Al día siguiente, Madrid despertó con la noticia increíble. Carlos Estuardo, cachorro del leopardo inglés, impaciente por la lentitud de las negociaciones matrimoniales con la infanta doña María, hermana de nuestro Rey Don Felipe Cuarto, había concebido con su amigo Buckingham ese proyecto extraordinario y descabellado: viajar a Madrid de incógnito para conocer a su novia, transformando en novela de amor caballeresco la fría combinación diplomática que llevaba meses dilatándose en las cancillerías. La boda entre el príncipe anglicano y la princesa católica se había convertido, a tales alturas, en un complicadísimo encaje de bolillos en el que terciaban embajadores, diplomáticos, ministros, gobiernos extranjeros y hasta Su Santidad el Papa de Roma, que debía autorizar el enlace y que, por supuesto, trataba de sacar la mejor tajada posible. De modo que, harto de que le marearan la perdiz -o como se llame lo que cazan los condenados ingleses-, la imaginación juvenil del príncipe de Gales, secundada por Buckingham, decidió abreviar el trámite. De ese modo habían proyectado entre los dos aquella aventura llena de azares y peligros, en la seguridad de que marchar a España sin avisos ni protocolos suponía conquistar en el acto a la infanta para llevarla a Inglaterra, ante la mirada asombrada de la Europa entera y con el aplauso y las bendiciones de los pueblos español e inglés.
Ése, más o menos, era el meollo del negocio. Vencida la inicial resistencia del Rey Jacobo, éste dio a ambos jóvenes su bendición y los autorizó a ponerse en camino. A fin de cuentas, si para el viejo Rey el riesgo de la empresa acometida por su hijo era grande -un accidente, fracaso o desaire español pondrían en entredicho el honor de Inglaterra-, las ventajas a obtener de su feliz término equilibraban el asunto. En primer lugar, tener de cuñado de su vástago al monarca de la nación que entonces seguía siendo la más poderosa del mundo, no era cosa baladí. Además, aquel matrimonio, deseado por la corte inglesa y acogido con más frialdad por el conde de Olivares y los consejeros ultra católicos del Rey de España, pondría fin a la vieja enemistad entre las dos naciones. Consideren vuestras mercedes que apenas habían transcurrido treinta años desde la Armada Invencible; ya saben, cañonazo va y ola viene y todo a tomar por saco, con aquel pulso fatal entre nuestro buen Rey Don Felipe Segundo y esa arpía pelirroja que se llamó Isabel de Inglaterra, amparo de protestantes, hideputas y piratas, más conocida por la Reina Virgen, aunque maldito si puede uno imaginarse virgen de qué. El caso es que una boda del jovencito hereje con nuestra infanta -que no era Venus pero tenía buen ver, según la pintó Don Diego Velázquez algo más tarde, joven y rubia, una señora, con aquel labio suyo tan de los Austrias- abriría pacíficamente a Inglaterra las puertas del comercio en las Indias Occidentales, resolviendo según los intereses británicos la patata caliente del Palatinado; que no pienso resumir aquí porque para eso están los libros de Historia.
Así pintaban los naipes la noche que yo dormí como un bendito en mi jergón de la calle del Arcabuz, ignorante de la que se estaba cociendo, mientras el capitán Alatriste pasaba las horas en blanco, una mano en la culata de la pistola y la espada al alcance de la otra, en una habitación de servicio del conde de Guadalmedina. En cuanto a Carlos Estuardo y Buckingham, se alojaron con bastante más comodidad y todos los honores en casa del embajador inglés; y a la mañana siguiente, conocida la noticia y mientras los consejeros del Rey nuestro señor, con el conde de Olivares a la cabeza, intentaban buscar una salida a semejante compromiso diplomático, el pueblo de Madrid acudió en masa ante la casa de las Siete Chimeneas a vitorear al osado viajero. Carlos Estuardo era joven, ardiente y optimista; acababa de cumplir los veintidós años y, con ese aplomo que tienen los jóvenes con aplomo, estaba tan seguro de la seducción de su gesto como del amor de una infanta a la que aún no conocía; con la certeza de que los españoles, haciendo honor a nuestra fama de caballerosos y hospitalarios, quedaríamos conquistados, igual que su dama, por tan gallardo gesto. Y en eso tenía razón el mozo. Si en el casi medio siglo de reinado de nuestro buen e inútil monarca Don Felipe Cuarto, por mal nombre llamado el Grande, los gestos caballerescos y hospitalarios, la misa en días de guardar y el pasearse con la espada muy tiesa y la barriga vacía llenaran el puchero o pusieran picas en Flandes, otro gallo nos hubiese cantado a mí, al capitán Alatriste, a los españoles en general y a la pobre España en su conjunto. A ese tiempo infame lo llaman Siglo de Oro. Más lo cierto es que, quienes lo vivimos y sufrimos, de oro vimos poco; y de plata, la justa. Sacrificio estéril, gloriosas derrotas, corrupción, picaresca, miseria y poca vergüenza, de eso sí que tuvimos a espuertas. Lo que pasa es que luego uno va y mira un cuadro de Diego Velázquez, oye unos versos de Lope o de Calderón, lee un soneto de Don Francisco de Quevedo, y se dice que bueno, que tal vez mereció la pena.
Pero a lo que iba. Les estaba contando que la noticia de la aventura corrió como pólvora seca, y ésta ganó el corazón de todo Madrid; aunque al Rey nuestro señor y al conde de Olivares, como se supo a los postres, la llegada sin ser invitado del heredero de la corona británica les sentó como un buen pistoletazo entre las cejas. Se guardaron las formas, por supuesto, y todo fueron agasajos y parabienes. Y de la escaramuza del callejón, ni media palabra. De los pormenores se enteró Diego Alatriste cuando el conde de Guadalmedina regresó a casa, ya entrada la mañana, feliz por el éxito que acababa de apuntarse escoltando a los dos jóvenes y haciéndose acreedor de su gratitud y de la del embajador inglés. Después de las cortesías de rigor en la casa de las Siete Chimeneas, Guadalmedina había sido llamado con urgencia al Alcázar Real, donde puso al corriente del episodio al Rey nuestro señor y al primer ministro. Empeñada su palabra, el conde no podía revelar los pormenores de la emboscada; pero Álvaro de la Marca supo, sin incurrir en el desagrado regio ni faltar a su fe de caballero, expresar sobrados detalles, gestos, sobreentendidos y silencios, para que tanto el monarca como el valido comprendieran, horrorizados, que a los dos imprudentes viajeros habían estado apunto de hacerlos filetes en un callejón oscuro de Madrid.
La explicación, o al menos algunas de las claves que bastaron para darle a Diego Alatriste idea de con quién se jugaba los maravedís, le vino por boca de Guadalmedina; que tras pasar media mañana haciendo viajes entre la casa de las Siete Chimeneas y Palacio, traía noticias frescas, aunque no muy tranquilizadoras para el capitán.
– En realidad el negocio es simple -resumía el conde-. Inglaterra lleva tiempo presionando para que se celebre la boda, pero Olivares y el Consejo, que está bajo su influencia, no tienen prisa. Eso de que una infanta de Castilla matrimonie con un príncipe anglicano les huele a azufre… A sus dieciocho años, el Rey es demasiado joven; y en esto, como en todo lo demás, se deja guiar por Olivares. En realidad los del círculo íntimo creen que el valido no tiene intención de dar su visto bueno a la boda, salvo que el Príncipe de Gales se convierta al catolicismo. Por eso Olivares da largas, y por eso el joven Carlos ha decidido coger el toro por los cuernos y plantearnos el hecho consumado.
Álvaro de la Marca despachaba un refrigerio sentado a la mesa forrada de terciopelo verde. Era media mañana, estaban en la misma habitación donde había recibido la noche anterior a Diego Alatriste, y el aristócrata comía con mucha afición trozos de empanada de pollo y un cuartillo de vino en jarra de plata: su éxito diplomático y social en aquella jornada le avivaba el apetito. Había invitado a Alatriste a acompañarlo tomando un bocado, pero el capitán rechazó la invitación. Permanecía de pie, apoyado en la pared, viendo comer a su protector. Estaba vestido para salir, con capa, espada y sombrero sobre una silla próxima, y en el rostro sin afeitar mostraba las trazas de la noche pasada en blanco.
– ¿A quién cree vuestra merced que incomoda más ese matrimonio?
Guadalmedina lo miró entre dos bocados.
– Uf. A mucha gente -dejó la empanada en el plato y se puso a contar con los dedos relucientes de grasa--. En España, la Iglesia y la Inquisición están rotundamente en contra. A eso hay que añadir que el Papa, Francia, Saboya y Venecia siguen dispuestos a cualquier cosa con tal de impedir la alianza entre Inglaterra y España… ¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si anoche llegáis a matar al príncipe y a Buckingham?
– La guerra con Inglaterra, supongo.
El conde atacó de nuevo su refrigerio.
– Supones bien -apuntó, sombrío-. De momento hay acuerdo general para silenciar el incidente. El de Gales, y Buckingham sostienen que fueron objeto de un ataque de salteadores comunes, y el Rey y Olivares han hecho como que se lo creían. Después, a solas, el Rey le pidió una investigación al valido, y éste prometió ocuparse de ello -Guadalmedina se detuvo para beber un largo trago de vino, secándose luego bigote y perilla con una enorme servilleta blanca, crujiente de almidón-… Conociendo a Olivares, estoy seguro de que él mismo podría haber montado el golpe; aunque no lo creo capaz de llegar tan lejos. La tregua con Holanda está a punto de romperse, y sería absurdo distraer el esfuerzo de guerra en una empresa innecesaria contra Inglaterra…
El conde liquidó la empanada mirando distraídamente el tapiz flamenco colgado en la pared a espaldas de su interlocutor: caballeros asediando un castillo e individuos con turbante tirándoles flechas y piedras desde las almenas con muy mala sangre. El tapiz llevaba más de treinta años allí colgado, desde que el viejo general Don Fernando de la Marca lo requisó como botín durante el último saqueo de Amberes, en los tiempos gloriosos del gran Rey Don Felipe. Ahora, su hijo Álvaro masticaba despacio frente a él, reflexionando. Después sus ojos volvieron a Alatriste.
– Esos enmascarados que alquilaron tus servicios pueden ser agentes pagados por Venecia, Saboya, Francia, o vete a saber… ¿Estás seguro de que eran españoles?
– Tanto como vuestra merced y como yo. Y gente de calidad.
– No te fíes de la calidad. Aquí todo el mundo presume de lo mismo: de cristiano viejo, hijodalgo y caballero. Ayer tuve que despedir a mi barbero, que pretendía afeitarme con su espada colgada del cinto. Hasta los lacayos la llevan. Y como el trabajo es mengua de la honra, no trabaja ni Cristo.
– Estos que yo digo sí eran gente de calidad. Y españoles.
– Bueno. Españoles o no, viene a ser lo mismo. Como si los de afuera no pudieran pagarse cualquier cosa aquí adentro… -el aristócrata soltó una risita amarga-. En esta España austriaca, querido, con oro puede comprarse por igual al noble que al villano. Todo lo tenemos en venta, salvo la honra nacional; e incluso con ella traficamos de tapadillo a la primera oportunidad. En cuanto a lo demás, qué te voy a contar. Nuestra conciencia… -le dirigió un vistazo al capitán por encima de su jarra de plata-. Nuestras espadas…
– O nuestras almas -rubricó Alatriste.
Guadalmedina bebió un poco sin dejar de mirarlo.
– Sí -dijo-. Tus enmascarados pueden, incluso, estar a sueldo de nuestro buen pontífice Gregorio XV. El Santo Padre no puede ver a los españoles ni en pintura.
La gran chimenea de piedra y mármol estaba apagada, y el sol que entraba por las ventanas sólo era tibio; pero aquella mención a la Iglesia bastó para que Diego Alatriste sintiera un calor incómodo. La imagen siniestra de fray Emilio Bocanegra cruzó de nuevo su memoria como un espectro. Había pasado la noche viéndola dibujarse en el techo oscuro del cuarto, en las sombras de los árboles al otro lado de la ventana, en la penumbra del corredor; y la luz del día no era suficiente para hacerla desvanecerse. Las palabras de Guadalmedina la materializaban de nuevo, a modo de mal presagio.
– Sean quienes sean -proseguía el conde-, su objetivo está claro: impedir la boda, dar una lección terrible a Inglaterra, y hacer estallar la guerra entre ambas naciones. Y tú, al cambiar de idea, lo arruinaste todo. Lo tuyo ha sido de licenciado en el arte de hacerse enemigos, así que yo, en tu lugar, cuidaría el pellejo. El problema es que no puedo protegerte más. Contigo aquí podría verme implicado. Yo que tú haría un viaje largo, muy lejos… Y sepas lo que sepas, no lo cuentes ni bajo confesión. Si de esto se entera un cura, cuelga los hábitos, vende el secreto y se hace rico.
– ¿Y qué pasa con el inglés?… ¿Ya está a salvo?
Guadalmedina aseguró que por supuesto. Con toda Europa al corriente, el inglés podía considerarse tan seguro como en su condenada Torre de Londres. Una cosa era que Olivares y el Rey estuviesen dispuestos a seguir dándole largas, a agasajarlo mucho y a hacerle promesa tras promesa hasta que se aburriera y se fuese con viento fresco, y otra que no garantizaran su seguridad.
– Además -prosiguió el conde- Olivares es listo y sabe improvisar. Igual cambia de idea, y el Rey con él. ¿Sabes qué le ha dicho esta mañana delante de mí al de Gales?… Que si no obtenían dispensa de Roma y no podía darle a la infanta como esposa, se la daría como amante… ¡Es grande, ese Olivares! Un hideputa con pintas, hábil y peligroso, más listo que el hambre. Y Carlos tan contento, seguro de tener ya a doña María en los brazos.
– ¿Se sabe cómo ve ella el asunto?
– Tiene veinte años, así que imagínate. Se deja querer. Que un hereje de sangre real, joven y guapo, sea capaz de lo que ha hecho éste por ella, la repele y fascina al mismo tiempo. Pero es una infanta de Castilla, así que el protocolo lo tiene todo previsto. Dudo que los dejen pelar la pava a solas ni para decir un avemaría… Precisamente volviendo para acá se me ha ocurrido el comienzo de un soneto:
Vino Gales a bodas con la infanta
en procura de tálamo y princesa,
ignorante el leopardo que esta empresa
no corona el audaz, sino el que aguanta.
– … ¿Qué te parece? -Álvaro, de la Marca miró inquisitivo a Alatriste, que sonreía un poco, divertido y prudente, absteniéndose de opinar-. Bueno, yo no soy Lope, pardiez. E imagino que tu amigo Quevedo pondría serios reparos; más para tratarse de versos míos no están mal… Si los ves circulando por ahí en hojas anónimas, ya sabes de quién son… En fin -el conde apuró el resto del vino y se puso en pie, tirando la servilleta sobre la mesa-. Volviendo a temas graves, lo cierto es que una alianza con Inglaterra nos compondría bien contra Francia; que después de los protestantes, y aún diría yo que más, es nuestra principal amenaza en Europa. A lo mejor con el tiempo cambian de idea y se celebra el casorio; aunque por los comentarios que conozco en privado del Rey y de Olivares, me sorprendería mucho.
Anduvo unos pasos por la habitación, miró de nuevo el tapiz robado por su padre en Amberes y se detuvo, pensativo, ante la ventana.
– De una u otra forma -prosiguió- una cosa era acuchillar anoche a un viajero anónimo que oficialmente no estaba aquí, y otra muy distinta atentar hoy contra la vida del nieto, de María Estuardo, huésped del Rey de España y futuro monarca de Inglaterra. El momento ha pasado. Por eso imagino que tus enmascarados estarán furiosos, clamando venganza. Además, no les conviene que los testigos puedan hablar; y la mejor manera de silenciar a un testigo es convertirlo en cadáver… -se había vuelto a mirar con fijeza a su interlocutor-. ¿Captas la situación? Me alegro. Y ahora, capitán Alatriste, te he dedicado demasiado tiempo y tengo cosas que hacer; entre ellas concluir mí soneto. Así que búscate la vida. Y que Dios te ampare.
Todo Madrid era una gran fiesta, y la curiosidad popular había convertido la casa de las Siete Chimeneas en pintoresca romería. Grupos de curiosos subían por la calle de Alcalá hasta la iglesia del Carmen Descalzo, congregándose al otro lado ante la residencia del embajador inglés, donde algunos alguaciles mantenían blandamente alejada a la gente que aplaudía el paso de cualquiera de las carrozas que iban y venían desde las cocheras de la casa. Se pedía a gritos que el príncipe de Gales saliera a saludar; y cuando a media mañana un joven rubio se asomó un momento a una de las ventanas, lo acogió estruendosa ovación, a la que el mozo correspondió con un gesto de la mano, tan gentil que de inmediato le ganó la voluntad del populacho congregado en la calle. Generoso, simpático, acogedor con quien sabía llegarle al corazón, el pueblo de Madrid había de dispensar al heredero del trono de Inglaterra, durante los meses que pasó en la Corte, siempre idénticas muestras de aprecio y benevolencia. Otra hubiera sido la historia de nuestra desgraciada España si los impulsos del pueblo, a menudo generoso, hubieran primado con más frecuencia frente a la árida razón de Estado, el egoísmo, la venalidad y la incapacidad de nuestros políticos, nuestros nobles y nuestros monarcas. El cronista anónimo se lo hace decir a ese mismo pueblo en el viejo romance del Cid, y uno recuerda con frecuencia sus palabras cuando considera la triste historia de nuestras gentes, que siempre dieron lo mejor de sí mismas, su inocencia, su dinero, su trabajo y su sangre, viéndose en cambio tan mal pagadas: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor».
El caso es que el entusiasta vecindario madrileño acudió aquella mañana a festejar al de Gales, y yo mismo estuve allí acompañando a Caridad la Lebrijana, que no quería perderse el espectáculo. No sé si les he contado que la Lebrijana tenía por entonces treinta o treinta y cinco años y era una andaluza vulgar y hermosa, morena, todavía de trapío y buenas trazas, ojos grandes, negros y vivos, y pecho opulento, que había sido actriz de comedias durante cinco o seis años, y puta otro tanto en una casa de la calle de las Huertas. Cansada de aquella vida, con las primeras patas de gallo había empleado sus ahorros en comprar la taberna del Turco, y de ella vivía ahora con relativas decencia y holgura. Añadiré, sin que sea faltar a ningún secreto, que la Lebrijana estaba enamorada hasta los tuétanos de mi señor Alatriste, y que a tal título le fiaba en condumio y materia líquida; y que la vecindad del alojamiento del capitán, comunicada por la misma corrala con la puerta trasera de la taberna y la vivienda de la Lebrijana, facilitaba que ambos compartieran cama con cierta frecuencia. Cierto es que el capitán siempre se mostró discreto en mi presencia; pero cuando vives con alguien, a la larga esas cosas se notan. Y yo, aunque jovencito y de Oñate, nunca fui ningún pardillo.
Aquel día, les contaba, acompañé a Caridad la Lebrijana por las calles Mayor, Montera y Alcalá, hasta la residencia del embajador inglés, y allí nos quedamos con la muchedumbre que vitoreaba al de Gales, entre ociosos y gentes de toda condición convocadas por la curiosidad. Convertida la calle en mentidero más zumbón que las gradas de San Felipe, pregonaban sus bebidas aguadores y alojeros, vendíanse pastelillos y vidrios de conserva, se instalaban improvisados bodegones de puntapié para saciar el hambre por unas monedas, pordioseaban los mendigos, alborotaban criadas, pajes y escuderos, corrían todo tipo de especies e invenciones fabulosas, se parloteaban en corros los acontecimientos y los rumores de palacio, y eran alabados el cuajo y la audacia caballeresca del joven príncipe, haciéndose todos lenguas, y en especial las mujeres, de su elegancia y figura, así como las demás prendas de su persona y la de Buckingham. Y de ese modo, animadamente, muy a la española, iba transcurriendo la mañana.
– ¡Tiene buen porte! -decía la Lebrijana, después que vimos al presunto príncipe asomarse a la ventana-. Talle fino y donaire… ¡Hará linda pareja con nuestra infanta!
Y se enjugaba las lágrimas con la punta de la toquilla. Como la mayor parte del público femenino, estaba de parte del enamorado; pues la audacia de su gesto había ganado las voluntades, y todos consideraban el asunto cosa hecha.
– Lástima que ese boquirrubio sea hereje. Pero eso lo arregla un buen confesor, y un bautismo a tiempo -la buena mujer, en su ignorancia, creía que los anglicanos eran como los turcos, que no los bautizaba nadie-… ¡Pueden más dos mamellas que dos centellas!
Y se reía, agitando aquel pecho opulento que a mi me tenía fascinado, y que en cierto modo -entonces me resultaba difícil explicarlo- me recordaba el de mi madre. Recuerdo perfectamente la sensación que me producía el escote de Caridad la Lebrijana cuando se inclinaba a servir la mesa y la blusa insinuaba, moldeados por su propio peso, aquellos volúmenes grandes, morenos y llenos de misterio. Con frecuencia me preguntaba qué haría el capitán con ellos cuando me mandaba a comprar algo, o a jugar a la calle, y se quedaba solo en casa con la Lebrijana; y yo, bajando la escalera de dos en dos peldaños, la oía a ella reír arriba, muy fuerte y alegre.
En ésas estábamos, aplaudiendo con entusiasmo a toda figura que se asomaba a las ventanas, cuando apareció el capitán Alatriste. Aquélla no era, ni mucho menos, la primera noche que pasaba fuera de nuestra casa; de modo que yo había dormido a pierna suelta, sin inquietud alguna. Pero al verlo ante la casa de las Siete Chimeneas intuí que algo ocurría. Llevaba el sombrero bien calado sobre la cara, la capa envuelta en torno al cuello y las mejillas sin rasurar a pesar de lo avanzado de la mañana; él, que con su disciplina de viejo soldado tan cuidadoso era de una digna apariencia. Sus ojos claros también parecían cansados y recelosos al mismo tiempo, y se le veía caminar entre la gente con el gesto suspicaz de quien, de un momento a otro, espera una mala pasada. Tras las primeras palabras pareció más relajado, cuando aseguré que nadie había preguntado por él, ni durante la noche ni por la mañana. La Lebrijana dijo lo mismo respecto a la taberna: ni desconocidos ni preguntas. Después, al apartarme un poco, la oí inquirir en voz baja en qué malos pasos andaba metido de nuevo. Volvime a mirarlos con disimulo, la oreja atenta; pero Diego Alatriste se limitaba a permanecer silencioso, mirando las ventanas del embajador inglés con expresión impasible.
Había también entre los curiosos gente de calidad, sillas de manos, literas y coches, incluso dos o tres carrozas con damas y sus dueñas acechando tras las cortinillas; y los vendedores ambulantes se acercaban a ofrecerles refresco y golosinas. Al echarles un vistazo me pareció reconocer uno de los carruajes: era oscuro, sin escudo en la portezuela, con dos buenas mulas en los arreos. El cochero charlaba en un corro de curiosos, así que pude ir hasta el estribo sin que nadie me importunase. Y allí, en la ventanilla, una mirada azul y unos tirabuzones rubios bastaron para darme la certeza de que mi corazón, que palpitaba alocadamente hasta querérseme salir del pecho, no había errado.
– A vuestro servicio -dije, afirmando la voz a duras penas.
Ignoro cómo, con los pocos años que por aquel entonces tenía Angélica de Alquézar, alguien puede llegar a sonreír como ella lo hizo esa mañana ante la casa de las Siete Chimeneas; pero lo cierto es que lo hizo. Una sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de sabiduría infinita al mismo tiempo. Una de aquellas sonrisas que ninguna niña ha tenido tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu salud o a tu provecho.
El caso es que la mocita rubia, de ojos como el cielo claro y frío de Madrid en invierno, sonrió al reconocerme; incluso se inclinó un poco hacia mí entre crujidos de seda de su vestido mientras apoyaba una mano delicada y blanca en el marco de la ventanilla. Yo estaba junto al estribo del coche de mi pequeña dama, y la euforia de la mañana y el ambiente caballeresco de la situación me acícateaban la audacia. También reforzaba mi aplomo el hecho de vestir aquel día con cierto decoro, gracias a un jubón marrón oscuro y unas viejas medias calzas pertenecientes al capitán Alatriste, que el hilo y la aguja de Caridad la Lebrijana habían ajustado a mi talla, dejándolas como nuevas.
– Hoy no hay barro en la calle -dijo, y su voz me estremeció hasta la punta de la coronilla. Era el suyo un tono quedo y seductor, nada infantil. Casi demasiado grave para su edad. Algunas damas usaban ese mismo tono al dirigirse a sus galanes en las jácaras representadas en las plazas, y en las comedias. Pero Angélica de Alquézar -cuyo nombre yo ignoraba todavía- no era actriz, y era una niña. Nadie le había enseñado a fingir aquel eco oscuro, aquel modo de pronunciar las palabras de un modo capaz de hacerte sentir como un hombre hecho y derecho, y además el único existente en mil leguas a la redonda.
– No hay barro -repetí, sin prestar atención a lo que yo mismo decía-. Y lo siento, porque eso me impide tal vez serviros de nuevo.
Con las últimas palabras me llevé la mano al corazón. Reconozcan, por tanto, que no me las compuse mal; y que la respuesta galante y el gesto estuvieron a la altura de la dama y de las circunstancias. Así debió de ser, pues en vez de desentenderse de mí, ella sonrió otra vez. Y yo fui el mozo más feliz, y más galante, y más hidalgo del mundo.
– Es el paje del que os hablé -dijo entonces ella, dirigiéndose a alguien que estaba a su lado, en el interior del coche, y a quien yo no podía ver-. Se llama Íñigo, y vive en la calle del Arcabuz -estaba vuelta de nuevo hacia mí, que la miraba con la boca abierta, fascinado por el hecho de que fuera capaz de recordar mi nombre-. Con un capitán, ¿no es cierto?… Un tal capitán Batiste, o Eltriste.
Hubo un movimiento en la penumbra del interior del coche y, primero una mano de uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, redonda la cabeza, villano el pelo escaso, deslucido y gris como su bigote y su perilla. Todo en él, a pesar de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto, compartía coche, y tal vez lazos de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando la niña pronunció el nombre del capitán Alatriste.