Quizá porque la verdadera patria de un hombre es su niñez, a pesar del tiempo transcurrido recuerdo siempre con nostalgia la taberna del Turco. Ni ese lugar, ni el capitán Alatriste, ni aquellos azarosos años de mi mocedad existen ya; pero en tiempos de nuestro Cuarto Felipe la taberna era una de las cuatrocientas donde podían apagar su sed los 70.000 vecinos de Madrid -salíamos a una taberna por cada 175 individuos- sin contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente.
La del Turco era en realidad un bodegón de los llamados de comer, beber y arder, situado en la esquina de las calles de Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la Plaza Mayor. Las dos habitaciones donde vivíamos Diego Alatriste y yo se encontraban sobre ella; y en cierto modo aquel tugurio hacia las veces de cuarto de estar de nuestra casa. Al capitán le gustaba bajar y sentarse allí a matar el tiempo cuando no tenía nada mejor que hacer, que eran las más de las veces. A pesar del olor a fritanga y el humo de la cocina, la suciedad del suelo y las mesas, y los ratones que correteaban perseguidos por el gato o a la caza de migas de pan, el lugar resultaba confortable. También era entretenido, porque solían frecuentarlo viajeros de la posta, golillas, escribanos, ministriles, floristas y tenderos de las cercanas plazas de la Providencia y la Cebada, y también antiguos soldados atraídos por la proximidad de las calles principales de la ciudad y el mentidero de San Felipe el Real. Sin desdeñar la belleza -algo ajada pero aún espléndida- y la antigua fama de la tabernera, el vino de Valdemoro, el moscatel, o el oloroso de San Martín de Valdeiglesias; amén de la circunstancia oportunísima de que el local tuviese una puerta trasera que daba a una corrala y a otra calle; procedimiento muy útil para esquivar la visita de alguaciles, corchetes, acreedores, poetas, amigos pidiendo dinero y otras gentes maleantes e inoportunas. En cuanto a Diego Alatriste, la mesa que Caridad la Lebrijana le reservaba cerca de la puerta era cómoda y soleada, y a veces le acompañaba el vino, desde la cocina, con un pastelillo de carne o unos chicharrones. De su juventud, de la que nunca hablaba ni poco ni mucho, el capitán conservaba cierta afición a la lectura; y no era infrecuente verlo sentado en su mesa, solo, la espada y el sombrero colgados en un clavo de la pared, leyendo la impresión de la última obra estrenada por Lope -que era su autor favorito- en los corrales del Príncipe o de la Cruz, o alguna de las gacetas y hojas sueltas con versos satíricos y anónimos que corrían por la Corte en aquel tiempo a la vez magnífico, decadente, funesto y genial, poniendo como sotana de dómine al valido, a la monarquía y al lucero del alba; en muchos de los cuales, por cierto, Alatriste reconocía el corrosivo ingenio y la proverbial mala uva de su amigo, el irreductible gruñón y popular poeta Don Francisco de Quevedo:
Aquí yace Misser de la Florida
y dicen que le hizo buen provecho
a Satanás su vida.
Ningún coño le vio jamás arrecho.
De Herodes fue enemigo y de sus gentes,
no porque degolló los inocentes,
más porque, siendo niños y tan bellos,
los mandó degollar y no jodellos.
Y otras lindezas por el estilo. Imagino que mi pobre madre viuda, allá en su pueblecito vasco, no habría estado muy tranquila de imaginar a qué extrañas compañías me vinculaba el oficio de paje del capitán. Pero, en lo que al jovencísimo Íñigo Balboa se refiere, a mis trece años todo aquello suponía un espectáculo fascinante, y una muy singular escuela de vida. Ya referí hace un par de capítulos que tanto Don Francisco como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez, el boticario Fadrique y los otros amigos del capitán solían frecuentar la taberna, enzarzándose en largas discusiones sobre política, teatro, poesía o mujeres, sin olvidar un puntual seguimiento de las muchas guerras en las que había andado o andaba envuelta aquella pobre España nuestra, todavía poderosa y temida en el exterior, pero tocada de muerte en el alma. Guerras cuyos campos de batalla era diestro en reproducir sobre la mesa, usando trozos de pan, cubiertos y jarras de vino, el extremeño Juan Vicuña; que por ser antiguo sargento de caballos, mutilado en Nieuport, se las daba de consumado estratega. A lo de las guerras le había vuelto sobrada actualidad, pues cuando el asunto de los enmascarados y los ingleses iban ya para dos o tres, creo recordar, los años de la reanudación de hostilidades en los Países Bajos, expirada la tregua de doce que el difunto y pacífico Rey Don Felipe Tercero, padre de nuestro joven monarca, había firmado con los holandeses. Esa larga tregua, o sus efectos, era precisamente causa de que tantos soldados veteranos anduviesen todavía sin trabajo por las Españas y el resto del mundo, incrementando las filas de desocupados fanfarrones, jaques y valentones dispuestos a alquilar su brazo para cualquier felonía barata; y que entre ellos se contara Diego Alatriste. Sin embargo, el capitán pertenecía a la variedad silenciosa, y nunca lo vio nadie alardear de campañas o heridas, a diferencia de tantos otros; además, cuando volvió a redoblar el tambor de su viejo Tercio, Alatriste, como mi padre y tantos otros hombres valientes, se había apresurado a alistarse de nuevo con su antiguo general, Don Ambrosio Spínola, y a intervenir en lo que hoy conocemos como principio de la Guerra de los Treinta Años. En ella habría servido ininterrumpidamente de no mediar la gravísima herida que recibió en Fleurus. De cualquier modo, aunque la guerra contra Holanda y en el resto de Europa era tema de conversación en aquellos días, muy pocas veces oí al capitán referirse a su vida de soldado. Eso me hizo admirarlo todavía más, acostumbrado a cruzarme con varios cientos que, entre escupir por el colmillo y fantasear sobre Flandes, pasaban el día hablando alto y galleando sobre supuestas hazañas, mientras hacían sonar por la Puerta del Sol o la calle Montera la punta de su espada, o se pavoneaban en las gradas de San Felipe con el cinto coruscado de cañones de hojalata llenos de menciones honoríficas por sus campañas y valor acreditado, todas ellas más falsas que un doblón de plomo.
Había llovido un poco muy de mañana y quedaban huellas de barro por el suelo de la taberna, con ese olor a humedad y serrín que en los lugares públicos dejan los días de agua. El cielo se despejaba, y un rayo de sol, tímido primero y seguro de sí un poco más tarde, encuadraba la mesa donde Diego Alatriste, el Licenciado Calzas, el Dómine Pérez y Juan Vicuña componían tertulia después del yantar. Yo estaba sentado en un taburete cerca de la puerta, haciendo prácticas de caligrafía con una pluma de ave, un tintero y una resma de papel que el Licenciado me había traído a sugerencia del capitán:
– Así podrá instruirse y estudiar leyes para sangrar de su último maravedí a los pleiteantes; como hacen vuestras mercedes los abogados, escribanos y otras gentes de mal vivir.
Calzas se había echado a reír. Gozaba de excelente carácter, una especie de cínico buen humor a prueba de cualquier cosa, y su amistad con Diego Alatriste era antigua y confianzuda.
– A fe mía que gran verdad es ésa -había sentenciado, risueño, guiñándome un ojo-. La pluma, Íñigo, es más rentable que la espada.
– Longa manus calami -apostilló por su cuenta el Dómine.
Principio en que todos los contertulios estuvieron de acuerdo, por unanimidad o por disimular la ignorancia del latín. Al día siguiente el Licenciado me trajo recado de escribir, que sin duda había distraído con habilidad de los juzgados donde se ganaba la vida con no poca holgura merced a las corruptelas propias de su oficio. Alatriste no dijo nada, ni me aconsejó el uso a dar a la pluma, el papel y la tinta. Pero leí la aprobación en sus ojos tranquilos cuando vio que me sentaba junto a la puerta a practicar caligrafía. Lo hice copiando unos versos de Lope que había oído recitar varias veces al capitán, entre los de aquellas noches en que la herida de Fleurus lo atormentaba más de la cuenta:
Aún no ha venido el villano
que me prometió venir
a ser honrado en morir
de mi hidalga y noble mano…
El hecho de que el capitán riese de vez en cuando entre dientes al recitar aquello, tal vez para disimular los pesares de su vieja herida, no bastaba para empañar el hecho de que a mí se me antojaran unos lindos versos. Como aquellos otros, que también me aplicaba a escribir esa mañana, por habérselos oído igualmente en sus noches en blanco a Diego Alatriste:
Cuerpo a cuerpo he de matalle
donde Sevilla lo vea,
en la plaza o en la calle;
que al que mata y no pelea
nadie puede disculpalle;
y gana más el que muere
a traición, que el que le mata.
Terminaba justo de escribir la última línea cuando el capitán, que se había levantado a beber un poco de agua de la tinaja, cogió el papel para echarle un vistazo. De pie a mi lado leyó los versos en silencio y luego me miró largamente: una de esas miradas que yo le conocía bien, serenas y prolongadas, tan elocuentes como podían serlo todas aquellas palabras que yo me acostumbré a leer en sus labios aunque nunca las pronunciara. Recuerdo que el sol, todavía un quiero y no puedo entre los tejados de la calle de Toledo, deslizó un rayo oblicuo que iluminó el resto de las hojas en mi regazo y los ojos glaucos, casi transparentes, del capitán, fijos en mí; terminando de secar la tinta aún fresca de los versos que Diego Alatriste tenía en la mano. No sonrió, ni hizo gesto alguno. Me devolvió la hoja sin decir palabra y volvió a la mesa; pero todavía lo vi dirigirme desde allí una última y larga mirada antes de enfrascarse de nuevo en la conversación con sus amigos.
Llegaron, con poco tiempo de diferencia, el Tuerto Fadrique y Don Francisco de Quevedo. Fadrique venía de su botica de Puerta Cerrada; había estado preparando específicos para sus clientes, y traía el gaznate abrasado de vapores, mejunjes y polvos medicinales. Así que nada más llegar se calzó un cuartillo de vino de Valdemoro y empezó a detallarle al Dómine Pérez las propiedades laxantes de la corteza de nuez negra del Indostán. En ésas estábamos cuando apareció Don Francisco de Quevedo, sacudiéndose el lodo de los charcos que traía en los zapatos.
El barro, que me sirve, me aconseja…
Venía diciendo, malhumorado. Se detuvo a mi lado ajustándose los anteojos, echó un vistazo a los versos que copiaba y enarcó las cejas, complacido, al comprobar que no eran de Alarcón, ni de Góngora. Luego fue, con aquel paso cojitranco característico de sus pies torcidos -los tenía así desde niño, lo que no le impedía ser hombre ágil y diestro espadachín-, a sentarse a la mesa con el resto de sus contertulios. Allí echó mano a la jarra más próxima.
– Dame, no seas avaro, el divino licor de Baco claro- le dijo a Juan Vicuña.
Era éste, como dije, un antiguo sargento de caballos, muy fuerte y corpulento, que había perdido la mano derecha en Nieuport y vivía de su beneficio, consistente en una licencia para explotar un garito o pequeña casa de juego. Vicuña le pasó una jarra de Valdemoro, y Don Francisco, aunque prefería el blanco de Valdeiglesias, lo apuró de un trago, sin respirar.
– ¿Cómo va lo del memorial? -se interesó Vicuña.
Se secaba el poeta la boca con el dorso de la mano. Algunas gotas de vino le habían caído sobre la cruz de Santiago que llevaba bordada en el pecho de la ropilla negra.
– Creo -dijo- que Felipe el Grande se limpia el culo con él.
– No deja de ser un honor -apuntó el Licenciado Calzas.
Don Francisco metió mano a otra jarra.
– En todo caso -hizo una pausa mientras bebía- el honor es para su real culo. El papel era bueno, de a medio ducado la resma. Y con mi mejor letra.
Venía bastante atravesado, pues no eran buenos tiempos para él, ni para su prosa, ni para su poesía, ni para sus finanzas. Hacía sólo unas semanas que el Cuarto Felipe había tenido a bien levantar la orden, de prisión primero y luego de destierro, que pesaba sobre él desde la caída en desgracia, dos o tres años atrás, de su amigo y protector el duque de Osuna. Rehabilitado por fin, Don Francisco había podido regresar a Madrid; pero estaba ayuno de recursos monetarios, y el memorial que había dirigido al Rey solicitando la antigua pensión de cuatrocientos escudos que se le debía por sus servicios en Italia -había llegado a ser espía en Venecia, fugitivo y con dos compañeros ejecutados- sólo gozaba de la callada por respuesta. Aquello lo enfurecía más, aguzaba su malhumor y su ingenio, que iban parejos, y contribuía a buscarle nuevos problemas.
– Patientia lenietur Princeps -lo consoló el Dómine Pérez-. La paciencia aplaca al soberano.
– Pues a mi me aplaca una higa, reverendo padre.
Miraba alrededor el jesuita con aire preocupado. Cada vez que uno de sus contertulios se metía en problemas, al Dómine Pérez le tocaba avalarlo ante la autoridad, como hombre de iglesia que era. Incluso absolvía de vez en cuando a sus amigos sub conditione, sin que éstos se lo pidieran. A traición, decía el capitán. Menos sinuoso que el común de los miembros de su Orden, el Dómine se creía a menudo en la honrada obligación de moderar trifulcas. Era hombre vivido, buen teólogo, comprensivo con las flaquezas humanas, benévolo y apacible en extremo. Eso le hacía tener manga ancha con sus semejantes, y su iglesia se veía concurrida por mujeres que acudían a reconciliar pecados, atraídas por su fama de poco riguroso en el tribunal de la penitencia. En cuanto a los asiduos de la taberna del Turco, nunca hablaban ante él de lances turbios ni de hembras; era ésa la regla en que basaba su compañía, comprensión y amistad. Los lances y amoríos, decía, los trato en el confesionario. Respecto a sus superiores eclesiásticos, cuando le reprochaban sentarse en la taberna con poetas y espadachines, solía responder que los santos se salvan solos, mientras que a los pecadores hay que ir a buscarlos donde se encuentran. Añadiré en su honor que apenas probaba el vino y nunca le oí decir mal de nadie. Lo que en la España de entonces y en la de ahora, incluso para un clérigo, resultaba insólito.
– Seamos prudentes, señor Quevedo -añadió aquella vez, afectuoso, tras el correspondiente latín-. No está vuestra merced en posición para murmurar ciertas cosas en voz alta.
Don Francisco miró al sacerdote, ajustándose los anteojos.
– ¿Murmurar yo?… Erráis, Dómine. Yo no murmuro, sino que afirmo en voz alta.
Y puesto en pie, volviéndose hacia el resto de los parroquianos, recitó, con su voz educada, sonora y clara:
No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, o ya la frente,
silencio avises, o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Aplaudieron Juan Vicuña y el Licenciado Calzas, y el Tuerto Fadrique asintió gravemente con la cabeza. El capitán Alatriste miraba a Don Francisco con una sonrisa larga y melancólica, que éste le devolvió, y el Dómine Pérez abandonó la cuestión por imposible, concentrándose en su moscatel muy rebajado con agua. Volvía a la carga el poeta, emprendiéndola ahora con un soneto al que daba vueltas de vez en cuando:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados…
Pasó Caridad la Lebrijana llevándose las jarras vacías y pidió moderación antes de alejarse con un movimiento de caderas que atrajo todos los ojos menos los del Dómine, concentrado en su moscatel, y los de Don Francisco, perdidos en combate con silenciosos fantasmas:
Entré en mi casa, vi que amancillada
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Entraban en la taberna unos desconocidos, y Diego Alatriste puso una mano sobre el brazo del poeta, tranquilizándolo. «¡El recuerdo de la muerte!», repitió Don Francisco a modo de conclusión, ensimismado, sentándose mientras aceptaba la nueva jarra que el capitán le ofrecía. En realidad, el señor de Quevedo iba y venía por la Corte siempre entre dos órdenes de prisión o dos destierros. Quizá por eso, aunque alguna vez compró casas cuyas rentas a menudo le estafaban los administradores, nunca quiso tener morada fija propia en Madrid, y solía alojarse en posadas públicas. Breves treguas hacían las adversidades, y cortos eran los períodos de bonanza con aquel hombre singular, coco de sus enemigos y gozo de sus amigos, que lo mismo era solicitado por nobles e ingenios de las letras, que se encontraba, en ocasiones, sin un ardite o maravedí en el bolsillo. Mudanzas son éstas de la fortuna, que tanto gusta de mudar, y casi nunca muda para nada bueno.
– No queda sino batirnos -añadió el poeta al cabo de unos instantes.
Había hablado pensativo, para sí mismo, ya con un ojo nadando en vino y el otro ahogado. Aún con la mano en su brazo, inclinado sobre la mesa, Alatriste sonrió con afectuosa tristeza.
– ¿Batirnos contra quién, Don Francisco?
Tenía el gesto ausente, cual si de antemano no esperase respuesta. El otro alzó un dedo en el aire. Sus anteojos le habían resbalado de la nariz y colgaban al extremo del cordón, dos dedos encima de la jarra.
– Contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia -dijo lentamente, y al hacerlo parecía mirar su reflejo en la superficie del vino-. Que es como decir contra España, y contra todo.
Escuchaba yo aquellas razones desde mi asiento en la puerta, maravillado e inquieto, intuyendo que tras las palabras malhumoradas de Don Francisco había motivos oscuros que no alcanzaba a comprender, pero que iban más allá de una simple rabieta de su agrio carácter. No entendía aún, por mis pocos años, que es posible hablar con extrema dureza de lo que se ama, precisamente porque se ama, y con la autoridad moral que nos confiere ese mismo amor. A Don Francisco de Quevedo, eso pude entenderlo más tarde, le dolía mucho España. Una España todavía temible en el exterior, pero que a pesar de la pompa y el artificio, de nuestro joven y simpático Rey, de nuestro orgullo nacional y nuestros heroicos hechos de armas, se había echado a dormir confiada en el oro y la plata que traían los galeones de Indias. Pero ese oro y esa plata se perdían en manos de la aristocracia, el funcionariado y el clero, perezosos, maleados e improductivos, y se derrochaban en vanas empresas como mantener la costosa guerra reanudada en Flandes, donde poner una pica, o sea, un nuevo piquero o soldado, costaba un ojo de la cara. Hasta los holandeses, a quienes combatíamos, nos vendían sus productos manufacturados y tenían arreglos comerciales en el mismísimo Cádiz para hacerse con los metales preciosos que nuestros barcos, tras esquivar a sus piratas, traían desde Poniente. Aragoneses y catalanes se escudaban en sus fueros, Portugal seguía sujeto con alfileres, el comercio estaba en manos de extranjeros, las finanzas eran de los banqueros genoveses, y nadie trabajaba salvo los pobres campesinos, esquilmados por los recaudadores de la aristocracia y del Rey. Y en mitad de aquella corrupción y aquella locura, a contrapelo del curso de la Historia, como un hermoso animal terrible en apariencia, capaz de asestar fieros zarpazos pero roído el corazón por un tumor maligno, esa desgraciada España estaba agusanada por dentro, condenada a una decadencia inexorable cuya visión no escapaba a la clarividencia de aquel hombre excepcional que era Don Francisco de Quevedo. Pero yo, en aquel entonces, sólo era capaz de advertir la osadía de sus palabras; y echaba ojeadas inquietas a la Calle, esperando ver aparecer de un momento a otro a los corchetes del corregidor con una nueva orden de prisión para castigar su orgullosa imprudencia.
Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte negar que esperaba su paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos a la misma hora dos o tres veces por semana. Era negra, forrada con cuero y terciopelo rojo, y el cochero no iba en el pescante arreando el tiro de dos mulas, sino que cabalgaba una de ellas, como era habitual en ese tipo de carruajes. El coche tenía un aspecto sólido pero discreto, habitual en propietarios que gozaban de buena posición pero no tenían derecho, o deseos, de mostrarse en exceso. Algo propio de comerciantes ricos, o de altos funcionarios que sin pertenecer a la nobleza desempeñaban puestos poderosos en la Corte.
A mí, sin embargo, no me importaba el continente, sino el contenido. Aquella mano todavía infantil, blanca como papel de seda, que asomaba discretamente apoyada en el marco de la ventanilla. Aquel reflejo dorado de cabello largo y rubio peinado en tirabuzones. Y los ojos. A pesar del tiempo transcurrido desde que los vi por primera vez, y de las muchas aventuras y sinsabores que aquellos iris azules iban a introducir en mi vida durante los años siguientes, todavía hoy sigo siendo incapaz de expresar por escrito el efecto de esa mirada luminosa y purísima, tan engañosamente limpia, de un color idéntico a los cielos de Madrid que, más tarde, supo pintar como nadie el pintor favorito del Rey nuestro señor, Don Diego Velázquez.
Por esa época, Angélica de Alquézar debía de tener once o doce años, y ya era un prometedor anuncio de la espléndida belleza en que se convertiría más tarde, y de la que dio buena cuenta el propio Velázquez en el cuadro famoso para el que ella posaría tiempo después, hacia 1635. Pero más de una década antes, en aquellas mañanas de marzo que precedieron a la aventura de los ingleses, yo ignoraba la identidad de la jovencita, casi niña, que cada dos o tres días recorría en carroza la calle de Toledo, en dirección a la Plaza Mayor y el Palacio Real, donde -supe más tarde- asistía a la reina y las princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis de Alquézar, a la sazón uno de los más influyentes secretarios del Rey. Para mí, la jovencita rubia de la carroza era sólo una visión celestial, maravillosa, tan lejos de mi pobre condición mortal como podían estarlo el sol o la más bella estrella de esa esquina de la calle de Toledo, donde las ruedas del carruaje y las patas de las mulas salpicaban de barro, altaneras, a quienes se cruzaban en su camino.
Aquella mañana algo alteró la rutina. En vez de pasar como siempre ante la taberna para seguir calle arriba, permitiéndome la acostumbrada y fugaz visión de su rubia pasajera, el carruaje se detuvo antes de llegar a mi altura, a una veintena de pasos de la taberna del Turco. Un trozo de duela se había adherido con el lodo a una de las ruedas, girando con ella hasta bloquear el eje; y el cochero no tuvo más remedio que detener las mulas y echar pie a tierra, o al barro para ser exactos, a fin de eliminar el obstáculo. Ocurrió que un grupo de mozalbetes habituales de la calle se acercó a hacer burla del cochero, y éste, malhumorado, echó mano al látigo para ahuyentarlos. Nunca lo hiciera. Los pilluelos de Madrid, en aquella época, eran zumbones y reñidores como moscas borriqueras -que a ser en Madrid nacido supiera reñir mejor, decía una vieja jácara-, y además no todos los días se brindaba como diversión una carroza para ejercitar la puntería. Así que, armados con pellas de barro, empezaron a hacer gala de un tino en el manejo de sus proyectiles que ya hubieran querido para sí los más hábiles arcabuceros de nuestros tercios.
Me levanté, alarmado. La suerte del cochero me importaba un bledo, pero aquel carruaje transportaba algo que, a tales alturas de mi joven vida, era la más preciosa carga que podía imaginar. Además, yo era hijo de Lope Balboa, muerto gloriosamente en las guerras del Rey nuestro señor. Así que no tenía elección. Resuelto a batirme en el acto por quien, aún desde lejos y con el máximo respeto, consideraba mi dama, cerré contra los pequeños malandrines, y en dos puñadas y cuatro puntapiés disolví la fuerza enemiga, que se esfumó en rápida retirada dejándome dueño del campo. El impulso de la carga -con mi secreto anhelo, todo hay que decirlo-, me había llevado junto al carruaje. El cochero no era hombre agradecido; así que tras mirarme con hosquedad, reanudó su trabajo. Estaba a punto de retirarme cuando los ojos azules aparecieron en la ventanilla. La visión me clavó en el suelo, y sentí que el rubor subía a mi cara con la fuerza de un pistoletazo. La niña, la jovencita, me miraba con una fijeza que habría hecho dejar de correr el agua en el caño de la fuente cercana. Rubia. Pálida. Bellísima. Para qué les voy a contar. Ni siquiera sonreía, limitándose a mirarme con curiosidad. Era evidente que mi gesto no había pasado inadvertido. En cuanto a mí, aquella mirada, aquella aparición, compensaba con creces todo el episodio. Hice un gesto con la mano, dirigiéndolo a un sombrero imaginario, y me incliné.
– Íñigo Balboa, a vuestro servicio -balbucí, aunque logrando dar a mis palabras cierta firmeza que juzgué galante-. Paje en casa del capitán Don Diego Alatriste.
Impasible, la jovencita sostuvo mi mirada. El cochero había montado y arreaba el tiro, de modo que el carruaje volvió a ponerse en marcha. Di un paso atrás para esquivar las salpicaduras de las ruedas, y en ese momento ella apoyó una mano diminuta, perfecta, blanca de nácar, en el marco de la ventanilla, y yo me sentí como si acabara de darme a besar esa mano. Entonces su boca, perfectamente dibujada en suaves labios pálidos, se curvó un poco, ligeramente; apenas un mínimo gesto que podía interpretarse como una sonrisa distante, muy enigmática y misteriosa. Oí restallar el látigo del cochero, y el carruaje arrancó para llevarse con él esa sonrisa que todavía hoy ignoro si fue real o imaginada. Y yo me quedé en mitad de la calle, enamorado hasta el último rincón de mi corazón, viendo alejarse a aquella niña semejante aun ángel rubio e ignorando, pobre de mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga.