El más joven no estaba herido de gravedad. Lo habían llevado entre su acompañante y Diego Alatriste más cerca del farol, que encendieron de nuevo; y allí, recostado en la tapia del huerto de los carmelitas, le echaron un vistazo a la cuchillada que había recibido del italiano: uno de esos rasguños superficiales, muy aparatosos de sangre pero sin consecuencia alguna, que luego permitían a los jóvenes pisaverdes pavonearse ante las damas con el brazo en cabestrillo y a muy poco coste. En aquel caso, ni siquiera el cabestrillo iba a ser preciso. Su compañero del traje gris le puso un pañuelo limpio sobre la herida que tenía bajo la axila izquierda, y luego volvió a cerrarle la camisa, el jubón y la ropilla mientras le hablaba en su lengua suavemente, en voz queda. Durante la operación, que el inglés realizó dándole la espalda al capitán Alatriste como si ya no temiera nada de él, éste tuvo oportunidad de considerar algunos detalles interesantes. Por ejemplo que, desmintiendo la aparente serenidad del joven vestido de gris, las manos le temblaban al principio, cuando abría la ropa de su compañero para comprobar la gravedad de la herida. También, pese a no saber de la parla inglesa otras palabras que las que solían cambiarse de barco a barco o de parapeto a parapeto en un campo de batalla -vocabulario que en el caso de un soldado veterano español se limitaba a fockyú (que os jodan), sons ofde gyitbich (hijos de la gran puta) y uergoi'n tucat yurbols (os vamos a cortar los huevos)-, el capitán pudo advertir que el inglés vestido de gris hablaba a su compañero con una especie de afectuoso respeto; y que mientras aquél lo llamaba Steenie, que sin duda era un nombre o un apelativo amistoso y familiar, éste utilizaba el formal término milord para dirigirse al herido. Allí había gato encerrado, y el gato no era precisamente callejero y sarnoso, sino de Angora.
Tanto despertó aquello la curiosidad de Alatriste que, en vez de tomar las de Villadiego como pedía a gritos su sentido común, se quedó allí quieto, junto a los dos ingleses a quienes había estado a punto de enviar al otro barrio, mientras reflexionaba amargamente sobre un hecho cierto: de curiosos están los camposantos llenos. Pero no era menos cierto que a tales alturas, tras el incidente con el italiano, y con los dos fulanos de las caretas y fray Emilio Bocanegra esperando resultados, lo del camposanto era naipe fijo; así que irse, quedarse o bailar una chacona venía a dar lo mismo. Ocultar la cabeza como aquel raro pájaro que contaban del África, el avestruz, no solucionaría nada; y además no iba con el carácter de Diego Alatriste. Era consciente de que estorbar el acero del italiano había sido un paso irreparable, sin vuelta atrás; así que no quedaba más remedio que jugar la partida con las nuevas cartas que el burlón Destino acababa de ponerle en las manos, aunque éstas fueran pésimas. Miró a los dos jóvenes, que a esas horas y según lo acordado -llevaba en el bolsillo parte del oro percibido por ello- ya tenían que ser fiambres, y sintió gotas de sudor en el cuello de la camisa. Perra suerte la suya, maldijo en silencio. Bonito momento había elegido para jugar a hidalgos, y caballeros, y escrúpulos de conciencia en semejante callejón de aquel Madrid, con la que estaba cayendo. Y con la que iba a caer.
El inglés vestido de gris se había incorporado y observaba al capitán. Pudo éste a su vez estudiarlo a la luz del farol: bigotillo rizado y rubio, aire elegante, cercos de fatiga bajo los ojos azules. Apenas treinta años y mucha calidad. Y como el otro, pálido como la cera. La sangre aún no había vuelto a sus rostros desde que Alatriste y el italiano les cayeron encima.
– Estamos en deuda con vuestra merced -dijo el de gris, y tras una breve pausa, añadió- A pesar de todo.
Era el suyo un español lleno de imperfecciones, con fuerte acento de allá arriba, o sea, británico. Y su tono parecía sincero; resultaba evidente que él y su compañero habían visto de verdad la muerte cara a cara, sin paños calientes ni heroicos redobles, sino a oscuras y casi por la espalda, cual ratas en un callejón distante varias leguas de todo lo remotamente parecido a la gloria. Experiencia que de vez en cuando no está de más vivan algunos miembros de las clases altas, demasiado acostumbrados a cascarla de perfil entre pifanos y tambores. El caso es que de vez en cuando parpadeaba sin apartar los ojos del capitán, como sorprendido de seguir vivo. Y lo cierto es que ya podía estarlo, el hereje.
– A pesar de todo -repitió.
El capitán no supo qué decir. A fin de cuentas, pese al desenlace de la escaramuza, él y su compañero de fortuna habían intentado asesinar a aquellos jóvenes señores Smith, o quien infiernos fuesen. Para llenar la embarazosa pausa miró alrededor, y vio relucir en el suelo la espada del inglés. Así que fue a por ella y se la devolvió. El tal Steenie, o Thomas Smith, o como diantre se llamara realmente, la sopesó pensativo antes de meterla en la vaina. Seguía mirando a Alatriste con aquellos ojos azules y francos que tan incómodo hacían sentirse al capitán.
– En el primer momento os creímos… -dijo, y aguardó como si esperase que Alatriste completara sus palabras. Pero éste se limitó a encoger los hombros. En ese momento el herido hizo gesto de incorporarse, y el llamado Steenie se volvió hacia él para ayudarlo. Ambos tenían ahora sus espadas en las vainas y, a la luz del farol que seguía ardiendo en el suelo, observaban al capitán con curiosidad.
– No sois un vulgar salteador -concluyó por fin el tal Steenie, que iba recobrando poco a poco el color.
Alatriste le echó un vistazo al más joven, a quien su compañero había llamado varias veces milord. Bigotito rubio, manos finas, apariencia aristocrática a pesar de la ropa de viaje, el polvo y la suciedad del camino. Si aquel individuo no era de muy buena familia, el capitán estaba dispuesto a profesar en la fe del turco. Por su vida que sí.
– ¿Vuestro nombre? -preguntó el del traje gris.
Era extraño que siguieran vivos, porque aquellos herejes eran unos ingenuos. O quizá seguían vivos precisamente por eso. La cuestión es que Alatriste permaneció silencioso e impasible; no era hombre dado a confidencias, y menos ante dos fulanos a los que había estado a punto de despachar. Así que no podía imaginar en nombre de qué pensaba ese pisaverde que iba a abrirle su corazón por las buenas. De todos modos, a pesar del interés que sentía por averiguar qué carajo era todo aquello, el capitán empezó a pensar si no sería mejor poner tierra de por medio. Entrar en el terreno de las preguntas y las explicaciones no era algo que conviniera lo más mínimo. Además, podía aparecer alguien: la ronda de corchetes o algún inoportuno que complicase las cosas. Incluso, puestos en lo peor, al italiano podía ocurrírsele regresar silbando su tirurí-ta-ta y con refuerzos para rematar la faena. El pensamiento le hizo echar un vistazo a la calle oscura a su espalda, preocupado. Había que irse de allí, y rápido.
– ¿Quién os envía? -insistió el inglés.
Sin contestar, Alatriste fue en busca de su capa y se la puso terciada sobre un hombro, dejando libre la mano de manejar la espada, por si acaso. Los caballos seguían cerca, arrastrando las riendas por el suelo.
– Monten y váyanse -dijo por fin.
El llamado Steenie no se movió, limitándose a consultar con su compañero, que no había pronunciado una palabra en castellano y apenas parecía comprender el idioma. A veces cambiaban unas frases en su lengua, en voz baja, y el herido terminaba asintiendo con la cabeza. Por fin, el joven del traje gris se dirigió a Alatriste.
– Vuestra merced iba a matarme y no lo hizo -dijo-. También salvó la vida de mi amigo… ¿Por qué?
– Los años. Me vuelven blando.
Negó el inglés con la cabeza.
– Ésto no es casual -miró a su compañero y luego al capitán, con renovada atención-. Alguien los envió contra nosotros, ¿verdad?
El capitán empezaba a amostazarse con tanta pregunta, y más cuando vio que su interlocutor iniciaba un gesto hacia la bolsa que le pendía del cinto, dando a entender que cualquier palabra útil podía ser remunerada de modo conveniente. Entonces frunció el ceño, se retorció el bigote y apoyó la mano en el pomo de la espada.
– Míreme bien la cara vuestra merced -dijo-… ¿Tengo aspecto de ir contándole mi vida a la gente?
El inglés lo miró fijo, de hito en hito, y apartó despacio la mano de la bolsa.
– No -concedió-. Realmente no lo tiene.
Alatriste movió la cabeza, aprobador.
– Celebro que se dé cuenta de eso. Ahora cojan sus caballos y lárguense. Mi compañero podría volver.
– ¿Y vos?
– Yo soy cosa mía.
Volvieron a cambiar unas palabras los ingleses. El del traje gris parecía reflexionar cruzados los brazos, apoyada la barbilla en los dedos pulgar e índice. Un gesto desusado, lleno de afectación, más propio de los palacios elegantes de Londres que de una calleja sombría del viejo Madrid, que en él, sin embargo, parecía habitual; como si estuviese acostumbrado a adoptar con frecuencia cuidadas poses ante la gente. Tan blanco y rubio tenía todo el aire de un lindo o un cortesano; pero lo cierto era que se había batido con destreza y valor, igual que su compañero. Cuyos modales, observó el capitán, estaban cortados por el mismo patrón. Un par de mozos de buena crianza, concluyó. Con mujeres, religión o política de por medio. Quizá las tres cosas a la vez.
– Esto no debe saberse -dijo por fin el inglés; y Diego Alatriste se echó a reír quedo, entre dientes.
– No soy el más interesado en que se sepa.
Su interlocutor pareció sorprendido por aquella risa, o tal vez le costó comprender el sentido de las palabras; pero al cabo de un instante sonrió también. Una sonrisa leve, cortés. Un poco desdeñosa.
– Hay muchas cosas en juego -apuntó.
En eso Alatriste estaba por completo de acuerdo.
– Mi cabeza -murmuró-. Por ejemplo.
Si el inglés había captado la ironía, no pareció prestarle atención. De nuevo reflexionaba.
– Mi amigo necesita descansar un poco. Y el hombre que lo hirió puede estar aguardándonos más adelante… -de nuevo dedicó un momento a estudiar a quien tenía ante si, intentando calibrar cuánto de conspiración y cuánto de sinceridad había en su actitud. Al cabo encogió los hombros, dando a entender que ni él ni su compañero disponían de muchas opciones para elegir-… ¿ Conoce vuestra merced nuestro destino final?
Alatriste sostuvo impávido su mirada.
– Puede ser.
¿Conoce la casa de las Siete Chimeneas?
– Quizás.
– ¿Nos guiaría hasta allí?
– No.
– ¿Iría a llevar un mensaje nuestro?
– Ni lo soñéis.
Aquel fulano debía de haberlo tomado por imbécil. Era justo lo que faltaba: ir a meterse en la boca del lobo, poniendo sobre aviso al embajador inglés y a sus criados. La curiosidad mató al gato, se dijo mientras echaba un vistazo inquieto alrededor. Se repitió que ya iba siendo ocasión de cuidar el pellejo que, sin duda, más de uno estaría dispuesto a agujerearle a aquellas horas. Era tiempo de ocuparse de sí mismo; de modo que hizo ademán de terminar la conversación. Pero el inglés aún lo retuvo un instante.
– ¿Conoce vuestra merced algún lugar cercano donde podamos encontrar ayuda?… ¿O descansar un poco?
Iba a negar Diego Alatriste por última vez, antes de desaparecer entre las sombras, cuando una idea cruzó su pensamiento con el fulgor de un relámpago. Él mismo no tenía donde guarecerse, pues el italiano y más gente provista por los enmascarados y el padre Bocanegra podía ir a buscarlo a su casa de la calle del Arcabuz, donde a esas horas yo dormía como un bendito. Pero a mí nadie iba a hacerme daño; y a él, sin embargo, le rebanarían el gaznate antes de que tuviera tiempo de echar mano a la blanca. Había una oportunidad de conseguir resguardo aquella noche y ayuda para lo que estuviera por venir; y al mismo, tiempo socorrer a los ingleses, averiguando más sobre ellos y sobre quienes con tanto afán procuraban su despacho para el otro mundo. Esa carta en la manga, de la que Diego Alatriste procuraba no usar en exceso jamás, se llamaba Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Y su casa palacio estaba a cien pasos de allí.
– Te has metido en un buen lío.
Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, era apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja. Por la época de la aventura de los dos ingleses debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, y se hallaba en la flor de la vida. Hijo del viejo conde de Guadalmedina -Don Fernando Gonzaga de la Marca, héroe de las campañas de Flandes en tiempos del gran Felipe II y de su sucesor Felipe III-, Álvaro de la Marca había heredado de su progenitor una grandeza de España, y podía estar cubierto en presencia del joven monarca, el Cuarto Felipe, que le dispensaba su amistad; y a quien, se decía, acompañaba en nocturnos lances amorosos con actrices y damas de baja estofa, a las que uno y otro eran aficionados. Soltero, mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había comprado al Rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por asunto de faldas, o de celos. En aquella España corrupta donde todo estaba en venta, desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la Corte; una influencia que además se veía prestigiada por un breve pero brillante historial militar de juventud, desde que con veintipocos años había formado parte del estado mayor del duque de Osuna, peleando contra los venecianos y contra el turco a bordo de las galeras españolas de Nápoles. De aquellos tiempos, precisamente, databa su conocimiento de Diego Alatriste.
– Un lío endiablado -repitió Guadalmedina.
El capitán se encogió de hombros. Estaba destocado y sin capa, de pie en una pequeña salita decorada con tapices flamencos, y junto a él, sobre una mesa forrada de terciopelo verde, tenía un vaso de aguardiente que no había probado. Guadalmedina, vestido con exquisito batín de noche y zapatillas de raso, fruncido el ceño con preocupación, se paseaba de un lado a otro ante la chimenea encendida, reflexionando sobre lo que Alatriste acababa de contarle: la historia verdadera de lo ocurrido, paso a paso excepto un par de omisiones, desde el episodio de los enmascarados hasta el desenlace de la emboscada en el callejón. El conde era una de las pocas personas en que podía fiar a ciegas; y como había decidido mientras conducía hasta su casa a los dos ingleses, tampoco tenía mucho donde elegir.
– ¿Sabes a quiénes has intentado matar hoy?
– No. No lo sé -Alatriste escogía con sumo cuidado sus palabras-. En principio, a un tal Thomas Smith y a su compañero. Al menos eso me dicen. O me dijeron.
– ¿Quién te lo dijo?
– Es lo que quisiera saber yo.
Álvaro de la Marca se había detenido ante él y lo miraba, entre admirado y reprobador. El capitán se limitó a mover la cabeza en un breve gesto afirmativo, y oyó al aristócrata murmurar «cielo santo» antes de recorrer de nuevo el cuarto arriba y abajo. En ese momento los ingleses estaban siendo atendidos en el mejor salón de la casa por los criados del conde, movilizados a toda prisa. Mientras Alatriste esperaba, había estado oyendo el trajín de puertas abriéndose y cerrándose, voces de criados en la puerta y relinchos en las caballerizas, desde las que llegaba, a través de las ventanas emplomadas, el resplandor de antorchas. La casa toda parecía en pie de guerra. El mismo conde había escrito urgentes billetes desde su despacho antes de reunirse con Alatriste. A pesar de su sangre fría y su habitual buen humor, pocas veces el capitán lo había visto tan alterado.
– Así que Thomas Smith -murmuró el conde.
– Eso dijeron.
– Thomas Smith tal cual, a secas.
– Eso es.
Guadalmedina se había detenido otra vez ante él.
– Thomas Smith mis narices -remachó por fin, impaciente-. El del traje gris se llama Jorge Villiers. ¿Te suena?… -con gesto brusco cogió de la mesa el vaso que Alatriste mantenía intacto y se lo bebió de un solo trago-. Más conocido en Europa por su título inglés: marqués de Buckingham.
Otro hombre con menos temple que Diego Alatriste y Tenorio, antiguo soldado de los tercios de Flandes, habría buscado con urgencia una silla donde sentarse. O para ser más exactos, donde dejarse caer. Pero se mantuvo erguido, sosteniendo la mirada de Guadalmedina como si nada de aquello fuera con él. Sin embargo, mucho más tarde, ante una jarra de vino y conmigo como único testigo, el capitán reconocería que en aquel momento hubo de colgar los pulgares del cinto para evitar que las manos le temblaran. Y que la cabeza se puso a darle vueltas como si estuviese en el ingenio giratorio de una feria. El marqués de Buckingham, eso lo sabía cualquiera en España, era el joven favorito del Rey Jacobo I de Inglaterra: flor y nata de la nobleza inglesa, famoso caballero y elegante cortesano, adorado por las damas, llamado a muy altos destinos en el regimiento de los asuntos de Estado de Su Majestad británica. De hecho lo hicieron duque semanas más tarde, durante su estancia en Madrid.
– Resumiendo -concluyó, ácido, Guadalmedina-. Que has estado a punto de despachar al valido del Rey de Inglaterra, que viaja de incógnito. Y en cuanto al otro…
– ¿John Smith?
Esta vez había una nota de resignado humor en el tono de Diego Alatriste. Guadalmedina inició el gesto de llevarse las manos a la cabeza, y el capitán observó que la sola mención de micer John Smith, fuera quien fuese, hacía palidecer al aristócrata. Al cabo de un instante, Álvaro de la Marca se pasó la uña de un pulgar por la barbita que llevaba recortada en perilla y volvió a mirar al capitán de arriba abajo, admirado.
– Eres increíble, Alatriste -dio dos pasos por el cuarto, se detuvo de nuevo y volvió a mirarlo del mismo modo-. Increíble.
Hablar de amistad sería excesivo para definir la relación entre Guadalmedina y el antiguo soldado; pero sí podríamos hablar de mutua consideración, en los límites de cada cual. Álvaro de la Marca estimaba sinceramente al capitán; la historia arrancaba de cuando, en su juventud, Diego Alatriste había servido en Flandes destacándose bajo las banderas del viejo conde de Guadalmedina, que ya entonces tuvo oportunidad de mostrarle afición y aprecio. Más tarde, los azares de la guerra pusieron al joven conde cerca de Alatriste, en Nápoles, y se contaba que, aunque simple soldado, éste rindió al hijo de su antiguo general algunos servicios importantes cuando la desastrosa jornada de las Querquenes. Álvaro de la Marca no había olvidado aquello, y con el tiempo, heredada fortuna y títulos, trocadas las armas por la vida cortesana, no echó en vacío al capitán. De vez en cuando alquilaba sus servicios como espadachín para solventar asuntos de dinero, escoltarlo en aventuras galantes y peligrosas, o ajustar cuentas con maridos cornudos, rivales en amores y acreedores molestos, como en el caso del marquesito de Soto, a quien, recordemos, Alatriste había administrado en la fuente del Acero, por prescripción del propio Guadalmedina, una dosis letal de lo mismo. Pero lejos de abusar de aquella situación, cual sin duda habría hecho buena parte de los valentones licenciados que andaban por la Corte tras un beneficio o unos doblones, Diego Alatriste mantenía las distancias, sin acudir al conde salvo en ocasiones como aquélla, de absoluta y desesperada necesidad. Algo que, por otra parte, nunca hubiera hecho de no tener por cierta la calidad de los hombres a quienes había atacado. Y la gravedad de cuanto estaba a punto de caerle encima.
– ¿Estás seguro de que no reconociste a ninguno de los enmascarados que te encargaron el negocio?
– Ya lo he dicho a vuestra merced. Parecía gente de respeto, más no pude identificar a ninguno.
Guadalmedina se acarició de nuevo la perilla.
– ¿Sólo estaban ellos dos contigo aquella noche?
– Ellos dos, que yo recuerde.
– Y uno dijo de no matarlos, y el otro que sí.
– Más o menos.
El conde miró detenidamente a Alatriste.
– Algo me ocultas, pardiez.
El capitán volvió a encoger los hombros, sosteniendo la mirada de su protector.
– Quizás -repuso con calma.
Álvaro de la Marca sonrió torcidamente, manteniendo sobre él sus ojos escrutadores. Se conocían de sobra como para saber que Alatriste no iba a decir nada más de lo que había dicho, aun en el caso de que el conde amenazara con desentenderse del asunto y echarlo a la calle.
– Está bien -concluyó-. Al fin y al cabo, es tu cuello el que está en juego.
El capitán asintió con gesto fatalista. Una de las pocas imprecisiones en el relato hecho al conde consistía en callar la actuación de fray Emilio Bocanegra. No porque deseara proteger la persona del inquisidor -que más bien debía ser temido que protegido-, sino porque, a pesar de la ilimitada confianza que tenía en Guadalmedina, él no era ningún delator. Una cosa era hablar de dos enmascarados, y otra muy distinta denunciar a quien le había encomendado un trabajo; por más que uno de éstos fuese el fraile dominico, y toda aquella historia, y su desenlace, pudiera costarle al propio Alatriste acabar en las poco simpáticas manos del verdugo. El capitán pagaba la benevolencia del aristócrata poniendo en sus manos la suerte de aquellos ingleses y también la suya propia. Pero aunque viejo soldado y acero a sueldo, él también tenía sus retorcidos códigos. No estaba dispuesto a violentarlos aunque le fuese la vida en ello, y eso Guadalmedina lo sabía de sobra. Otras veces, cuando era el nombre de Álvaro de la Marca el que andaba en juego, el capitán se había negado a revelarlo a terceros, siempre con idéntico aplomo. En la reducida porción de mundo que, pese a sus vidas tan dispares, ambos compartían, aquéllas eran las reglas. Y Guadalmedina no estaba dispuesto a infringirlas, ni siquiera con aquel inesperado marqués de Buckingham y su acompañante sentados en el salón de la casa. Era evidente, por su expresión, que Álvaro de la Marca meditaba a toda prisa sobre el mejor partido que podía sacar al secreto de Estado que el azar y Diego Alatriste habían ido a poner en sus manos.
Un criado se detuvo respetuosamente en el umbral. El conde fue hasta él, y Diego Alatriste los oyó cambiar algunas palabras en voz baja. Cuando se retiró el fámulo, Guadalmedina vino al capitán, pensativo.
– Había previsto avisar al embajador inglés, pero esos caballeros dicen que no resulta conveniente que el encuentro tenga lugar en mi casa… Así que, como ya están repuestos, voy a hacer que varios hombres de mi confianza, y yo mismo con ellos, los escolten hasta la casa de las Siete Chimeneas, para evitar más encuentros desagradables.
– ¿Puedo hacer algo para ayudar a vuestra merced?
El conde lo miró con irónico fastidio.
– Ya has hecho bastante por hoy, me temo. Lo mejor es que te quites de en medio.
Alatriste asintió, y con un íntimo suspiro hizo el gesto resignado, lento, de despedirse. Era obvio que no podía volver a su casa, ni a la de ningún conocido habitual; y si Guadalmedina no le ofrecía alojamiento, se exponía a vagar por las calles a merced de sus enemigos o de los corchetes de Martín Saldaña, que tal vez estaban alertados sobre el suceso. El conde sabía todo eso. Y sabía también que Diego Alatriste nunca le pediría ayuda claramente; era demasiado orgulloso para hacerlo. Y si Guadalmedína no daba por recibido el mensaje tácito, el capitán no tendría más remedio que afrontar de nuevo la calle sin otro recurso que su espada. Pero ya sonreía el conde, distraído en sus reflexiones.
– Puedes quedarte aquí esta noche -dijo-. Y mañana veremos qué nos depara la vida… He ordenado que te dispongan una habitación.
Alatriste se relajó imperceptiblemente. Por la puerta entreabierta vio cómo al aristócrata le preparaban la ropa. Observó que los criados traían también un coleto de ante y varias pistolas cargadas. Álvaro de la Marca no parecía dispuesto a que sus invitados de fortuna corrieran más riesgos.
– Dentro de unas horas se extenderá la noticia de la llegada de estos señores, y todo Madrid estará patas arriba -suspiró el conde-. Ellos me piden bajo palabra de gentilhombre que se silencie la noticia de la escaramuza contigo y con tu acompañante, y que tampoco se sepa que los ayudaste a buscar refugio aquí… Todo esto es muy delicado, Alatriste. Y va en ello bastante más que tu cuello. Oficialmente el viaje ha de terminar, sin incidentes, ante la residencia del embajador inglés. Y es lo que vamos a procurar ahora mismo.
Había iniciado el movimiento hacia el cuarto donde le aderezaban las ropas, cuando de pronto pareció recordar algo.
– Por cierto -añadió, parándose-, desean verte antes de irse. No sé cómo diantre resolviste al final la cuestión, pero después que les conté quién eres y cómo se fraguó todo, no parecen guardarte demasiado rencor. ¡Esos ingleses y su condenada flema británica!… Voto a Dios que si me hubieras dado a mí el susto que les diste a ellos, yo estaría pidiendo a gritos tu cabeza. No habría tardado un minuto en hacerte asesinar.
La entrevista fue breve, y tuvo lugar en el enorme vestíbulo, bajo un cuadro del Tiziano que mostraba a Dánae a punto de ser fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro. Álvaro de la Marca, ya vestido y equipado como para asaltar una galera turca, con culatas de pistolas sobresaliéndole del cinto junto a la espada y la daga, condujo al capitán al lugar donde los ingleses se disponían a salir envueltos en sus capas, rodeados de criados del conde que también iban armados hasta los dientes. Afuera aguardaban más criados con antorchas y alabardas, y sólo faltaba un tambor para que aquello pareciese una ronda nocturna de soldados en vísperas de escaramuza.
– He aquí al hombre -dijo Guadalmedina, irónico, mostrándoles al capitán.
Los ingleses se habían aseado y repuesto del viaje. Sus ropas estaban cepilladas y razonablemente limpias, y el más joven llevaba un amplio pañuelo alrededor del cuello, sosteniéndole el brazo, del que tenía cercana la herida. El otro inglés, el del traje gris, identificado como Buckingham por Álvaro de la Marca, había recuperado una arrogancia que Alatriste no recordaba haberle visto durante la refriega del callejón. Por aquel tiempo, Jorge Villiers, marqués de Buckingham, era ya gran almirante de Inglaterra y gozaba de considerable influencia cerca del Rey Jacobo I. Apuesto, ambicioso, inteligente, romántico y aventurero, estaba a punto de recibir el título ducal con que lo conocerían la Historia y la leyenda. Ahora, todavía joven y en plena ascensión hasta la más alta privanza de la corte de Saint James, el favorito del Rey de Inglaterra miraba con displicente atención a su agresor, y Alatriste soportó impávido el escrutinio. Marqués, arzobispo o villano, aquel tipo elegante de rasgos agraciados no le daba frío ni calor, ya fuera valido del Rey Jacobo o primo hermano del Papa. Eran fray Emilio Bocanegra y los dos enmascarados los que iban a quitarle el sueño aquella noche, y mucho se temía que también algunas más.
– Casi nos mata hoy, en la calle -dijo muy sereno el inglés en su español con fuerte acento extranjero, dirigiéndose más a Guadalmedina que a Alatriste.
– Siento lo ocurrido -respondió el capitán, tranquilo, con una inclinación de cabeza-. Pero no todos somos dueños de nuestras estocadas.
El inglés aún lo miró con fijeza unos instantes. Asomaba un aire despectivo a sus ojos azules, esfumada de ellos la sorprendida espontaneidad de los primeros momentos tras la lucha en el callejón. Había tenido tiempo para recapacitar, y el recuerdo de haberse visto a merced de un espadachín desconocido lastimaba su amor propio. De ahí aquella recién estrenada arrogancia, que Alatriste no había visto por ninguna parte cuando a la luz del farol cruzaban las espadas.
– Creo que estamos en paz -dijo por fin. Y volviendo con brusquedad la espalda, empezó a ponerse los guantes.
A su lado, el inglés más joven, el supuesto John Smith, permanecía en silencio. Tenía la frente despejada, blanca y noble, y sus rasgos eran finos, con manos delicadas y pose elegante. Aquello, a pesar de las ropas de viaje, delataba a la legua a un jovencito de buenísima familia. El capitán vislumbró una leve sonrisa bajo el todavía suave bigote rubio. Iba a hacer una nueva inclinación de cabeza y retirarse, cuando el joven pronunció unas palabras en su lengua que hicieron volver la cabeza al otro inglés. Por el rabillo del ojo, Alatriste vio sonreír a Guadalmedina, que además del francés y el latín hablaba la parla de los herejes.
– Mi amigo dice que os debe la vida -Jorge Villiers parecía incómodo, como si por su parte ya hubiera dado por concluida la conversación, y ahora tradujera a su pesar las palabras del más joven-. Que la última estocada que le tiró el hombre de negro era mortal.
– Es posible -Alatriste también se permitió una breve sonrisa-. Todos tuvimos suerte esta noche, me parece.
El inglés terminó de ponerse los guantes mientras escuchaba con atención las palabras que le dirigía su compañero.
– También pregunta mi amigo qué fue lo que hizo a vuestra merced cambiar de bando, y de idea.
– No he cambiado de bando -dijo Alatriste-. Yo siempre estoy en el mío. Yo cazo solo.
El más joven lo miró un rato, reflexivo, mientras le traducían aquella respuesta. De pronto parecía maduro y con más autoridad que su acompañante. El capitán observó que hasta Guadalmedina le mostraba más deferencia que al otro, a pesar de ser Buckingham quien era. Entonces el joven habló de nuevo, y su compañero protestó en su lengua, como si no estuviese de acuerdo en traducir aquellas últimas palabras. Pero el más joven insistió, con un tono de autoridad que Alatriste no le había oído antes.
– Dice el caballero -tradujo Buckingham de mala gana, en su imperfecto español- que no importa quién seáis y cuál sea vuestro oficio, pero que vuestra merced obró con nobleza al no permitir que lo asesinaran como un perro, a traición… Dice que a pesar de todo se considera en deuda con vos y desea que lo sepáis… Dice -y en este punto el traductor dudó un momento y cambió una mirada de preocupación con Guadalmedina antes de proseguir- que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del Rey Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el marqués de Buckingham… Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego Alatriste pudo asesinarlo, y no quiso.