10. El regreso

Estuve mucho tiempo en el umbral sin atreverme a llamar. Dejé el bolso de viaje en el suelo, el de gimnasia a su lado, y examiné la puerta. Era anodina, contrachapado barato con una mirilla a la altura de los ojos. Contemplé los alrededores: estaba en una urbanización, pequeña y nueva, con hierba pero sin árboles, a excepción de unos cuantos palitroques que se esforzaban por crecer. No era muy diferente de algunos barrios residenciales nuevos de Estados Unidos.

Ensayé una vez más lo que iba a decir y luego toqué el timbre. Mientras esperaba, el estómago empezó a agitárseme y se me humedecieron las manos. Me las froté en los pantalones y tragué saliva. Oí pasos fuertes en el interior que se acercaban; luego la puerta se abrió y apareció en el umbral una niñita rubia. Un gato blanco y negro se abrió paso entre sus piernas y llegó a los escalones, momento en el que renunció a escabullirse, pegó la nariz al bolso de gimnasia y lo estuvo olfateando y olfateando hasta que lo aparté suavemente con el pie.

La niñita llevaba pantalones cortos de color amarillo brillante y una camiseta con zumo derramado en el delantero. Se colgó del tirador, manteniendo el equilibrio con un solo pie, y me miró con fijeza.

– Bonjour, Sylvie. ¿Te acuerdas de mí?

Siguió mirándome fijamente.

– ¿Por qué tienes un moratón en la cabeza?

Me toqué la frente.

– Me di un golpe.

– Tienes que ponerte una tirita.

– ¿Me la querrás poner tú?

Asintió con la cabeza. Desde dentro llamó una voz:

– Sylvie, ¿quién está ahí?

– Es la señora de la Biblia. Se ha hecho daño en la cabeza.

– Dile que se vaya. ¡Ya sabe que no se la voy a comprar!

– ¡No, no! -gritó Sylvie-. ¡La otra señora de la Biblia!

Se oyó un clic-clic-clic por el pasillo y enseguida apareció Mathilde detrás de Sylvie, con unos exiguos pantalones cortos de color rosa, una blusa blanca con la espalda descubierta y un pomelo a medio pelar en una mano.

– Mon Dieu! -exclamó-. Ella, quelle surprise! -le pasó el pomelo a Sylvie, me abrazó y me besó en las dos mejillas-. ¡Deberías haberme dicho que venías! Pasa, pasa.

No me moví. Me temblaban los hombros, bajé la cabeza y empecé a llorar.

Sin decir una palabra, Mathilde me pasó un brazo por la cintura y recogió el bolso de viaje. Cuando Sylvie hizo lo mismo con el bolso de gimnasia, casi exclamé: «¡No lo toques!». Pero dejé que lo cogiera y también que me diera la mano. Entre las dos me llevaron al interior del apartamento.


No me sentía con fuerzas para subirme a un avión. No quería estar encerrada, pero, todavía mas, no quería volver a casa demasiado pronto. Necesitaba mas tiempo para hacer la transición del que me proporcionaría un vuelo. Jacob me acompañó en tren hasta Ginebra y me dejó en el autobús para el aeropuerto, pero tres manzanas más allá de la gare de Cornavin me levanté y le pedí al conductor que me dejara apearme. Me senté en un bar y empleé media hora en tomarme una taza de café, para tener la seguridad de que Jacob estaba ya en el tren de vuelta a Moutier. Después volví a la estación y compré un billete para Toulouse.

Había sido duro despedirme de Jacob: no porque quisiera quedarme, sino porque resultaba demasiado evidente que quería marcharme lo antes posible.

– Siento mucho, Ella -murmuró mientras nos despedíamos-, que tu visita a Moutier haya sido tan traumática. La idea era ayudarte, pero sólo hemos conseguido hacerte la vida más difícil -lanzó una ojeada al chichón en la frente, al bolso de gimnasia. No quería que me lo llevara, pero yo había insistido, pese al temor de que pudieran surgir problemas en el aeropuerto con algún perro rastreador: otra razón para tomar el tren.

Lucien había traído el bolso de gimnasia el día anterior, cuando por fin desperté, después de que los calmantes que el médico me inyectó hubieran dejado de hacer efecto. Apareció al pie de la cama, sin afeitar, sucio y agotado, y dejó el bolso junto a la pared.

– Para ti, Ella. No lo mires ahora. Ya sabes lo que es. Eché una ojeada indiferente al bolso.

– No lo has hecho tú solo, ¿verdad?

– Un amigo me debía un favor. No te preocupes, no se lo dirá a nadie. Sabe guardar secretos -hizo una pausa-. Usamos una cuerda más fuerte. Aunque la viga ha estado a punto de caerse. Casi se derrumba la casa entera.

– Ojalá se hubiera hundido.

Cuando se estaba marchando me aclaré la garganta.

– Lucien. Gracias. Por ayudarme. Por todo.

Hizo un gesto de asentimiento.

– Que seas feliz, Ella.

– Lo intentaré.


Mathilde y Sylvie dejaron mi equipaje en el pasillo y me llevaron al patio trasero, un trozo de césped, separado de los vecinos de ambos lados por una valla, con juguetes diseminados por todas partes y una piscina portátil de plástico. Hicieron que me tumbara en una hamaca igualmente de plástico y, mientras Mathilde volvía a entrar para traerme algo de beber, Sylvie se me situó a la altura del hombro, mirándome fijamente. Luego extendió la mano y empezó a acariciarme la frente. Cerré los ojos. Su mano y el calor del sol hacían que me sintiera bien.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sylvie. Abrí los ojos. Me señalaba la psoriasis en el brazo; la mancha estaba roja e hinchada.

– Tengo un problema con la piel. Se llama psoriasis.

– Soa-ria-siis -repitió, logrando que sonara como el nombre de un dinosaurio-. También necesitas una tirita ahí, n'est-ce pas?

Sonreí.

– Bien -empezó Mathilde, después de hacerme entrega de un vaso de zumo de naranja, de sentarse en la hierba a mi lado y de decirle a Sylvie que fuera a ponerse el traje de baño-. ¿Dónde has estado para hacerte esos moratones?

Suspiré. La perspectiva de tener que explicarlo todo me parecía una empresa sobrehumana.

– He estado en Suiza -empecé-, para ver a mi familia. Quería enseñarles la Biblia.

Mathilde torció el gesto.

– Bah, los suizos -dijo.

– Buscaba algo -continué-, y…

Del interior de la casa nos llegó un grito estridente. Mathilde se puso en pie de un salto.

– Ah, serán los huesos -dije.


Todavía fue más difícil dejar a Susanne. Entró en mi cuarto no mucho después de que Lucien dejara el bolso de gimnasia. Se sentó en el borde de la cama e hizo un gesto en su dirección sin mirarlo.

– Lucien me lo ha contado -dijo-. Y me lo ha enseñado.

– Lucien es una buena persona.

– Sí -miró por la ventana-. ¿Por qué crees que estaban allí?

Negué con la cabeza.

– No lo sé. Quizá… -me detuve; pensar en lo que habíamos encontrado me hacía temblar, y estaba intentando con toda mi alma hacerles creer a todos que me encontraba lo bastante bien como para marcharme al día siguiente.

Susanne me puso una mano en el brazo.

– No debería haber hablado de ello.

– No tiene importancia -cambié de tema-. ¿Te puedo decir algo con toda franqueza? -la debilidad me daba fuerzas para ser sincera.

– Por supuesto.

– Manda a paseó a Jan.

La respuesta de su rostro fue de asentimiento más que de sorpresa; cuando empezó a reírse, me uní a ella.


Mathilde regresó trayendo de la mano a una Sylvie llorosa.

– Dile a Ella que sientes haber curioseado en sus cosas -le ordenó.

Sylvie me miró con desconfianza entre las lágrimas.

– Lo siento -balbució-. Mamá, por favor, déjame jugar en la piscina.

– Muy bien.

Sylvie corrió a la piscina como si deseara apartarse de mí.

– Lo siento -dijo Mathilde-. Es un poco más curiosa de la cuenta.

– No pasa nada. Siento que se haya asustado.

– De manera que eso…, esos… ¿es lo que has encontrado? ¿Lo que buscabas?

– Creo que se llamaba Marie Tournier.

– Mon Dieu. Era… ¿de tu familia?

– Sí -empecé a hablarle de la granja, de la vieja chimenea y el hogar y de los nombres Isabelle y Marie. Del color azul, de la pesadilla y del ruido sordo de la piedra al caer. Y del color de mi pelo.

Mathilde escuchaba sin interrumpirme. Se miraba las uñas de color rosa brillante y se quitaba algún padrastro.

– ¡Qué historia! -dijo cuando hube terminado-. Tendrías que escribirla -hizo una pausa, empezó a decir algo más y luego se detuvo.

– ¿Qué?

– ¿Por qué has venido aquí? -preguntó-. Écoute, me alegro de que lo hayas hecho, pero ¿por qué no has vuelto a casa? ¿No es lo lógico ir a casa cuando estás disgustada, volver con tu marido?

Suspiré. También tenía que contarle todo aquello: pasaríamos horas allí. Su pregunta me recordó algo. Miré a mi alrededor.

– ¿Hay un…? ¿Tienes un…? ¿Dónde está el padre de Sylvie? -pregunté con torpeza.

Mathilde rió y agitó una mano vagamente.

– ¿Quién sabe? Hace un par de años que no lo veo. Nunca le interesó tener hijos. No quería que naciera Sylvie, de manera que… -se encogió de hombros-. Tant pis. Pero no has contestado a mi pregunta.

Le conté todo lo demás, acerca de Rick y de Jean-Paul. Aunque no traté de simplificar, tardé menos de lo que pensaba.

– ¿De manera que Rick no sabe que estás aquí?

– No. Mi primo quería llamar y contarle que volvía a casa, pero no le dejé. Le prometí hacerlo desde el aeropuerto. Quizá yo ya sabía que no iba a volver.

De hecho había estado aletargada en el tren de Ginebra, sin pensar siquiera en mi punto de destino. Tenía que cambiar de trenes en Montpellier y mientras esperaba había oído anunciar un tren que, entre otros sitios, paraba en Mende. Lo vi llegar y cómo la gente se apeaba y subía. Después siguió un rato en la estación y cuanto más se prolongaba la parada, más me tentaba. Finalmente recogí el equipaje y subí a bordo.

– Ella -dijo Mathilde. Alcé los ojos, había estado viendo cómo Sylvie chapoteaba en la piscina-. No te queda más remedio que hablar con Rick, n’est-ce pas? Sobre todo esto.

– Lo sé. Pero no tengo fuerzas para telefonearle.

– ¡Déjamelo a mí! -se puso en pie de un salto y chasqueó los dedos-. Dame el número -lo hice, a regañadientes-. Bien. Ahora vigila a Sylvie. ¡Y no entres en casa!

Me recosté en la hamaca. Era un alivio que se ocupara ella.


Afortunadamente los niños olvidan pronto. Al final del día Sylvie y yo jugábamos juntas en la piscina.

Cuando entramos en la casa Mathilde había escondido el bolso de gimnasia en un armario. Sylvie no dijo nada más sobre el asunto; me enseñó todos sus juguetes y me permitió que le hiciera dos trenzas muy apretadas.

Mathilde se mostró reticente sobre la llamada telefónica.

– Mañana por la noche, a las ocho -explicó, enigmática, mientras me entregaba una dirección en Mende, igual que Jean-Paul había hecho con La Taverne.

Cenamos pronto para respetar el horario de Sylvie. Sonreí al ver lo que tenía en el plato: igual que la comida que tomaba cuando era pequeña, todo muy concreto y nada elaborado. No había pasta con salsas o aceites o condimentos especiales, ni pan especial, ni mezclas de gustos y consistencias. Me encontré con una chuleta de cerdo, judías verdes, maíz cocido con crema y una baguette; todo cómodamente sencillo.

Estaba hambrienta, pero cuando me metí en la boca un bocado de cerdo casi lo escupí: sabía a metal. Probé con el maíz y las judías verdes y me sucedió lo mismo. Pese a mis ganas de comer, no soportaba ni el sabor ni el tacto de los alimentos al metérmelos en la boca.

Era imposible ocultar mi malestar, dado, sobre todo, que Sylvie había decidido vincular su cena a la mía. Cada vez que comía un bocado de cerdo, ella hacía lo mismo; cuando bebía, también bebía ella. Mathilde lo devoró todo sin darse cuenta de nuestra lentitud y luego riñó a Sylvie por tardar tanto.

– ¡Pero Ella está comiendo igual de despacio! -se lamentó Sylvie.

Mathilde miró mi plato.

– Lo siento -dije-. Tengo una sensación un poco extraña. Todo me sabe a metal.

– Ah, ¡eso me pasó cuando estaba embarazada de Sylvie! Horrible. Aunque sólo dura unas cuantas semanas. Después se come ya de todo -se interrumpió-. Pero tú…

– Tal vez sea la medicina que me mandó el médico -la interrumpí-. A veces quedan restos en el organismo. Lo siento, pero no tengo hambre.

Mathilde hizo un gesto de asentimiento. Más tarde la sorprendí dedicándome una larga mirada evaluadora. Encajé en la vida de las dos con sorprendente facilidad. Le había dicho a Mathilde que me iría al día siguiente, pero no porque supiera adónde quería ir. Desestimó la idea con un gesto de la mano.

– No, te quedas con nosotras. Me encanta tenerte aquí. De ordinario no estamos más que Sylvie y yo, de manera que es bueno recibir visitas. ¡Con tal de que no te importe dormir en el sofá-cama!

Sylvie me hizo leerle un libro tras otro cuando le llegó el momento de acostarse; emocionada por la novedad, me corrigió la pronunciación sin contemplaciones y me explicó lo que significaban algunas de las frases. A la mañana siguiente le suplicó a Mathilde que le permitiera quedarse en casa en lugar de ir a la escuela de verano que frecuentaba.

– ¡Quiero jugar con Ella! -gritó-. Por favor, mamá, por favor.

Mathilde me miró de reojo. Hice un leve gesto de asentimiento.

– Tendrás que preguntarle a Ella -dijo mi amiga-. ¿Cómo sabes que quiere jugar contigo todo el día?

Una vez que Mathilde se fue a trabajar, lanzando instrucciones por encima del hombro hasta el último momento, la casa quedó repentinamente silenciosa. Miré a Sylvie; ella me miró. Yo sabía que las dos pensábamos en el bolso lleno de huesos y escondido en algún lugar de la casa.

– Demos un paseo -dije animadamente-. Hay un parque infantil cerca, ¿no es cierto?

– Vale -respondió Sylvie, y se fue a colocar todas las cosas que podía necesitar en una mochila con forma de oso.

Camino del parque pasamos ante una hilera de tiendas; cuando llegamos a la farmacia me detuve.

– Vamos a entrar, Sylvie, hay una cosa que necesito comprar -entró conmigo sin rechistar. La llevé a una exposición de jabones-. Elige uno -le dije-, y te regalaré una pastilla -se enfrascó en abrir las cajas y oler los jabones mientras yo conseguía hablar con el farmacéutico en voz baja.

Sylvie eligió un jabón con olor a espliego, y lo llevaba en la mano para poder seguir oliéndolo mientras caminábamos, hasta que la convencí de que metiera la pastilla en la mochila para que estuviera más segura. Al llegar al parquecito corrió a reunirse con sus amigos. Me senté en los bancos con las otras madres, que me miraron con desconfianza. No traté de hablar con ellas: necesitaba pensar.

Por la tarde nos quedamos en casa. Mientras Sylvie llenaba la piscina me fui al cuarto de baño con mi compra. Cuando reaparecí, ella se metió en el agua y chapoteó mientras yo miraba el cielo tumbada en la hierba.

Al cabo de un rato Sylvie vino a sentarse a mi lado. Jugaba con una vieja muñeca Barbie, a quien alguien había hecho trasquilones en el pelo; Sylvie hablaba con ella y la hacía bailar.

– ¿Ella? -empezó. Yo sabía que iba a sacar el tema-. ¿Qué has hecho con la bolsa de huesos?

– No lo sé. Tu madre la guardó.

– ¿Está todavía en la casa?

– Quizá sí. Quizá no.

– ¿En qué otro sitio podría estar?

– Quizá tu mamá se la haya llevado al trabajo o se la haya dado a un vecino.

Sylvie miró alrededor.

– ¿Nuestros vecinos? ¿Para qué la querrían?

Mala idea. Cambié de táctica.

– ¿Por qué me lo preguntas?

Sylvie miró a su muñeca, le tiró del pelo y se encogió de hombros.

– No lo sé -masculló.

Esperé un minuto.

– ¿Quieres volver a ver lo que hay dentro? -pregunté.

– Sí.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿No gritarás ni te asustarás?

– No, si también estás tú.

Saqué el bolso del armario y lo llevé al jardín. Sylvie estaba sentada con las rodillas recogidas bajo la barbilla, observándome, nerviosa. Dejé el bolso sobre la hierba.

– ¿Te parece que… lo saque para que puedas verlo, pero esperas dentro y te llamo cuando esté listo?

Aceptó con un gesto de cabeza y se puso en pie de un salto.

– Quiero una coca-cola. ¿Me puedo tomar una coca-cola?

– Sí.

Corrió al interior de la casa.

Respiré hondo y abrí la cremallera del bolso. Aún no había mirado dentro.


Cuando estuvo todo listo, entré y encontré a Sylvie en el cuarto de estar con un vaso de coca-cola, viendo la televisión.

– Ven -dije, tendiéndole la mano. Salimos juntas por la puerta de atrás. Desde allí Sylvie veía ya algo sobre la hierba. Se me apretó contra el costado.

– No estás obligada a mirarlo, ¿sabes? Pero no te va a hacer daño. No está viva.

– ¿Qué es?

– Una niña.

– ¿Una niña? ¿Una niña como yo?

– Sí. Esos son sus huesos y su pelo. Y un trozo de un vestido.

Nos acercamos. Para sorpresa mía, Sylvie me soltó la mano y se acuclilló junto a los huesos. Los estuvo mirando durante mucho tiempo.

– Es un azul muy bonito -dijo por fin-. ¿Qué pasó con el resto del vestido?

– Se… -«pudrir», otra palabra que no sabía-. Se hizo viejo y se destruyó -expliqué torpemente.

– El pelo es del mismo color que el tuyo.

– Sí.

– ¿De dónde viene?

– Suiza. La enterraron en el suelo, bajo el hogar de una chimenea.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué murió?

– No, ¿por qué la enterraron bajo el hogar? ¿Para que no pasara frío?

– Quizá.

– ¿Cómo se llamaba?

– Marie.

– Habría que volver a enterrarla.

– ¿Por qué? -me intrigaba su respuesta.

– Porque necesita una casa. No puede quedarse aquí para siempre.

– Eso es verdad.

Sylvie se sentó en la hierba, luego se tumbó junto a los huesos.

– Me voy a dormir -anunció.

Pensé impedírselo, decirle que no era una buena idea, que quizá tuviera pesadillas, que Mathilde nos encontraría y pensaría que yo iba a ser una pésima madre por dejar a su hija dormir junto a un esqueleto. Pero me lo callé. Lo que hice en cambio fue tumbarme al otro lado de los huesos.

– Cuéntame una historia -ordenó Sylvie.

– No se me da muy bien contar historias.

Sylvie se volvió hacia mí apoyada en un codo.

– ¡Todas las personas mayores saben historias! Cuéntame una.

– De acuerdo. Érase una vez una niñita de pelo rubio que llevaba un vestido azul.

– ¿Como yo? ¿Se parecía a mí?

– Sí.

Sylvie se tumbó de nuevo con una sonrisa de satisfacción en los labios y cerró los ojos.

– Era una niñita muy valiente. Tenía dos hermanos mayores, una madre, un padre y una abuela.

– ¿La querían?

– Todos, a excepción de su abuela.

– ¿Por qué no?

– No lo sé -me detuve. Sylvie abrió los ojos-. Era vieja y fea -continué muy deprisa-. Y pequeña, siempre vestida de negro. Y nunca hablaba.

– ¿Cómo podía saber la niña que su abuela no la quería si no hablaba nunca?

– Tenía…, tenía unos ojos feroces, y a la niñita la miraba de manera distinta que a los demás. Por eso lo sabía. Y todavía era peor cuando se ponía el vestido azul que más le gustaba.

– ¿Porque la abuela quería quedárselo?

– Sí; la tela era muy hermosa pero sólo había suficiente para hacerle el vestido a una niñita. Cuando se lo ponía parecía el cielo.

– ¿Era un vestido mágico?

– Por supuesto. Y protegía a Marie de su abuela y de otras cosas…, fuego y lobos y muchachos desagradables. Y también de ahogarse. De hecho, un día la niña estaba jugando junto al río y se cayó. Desde dentro del agua veía nadar a los peces más abajo y pensó que iba a ahogarse. Luego el vestido se hinchó con el aire, la niña subió flotando a la superficie y no le pasó nada. De manera que todas las veces que se ponía el vestido su mamá sabía que estaba a salvo.

Me volví a mirar a Sylvie; se había dormido. Mis ojos se tropezaron con los fragmentos de azul entre las dos.

– Excepto en una ocasión -añadí-. Y basta con una.

Soñé que estaba en una casa que se quemaba por completo. Había maderas que se desplomaban y cenizas que volaban por todas partes. Luego apareció una niña. Sólo la veía con el rabillo del ojo; si la miraba directamente, desaparecía. Una luz azul flotaba a su alrededor. -Acuérdate de mí -dijo. Se convirtió en Jean-Paul; llevaba días sin afeitar y parecía un tipo duro, el pelo tan crecido que se le rizaba; la cara, los brazos y la camisa cubiertos de hollín. Extendí la mano y le toqué la cara; y cuando la retiré tenía una cicatriz de la nariz a la barbilla.

– ¿Cómo te has hecho eso? -pregunté.

– Me lo ha hecho la vida -replicó.

Una sombra me cruzó la cara y me desperté. Mathilde estaba delante de mí, tapando el sol del atardecer. Parecía que llevaba allí un buen rato, cruzada de brazos, estudiándonos.

– Lo siento -dije, parpadeando-. Sé que debe parecerte extraño.

Mathilde resopló.

– Sí, pero la verdad es que no me sorprende. Sabía que mi hija querría volver a ver esos huesos. Parece que ya no le dan miedo.

– No. Me ha sorprendido con su tranquilidad.

Nuestras voces la despertaron; se dio la vuelta y se incorporó, las mejillas encendidas. Miró alrededor, hasta que sus ojos se detuvieron en los huesos.

– Mamá -dijo-, vamos a enterrarla.

– ¿Qué? ¿Aquí en el patio?

– No. En su casa.

Mathilde me miró.

– Sé el sitio exacto -dije.


Mathilde me dejó su automóvil para que fuese a Mende. Era extraño pensar que sólo habían pasado tres semanas desde mi visita anterior; habían sucedido muchas cosas desde entonces. Pero la sensación, al caminar alrededor de la catedral sombría y de las oscuras callejuelas de la ciudad antigua, era la misma. Aquella ciudad no tenía nada de acogedora. Me alegré de que Mathilde viviera fuera, aunque se tratase de un barrio sin árboles.

La dirección resultó ser la de la pizzería donde ya había comido en otra ocasión. Estaba casi tan vacía como entonces. Me sentía tranquila al entrar, pero cuando vi a Rick solo en una mesa con una copa de vino, consultando el menú con el ceño fruncido, se me encogió el corazón. Llevaba trece días sin verlo y habían sido trece días muy largos. Cuando alzó la vista y me vio, se puso en pie, sonriendo con nerviosismo. Llevaba ropa de oficina, camisa blanca, blazer de algodón azul marino y zapatos deportivos. Parecía grande y sano y americano en aquel lugar que era como una cueva oscura; algo así como un Cadillac arrastrándose por una calle muy estrecha.

Nos besamos torpemente.

– Cielos, Ella, ¿qué te ha pasado en la cara? Me toqué la contusión de la frente.

– Una caída -dije-. No tiene importancia.

Nos sentamos. Rick me sirvió una copa de vino antes de que pudiera decir no. Cortésmente me la llevé a los labios pero no bebí. El olor a ácido y a vinagre casi me dio arcadas; lo dejé rápidamente sobre la mesa.

Estuvimos unos instantes sin hablar. Me di cuenta de que tendría que ser yo quien iniciara la conversación.

– De manera que te llamó Mathilde -empecé sin saber qué decir.

– Sí. ¡Qué deprisa habla, Dios del cielo! Pero no entendí por qué no me llamabas tú.

Me encogí de hombros. Sentía crecerme la tensión en el estómago.

– Escucha, Ella, quiero decir un par de cosas, ¿te parece bien?

Asentí.

– Veamos, se que este traslado a Francia ha sido duro para ti. Más para ti que para mí. Todo lo que yo tenía que hacer era trabajar en otro despacho. Cambia la gente pero el trabajo es parecido. Tu caso es distinto: no tienes ni trabajo ni amigos y debes de sentirte aislada y aburrida. Entiendo que no seas feliz. Quizá no me he ocupado lo suficiente de ti porque he estado hasta el cuello de trabajo. De manera que te aburres y, bueno, entiendo que pueda haber tentaciones, incluso en un sitio tan provinciano como Lisle.

Me miró la psoriasis en los brazos; aquello pareció desconcertarle por un momento.

– De manera que he estado pensando -continuó, retomando el hilo- que deberíamos empezar de nuevo.

El camarero le interrumpió para tomar nota de lo que queríamos. Estaba tan nerviosa que no me veía comiendo nada, pero por guardar las apariencias pedí la pizza más sencilla imaginable. Hacía calor dentro del restaurante y la atmósfera resultaba asfixiante; me empezaban a sudar las manos y la frente. Bebí un tembloroso sorbo de agua.

– Y resulta -continuó Rick- que hay una manera muy fácil de hacerlo. Sabes que he estado en Fráncfort con motivo de una urbanización.

Asentí.

– Me han pedido que supervise la construcción, como proyecto conjunto entre nuestra empresa y la suya -hizo una pausa y me miró expectante.

– Vaya, eso es estupendo, Rick. Formidable para ti.

– ¿Lo ves, no? Nos trasladaríamos a Alemania. Nuestra oportunidad para empezar de nuevo.

– ¿Dejar Francia?

Mi tono le sorprendió.

– Pero si no has hecho más que quejarte de este país desde que llegaste. Que la gente no es amable, que no consigues hacer amigos, que te tratan como a una completa desconocida, que son demasiado protocolarios. ¿Por qué querrías quedarte?

– Es mi hogar -dije débilmente.

– Mira; trato de ser razonable. Y creo que me porto bastante bien. Estoy dispuesto a perdonar y a olvidar todo el asunto con…, ya sabes. Únicamente te pido que te apartes de él. ¿Es eso tan poco razonable?

– No; supongo que no.

– Bien -me miró y, por un momento, su buena voluntad se vino abajo-. De manera que reconoces que pasó algo con él.

El nudo del estómago se movió y me aparecieron nuevas gotas de sudor sobre los labios. Me puse en pie.

– Tengo que encontrar un baño. Vuelvo enseguida.

Conseguí alejarme de la mesa sin perder la calma, pero una vez que llegué al aseo y cerré la puerta, me dejé ir y vomité, largas arcadas jadeantes que me sacudieron todo el cuerpo. Sentí como si llevara mucho tiempo esperando aquel momento, sentí que estaba devolviendo todo lo que había comido en Francia y en Suiza.

Finalmente me quedé vacía del todo. Sentada sobre los talones y recostada contra la pared del retrete, la luz del techo me iluminaba como un reflector. La tensión había desaparecido al tirar de la cadena; aunque exhausta, era capaz de pensar con claridad por vez primera desde hacía días. Empecé a reír entre dientes.

– Alemania. Dios del cielo -murmuré.


Cuando regresé a la mesa habían llegado nuestras pizzas. Cogí la mía, la coloqué en la mesa de al lado, que estaba vacía, y procedí a sentarme.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó mi marido, frunciendo levemente el ceño.

– Sí -me aclaré la garganta-. Rick, tengo algo que decirte.

Me miró con aprensión; no tenía ni idea de qué podía ser.

– Estoy embarazada.

Dio un salto. Su rostro era como un televisor que cambiase de canal cada pocos segundos a medida que distintas ideas se le pasaban por la cabeza.

– ¡Pero eso es maravilloso! Era lo que querías, ¿no es cierto? Excepto… -la duda hizo que su rostro reflejara un sufrimiento tal que casi le cogí la mano. Se me ocurrió que podía mentir y que aquello lo solucionaría todo. Era la puerta abierta que estaba buscando. Pero mentir nunca se me ha dado bien.

– Es tuyo -dije por fin-. Debió de suceder justo antes de que volviéramos a utilizar anticonceptivos. Rick saltó del asiento y dio la vuelta a la mesa para abrazarme.

– ¡Champán! -exclamó-. ¡Tenemos que pedir champán!

Buscó con los ojos al camarero.

– No, no -dije-. Por favor. No me siento bien.

– Ah, claro. Escucha, vámonos a casa. Ahora mismo. ¿Tienes aquí tus cosas? -miró alrededor.

– No, Rick. Siéntate. Por favor.

Lo hizo, de nuevo con la incertidumbre en el rostro. Respiré hondo.

– No voy a volver contigo.

– Pero… ¿para qué estamos haciendo todo esto?

– ¿Todo esto?

– Esta cena. Pensaba que ibas a volver conmigo. Tengo el coche y todo lo demás.

– ¿Es eso lo que Mathilde te dijo?

– No, pero supuse…

– No deberías haberlo hecho.

– Pero vas a tener un hijo mío.

– Vamos a dejar eso al margen por el momento.

– No podemos dejarlo al margen. Está ahí, ¿no es cierto?

Suspiré.

– Supongo que sí.

Rick se terminó el vino y dejó la copa, que hizo un ruido como de resquebrajarse contra la mesa.

– Escucha, Ella, hay algo que tienes que explicarme. No me has dicho por qué te fuiste a Suiza. ¿Es que he hecho algo mal? ¿Por qué te portas así conmigo? Pareces dar a entender que hay algo entre nosotros que no funciona. Eso es una novedad para mí. Si alguien debería estar disgustado soy yo. Tú eres la que te tomas libertades.

No sabía cómo decirlo amablemente. Rick pareció darse cuenta.

– Limítate a decírmelo -sugirió-. Sé sincera conmigo.

– Sucedió cuando nos mudamos aquí. Me siento distinta.

– Cómo?

– Es difícil de explicar -pensé unos instantes-. Sabes perfectamente que se puede comprar un disco, obsesionarte con él durante un tiempo, ponerlo sin parar, saberte todas las canciones. Y te parece que te lo sabes de memoria y que tiene una relación especial contigo. Como, por ejemplo, el primer disco que compraste cuando eras un crío.

– Los Beach Boys. Surf’s Up.

– Exacto. Y luego un día dejas de oírlo; no por ninguna razón especial, no es una decisión consciente. De repente ya no necesitas oírlo más. Ya no tiene la misma fuerza. Lo oyes y sabes que las canciones siguen siendo buenas, pero han perdido la magia que tenían para ti. Una cosa parecida.

– Eso no me ha pasado nunca con los Beach Boys. Todavía siento lo mismo cuando los escucho.

Di un golpe fuerte en la mesa con la mano.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué lo haces?

La poca gente que había en el restaurante nos miró.

– ¿Qué? -susurró Rick-. ¿Qué es lo que he hecho?

– No me escuchas. Coges la metáfora y la destrozas. Sencillamente no escuchas lo que trato de decirte.

– ¿Y qué es lo que tratas de decirme?

– ¡Que ya no te quiero! ¡Eso es lo que estoy tratando de decirte, pero no escuchas!

– Ah -se recostó en el asiento-. ¿Por qué no lo has dicho, entonces? ¿Por qué tienes que meter a los Beach Boys en esto?

– Estaba tratando de explicarlo con una metáfora, hacerlo más fácil. Pero insistes en verlo desde tu perspectiva.

– ¿De qué otro modo se supone que tengo que verlo?

– ¡Desde mi punto de vista! ¡El mío! -me golpeé el pecho con los nudillos-. ¿Es que no puedes mirar nunca las cosas desde mi punto de vista? Siempre te muestras amable y complaciente con todo el mundo, pero acabas saliéndote con la tuya, siempre consigues que la gente vea las cosas desde tu punto de vista.

– Ella, ¿quieres saber lo que veo desde tu punto de vista? Veo a una mujer que está perdida, sin dirección, que no sabe lo que quiere, de manera que se agarra a la idea de tener un hijo como algo que le permita estar ocupada. Y que se aburre con su marido de manera que folla con el primero que se lo propone.

Se detuvo y miró en otra dirección, avergonzado ya, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos. Nunca lo había oído sincerarse tanto.

– Rick-dije amablemente-. Ése no es mi punto de vista, ¿te das cuenta? Es, clarísimamente, el tuyo -empecé a llorar, tanto de alivio como por todo lo demás.

El camarero se acercó y, sin mediar palabra, se llevó las pizzas intactas y luego, sin que nadie se la hubiera pedido, dejó la cuenta sobre la mesa. Ninguno de los dos la miramos.

– Este cambio de tus sentimientos, ¿es temporal o permanente? -preguntó Rick cuando dejé de llorar.

– No lo sé.

Lo intentó de nuevo.

– Esa experiencia con los discos de la que hablabas, ¿cambia alguna vez? Ya entiendes, ¿vuelven alguna vez a obsesionarte?

Estuve pensándolo.

– A veces.

Pero no por mucho tiempo, añadí para mis adentros. El sentimiento nunca vuelve.

– Así que quizá la situación cambie.

– Rick, todo lo que sé es que ahora mismo no puedo volver contigo -sentía que de nuevo se me agolpaban las lágrimas en los ojos.

– ¿Sabes? -añadí-, ni siquiera te he contado lo que me ha pasado en Suiza. Y también en Francia. Lo que he descubierto sobre los Tournier. Toda una historia. Podría contar una historia completa…, llenando algunos huecos aquí y allá. Es como si llevara otra vida completamente distinta; una vida de la que no sabes nada en absoluto.

Rick se apretó la nariz, a la altura de las cejas, entre pulgar e índice.

– Ponlo por escrito -dijo. Me miró una vez más la psoriasis-. Ahora mismo tengo que marcharme de aquí. Hace demasiado calor.


Cuando regresé, Mathilde estaba aún levantada, leyendo una revista en el cuarto de estar, las piernas, muy largas, apoyadas sobre el cristal de la mesa de centro. Alzó la vista para mirarme inquisitivamente. Me dejé caer en el sofá y contemplé el techo.

– Rick quiere irse a vivir a Alemania -anuncié.

– Vraiment? Bastante repentino.

– Sí. No me voy a ir con él.

– ¿A Alemania? -hizo una mueca-. ¡Por supuesto que no!

Resoplé.

– Dime, ¿te gusta algún otro país, además de Francia?

– Estados Unidos.

– ¡Pero si no has estado nunca!

– No, pero estoy segura de que me gustaría.

– Es difícil imaginarme volviendo allí. California me parecería muy ajeno.

– ¿Es eso lo que vas a hacer?

– No lo sé. Pero no me voy a ir a Alemania.

– ¿Le has dicho a Rick que estás embarazada?

Me incorporé.

– ¿Cómo lo has sabido?

– ¡Es evidente! Estás cansada, la comida te molesta, aunque comes mucho si de verdad te pones a ello. Y cuando no hablas parece que estás escuchando algo dentro de ti. Lo recuerdo muy bien por Sylvie. Así que, ¿quién es el padre?

– Rick.

– ¿Estás segura?

– Sí. Habíamos estado intentándolo durante algún tiempo y lo dejamos, pero está claro que no antes de quedarme embarazada. Ahora que lo pienso, llevo unas cuantas semanas con los mismos síntomas.

– ¿Y Jean-Paul?

Me tumbé boca abajo y apreté la cara contra uno de los cojines del sofá.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Vas a ir a verlo? ¿Hablar con él?

– ¿Qué puedo decirle que quiera oír?


Mais… por supuesto que querrá saber de ti, incluso malas noticias. No has sido muy amable con él.

– De eso no estoy nada segura. Creía que me mostraba amable dejándolo tranquilo.

Para alivio mío, Mathilde cambió de tema.

– He pedido permiso el miércoles en el trabajo -dijo- para ir a Le Pont de Montvert, como sugeriste. Nos llevaremos también a Sylvie. Le encanta ir allí. Y por supuesto, puedes volver a ver a monsieur Jourdain.

– Vaya, no sé si podré esperar.

Mathilde lanzó un chillido y las dos empezamos a reír.


El miércoles por la mañana Sylvie insistió en ayudarme a vestir. Entró en el cuarto de baño, donde me estaba poniendo unos pantalones cortos blancos y una camisa de color copos de avena, y se apoyó en el lavabo, examinándome.

– ¿Por qué vas de blanco todo el tiempo? -preguntó.

Vaya, volvemos a las andadas, pensé.

– La camisa no es blanca -afirmé-. Es… como el color de los cereales -no sabía cómo decir copos de avena.

– No, no lo es. ¡Mis copos de maíz son de color naranja!

Me había comido tres cuencos poco antes y aún tenía hambre.

Alors, ¿qué te gustaría que me pusiera?

Sylvie aplaudió y corrió al cuarto de estar, donde empezó a registrar mi bolso de viaje.

– ¡Toda tu ropa es blanca o marrón! -exclamó, decepcionada. Sacó la camisa azul de Jean-Paul-. Excepto esto. Póntela -me ordenó-. ¿Cómo es que no te la he visto nunca?

Jacob se ocupó de hacerla lavar en Moutier. La sangre había desaparecido en su mayor parte, pero quedaba un contorno como de óxido en la espalda. Pensé que nadie se fijaría si no lo buscaba a propósito, pero Mathilde lo descubrió nada más ponérmela. Capté sus cejas levantadas y torcí el cuello para mirarme la espalda.

– No quieres saberlo -dije.

Se echó a reír.

– Una vida llena de dramatismo, ¿eh?

– ¡Te aseguro que antes no era así!

Mathilde consultó su reloj.

– Vámonos; monsieur Jourdain nos estará esperando -dijo.

Abrió el armario del vestíbulo, sacó el bolso de gimnasia y me lo entregó.

– ¿De verdad le has telefoneado?

– Créeme cuando te digo que es una buena persona. Tiene buenas intenciones. Ahora que sabe que tu familia era de verdad de esta zona, te tratará como a su sobrina largo tiempo perdida.

– ¿Monsieur Jourdain es la persona que me llamó mademoiselle? ¿Con el pelo negro? -quiso saber Sylvie.

– No; ése era Jean-Paul. Monsieur Jourdain es el señor mayor que se cayó del taburete. ¿Te acuerdas?

– Jean-Paul me gustó. ¿Vamos a verlo?

Mathilde me sonrió.

– Mira, esta camisa es suya -dijo, tirando de uno de los faldones.

Sylvie me miró.

– Entonces, ¿por qué la llevas tú?

Me ruboricé y Mathilde se echó a reír.

Era un hermoso día, caluroso en Mende pero despejado y fresco a medida que nos internábamos por las montañas. Cantamos durante todo el camino, Sylvie me enseñaba las letras que había aprendido durante el verano. Me pareció extraño cantar de camino a un entierro, pero no inadecuado. Estábamos devolviendo a Marie a su hogar.

Cuando nos detuvimos en la mairie de Le Pont de Montvert, monsieur Jourdain apareció de inmediato en el umbral. Nos estrechó la mano a todas, Sylvie incluida, y retuvo la mía unos instantes.

– Madame -dijo, antes de obsequiarme con una sonrisa. Seguía poniéndome nerviosa y quizá lo sabía, porque su sonrisa tuvo un algo de desesperación, como un niño que quiere caerle bien a un adulto.

– Tomemos café -dijo precipitadamente, haciéndonos entrar en el bar. Pedimos café y un refresco de naranja para Sylvie, que no se quedó mucho tiempo en la mesa una vez que descubrió al gato del establecimiento. Los adultos mantuvimos un silencio incómodo durante un minuto, hasta que Mathilde dio un golpe en la mesa y exclamó:

– ¡El mapa! Voy a buscarlo al coche. Queremos mostrarle dónde vamos.

Se puso en pie de un salto y nos dejó solos.

Monsieur Jourdain se aclaró la garganta; por un segundo temí que fuera a escupir.

– Escuche, La Rousse -empezó-. Como sabe, dije que trataría de hacer averiguaciones sobre algunos miembros de la familia propietaria de su Biblia.

– Sí.

Alors, he encontrado a alguien.

– ¿Un Tournier?

– No es un Tournier. Se llama Elisabeth Moulinier. Es nieta de un individuo que vivía en l'Hôpital, un pueblo no lejos de aquí. La Biblia era suya. Esa señora la trajo aquí cuando su abuelo murió.

– ¿Lo conoció usted?

Monsieur Jourdain frunció los labios.

– No -respondió con tono cortante.

– Pero…, pensé que conocía usted a toda la gente de los alrededores. Lo dijo Mathilde.

Frunció el ceño.

– Era católico -murmuró.

– ¡Por el amor de Dios! -estallé. Pareció avergonzado pero inconmovible. -Da igual -murmuré, moviendo la cabeza. -De todos modos, le dije a esta Elisabeth que hoy estaría usted aquí. Y va a venir a verla.

– Ha… -¿qué te pasa, Ella?, pensé. ¿Estupendo? ¿Quieres relacionarte con esa familia?-. Ha sido usted muy amable molestándose -dije-. Gracias.

Mathilde regresó con el mapa y lo extendimos sobre la mesa.

– La Baume du Monsieur es una colina -explicó monsieur Jourdain-. Se conservan las ruinas de una granja, aquí ¿ven? -señaló un símbolo diminuto-. Vayan delante y les llevaré a madame Moulinier allí, dentro de una hora o dos.


Cuando vi el automóvil -polvoriento y baqueteado- aparcado en la cuneta, se me encogió el corazón. Mathilde, pensé. Le encanta hacer llamadas telefónicas. La miré. Aparcó su coche detrás, tratando de poner aire inocente, pero capté la sombra de una sonrisa de satisfacción. Cuando nuestras miradas se cruzaron se encogió de hombros.

– ¿Por qué no te adelantas? -dijo-. Sylvie y yo vamos a ver el río, ¿verdad que sí, Sylvie? Venimos luego a buscarte. Adelante.

Vacilé, luego recogí el bolso de gimnasia, una pala y el mapa y empecé a subir por el sendero. Enseguida me detuve y me volví.

– Gracias -dije.

Mathilde sonrió y agitó una mano en mi dirección.

– Vas-y, chérie.

Jean-Paul estaba sentado en los restos derruidos de una chimenea, de espaldas a mí, fumando un cigarrillo. Llevaba la camisa de color salmón; el sol le iluminaba el pelo. Parecía tan real, tan en armonía consigo mismo y con lo que le rodeaba que casi no pude mirarlo, tanto era el dolor que me provocaba. Sentí una oleada de nostalgia, el deseo de olerlo y de tocar su piel tibia.

Cuando me vio tiró el cigarrillo, pero siguió sentado. Dejé en el suelo el bolso y la pala. Quería abrazarlo, aplastar la nariz contra su cuello y echarme a llorar, pero no podía. Al menos hasta que se lo hubiera dicho. El esfuerzo que tenía que hacer para no tocarlo era casi insoportable y me trastornó tanto que no me enteré de sus primeras palabras y tuve que pedirle que las repitiera.

No las repitió. Se limitó a mirarme durante un rato muy largo, estudiando mi cara. Trataba de mantenerse inexpresivo, pero me daba cuenta de que no le resultaba nada fácil.

– Jean-Paul, lo siento mucho -murmuré en francés.

– ¿Por qué? ¿Por qué lo sientes?

– Oh junté las manos detrás del cuello-. Tengo tanto que contarte, ni siquiera sé por dónde empezar -comenzó a temblarme la barbilla y apreté los codos contra el pecho para evitar que me temblara todo el cuerpo. Jean-Paul extendió el brazo y me tocó el cardenal de la frente.

– ¿Dónde te has hecho eso?

Sonreí tristemente.

– Me lo ha hecho la vida.

– Cuéntamelo entonces -dijo-. Y por qué estás aquí con eso -hizo un gesto hacia el bolso-. En inglés. Habla en inglés cuando necesites hacerlo y yo hablaré en francés cuando me haga falta.

Nunca se me había ocurrido aquella solución. Jean-Paul tenía razón: sería demasiado esfuerzo contar en francés todo lo que tenía que decirle.

– El bolso está lleno de huesos -expliqué, cruzándome de brazos y apoyando todo el peso en una cadera-. Huesos de una niña. Lo sé por el tamaño y la forma; están además los restos de lo que parece ser un vestido y de su pelo. Lo encontré todo debajo del hogar de una granja que, según dicen, fue la granja de los Tournier durante mucho tiempo. En Suiza. Y creo que son los huesos de Marie Tournier.

Interrumpí mi entrecortada explicación y esperé a que me contradijera. Al no hacerlo, me encontré tratando de responder a las preguntas que Jean-Paul no me había hecho.

– En nuestra familia los nombres se han transmitido incluso hasta el momento actual. Sigue habiendo Jacobs y Jeans, Hannahs y Susannes. Es como una conmemoración. Todos los nombres originales subsisten aún, si se exceptúan Marie e Isabelle. Ya sé que crees que construyo algo de nada, sin prueba alguna, pero pienso que eso significa que hicieron algo que estaba mal, y murieron o las rechazaron o algo parecido. Y la familia dejó de utilizar sus nombres.

Jean-Paul encendió un cigarrillo y aspiró hasta llenarse los pulmones.

– Hay otras cosas, la clase de pruebas que despiertan tu desconfianza. Como el pelo, el que está en el bolso, y que es del mismo color que el mío. El color del que se volvió el mío cuando llegué aquí. Y cuando estábamos levantando la piedra del hogar y cayó de nuevo, hizo el mismo ruido que había oído en mi pesadilla. Un gran ruido sordo. Exactamente el mismo. Pero sobre todo se trata del azul. Los trozos de vestido son exactamente del azul con el que soñaba. El azul de la Virgen.

– El azul Tournier -dijo Jean-Paul.

– Sí. No es más que una coincidencia, dirás. Ya sé lo que piensas de las coincidencias. Pero son demasiadas, no sé si te das cuenta. Demasiadas para mí.

Jean-Paul se levantó y estiró las piernas; luego empezó a caminar en torno a las ruinas. Acabó por dar toda la vuelta.

– Esto es el Mas de la Baume du Monsieur, ¿no es cierto? -preguntó cuando estuvo de nuevo a mi lado-. ¿La granja que figuraba en la Biblia?

Asentí con la cabeza.

– Vamos a enterrar aquí los huesos.

– ¿Puedo mirar? -hizo un gesto en dirección al bolso.

– Sí -Jean-Paul tenía una idea. Lo conocía lo suficiente para reconocer las señales. Resultaba extrañamente consolador. Mi estómago, soliviantado desde la aparición del Dos Caballos, se serenó y pidió alimentos. Me senté en las rocas y me dediqué a mirarlo. Se arrodilló y abrió el bolso lo más que pudo. Estuvo contemplando el contenido mucho tiempo, tocó el pelo unos instantes, y también la tela azul. Alzó la vista, mirándome de arriba abajo; recordé que llevaba puesta su camisa. El azul y el rojo.

– No me la he puesto aposta, de verdad -dije-. No sabía que ibas a estar aquí. Fue idea de Sylvie. Dijo que no llevaba suficiente color.

Jean-Paul sonrió.

– Escucha, hablando de colores, resulta que Goethe pasó una noche en Moutier.

Jean-Paul resopló.

– No es como para presumir mucho. Estuvo en todas partes una noche.

– Imagino que habrás leído todo lo que escribió Goethe.

– ¿Qué es lo que dijiste en una ocasión? Sólo a ti se te ocurre sacar a relucir a alguien como Goethe en un momento así.

Sonreí.

Touché. De todos modos me llevé tu camisa. Y se… Tuve algo así como un accidente con ella…

La examinó.

– A mí me parece normal.

– No has visto la espalda. No, no te la voy a enseñar. Ésa es otra historia.

Jean-Paul cerró la cremallera del bolso.

– Tengo una idea -dijo-. Pero quizá te disguste.

– Nada me puede disgustar más de lo que ya ha sucedido.

– Quiero cavar aquí. Junto a la chimenea.

– ¿Por qué?

– No es más que una teoría -se acuclilló junto a los restos del hogar. No era mucho lo que quedaba. Había sido un gran bloque de granito, como el de Moutier, pero estaba rajado por el centro y se deshacía.

– Escucha, no quiero enterrarla exactamente ahí, si es eso lo que estás pensando -dije-. Ése es el último sitio donde querría ponerla.

– No, claro que no. Sólo quiero buscar algo.

Lo miré remover trozos de piedra durante un rato, luego me arrodillé y le ayudé, evitando los trozos más grandes, cuidadosa de mi vientre. En una ocasión Jean-Paul me miró la espalda, luego extendió el brazo y, con un dedo, trazó el contorno de la mancha de sangre en la camisa. Seguí encorvada, sintiendo que en los brazos y en las piernas se me ponía la carne de gallina. Jean-Paul movió el dedo hasta llegarme al cuello y a la cabeza, dónde extendió todos los dedos y me los pasó por el peló como un peine.

Su manó se detuvo.

– No quieres que te toque -dijo; era una afirmación más que una pregunta.

– No querrás tocarme cuando lo hayas oído todo. Todavía no te he contado todo.

Jean-Paul retiró la manó y tomó la pala.

– Cuéntamelo después -dijo; y empezó a cavar.


No me sorprendió demasiado que encontrara los dientes. Después de desenterrarlos me los mostró en silencio. Los cogí, abrí el bolso de gimnasia y saqué la otra dentadura. Eran del mismo tamaño: dientes de niño. Los sentí cortantes en la manó.

– ¿Por qué? -dije.

– En algunas culturas la gente entierra cosas en los cimientos de las casas cuando se construyen. Cuerpos de animales, a veces herraduras. Otras, no es frecuente, seres humanos. La idea era que su alma permanecería en la casa y ahuyentaría a los malos espíritus.

Se produjo un largó silenció.

– Quieres decir que los sacrificaron. Que esas criaturas fueron sacrificadas.

– Quizá. Probablemente. Es demasiada coincidencia encontrar huesos bajo el hogar de las dos casas.

– Pero…, eran cristianos. ¡Lo lógico es que fueran temerosos de Dios, no supersticiosos!

– La religión nunca ha destruido por completó la superstición. El cristianismo era como un estrato sobre las viejas creencias: las cubría sin que por ello desaparecieran.

Contemplé las dos dentaduras y me estremecí.

– Dios santo. ¡Qué familia! Y soy uno de ellos. Una Tournier también yo -me había echado a temblar.

– Estás muy lejos de ellos, Ella -dijo Jean-Paul amablemente-. Perteneces al siglo XX. Nadie te va a hacer responsable de sus acciones. Y recuerda que eres mucho más un producto de la familia de tu madre que de la de tu padre.

– Pero no dejó de ser una Tournier.

– Sí, pero no tienes que pagar por sus pecados.

Lo miré fijamente.

– Nunca te había oído utilizar antes esa palabra.

Se encogió de hombros.

– Me educaron como católico, después de todo. Algunas cosas es imposible dejarlas atrás por completo.

Sylvie apareció a lo lejos, corriendo en zigzag, distraída por las flores o los conejos, de manera que parecía una mariposa amarilla revoloteando de aquí para allá. Al vernos se dirigió hacia nosotros en línea recta.

– ¡Jean-Paul! -exclamó, y fue corriendo a ponerse a su lado.

Él se acuclilló.

– Bonjour, mademoiselle-dijo.

Sylvie lanzó una risita y le dio palmaditas en el hombro.

– ¿Ya habéis cavado vosotros dos? -Mathilde se abría caminó entre las rocas con sus zapatos sin talón de color rosa, balanceando un panier amarillo-. Salut, Jean-Paul -dijo, sonriéndole. Él le devolvió la sonrisa. Se me ocurrió que si tenía un mínimo de sentido común haría una reverencia y los dejaría solos, para que Mathilde pudiera divertirse un poco y Sylvie tuviera un padre. Sería mi sacrificio personal, una expiación por los pecados de mi familia.

Di un paso atrás.

– Voy a buscar un sitio donde enterrar los huesos de Marie -anuncié, al tiempo que tendía una mano-. Sylvie, ¿quieres venir conmigo?

– No -dijo Sylvie-. Me voy a quedar aquí con Jean-Paul.

– Pero…, quizá tu madre quiera quedarse a solas con Jean-Paul.

Me di cuenta al instante de que había cometido una equivocación. Mathilde lanzó una de sus carcajadas más estentóreas.

– De verdad, Ella, ¡a veces eres muy estúpida!

Jean-Paul no dijo nada, pero sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió con una sonrisita.

– Si, soy estúpida -murmuré en inglés-. Pero que muy estúpida.


Los cuatro estuvimos de acuerdo en el sitio, una pequeña extensión de hierba junto a una roca con forma de seta, no lejos de las ruinas. Siempre sería fácil de encontrar gracias a aquella silueta inconfundible.

Jean-Paul empezó a cavar mientras nosotras almorzábamos a poca distancia. Luego me tocó utilizar la pala y después a Mathilde, hasta que conseguimos un hoyo de algo más de medio metro de profundidad. A continuación coloqué los huesos. Habíamos preparado espacio suficiente para dos esqueletos y, aunque Jean-Paul sólo había encontrado unos dientes entre las ruinas, los coloqué en su sitio como si también estuviera allí el resto del cuerpo. Los demás miraban y Sylvie le susurró algo a Mathilde. Cuando hube terminado retiré un hilo azul de los restos del vestido y me lo guardé en el bolsillo.

Sylvie se me acercó cuando aún estaba junto a la fosa.

– Mamá dice que te lo pregunte -empezó-. ¿Puedo enterrar algo con Marie?

– ¿Qué?

Se sacó del bolsillo la pastilla de jabón de lavanda.

– Si -respondí-. Sácala primero del envoltorio. ¿Quieres que la ponga yo por ti?

– No, quiero hacerlo yo -se tumbó junto a la sepultura y dejó caer la pastilla. Luego se levantó y se sacudió la tierra del vestido.

No supe qué hacer a continuación: me pareció que tenía que decir algo pero no encontré las palabras. Miré a Jean-Paul; para sorpresa mía había inclinado la cabeza, tenía los ojos cerrados y musitaba algo. Mathilde estaba haciendo lo mismo y Sylvie los imitaba a los dos.

Alcé los ojos y, muy por encima de nosotros, vi un pájaro que, batiendo las alas, se mantenía inmóvil en el cielo.

Jean-Paul y Mathilde se santiguaron y abrieron los ojos al mismo tiempo.

– Mirad -dije, señalando hacia lo alto. El pájaro había desaparecido.

– Lo he visto -afirmó Sylvie-. No te preocupes, Ella, he visto el pájaro rojo.


Después de rellenar el hoyo con tierra, y para evitar que algún animal se llevara los huesos, amontonamos encima piedras de buen tamaño, hasta levantar una tosca pirámide de casi medio metro de altura.

Nada más terminar oímos un silbido y miramos a nuestro alrededor. Vimos junto a las ruinas a monsieur Jourdain, con una joven a su lado. Incluso desde aquella distancia era evidente que estaba embarazada de ocho meses. Mathilde me miró y sonreímos. Jean-Paul se dio cuenta y nos miró desconcertado.

Cielos, pensé. Todavía se lo tengo que contar. Se me encogió el corazón.

Cuando los recién llegados estuvieron cerca, la mujer dio un traspiés y yo me quedé petrificada.

– Mon Dieu!-susurró Mathilde.

Sylvie aplaudió.

– Ella, ¡no nos habías dicho que venía tu hermana!

Elisabeth Moulinier llegó a donde yo estaba y se detuvo. Nos estudiamos mutuamente: el pelo, la forma de la cara, los ojos castaños. Luego dimos un paso al mismo tiempo y nos besamos en las mejillas una, dos, tres veces. Se echó a reír.

– ¡Vosotros los Tournier siempre besáis tres veces, como si dos no fuera suficiente!


Más tarde, durante el día, decidimos bajar de la montaña. Tomaríamos algo en el bar antes de que nuestros caminos se separasen: Mathilde y Sylvie a Mende, Elisabeth a su hogar, cerca de Alés, monsieur Jourdain a su casa, a la vuelta de la esquina desde la mairie, y Jean-Paul a Lisle-sur-Tarn. Todo el mundo sabía dónde ir excepto yo.

Acompañé a Elisabeth hasta los coches.

– ¿Vendrás a pasar una temporada conmigo? -preguntó-. Ahora mismo, si quieres.

– Pronto. Tengo algunas… cosas que resolver. Pero iré dentro de unos días.

Ya junto a los automóviles, Mathilde y ella me miraron expectantes. Jean-Paul contemplaba el horizonte.

– Hum, id por delante -les dije-. Jean-Paul me llevará en su coche. Nos reuniremos en el bar.

– Ella, tú te vienes con nosotras, ¿verdad? -preguntó Sylvie llena de ansiedad, dándome palmaditas en el brazo.

– No te preocupes por mí, chérie.

Cuando los coches desaparecieron carretera adelante, Jean-Paul y yo nos encontramos a ambos lados de su automóvil.

– ¿Podemos plegar la capota? -pregunté.

– Bien sûr.

Desenganchamos la lona por los dos lados, la enrollamos y la sujetamos atrás. Al terminar, me apoyé contra el costado del coche y coloqué los dos brazos sobre el borde superior de las ventanillas. Jean-Paul se apoyó en el otro lado.

– Tengo algo que contarte -dije. Intenté tragarme el nudo que tenía en la garganta.

– En inglés, Ella.

– Sí. De acuerdo. En inglés -enmudecí de nuevo.

– ¿Sabes? -dijo-, no tenía ni idea de que pudiera pasarlo tan mal a causa de una mujer. Hace casi dos semanas que te fuiste. Desde entonces ni duermo, ni toco el piano, ni trabajo. Las señoras mayores me toman el pelo en la biblioteca. Mis amigos piensan que me he vuelto loco. Claude y yo nos peleamos por cosas absurdas.

– Jean-Paul, estoy embarazada -dije.

Me miró, la cara entera una pregunta.

– Pero nosotros… -se detuvo.

Pensé una vez más en mentir, en lo fácil y cómodo que sería mentir. Pero Jean-Paul se daría cuenta.

– Es de Rick -dije en voz baja-. Lo siento.

Jean-Paul respiró hondo.

– No lo sientas -dijo en francés-. Querías tener un hijo, ¿no es eso?

– Oui, mais

– Entonces no lo sientas -repitió en inglés.

– Si es con la persona inadecuada puede ser un desastre.

– ¿Lo sabe Rick?

– Sí. Se lo dije la otra noche. Quiere que nos vayamos a vivir a Alemania.

Jean-Paul alzó las cejas.

– ¿Qué quieres hacer tú?

– No lo sé. Tengo que decidir qué es lo mejor para mi hijo.

Jean-Paul se apartó del coche y caminó hasta el otro lado de la carretera; luego se detuvo y miró a lo lejos por encima de los campos de retama y granito. Se agachó, cortó un tallo y aplastó las flores amarillas entre los dedos.

– Me hago cargo -susurré para que no me oyera-. Lo siento. Es demasiado, ¿verdad?

Cuando volvió junto al coche parecía decidido, incluso estoico. Éste es su mejor momento, pensé. Inesperadamente, sonreí.

Jean-Paul me devolvió la sonrisa.

– Lo mejor para la madre suele ser lo mejor para el hijo -comentó-. Si eres desgraciada, tu bebé lo será también.

– Es cierto. Pero he perdido la noción de lo que es mejor para mí. Me gustaría saber por lo menos cuál es mi hogar. California, no, desde luego. En cuanto a Lisle…, tampoco creo que pueda volver allí. No ahora. Ni Suiza. Tampoco Alemania, de eso estoy segura.

– ¿Dónde te sientes más cómoda?

Miré a mi alrededor.

– Aquí -dije-. Exactamente aquí. Jean-Paul abrió los brazos lo más que pudo.

Alors, tu es chez toi. Bienvenue.

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