– ¿Qué? ¿Quieres otra vez tostadas con mantequilla?
– Quero.
– ¿Otra vez?
Tomás suspiró pesadamente. Fastidiado, clavó la mirada en su hija, con actitud de reprobación, como si la estuviese invitando a cambiar de idea. Pero la niña asintió con un movimiento de cabeza, ignorando olímpicamente la irritación de su padre.
– Quero.
Constanza miró con reproche a su marido.
– Oye, Tomás, déjala que coma lo que quiera.
– Pero es que siempre es lo mismo, me tiene harto. Siempre tostadas con mantequilla, tostadas con mantequilla, todos los días -protestó enfatizando la palabra «todos». Puso una mueca de asco-. Ya no aguanto su olor, me da náuseas.
– Pero ella es así, ¿qué quieres?
– Lo sé -farfulló Tomás-. Pero al menos podría intentar cambiar, ¿no? -Después añadió, alzando el índice derecho-: Por lo menos una vez en la vida. Una. No pido más. Sólo una.
Se hizo el silencio.
– Quero totadas con mantequilla -murmuró la hija, imperturbable.
Constanza salió de la cocina, cogió de la bolsa dos rebanadas de pan de molde sin corteza y las colocó en la parrilla de la tostadora.
– Ya va, Margarida. Mamá ya te va a dar las tostadas, hija mía.
El marido se recostó en la silla y suspiró con desaliento.
– Además, come más que un sabañón. -Hizo un gesto de fastidio con la cabeza-. Mírala, mira cómo se pringa toda la comilona. Hasta babea mirando la tostada.
– Ella es así.
– Pero no puede ser -exclamó Tomás, meneando la cabeza-. Acabará con nuestro presupuesto comiendo de esa manera. No ganamos lo suficiente.
La madre calentó la leche en el microondas, le añadió dos cucharadas de chocolate en polvo y dos cucharadas de azúcar, la revolvió y puso el vaso sobre la mesa. Instantes después, la tostadora hizo el tradicional clic, que anunciaba que las tostadas estaban listas. Constanza las sacó de la tostadora, las untó con un poco de margarina y se las dio a su hija, que enseguida se las llevó a la boca con la parte de la margarina hacia abajo, como era habitual en ella.
– ¡Ñam, qué madavilla! -gimió Margarida, saboreando las tostadas calientes. Cogió el vaso y bebió un poco más de chocolate con leche; cuando dejó el vaso, tenía un bigote de chocolate sobre los labios-. ¡Mubueno!
Padre e hija salieron del apartamento diez minutos después. La mañana había amanecido fría y ventosa: la brisa soplaba del norte, desagradable, y agitaba los chopos con un rumor intranquilo, nervioso; cubrían el automóvil gotas de agua, cristalinas y relucientes, y el asfalto se presentaba con pequeñas sábanas mojadas; parecía que había llovido, pero eran, finalmente, los vestigios del manto de humedad que había caído durante la noche, empañando cristales y depositándose aquí y allá, minúsculos lagos dispersos casi por toda la ciudad de Oeiras.
Tomás llevaba la cartera en una mano y aferraba con la otra los deditos de la niña. Margarida llevaba una falda clara de mahón y una chaqueta azul oscura, y cargaba con desenvoltura la mochila en su espalda. El padre abrió la puerta del pequeño Peugeot blanco, instaló a Margarida en el asiento trasero, acomodó la mochila y la cartera en el suelo del coche y se sentó al volante. Después, conectó la calefacción, dio marcha atrás y arrancó. Tenía prisa, la hija iba con retraso al colegio y a él no le quedaba otro remedio que superar los atascos matinales para ir a dar una clase a la facultad, en pleno centro de Lisboa.
En el primer semáforo, observó por el espejo retrovisor. En el asiento trasero, Margarida devoraba el mundo con sus grandes ojos negros, vivos y ávidos, contemplando a las personas cruzar las aceras y sumergirse en el nervioso bullicio de la vida. Tomás intentó verla como la vería un extraño, con esos ojos rasgados, el pelo fino y oscuro y ese aspecto de asiática regordeta. ¿La llamarían «subnormal»? Estaba seguro de que sí. ¿No era así, al fin y al cabo, como él antes los llamaba, cuando los veía en la calle o en el supermercado? «Subnormales; imbéciles; retrasados mentales.» Qué irónicas vueltas daba la vida.
Se acordaba, como si hubiese sido ayer, de aquella mañana primaveral, nueve años atrás, cuando llegó a la maternidad, efusivo y excitado, rebosante de alegría y entusiasmo, sabiendo que era padre y deseando ver a la hija que había nacido aquella madrugada. Se fue corriendo a la habitación con un ramo de madreselvas en la mano, abrazó a su mujer y besó a la niña recién nacida, la besó como a un tesoro, y se conmovió al verla así, encogida en la cuna, con las mejillas rosadas y el aire risueño, parecía un Buda minúsculo y soñoliento, tan sabia y tranquila.
No duró media hora ese momento de felicidad plena, trascendente, celestial. Al cabo de veinte minutos, entró la doctora en la habitación y, haciéndole una señal discreta, lo llamó a su despacho. Con aire taciturno, comenzó preguntándole si tenía antepasados asiáticos o con características especiales en los ojos; a Tomás no le gustó la conversación y, de modo seco y directo, le repuso que, si tenía algo que decirle, que se lo dijese. Fue entonces cuando la doctora le explicó que antiguamente se decía que determinado tipo de persona era mongólica, expresión caída en desuso y sustituida por la referencia al síndrome de Down o a la trisomía 21.
Fue como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago. Se le abrió el suelo bajo los pies, el futuro se hundió en una tiniebla sin retorno. La madre reaccionó con un mutismo profundo, se quedó mucho tiempo sin querer hablar del tema, los planes para su hija se habían desmoronado con aquella terrible sentencia. Llegaron a vivir una semana de tenue esperanza, mientras el Instituto Ricardo Jorge efectuaba el cariotipo, la prueba genética que despejaría todas las dudas; pasaron esos días intentando convencerse de que había habido un error. Al fin y al cabo, a Tomás le parecía que la pequeña tenía expresiones de la abuela paterna y Constanza identificaba señales características de una tía; seguro que los médicos se habían equivocado, ¡cómo es posible que esta niña sea una retrasada mental! ¡Hay que tener cara, francamente, para sugerir semejante cosa! Pero una llamada telefónica, efectuada ocho días después por una técnica del instituto, con las fatídicas palabras «la prueba ha dado positivo», supuso la sentencia irrefutable.
El choque resultó fatal para la pareja. Ambos habían vivido varios meses proyectando esperanzas en aquella hija, nutriendo sueños en la niña que los prolongaría, que los trascendería más allá de la vida; ese castillo se deshizo con aquellas pocas palabras secas. Sólo quedó la incredulidad, la negación, la sensación de injusticia, el torbellino incontrolable de la rebeldía. La culpa era del obstetra que no se había dado cuenta de nada, era de los hospitales que no estaban preparados para aquellas situaciones, era de los políticos que no querían saber nada de los problemas de las personas, era, al fin, de la mierda de país que tenemos. Después vino la sensación de pérdida, un profundo dolor y un insuperable sentimiento de culpa. ¿Por qué yo? ¿Por qué mi hija? ¿Por qué? La pregunta se formuló mil veces y aún ahora Tomás se descubría a sí mismo repitiéndola. Pasaron noches en blanco interrogándose sobre qué habían hecho mal, preguntándose sobre sus responsabilidades, en busca de errores y de faltas, de responsables y de culpables, de razones, del sentido de todo aquello. En una tercera fase, las preocupaciones dejaron de centrarse en sí mismos y comenzaron a volcarse en la hija. Se preguntaron sobre su futuro. ¿Qué haría ella de su vida? ¿Qué sería de ella cuando fuese mayor y ya no tuviese a sus padres para ayudarla y protegerla? ¿Quién se ocuparía de su hija? ¿Cómo conseguiría el sustento? ¿Viviría bien? ¿Sería autónoma?
¿Sería feliz?
Llegaron a desear su muerte. Un acto de caridad divina, sugirieron. Un acto de misericordia. Sería tal vez mejor para todos, mejor para ella misma, ¡le ahorraría tanto sufrimiento innecesario! ¿No se dice, al fin y al cabo, que no hay mal que por bien no venga?
Una sonrisa de bebé, un simple intercambio de miradas, la belleza inocente y todo de repente se transformó. Como en un truco de magia, dejaron de ver en Margarida a una subnormal y comenzaron a reconocer en ella a su hija. A partir de entonces concentraron todas sus energías en la niña, nada era demasiado para ayudarla, vivieron hasta con la ilusión de que llegarían a «curarla». Su vida se convirtió, desde entonces, en un vértigo de institutos, hospitales, clínicas y farmacias, con periódicos exámenes cardiológicos, oftalmológicos, audiométricos, de la tiroides, de la inestabilidad atlantoaxial, un sinfín de análisis y pruebas que agotaron a todos. En medio de aquella vida, fue un verdadero milagro que Tomás pudiera acabar su doctorado en Historia, se le hizo increíblemente difícil estudiar criptoanálisis renacentista, con sus fatigas y carreras hacia médicos y analistas. Escaseaba el dinero, su sueldo en la facultad y lo que ella ganaba dando clases de artes visuales en un instituto apenas alcanzaban para los gastos diarios. Hechas las cuentas, tamaño esfuerzo tuvo consecuencias inevitables en la vida de la pareja; Tomás y Constanza, absorbidos por sus problemas, casi dejaron de tocarse. No había tiempo.
– Papá, ¿vamo'a cantar?
Tomás se estremeció, y regresó al presente. Volvió a mirar por el espejo retrovisor y sonrió.
– Me parecía que ya te habías olvidado, hija. ¿Qué quieres que cante?
– Aquella de «Ma'ga'ida me miras a mí».
El padre carraspeó, afinando la voz:
Yo soy una Margarita,
flor de tu jardín.
Soy tuya,
papá.
Yo sé que me miras a mí.
– ¡Viva! ¡Viva! -exclamó ella, eufórica, aplaudiendo-. Ahora «Zé apeta el lazo».
Aparcó en el garaje de la facultad, aún semidesierta a las nueve y media de la mañana. Cogió el ascensor hasta la sexta planta, fue a revisar la correspondencia al despacho y a buscar las llaves a la secretaría, bajó por las escaleras hasta el tercero, pasando por entre las estudiantes que se aglomeraban en el vestíbulo y parloteaban ruidosamente entre sí. Su presencia suscitaba susurros excitados entre las chicas, a quienes Tomás les parecía un galán, un hombre alto y atractivo, de treinta y cinco años y ojos verdes chispeantes; eran esos ojos la herencia más notoria de su hermosa bisabuela francesa. Abrió la puerta de la sala T9, tuvo que pulsar una serie de interruptores para que se encendieran todas las luces y puso la cartera sobre la mesa.
Los alumnos entraron en tropel, en medio de un murmullo matinal, desparramándose por la pequeña sala en grupos, más o menos todos en los lugares habituales y junto a los compañeros de costumbre. El profesor sacó los apuntes de la carpeta y se sentó; provocó un compás de espera, aguardando a que los estudiantes se instalasen y a que entraran los más rezagados. Estudió aquellos rostros que conocía hacía apenas poco más de dos meses, tiempo que había transcurrido desde el comienzo del curso lectivo. Sus alumnos eran casi todos chicas, unas aún soñolientas, algunas bien arregladas, la mayoría algo desaliñadas, más en la onda intelectual, preferían pasar el tiempo quemándose las pestañas que pintándolas. Tomás ya había aprendido a hacer su retrato ideológico. Las desaliñadas tendían a ser de izquierdas, privilegiaban la sustancia y despreciaban la forma; las más cuidadas eran generalmente de derechas, católicas y discretas; las amantes de los placeres de la vida, maquilladas y perfumadas, no querían saber nada de política ni de religión, su ideología era encontrar a un muchacho prometedor como marido. El murmullo se prolongó, pero los rezagados se hicieron raros, aparecían ya con cuentagotas.
Tras considerar que ya estaban dadas, por fin, las condiciones adecuadas para comenzar la clase, Tomás se levantó de la mesa y se enfrentó a los alumnos.
– Muy buenos días.
– Buenos días -respondieron los estudiantes en un rumor desordenado.
El profesor dio unos pasos frente a los primeros pupitres.
– En las clases anteriores, como bien recordaréis, hablamos sobre la aparición de la escritura en Sumeria, especialmente en Ur y Uruk. Estudiamos las inscripciones cuneiformes de una tablilla de Uruk y leímos el texto de ficción más antiguo que se conoce, la Epopeya de Gilgamesh.
Entraron algunos alumnos más en la sala.
– Vimos también una estela del rey Marduk y analizamos los símbolos de Acadia, de Asiría y de Babilonia. Hablamos después sobre los egipcios y los jeroglíficos, leyendo fragmentos del Libro de los muertos, las inscripciones en el templo de Karnak y una serie de papiros -dijo e hizo una pausa para acabar con el resumen de la materia ya impartida-. Hoy, y para concluir la parte referida a Egipto, vamos a ver de qué modo se descifraron los jeroglíficos. -Se detuvo y miró a su alrededor-. ¿Alguien tiene alguna idea al respecto?
Los estudiantes sonrieron, habituados a la forma taimada en que el profesor los invitaba a participar en la clase.
– Fue la piedra de Rosetta -dijo una alumna, esforzándose por mantenerse seria.
La importancia de la piedra de Rosetta en el desciframiento de los jeroglíficos era algo obvio.
– Sí -asintió Tomás con un gesto no muy convencido, lo que sorprendió a los alumnos-. La piedra de Rosetta desempeñó, sin duda, su papel, pero no puede decirse que haya sido el único factor. Ni siquiera, acaso, el más importante.
Se multiplicaron los semblantes intrigados en el aula. La alumna que había respondido a la pregunta se mantuvo en silencio, disgustada por no haber salido tan bien parada como suponía con su respuesta. Otros chicos se agitaron en los bancos.
– ¿Por qué, profesor? -intervino una estudiante sentada a la izquierda, una gordita baja y con gafas, habitualmente de las más atentas y participativas. Tenía una actitud obsequiosa, debía de ser católica-. ¿No fue, pues, la piedra de Rosetta la que proporcionó la clave del significado de los jeroglíficos?
Tomás sonrió. Reducir la importancia de la piedra de Rosetta, implícito en su tono, había producido el efecto que deseaba. Había despertado a la clase.
– Sí, de algo sirvió. Pero hubo muchos otros factores. -Una nueva alumna entró en la sala y el profesor la observó de refilón, distraídamente-. Como ya sabéis, durante siglos… -vaciló, centrando su atención en la recién llegada-. Pues…, durante siglos… los jeroglíficos… -Era una chica a la que nunca había visto-. Los jeroglíficos constituyeron…, pues…, constituyeron un gran misterio. -La chica desconocida fue a sentarse en la última fila, aislada de todos, que la observaban atentamente-. Los…, pues…, jeroglíficos más antiguos… -Tenía un pelo rubio, con bucles, brillante y vivo, y un cuerpo voluptuoso-. Los primeros jeroglíficos, pues, se remontan a… pues… tres mil años antes de Cristo. -Tomás hizo un esfuerzo por concentrarse en la materia y se impuso desviar la mirada de la chica, se dio cuenta de que no era nada bueno seguir así pasmado y titubeante de tanto observarla-. Los…, pues…, jeroglíficos siguieron casi inalterados durante más de tres mil años, hasta que, a finales del siglo iv d.C., dejaron de usarse. Su uso y su lectura se perdieron súbitamente, en el lapso de tiempo de sólo una generación. ¿Y sabéis por qué?
La clase guardó silencio. Nadie lo sabía.
– ¿Los egipcios se quedaron amnésicos? -bromeó un alumno, uno de los pocos chicos que integraban ese curso.
Risitas en la sala, a las chicas les parecía gracioso.
– Por culpa de la Iglesia cristiana -explicó el profesor con una sonrisa forzada-. Los cristianos prohibieron a los egipcios usar los jeroglíficos. Querían romper con su pasado pagano, querían obligarlos a olvidar a Isis, Osiris, Anubis, Horus y a toda aquella inmensa cohorte de dioses. La ruptura fue tan radical que desapareció, lisa y llanamente, el conocimiento de la antigua escritura. -El profesor hizo un gesto rápido y suspiró-. De un momento a otro, ni una sola persona llegó a ser capaz de entender lo que querían decir los jeroglíficos. La vieja escritura egipcia pasó a la historia en un abrir y cerrar de ojos.
– Tomás se atrevió, ahora que había transcurrido por lo menos un minuto, a lanzar una mirada fugaz a la recién llegada-. El interés por los jeroglíficos se mantuvo en un segundo plano y sólo se reavivó a finales del siglo xvi, cuando, por influencia de un libro misterioso, titulado Hypnerotomachia Poliphili, de Francesco Colonna, el papa Sixto V mandó colocar obeliscos egipcios en las esquinas de las nuevas avenidas de Roma. -A Tomás le pareció una diosa, aunque de un tipo diferente, sin duda, al de Isis-. Los eruditos comenzaron a intentar descifrar aquella escritura, pero no entendían nada, creían estar frente a semagramas, caracteres que representaban ideas completas. -Ella era más del estilo de las divinidades nórdicas-. Cuando Napoleón invadió Egipto, mandó ir tras de sí a un equipo de historiadores y científicos con la misión de cartografiar, registrar y medir todo lo que encontrasen. -Una especie de cortesana para animar los festines de Thor y Odín-. Ese equipo llegó a Egipto en 1798 y, al año siguiente, fue requerido por los soldados instalados en Fort Julien, en el delta del Nilo, para ver algo que habían encontrado en la ciudad de Rosetta; en las proximidades, concretamente. -La rubia tenía ojos de un azul turquesa cristalino, la piel de un blanco lácteo, e irradiaba una belleza despampanante, de esa especie de belleza que aprecian especialmente los hombres y desprecian las mujeres-. Los soldados habían recibido la misión de demoler una pared, con el fin de abrir un camino hacia el fuerte que ocupaban, cuando descubrieron, metida en la pared, una piedra con tres tipos de inscripciones. -Tomás llegó a la conclusión de que se trataba de una extranjera, eran raras en Portugal aquellas rubias tan pálidas-. Los científicos franceses miraron la piedra, identificaron caracteres griegos, demóticos y jeroglíficos, concluyeron que se trataba del mismo texto en las tres lenguas y se dieron cuenta inmediatamente de la importancia del descubrimiento. -¿Sería alemana?-. El problema es que las tropas británicas avanzaron sobre Egipto y derrotaron a las francesas, y la piedra, que supuestamente sería enviada a París, acabó siendo remitida al Museo Británico, en Londres. -Podía ser italiana o francesa, pero Tomás apostaba por un país nórdico-. La traducción del griego reveló que la piedra contenía un decreto de la asamblea de los sacerdotes egipcios, que registraba los beneficios que el faraón Ptolomeo había concedido al pueblo de Egipto y los honores que, a cambio, rindieron los sacerdotes al faraón. -Tal vez era holandesa o inglesa, pero Tomás intuía que había venido de Alemania, no del estilo alemana-yegua ni alemana-vaca, sino más bien alemana-modelo, alta y resplandeciente, una verdadera portada de revista-. Por tanto, los científicos ingleses concluyeron que si las otras dos inscripciones contenían el mismo edicto, entonces no sería difícil descifrar los textos demótico y jeroglífico.
– ¡Ah! -exclamó la alumna gordita con gafas, la misma listilla que antes había interrogado al profesor-. Pero en el fondo fue la piedra de Rosetta la que proporcionó la clave para descifrar los jeroglíficos…
– Calma -solicitó Tomás, alzando la mano derecha-. Calma -repitió e hizo una pausa dramática-. La piedra de Rosetta tenía tres problemas. -Alzó el pulgar-. En primer lugar, estaba dañada. El texto griego se mantenía relativamente intacto, pero faltaban partes importantes del demótico y, sobre todo, del jeroglífico. Habían desaparecido la mitad de las líneas del jeroglífico y las restantes catorce líneas estaban deterioradas. -Alzó el índice-. Otro problema era que los dos textos sin descifrar estaban escritos en egipcio, una lengua que, supuestamente, no se hablaba desde hacía, por lo menos, ocho siglos. Los científicos lograban entender cuáles eran los jeroglíficos correspondientes a determinadas palabras griegas, pero desconocían su sonido. -Alzó el tercer dedo-. Finalmente, se añadía el problema de que, entre los eruditos, estaba muy arraigada la idea de que los jeroglíficos eran semagramas, cada símbolo contenía ideas completas, y no fonogramas, en los que un símbolo representa un sonido, tal como ocurre en nuestro alfabeto fonético.
– Entonces ¿cómo descifraron los jeroglíficos?
– La primera brecha en el misterio de los jeroglíficos se abrió gracias a un genio inglés llamado Thomas Young, un hombre que, a los catorce años, ya había estudiado griego, latín, italiano, hebreo, caldeo, siríaco, persa, árabe, etíope, turco y… eh… y… déjenme que consulte…
– ¿Chinamarqués? -arriesgó el bromista de la clase.
Carcajada general.
– Samaritano -se acordó Tomás.
– Ah, si sabía samaritano, era un buen muchacho -insistió el bromista, entusiasmado por el éxito de sus ocurrencias-. Un buen samaritano.
Nuevas carcajadas.
– Vale ya, basta -dijo el profesor, que comenzaba a hartarse de las bromas. Tomás sabía que todas las clases tenían su payaso, y éste, por lo visto, era el payaso visible de aquel grupo-. Bien, Young se llevó para las vacaciones de verano, en 1814, una copia de las tres inscripciones de la piedra de Rosetta. Se puso a estudiarlas a fondo y hubo algo que le llamó la atención. Se trataba de un conjunto de jeroglíficos rodeados de una cartela, una especie de anillo. Supuso que la función de la cartela era subrayar algo de gran importancia. Claro que, por el texto en griego, sabía que en ese segmento se hablaba del faraón Ptolomeo, por lo que ató cabos y concluyó que la cartela señalaba el nombre de Ptolomeo como una forma de enaltecer al faraón. Fue en ese momento cuando dio un paso revolucionario. En vez de partir del principio de que aquélla era una escritura exclusivamente ideográfica, admitió la hipótesis de que la palabra estaba transcrita fonéticamente y se puso a hacer conjeturas sobre el sonido de cada jeroglífico dentro de la cartela. -El profesor se acercó a la pizarra y dibujó un cuadrado -. Partiendo del principio de que allí estaba señalado el nombre de Ptolomeo, supuso que este símbolo, el primero de la cartela, correspondía al primer sonido del nombre del faraón: «p» -dijo y dibujó al lado la mitad de un círculo con la base vuelta hacia abajo -. Después admitió que este símbolo, el segundo de la cartela, era una «t». -Dibujó a continuación un león echado de perfil -. Este leoncito, pensó, representaba una «l». -Nuevo símbolo esbozado en la pizarra blanca, esta vez dos líneas horizontales paralelas unidas a la izquierda -. En este caso, creyó haber descifrado una «m». -Ahora dos cuchillos paralelos en posición vertical -. Estos cuchillos serían una «i». -Finalmente, un gancho también vertical-. Y este símbolo equivalente a «os».
Tomás hizo una pausa, giró la cabeza y miró a la clase.
– ¿Lo veis? -Señaló los dibujos bosquejados en la pizarra y los deletreó, acompañándolos con el índice-. «P, t, 1, m, i, os.» Ptlmios. Ptolomeo.
Volvió a encarar a los alumnos y sonrió al descubrir la expresión fascinada de aquellos rostros frescos. Se alejó de la pizarra y se acercó a la primera fila.
– Y en eso acabó, queridos míos, el papel de la piedra de Rosetta. -Esperó a que la idea se asentase-. Fue un primer paso muy importante, es verdad, pero aún faltaba hacer muchas cosas. Tras completar la primera lectura de un jeroglífico, Thomas Young se dedicó a buscar confirmaciones. Descubrió otra cartela en el templo de Karnak, en Tebas, y dedujo que se trataba del nombre de una reina ptolemaica, Berenika. También en este caso acertó en el desciframiento de los sonidos. El problema fue que Young consideró que estas transcripciones fonéticas sólo se aplicaban a nombres extranjeros, como era el caso de la dinastía ptolemaica, descendiente de un general de Alejandro Magno y, en consecuencia, extranjera, y no llevó esta línea de pensamiento hasta las últimas consecuencias. Como resultado, el código no llegó a revelarse del todo, sólo se había esbozado.
– No entiendo -interrumpió la gordita con gafas-. ¿Por qué razón no fue más lejos? ¿Qué lo llevó a concluir que sólo los nombres extranjeros estaban redactados fonéticamente?
El profesor vaciló, considerando un momento cómo podría explicar mejor la idea.
– Mirad, es como el chino -dijo finalmente-, ¿Alguien sabe chino?
La clase se rio por la pregunta.
– Muy bien, ya he visto que nadie entiende chino, vaya uno a saber por qué. No importa. El chino, como todo el mundo sabe, tiene una escritura ideográfica en la que cada símbolo representa una idea, no un sonido. El problema de este tipo de escritura es que se impone inventar símbolos cada vez que aparece una palabra nueva. Mientras que a nosotros, frente a palabras nuevas, nos basta con reordenar los símbolos ya existentes para reproducir esas palabras, los chinos se enfrentan a la necesidad de tener que inventar siempre nuevos símbolos, lo que, en última instancia, significa que acabarán con miles y miles de símbolos, tornándose imposible memorizarlos todos. Ante este problema, ¿qué hicieron ellos?
– Tomaron pastillas para la memoria… -sugirió el bromista.
– Fonetizaron su escritura -replicó el profesor, sin hacer caso de la chanza-. O, mejor dicho, los viejos símbolos ideográficos se mantuvieron, pero, ante palabras nuevas, y para no tener que estar siempre inventando nuevos símbolos, utilizaron fonéticamente los símbolos ya existentes. Por ejemplo, la palabra Mozambique. En chino cantonés, el número tres se dice «zam» y se escribe con tres tracitos horizontales. -Tomás fue a la pizarra y marcó tres trazos cortos por debajo de los jeroglíficos ya esbozados-. Cuando tuvieron que escribir la palabra Mozambique, fueron en pos del símbolo del tres, «zam», y lo colocaron como segunda sílaba de la palabra Mozambique. ¿Habéis entendido? -Miró a su alrededor y comprobó que la idea estaba asimilada-. Pues justamente eso fue lo que, según Young, había ocurrido con los egipcios. Al igual que los chinos, ellos tenían una escritura de tipo ideográfico, pero, frente a palabras nuevas, como Ptolomeo, en vez de inventar nuevos símbolos, optaron por usar fonéticamente los ya existentes. En cuanto a las otras palabras, Young creía que se trataba realmente de semagramas, por lo que no intentó siquiera deducir sus sonidos.
– ¿Y no hubo nadie que lo hiciese? -preguntó la gordita con gafas.
– Sí, claro -asintió el profesor-. Apareció en ese momento el francés Jean-François Champollion. Se trataba de un talentoso lingüista, también él conocía una serie de lenguas…
– ¿Era buen samaritano?
El bromista atacaba de nuevo.
– No, pero se dedicó a estudiar varios idiomas, entre ellos el sánscrito, el avéstico, el copto y el pahlevi o persa medio, además de los habituales, con el único objetivo de prepararse para examinar un día los jeroglíficos.
Tomás volvió a mirar a la rubia sentada en el fondo de la sala v se interrogó sobre qué estaría haciendo allí. ¿Sería una alumna? ¿Sería realmente extranjera? Y, de ser una alumna extranjera, ¿entendería lo que él estaba diciendo? La verdad es que la rubia parecía atenta y el profesor se propuso dar una clase que ella no olvidara. Ha de salir de aquí capaz de leer jeroglíficos, decidió Tomás.
– En fin, Champollion aplicó el abordaje de Young a otras cartelas, especialmente de Ptolomeo y Cleopatra, siempre con buenos resultados. Descifró también una referencia a Alejandro. El problema es que todos éstos eran nombres de origen extranjero, lo que sirvió para cimentar la convicción de que la lectura fonética sólo se aplicaba a palabras no pertenecientes al léxico tradicional egipcio. Pero todo cambió en septiembre de 1822. -Tomás hizo una pausa para subrayar la revelación dramática que se disponía a hacer-: Fue en ese momento cuando Champollion tuvo acceso a relieves del templo de Abu Simbel con cartelas anteriores al periodo de dominación grecorromano, lo que significaba que ninguno de los nombres que allí había podían ser de origen extranjero. -Observando a los alumnos, se dio cuenta de que debía aclarar más las implicaciones de esa situación-. El desafío para Champollion era ahora muy sencillo. Si era capaz de descifrar algunos de estos jeroglíficos anteriores a la influencia extranjera, probaría que la antigua escritura egipcia no se basaba en semagramas, como siempre se había pensado, sino más bien en símbolos fonéticos. Y, de ser así, se desvelaría el secreto encerrado tras aquella escritura misteriosa y se revelaría la cifra de ese código.
»El problema, sin embargo, se mantenía inalterado: aun siendo símbolos fonéticos, lo que estaba pendiente de probarse en lo que respecta a las palabras más antiguas, ¿cómo podría leer los jeroglíficos si desconocía los sonidos correspondientes a estos sonidos? -Dejó la pregunta flotando en el aire, con el fin de subrayar la inmensidad de la tarea que tenía por delante el lingüista francés-. Nuestro amigo era, no obstante, un hombre ingenioso y se puso a analizar con cuidado el texto que se encontraba en los relieves. Después de examinar todos los jeroglíficos, decidió concentrarse sobre todo en una cartela en particular. -Tomás se acercó a la pizarra y dibujó cuatro jeroglíficos dentro de una cartela -. Los dos primeros jeroglíficos dentro de esta cartela eran desconocidos, pero los dos últimos podían encontrarse en otras dos cartelas con las que ya se había enfrentado Champollion: la de Ptlmios y la de Alksentr, o Alejandro. -Señaló el último jeroglífico-. En esas cartelas, este símbolo correspondía a la «s». Por tanto, Champollion partió del principio de que estaban descifrados los dos últimos sonidos de la cartela de Abu Simbel. -Escribió en la pizarra los sonidos correspondientes del abecedario latino, dejando entre signos de interrogación los dos primeros jeroglíficos. La superficie blanca exhibió un enigmático: «¿-¿-s-s». Tomás volvió el rostro hacia la clase, señalando con el dedo los dos signos de interrogación-. Faltan los dos primeros jeroglíficos. ¿Qué serían? ¿A qué sonidos correspondían? -Señaló ahora el primer jeroglífico de la cartela-. Mirando con atención este jeroglífico redondo, con un punto en el medio, Champollion afirmó que era semejante al sol. Partiendo de esta hipótesis, se puso a imaginar el sonido correspondiente. Se acordó de que, en la lengua copta, sol se dice «ra» y decidió colocar «ra» en el lugar del primer signo de interrogación.
Tomás borró el primer signo de interrogación y en su lugar escribió «ra», así que la pizarra registraba ahora el conjunto «ra-¿-s-s».
¿Y ahora? ¿Cómo llenar el segundo signo de interrogación? Champollion, después de meditar sobre el asunto, llegó a una conclusión muy sencilla. Fuera cual fuese la palabra ahí escrita, el hecho de que se encontrase inserta en una cartela era un fuerte indicio de que tenía frente a sí el nombre de un faraón. Ahora bien: ¿qué faraón poseía un nombre comenzado por «ra» y acabado en dos eses? -La pregunta quedó flotando sobre el auditorio silencioso-. Fue en ese momento cuando se le ocurrió otra idea, una idea audaz, extraordinaria, decisiva: ¿Por qué no una «m»?
Tomás se volvió hacia la pizarra, borró el signo de interrogación y trazó una «m» en su lugar. Los alumnos vieron aparecer frente a ellos la trascripción «ra-m-ss». Tomás esbozó una sonrisa triunfal, con la mirada brillante y orgullosa de quien había desvelado el código de los jeroglíficos.
– Ramsés.
El aula estalló en un clamor de voces cuando el profesor dio la clase por terminada. Arrastraban sillas, ordenaban cuadernos, algunos alumnos conversaban o se precipitaban hacia la puerta; como era habitual, unos fueron hacia el profesor en busca de aclaraciones adicionales.
– Dígame, profesor -preguntó una flacucha con chaqueta marrón-: ¿dónde se puede leer el Précis du système hièrogliphique?
Era el libro publicado por Champollion en 1824, la obra donde finalmente se desveló el misterio de los jeroglíficos. En ese texto, el lingüista francés reveló que la lengua de los jeroglíficos era la copta y que la antigua escritura egipcia no era ideográfica sino fonética; más importante aún: Champollion descifró el significado de los símbolos.
– Hay dos posibilidades -explicó Tomás mientras ordenaba los papeles-: o encargarlo por Internet o buscarlo en la Biblioteca Nacional.
– ¿No está a la venta en Portugal?
– Que yo sepa, no.
La alumna dio las gracias, y cedió el lugar a una segunda muchacha, que parecía tener mucha prisa. Vestía una falda gris y una chaqueta del mismo color, como si fuese una ejecutiva.
– Oiga, profesor, yo trabajo y estudio y no he podido venir a las clases anteriores. ¿Ya está fijado el día del examen?
– Sí, será en la última clase.
– ¿Y en qué día cae?
– Mire, no lo sé de memoria. Compruébelo en un calendario.
– ¿Y cómo será el examen?
El profesor la miró, sin entender.
– ¿A qué se refiere?
– ¿Será con preguntas sobre las escrituras antiguas?
– Ah, no. Será un examen práctico. -Tomás volvió a ordenar las cosas en la cartera mientras hablaba-. Tendrán que analizar documentos y descifrar textos antiguos.
– ¿Jeroglíficos?
– También, pero no solamente. Podrán cotejarse con tablillas cuneiformes sumerias, con inscripciones griegas, con textos hebreos y arameos o con documentos mucho más sencillos, como manuscritos medievales y del siglo xvi.
La muchacha se quedó boquiabierta, horrorizada.
– ¡Ah! -exclamó, con expresión de asombro-. ¿Habrá que descifrar todo eso?
– No -contestó el profesor con una sonrisa-. Sólo algunas cosas…
– Pero yo no sé esas lenguas… -murmuró conmovida, con un tono lastimoso de queja.
Tomás la miró.
– Por eso usted está en este curso, ¿no? -Alzó las cejas para subrayar sus palabras-. Para aprender.
El profesor reparó en que la belleza rubia, mientras tanto, se había unido al grupo y esperaba su turno. Un temblor de excitación recorrió su cuerpo ante la expectativa de conocerla. Pero la muchacha que lo interrogaba no se apartó, lo que lo irritó levemente; en lugar de eso, le extendió un papel.
– Es para que usted lo firme -dijo, como si estuviese castigándolo por los trabajos a que la iba a someter.
Tomás observó el papel con expresión interrogante.
– ¿Qué es esto?
– Es el documento que tengo que entregar en mi trabajo, confirmando que tuve que faltar para venir a clase. ¿Me lo puede firmar?
El profesor garabateó su nombre y la alumna se alejó. Tenía enfrente aún a dos alumnas, una chica de pelo negro rizado y la bomba rubia; optó por la morena, así le quedaría después más tiempo disponible para la otra.
– Dígame, profesor: ¿cómo nos damos cuenta de cuándo recurrían los escribas egipcios al principio del rebus o laberinto?
El rebus era un sistema de palabras largas descompuestas en sus componentes fonéticos, y transformadas en imágenes con sonidos semejantes a las partes descompuestas. Por ejemplo, la palabra «tesón» puede dividirse en dos partes: «te-son». En vez de escribir esta palabra según el alfabeto fonético, es posible representarla con la letra «t» y el dibujo de una nota musical que aluda al sonido. Quedaría, pues, así: «t-son».
– Depende del contexto -respondió Tomás-. Los escribas egipcios tenían algunas reglas flexibles. Por ejemplo, unas veces usaban vocales y otras las suprimían. En algunos casos, cambiaban el orden de los jeroglíficos por razones puramente estéticas. Y, en ocasiones, recurrían al rebus para contraer palabras o para obtener dobles sentidos.
– ¿Es el caso de Ramsés?
– Sí -asintió-. Champollion se encontró con un rebus justamente en el primer jeroglífico que descifró en Abu Simbel. «Ra» no era sólo una letra, sino que también, en el contexto de aquel jeroglífico, se convirtió también en una palabra. Al utilizarla de aquel modo, el escriba comparó a Ramsés con el Sol, lo que no está exento de sentido, dado que los faraones eran tratados casi como divinidades.
– Gracias, profesor.
– Hasta la semana que viene.
Llegó el turno de la rubia fatal. Tomás experimentó un placer inmenso por poder, al fin, mirarla de frente, por poder observarla sin disimulo; se sintió deslumbrado por el brillo que irradiaba, pero no se dejó intimidar; sonrió y ella le correspondió.
– Hola -dijo él.
– Buenos días, profesor -dijo la muchacha, en un portugués correcto pero con un acento exótico-. Soy una alumna nueva.
El profesor sonrió.
– Ya me había dado cuenta. ¿Cómo se llama?
– Lena Lindholm.
– ¿Lena? -dijo con una expresión exageradamente admirativa, como si sólo en ese momento hubiese notado algo diferente en ella-. En portugués es el diminutivo de Helena…
Ella soltó una carcajada discreta.
– Sí, pero yo soy sueca.
Tomás se quedó boquiabierto.
– ¡Aaaahh! -exclamó-.Vaya… -vaciló buscando palabras escondidas en su memoria-; a ver si recuerdo… hej, trevligt att träffas!
Los ojos de Lena estaban desorbitados.
– ¿Cómo? -repuso con una actitud agradablemente sorprendida-. Talar du svenska?
Tomás meneó la cabeza.
– Jag talar inte svenska -dijo con una sonrisa-. He agotado casi todo lo que sé de sueco -añadió y se encogió de hombros, como quien pide disculpas-. Forlat.
Ella lo miró con admiración.
– No está mal, no está mal. Necesita mejorar sólo un poco el acento, tiene que ser más cantado, si no parece danés. ¿Dónde aprendió sueco?
– Cuando era estudiante, cogí el Inter-Rail y pasé cuatro días en Malmö. Como soy curioso y tengo facilidad para las lenguas, capté algunas cosas. Por ejemplo, sé preguntar var ¿ir toaletten?-Ella no pudo contener su risa-. Hur mycket kostar det? -Nueva carcajada-. Áppelkaka med vaniljsas.
Esta última frase la hizo suspirar.
– Ay, profesor, no me haga recordar la cippelkaka…
– ¿Por qué?
Ella pasó la lengua por sus labios carnosos y rosados, con un gesto que a Tomás le resultó tentadoramente erótico.
– ¡Es una delicia! Cómo la echo de menos…
El profesor sonrió, intentando ocultar la impresión que la chica le producía.
– Disculpe, pero no he visto a nadie llamar kaka a un postre.
– Se llama kaka, es verdad, pero sabe a manzana muy dulce. -Cerró los párpados bien dibujados y volvió a relamerse-. Humm, utmarkt! ¡Una maravilla!
Tomás se imaginó atrayéndola hacia sí, besándola, explorando aquellos labios aterciopelados, pasando delicadamente sus manos sobre aquel cuerpo cálido y vibrante, y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar de su mente el apetito sexual que le despertaba. Carraspeó para aclarar la garganta.
– Dígame… ¿cómo era que se llamaba?
– Lena.
– Dígame, Helena…
– Lena…
– Ah, Lena. -Vaciló, inseguro sobre cómo había pronunciado el nombre, pero ella, esta vez, no lo corrigió, por lo que supuso que lo había dicho bien-. Dígame, Lena: ¿dónde aprendió a hablar portugués tan bien?
– En Angola.
– ¿Angola?
La sueca sonrió, exhibiendo una hilera perfecta de dientes brillantes.
– Mi padre fue embajador en Angola y yo viví ahí cinco años.
Tomás acabó de ordenar todo en la cartera y se incorporó.
– Ah, muy bien. ¿Y le gustó?
– Mucho. Teníamos una casa en Miramar y pasábamos los fines de semana en Mussolo. Era una vida de ensueño.
– ¿En qué parte de Angola queda?
Ella lo miró sorprendida, como si le pareciese extraño que hubiera portugueses a quienes no les resultaban familiares esos nombres.
– Bien…, en Luanda, claro. Miramar era nuestro barrio, con vistas a la avenida de circunvalación, el fuerte y la isla. Y Mussolo es una isla paradisíaca al sur de Luanda. ¿Nunca ha estado allí?
– No, no conozco Angola.
– Es una lástima.
El profesor se dirigió a la puerta, haciéndole una señal a la alumna para que lo acompañase. Lena se acercó y Tomás comprobó que la sueca era casi de su altura; calculó que debía de medir un metro ochenta, sólo unos tres centímetros menos que él. El suave jersey azul que vestía combinaba perfectamente con sus ojos del mismo color y los cabellos rubios que caían ondulados en sus hombros, a lo Nicole Kidman, e insinuaba unos senos atrevidos y generosos, con un volumen que acentuaba aún más la cintura estrecha. Tomás tuvo que hacer un esfuerzo para no fijar la vista en aquel pecho abundante y tentador y se impuso volver la cara.
– Cuénteme, pues, por qué ha decidido venir a mis clases -dijo el profesor, deteniéndose para dejarla pasar primero por la puerta del aula.
Tomás, casi sin querer, observó con lascivia el culo de la sueca; era macizo y regordete, las nalgas carnosas llenaban muy bien los vaqueros azul claro; sin conseguir dominarse, la imaginó sin pantalones, imaginó su piel pálida y suave ancha en las caderas y estrecha en la cintura, asomó en su fantasía el surco entre las nalgas y las espaldas desnudas, con la curva de los senos adivinándose desde atrás.
– ¿Cómo? -titubeó, tragando saliva.
– Estoy aquí por el proyecto Erasmus -repitió Lena, volviendo el rostro para mirarlo de frente.
Entraron en el vestíbulo central y comenzaron a subir las escaleras.
– ¿Cómo?… ¿El proyecto Erasmus?
– Sí, el Erasmus. Supongo que lo conoce, ¿no?
Tomás meneó la cabeza, en un nuevo esfuerzo por ahuyentar los demonios del sexo que, al parecer, se habían vuelto dueños y señores de su voluntad. Se impuso a sí mismo alzar los ojos de la tentación diabólica que era aquel cuerpo sensual y concentrarse en el diálogo.
– Ah, claro. El…, el proyecto Erasmus. Pues sí…, el Erasmus -vaciló, asimilando finalmente el sentido de lo que ella le decía-. ¡Ah! Así que ha venido por el Erasmus.
La sueca esbozó una sonrisa forzada, intrigada por el titubeo del profesor.
– Claro, eso es lo que le estoy diciendo. Estoy aquí por el Erasmus.
Tomás comprendió las circunstancias que rodeaban la presencia de aquella alumna. El Erasmus era un proyecto europeo lanzado en 1987 en el dominio de la enseñanza superior, gracias al cual las universidades de la Unión Europea intercambiaban alumnos durante un año lectivo como máximo. Cuatro años antes, en 1995, el Erasmus se integró en un programa educativo europeo más vasto, llamado Sócrates. La mayoría de los estudiantes extranjeros que llegaban al Departamento de Historia de la Universidad de Nova de Lisboa eran españoles, lo que se comprende debido a la lengua, pero Tomás se acordaba de haber tenido a un alumno alemán, de la Universidad de Heidelberg.
– ¿De qué universidad viene ?
– De la de Estocolmo.
– ¿Está cursando historia?
– Sí.
Subieron tres pisos casi sin darse cuenta, hasta que llegaron al vestíbulo central de la sexta planta; giraron a la izquierda y entraron en la zona de los despachos; Tomás recorrió el pasillo del Departamento de Historia, siempre con la sueca al lado, y buscó en el bolsillo la llave de su despacho.
– ¿Y por qué eligió venir a Portugal?
– Por dos razones -dijo Lena-. Por un lado, por la lengua. Hablo y leo con fluidez el portugués, por lo que no me resultaría difícil seguir las clases. La escritura ya me resulta más complicada…
El profesor se mantuvo inmóvil junto a la puerta del despacho y extendió la llave en dirección a la cerradura.
– Si tiene dificultades con el portugués, puede perfectamente escribir en inglés, no hay problema. -La llave entró en la ranura-. ¿Y la segunda razón?
La sueca se detuvo detrás de él.
– Estoy pensando en escribir mi tesis de licenciatura sobre los descubrimientos derivados de las grandes navegaciones. Tengo, por un lado, las navegaciones de los vikingos y me gustaría establecer similitudes con los descubrimientos portugueses.
La puerta se abrió y, con un gesto amable, Tomás la invitó a entrar. El despacho se veía desordenado, con montones de folios de exámenes sin corregir y fotocopias desparramadas en las mesas y hasta en el suelo. Se sentaron junto a la ventana y admiraron el paisaje sereno que ofrecía el recinto del hospital Curry Cabral, abajo, pegado a la facultad; los pabellones bajos de las enfermerías, con sus tejados color ladrillo, destacaban entre los árboles desnudos, las copas despojadas por el invierno; hombres con albornoz circulaban con lentitud, sin destino, al parecer eran los pacientes; otros, con bata blanca, médicos sin duda, se daban prisa entrando y saliendo de los pabellones. Uno de ellos abandonó un coche que acababa de estacionar, otro se había detenido bajo un vigoroso roble y consultaba el reloj.
– Los descubrimientos portugueses son un tema muy amplio -comentó Tomás, alzando la cara hacia el sol de invierno que, por una brecha entre las nubes, se expandía por la ventana-. ¿Tiene idea del trabajo en el que se va a meter?
– Cada pececito tiene la esperanza de llegar a ser una ballena.
– ¿Cómo?
– Es un refrán sueco. Quiero decir que no me faltan ganas de trabajar.
– No lo dudo, pero es importante delimitar su campo de investigación. ¿Qué periodo piensa estudiar, exactamente?
– Quiero ver todo lo que ocurrió hasta el viaje de Vasco da Gama.
– Por tanto, ¿sólo le interesa estudiar hasta el año 1498?
– Sí -repuso ella con entusiasmo-. Gil Eanes, Gonçalves Baldaia, Nuno Tristão, Diogo Cão, Nicolau Coelho, Gonçalves Zarco, Bartolomeu Dias…
– ¡Vaya! -exclamó el profesor haciendo una mueca con la boca-. Los conoce a todos.
– Claro. Llevo un año estudiando el tema y preparándome para venir aquí. -Desorbitó los ojos-. ¿Cree, profesor, que será posible consultar los originales de los cronistas que relataron todo?
– ¿Quiénes? ¿Zurara y compañía?
– Sí.
Tomás suspiró.
– Va a ser difícil.
– ¡Oh! -exclamó Lena contrariada.
– Ocurre que los textos originales son joyas, reliquias frágiles que las bibliotecas guardan con cuidado y mucho celo. -Adoptó una actitud pensativa-. Pero puede consultar facsímiles y copias, prácticamente es lo mismo.
– ¡Ah, pero qué bien estaría consultar los originales! -Lo miró fijamente con sus ojos azules y adoptó una expresión de súplica-. ¿Y usted no me podría ayudar? -Hizo pucheros-. Por favor…
Tomás se agitó en la silla.
– Bien, supongo que se puede intentar.
– Tack -exclamó ella, abriéndose en una encantadora sonrisa agradecida-. Tack.
El profesor intuyó vagamente que lo estaba manipulando, pero se sentía tan maravillado que no le importó, era un placer cumplir con los deseos de la voluntad de aquella divina criatura.
– Pero ¿usted es capaz de leer el portugués del siglo xvi?
– El ladrón encuentra el cáliz antes que el sacristán.
– ¿Qué?
La muchacha sonrió ante la expresión atónita de Tomás.
– Es otro refrán sueco. Quiere decir que siempre conseguimos aquello que nos interesa.
– No lo dudo, pero mantengo la pregunta -insistió él-. ¿Es usted capaz de leer el portugués que se escribía en aquella época, con aquella grafía complicada?
– No.
– Entonces ¿de qué le sirve tener acceso a los textos?
Lena sonrió con malicia, con actitud traviesa, sonrió con la seguridad de quien se sabe irresistible.
– Estoy segura de que usted, profesor, me echará una mano.
La tarde se agotó en una reunión de la comisión científica del Departamento de Historia, ocupada con las habituales intrigas, maniobras de política interna, interminables temas del orden del día y dramáticas dudas sobre oscuras comas del acta de la reunión anterior, además de los asuntos corrientes, como los análisis de expedientes de convalidación de asignaturas y formación de jurados para tres másteres y un doctorado.
Cuando llegó a casa, ya de noche, Constanza y Margarida ya iban por la mitad de la cena, unas hamburguesas fritas con espaguetis cubiertos de kétchup, el plato favorito de la pequeña. Tomás colgó la chaqueta, besó a las dos y se sentó a la mesa.
– ¿Otra vez hamburguesas con espaguetis? -preguntó en tono quejumbroso.
– ¿Y qué quieres? Le encanta ese plato.
– ¡Los espaguetis son buenos! -se regocijó Margarida, chupando ruidosamente los hilos de pasta-. «Schlurp.»Tomás se sirvió.
– Vale, pues -dijo resignado, mientras echaba espaguetis en su plato; miró a su hija y le acarició su pelo lacio y negro-. ¿Y? ¿Qué has aprendido hoy?
– Pe, a, pa. Pe, e, pe.
– ¿Otra vez lo mismo? Oye, ¿es que ya te has olvidado de lo que aprendiste el año pasado?
– Pe, i, pi. Pe, o, po.
– ¿Te das cuenta? -preguntó mirando a su mujer-. Ya está en segundo año y aún no sabe leer.
– La culpa no es de ella, Tomás. El colegio aún no ha conseguido a nadie para la educación especial, ¿qué quieres que haga?
– Tenemos que ir a hablar con esa gente…
– De acuerdo -asintió ella-. Ya he pedido una reunión con la directora para la semana que viene.
– Pe, u, pu.
Uno de los síntomas de los niños con trisomía 21 es justamente la dificultad en memorizar cosas, razón por la cual viven sujetos a rutinas y hábitos. Margarida había entrado el año anterior en un colegio público, donde, además del profesor común a todos los alumnos, disponía de la ayuda de un profesor de educación especial, específicamente preparado para ayudar a niños con discapacidades. Pero unos recortes recientes presupuestarios en el Ministerio de Educación hicieron imposible que ese profesor siguiese dando clases en el colegio. Así pues, Margarida, igual que otros alumnos con una situación parecida, se veía ahora sin ninguna ayuda pedagógica especialmente destinada a su caso, a pesar de que esa ayuda estaba prevista por la ley. Como consecuencia, se retrasó; olvidó mucho de lo que había aprendido el año anterior, incluso a leer y a escribir palabras sencillas. Para volver a evolucionar necesitaría de la ayuda de un profesor de educación especial, que actuaría como una especie de monitor, siempre pendiente de ella. No obstante, convencer al empobrecido colegio de volver a contratar a uno de esos profesores resultaría más que difícil.
Tomás mordió un trozo de hamburguesa y bebió un trago de tinto del Alentejo. Margarida acababa en ese momento de comer el postre, una manzana pelada y cortada en rodajas, se puso de pie y comenzó a ordenar la mesa.
– Margarida, la ordenas después, ¿vale?
– No -replicó ella con mucha firmeza, amontonando los platos sucios en el fregadero-. ¡Hay que lavá, hay que lavá!
– Los lavas después.
– No, está mu sucio, todo mu sucio. ¡Hay que lavá!
– Esta niña acabará montando una empresa de limpieza -comentó el padre lanzando una carcajada, aferrándose a su plato para que ella no se lo llevase.
Limpiar y ordenar eran las manías más frecuentes de Margarida. Donde hubiese una mancha, allí estaba ella combatiéndola, justiciera y resuelta. La pareja había pasado en alguna ocasión una tremenda vergüenza en casa de amigos. A la vista de una simple tela de araña o de un poco de polvo sobre un mueble, la pequeña empezaba a chillar y apuntaba con un dedo acusador, diciendo que ahí había mugre; denunciaba la suciedad con tanto asco e intenso rechazo que los perplejos anfitriones se convencían deprisa de que vivían en una inmunda pocilga y, curados de espanto por una experiencia tan traumática, se dedicaban a monumentales operaciones de limpieza antes de volver a invitar a la familia Noronha.
Margarida fue a acostarse después de la cena. El padre le lavó los dientes, la madre le puso el pijama, el padre preparó las cosas del día siguiente y la madre le contó una historia antes de dormir; esa noche le tocaba el gato con botas. Cuando la niña se durmió, la pareja se sentó en el sofá de la sala para recuperarse del cansancio del día.
– Cuánto falta para el sábado -comentó Constanza, con la mirada perdida en el techo-. Estoy molida.
La sala era pequeña, pero decorada con buen gusto. Cuadros abstractos muy coloridos, pintados por Constanza en sus tiempos de facultad, embellecían las paredes. Los sofás, adornados con motivos de rosas sobre fundas de color blanco sucio, hacían juego con las cortinas y la alfombra; pero lo que daba más alegría a la sala eran varios jarrones colocados en los muebles de haya clara, exuberantes con sus flores de un rojo vivo que asomaban entre gruesas hojas verdes.
– ¿Qué flores son éstas?
– Camelias.
Tomás se inclinó sobre los pétalos lujuriosos, intentando captar su fragancia perfumada; aspiró, pero no sintió su aroma.
– No huelen a nada -se quejó, intrigado.
– Claro que no, tontorrón -sonrió Constanza-: son camelias, no tienen perfume.
– Ah -asintió él comprendiendo, se sentó al lado de su mujer y le dio la mano-. Cuéntame la historia de las camelias.
Constanza era una apasionada por las flores. De un modo extraño, ésa fue una de las cosas que más los acercaron cuando se conocieron en su época de estudiantes. Tomás adoraba los enigmas y los acertijos, vivía descifrando códigos y cifras, se interesaba por símbolos y mensajes ocultos; durante su juventud no dejaba de comprar el Mundo de Aventuras, no necesariamente por las historietas, que también leía, sino entusiasmado por los «misterios policiales» de la sección «Siete de Espadas». Cuando se conocieron, Constanza le abrió las puertas hacia un nuevo mundo simbólico: el de las flores. La muchacha con pecas le reveló que las mujeres de los harenes turcos usaban flores para contactar con el mundo exterior, recurriendo a un fascinante código de símbolos florales. Esta práctica, identificada por primera vez en Occidente por lady Montagu en 1718, estuvo en el origen del nacimiento de la simbología de las flores, un sistema que se hizo enormemente popular en el siglo xix, aliando significados originales turcos a la antigua mitología y al folclore tradicional. Las flores comenzaron a tener sentidos ocultos, expresando disimuladamente emociones y sentimientos que reprimía, en circunstancias normales, la etiqueta social. Por ejemplo, era impensable que un hombre le dijese a una mujer, en su primer encuentro, que se había enamorado de ella; pero ya resultaba aceptable que le regalase de inmediato un ramo de gloxíneas, símbolos inocultables de amor a primera vista. La simbología floral influyó en la joyería y en el movimiento artístico prerrafaelita y su influencia llegó hasta al mondo de la moda; el manto usado por Isabel II en la ceremonia de su coronación estaba bordado con hojas de olivo y espigas de trigo, con la esperanza de que durante su reinado hubiese paz y abundancia. Constanza, apasionada por las artes humanas y naturales, se convirtió en una especialista en simbología floral, y leía significados subliminales en la presencia de flores.
– Las camelias vinieron de China, donde eran muy apreciadas -explicó la mujer-. Entraron en nuestra cultura gracias a Alexandre Dumas hijo, que escribió La dama de las camelias, una novela basada en la historia verdadera de una cortesana parisiense del siglo xix, una tal Madeleine du Plessis. Por lo que parece, nuestra mademoiselle Du Plessis era alérgica a los perfumes florales y eligió las camelias justamente porque estas flores no tienen perfume. -Observó a Tomás con expresión divertida-. Supongo que sabes qué es una cortesana.
– Ay, mujer, yo soy historiador.
– Bien, ocurre que mademoiselle Du Plessis usaba todos los días un bouquet de camelias, ora blancas durante veinticinco días, para señalar a los hombres su disponibilidad; ora rojas en los restantes, para indicar que esos días no había nada para nadie.
– Oooh -exclamó él, fingiéndose contrariado.
– Verdi se inspiró en la novela de Dumas y escribió La Traviata, en la que adaptó ligeramente la historia de la dama de las camelias. En la ópera de Verdi, la heroína se ve forzada a vender sus joyas y recurre a las camelias para sustituirlas.
– Pobrecita -comentó Tomás con una sonrisa burlona-. Pobre mujer -añadió contemplando las flores que su mujer había colocado en la sala-. Debo entonces deducir que, si has comprado camelias rojas, significa que hoy no hay nada para nadie.
– Deduces bien -asintió Constanza con un suspiro-. Estoy agotadísima.
Tomás la observó con atención. Su mujer mantenía la expresión melancólica que lo sedujera cuando se conocieron en la Facultad de Bellas Artes. En aquella época, él estudiaba historia en la Universidad Nova de Lisboa y sus destinos se cruzaron a causa de una conversación entre muchachos, cuando Tomás ovó hablar por primera vez de la belleza de las chicas que cursaban Bellas Artes. «Unas verdaderas obras maestras», bromeó Augusto en el patio de la Nova, después del almuerzo, a primeras horas de una tarde calurosa de primavera, muy satisfecho por el juego de palabras. «Sólo te puedo decir que sus padres fueron unos artistas. Un día vienes conmigo y ya verás: son unas tías estupendas.»Como es de suponer, acabaron yendo. Arrastrado por sus compañeros, Tomás se presentó un día en el bar de Bellas Artes para almorzar y pudo confirmar el rumor que circulaba en la universidad; no había facultad en Lisboa donde se cultivase tanto la belleza como en Bellas Artes. Intentaron entablar conversación con las chicas en la cola del bar, unas rubias vaporosas y bien arregladas, pero ellas los ignoraron altivamente. Después de pasar por la caja, deambularon por el comedor bandeja en mano, casi perdidos, en busca del mejor sitio para sentarse; eligieron una mesa junto a la ventana, parcialmente ocupada por tres chicas, una de ellas una morena escultural: «La naturaleza es generosa», observó Augusto con un guiño de ojos, acercándose con sus compañeros a la beldad.
La morena se interesó por los ojos verdes de Tomás, pero el muchacho prefirió dedicar su atención a una de sus amigas, una muchacha de piel blanca como la leche, salpicada de pecas en la nariz y con unos ojos castaños medio perdidos, tal vez soñadores. No fue la sensualidad lo que le llamó la atención, sino la dulzura; ella no era un caramelo, no era un pastelillo ni un bote de miel; era un bombón, uno de aquellos cremosos que bailan en los ojos y resecan la boca. Sus gestos suaves, lánguidos, transmitían una naturaleza que, a primera vista, parecía blanda, nostálgica, suave, aunque eso, como llegó a descubrir con el tiempo, no pasaba de una mera ilusión: bajo aquella apariencia tierna se escondía un volcán, tras aquella gata mansa se agitaba una leona implacable. No salió de allí sin sonsacarle su número de teléfono. Dos semanas más tarde, y después de regalarle sus primeras madreselvas, informado de antemano que significaban promesa de amor devoto y fiel, Tomás besó a Constanza en la estación de Oeiras y se fueron a pasear cogidos de la mano por el vasto arenal de la playa de Carcavelos.
La memoria del pasado se transformó en el rostro inmóvil de Margarida, como si Tomás hubiese viajado en el tiempo y volado hasta el presente; la fotografía de su hija le sonreía sobre el mueble, al lado de un manojo de camelias.
– Oye, ¿no era ahora, a primeros de año, cuando la niña tenía que volver a la consulta?
– Sí -confirmó Constanza-. Tenemos que llevarla la semana que viene a ver al doctor Oliveira. Voy mañana a Santa Marta a buscar los análisis porque el médico querrá estudiarlos.
– Las visitas al médico me agobian -se desahogó Tomás.
– Y la agobian a ella -replicó la mujer-. No te olvides que de un momento a otro la tendrán que operar…
– No me hables de eso.
– Por favor, Tomás, te guste o no te guste, tienes que apoyarme en esto.
– Vale, vale.
– Es que ya estoy harta de llevar esta carga prácticamente sola. La niña necesita apoyo y no doy abasto con todo el trabajo. Tienes que ayudarme más, al fin y al cabo eres su padre.
Tomás se sentía rodeado. Los problemas de Margarida sobrecargaban a su mujer, y él, por más que se esforzase, parecía incapaz de resolver la mitad de los problemas que Constanza, con su sentido práctico, solucionaba en todo momento.
– No te preocupes: iré contigo a ver al doctor Oliveira.
Constanza pareció calmarse. Se recostó en el sofá y bostezó.
– Bien, me voy a acostar.
– ¿Ya?
– Sí, tengo sueño -dijo incorporándose-. ¿Te quedas?
– Sí, me quedaré un ratito más. Voy a leer algo y después me iré también a la cama.
La mujer se inclinó sobre él, lo besó levemente en los labios y se marchó, dejando el aroma cálido de su Chanel 5 perfumando la sala. Tomás se dirigió a la estantería de los libros, rascándose la cabeza, indeciso; acabó eligiendo los Selected Tales, de Edgar Allan Poe; quería releer The Gold Bug, el cuento sobre un escarabajo de oro que, a los dieciséis años, había agudizado el interés que le despertara el Mundo de Aventuras por el criptoanálisis.
Sonó el móvil, interrumpiendo su lectura cuando ya iba por la tercera página del cuento.
– ¿Dígame?
– Hi. ¿Puedo hablar con el profesor Noronha?
El acento era brasileño, pero pronunciado por un extranjero de lengua inglesa; por el tono nasal, Tomás supuso que era estadounidense.
– Soy yo. ¿Quién habla?
– Mi nombre es Nelson Moliarti, soy un adviser del executive board de la American History Foundation. Lo estoy llamando desde New York…, perdón…, Nueva York.
– ¿Cómo está?
– Estoy okay, gracias. Disculpe, señor, que lo llame a esta hora. ¿Lo molesto?
– No, de ninguna manera.
– Oh, good -exclamó-. Profesor, no sé si conoce nuestra fundación…
La voz quedó en suspenso, como esperando confirmación.
– No, no la conozco.
– No importa. La American History Foundation es una organización estadounidense sin fines de lucro dedicada a apoyar estudios en el ámbito de la historia del continente americano. Nuestra sede se encuentra en Nueva York y tenemos en marcha, en este momento, un importante proyecto de investigación. Pero ha surgido un problema complicado que amenaza con arruinar todo el trabajo ya hecho. El executive board me ha encargado que busque una solución, lo que he hecho en las dos últimas semanas. Hace media hora presenté un briefing al board con una recomendación. La recomendación ha sido aceptada y por eso lo estoy telefoneando.
Se hizo una pausa.
– ¿Sí?
– ¿Profesor Noronha?
– Sí, sí, estoy aquí.
– Usted es la solución.
– ¿Cómo?
– Usted es la solución para nuestro problema. ¿Sería posible que nos viésemos en Nueva York?