fecha 1828 grabada encima, y me metí dentro. La nave estaba llena de bancos de madera. Había galerías a lo largo de los muros laterales. También un órgano de madera, un facistol y una mesa con una Biblia, abierta, de gran tamaño. Eso era todo. Ningún adorno: ni estatuas, ni crucifijos ni vidrieras. Nunca habla visto una iglesia tan desnuda. Ni siquiera había un altar que diferenciara el lugar del pastor del de los fieles.
Me acerqué a la Biblia, el único objeto en todo el edificio que no era puramente funcional. Parecía antigua, aunque no tanto como el compoix que había estado consultando. Empecé por hojearla. Me llevó algún tiempo -ignoraba el orden de los diferentes libros-, pero a la larga encontré lo que quería. Empecé a leer el salmo treinta y uno: J'ai mis en toi mon espérance: garde-moi donc, Seigneur. Cuando llegué al primer verso de la tercera estrofa, Tu es ma tour et forteresse, los ojos se me habían llenado de lágrimas. Dejé de leer y me fui corriendo.
Tonta, más que tonta, me reñí, recostada en el muro que rodeaba la iglesia, mientras me secaba las lágrimas. Me forcé a comer, parpadeando bajo el brillante resplandor del sol. El pan de castañas sabia dulce, estaba muy seco y se me atragantaba. Durante el resto del día me quedó la sensación de que seguía allí.
Cuando regresé a la mairie, monsieur Jourdain, las manos entrelazadas, estaba otra vez en su mesa. No leía el periódico; de hecho daba toda la sensación de estar esperándome.
– Bonjour, monsieur. ¿Puedo seguir consultando el compoix, si es tan amable?
Abrió un archivador vecino a su mesa, sacó la caja y me la entregó. Luego estudió mis facciones con detenimiento.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó, con desconcierto en la voz.
– Tournier. Ella Tournier.
– Tournier -repitió, sin dejar de examinarme. Torció la boca hacia un lado, mordiéndose la mejilla por dentro. Me miraba el pelo.
– La Rousse -murmuró.
– ¿Cómo? -dije con brusquedad, alzando la voz. Se me puso la carne de gallina.
Monsieur Jourdain abrió mucho los ojos, extendió el brazo y me tocó el pelo.
– C 'est rouge. Alors, La Rousse.
– Mi pelo es más oscuro, monsieur.
– Rouge -repitió con firmeza.
– Por supuesto que no. Es… -sujeté un mechón para ponérmelo delante de los ojos y se me cortó la respiración. Monsieur Jourdain tenía razón: se había llenado de reflejos cobrizos. Pero era más oscuro cuando me lo miré por la mañana en el espejo. El sol me había cambiado el color del pelo en otras ocasiones, pero nunca tan deprisa ni de manera tan espectacular.
– ¿Qué es La Rousse? -pregunté con tono acusador.
– Es un apodo de las Cevenas para las chicas de pelo rojo. No es un insulto -añadió muy deprisa-. Llamaban La Rousse a la Virgen porque pensaban que era pelirroja.
– Ah -me sentí mareada, con ganas de vomitar y sedienta, todo al mismo tiempo.
– Escuche, madame -se pasó la lengua por los dientes-. Si quiere utilizar esa mesa… -hizo un gesto hacia un escritorio vacío, situado frente al suyo.
– No, gracias -respondí con voz temblorosa-. El otro despacho está bien.
Monsieur Jourdain asintió con un movimiento de cabeza, y pareció aliviado de no tener que compartir habitación conmigo.
Empecé por donde lo había dejado, pero me detenía una y otra vez para examinarme el pelo. Finalmente corté por lo sano. Ahora mismo, Ella, no puedes hacer nada, pensé. Sigue con la tarea que tienes entre manos.
Trabajé deprisa, sabedora de que no cabía esperar que la nueva tolerancia de monsieur Jourdain durase mucho. Renuncié a intentar descubrir las razones por las que se recaudaban los impuestos y me concentré en nombres y fechas. Al acercarme al final del libro me fui sintiendo cada vez más descorazonada, y empecé a hacer pequeñas apuestas para seguir adelante: encontraría un Tournier en una de las próximas veinte secciones; o en los cinco minutos siguientes.
Examiné con indignación la última página: era una anotación acerca de un tal Jean Marcel y sólo una entrada, por chátaignes, palabra que había encontrado con frecuencia en el compoix. Castañas. Castaño rojizo. El nuevo color de mi pelo.
Deposité de nuevo el pesado libro en su caja y, sin apresurarme, recorrí el pasillo hasta el despacho de monsieur Jourdain. Seguía ante su mesa, utilizando muy deprisa, pero sólo con dos dedos, una antigua máquina de escribir. Inclinado hacia adelante, por la abertura en pico de la camisa le asomaba una cadena de plata; el colgante que pendía de ella chocaba contra las teclas. Alzó la vista y me sorprendió mirándolo. Se llevó una mano al colgante y lo frotó con el pulgar.
– La cruz de los hugonotes -dijo-. ¿La conoce?
Negué con la cabeza. La alzó para que la viera. Era una cruz cuadrada con una paloma blanca de alas extendidas en el pie.
Deposité la caja en el escritorio vacío frente al suyo.
– Voilá -dije-. Gracias por dejarme verlo.
– ¿Ha encontrado algo?
– No -le tendí la mano-. Merci beaucoup, monsieur.
Me la estrechó, inseguro.
– Au revoir, La Rousse -exclamó mientras salía yo.
Era demasiado tarde para regresar a Lisle, de manera que pasé la noche en un hotel del pueblo (tenía dos). Después de cenar traté de llamar a Rick, pero nadie cogió el teléfono. Luego llamé a Mathilde, que me había dado su número y me había hecho prometerle que la tendría al corriente. La decepcionó que no hubiera encontrado nada, aunque sabía de sobra que las posibilidades de éxito eran mínimas.
Le pregunté cómo había conseguido que monsieur Jourdain se apiadase de mí.
– Vaya, sólo hice que se sintiera culpable. Le recordé qué era lo que buscabas. También pertenece a una familia de hugonotes, descendiente nada menos que de uno de los jefes de la rebelión de los camisards. René Laporte, me parece.
– De manera que así son los hugonotes.
– Claro. ¿Qué esperabas? No seas demasiado dura con él, Ella. No lo ha pasado muy bien últimamente. Su hija se escapó con un norteamericano hace tres años. Un turista. No sólo eso, ¡católico por añadidura! No sé qué le sentó peor, lo de americano o lo de católico. Se ve enseguida lo mucho que le ha afectado. Antes era un hombre que trabajaba bien, un hombre inteligente. El año pasado me mandaron allí para ayudarlo a ordenar algunas cosas.
Pensé en la habitación llena de libros y papeles en la que había trabajado y reí entre dientes.
– ¿Por qué te ríes?
– ¿Has visto alguna vez el despacho de la parte trasera?
– No; dijo que había perdido la llave y que, además, allí no había nada.
Se lo describí.
– Merde, ¡estaba segura de que me escondía algo! Tendría que haber insistido más.
– De todos modos, gracias por ayudarme.
– Bah, eso no es nada -hizo una pausa-. Pero, dime, ¿quién es Jean-Paul?
Me puse colorada.
– Un bibliotecario de Lisle, donde vivo. ¿De qué lo conoces?
– Me ha llamado esta tarde.
– ¿Te ha llamado?
– Claro. Quería saber si habías encontrado lo que estabas buscando.
– ¿Eso ha hecho?
– ¿Te sorprende mucho?
– Sí. No. No lo sé. ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho que te lo preguntara a ti. ¡Desde luego le encanta coquetear!
Noté que me estremecía.
Regresé a Lisle por la ruta pintoresca, siguiendo el curso del Tarn a través de desfiladeros serpenteantes. El día estaba muy nublado y yo tenía la cabeza en otro sitio. Empezaban a marearme tantas curvas. Al final llegué a preguntarme por qué me había molestado en hacer aquel viaje. Rick no estaba en casa cuando llegué, ni tampoco contestó nadie en su despacho. Paseé por las habitaciones, que me parecieron sin vida, incapaz de leer o de ver la televisión. Me pasé un rato muy largo mirándome el pelo en el espejo del cuarto de baño. Mi peluquero de San Francisco había tratado más de una vez de teñirme el pelo de color caoba porque pensaba que iría bien con mis ojos marrones. Siempre había rechazado su sugerencia, pero ahora se había salido con la suya: sin duda alguna el pelo se me estaba volviendo rojo.
A medianoche empecé a preocuparme: Rick había perdido el último tren desde Toulouse. Tampoco tenía yo los números de teléfono de las casas de sus colegas, las únicas personas con las que se me ocurría que pudiera haber salido. No había nadie más a quien llamar, ningún amigo o amiga comprensivos para escucharme y tranquilizarme. Pensé por un momento en Mathilde, pero era tarde y no la conocía lo bastante bien como para abrumarla con llamadas de petición de auxilio a medianoche.
Opté en cambio por llamar a mi madre en Boston.
– ¿Estás segura de que no te dijo dónde iba? -me repitió una y otra vez-. ¿Dónde me has dicho que estabas tú? Ella, ¿lo atiendes como es debido? -no le interesaba mi investigación sobre la familia Tournier. Ya no era su familia; las Cevenas y los pintores franceses no le decían nada.
Cambié de tema
– Mamá -dije-, el pelo se me ha puesto rojo.
– ¿Cómo? ¿Te has dado alheña? ¿Te sienta bien?
– No… -no podía decirle que yo no había hecho nada No tenía sentido-. Creo que sí -dije, por fin-. Sí que me queda bien. Como si fuera natural.
Me acosté, pero estuve muchas horas despierta en la cama, esperando oír la llave de Rick en la puerta, intranquila porque no sabía si preocuparme o no, recordándome que mi marido era una persona mayor, pero también que siempre me explicaba dónde iba a estar.
Me levanté temprano y prolongué el café hasta las siete media, momento en que una recepcionista contestó al teléfono en la empresa de Rick. No sabía dónde estaba mi marido, pero prometió que me llamaría su secretaria tan pronto como apareciera. Cuando por fin lo hizo, a las ocho y media, no había hecho otra cosa que tomar café y me encontraba un tanto mareada.
– Bonjour, madame Middleton -me saludó con voz cantarina-. ¿Qué tal está?
Había renunciado, después de repetidos intentos, a explicarle que no utilizaba el apellido de Rick.
– ¿Sabe dónde está Rick? -pregunté.
– En París, en viaje de negocios -dijo-. Tuvo que irse de repente anteayer. Vuelve esta noche. ¿No se lo dijo?
– No, no me lo dijo.
– Le puedo dar el teléfono del hotel si quiere llamarlo allí.
Cuando establecí comunicación con el hotel, Rick Ya se había ido. Por alguna razón aquello me enfadó más que todo lo anterior.
Cuando mi marido llegó a casa aquella noche apenas me sentía capaz de hablar con él. Pareció sorprendido verme, pero también contento.
Ni siquiera le saludé.
– ¿Por qué no me dijiste que te marchabas? -le pregunté.
– No sabía dónde estabas. Fruncí el ceño.
– Sabías que iba a los archivos de Mende para consultar los registros. Podías haber contactado conmigo allí.
– Ella, si quieres que te diga la verdad, no estaba nada seguro sobre lo que te proponías hacer en estos últimos días…
– ¿Qué quieres decir con eso?
– … Dónde has estado, adónde ibas. No me has llamado ni una vez. No dijiste con claridad adónde ibas ni el tiempo que ibas a estar fuera. Tampoco sabía que fueras a volver hoy. En realidad no sabía si tardarías semanas en volver.
– Vamos, no exageres.
– No estoy exagerando. No me vengas con ésas. No esperes que te cuente dónde estoy si tú no me dices dónde estás.
Fruncí el ceño sin mirarle. Se mostraba tan sensato y estaba tan cargado de razón que sentí deseos de darle un puñetazo. Suspiré y dije:
– De acuerdo. Lo siento. Lo siento mucho. Lo que ha pasado es que no encontré nada y luego volví y no estabas y, bueno, he bebido demasiado café y se me ha puesto el estómago de punta.
Rick se echó a reír y me abrazó.
– Háblame de lo que sí has encontrado.
Escondí la cara en su hombro.
– Una gran cantidad de nada. Excepto que he conocido a una chica muy simpática y a un viejo cascarrabias.
Sentí la mejilla de Rick moverse sobre mi cabeza Me aparté para verle la cara. Tenía el ceño fruncido.
– ¿Te has teñido el pelo?
Al día siguiente paseamos por el mercado de los sábados, el brazo de Rick sobre mis hombros. Me sentía más a gusto conmigo misma que durante los dos meses últimos. Para celebrarlo, así como el hecho de que la psoriasis parecía mejorar, llevaba mi vestido suelto favorito, amarillo pálido y sin mangas.
El mercado crecía de tamaño todos los fines de semana con la proximidad del verano. Ahora la actividad era mayor que nunca y llenaba la plaza por completo. Los granjeros habían llegado con camiones cargados de fruta y verdura, queso, miel, beicon, pan, paté, pollos, conejos, cabras. Podía comprar dulces en grandes cantidades, una bata como la de Madame, un tractor incluso.
Todo el mundo estaba allí: nuestros vecinos, la mujer de la biblioteca, Madame en un banco al otro lado de la plaza con dos de sus compinches, alumnas de una clase de yoga en la que también participaba yo, la mujer con el bebé que casi se ahoga y todas las personas a las que les había comprado algo en algún momento.
Incluso con todas aquellas personas alrededor, lo localicé al instante. Parecía estar discutiendo ferozmente con un tipo que vendía tomates; luego los dos sonrieron y se palmearon la espalda. Jean-Paul recogió una bolsa, se dio la vuelta y casi chocó conmigo. Salté hacia atrás para evitar mancharme el vestido con los tomates y di un traspiés. Rick y Jean-Paul me sujetaron cada uno por un codo y, mientras recobraba el equilibrio, los dos siguieron sosteniéndome un segundo antes de que Jean-Paul me soltara,
– Bonjour, Ella Tournier -dijo, con una inclinación de cabeza y un leve alzamiento de cejas. Llevaba una camisa de color azul pálido. Sentí una repentina necesidad de extender la mano y tocarla.
– Qué tal, Jean-Paul -repliqué, con mucha tranquilidad. Recordé haber leído en algún sitio que la persona a la que uno se dirige primero y que se presenta a la otra es la más importante. Me volví con mucho cuidado hacia Rick y dije-: Rick, te presento a Jean-Paul. Jean-Paul, éste es Rick, mi marido.
Se estrecharon la mano, Rick dijo «bonjour» y Jean-Paul «hola». Sentí ganas de reír, ¡eran tan distintos! Rick alto, ancho, dorado y abierto; Jean-Paul pequeño, nervudo, moreno y calculador. Un león y un lobo, pensé. Y cómo desconfían el uno del otro.
Hubo un silencio incómodo. Jean-Paul se volvió hacia mí y dijo en inglés:
– ¿Qué tal sus investigaciones en Mende? Me encogí de hombros con indiferencia.
– No muy bien. Nada útil. Nada en absoluto, a decir verdad -pero no era indiferencia lo que sentía: pensaba, con un sentimiento de culpa y de placer, que Jean-Paul había llamado a Mathilde y que yo no le había llamado; que el incómodo inglés de Jean-Paul era lo único que revelaba su agitación interior; que Rick y él eran muy distintos; que los dos me vigilaban estrechamente.
– ¿De manera que va a otras ciudades para hacer ese trabajo?
Traté de no mirar a Rick.
– Fui a Pont de Montvert también, pero no encontré nada. No es mucho lo que queda de aquella época. No es tan importante, de todos modos. Da un poco lo mismo, en realidad.
La sonrisa sarcástica de Jean-Paul me decía tres cosas: está mintiendo, creía que iba a ser fácil y ya se lo advertí.
Pero no dijo nada de todo aquello y se quedó mirándome el pelo con fijeza.
– El pelo se le está volviendo rojo -comentó.
– Sí -le sonreí. Lo había expresado de la manera justa: sin preguntas ni acusaciones. Por un momento, mi marido y el mercado desaparecieron.
Rick me deslizó una mano espalda arriba hasta colocármela en el hombro. Reí, nerviosa, y dije:
– Bueno, nos tenemos que ir. Me alegro de verle.
– Au revoir, Ella Tournier -dijo Jean-Paul.
Rick y yo tardamos unos minutos en hablar. Fingí estar absorta en la compra de miel y Rick sopesó berenjenas con las manos. Finalmente dijo:
– De manera que es ése, ¿verdad?
Le lancé una mirada feroz.
– Es el bibliotecario, Rick. Nada más.
– ¿Seguro?
– Sí -hacía mucho tiempo que no le mentía.
Una tarde, al volver de clase de yoga, oí sonar el teléfono cuando todavía estaba en la calle. Corrí para contestar y conseguí decir un «¿diga?» completamente sin aliento antes de que una voz aguda, emocionada, empezase a hablar tan rápidamente que tuve que sentarme y esperar a que terminara. Por fin conseguí hacerme escuchar en francés.
– ¿Quién habla?
– Mathilde, soy Mathilde. Escucha, ¡es maravilloso, tienes que verlo!
– Mathilde, más despacio. No entiendo lo que dices ¿Qué es maravilloso?
Mathilde respiró hondo.
– Hemos encontrado algo sobre tu familia, sobre los Tournier.
– Espera un momento quiénes lo habéis encontrado?
– Monsieur Jourdain y yo ¿Recuerdas que te hablé de que había colaborado antes con él en Le Pont de Montvert?
– Sí
– Bien; hoy no tenia que trabajar en el mostrador principal, de manera que se me ocurrió coger el coche y hacerle una visita, ver la habitación de la que me hablaste. ¡Menudo basurero! De manera que monsieur Jourdain y una servidora empezamos a mirar lo que había por allí. ¡Y en una de las cajas de libros encontró a tu familia!
– ¿Qué quieres decir? ¿Un libro sobre mi familia?
– No, no, apuntada en un libro. Se trata de una Biblia. La primera página de una Biblia. Era donde las familias anotaban los nacimientos, las defunciones y los matrimonios, si es que la tenían.
– Pero ¿cómo había llegado allí?
– Muy buena pregunta. Monsieur Jourdain no se ha portado nada bien. ¡Imagínate dejar desatendidas antigüedades tan valiosas! Al parecer, alguien se presentó con una caja grande llena de libros viejos. Hay todo tipo de cosas, registros antiguos de la parroquia, viejas escrituras de propiedad, pero lo más valioso es la Biblia. Bueno, quizá no tan valiosa, dado el estado en que se encuentra.
– ¿Qué le pasa?
– Se quemó. La mayoría de las páginas están ennegrecidas. Pero enumera a muchos Tournier. Son tus Tournier, de eso monsieur Jourdain está convencido.
Guardé silencio, asimilando lo que oía.
– ¿Puedes venir a verlo?
– Claro. ¿Dónde estás?
– Todavía en Le Pont de Montvert. Pero nos podemos reunir en algún punto intermedio. En Rodez, por ejemplo, dentro de tres horas -pensó durante un momento-. Ya sé. Podemos quedar en el bar Crazy Joe. Está a la vuelta de la esquina desde la catedral, en el barrio viejo. ¡Es americano y te podrás tomar un martini! -rió histéricamente y colgó.
Al salir en coche de Lisle pasé por delante del hôtel de ville. Sigue adelante, Ella, pensé. Jean-Paul no tiene nada que ver con esto.
Paré el coche, salté fuera, corrí al edificio y subí las escaleras. Abrí la puerta de la biblioteca y asomé la cabeza. Jean-Paul estaba solo detrás de su mesa, leyendo un libro. Alzó los ojos para mirarme pero, por lo demás, no se movió.
Me quedé en la puerta.
– ¿Está ocupado? -pregunté.
Se encogió de hombros. Después de la escena del mercado unos días atrás, su distanciamiento no tenía nada de sorprendente.
– He encontrado algo -dije sin levantar la voz-. O más bien debería decir que alguien me ha encontrado algo. Pruebas concretas. Algo que le gustará.
– ¿Tiene que ver con su pintor?
– Me parece que no. Venga conmigo a verlo.
– ¿Dónde?
– Lo han encontrado en Le Pont de Montvert, pero me voy a reunir con ellos en Rodez -miré al suelo-. Quiero que venga conmigo.
Jean-Paul me miró un momento, luego hizo un gesto de asentimiento.
– De acuerdo. Cerraré pronto aquí. ¿Se puede reunir conmigo en la gasolinera Fina de la carretera de Albi dentro de un cuarto de hora?
– ¿La estación de servicio? ¿Por qué? ¿Cómo llegará usted hasta allí?
– Iré en mi coche. Nos reuniremos y seguiremos en uno de los dos automóviles.
– ¿Por qué no puede venir ahora conmigo? Le espero fuera.
Jean-Paul suspiró.
– Dígame, Ella Tournier, ¿ha vivido alguna vez en un pueblo pequeño antes de venir a Lisle?
– No, pero…
– Se lo explicaré cuando estemos en el coche.
Jean-Paul se presentó en la gasolinera con un maltrecho Citroën Dos Caballos blanco, uno de esos coches que parecen un Volkswagen Escarabajo muy endeble y tienen una capota que se enrolla como la tapa de una lata de sardinas. El motor hace un ruido inconfundible, un simpático zumbido como de batidora que siempre me hacía sonreír cuando lo oía. Había imaginado a Jean-Paul propietario de un coche deportivo, pero un Dos Caballos resultaba mucho más razonable.
Tenía un aire tan furtivo cuando salió de su coche y entró en el mío que me eché a reír.
– ¿De manera que en su opinión la gente hablará de nosotros? -pregunté mientras nos poníamos en camino por la carretera de Albi.
– Lisle-sur-Tarn es un pueblo pequeño. Muchas ancianas no tienen otra ocupación que vigilar y comentar lo que ven.
– Seguro que lo hacen sin mala intención.
– Ella, le voy a describir un día cualquiera de una de esas mujeres. Se levanta por la mañana y desayuna en la terraza, de manera que ve a toda la gente que pasa. Luego hace la compra; va a todas las tiendas todos los días, habla con otras mujeres y ve lo que hace todo el mundo. Vuele a casa, se queda delante de la puerta y habla con sus vecinas mientras sigue vigilando. Duerme una hora por la tarde cuando sabe que todo el mundo también está dormido y que no se pierde nada. Luego se instala en la terraza el resto de la tarde, leyendo el periódico, pero en realidad vigilando a todos los que pasan por la calle. A última hora sale a dar otro paseo y habla con todas sus amigas. Habla y vigila mucho durante todo el día. Ésa es su principal ocupación.
– Pero yo no he hecho nada en público que les dé ocasión de hablar.
– Aprovecharán cualquier cosa y la retorcerán.
Tomé una curva demasiado abierta.
– No he hecho nada en este pueblo que alguien pueda de algún modo encontrar interesante o escandaloso o cualquier otra cosa parecida.
Jean-Paul no abrió la boca durante un momento. Luego dijo:
– Disfruta con sus quiches de cebolla, ¿me equivoco?
Me puse rígida un momento, pero luego me eché a reír.
– Sí, es una verdadera adicción, lo reconozco. Para escándalo de todas las chismosas, claro.
– Creyeron que estaba… -se detuvo. Lo miré; parecía avergonzado-. Embarazada -concluyó por fin.
– ¿Qué?
– Que tenía un antojo.
Me salió una risa nerviosa.
– ¡Pero eso es absurdo! ¿Por qué iban a pensar una cosa así? ¿Y por qué tendría que interesarles?
– En un sitio pequeño todo el mundo sabe lo que hacen los demás. Se creen con derecho a saber si alguien va a tener un hijo. Pero ahora de todos modos ya saben que eso no es cierto.
– Muy bien -murmuré. Luego lo miré indigna- ¿Cómo saben que no estoy embarazada?
Para sorpresa mía, Jean-Paul pareció avergonzarse todavía más.
– Nada, nada, sólo que… -dejó la frase sin terminar y jugueteó con el bolsillo de la camisa.
– ¿Qué? -empecé a sentirme enferma de repugnancia al pensar en qué era lo que podían saber. Jean-Paul se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.
– ¿Conoce la máquina expendedora de Durex que está junto a la plaza? -me preguntó por fin.
– Ah -alguien debió de ver a Rick comprándolos aquella noche. Dios del cielo, pensé, ¿qué no habrán olfateado ya? ¿Pregona el médico cada visita que hace? ¿Repasan lo que tiramos a la basura? ¿Qué más cosas han dicho?
– No hace falta que lo sepa.
– ¿Qué más han dicho? Jean-Paul miró por la ventanilla.
– Se fijan en todo lo que compra usted en las tiendas. El cartero les informa sobre las cartas que recibe. Saben cuándo sale durante el día, y se fijan en si sale mucho con su marido. Y, bueno, si no usa los postigos, también miran, claro -parecía desaprobarme más a mí por no cerrar las contraventanas que a ellos por mirar.
Sentí un escalofrío al acordarme del bebé que se ahogaba, de todas aquellas espaldas vueltas contra mí.
– ¿Qué es lo que han dicho concretamente?
– ¿Quiere saberlo?
– Sí.
– Están las quiches y los antojos. Luego piensan que se da aires porque ha comprado una lavadora.
– Pero ¿por que?
– Piensan que tendría que lavar a mano como ellas. Sólo a las personas con hijos les está permitido tener electrodomésticos. Y también creen que el color con que pintó los postigos es vulgar y desentona con Lisle. Piensan que carece de refinamiento. Que no debería llevar vestidos sin mangas. Que es de mala educación que hable a la gente en inglés. Que es una mentirosa porque le dijo a madame Rodin, la de la boulangerie, que vivía aquí cuando todavía no era cierto. Y arrancó espliego de la plaza, que es algo que nadie hace. De hecho, ésa fue la primera impresión que tuvieron de usted. Y eso es difícil de cambiar.
Guardamos silencio unos minutos. Tenía lágrimas en los ojos, pero sentía, al mismo tiempo, ganas de reír. En público sólo había hablado una vez en inglés, pero eso contaba mucho más que todas las veces que lo había hecho en francés. Jean-Paul encendió un cigarrillo y bajó un poco el cristal de su ventanilla.
– ¿Le parece que soy una maleducada y que carezco de refinamiento?
– No -sonrió-. Y creo que debería llevar vestidos sin mangas con más frecuencia.
Me sonrojé.
– ¿Así que no tienen nada agradable que decir sobre mí?
Pensó un momento.
– Les parece que su marido es muy apuesto, incluso con la… -se llevó la mano a la nuca.
– Coleta.
– Sí. Pero no entienden por qué corre y opinan que sus pantalones cortos son demasiado cortos.
Sonreí para mis adentros. Sí que parecía fuera de lugar hacer footing en un pueblo francés, pero a Rick le tenían sin cuidado las miradas de la gente. Luego se me heló la sonrisa.
– ¿Por qué sabe usted todas esas cosas sobre mí? -pregunté-. ¿Sobre quiches y estar embarazada y los postigos y la lavadora? Se comporta como si estuviera por encima de todas esas habladurías, pero sabe tanto como los demás.
– No soy chismoso -dijo Jean-Paul con firmeza, echando el humo hacia la rendija de la ventanilla- Alguien me contó todo eso a manera de advertencia.
– ¿Qué clase de advertencia?
– Ella, cada encuentro nuestro es un acontecimiento público. No está bien que la vean conmigo. Me han dicho que cuentan chismes sobre nosotros. Yo debería haber tenido más cuidado. Por lo que a mi respecta, no me importa, pero usted es mujer y siempre es peor para las mujeres. Ahora me va a decir que todo eso es absurdo -siguió, pese a mis intentos de interrumpirlo-, pero absurdo o no, es la verdad. Y está casada. Y es extranjera. Y todo eso empeora la situación.
– Pero es insultante que sus opiniones le parezcan más importantes que las mías. ¿Qué tiene de malo vernos? No hacemos nada malo, por el amor de Dios. Estoy casada con Rick, ¡pero eso no significa que no pueda hablar con otro hombre!
Jean-Paul no dijo nada.
– ¿Cómo lo soporta? -dije, sin poder contenerme-. ¿Esa vida pueblerina de continuos chismorreos? ¿Saben todo lo que hace?
– No. Fue un golpe después de vivir en ciudades grandes, por supuesto, pero aprendí a ser discreto.
– ¿Y llama ser discreto a desaparecer para luego reunirse así conmigo? Ahora sí que parecemos culpables.
– No es exactamente así. Lo que más los ofende es que las cosas sucedan en el pueblo, frente a sus narices.
– Delante de sus narices -sonreí, a pesar de todo.
– Delante de sus narices -me devolvió una sonrisa sombría-. Es una psicología diferente.
– Bueno, el caso es que la advertencia no ha servido Aquí estamos, después de todo.
No volvimos a hablar durante el resto del viaje.
La cubierta estaba quemada a medias, las hojas carbonizadas e ilegibles, a excepción de la primera. Con trazos delgados e inseguros, y con desvaída tinta marrón, alguien había escrito lo siguiente:
Jean Tournier n. 16 de agosto de 1507
c. Hannah Tournier 18 de junio 1535
Jacques n. 28 de agosto 1536
Etienne n. 29 de mayo de 1538
c. Isabelle du Moulin 28 de mayo de 1563
Jean n. 1 de enero de 1563
Jacob n. 2 de julio de 1565
Marie n. 9 de octubre de 1567
Susanne n. 12 de marzo de 1540
c. Bertrand Bouleaux 29 de noviembre de 1565
Deborah n. 16 de octubre de 1567
Me contemplaban los ojos de cuatro personas: los de Jean-Paul, Mathilde, monsieur Jourdain, que, para sorpresa mía, estaba sentado junto a Mathilde tomándose un whisky con soda cuando entramos, y una niñita rubia, subida a un taburete con una coca-cola en la mano, los ojos dilatados por la emoción, y que nos fue presentada como Sylvie, hija de Mathilde.
Me sentí un poco mareada, pero me apreté la Biblia contra el pecho y les sonreí.
– Oui -me limité a decir-. Oui.