Aquello parecía un tribunal, y a Diego Alatriste no le cupo la menor duda de que lo era. Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí, con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.
No había más sillas, así que el capitán Alatriste permaneció de pie mientras era interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en Alatriste. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor, preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él. Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía ser. O lo que parecía.
Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado Diego Alatriste. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán, contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón. De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie, sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de cabeza. El coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en Alatriste aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado. En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.
– ¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de los herejes?
Tenía gracia, pensó Diego Alatriste, calificar como bando de Dios al formado por él mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su careta.
– No lo sé -dijo el capitán-. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió cuartel para él, sino para su compañero.
El inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.
– Dios del Cielo -murmuró el fraile.
Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán, leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego Alatriste y Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar. Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.
– Pues vuestro compañero de aquella noche -el hombre de la careta hablaba sin dejar de escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario- no pareció tener tanto escrúpulo como vos.
– Doy fe -admitió el capitán-. Incluso parecía disfrutar.
El enmascarado dejó un momento la pluma en alto para dirigirle una breve mirada irónica.
– Cuán malvado. ¿Y vos?
– Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio.
– Ya veo -el otro mojó la pluma en el tintero, retornando a su tarea-. Ahora va a resultar que sois hombre dado a la caridad cristiana…
– Yerra vuestra merced -respondió sereno el capitán-. Soy conocido por hombre más inclinado a estocadas que a buenos sentimientos.
– Así os recomendaron, por desgracia.
– Y así es, en verdad. Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición, he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar.
El dominico, que durante el anterior diálogo se había mantenido quieto como una esfinge, dio un respingo, inclinándose después sobre la mesa como si pretendiera fulminar a Alatriste allí mismo, en el acto.
– ¿Evitar?… Los soldados sois chusma -declaró, con infinita repugnancia-… Gentuza de armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis hablando?… Una vida se os da un ardite.
El capitán recibió la andanada en silencio, y sólo al final hizo un encogimiento de hombros.
– Sin duda tenéis razón -dijo-. Pero hay cosas difíciles de explicar. Yo iba a matar a aquel inglés. Y lo hubiera hecho, de haberse defendido o pedido clemencia para él… Pero cuando solicitó gracia lo hizo para el otro.
El enmascarado de la cabeza redonda dejó otra vez inmóvil la pluma.
– ¿Acaso os revelaron entonces su identidad?
– No, aunque pudieron hacerlo y tal vez salvarse. Lo que ocurre es que fui soldado durante casi treinta años. He matado y hecho cosas por las que condenaré mi alma… Pero sé apreciar el gesto de un hombre valiente. Y herejes o no, aquellos jóvenes lo eran.
– ¿Tanta importancia dais al valor?
– A veces es lo único que queda -respondió con sencillez el capitán-. Sobre todo en tiempos como éstos, cuando hasta las banderas y el nombre de Dios sirven para hacer negocio.
Si después de aquello esperaba comentarios, no los hubo. El enmascarado se limitó a seguir mirándolo con fijeza.
– Ahora, naturalmente, ya sabéis quiénes son esos dos ingleses.
Alatriste guardó silencio, y por fin dejó escapar un corto suspiro.
– ¿Me creeríais si lo negara?… Desde ayer lo sabe todo Madrid -miró al dominico y luego al enmascarado de modo significativo-. Y me alegro de no haber echado eso en mi conciencia.
Hizo un gesto hosco el del antifaz, cual si pretendiera sacudirse aquello que Diego Alatriste no había querido echarse encima.
– Nos aburrís con vuestra inoportuna conciencia, capitán.
Era la primera vez que así lo llamaba. Había ironía en el tratamiento, y Alatriste frunció el ceño. No le gustaba aquello.
– Me da igual que os aburra o no -repuso-. A mi no me gusta asesinar a príncipes sin saber que lo son -se retorcía el mostacho, malhumorado-… Ni que me engañen y manipulen a mis espaldas.
– ¿Y no sentís curiosidad -intervino fray Emilio Bocanegra, que escuchaba con atención- por saber qué ha decidido a algunos hombres justos a procurar esas muertes?… ¿A impedir que los malvados sorprendan la buena fe del Rey nuestro señor, llevándose a una infanta de España como rehén a tierra de herejes?…
Alatriste negó despacio con la cabeza.
– No soy curioso. Fíjense vuestras mercedes en que ni siquiera intento averiguar quién es este caballero tapado con su máscara… -los miró con una seriedad burlona y insolente-. Ni tampoco ese que, antes de irse la otra noche, exigió que a los señores John y Thomas Smith sólo se les diera un escarmiento, quitándoseles cartas y documentos, pero con resguardo de sus vidas.
El dominico y el enmascarado quedaron callados unos instantes. Parecían reflexionar. Fue el enmascarado quien habló por fin, mirándose las uñas manchadas de tinta.
– ¿Acaso sospecháis la identidad de ese otro caballero?
– Yo no sospecho nada, pardiez. Me he visto envuelto en algo excesivo para mí, y lo lamento. Ahora sólo aspiro a salir con el cuello intacto.
– Demasiado tarde -dijo el fraile, en tono tan bajo que le recordó al capitán el siseo de una serpiente.
– Volviendo a nuestros dos ingleses -apuntó por su parte el enmascarado-. Recordaréis que, tras la marcha del otro caballero, recibisteis de Su Paternidad fray Emilio y de mí instrucciones bien distintas…
– Lo recuerdo. Pero también recuerdo que vos mismo parecíais mostrarle una especial deferencia a aquel otro caballero; y que no discutisteis sus órdenes sino cuando se fue, y apareció tras el tapiz Su… -Alatriste miró de soslayo al inquisidor, que permanecía impasible como si nada fuera con él- Su Paternidad. También eso pudo influir en mi decisión de respetar la vida a los ingleses.
– Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.
– Cierto -el capitán echó mano al cinto-. Y helo aquí.
Las monedas de oro rodaron sobre la mesa y quedaron brillando a la luz del candelabro. Fray Emilio Bocanegra ni siquiera las miró, como si estuvieran malditas. Pero el enmascarado alargó la mano y las fue contando una a una, colocándolas en dos pequeños montones junto al tintero.
– Faltan cuatro doblones -dijo.
– Si. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil.
El dominico rompió su inmovilidad con ademán de cólera.
– Sois un traidor y un irresponsable -dijo, vibrándole el odio en la voz-. Con vuestros inoportunos escrúpulos habéis favorecido a los enemigos de Dios y de España. Todo eso lo purgaréis, os lo prometo, con las peores penas del infierno; pero antes lo pagaréis bien caro aquí, en la tierra, con vuestra carne mortal -el término mortal parecía serlo aún más en sus labios fríos y apretados-… Habéis visto demasiado, habéis oído demasiado, habéis errado demasiado. Vuestra existencia, capitán Alatriste, ya no vale nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie.
Desinteresado de aquella amenaza espantosa, el enmascarado echaba polvos para secar la tinta del papel. Después dobló y guardó lo escrito, y al hacerlo Alatriste volvió a entrever el extremo de una cruz roja de Calatrava bajo su ropón negro. Observó que también se guardaba las monedas de oro, aparentemente sin recordar que parte de ellas habían salido de la bolsa del dominico.
– Podéis iros -le dijo a Alatriste, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia.
El capitán lo miró, sorprendido.
– ¿Libre?
– Es una forma de hablar -terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una excomunión-. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.
– No embarazan mucho tales pesos -Alatriste seguía mirando al uno y al otro, suspicaz-… ¿Es cierto que puedo marcharme así, por las buenas?
– Eso hemos dicho. La ira de Dios sabrá dónde encontraros.
– La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí.
El enmascarado y el dominico se habían puesto en pie.
– Nosotros hemos terminado -dijo el primero.
Alatriste escrutaba la faz de sus interlocutores. El candelabro les imprimía, desde abajo, inquietantes sombras.
– No me lo creo -concluyó-. Después de haberme traído aquí.
– Eso -zanjó el enmascarado- ya no es asunto nuestro.
Salieron llevándose el candelabro, y Diego Alatriste tuvo tiempo de ver la mirada terrible que el dominico le dirigió desde el umbral antes de meter las manos en las mangas del hábito y desaparecer como una sombra con su acompañante. De modo instintivo, el capitán llevó la mano a la empuñadura de la espada que no llevaba al cinto.
– ¿Dónde está la trampa, voto a Dios?
Preguntó inútilmente, midiendo a largos pasos la habitación vacía. No hubo respuesta. Entonces vino a su memoria la cuchilla de matarife que llevaba en la caña de una bota. Se inclinó para sacarla de allí y la empuñó con firmeza, aguardando la acometida de los verdugos que, sin duda, iban a caer acto seguido sobre él. Pero no vino nadie. Todos se habían ido y estaba inexplicablemente solo, en la habitación iluminada por el rectángulo de claridad de luna que entraba por la ventana.
No sé cuánto tiempo aguardé afuera, fundido con la oscuridad e inmóvil tras el guardacantón de la esquina. Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para quitarme un poco el frío -había ido tras el coche de Martín Saldaña y sus corchetes con sólo mi jubón y unas calzas-, y de ese modo estuve mucho rato, apretando los dientes para que no castañetearan. Al cabo, viendo que ni el capitán ni nadie salían de la casa, empecé a preocuparme. No podía creer que Saldaña hubiera asesinado a mi amo, pero en aquella ciudad y en aquel tiempo todo era posible. La idea me inquietó en serio. Cuando me fijaba bien, por una de las ventanas parecía asomar un resquicio de luz, como si alguien estuviese dentro con una lámpara; pero desde mí posición resultaba imposible comprobarlo. Así que decidí acercarme con cuidado, a echar un vistazo.
Iba a hacer la descubierta cuando, por una de esas inspiraciones a las que a veces debemos la vida, advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. Así que, sobrecogido, reprimí mi impaciencia y permanecí en vilo, sin quitar ojo. Al cabo de un rato movióse de nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí-ta-ta. Y oírla me heló la sangre en las venas.
Eran al menos dos, decidí al cabo de un rato de escudriñar las tinieblas que llenaban el Portillo de las Ánimas. Uno, escondido en el zaguán más cercano, era la sombra que había visto moverse al principio. El otro, que había silbado, se encontraba más lejos, cubriendo el ángulo de la plaza que daba a la tapia del matadero. El lugar tenía tres salidas, así que durante un rato me apliqué a vigilar la tercera; y por fin, cuando una nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina.
El negocio estaba claro y aparentaba mal cariz; más yo no tenía medio de recorrer los treinta pasos que distaba la casa sin que me vieran. Cavilando en ello, deshice cauto el fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia, podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance. Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. Así que, como tantas veces lo había visto hacer al capitán, comprobé a tientas que la piedra de chispa estaba en su sitio y eché hacia atrás, procurando ahogar su chasquido con la capa, la llave para montar el perrillo que la disparaba. Después me la puse entre el jubón y la camisa, monté la segunda y estuve con ella en la mano, teniendo la espada en la otra. La capa, desembarazada por fin, la puse sobre mis hombros. De ese modo volví a quedarme quieto, aguardando.
No fue mucho tiempo más. Una luz brilló en el enorme zaguán de la casa, apagándose luego, y un carruaje pequeño asomó por una de las salidas de la plazuela. Junto a él se destacó una silueta negra que se aproximó al zaguán, y durante un brevísimo instante conferenció allí con otras dos sombras que acababan de aparecer. Después la silueta negra regresó a su esquina, las sombras subieron al carruaje, y éste pasó con sus mulas negras y la presencia fúnebre de un cochero en el pescante, casi rozándome, antes de alejarse en la oscuridad.
No tuve holgura para reflexionar sobre el misterioso carruaje. Aún sonaba el eco de los cascos de las mulas, cuando en el lugar donde estaba apostada la silueta negra sonó un nuevo silbido, otra vez aquel tirurí-ta-ta, y de la sombra más cercana llegóme el sonido inconfundible de una espada saliendo despacio de su vaina. Rogué desesperadamente a Dios que apartase otra vez las nubes que cubrían la luna, y me permitiera ver mejor. Pero una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla; nuestro Sumo Hacedor debía de andar ocupándose en otros menesteres, pues las nubes siguieron en su sitio. Empecé a perder la cabeza, y todo me daba vueltas. De modo que dejé caer la capa y me puse en pie, intentando alcanzar mejor lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces la silueta del capitán Alatriste apareció en el zaguán.
A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. La sombra que estaba más cerca de mí se destacó de su resguardo, moviéndose hacia Diego Alatriste casi al mismo tiempo que yo. Contuve el aliento mientras daba hacia ella, inadvertida de mi presencia, uno, dos, tres pasos. En ese momento Dios quiso parar mientes en mí, y apartó la nube; y pude distinguir bien, a la escasa luz de la luna turca, la espalda de un hombre fornido que avanzaba con el acero desnudo en la mano. Y por el rabillo del ojo vi a otros dos que se destacaban desde las esquinas de la plaza. Y mientras, con la espada del capitán en la zurda, alzaba la diestra armada con la pistola, vi también que Diego Alatriste se había detenido en mitad de la plazuela y en su mano brillaba el pequeño destello metálico de su inútil cuchilla de matarife. Entonces di dos pasos más, y ya tenía prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro cuando apreté el gatillo y salió el pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las Ánimas.
El resto fue aún más rápido. Grité, o creí hacerlo, en parte para alertar al capitán, en parte por el terrible dolor del retroceso del arma, que casi me descoyunta el brazo. Pero el capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada por encima del hombre que estaba ante mí -o por encima del lugar donde había estado el hombre que antes se hallaba ante mí-, ya saltaba hacia ella, apartándose para evitar que lo lastimara, y empuñóla apenas tocó el suelo. Entonces la luna volvió a ocultarse tras una nube, yo dejé caer la pistola descargada, saqué del jubón la otra y, vuelto hacia las dos sombras que cerraban sobre el capitán, apunté, sosteniendo el arma con ambas manos. Pero me temblaban tanto que el segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío, mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán Alatriste que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.
Diego Alatriste los había visto acercarse un momento antes del primer pistoletazo. Cierto es que apenas salió a la calle aguardaba algo como aquello, y conocía lo vano del intento de vender cara su piel con la ridícula cuchilla. El fogonazo del arma lo desconcertó tanto como a los otros, y en un primer momento creyó ser objeto de éste. Luego oyó mi grito, y todavía sin comprender cómo diablos andaba yo a tan menguada hora en aquel paraje, vio venir su espada por el aire como caída del cielo. En un abrir y cerrar de ojos se había hecho con ella, justo a tiempo de enfrentarse a los aceros que lo requerían con saña. Fue el resplandor del segundo disparo el que le permitió hacerse idea de la situación, una vez la bala pasó zurreando orejas entre sus atacantes y él; y pudo así afirmarse contra ellos, conociendo que uno lo acosaba desde la zurda y otro por el frente, en un ángulo aproximado de noventa grados, de modo que el que tenía ante sí obraba para fijarlo en esa postura, mientras el segundo aprovechaba para intentar largarle una cuchillada mortal hacia el costado izquierdo o el vientre. Se había visto en situación parecida otras veces, y no era fácil batirse contra uno, cubriéndose del otro con sólo la mano izquierda armada de la corta cuchilla. Su destreza consistió en girar cada vez bruscamente a diestra y siniestra para ofrecerles menos espacio, aunque el cuidado lo obligaba a hacerlo más a la izquierda que a la derecha. Seguían ellos cerrándole a cada movimiento, de modo que a la docena de fintas y estocadas ya habían descrito un círculo completo a su alrededor. Dos cuchilladas de través resbalaron sobre el coleto de piel de búfalo. El cling clang de las toledanas resonaba a lo largo y ancho de la plazuela, y no dudo que, de ser lugar más habitado, entre ellas y mis pistoletazos habrían llenado las ventanas de gente. Entonces, la suerte, que como fortuna de armas socorre a quien se mantiene lúcido y firme, vino en auxilio de Diego Alatriste; pues quiso Dios que una de sus estocadas entrase por los gavilanes de la guarda hasta los dedos o la muñeca de un adversario, quien al sentirse herido se retiró dos pasos con un por vida de. Para cuando se rehizo, Alatriste ya había lanzado tres mandobles como tres relámpagos sobre el otro contrario, a quien la violencia del asalto hizo perder pie y retroceder a su vez. Aquello bastó al capitán para afirmarse de nuevo con serenidad, y cuando el tocado en la mano acudió de nuevo, el capitán soltó la cuchilla de la zurda, se protegió la cara con la palma abierta, y lanzándose a fondo le metió una buena cuarta de acero en el pecho. El impulso del otro hizo el resto, y él mismo se pasó de parte a parte mientras soltaba el arma con un ¡Jesús! y ésta sonaba, metálica, en el suelo a espaldas del capitán.
El segundo espadachín, que ya acudía, se detuvo en seco. Alatriste tiró hacia atrás para sacar la espada clavada en el primero, que cayó como un fardo, y se encaró con su último enemigo, intentando recobrar el aliento. Las nubes se habían apartado lo suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.
– Ya estamos parejos -dijo el capitán, entrecortado el resuello.
– Que me place -repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y no vista como el ataque de un áspid. El capitán, que bien había estudiado al italiano cuando los dos ingleses, y la esperaba, hurtó el cuerpo, opuso la mano izquierda para eludirla, y el acero enemigo se deslizó en el vacío; aunque, al retroceder, sintió una cuchillada de daga en el dorso de la mano. Confiando en que el italiano no le hubiera cortado ningún tendón, cruzó el brazo derecho con el puño alto y la espada hacia abajo, apartando con un seco tintineo la espada que volvía a la carga en una segunda estocada, tan asombrosa y hábil como la primera. Retrocedió un paso el italiano y de nuevo quedaron quietos uno frente a otro, respirando ruidosamente. La fatiga empezaba a hacer mella en ambos. El capitán movió los dedos de la mano herida, comprobando aliviado que respondían: los tendones estaban intactos. Sentía la sangre gotear lenta y cálida, dedos abajo.
– ¿Hay arreglo posible? -preguntó.
El otro estuvo un poco en silencio. Después movió la cabeza.
– No -dijo-. Fuisteis demasiado imprudente la otra noche.
Su voz opaca sonaba cansada, y el capitán imaginó que estaba tan harto de todo aquello como él mismo.
– ¿Y ahora?
– Ahora es vuestra cabeza o la mía.
Sobrevino un nuevo silencio. El otro se movió un poco y Alatriste lo hizo también, sin relajar la guardia. Giraron muy despacio el uno ante el otro, midiéndose. Bajo el coleto de búfalo, el capitán notaba la camisa empapada en sudor.
– ¿Puedo conocer vuestro nombre?
– No viene al caso.
– Lo ocultáis, pues, como un bellaco.
Sonó la risa áspera del italiano.
– Tal vez. Pero soy un bellaco vivo. Y vos estáis muerto, capitán Alatriste.
– No será esta noche.
El adversario pareció considerar la situación. Le dirigió un vistazo al cuerpo inerte del otro espadachín. Después miró hacia donde yo estaba, aún en el suelo, cerca del tercer esbirro que se removía débilmente en tierra. Debía de estar muy malherido por el pistoletazo, pues lo oíamos gemir en voz baja, pidiendo confesión.
– No -concluyó el italiano-. Creo que tenéis razón. Esta noche no me acomoda.
Dicho esto amagó el gesto de irse, y en el mismo movimiento hizo saltar en su mano izquierda la daga del puño a la hoja, lanzándola con rápida precisión contra el capitán, que la esquivó de milagro.
– Hideputa -masculló Alatriste.
– Voto a Dios -respondió el otro-. No esperaríais que os pidiera licencia.
Después de aquello estuvieron quietos otra vez durante un corto rato, observándose atentos. Al cabo el italiano hizo un pequeño movimiento, Alatriste respondió con otro, y todavía alzaron prudentes las espadas, rozándolas con un leve cling metálico, antes de abatirlas de nuevo.
– Por Belcebú -suspiró al fin roncamente el italiano- que no hay dos sin tres.
Y empezó a caminar hacia atrás sin perderle la cara al capitán, alejándose muy despacio, interpuesto el acero. Sólo al final, casi en la esquina, se decidió a volver la espalda.
– Por cierto -dijo cuando estaba a punto de desaparecer entre las sombras-. Mi nombre es Gualterio Malatesta, ¿lo oís?… Y soy de Palermo… ¡Quiero que lo recordéis bien cuando os mate!
El hombre malherido por el pistoletazo seguía pidiendo confesión. Tenía un gran destrozo en el hombro, y el hueso de la clavícula rota asomaba por la herida, astillado. Iba a tardar poco antes que el Diablo quedara bien servido. Diego Alatriste le echó un vistazo rápido, indiferente, registró su faltriquera como había hecho antes con el muerto, y luego vino hasta mí, arrodillándose a mi lado. No dio las gracias, ni dijo nada de todo lo que se supone debería decir alguien cuando un muchacho de trece años le ha salvado la vida. Sólo preguntó si estaba bien; y cuando respondí que sí, colocóse la espada bajo un brazo y, pasando el otro bajo mis hombros, me ayudó a incorporar. Al hacerlo, el mostacho rozó un instante mi cara, y vi que sus ojos, más claros que nunca a la luz de la luna, me observaban con extraña fijeza, cual si me conociesen por primera vez.
Gimió de nuevo el moribundo, tornando a pedir confesión. Volvióse un instante el capitán, y lo vi reflexionar.
– Llégate a San Andrés -dijo al cabo- y busca a un cura para ese desgraciado.
Lo miré indeciso, pareciéndome adivinar en su rostro una mueca malhumorada y amarga.
– Se llama Ordóñez -añadió-. Lo conozco de Flandes.
Después cogió del suelo las pistolas y echó a andar. Antes de cumplir su orden, fui hasta el guardacantón en busca de la capa, y luego corrí tras él y se la di. La terció sobre el hombro mientras alzaba una mano para tocarme levemente una mejilla, con un roce de afecto desusado en él. Y me seguía mirando como antes, cuando había preguntado si estaba bien. Y yo, entre avergonzado y orgulloso, sentí, en la cara, deslizarse una gota de sangre de su mano herida.