Capítulo 8

Las gaviotas volaban bajo, y su graznar angustiado se sobreponía al murmullo continuo de las olas que lamían el vasto arenal en un vaivén constante, cíclico y ritmado, dejando tenues hilos de espuma sobre las márgenes castigadas por el mar. La playa de Carcavelos tenía un aspecto melancólico bajo el cielo gris de invierno, casi desierta, desangelada, fría y ventosa, abandonada a unos cuantos surfistas, a dos o tres parejitas de novios y a un viejo que paseaba a su perro a la orilla del agua; el aire tristón y monocromo contrastaba con la exuberancia colorida que la playa mostraba en verano, entonces llena de vida y energía, ahora tan solitaria y taciturna.

El camarero de la terraza se alejó, dejando un café humeante en la mesita donde el cliente se había sentado hacía diez minutos. Tomás bebió un trago y consultó el reloj; eran las cuatro menos veinte de la tarde, su interlocutor llegaba con retraso; habían quedado a las tres y media. Suspiró, resignado. A fin de cuentas, era él el interesado en el encuentro. Había llamado en la víspera a su colega del Departamento de Filosofía, el profesor Alberto Saraiva, y le había dicho que quería hablar con él cuanto antes; Saraiva vivía en Carcavelos, a dos pasos de Oeiras, y la playa se presentó como un punto de encuentro obvio; obvio y, a pesar del invierno, mucho más agradable que los pequeños despachos de la facultad.

– Mon cher, disculpe mi retraso -dijo una voz desde detrás.

Tomás se levantó y le dio la mano al recién llegado. Saraiva era un hombre de cincuenta años, con pelo canoso y escaso, labios finos y mirada estrábica, a lo Jean-Paul Sartre; tenía cierto aspecto extravagante, medio descuidado, tal vez de genio loco, un negligi' charmant que él, naturalmente, cultivaba; en realidad, su apariencia alucinada se revelaba idónea para su especialidad en filosofía, la tendencia de los deconstructivistas franceses que él tanto estudió durante su doctorado en la Sorbona.

– Hola, profesor -saludó Tomás-. Siéntese, por favor. -Hizo un gesto con la mano, señalando una silla a su lado-. ¿Quiere beber algo?

Saraiva se acomodó, mirando la taza que ya se encontraba en la mesa.

– Tal vez yo también me tomaría un cafecito.

Tomás levantó la mano y le hizo una seña al camarero que se acercaba.

– Otro café, por favor.

El recién llegado respiró hondo, llenando sus pulmones con la brisa marina, y miró a su alrededor, girando la cabeza para abarcar el mar de punta a punta.

– Me encanta venir aquí en invierno -comentó; se expresaba con solemnidad, pronunciando muy bien las sílabas, con un tono afectado, hablando como si estuviese recitando un poema, como si las palabras fuesen esenciales para expresar el espíritu sereno que allí se había difundido-. Esta tranquilidad inefable me inspira, me da energía, me ensancha el horizonte, me llena el alma.

– ¿Suele venir muy seguido aquí?

– Sólo en otoño y en invierno. Cuando no andan por aquí los veraneantes.

Saraiva esbozó un gesto de enfado, como si hubiese acabado de pasar por allí uno de esos lamentables ejemplares de la especie humana. Se estremeció, parecía querer ahuyentar ese pensamiento tan agorero. Debió de considerar que la probabilidad de que ello ocurriese era lejana, ya que enseguida volvieron a relajarse los músculos de su rostro y retomó, en fin, su expresión plácida, un poco blasé, que era su imagen de marca:

– Me encanta esta serenidad, el rotundo contraste entre la blandura de la tierra y la furia del mar, el eterno duelo de las gaviotas mansas y de las olas coléricas, la perenne lucha que opone el tímido sol a las nubes celosas. -Cerró los párpados y volvió a respirar hondo-. Esto, mon cher, me estimula.

El camarero dejó la segunda taza de café en la mesa; el tintineo del cristal interrumpió la divagación de Saraiva, que abrió los ojos y vio el café que tenía enfrente.

– ¿Alguna cosa más? -quiso saber el camarero.

– No, gracias -dijo Tomás.

– Es aquí donde mejor me sumerjo en el pensamiento de Jacques Lacan, de Jacques Derrida, de Jean Baudrillard, de Gilles Delleuze, de Jean-François Lyotard, de Maurice Merleau-Ponty, de Michel Foucault, de Paul…

Tomás fingió toser, había encontrado un pie para intervenir.

– Justamente, profesor -interrumpió vacilante-. Precisamente quería hablarle de Foucault.

El profesor Saraiva lo miró con las cejas muy levantadas, como si Tomás hubiese acabado de decir una blasfemia, invocando en vano el nombre de Dios junto al de Cristo.

– ¿Michel Foucault?

Saraiva pronunció enfáticamente el nombre propio: «Michel», indicándole con sutileza que, cada vez que se refiriese a Foucault, el nombre de pila era imprescindible, noblesse oblige.

– Sí, Michel Foucault -dijo Tomás, diplomático, aceptando tácitamente la corrección-. ¿Sabe? Estoy inmerso, en este momento, en una investigación histórica y me he topado, no me pregunte cómo, con el nombre de Michel Foucault. No sé bien lo que busco, pero existe algo en este filósofo que es relevante para mi investigación. ¿Qué puede decirme sobre él?

El profesor de filosofía hizo un gesto vago con la mano, como si estuviese indicando que había tantas cosas que decir que no sabía por dónde empezar.

– Oh, Michel Foucault. -Admiró el mar revuelto con una mirada nostálgica, observaba el vasto océano, pero veía la lejana Sorbona de su juventud; respiró pesadamente-. Michel Foucault ha sido el mayor filósofo después de Immanuel Kant. ¿Ha leído alguna vez la Crítica de la razón pura?

– Pues… no.

Saraiva suspiró pesadamente, como si estuviera hablando con un ignorante.

– Es el más notable de los textos de filosofía, mon cher -proclamó, manteniendo los ojos fijos en Tomás-. En la Crítica de la razón pura, Immanuel Kant observó que el hombre no tiene acceso a lo real en sí, a la realidad ontològica de las cosas, sino sólo a representaciones de lo real. No conocemos la naturaleza de los objetos en sí mismos, sino el modo en que los percibimos, modo ese que nos es peculiar. Por ejemplo, un hombre percibe el mundo de una manera diferente a la de los murciélagos. Los hombres captan imágenes, los murciélagos repiten ecos. Los hombres ven colores, los perros ven todo en blanco y negro. Los hombres captan imágenes, las serpientes sienten temperaturas. Ninguna forma es más verdadera que otra. Todas son diferentes. Ninguna capta lo real en sí y todas aprehenden diferentes representaciones de lo real. Si retomásemos la célebre alegoría de Platón, lo que Immanuel Kant viene a decir es que todos estamos en una caverna encadenados por los límites de nuestra percepción. De lo real sólo vemos las sombras, nunca lo propiamente real. -Giró el rostro en dirección a Tomás-. ¿Está claro?

Tomás observaba pensativamente la espuma blanca de una ola depositándose en la arena blanca de la playa. Sin quitar los ojos de aquella especie de baba burbujeante, balanceó afirmativamente la cabeza.

– Sí.

Saraiva se miró por un instante las uñas de los dedos y retomó su razonamiento.

– De ahí que los deconstructivistas franceses digan que no hay nada fuera del texto. Si lo real es inalcanzable debido a los límites de nuestra percepción, eso significa que somos nosotros quienes construimos nuestra imagen de lo real. Esa imagen no emana exclusivamente de lo real en sí, sino también de nuestros peculiares mecanismos cognitivos.

– ¿Eso es lo que defiende Foucault?

– Michel Foucault recibió una gran influencia de este descubrimiento, sí -confirmó, volviendo a acentuar el nombre de pila, Michel, en una sutil insistencia en la necesidad de, cuando se menciona un filósofo de su predilección, citar siempre el nombre completo-. Se dio cuenta de que no existe una verdad, sino varias verdades.

Tomás hizo una mueca.

– ¿No le parece un concepto demasiado rebuscado? ¿Cómo se puede decir que no hay una verdad?

– Mon cheri, ésa es la consecuencia lógica del descubrimiento de Immanuel Kant. Pues si no podemos acceder a lo real, porque es inalcanzable por nuestros sentidos, siendo reconstruido a través de nuestros limitados mecanismos cognitivos, entonces no logramos acceder a la verdad. ¿Lo entiende? Lo real es la verdad. Si no logramos llegar a lo real, no logramos llegar a la verdad. -Hizo un gesto con la mano-. Lógico.

– Entonces no hay verdad, ¿no? -dijo y dio un golpe en la silla de haya-. Si digo que esta silla es de madera, ¿no estoy diciendo la verdad? -Señaló el océano-: Si digo que el mar es azul, ¿no estoy diciendo la verdad?

Saraiva sonrió, el diálogo se había deslizado hacia su terreno.

– Ese es un problema que la escuela fenomenológica, en el rescoldo de la Crítica de la razón pura, tuvo que resolver. De ahí que haya habido necesidad de redefinir la palabra «verdad». Edmund Husserl, uno de los padres de la fenomenología, dedicó su atención a ese asunto y comprobó que los juicios no tienen ningún sentido objetivo, sólo una verdad subjetiva, y estableció una separación entre la conexión de las cosas, o noúmenos, y la conexión de las verdades, o fenómenos. Es decir, la verdad no es la cosa objetiva, aunque esté con ella relacionada, sino la representación subjetiva de la cosa en sí. Martin Heidegger retomó esta idea y observó que la verdad es el asemejarse de la cosa al conocimiento, pero también el asemejarse del conocimiento a la cosa, dado que la esencia de la verdad es la verdad de la esencia.

– Ya…, no lo sé -vaciló Tomás-. Me da la impresión de que no hay en eso más que un juego de palabras.

– No, que no -negó Saraiva con energía-. Mire en su propio terreno, la historia. Los textos de historia hablan de la resistencia del lusitano Viriato a las invasiones romanas. Ahora bien, ¿cómo puedo tener la certidumbre de que Viriato realmente existió? Sólo recurriendo a los textos que hablan de él, naturalmente. Pero ¿y si esos textos son fabulaciones? Como usted sabe mejor que yo, un texto histórico no se enfrenta con lo real en sí, sino con relatos de lo real, y esos relatos pueden ser incorrectos, cuando no incluso inventados. Siendo así, en el discurso histórico no hay verdad objetiva, sino subjetiva. Como ha observado Karl Popper, no hay nada que sea definitivamente verdadero, sólo cosas que son definitivamente falsas y otras provisionalmente verdaderas.

– Eso es válido para todo -aceptó Tomás-. Admito que también lo sea en el campo del discurso histórico. Además, basta con leer a Marrou, Ricoeur, Veyne, Collingwood o Gallie para entender que no hay verdades definitivas en el discurso histórico, que la historia es el relato de lo que ocurrió en el pasado en función de lo que dicen los testimonios y los documentos, todos falibles, y del trabajo del historiador, igualmente falible. Pero, si me permite que se lo diga, eso no responde a mi pregunta. -Volvió a señalar el horizonte-. Estoy viendo el mar y compruebo que es azul. ¿Cómo se puede decir que esto es una verdad subjetiva? -Esbozó una mueca con la boca-. Que yo sepa, el azul del mar es una verdad objetiva.

– Casualmente, no lo es -replicó Saraiva, sacudiendo la cabeza-. Si usted estudia el fenómeno de los colores, comprobará que de alguna forma son una ilusión. El mar y el cielo nos parecen azules debido a la manera en que la luz solar incide en la Tierra. Cuando la luz del Sol proviene de un punto cerca del horizonte, el cielo puede volverse rojizo debido a una alteración en la distribución de la gama de colores de los rayos solares. El cielo es el mismo, lo que se ha alterado es la gama de colores del espectro de luz debido a la nueva posición del Sol. Eso demuestra que el mar no es azul, son nuestros ojos los que, debido a sus características cognitivas y en función de la distribución de la luz, lo captan así. En el fondo, ése es el problema de la verdad. Como sé que mis sentidos pueden engañarme, que mi raciocinio puede conducirme a conclusiones falsas, que mi memoria puede jugarme una mala pasada, no tengo acceso a lo real en sí, nunca seré dueño de la verdad objetiva, de la verdad definitiva, final. Usted mira el mar y lo ve azul, un perro mira el mar y, como es daltónico, lo ve gris. Ninguno de los dos tiene acceso a lo real en sí, sólo a una visión de lo real. Ninguno de los dos es dueño de la verdad objetiva, sino apenas de algo menos categórico. -Abrió las palmas de las manos, como si guardase en ellas algo precioso que ahora revelaba-: La verdad subjetiva.

Tomás se frotó los ojos con la mano derecha.

– Comprendo -dijo-. ¿Y ahí entra Foucault?

– «Michel» Foucault surge como consecuencia de estos descubrimientos -asintió Saraiva, volviendo a acentuar el nombre de pila que Tomás había ignorado-. Lo que hizo fue demostrar que las verdades dependían de los presupuestos de la época en que fueron enunciadas. Trabajando casi como un historiador, llegó a la conclusión de que saber y poder se encuentran tan intrínsecamente ligados que se transforman en saber/poder: son casi dos caras de la misma moneda. En el fondo, en torno a este eje fundamental se desarrolló todo su trabajo. -Hizo un gesto dirigido a Tomás-. ¿Alguna vez leyó a Michel Foucault?

– Bien… -vaciló Tomás, temiendo ofender a su interlocutor-. No.

Saraiva meneó la cabeza, con un gesto de reprobación paternal.

– Tiene que leerlo -recomendó.

– Pero hábleme sobre él.

– ¿Qué quiere que le diga, mon cher? Michel Foucault nació en 1926 y era homosexual. Después de descubrir a Martin Heidegger, se centró en Friederich Nietzsche y en su mensaje sobre el papel básico del poder en toda la actividad humana. Eso fue una revelación que lo marcó profundamente. Michel Foucault concluyó que el poder estaba por detrás de todo y se dedicó a la misión de analizar la forma en que el poder se ejerce a través del conocimiento, usando el saber para imponer el control social. La mencionada alianza saber/poder.

– Pero ¿dónde está escrito eso?

– Oh, en varios libros. Mire, en Les mots et les choses, por ejemplo, analizó los presupuestos y prejuicios que organizan el pensamiento en determinada época.

Pronunció el nombre del libro en un francés muy parisién, con un toque chic en el acento.

Tomás tomaba notas.

– Espere un poco -dijo mientras escribía deprisa-. Les mots et les choses, ¿no?

– Sí. Se trata tal vez del texto más kantiano de Michel Foucault, en el que las palabras son la manifestación de lo real y las cosas lo propiamente real. De alguna forma, este libro contribuyó a destruir la noción absoluta de la verdad. Pues si nuestro modo de pensar está siempre determinado por los presupuestos y prejuicios de nuestra época, no es posible, entonces, llegar a la verdad objetiva. La verdad se vuelve relativa, depende del modo en que son vistas las cosas.

– Eso es lo que decía Kant.

– Claro. Por ello muchos han considerado a Michel Foucault un nuevo Immanuel Kant.

– ¿No será, tal vez, un seguidor más? En resumidas cuentas, sólo retomó las ideas de Kant…

– Michel Foucault colocó esas ideas en un nuevo contexto -replicó Saraiva, preocupado por asegurarse de que su filósofo favorito no fuese visto como una especie de plagiario-. Voy a contarle una historia, mon cher. Cuando lo invitaron a dar clases en el Collège de France, le preguntaron cuál era el título de su asignatura. ¿Sabe qué respondió?

Tomás se encogió de hombros.

– No.

– Profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento. -Saraiva soltó una carcajada-. Deben de haberse quedado pasmados. -La risa se transformó en un suspiro de buen humor-. En el fondo, eso es lo que era, ¿no? Un historiador de los sistemas de pensamiento. Además, quedó claro en su obra siguiente, L'archéologie du savoir. Michel Foucault definió allí la verdad como una construcción, un producto del conocimiento de cada época, y extendió esa visión a otros conceptos. Por ejemplo, el concepto de autor de una obra literaria. Para él, un autor no es meramente alguien que escribe un libro, sino una construcción surgida a partir de un conjunto de factores, incluidos el lenguaje, las corrientes literarias del momento y varios otros elementos sociales e históricos. Es decir, el autor no es más que el producto de su material y de sus circunstancias.

Tomás hizo una mueca, no muy convencido.

– Eso es evidente, ¿no le parece? -preguntó-. Todos somos un producto de lo que hacemos y de las circunstancias en que lo hacemos. ¿Cuál es la novedad?

– Una vez más es el contexto, mon cher. Al diseccionar así el concepto, lo está deconstruyendo.

– Ah -exclamó Tomás, como si finalmente hubiese entendido. En realidad, sin embargo, no veía allí nada extraordinario, ni siquiera innovador, pero no quería contradecir a Saraiva ni enfriar su entusiasmo-. ¿Y qué más?

Con un ojo en Tomás y el otro en el horizonte, el profesor de filosofía hizo un largo resumen de la obra de Foucault, describiendo detalladamente el contenido de la Histoire de la folie a L’âge classique, de la Naissance de la clinique, de Surveiller et punir y de los tres volúmenes de la Historie de la sexualité. Fue una exposición entusiasta, que el historiador siguió con una mezcla de atención y cautela. Con atención porque pretendía captar elementos relevantes para el enigma; con cautela porque pensaba que los deconstructivistas tendían a sobrestimar la importancia de Foucault.

– Eso fue todo -concluyó Saraiva al final de su larga exposición-. Dos semanas después de entregar el manuscrito del tercer volumen de la Histoire de la sexualité, Michel Foucault tuvo un colapso y fue ingresado en el hospital. Tenía sida. Murió en el verano de 1984.

Tomás consultó sus notas, hojeándolas hacia delante y hacia atrás.

– Hmm -murmuró pensativo, con sus ojos fijos en las anotaciones-. No encuentro aquí ninguna pista.

– ¿Pista de qué?

– De un acertijo que estoy intentando descifrar.

– ¿Un acertijo sobre Michel Foucault?

Tomás se pasó la mano por la cara, frotándosela distraídamente.

– Sí -dijo.

Alzó los ojos hacia el vasto océano que tenía enfrente; las aguas relucían con un brillo dorado, centelleante, resplandeciendo como si tuviesen una luminosa alfombra de diamantes flotando en la superficie, ondulantes e inquietos, a merced de las olas. Ya estaba muy entrada la tarde y una bola de un amarillo rojizo se ponía a la derecha, más allá del manto de nubes; era el Sol, que se liberaba de la túnica gris que moldeaba el cielo y se sumergía en la distante línea del horizonte, proyectando aquel luminoso centelleo flamante sobre el mar.

– ¿Qué acertijo es ése?

Tomás miró vacilante a Saraiva. ¿Valdría la pena mostrarle el enigma? En rigor, ¿qué tenía que perder? Podía incluso ocurrir que el profesor de filosofía tuviese una idea. Volvió a hojear la libreta de notas y localizó la frase; levantó la libreta y se la mostró a Saraiva.

– ¿Lo ve?

Saraiva se inclinó y miró la línea con el ojo derecho, mientras el izquierdo se perdía en algún punto del mar. Frente a él se repetía la extraña pregunta:


¿CUÁL ECO DE FOUCAULT PENDIENTE A 545 ?


– Pero ¿qué diablos es esto? -se preguntó Saraiva-. ¿Cuál eco de Foucault? -Miró a Tomás-. Pero ¿qué eco es ése?

– No lo sé. Dígamelo usted.

El profesor de filosofía volvió a observar la frase escrita en la libreta de notas.

– Mon cher, no tengo la menor idea. ¿Será alguien que hace eco a Michel Foucault?

– Esa es una idea interesante -acotó Tomás pensativo y miró a Saraiva con un asomo de ansiedad-. ¿Sabe si hay alguien en quien se perciban ecos de Foucault?

– Sólo Immanuel Kant. Aunque, ciertamente, debería decirse que en Michel Foucault hay ecos de Immanuel Kant y no al contrario.

– Pero ¿no ha habido nadie que haya seguido a Foucault?

– Michel Foucault ha tenido muchos seguidores, mon cher.

– ¿Y alguno de esos seguidores pende a 545?

– No sé responderle porque no entiendo qué quiere decir eso. ¿Qué es eso de pender a 545, eh? ¿Y qué significa 545?

Tomás no apartó la vista de su interlocutor.

– ¿Nada de esto le suena familiar?

Saraiva se mordió el labio inferior.

– Nada, mon cher -dijo meneando la cabeza-. Nada de nada.

Tomás cerró la libreta de notas con gran vehemencia y suspiró.

– ¡Qué lata! -exclamó, golpeando frustrado la mesa con la palma de la mano-. Tenía esperanzas de encontrar algo. -Miró a su alrededor y alzó el brazo para llamar al camarero-. Oiga, por favor, la cuenta.

Saraiva tomó nota de la frase enigmática y guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta.

– Voy a consultar los libros con cuidado -prometió-. Puede ser que descubra algo.

– Se lo agradezco.

El camarero se acercó e indicó el importe de la cuenta. Tomás pagó y los dos clientes se levantaron, era hora de marcharse.

– ¿Qué va a hacer ahora? -quiso saber Saraiva.

– Me voy a casa.

– No. Me refiero a su acertijo.

– Ah, sí. Voy a pasar por una librería y a comprar los libros de Foucault, a ver si encuentro una pista. La clave del acertijo debe de estar, probablemente, en algún detalle.

Salieron juntos del restaurante y se despidieron en el aparcamiento.

– Michel Foucault era un personaje curioso -comentó Saraiva antes de alejarse.

– ¿Por?

– Era un gran filósofo y un razonable historiador. Un hombre que proclamó que la verdad objetiva es inalcanzable, que sólo tenemos acceso a la verdad subjetiva, que la verdad es relativa y depende del modo en que vemos las cosas. ¿Sabe lo que dijo una vez sobre todo su trabajo en busca de la verdad?

– ¿Qué?

– Que a lo largo de su vida no hizo otra cosa que escribir ficciones.

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