Los gritos de las guardias española, borgoóna y tudesca al hacer el relevo en las puertas de Palacio llegaban hasta Diego Alatriste por la ventana abierta a uno de los grandes patios del Alcázar real. Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen con una pluma de ave que mojaba en el tintero de loza de Talavera. Lo hacía sin interrupción, como si las ideas fluyesen sobre el papel con tanta facilidad como la lectura, o la tinta. Llevaba así largo rato, sin levantar la cabeza ni siquiera cuando el teniente de alguaciles Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo ante él a Diego Alatriste por corredores secretos, retirándose después. El hombre de la mesa seguía despachando cartas, imperturbable, como si estuviera solo; y el capitán tuvo tiempo sobrado para estudiarlo bien. Era corpulento, de cabeza grande y tez rubicunda, con un pelo negro y fuerte que le cubría las orejas, barba oscura y cerrada sobre el mentón y enormes bigotes que se rizaban espesos en los carrillos. Vestía de seda azul oscura, con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria.
Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. El joven monarca, más amigo de fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. Sus antiguos protectores el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga, favoritos del anterior Rey, se hallaban en el destierro; el duque de Osuna, caído en desgracia y con sus propiedades confiscadas; el duque de Lerma esquivaba el cadalso gracias al capelo cardenalicio -vestido de colorado para no verse ahorcado, decía la copla-, y Rodrigo Calderón, otro de los hombres principales del antiguo régimen, había sido ejecutado en la plaza pública. Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía existiendo sobre la tierra.
Fáciles son de imaginar los sentimientos que experimentaba Diego Alatriste al verse ante el todopoderoso privado, en aquella vasta estancia donde, aparte la alfombra y la mesa, la única decoración consistía en un retrato del difunto Rey Don Felipe Segundo, abuelo del actual monarca, que colgaba sobre una gran chimenea apagada. En especial tras reconocer en el personaje, sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, al más alto y fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. El mismo a quien el de la cabeza redonda había llamado Excelencia antes de que se marchara exigiendo que en el asunto de los ingleses no corriese demasiada sangre.
Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. Tampoco es que bailar al extremo de una soga fuese plato de gusto; pero al menos no lo despachaban a uno con aquel torniquete ignominioso dando vueltas en el pescuezo, y la cara de pasmo propia de los ajusticiados, con el verdugo diciendo: perdóneme vuestra merced que soy un mandado, y etcétera, que mal rayo enviase Cristo al mandado y a los hideputas que lo mandaban, que por otro lado siempre eran los mismos. Sin contar con el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo malo era que con instrumentos de cuerda Diego Alatriste cantaba fatal; así que el procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. Pero no estaban los tiempos para golosinas. Se lo había dicho en voz baja un preocupado Martín Saldaña, cuando fue a despertarlo a la cárcel de Corte para conducirlo temprano al Alcázar:
– A fe mía que esta vez lo veo crudo, Diego.
– Otras veces lo he tenido peor.
– No. Peor no lo has tenido nunca. De quien desea verte no se salva nadie dando estocadas.
De cualquier modo, Alatriste tampoco tenía con qué darlas. Hasta la cuchilla de matarife le habían quitado de la bota cuando lo apresaron después de la reyerta en el corral de comedias; donde, al menos, la intervención de los ingleses evitó que allí mismo lo mataran.
– En pas ahora esteumos -había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último soneto. En cuanto a los cinco espadachines, dos escaparon en el tumulto, a uno se lo habían llevado herido de gravedad, y dos fueron apresados con Alatriste y puestos en un calabozo cercano al suyo. Al salir con Saldaña por la mañana, el capitán había pasado junto a ese mismo calabozo. Vacío.
El conde de Olivares seguía concentrado en su correo, y el capitán miró la ventana con sombría esperanza. Aquello quizás le ahorrase el verdugo y abreviara el expediente, aunque una caída de treinta pies sobre el patio no era mucho; se exponía a quedar vivo y que lo subieran a la mula para colgarlo con las piernas quebradas, lo que no iba a ser gallardo espectáculo. Y aún otro problema: si después de todo había alguien más allá, lo de la ventana se lo iba a tomar fatal durante el resto de una eternidad no por hipotética menos inquietante. Así que, puestos a tocar retreta, mejor era irse sacramentado y de mano ajena, por si las moscas. A fin de cuentas, se consoló, por mucho que duela y tardes en morir, al final siempre te mueres, Y quien muere, descansa.
En esos alegres pensamientos andaba cuando reparó en que el valido había dejado de despachar su correo y lo miraba. Aquellos ojos oscuros, negros y vivos, parecían estudiarlo con fijeza. Alatriste, cuyo jubón y calzas mostraban las huellas de la noche pasada en el calabozo, lamentó no tener mejor aspecto. Unas mejillas rasuradas le habrían dado más apariencia. Y tampoco hubiera sobrado una venda limpia en torno al tajo de la frente, y agua para lavarse la sangre seca que le cubría la cara.
– ¿Me habéis visto alguna vez, antes?
La pregunta de Olivares cogió desprevenido al capitán. Un sexto sentido, semejante al ruido que hace una hoja de acero resbalando sobre piedra de afilar, le aconsejó exquisita prudencia.
– No. Nunca.
– ¿Nunca?
– Eso he dicho a vuestra Excelencia.
– ¿Ni siquiera en la calle, en un acto público?
– Bueno -el capitán se pasó dos dedos por el bigote, como obligándose a recordar-. Tal vez en la calle… Me refiero a la Plaza Mayor, los Jerónimos y sitios así -movió la cabeza afirmativo, con supuesta y deliberada honradez-… Ahí es posible que si.
Olivares le sostenía la mirada, impasible.
– ¿Nada más?
– Nada más.
Por un brevísimo instante el capitán creyó advertir una sonrisa entre la feroz barba del valido. Pero nunca estuvo seguro de eso. Olivares había tomado uno de los legajos que tenía sobre la mesa y pasaba sus hojas con aire distraído.
– Servisteis en Flandes y Nápoles, por lo que veo. Y contra los turcos en Levante y Berbería… Una larga vida de soldado.
– Desde los trece años, Excelencia.
– Lo de capitán es un apodo, supongo.
– Algo así. Nunca pasé de sargento, e incluso se me privó de ese grado tras una reyerta.
– Sí, aquí lo dice -el ministro seguía hojeando el legajo-. Reñisteis con un alférez, dándole de estocadas… Me sorprende que no os ahorcaran por ello.
– Iban a hacerlo, Excelencia. Pero ese mismo día se amotinaron nuestras tropas en Maastricht: llevaban cinco meses sin paga. Yo no me amotiné, y tuve la fortuna de poder defender de los soldados al señor maestre de campo Don Miguel de Orduña.
– ¿No os gustan los motines?
– No me gusta que se asesine a los oficiales.
El valido enarcó una ceja, displicente.
– ¿Ni a los que os pretenden ahorcar?
– Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.
– Para defender a vuestro maestre de campo tumbasteis espada en mano a dos o tres, dice por aquí.
– Eran tudescos, Excelencia. Y además, el señor maestre de campo decía: «Demonio, Alatriste, si me han de matar amotinados, al menos que sean españoles». Le di la razón, metí mano, y aquello me valió el indulto.
Escuchaba Olivares, el aire atento. De vez en cuando echaba un nuevo vistazo a los papeles y miraba a Diego Alatriste con reflexivo interés.
– Ya veo -dijo-. También hay aquí una carta de recomendación del viejo conde de Guadalmedina, y un beneficio de Don Ambrosio de Spinola en persona, firmado de su puño y letra, pidiendo para vos ocho escudos de ventaja por vuestro buen servicio ante el enemigo… ¿Se os llegó a conceder?
– No, Excelencia. Que unas son las intenciones de los generales y otras las de secretarios, administradores y escribanos… Al reclamarlos me los redujeron a cuatro escudos, e incluso ésos nunca los vi hasta hoy.
El ministro hizo un lento gesto con la cabeza, como si también a él le retuvieran de vez en cuando sus beneficios o salarios. O quizá sólo se limitaba a aprobar la renuencia de secretarios, administradores y escribanos a soltar dinero público. Alatriste vio que seguía pasando papeles con minuciosidad de funcionario.
– Licenciado después de Fleurus por herida grave y honrosa… -prosiguió Olivares. Ahora miraba el apósito en la frente del capitán-. Tenéis cierta propensión a ser herido, por lo que veo.
– Y a herir, Excelencia.
Diego Alatriste se había erguido un poco, retorciéndose el bigote. Era obvio que no le gustaba que nadie, ni siquiera quien podía hacerlo ejecutar en el acto, tomase sus heridas a la ligera. Olivares estudió con curiosidad el destello insolente que había aparecido en sus ojos, y luego volvió a ocuparse del legajo.
– Eso parece -concluyó-. Aunque las referencias sobre vuestras aventuras lejos de las banderas son menos ejemplares que en la vida militar… Veo aquí una riña en Nápoles con muerte incluida… ¡Ah! Y también una insubordinación durante la represión de los rebeldes moriscos en Valencia -el privado frunció el ceño-… ¿Acaso os pareció mal el decreto de expulsión firmado por Su Majestad?
El capitán tardó en contestar.
– Yo era un soldado -dijo al cabo-. No un carnicero.
– Os imaginaba mejor servidor de vuestro Rey.
– Y lo soy. Incluso lo he servido mejor que a Dios, pues de éste quebranté diez preceptos, y de mi Rey ninguno.
Enarcó una ceja el valido.
– Siempre creí que la de Valencia fue una gloriosa campaña…
– Pues informaron mal a vuestra Excelencia. No hay gloria ninguna en saquear casas, forzar a mujeres y degollar a campesinos indefensos.
Olivares lo escuchaba con expresión impenetrable.
– Contrarios todos ellos a la verdadera religión -apostilló-. Y reacios a abjurar de Mahoma.
El capitán encogió los hombros con sencillez.
– Quizás -repuso-. Pero ésa no era mi guerra.
– Vaya -el ministro alzaba ahora las dos cejas con fingida sorpresa-. ¿Y asesinar por cuenta ajena sí lo es?
– Yo no mato niños ni ancianos, Excelencia.
– Ya veo. ¿Por eso dejasteis vuestro Tercio y os alistasteis en las galeras de Nápoles?
– Sí. Puesto a acuchillar infieles, preferí hacerlo con turcos hechos y derechos, que pudieran defenderse.
El valido estuvo mirándolo un momento, sin decir nada. Después volvió a los papeles de la mesa. Parecía meditar sobre las últimas palabras de Alatriste.
– Sin embargo, a fe que os abona gente de calidad -dijo por fin-. El joven Guadalmedina, por ejemplo. O Don Francisco de Quevedo, que tan bizarramente conjugó ayer la voz activa; aunque Quevedo igual beneficia que perjudica a sus amigos, según los altibajos de sus gracias y desgracias -el privado hizo una pausa larga y significativa-… También, según parece, el flamante duque de Buckingham cree deberos algo -hizo otra pausa más larga que la anterior-… Y el Príncipe de Gales.
– No lo sé -Alatriste se encogía otra vez de hombros, el rostro impasible-. Pero esos gentiles hombres hicieron ayer más que suficiente para saldar cualquier deuda, real o imaginaria.
Olivares hizo un lento gesto negativo con la cabeza.
– No creáis -su tono era un suspiro de fastidio-. Esta misma mañana Carlos de Inglaterra ha tenido a bien interesarse de nuevo por vos y vuestra suerte. Hasta el Rey nuestro señor, que no sale de su asombro por lo ocurrido, desea estar al corriente… -puso el legajo a un lado con brusquedad-. Todo esto crea una situación enojosa. Muy delicada.
Ahora el valido miraba a Diego Alatriste de arriba abajo, como preguntándose qué hacer con él.
– Lástima -prosiguió- que aquellos cinco jaques de ayer no desempeñaran mejor su oficio. Quien los pagó no andaba errado… En cierta forma eso lo hubiese resuelto todo.
– Lamento no compartir vuestro pesar, Excelencia.
– Me hago cargo… -la mirada del ministro había cambiado: ahora se tornaba más dura e insondable-. ¿Es cierto eso que cuentan, sobre que hace unos días salvasteis la vida a cierto viajero inglés cuando un camarada vuestro estaba a punto de matarlo?
Alarma. Corred al arma con redobles de caja y trompetas, pensó Alatriste. Aquel giro tenía más peligro que una salida nocturna de los holandeses con todo el Tercio durmiendo a pierna suelta en las fajinas. Conversaciones como ésa lo llevaban a uno en línea recta a meter el cuello en una soga. Y en ese momento no daba un ardite por el suyo.
– Vuestra Excelencia disimule, más no recuerdo semejante cosa.
– Pues os conviene hacer memoria.
Ya lo habían amenazado muchas veces en su vida, antes; y además estaba seguro de no salir con bien de aquélla. Así que, puestos a darle lo mismo, el capitán se mantuvo impasible. Eso no fue obstáculo para que escogiera con tiento las palabras:
– Desconozco si a alguien salvé la vida -dijo tras meditar un poco-. Pero recuerdo que, cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no quería muertes en aquel lance.
– Vaya. ¿Eso dijo?
– Eso mismo.
Las pupilas penetrantes del privado apuntaron al capitán como ánimas de arcabuz.
– ¿Y quién era ese principal? -preguntó con peligrosa suavidad.
Alatriste ni pestañeó.
– No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.
Ahora Olivares lo observaba con nuevo interés.
– Si tales eran las órdenes, ¿cómo es que vuestro compañero osó ir más lejos?
– No sé de qué compañero habla vuestra Excelencia. De cualquier modo, otros caballeros que acompañaban al principal dieron después instrucciones diferentes.
– ¿Otros?… -el ministro parecía muy interesado en aquel plural-. Por las llagas de Dios que me gustaría conocer sus nombres. O descripciones.
– Me temo que es imposible. Ya habrá notado vuestra Excelencia que tengo una memoria infame. Y los antifaces…
Vio que Olivares daba un golpe sobre la mesa, disimulando su impaciencia. Pero la mirada que dirigió a Alatriste era más valorativa que amenazadora. Parecía sopesar algo en su interior.
– Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos capaces de avivársela al más pintado.
– Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.
Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y Alatriste creyó que iba a llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció convencerlo.
– Quizá tengáis razón -asintió el privado-. Me atrevería a jurar que sois de los olvidadizos. O de los mudos.
Se quedó un instante pensativo, mirando los papeles que tenía sobre la mesa.
– Debo despachar unos asuntos -dijo-. Espero que no os importe aguardar aquí un poco más.
Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo junto a la pared, tiró de éste una sola vez. Luego volvió a sentarse sin prestar más atención al capitán.
El aire familiar del individuo que entró en la habitación se acentuó en cuanto Alatriste oyó su voz. Por vida de. Aquel lío, decidió, empezaba a parecerse a una reunión de viejos conocidos, y sólo faltaban allí el padre Emilio Bocanegra y el espadachín italiano para completar cuadrilla. El recién llegado tenía la cabeza redonda, y en ella flotaban desamparados algunos cabellos entre castaños y grises. Todo su pelo era mezquino y ralo: las patillas hasta media cara, la barbita muy estrecha y recortada desde el labio inferior al mentón, y los bigotes poco espesos pero rizados sobre los mofletes, surcados de venillas rojas igual que la gruesa nariz. Vestía de negro, y la cruz de Calatrava no bastaba para atenuar la vulgaridad que se desprendía de su apariencia, con la golilla poco limpia y mal almidonada, y aquellas manos manchadas de tinta que le hacían parecer un amanuense venido a más, con el grueso anillo de oro en el meñique de la mano izquierda. Los ojos, sin embargo, resultaban inteligentes y muy vivos; y la ceja izquierda, arqueada a más altura que la derecha con aire avisado, crítico, daba un carácter taimado, de peligrosa mala voluntad, a la expresión -primero sorprendida y luego desdeñosa y fría- que cruzó su rostro al descubrir a Diego Alatriste.
Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía sin máscara.
– Resumiendo -dijo Olivares-. Que hemos topado con dos conspiraciones. Una, encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos informes, creo recordar… Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de la Corte, hayáis oído algo.
El valido había hablado muy despacio, tomándose su tiempo y con largas pausas entre frase y frase; sin quitarle de encima los ojos al recién llegado. Éste permanecía en pie, escuchando, y de vez en cuando lanzaba furtivas ojeadas a Diego Alatriste. El capitán se mantenía a un lado, preguntándose en qué diablos iba a terminar todo aquello. Reunión de pastores, oveja muerta. O a punto de estarlo.
Olivares había dejado de hablar y aguardaba. Luis de Alquézar se aclaró la garganta.
– Temo no ser muy útil a vuestra Grandeza -dijo, y en su tono extremadamente cauto se traslucía el desconcierto por la presencia de Alatriste-. Algo había oído yo también de la primera conspiración… En cuanto a la segunda… -miró al capitán y la ceja izquierda se le enarcó siniestra, como un puñal turco en alto-. Ignoro lo que este sujeto ha podido, ejem, contar.
El privado tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.
– Este sujeto no ha contado nada. Lo tengo aquí esperando para despachar otro asunto.
Luis de Alquézar miró al ministro un largo rato, calibrando lo que acababa de oír. Digerido aquello, miró a Alatriste y de nuevo a Olivares.
– Pero… -empezó a decir.
– No hay peros.
Alquézar se aclaró la garganta de nuevo.
– Como vuestra Grandeza me plantea un tema tan delicado delante de terceros, creí que…
– Pues creísteis mal.
– Disculpadme -el secretario miraba los papeles de la mesa con expresión inquieta, como acechando algo alarmante en ellos. Se había puesto muy pálido-. Pero no sé si ante un extraño debo…
Alzó el valido una mano autoritaria. Alatriste, que los observaba, habría jurado que Olivares parecía disfrutar con todo aquello.
– Debéis.
Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez lo hizo ruidosamente.
– Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza -su tez pasaba de la extrema palidez al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor-. Lo que puedo imaginar sobre esa segunda conspiración…
– Procurad imaginarlo con todo detalle, os lo ruego.
– Por supuesto, Excelencia -los ojos de Alquézar seguían escudriñando inútilmente los papeles del ministro; sin duda su instinto de funcionario lo impulsaba a buscar en ellos la explicación a lo que estaba ocurriendo-… Os decía que cuanto puedo imaginar, o suponer, es que ciertos intereses se cruzaron en el camino. La Iglesia, por ejemplo…
– La Iglesia es muy amplia. ¿Os referís a alguien en particular?
– Bueno. Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos ojos que un hereje…
– Ya veo -cortó el ministro-. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra, por ejemplo. Alatriste vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.
– Yo no he citado a su Paternidad -dijo Alquézar, recobrando la sangre fría- pero ya que vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto, fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.
– Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes sospechas.
Suspiró el secretario, aventurando una discreta sonrisa conciliadora. A medida que se prolongaba la conversación y sabía a qué tono atenerse, parecía más taimado y seguro de sí.
– Ya sabe vuestra Grandeza cómo es la Corte. Sobrevivir resulta difícil, entre tirios y troyanos. Hay influencias. Presiones… Además, resulta sabido que vuestra Grandeza no es partidario de una alianza con Inglaterra… A fin de cuentas se trataría de serviros.
– Pues voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno -la mirada de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo-… Aunque imagino que el oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.
La sonrisa cómplice y servil que ya apuntaba bajo el bigote del secretario real se borró como por ensalmo.
– Ignoro a qué se refiere vuestra Grandeza.
– ¿Lo ignoráis? Qué curioso. Mis espías habían confirmado la entrega de una importante suma a algún personaje de la Corte, pero sin identificar destinatario… Todo esto me aclara un poco las ideas.
Alquézar se puso una mano exactamente sobre la cruz de Calatrava que llevaba bordada en el pecho.
– Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo…
– ¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio -Olivares hizo un gesto displicente con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco, aliviado-… A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire. ¿Verdad?
La sonrisa de alivio ya no estaba tan segura en la boca del secretario.
– Naturalmente, Excelencia -dijo en voz baja.
– Y menos -prosiguió Olivares- en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras. A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza.
Al decir aquello le dirigió a Alquézar una mirada significativa y terrible.
– Vuestra Grandeza sabe -casi tartamudeó el secretario real, de nuevo demudada la color- que le soy absolutamente fiel.
El valido lo miró con ironía infinita.
– ¿Absolutamente?
– Eso he dicho a vuestra Grandeza. Fiel y útil.
– Pues os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo yo los cementerios llenos.
Y dicha aquella fanfarronada, que en su boca sonaba funesta y amenazadora, el conde de Olivares cogió la pluma con aire distraído, sosteniéndola entre los dedos como si se dispusiera a firmar una sentencia. Alatriste vio que Alquézar seguía el movimiento de la pluma con ojos angustiados.
– Y ya que hablamos de cementerios -dijo de pronto el ministro-. Os presento a Diego Alatriste, más notorio por el nombre de capitán Alatriste… ¿Lo conocíais?
– No. Quiero decir que, ejem, que no lo conozco.
– Eso es lo bueno de andar entre gente avisada: que nadie conoce a nadie.
De nuevo parecía Olivares a punto de sonreír, pero no lo hizo. Al cabo de un instante señaló con la pluma al capitán.
– Don Diego Alatriste -dijo- es hombre cabal, con excelente hoja militar; aunque una herida reciente y su mala suerte lo tengan en situación delicada. Parece valiente y de fiar… Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos privados para siempre de sus eventuales servicios -miró al secretario del Rey, penetrante-… ¿No lo halláis en razón, Alquézar?
– Muy en razón -se apresuró a confirmar el otro-. Pero con el modo de vida que le imagino, este señor Alatriste se expone a tener cualquier mal encuentro… Un accidente o algo así. Nadie podría hacerse responsable de ello.
Dicho lo cual, Alquézar le dirigió al capitán una mirada de rencor.
– Me hago cargo -dijo el valido, que parecía estar a sus anchas con todo aquello-. Pero sería bueno que por nuestra parte no hagamos nada por anticipar tan molesto desenlace. ¿No sois de mi opinión, señor secretario real?
– Absolutamente, Excelencia -la voz de Alquézar temblaba de despecho.
– Sería muy penoso para mí.
– Lo comprendo.
– Penosísimo. Casi una afrenta personal.
Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.
– Por supuesto -balbució.
Alzando un dedo en alto, como si acabase de recordar algo, el ministro buscó entre los papeles de la mesa, cogió uno de los documentos y se lo alargó al secretario real.
– Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan cuatro escudos a Don Diego Alatriste por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada… ¿Está claro?
Alquézar sostenía el papel con la punta de los dedos, cual si contuviera veneno. Miraba al capitán con ojos extraviados, a punto de sufrir un golpe de sangre. La cólera y el despecho le hacían rechinar los dientes.
– Claro como el agua, Excelencia.
– Entonces podéis regresar a vuestros asuntos.
Y sin levantar la vista de sus papeles, el hombre más poderoso de Europa despidió al secretario del Rey con un gesto displicente de la mano.
Cuando se quedaron solos, Olivares alzó la cabeza para mirar detenidamente al capitán Alatriste.
– Ni voy a daros explicaciones, ni tengo por qué dároslas -dijo por fin, malhumorado.
– No he pedido explicaciones a vuestra Excelencia.
– Si lo hubierais hecho ya estaríais muerto. O camino de estarlo.
Hubo un silencio. El valido se había puesto en pie, yendo hasta la ventana sobre la que corrían nubes que amenazaban lluvia. Seguía las evoluciones de los guardias en el patio, cruzadas las manos a la espalda. A contraluz su silueta parecía aún más maciza y oscura.
– De cualquier modo -dijo sin volverse- podéis dar gracias a Dios por seguir vivo.
– Es cierto que me sorprende -respondió Alatriste-. Sobre todo después de lo que acabo de oír.
– Suponiendo que de veras hayáis oído algo.
– Suponiéndolo.
Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.
– Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y también porque hay quien se interesa en vos.
– Os lo agradezco, Excelencia.
– No lo hagáis -apartándose de la ventana, el valido dio unos pasos por la estancia, y sus pasos resonaron sobre el entarimado del suelo-. Existe una tercera razón: hay gentes para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo hacerles en este momento -dio unos pasos más moviendo la cabeza, complacido-. Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros… ¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar reinos. Por lo menos, no éste.
Se quedó contemplando pensativo el retrato del gran Felipe Segundo que estaba sobre la chimenea; y tras una pausa muy larga suspiró profunda, sinceramente. Entonces pareció recordar al capitán y se volvió de nuevo hacia él.
– En cuanto al favor que pueda haberos hecho -continuó-, no cantéis victoria. Acaba de salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio Pérez… Su única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio. Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar del capitán Alatriste, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.
De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.
– Una última cosa -dijo-. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna incomprensible razón, cree estaros obligado… Su vida y la vuestra, naturalmente, es difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al capitán Diego Alatriste si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales.
Alatriste abrió la caja de madera negra, adornada con incrustaciones de marfil en la tapa. El anillo era de oro y tenía grabadas las tres plumas del heredero de Inglaterra. La carta era un pequeño billete doblado en cuatro, con el mismo sello que el anillo, escrita en inglés. Cuando levantó los ojos vio que el valido lo miraba, y que entre la feroz barba y el mostacho se le dibujaba una sonrisa melancólica.
– Lo que yo daría -dijo Olivares- por disponer de una carta como ésa.