IX. LAS GRADAS DE SAN FELIPE

Después de aquella noche toledana hubo unos días de calma. Pero como Diego Alatriste seguía empeñado en no salir de la ciudad ni esconderse, vivíamos en perpetua vigilia, cual si estuviéramos en campana. Mantenerse vivo, descubrí durante esos días, da muchas más fatigas que dejarse morir, y requiere los cinco sentidos. El capitán dormía más de día que de noche, y al menor ruido, un gato en el tejado o un peldaño de madera que crujiese en la escalera, yo me despertaba en mi cama para verlo en camisa, incorporado en la suya con la vizcaína o una pistola en la mano. Tras la escaramuza del Portillo de las Ánimas había intentado mandarme una temporada de vuelta con mi madre, o a casa de algún amigo; pero dije que no pensaba abandonar el campo, que su suerte era la mía, y que si yo había sido capaz de dar dos pistoletazos, igual podía dar otros veinte, si se terciaba. Estado de ánimo que reforcé expresando mi decisión de fugarme, fuera cual fuese el lugar a donde me enviara. Desconozco si Alatriste apreció mi decisión o no lo hizo, pues ya he contado que no era hombre aficionado a expresar sus sentimientos. Pero logré, al menos, que se encogiera de hombros y no volviera a plantear el asunto. Por cierto que al día siguiente encontré sobre mi almohada una buena daga, recién comprada en la calle de los Espaderos: mango damasquinado, cruz de acero y una cuarta larga de hoja de buen temple, fina y con doble filo. Una daga de esas que nuestros abuelos llamaban de misericordia, pues con ellas solía rematarse, introduciéndolas por resquicios de la armadura o la celada, a los caballeros caídos en tierra durante un combate. Aquel arma blanca fue la primera que poseí en mi vida; y la conservé con mucho aprecio durante veinte años hasta que un día, en Rocrol, tuve que dejarla clavada entre las junturas del coselete de un francés. Que no es, por cierto, mal fin para una buena daga como ésa.

Mientras nosotros dormíamos con un ojo abierto y recelábamos hasta de nuestras sombras, Madrid ardía en fiestas con la venida del príncipe de Gales, acontecimiento que ya era oficial. Siguieron días de cabalgatas, saraos en el real Alcázar, banquetes, recepciones, máscaras, y una fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor que recuerdo como uno de los espectáculos más lucidos que en su género conoció el Madrid de los Austrias, con los mejores caballeros de la Corte -entre ellos nuestro joven Rey-, corriendo cañas y alanceando toros de Jarama en un alarde de apostura y valor. Ésta de los toros era, como lo sigue siendo hoy en día, fiesta favorita del pueblo de Madrid y de no pocos lugares de España; y el propio Rey y nuestra bella reina Isabel, aunque hija del gran Enrique IV el Bearnés y por tanto francesa, salían muy aficionados. Mi señor el Cuarto Felipe, cual resulta sabido, era galán jinete y buen tirador, aficionado a la caza y a los caballos -una vez perdió uno matando en una sola jornada tres jabalíes con su propia mano-, y así lo inmortalizó en sus lienzos Don Diego Velázquez, igual que en verso hiciéronlo muchos autores y poetas, como Lope, Don Francisco de Quevedo, o Don Pedro Calderón de la Barca en aquella comedia célebre, La banda y la flor:

¿Diré qué galán bridón,

calzadas botas y espuelas,

airoso el brazo, la mano

baja, ajustada la rienda,

terciada la capa, el cuerpo

igual y la vista atenta

paseó galán las calles

al estribo de la reina?

Ya he dicho en alguna parte que a sus dieciocho o veinte años nuestro buen Rey era, y lo fue durante mucho tiempo, simpático, mujeriego, gallardo y querido por su pueblo: ese buen y desgraciado pueblo español que siempre consideró a sus reyes los más justos y magnánimos de la tierra, incluso a pesar de que su poderío declinaba, que el reinado del anterior Rey Don Felipe III había sido breve pero funesto en manos de un favorito incompetente y venal, y también pese a que nuestro joven monarca, cumplido caballero pero abúlico e incapaz para los negocios de gobierno, estaba a merced de los aciertos y errores -y hubo más de los segundos que de los primeros- del conde y más tarde duque de Olivares. Mucho ha cambiado desde entonces el pueblo español, o lo que de él queda como tal. Al orgullo y la admiración por sus reyes siguió el menosprecio; al entusiasmo, la acerba crítica; a los sueños de grandeza, la depresión más profunda y el pesimismo general. Recuerdo bien, y creo sucedió durante la fiesta de toros del príncipe de Gales o en alguna posterior, que uno de los animales, por su bravura, no podía ser desjarretado ni reducido; y nadie, ni siquiera las guardias española, borgoñona y tudesca que guarnecían el recinto, osaba acercarse a él. Entonces, desde el balcón de la Casa de la Panadería, nuestro Rey Don Felipe, con tranquilo continente, pidió un arcabuz a uno de los guardias, y sin perder la mesura real ni alterar el semblante con ademanes, lo tomó galán, bajó a la plaza, compuso la capa con brío, requirió el sombrero con despejo, e hizo la puntería de modo que encarar el arma, salir el disparo y morir el toro fue todo uno. El entusiasmo del público se desbordó en aplausos y vítores, y se habló de aquello durante meses, tanto en prosa como en verso: Calderón, Hurtado de Mendoza, Alarcón, Vélez de Guevara, Rojas, Saavedra Fajardo, el propio Don Francisco de Quevedo y todos los que en la Corte eran capaces de mojar una pluma, invocaron a las musas para inmortalizar el lance y adular al monarca, comparándolo ora con Júpiter fulminando el rayo, ora con Teseo matando al toro de Maratón. Recuerdo que el celebrado soneto de Don Francisco empezaba diciendo:

En dar al robador de Europa muerte

de quien eres señor monarca ibero…

Y hasta el gran Lope escribió, dirigiéndose al cornúpeta liquidado por la mano regia:

Dichosa y desdichada fue tu suerte,

pues, como no te dio razón la vida,

no sabes lo que debes a tu muerte.

Y eso que Lope a tales alturas no necesitaba darle jabón a nadie. Para que vean vuestras mercedes lo que son las cosas, y lo que somos España y los españoles, y cómo aquí se abusó siempre de nuestras buenas gentes, y lo fácil que es ganarlas por su impulso generoso, empujándonos al abismo por maldad o por incompetencia, cuando siempre merecimos mejor suerte. Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y gloriosos tercios y hubiera recobrado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su ministro Richelieu, limpiado el Atlántico de piratas y el mediterráneo de turcos, invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torre de Londres y en la Sublime Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hecho de matar un toro con personal donaire… ¡Cuán distinto de aquel otro Felipe Cuarto que yo mismo habría de escoltar treinta años después, viudo y con hijos muertos o enclenques y degenerados, en lenta comitiva a través de una España desierta, devastada por las guerras, el hambre y la miseria, tibiamente vitoreado por los pocos infelices campesinos que aún quedaban para acercarse al borde del camino! Enlutado, envejecido, cabizbajo, rumbo a la frontera del Bidasoa para consumar la humillación de entregar a su hija en matrimonio a un Rey francés, y firmar así el acta de defunción de aquella infeliz España a la que había llevado al desastre, gastando el oro y la plata de América en festejos vanos, en enriquecer a funcionarios, clérigos, nobles y validos corruptos, y en llenar con tumbas de hombres valientes los campos de batalla de medía Europa.

Pero de nada aprovecha adelantar años ni acontecimientos. El tiempo que relato aún estaba lejos de tan funesto futuro, y Madrid era todavía la capital de las Españas y del mundo. Aquellos días, como las semanas que siguieron y los meses que duró el noviazgo de nuestra infanta María con el príncipe de Gales, los pasó la Villa y Corte en festejos de toda suerte, con las más lindas damas y los más gentiles caballeros luciéndose con la familia real y su ilustre invitado en rúas de la calle Mayor y el Prado, o en elegantes paseos por los jardines del Alcázar, la fuente del Acero y los pinares de la Casa de Campo. Respetando, naturalmente, las reglas más estrictas de etiqueta y decoro entre los novios, a quienes no se dejaba solos ni un momento, y siempre -para desesperación del fogoso doncel- se veían vigilados por una nube de mayordomos y dueñas. Ajenos a la sorda lucha diplomática que se libraba en las chancillerías a favor o en contra del enlace, la nobleza y el pueblo de Madrid rivalizaban en homenaje al heredero de Inglaterra y al séquito de compatriotas que, poco a poco, fue reuniéndosele en la Corte. Decíase en los mentideros de la ciudad que la infanta estaba en trance de aprender la parla inglesa; e incluso que el propio Carlos estudiaba con teólogos la doctrina católica, a fin de abrazar la verdadera fe. Nada más lejos esto último de la realidad, como pudo comprobarse más tarde. Pero en el momento, y en tal clima de buena voluntad, esos rumores, amén de la apostura, comedimiento y buenas trazas del joven pretendiente, acrecentaron su popularidad. Algo que más tarde animaría a disculpar los desplantes y caprichos de Buckingham, quien, según fue ganando confianza -acababa de ser nombrado duque por su Rey Jacobo-, y tanto él como Carlos comprendieron que lo del matrimonio iba a ser arduo y para largo, desveló un antipático talante de joven favorito, malcriado y lleno de arrogancia frívola. Algo que a duras penas toleraban los graves hidalgos españoles, sobre todo en tres cuestiones que a la sazón eran sagradas: protocolo, religión y mujeres. A qué punto no llegaría con el tiempo Buckingham en sus desaires, que sólo la hospitalidad y buena crianza de nuestros gentiles hombres evitó, en más de una ocasión, que algún guante cruzara la cara del inglés en respuesta a una insolencia, antes de resolver la cuestión del modo adecuado, con padrinos y a espada, en un amanecer cualquiera del Prado de los Jerónimos o la Puerta de la Vega. En cuanto al conde de Olivares, sus relaciones con Buckingham fueron de mal en peor tras los primeros días de obligada cortesía política, y eso tuvo a la larga, cuando se deshizo el compromiso, funestas consecuencias para los intereses de España. Ahora que han pasado los años me pregunto si no hubiera hecho mejor Diego Alatriste en agujerearle la piel al inglés aquella famosa noche, a pesar de sus escrúpulos, por muy gallardo que se hubiera mostrado el maldito hereje. Pero quién lo iba a decir. De todas formas ya le ajustaron las cuentas al amigo Villiers más tarde en su propia tierra; cuando un oficial puritano llamado Felton, dicen que incitado por una tal Milady de Winter, lo puso mirando a Triana dándole más puñaladas en las asaduras que oremus tiene un misal.

En fin. Esos pormenores se encuentran de sobra en los anales de la época. A ellos remito al lector interesado en más detalles, pues ya no guardan relación directa con lo que atañe al hilo de esta historia. Sólo diré, en lo concerniente al capitán Alatriste y a mí, que ni participábamos en los festejos de la Corte, que no tuvo a bien invitarnos, ni maldita la gana, aunque alguien lo hubiese hecho. Los días siguientes al lance del Portillo de las Ánimas transcurrieron como ya dije sin sobresaltos, sin duda porque quienes movían los hilos andaban harto ocupados con las idas y venidas públicas de Carlos de Gales como para resolver pequeños detalles -y al hablar de pequeños detalles me refiero a nosotros-; pero éramos conscientes de que tarde o temprano recibiríamos la factura, y ésta no sería parva. A fin de cuentas, por mucho que nuble, la sombra siempre termina despuntando cosida a los pies de uno. Y nadie puede escapar de su propia sombra.

Me he referido antes a los mentideros de la Corte, lugar de cita de los ociosos y centro de toda suerte de noticias, hablillas y murmuraciones que por Madrid corrían. Los principales eran tres, y entre ellos -San Felipe, Losas de Palacio y Representantes- el de las gradas de la iglesia agustina de San Felipe, entre las calles de Correos, Mayor y Esparteros, era el más concurrido. Las gradas formaban la entrada de la iglesia, y por el desnivel con la calle Mayor quedaban elevadas sobre ésta, constituyendo por debajo una serie de pequeñas tiendas o covachuelas donde se vendían juguetes, guitarras y baratijas, y por encima una vasta azotea a la intemperie, cubierta de losas de piedra, en forma de alto paseo protegido con barandillas. Desde aquella especie de palco podía verse pasar gente y carruajes, y también pasear y departir de corro en corro. San Felipe era el sitio más animado, bullicioso y popular de Madrid; su proximidad al edificio de la Estafeta de los correos reales, donde se recibían las cartas y noticias del resto de España y de todo el mundo, así como la circunstancia de dominar la vía principal de la ciudad, lo convertían en vasta tertulia pública donde se cruzaban opiniones y chismes, fanfarroneaban los soldados, chismorreaban los clérigos, se afanaban los ladrones de bolsas y lucían su ingenio los poetas. Lope, Don Francisco de Quevedo y el mejicano Alarcón, entre otros, frecuentaban el mentidero. Cualquier noticia, rumor, embuste allí lanzado, rodaba como una bola hasta multiplicarse por mil, y nada escapaba a las lenguas que de todo conocían, vistiendo de limpio desde el Rey al último villano. Muchos años después todavía citaba ese lugar Agustín Moreto, cuando en una de sus comedias hizo decir a un paisano y a un bizarro militar:

-¡Que no sepáis salir de aquestas gradas!

-Amigo, aquí se ven los camaradas.

Estas losas me tienen hechizado;

que en todo el mundo tierra no he encontrado

tan fértil de mentiras.

Y hasta el gran Don Miguel de Cervantes, que Dios tenga en lo mejor de su gloria, había dejado escrito en su Viaje al Parnaso:

Adiós, de San Felipe el gran paseo,

donde si baja el turco o sube el galgo,

como en gaceta de Venecia leo.

Lo que cito a vuestras mercedes para que vean hasta qué punto era el lugar famoso. Discutíanse en sus corrillos los asuntos de Flandes, Italia y las Indias con la gravedad de un Consejo de Castilla, repetíanse chistes y epigramas, se cubría de fango la honra de las damas, las actrices y los maridos cornudos, se dedicaban pullas sangrientas al conde de Olivares, narrábanse en voz baja las aventuras galantes del Rey… Era, en fin, lugar amenísimo y chispeante, fuente de ingenio, novedad y maledicencia, que se congregaba cada mañana en torno a las once; hasta que el tañido de la campana de la iglesia, tocando una hora más tarde al ángelus, hacía que la multitud se quitase los sombreros y se dispersara luego, dejando el campo a los mendigos, estudiantes pobres, mujerzuelas y desharrapados que aguardaban allí la sopa boba de los agustinos. Las gradas volvían a animarse por la tarde, a la hora de la rúa en la calle Mayor, para ver pasar a las damas en sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las mancebías cercanas -había, por cierto, una muy notoria justo al otro lado de la calle-: motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas. Duraba esto hasta el toque de oración de la tarde, cuando, tras rezar sombrero en mano, de nuevo se dispersaban hasta el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos.

He dicho más arriba que Don Francisco de Quevedo frecuentaba las gradas de San Felipe; y en muchos de sus paseos se hacía acompañar por amigos como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña o el capitán Alatriste. Su afición a mi amo obedecía, entre otros, a un aspecto práctico: el poeta andaba siempre en querellas de celos y pullas con varios de sus colegas rivales, cosa muy de la época de entonces y muy de todas las épocas en este país nuestro de caínes, zancadillas y envidias, donde la palabra ofende y mata tanto o más que la espada. Algunos, como Luis de Góngora o Juan Ruiz de Alarcon, se la tenían jurada, y no sólo por escrito. Decía, por ejemplo, Góngora de Don Francisco de Quevedo:

Musa que sopla y no inspira,

y sabe por lo traidor

poner sus dedos mejor

en mi bolsa que en su lira.

Y al día siguiente, viceversa. Porque entonces contraatacaba Don Francisco con su más gruesa artillería:

Esta cima del vicio del insulto;

éste en quien hoy los pedos son sirenas.

Éste es el culo, en Góngora y en culto,

que un bujarrón le conociera apenas.

O se despachaba con aquellos otros versos, tan celebrados por feroces, que corrieron de punta a punta la ciudad, poniendo a Góngora como chupa de dómine:

Hombre en quien la limpieza fue tan poca,

no tocando a su cepa,

que nunca, que yo sepa,

se le cayó la mierda de la boca.

Lindezas que el implacable Don Francisco hacía también extensivas al pobre Ruiz de Alarcón, con cuya desgracia física -una corcova, o joroba- gustaba de ensañarse con despiadado ingenio:

¿Quién tiene con lamparones

pecho, lado y espaldilla?

Corcovilla.

Tales versos circulaban anónimos, en teoría; pero todo el mundo sabía perfectamente quién los fabricaba con la peor intención del mundo. Por supuesto, los otros no se quedaban cortos; y menudeaban los sonetos, y las décimas, y leerlos en los mentideros y afilar su talento Don Francisco atacando y contraatacando con pluma mojada en su más corrosiva hiel, era todo uno. Y si no se trataba de Góngora o de Alarcón podía tratarse de cualquiera; pues los días en que el poeta se levantaba con ganas, hacía fuego con bala rasa contra cuanto se movía:

Cornudo eres, Fulano, hasta los codos,

y puedes rastrillar con las dos sienes;

tan largos cuernos y tendidos tienes,

que si no los enfaldas, harás lodos.

Y cosas así. De modo que, aun siendo bravo y diestro con la espada, llevar al lado a un hombre como Diego Alatriste a la hora de pasear entre eventuales adversarios siempre resultaba tranquilizador para el malhumorado poeta. Precisamente el citado Fulano del soneto -o alguien que se vio retratado como tal, porque en aquel Madrid de Dios andaban los cornudos de dos en dos- acudió a pedir explicaciones a las gradas de San Felipe, escoltado por un amigo, cierta mañana que Don Francisco paseaba con el capitán Alatriste. El asunto se resolvió al caer la noche con un poco de acero tras la tapia de los Recoletos, de modo que tanto el presunto cornudo como el amigo, una vez sanaron de las respectivas mojadas recibidas a escote, se dedicaron a leer prosa y no volvieron a encarar un soneto durante el resto de sus vidas.

Aquella mañana, en las gradas de San Felipe, el tema de conversación general eran el príncipe de Gales y la infanta; alternándose las hablillas cortesanas con noticias de la guerra que se reavivaba en Flandes. Recuerdo que hacía sol, y el cielo era muy azul y muy limpio sobre los tejados de las casas cercanas, y el mentidero bullía de gente. El capitán Alatriste, que seguía mostrándose en público sin miedo aparente a las consecuencias -la mano, vendada tras el lance del Portillo de las Ánimas, estaba fuera de peligro-, vestía polainas, calzas grises y jubón oscuro cerrado hasta el cuello; y aunque la mañana era tibia, llevaba sobre los hombros la capa para cubrir la culata de una pistola que cargaba en la parte posterior del cinto, junto a la daga y la espada. Al contrario que la mayor parte de los soldados veteranos de la época, Diego Alatriste era poco amigo de usar prendas o adornos de color, y la única nota llamativa en su indumento era la pluma roja que le adornaba la toquilla del chapeo de anchas alas. Aun así, su aspecto contrastaba con la oscura sobriedad del traje negro de Don Francisco de Quevedo, sólo desmentida por la cruz de Santiago cosida al pecho, bajo la capa corta, también negra, que llamábamos herreruelo. Me habían permitido acompañarlos, pues acababa de hacer unos recados para ellos en la Estafeta, y componían el resto del grupo el Licenciado Calzas, Vicuña, el Dómine Pérez y algunos conocidos, departiendo junto a la barandilla de las gradas que daba sobre la calle Mayor. Se comentaba la última impertinencia de Buckingham, quien, se decía de buena tinta, osaba galantear a la esposa del conde de Olivares.

– La pérfida Albión -apuntaba el Licenciado Calzas, que no podía tragar a los ingleses desde que años atrás, viniendo de las Indias, había estado a punto de ser apresado por Walter Raleigh, un corsario que les desarboló un palo y mató quince hombres.

– Mano dura -sugería Vicuña, cerrando el único puño que le quedaba-. Esos herejes sólo entienden que se les asiente bien la mano dura… ¡Así agradecen la hospitalidad del Rey nuestro señor!

Asentían circunspectos los contertulios, entre ellos dos presuntos veteranos de fieros bigotes que no habían oído un arcabuzazo en su vida, dos o tres ociosos, un estudiante de Salamanca de capa raída, alto y con cara de hambre llamado Juan Manuel de Parada, o de Pradas, un pintor joven recién llegado a la Corte y recomendado a Don Francisco por su amigo Juan de Fonseca, y un zapatero remendón de la calle Montera llamado Tabarca, conocido por ejercer la jefatura de los llamados mosqueteros: la chusma teatral o público bajo que seguía las comedias en pie, aplaudiéndolas o silbándolas, y decidía de ese modo su éxito o fracaso. Aunque villano y analfabeto, el tal Tabarca resultaba hombre grave, temible, que se las daba de entendido, cristiano viejo e hidalgo venido a menos -como casi todo el mundo- y era, debido a su influencia entre la gentuza de los corrales, halagado por los autores que buscaban darse a conocer en la Corte, e incluso por algunos que ya lo eran.

– De todos modos -terciaba Calzas, con guiño cínico-. Dicen que la legítima del valido no hace ascos a la hora de tomar varas. Y Buckingham es buen mozo.

Se escandalizaba el Dómine Pérez:

– ¡Por Dios, señor Licenciado!… Repórtese vuestra merced. Conozco a su confesor, y puedo asegurar que la señora doña Inés de Zúñiga es mujer piadosa, y una santa.

– Y entre santa y santa -repuso Calzas, procaz- a nuestro Rey se la levantan.

Reía, atravesado y guasón, viendo al Dómine hacerse cruces mientras echaba miradas temerosas de soslayo. Por su parte, el capitán Alatriste le dirigía fieras ojeadas de censura por hablar con semejante desahogo en mi presencia, y el pintor joven, un sevillano de veintitrés o veinticuatro años, simpático, con mucho acento, llamado Diego de Silva, nos observaba a unos y otros como preguntándose dónde se había metido.

– Con er permiso de vuesa mersede… -empezó a decir, tímido, levantando un dedo índice manchado de pintura al óleo.

Pero nadie le hizo mucho caso. A pesar de la recomendación de su amigo Fonseca, Don Francisco de Quevedo no olvidaba que el joven pintor había ejecutado nada más llegar a Madrid un retrato de Luis de Góngora, y aunque no tenía nada contra el mozo, procuraba hacerle purgar semejante pecado con unos pocos días de ninguneo. Aunque la verdad es que muy pronto Don Francisco y el joven sevillano se hicieron asiduos, y el mejor retrato que se conserva del poeta es, precisamente, el que hizo después aquel mismo joven. Que con el tiempo también fue muy amigo de Diego Alatriste y mío, cuando ya era más conocido por el apellido de su madre: Velázquez.

En fin. Les contaba que, tras el infructuoso intento del pintor por intervenir en la conversación, alguien mencionó la cuestión del Palatinado, y todos se enzarzaron en una animada discusión sobre la política española en Centroeuropa, donde el zapatero Tabarca echó su sota de espadas con todo el aplomo del mundo, opinando sobre el duque Maximiliano de Baviera, el Elector Palatino y el Papa de Roma, quienes tenía por probado se entendían bajo cuerda. Terció uno de los presuntos miles gloriosus, que aseguraba poseer noticias frescas sobre el asunto, suministradas por un cuñado suyo que servía en Palacio; y la conversación quedó interrumpida cuando todos, salvo el Dómine, se inclinaron sobre la barandilla para saludar a unas damas que pasaban en carricoche descubierto, sentadas entre faldas, brocados y guardainfantes, camino de las platerías de la Puerta de Guadalajara. Eran tusonas, o sea, rameras de lujo. Pero en la España de los Austrias, hasta las putas se daban aires.

Cubriéronse todos de nuevo y prosiguió la charla. Don Francisco de Quevedo, que prestaba poca atención, se acercó un poco a Diego Alatriste y, con un gesto de la barbilla, señaló a dos individuos que se mantenían a distancia, entre la gente.

– ¿Os siguen a vos, capitán? -preguntó en voz baja, con aire de hablar de otra cosa- ¿O me siguen a mí?

Alatriste echó un discreto vistazo a la pareja. Tenían aspecto de corchetes, o de gente a sueldo. Al sentirse observados volvieron ligeramente la espalda, con disimulo.

– Yo diría que a mí, Don Francisco. Pero con vuestra merced y con sus versos, nunca se sabe.

El poeta miró a mi amo con el ceño fruncido.

– Supongamos que se trate de vos. ¿Es grave?

– Puede serlo.

– Voto a tal. En ese caso no queda sino batirse… ¿Necesitáis ayuda?

– No, por el momento -el capitán miraba a los espadachines con los párpados un poco entornados, como si pretendiera grabarse sus caras en la memoria-… Además, bastantes enojos tiene ya vuestra merced para cargar con los míos.

Don Francisco estuvo unos instantes callado. Luego se retorció el mostacho y, tras ajustarse los anteojos, dirigió abiertamente a los dos fulanos una mirada resuelta y furiosa.

– De cualquier modo -concluyó- si hay lance, dos a dos resulta cifra pareja. Podéis contar conmigo.

– Lo sé -dijo Alatriste.

– Zis, zas, sus y a ellos -el poeta apoyaba la mano en el pomo de su espada, que le alzaba por detrás el herreruelo-. Os debo eso y más. Y mi maestro no es precisamente Pacheco.

El capitán compartió su maliciosa sonrisa. Luis Pacheco de Narváez era el más reputado maestro de esgrima de Madrid, habiendo llegado a serlo del Rey nuestro señor. Había escrito varios tratados sobre la destreza de las armas, y hallándose en casa del presidente de Castilla hubo discusión entre él y Don Francisco de Quevedo sobre algunos puntos y conclusiones; de resultas que, tomadas las espadas para una demostración amistosa, al primer asalto dióle Don Francisco al maestro Pacheco en la cabeza, derribándole el sombrero. Desde entonces la enemistad entre ambos era mortal: el uno había denunciado al otro ante el tribunal de la Inquisición, y el otro había retratado al uno con escasa caridad en la Vida del buscón llamado Pablos; que aunque fue impresa dos o tres años más tarde, ya corría en copias manuscritas por todo Madrid.

– Ahí viene Lope -dijo alguien.

Todos se quitaron los sombreros cuando Lope, el gran Félix Lope de Vega Carpio, apareció caminando despacio entre los saludos de la gente que se apartaba para dejarle paso, y se detuvo unos instantes a departir con Don Francisco de Quevedo, quien lo felicitó por la comedia que representaban al día siguiente en el corral del Príncipe: acontecimiento teatral al que Diego Alatriste había prometido llevarme, y yo iba a presenciar por primera vez en mi vida. Después, Don Francisco hizo algunas presentaciones.

– El capitán Don Diego Alatriste y Tenorio… Ya conoce vuestra merced a Juan Vicuña… Diego Silva… El jovencito es Íñigo Balboa, hijo de un militar caído en Flandes.

Al oír aquello, Lope me tocó un momento la cabeza con espontáneo gesto de simpatía. Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo ausente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por muestras de respeto.

– No olvides a ese hombre ni este día -me dijo el capitán, dándome un afectuoso pescozón en el mismo sitio donde Lope me había tocado.

Y no lo olvidé nunca. Todavía hoy, tantos años después de aquello, me llevo la mano a la coronilla y siento allí el contacto de los dedos afectuosos del Fénix de los Ingenios. Ni él, ni Don Francisco de Quevedo, ni Velázquez, ni el capitán Alatriste, ni la época miserable y magnífica que entonces conocí, existen ya. Pero queda, en las bibliotecas, en los libros, en los lienzos, en las iglesias, en los palacios, calles y plazas, la huella indeleble que aquellos hombres dejaron de su paso por la tierra. El recuerdo de la mano de Lope desaparecerá conmigo cuando yo muera, como también el acento andaluz de Diego de Silva, el sonido de las espuelas de oro de Don Francisco al cojear, o la mirada glauca y serena del capitán Alatriste. Pero el eco de sus vidas singulares seguirá resonando mientras exista ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España.

Tampoco he olvidado lo que ocurrió después. En ésas estábamos, cercana ya la hora del ángelus, cuando frente a las covachuelas que había al pie de San Felipe se detuvo una carroza negra que yo conocía bien. Estaba apoyado en la barandilla de las gradas, algo apartado, oyendo hablar a los mayores. Y la mirada que descubrí allá abajo, fija en mí, parecía reflejar el color del cielo que se abría sobre nuestras cabezas y los tejados pardos de Madrid, hasta el punto de que todo cuanto me rodeaba, salvo ese color, o ese cielo, o esa mirada, desapareció de mi vista. Era como una dulce agonía de azul y de luz, a la que resultaba imposible sustraerse. Si un día muero -pensé en ese mismo instante-, quiero morir así: sumergido en semejante color. Entonces me separé un poco más del grupo y fui bajando despacio las escaleras, sin apenas voluntad; como prisionero de un filtro hipnótico. Y por un instante, como relámpago de lucidez en medio de mi enajenación, mientras bajaba de San Felipe hacia la calle Mayor sentí que me seguían, desde miles de leguas de distancia, los ojos preocupados del capitán Alatriste.

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