Capítulo 16

La puerta del ascensor se abrió con un zumbido aspirado y Tomás salió al vestíbulo. El patio de la tercera planta de la Biblioteca Nacional, en Lisboa, era un lugar sombrío, taciturno, vacío; la penumbra se insinuaba por los rincones, brotando de los pasillos desiertos, instalándose a lo largo de las paredes desnudas, sólo disipada por la claridad que se difundía desde las anchas ventanas, abiertas hacia la terraza y hacia las copas de los árboles que ondulaban a la distancia. Sus pasos retumbaban por el vestíbulo, reverberando metálicamente en el mármol pulido del suelo. El historiador cruzó aquel espacio despojado, empujó las puertas acristaladas con marco de aluminio y entró en la sala de lectura.

La zona de los libros raros se concentraba en una habitación estrecha y corta, considerablemente más pequeña que el salón de lectura de la planta baja. Enormes ventanas rasgaban la pared exterior de un extremo al otro, llenando la sala de luminosidad y decorándola con el verdor contiguo al edificio. Las paredes se veían cubiertas de estanterías, repletas de catálogos y volúmenes diversos, viejas preciosidades ordenadas lado a lado con lomos de tela. Inclinados sobre las mesas, dispuestas como en un aula, varios lectores consultaban antiguos manuscritos; aquí un pergamino desgastado, allí un elegante libro miniado, por todas partes raídos tesoros bibliográficos cuyo acceso sólo estaba permitido a los académicos. El recién llegado reconoció algunos rostros familiares; al fondo se sentaba un viejo catedrático de la Universidad Clásica, hombre delgado e irritable, con barbas blancas en punta, inclinado sobre un códice medieval; allá, en la esquina, un joven y ambicioso profe-sor auxiliar de la Universidad de Coimbra, con mofletes y un bigote abundante, atento a un agrietado Libro de Horas conventual; aquí, en la primera fila, una muchacha delgada y nerviosa, con el pelo mal arreglado y la ropa descuidada, sin duda una estudiante empollona, hojeaba una publicación hecha jirones, era un viejo catálogo, gastado por el uso y por el tiempo.

– Buenas tardes, señor profesor -saludó la empleada desde el mostrador, una señora de mediana edad con gafas de carey, vieja conocida de los feligreses habituales de aquellos archivos.

– Hola, Odete -respondió Tomás-. ¿Cómo está?

– Bien -dijo y se levantó-. Voy a buscar lo que ha pedido.

Tomás había presentado una solicitud en la víspera, se trataba de una norma imprescindible para la consulta directa de manuscritos raros y valiosos. Se sentó en un lugar libre junto a la ventana y se quedó esperando, inseguro acerca de lo que encontraría. Abrió la libreta de notas y revisó la información que había recogido sobre el autor del documento que venía a consultar. Ruy de Pina, había averiguado, era un alto funcionario de la corte que gozaba de la plena confianza de don Juan II. Asistió como diplomático a las grandes disputas con Castilla y fue el enviado de la Corona portuguesa a Barcelona, en 1493, para tratar con los Reyes Católicos la situación creada por el viaje de Cristóbal Colón a «Asia». Participó en los preparativos para las negociaciones que llevaron al año siguiente al Tratado de Tordesillas, el célebre documento que dividió el mundo entre Portugal y Castilla. Después de la muerte del Príncipe Perfecto, de quien fue testamentario, se convirtió en cronista de la corte, escribiendo la Crónica de D. João II, a más tardar a principios del siglo xvi, en pleno reinado de don Manuel.

El sonido de unos pasos que se acercaban irrumpió en la cadena de pensamientos y en el desfile de informaciones compiladas, arrancando a Tomás de sus notas como un ruido que invade un sueño y lo disuelve para despertarlo en la realidad. Era Odete que venía con un volumen en brazos; la empleada de la biblioteca soltó pesadamente el manuscrito sobre la mesa y esbozó una mueca de alivio.

– ¡Aquí está! -exclamó casi jadeante-. Trátelo bien.

– Quédese tranquila -dijo sonriendo Tomás, sin quitar los ojos de la obra.

El compacto volumen presentaba una tapa de piel marrón y la referencia de la signatura en el lomo: Códice 632. Abrió el manuscrito y sintió el olor dulzarrón del papel viejo que se liberaba de su interior: era el perfume aprisionado por el tiempo que se soltaba al fin del largo cautiverio. Hojeó el documento con cuidado, hasta con deferencia, sujetando cada página con delicadeza, pasándola con la yema de los dedos, cuidadoso, como si acariciara una reliquia. Las hojas se veían amarillentas, con manchas, las iniciales ornadas a pluma, la tinta de un amarillo tostado que contrastaba con los trazos negros que exhibían las fotocopias dejadas por Toscano en su cofre. La primera página señalaba el título de la obra: Chronica de El Rey D. João II. Tomás se puso a hojear el códice despacio, recorriendo cada página, leyendo palabra por palabras, a veces saltando párrafos, hojas enteras, siempre en busca del enigmático fragmento analizado en las fotocopias. Como las copias mostraban que el capítulo que buscaba no estaba numerado, y no había mención del número de las páginas, se vio forzado a proseguir con lentitud en su busca, recorriendo la difícil ortografía del portugués del siglo XVI.

Se detuvo en la página setenta y seis. Allí figuraba la «n» ornada, lanzando la frase «al año siguiente de m… y estando el Rey en el lugar de Vall de parayso…». Volvió la hoja y estudió el extremo de la página, siempre en busca de la parte de los espacios en blanco junto a las referencias a Colón. La encontró. Acto seguido, sintió que el corazón le daba un vuelco; abrió la boca, con los ojos vidriosos ante aquel fragmento, viendo y negándose a creerlo. Al comienzo de la cuarta línea, a la izquierda, una mancha blanquecina bajo las palabras «nbo y taliano» había una corrección. Era una raspadura.

La raspadura.

Tomás se aflojó el cuello, sofocado, parecía que buscaba aire, y miró a su alrededor, como si estuviera ahogándose y buscase auxilio. Quería gritar el descubrimiento, ansiaba dar voces por el fraude al fin desenmascarado, pero la sala parecía ajena a aquel instante de revelación, sumergida en la modorra de la tarde gris, entregada a una indolencia de estudio perezoso.

Volvió a concentrarse en la hoja del manuscrito, temiendo que hubiese desaparecido lo que había visto. Pero no, la raspadura aún estaba allí, sutil pero inocultable, parecía reírsele en la cara; el historiador meneó la cabeza, repitiendo mentalmente la ineludible conclusión a la que le conducía. Alguien había corregido la Crónica de D. Joao II. El fragmento que identificaba la nacionalidad de Colón había sido alterado; una mano desconocida había borrado el texto original y lo había sustituido por «nbo y taliano», de modo que quedaba «Xrova colo nbo y taliano». ¿Quién lo habría hecho? ¿Por qué lo habría hecho? Aún más importante: ¿qué decía el texto original? Sí, ¿qué decía el texto original? Esta última pregunta comenzó a martillarle la mente, insistente, obstinada, insidiosa. ¿Cuál era el secreto que la corrección había borrado? ¿Quién era, al fin y al cabo, Colón? Alzó el códice y lo acercó a la ventana, colocando la hoja a contraluz para intentar ver si podía vislumbrar algo por debajo de la corrección. Pero la raspadura no traicionó su secreto; se mantuvo opaca y densa.

Impenetrable.

Después de pasar más de diez minutos intentando ver lo invisible, Tomás decidió cambiar de táctica. Tendría que ir a hablar con un experto en equipos de imagen electrónica avanzada para evaluar la posibilidad de acceder a eventuales vestigios del texto raspado. Cogió el volumen y se levantó del lugar donde estaba; se acercó a la recepción y depositó la obra sobre el mostrador de madera.

– ¿Ya está? -se sorprendió la empleada, alzando los ojos de una novela barata que leía inclinada sobre el escritorio.

– Sí, Odete. Me voy.

La empleada cogió el códice para llevarlo de vuelta al depósito.

– Están pidiendo mucho este manuscrito -comentó, mientras se acomodaba el volumen bajo el brazo.

Tomás ya estaba en la puerta cuando escuchó la observación.

– ¿Cómo?

– Piden mucho el Códice 632 -repitió Odete.

– ¿Lo piden? ¿Quiénes?

– Mire, hace unos tres meses estuvo consultándolo el profesor Toscano.

– Ah -comprendió Tomás-. Sí, el profesor Toscano debe de haber estado estudiando el códice, eso debe de…

– Pobre profesor. Morirse así en Brasil, tan lejos de la familia.

Tomás lanzó una interjección con la lengua y suspiró, con una expresión resignada de circunstancias.

– Es la vida, ¿qué se le va a hacer?

– Pues sí -confirmó Odete-. Y yo me quedé aquí con la respuesta a la petición que me hizo. No sé ahora qué hacer.

– ¿Qué petición?

La empleada balanceó el manuscrito, mostrándolo.

– Este es el códice -dijo-. El profesor pidió una imagen de rayos X a nuestros laboratorios. La respuesta me llegó hace dos semanas, más o menos, y yo no sé qué hacer.

Tomás volvió a acercarse al mostrador, con una expresión intrigada en sus ojos.

– A ver si he entendido. ¿El profesor Toscano le pidió pasar el manuscrito por rayos X?

Odete se rio.

– No, profesor. El pidió rayos X sólo de una hoja del códice. Una sola.

Sólo podían ser rayos X de la hoja raspada.

– ¿Dónde está eso?

– Ah. -Señaló un pequeño armario por debajo del mostrador y apoyado en la pared-. En mi cajón.

El historiador se inclinó sobre el mostrador y observó el cajón, con el corazón ya a saltos.

– Odete, hágame un favor. Muéstremela.

La empleada volvió a depositar el volumen sobre el mostrador y se agachó junto a su lugar. Abrió el cajón, revolvió el interior y sacó de allí un sobre enorme.

– Aquí está -dijo, extendiéndole el gran sobre blanco con un logotipo de la Biblioteca Nacional de Lisboa en el rincón del remitente-. Mire.

Tomás rasgó el sobre por un ángulo y sacó lo que parecía ser una imagen de rayos X, casi semejante a las que se sacan de los huesos. Pero, en vez de revelar una parte cualquiera del esqueleto, la fotografía registraba la página de un texto. Con una mirada superficial, el historiador enseguida se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba de la página raspada del Códice 632. Como un imán, los ojos fueron atraídos por el lado izquierdo de la cuarta línea, el fragmento donde se había hecho la corrección. Aún se reconocían los trazos de «nbo y taliano» añadido sobre la raspadura. Pero, mezclados con éstos, asomaban otros trazos en el mismo fragmento; confusos, borrosos, envolviéndose las líneas unas en otras. Tomás acercó los ojos a aquel fragmento de texto y se concentró en el formato de las letras y en la manera en que se asociaban para formar palabras; intentó distinguir las líneas originales, diferenciándolas de las añadidas posteriormente. Torció la cabeza para seguir la evolución de los trazos misteriosos, atento a sus curvas, intentando descifrar el sentido que encubrían las letras raspadas.

De repente, casi como por encanto, como si hubiese sido tocado por un genio mágico o iluminado por una inspiración divina, el texto original se le hizo claro. Tomás entendió, por fin, lo que Ruy de Pina había escrito realmente en la primera versión; la verdad asomó en el texto y le llenó el alma.

El misterio estaba desvelado.


La estructura de cantería blanca se alzaba por encima de la sábana resplandeciente y verdusca del agua, con un vigor frío bajo la energía calurosa del sol del mediodía; era como si un castillo medieval hubiese sido construido en pleno río, soberbio y orgulloso, un monumento gótico a la memoria de tiempos grandiosos; se elevaba como una especie de nave de piedra, firme entre la ondulación líquida de las olas, verdadero centinela vigilando la entrada del Tajo y protegiendo a Lisboa del manto sombrío de lo desconocido, de aquel Adamastor difuso que permanecía oculto más allá de la línea del horizonte, un fantasma inmerso en la inmensidad infinita del océano.

Tomás recorrió el pontón y se deslizó sobre las aguas blandas de la margen del río, los ojos fijos en la obra de joyería de piedra hacia la cual se dirigía. La Torre de Belém crecía frente a él con un primor majestuoso, la torre alta y distante mirando la plataforma ancha, como si la torre fuese el puente y el baluarte a proa de una rígida carabela del siglo xvi, ambos unidos por una gruesa maroma de piedra rematada por graciosos nudos; las garitas estaban coronadas por cúpulas en gajos, como las de las mezquitas almohades; los balcones exhibían ajimeces y las barandillas revelaban su encaje; por todos lados se mostraba la cruz de la Orden Militar de Cristo, el símbolo templario portugués visible sobre todo en los merlones de los parapetos, y orgullosas esferas armilares, esculpidas en piedra y exhibidas con altivez.

El historiador se internó en la fortaleza y desembocó en el punto de encuentro, íntimamente divertido con la obsesión que su interlocutor revelaba por los monumentos más emblemáticos de los descubrimientos. Nelson Moliarti lo esperaba apoyado en las almenas del baluarte, junto a una de las garitas delanteras, mascando un chicle.

– Tengo buenas noticias -soltó Tomás, con euforia apenas contenida, mientras le tendía la mano al estadounidense para saludarlo.

– ¿Ah, sí?

– Sí. -Alzó la cartera marrón, mostrándosela a su interlocutor-. He concluido la investigación.

Moliarti sonrió.

– ¿De verdad?

– Puede creerlo.

– Menos mal, menos mal. Entonces cuénteme.

Apoyado en las almenas que bordeaban el monumento, Tomás reprodujo las revelaciones resultantes de sus desplazamientos a Jerusalén y a Tomar. Habló con tamaña intensidad que se abstrajo de todo. Las gaviotas revoloteaban ruidosamente alrededor, graznando melancólicamente, algunas rozando la cúpula bulbosa de las garitas con sus vuelos rasantes; la brisa salada del mar perfumaba el aire, era el aliento profundo del océano que brotaba de las aguas y llenaba el viento con su vaho fresco y vigorizador; las olas se deshacían mansas sobre la base de la Torre de Belém, acariciando la piedra, abrazándola, como si le besasen los pies. Pero a toda esta ópera de color y sonido y fragancia Tomás permaneció indiferente, sólo preocupado por desvelar el misterio que lo perseguía durante los últimos meses. Moliarti lo escuchó con una actitud impasible, impenetrable, casi sin sorpresa; el semblante sólo se alteró en la parte final, cuando el historiador reveló lo que había ocurrido en la Biblioteca Nacional.

– ¿Dónde están esos rayos X? -quiso saber el estadounidense, repentinamente ansioso.

– Aquí están -reveló Tomás, señalando la cartera con un gesto.

– Muéstremelo.

El portugués se acuclilló junto a la base de las almenas, abrió el maletín marrón y sacó un sobre ancho con el logotipo de la Biblioteca Nacional. Se enderezó, abrió el sobre y sacó de su interior la hoja plastificada de los rayos X, que extendió a Moliarti.

– Aquí tiene.

El estadounidense recorrió con la vista los rayos X con mal disimulada ansiedad y deprisa miró a Tomás, esbozando una expresión interrogativa.

– ¡Vaya! No entiendo. ¿Dónde está la revelación?

El historiador se acercó a la hoja y señaló el lado izquierdo de la cuarta línea.

– ¿Ve esto?

Moliarti se esforzó por distinguir algo en lo que observaba.

– Sí… -dijo titubeante, inseguro en cuanto a lo que había allí.

– ¿Puede entender lo que está escrito?

– Bien…, pues… ni por asomo.

– Es natural -intervino sonriente Tomás-. Hay aquí una superposición de textos, el raspado y el que está encima. Fíjese en que el sobrepuesto se encuentra más oscuro. Dice «nbo y taiano». Pero usted debe concentrarse en las líneas grises, más claras. Mire.

Moliarti acercó los ojos a la cuarta línea, casi como si fuese miope.

– Sí -comprobó-. Hay algo ahí, sí.

– ¿Logra entenderlo?

– Sí…, pues… es una «n» y…, y una «a»…

– Bien. ¿Y después?

– Parece… ¿una «l»?

– Es una «d». ¿Y qué más?

– Y una «o».

– Exacto. ¿Entonces qué queda?

– «Nado.»-Muy bien. ¿Y las palabras siguientes?

– Bien…, pues…, parece haber ahí una «e» y una «n», ¿no?

– Sí.

– Lo que da «en».

– ¿Y lo que está por debajo del final de «ytaliano»? Preste atención, que es difícil…

– Bien -titubeó Moliarti-. Comienza por una «c» y después…, ¿después es una «n»?

– Una «u».

– Ah, sí. Una «c» y una «u». Y viene…, viene una «b». Es una «b», ¿no?

– Sí.

– Y una «a».

– Muy bien. Entonces lea toda la frase, por favor.

– «Nado en cuba.»Tomás observó al estadounidense con la sonrisa de quien posee el saber.

– ¿Ha entendido?

Moliarti releyó la frase, inseguro.

– No.

– Entonces vamos a la última palabra de la tercera línea -indicó Tomás, señalando el lugar-. Aquí está escrito «colo», que, en el texto raspado, permite obtener la frase «colo nbo y taliano».

– Sí…

– La palabra «colo» no fue raspada, según puede comprobar en los rayos X. Pero hay dos letras, originalmente añadidas a esa palabra, que fueron borradas y que los rayos X revelan. ¿Cuáles son?

El estadounidense se concentró en aquel fragmento.

– Son…, son una «n» y una «a».

– ¿Entonces cómo se debe leer?

– ¿«Na»?

– Sí. Pero ¿cómo se debe leer esa sílaba cuando se la añade a «colo»?

– ¿«Colona»?

El historiador esperó un instante, hasta que se hiciese la luz en la mente de Moliarti.

– Entonces dígame. ¿Cuál es la frase original?

– Pues…, no entiendo.

– Léame la frase tal como la escribió originalmente Ruy de Pina. Léamela.

– Bien… Queda «colona nado en cuba».

– ¿Ha entendido?

– No del todo.

Tomás se pasó la mano por el pelo, ya algo impaciente.

– Nelson, preste atención a lo que voy a decirle. Ruy de Pina, a principios del siglo xvi, escribió la Crónica de D. João II. Cuando llegó el momento de relatar el famoso encuentro entre Colón y el rey de Portugal a su regreso del viaje a América, el cronista pensó que la información confidencial ya se había vuelto obsoleta y reveló el secreto. Ese texto primordial fue entregado a un copista, que comenzó a transcribirlo en el manuscrito que hoy conocemos como Códice 632. Cuando el copista terminó, alguien que lo leyó, posiblemente el propio rey don Manuel, se quedó horrorizado por la revelación de la identidad de Colón y mandó alterar la información. Al final de la tercera línea, donde estaba escrito «colona», se borró el «na» final y quedó «colo». En la cuarta línea, donde se leía «nado en cuba», borraron el texto y escribieron «nbo ytaliano» por encima de la raspadura. Como esta última frase es ligeramente más pequeña que la original, el copista se vio forzado a estirar la palabra «ytaliano» y quedó «y taliano». Aun así, sobró espacio. El manuscrito original de Pina acabó destruido y las restantes copias, designadas Pergamino 9 y Códice Alcobacense, fueron hechas a partir del Códice 632. Fue así como, donde antes se leía «a Ribo a Restelo, en lixboa Xpova colona en cuba», pasó a leerse «a Ribo a Restelo, en lixboa Xpova colo nbo y taliano». -Hizo una pausa-. ¿Está claro?

– Sí -respondió Moliarti aún vacilante-. Pero dígame, ¿qué quiere decir «colona nado en cuba»? No lo entiendo.

– Comencemos por «nado en cuba». «Nado en» significa «nacido en». «Cuba» es el lugar donde él nació. «Nado en cuba.» Es decir, «nacido en Cuba».

– ¿Nacido en Cuba? Pero ¿cómo es eso posible? Cuando él nació, que yo sepa, Cuba aún no había sido descubierta…

Tomás se rio.

– Nelson, él no nació en la isla de Cuba.

– ¡Ah! ¿Entonces dónde nació?

– Nació en la villa de Cuba.

– ¿En la villa de Cuba? ¿Qué villa de Cuba?

– En el sur de Portugal hay una villa llamada Cuba. ¿Ha entendido ahora?

Moliarti abrió la boca, estupefacto. Había, por fin, comprendido.

– ¡Aaaahhh! -exclamó-. Colón nació en una villa llamada Cuba…

– Exacto -confirmó Tomás-. Es lo que realmente escribió Ruy de Pina en el manuscrito original. El navegante nació en Cuba. Esta información, además encaja con los vínculos familiares de Colón. ¿Se acuerda de que le dije que huyó a Castilla en 1484 para escapar del rey?

– Sí.

– ¿Por qué razón huía del rey?

– Por estar implicado en la conspiración para matar a don Juan II.

– ¿Y en 1484 quién dirigía esa conspiración?

– El duque de Viseu.

– Justamente. Era el hermano de la reina al que don Juan II acuchilló hasta matarlo ese mismo año. Ahora voy a darle una información adicional. El duque de Viseu era también duque de Beja. ¿Me entiende?

– Pues… no.

– Beja es una importante ciudad del sur de Portugal. Queda cerca de la villa de Cuba. El duque de Viseu y Beja tenía, como es natural, familiares y amigos en las regiones de Viseu y Beja. Colón, nacido en Cuba, cerca de Beja, era uno de ellos.

El estadounidense desorbitó los ojos, como si hubiese acabado de tener una idea.

– ¿Cree que…, cree que existe alguna relación entre Cuba, la isla, y…, y…?

– Ya me estaba dando cuenta de que usted no hacía la relación -interrumpió Tomás impaciente-. Es evidente que existe una relación entre los nombres de la isla de las Antillas y de la villa portuguesa donde nació Colón. -Miró a su interlocutor-. Oiga, cuando el Almirante llegó a aquella isla de las Antillas la llamó Juana. No obstante, poco tiempo después, decidió cambiarle el nombre y empezó a llamarla Cuba. Durante años se pensó que ello se debía a la forma en que algunos indígenas se referían a su tierra: Colba. Pero esa explicación, Nelson, es limitada. Por ejemplo, los indígenas de la gran isla vecina también tenían un nombre para su tierra y, no obstante, Colón mantuvo la designación que le había dado originalmente: La Española. Lo mismo ocurrió con muchas otras islas, donde, a pesar de que ya existían nombres indígenas, el Almirante optó siempre por mantener el nombre que les diera cuando las descubrió. La excepción fue Juana. -Tomás esbozó una expresión interrogativa-. ¿Por qué? ¿Por qué sólo le cambió el nombre a esta isla? ¿Qué tenía de especial? ¿Por qué no hizo lo mismo con las otras islas? Sólo hay una explicación. Al escuchar la palabra Colba en boca de los nativos, Colón, comprobando que había cierta semejanza entre esa designación y el nombre de su tierra natal en Portugal, decidió rebautizar la isla. Pero, en vez de llamarla Colba, como hacían los indígenas, la llamó Cuba. Cuba, la tierra donde él verdaderamente nació -dijo guiñando el ojo-. Fue, digámoslo así, un homenaje privado a sus raíces.

– He entendido -murmuró Moliarti-. ¿Y qué quiere decir «colona»?

– Era, por lo visto, el verdadero nombre cristiano del Almirante: Colona.

– No shit.

– He estado comprobando las cartas genealógicas de aquella época. Existía realmente en aquel entonces una familia portuguesa llamada Colona, cuyo nombre aparecía a veces con una «n», a veces con dos. Se trataba de los Sciarra Colona, o Colonna. Sciarra remite a Guiarra. O Guerra. Y Colonna remite a Colon. Lo que enlaza los cabos sueltos del misterio. ¿Se acuerda de la confusión de los nombres del Almirante, cuando aparecían en todas partes, y alternadamente, Colon, Colom, Colomo, Colonus, Guiarra y Guerra? Su origen común no era, como es evidente, Colombo, nombre que el navegante nunca usó, sino Sciarra Colonna. ¿Y se acuerda de que Hernando Colón contó que fue a Piacenza y descubrió las tumbas de sus antepasados? Es que los Colonna eran, justamente, oriundos de Piacenza, tal como los antepasados paternos de la primer mujer del Almirante, los Palestrello, nombre que se aportuguesó en Perestrelo.

– ¿Me está diciendo que Colón era un portugués de origen italiano?

– Cristóvam Colonna era un hidalgo portugués de origen italiano y portugués, eventualmente con un lado judaico. Los Sciarra Colonna, cuando vinieron de Piacenza, se mezclaron con la nobleza portuguesa, algo muy normal en aquella época. No fue por casualidad que Hernando Colón reveló que el verdadero nombre de su padre remitía al latín Christophorus Colonus. Colonus de Colonna, y no de Colombo, porque si no sería Columbus. Y, como también se llamaba Sciarra, se explica que diversas fuentes, incluidos Anghiera y testigos que declararon en el «pleyto de la prioridad», afirmasen que el verdadero nombre del descubridor de América era Guiarra o Guerra. Cristóvam Sciarra Colonna. Cristóvam Guiarra Colon. Cristóvam Guerra Colom.

– ¿Y de dónde le viene el origen judío?

– En aquel tiempo había muchos judíos en Portugal. Eran protegidos por los nobles, a quienes frecuentaban. Es natural que se diesen mezclas de sangre. Además, casi todos los portugueses tienen sangre judía en las venas, sólo que no lo saben.

Nelson Moliarti recorrió con la vista el espejo sereno del agua. Sintió la brisa levantarse y respiró hondo, llenando los pulmones con el aire vigorizador del vasto estuario, saboreando el aroma liberado por el encuentro del río con el mar.

– Felicidades, Tom -dijo por fin, con un tono monocorde y sin apartar los ojos del Tajo-. Usted ha desvelado el misterio.

– Creo que sí.

– Se merece el premio. -Desvió la atención de la superficie líquida y reluciente que rodeaba la torre y clavó su mirada en Tomás-. Medio millón de dólares. -Guiñó el ojo y esbozó una sonrisa sin humor, enigmática-. Es mucho dinero, ¿no?

– Pues… sí -admitió el portugués.

Tomás se sentía cohibido hablando del premio prometido por la fundación, pero, al mismo tiempo, se había convertido en su preocupación principal. Medio millón de dólares era realmente mucho dinero. Tal vez no sirviese para reconquistar a Constanza, pero sería, sin duda, útil para ayudar a Margarida. Era mucho, mucho dinero.

– Okay, Tom -exclamó Moliarti, apoyándole la mano en el hombro, casi paternal-. Voy a hablar a Nueva York y presentar mi report. Después lo llamo para arreglar las cuentas y entregarle el cheque. ¿De acuerdo?

– Sí, claro.

El estadounidense colocó la hoja plastificada de los rayos X en el sobre gigante y lo levantó, como si saludase con él.

– Ésta es la única copia, right?

– Sí.

– ¿No hay otra?

– No.

– Me quedo con ella -dijo.

Se volvió, atravesó el baluarte del monumento con la actitud de quien llevaba prisa y desapareció por la boca oscura de la pequeña puerta de acceso a la torre, por debajo de la elegante barandilla saliente y rasgada en arcos y columnas que tanto embellecía la fachada sur de la Torre de Belém.


Nelson Moliarti pasó cuatro días sin dar noticias. Hasta que, la noche del quinto día, telefoneó a Tomás para fijar un encuentro a la mañana siguiente. Después de la llamada, el historiador se dejó estar en la sala, con el televisor encendido en un concurso, hasta sentirse mortalmente aburrido. Cansado del tedio sin sentido, Tomás decidió que no aguantaba quedarse más tiempo en casa, la soledad lo oprimía, lo sofocaba ya; se levantó en un impulso, impaciente y, como si tuviese prisa, se puso una chaqueta y salió a la calle.

Deambuló por la avenida de circunvalación con las ventanillas del coche abiertas, ansiando las caricias frías de la brisa marítima, perdido en algún rincón del laberinto de su complicada vida, buscando un rumbo, una salida cualquiera, una posada donde encontrar consuelo. Se sentía terriblemente solo. Pasaba las noches en una angustiosa soledad y la combatía con patéticos intentos de aturdirse con el trabajo, preparando clases, corrigiendo exámenes, leyendo y examinando los últimos estudios de paleografía que caían en sus manos. Constanza parecía haber cortado todos los vínculos con él, reduciéndolos solamente a las entregas de Margarida para los paseos quincenales de padre separado; pero aun esos paseos se interrumpían últimamente por accesos de fiebre de su hija, que la obligaban a pasar los fines de semana en cama. En un momento de desesperación, de crisis de soledad, había llegado a buscar a Lena, pero la sueca no había vuelto a las clases y tenía el móvil con una grabación que decía que el número no correspondía a ningún abonado; posiblemente, concluyó, había desistido del curso y se había ido del país.

Giró por la rotonda frente a la playa de Carcavelos, recorrió la calle de viviendas que bordeaba la Quinta dos Ingleses y aparcó junto a la estación de tren. Cruzó el apeadero y se dirigió al centro comercial. Aquél era un lugar cargado de recuerdos, punto de visita obligatoria en sus tiempos de estudiante; allí iba con Constanza cuando no había los grandes shoppings de ahora y el centro comercial de Carcavelos era el sitio de moda, el ancladero de las matinés frías y de los ligues ardientes, de los romances dulces y del alegre vagabundeo. Un profundo sentimiento de nostalgia se abatió sobre él, inundando sus sentidos, entorpeciendo su voluntad. Todo a su alrededor exhalaba un aire impregnado con el olor de Constanza, con los recuerdos de su noviazgo, con el perfume de la juventud desaparecida; cada esquina, cada sombra, cada tienda, le traía recuerdos de tiempos despreocupados, felices, cuando ambos paseaban cogidos el uno del otro, abrazándose y abrazando el futuro, ingenuos y soñadores, compartiendo fantasías y proyectos, viviendo la vida contentos con lo que ella les daba, como jóvenes en un estado de ociosa inconsciencia; ese aroma olvidado se cernía aún sobre el centro comercial, sólo visible para quien lo conocía, era una bruma perdida que exhalaba la indefinible reminiscencia de las emociones agotadas en el tiempo. Aquel le parecía embrujado por su juventud, como si él y Constanza fuesen otros, una parejita retenida en el pasado; veía ahora a la pareja pasar por debajo de aquella farola, allí, ambos recortados por la luz amarillenta, dos fantasmas de veinte años que se enseñoreaban de este lugar familiar sumidos en la pasión pura de quien está comenzando a vivir, ajenos al espectador que los observaba desde algún punto del futuro; acechando esos espectros enclaustrados en el tiempo, un inmenso mar de nostalgia llenó a Tomás, con los sentidos martirizados por la marea de los años, sufriendo con aquel doloroso e inefable sentimiento de quien siente la felicidad para siempre perdida.

Entró en un café del centro comercial y pidió un mixto caliente. Miró a su alrededor y notó los cambios; las mesas eran diferentes, pero el lugar seguía siendo el mismo; allí estaba la ventana junto a la cual ambos habían merendado una de las primeras tardes en que salieron juntos, con la estación visible del otro lado de la calle; Tomás se acordaba de aquel día, de aquellas sensaciones, de aquella conversación de descubrimiento mutuo, de aquella exploración de sublime encantamiento; era un fin de semana soleado y habían hablado sobre la familia, sobre el hermano de Constanza fanático de las motos y sobre los sueños que la movían, la idea de convertirse en una gran pintora y un día exponer cuadros en la Tate Gallery, proyectos de fantasía que tenía la vaga certidumbre de llegar a concretar un día.

Tomás acabó el mixto caliente y concluyó que necesitaba con urgencia distraerse. Salió del café, pasó por la chocolatería y bajó hasta el sótano, en dirección al cine. Los carteles anunciaban el pase de dos películas, El club de la lucha, con Edward Norton y Brad Pitt, y El secreto de Thomas Crown, en la nueva versión con Pierce Brosnan y Rene Russo. En condiciones normales, habría elegido esta última; pero, sintiéndose solo y melancólico, optó por la película más violenta, creyó que era la mejor manera de romper aquel sopor nostálgico en el que estaba hundido. Compró una entrada y, como faltaban quince minutos para que comenzase el próximo pase, se dirigió al bar para comprar unas golosinas. El bar era una novedad del cine de Carcavelos; en sus tiempos de estudiante aquel espacio no existía. Se trataba, al fin y el cabo, de una respuesta de la vieja sala a la oferta «gastronómica» de los nuevos shoppings, una señal triste de que los tiempos efectivamente habían cambiado: aquél era el mismo sitio, pero se había vuelto diferente. Mientras esperaba un momento junto a la barra, sintió añoranza del cine tal como era antaño, siempre lleno, con un largo intermedio en la mitad de la película, y al que iba cogido de la mano con su novia; cuando llegó su vez en la cola, pidió unas palomitas dulces y las pagó; la camarera le entregó las palomitas en un pequeño cartucho de papel reciclado y Tomás dio media vuelta para dirigirse a la sala.

Fue en la puerta del bar donde se encontró con ella. Constanza entraba en el lugar; tenía un aspecto fresco, limpio, ordenado, bonita como a los veinte años, sólo un poco más madura; llevaba un vestido blanco, con flores rojas y amarillas, ceñido a la cintura, que se abría en una falda alegre, como se usaba en los años 50. Tomás sintió que su corazón le daba un vuelco y se detuvo, con la mirada fija en ella. Constanza lo vio y vaciló; se quedaron los dos quietos a la entrada del bar, como dos niños pillados en falta.

– Hola -dijo él, por fin, atolondrado.

– Hola, Tomás -respondió Constanza, recuperándose de la sorpresa inicial; se volvió hacia un lado y tocó el brazo de un hombre-. Te presento a mi amigo Carlos.

Tomás tomó en ese instante conciencia de que la frontera entre el sueño y la pesadilla es tan tenue como un hilo de seda, de que la transición entre la esperanza y la desesperación es tan delicada como un pétalo lanzado al viento. Sintió que vivía aquel instante embarazoso en cámara lenta, que la terrible escena se reproducía sin parar en su mente, y sus ojos pasaron del rostro hermoso y comprometido de Constanza al semblante de un hombre delgado, de barba rala, traje y corbata, al lado de ella. El hombre miró a Tomás con expresión interrogativa, que pronto se volvió fría, y extendió la mano.

– Encantado -saludó, obviamente poco sincero-. Carlos Rosa.

Como un autómata, casi sintiendo el cuerpo separado de la mente, Tomás estiró su mano y lo saludó.

– ¿Y? -Era la voz de Constanza-. ¿Qué tal te van las cosas?

Tomás la miró perplejo. Se descubrió repentinamente anestesiado por dentro, aturdido, con el corazón que reprimía una furia ciega que le brotaba de las entrañas.

– Pues… bien, sí. ¿Y tú?

– De maravilla. Has venido al cine, ¿no?

– Sí.

– ¿Qué vas a ver?

– El club de la lucha.

Ah.

Pausa incómoda, pesada. La conversación era tensa, hueca, absurda, como todas las conversaciones forzadas de circunstancia, tropezando con las palabras, atolondrándose por el momento inconveniente que había surgido de ese encuentro no deseado. Tomás sintió unas ganas enormes de desaparecer, escapar de allí, dejar de existir.

– ¿Y tú?

Constanza miró a su compañero.

– Nosotros hemos venido a ver El secreto de Thomas Crown.

Aquel «nosotros» representó un golpe brutal, uno más, asestado en el estómago de Tomás, una dura puñalada en lo que aún persistía de sus últimas ilusiones. Constanza ya no decía «yo». Decía «nosotros».

«Nosotros.»No eran ella y Tomás. Nosotros. No era ella sola. Yo. Era ella y el otro. «Nosotros.» Ella y su rival, el hombre que lo había sustituido, aquel que se la había robado. «Nosotros.»

– Pues…, bien…, ya me voy -balbució Tomás, dando un torpe adiós con la mano.

– Que sea buena la película -dijo ella, con los ojos muy abiertos, era imposible distinguir si estaba feliz o triste, incómoda o indiferente.

Tomás huyó del bar, pero no fue a la sala del cine. Siguió hacia delante y salió del centro comercial, casi desesperado, jadeante, fue a la calle a respirar aire puro y afrontar la dura resaca del amor que sabía ahora perdido para siempre.


La multitud hormigueaba por la acera ancha del Rossio, fatigándose en un movimiento desordenado, casi caótico; las personas se cruzaban con expresiones variadas: unas aceleradas, con los ojos fijos en la calle; otras vagando, mirando el infinito; algunas observando la masa humana que desfilaba delante de él en medio de aquel tumulto nervioso e impaciente. Entre estos espectadores se incluía Tomás, sentado en la terraza del café Nicola, con las piernas cruzadas, saboreando con una mirada ausente un café humeante.

De aquella mole difusa de gente surgió, como si se hubiese materializado desde la nada, Nelson Moliarti; llevaba traje y corbata y llegaba cuarenta minutos después de la hora fijada.

– Sorry -se disculpó el estadounidense, acercó una silla y se sentó-. He estado hablando con John Savigliano, en Nueva York, y me retrasé.

– No Importa -comentó Tomás, esforzándose por sonreír-. Para variar, esta vez me tocó esperar a mí. Es justo.

– Sí, pero no me gusta llegar tarde.

– ¿Qué quiere tomar?

– Pues… una infusión de jazmín y un pastel de nata, si hay.

Tomás llamó al camarero y le comunicó el pedido. El hombre tomó nota, dio media vuelta y desapareció dentro del Nicola.

– ¿Cómo está Savigliano?

– Oh, bien -respondió Moliarti, con los ojos danzando en algún punto más allá de Tomás, como si no quisiera encararlo-. John está bien.

– Usted parece preocupado…

– No, no -negó el estadounidense- -. Sólo que… tenemos que hacer cuentas, ¿no?

– Sí, claro.

Moliarti apoyó los codos sobre la mesa y, por primera vez, fijó su mirada en Tomás.

– Tom, según lo acordado debo pagarle los dos mil dólares por semana de salario y el medio millón de dólares de premio, tal como hablamos en Nueva York. -Carraspeó-. ¿Cuándo quiere la pasta?

– Bien…, pues… Casualmente me vendría bien ahora…

El hombre de la fundación sacó una chequera del bolsillo interior y preparó la estilográfica, pero mantuvo la mirada clavada en el historiador.

– Le dejo ahora el cheque, Tom, pero hay una condición adicional.

– ¿Sí?

– Se trata de la confidencialidad.

– ¿Confidencialidad? -se sorprendió Tomás-. No entiendo…

– Todo el trabajo que usted ha hecho para nosotros es confidencial. ¿Ha entendido?

– ¿El trabajo es confidencial?

– Sí. Ni una palabra sobre esos descubrimientos.

Tomás se rascó el mentón, intrigado.

– ¿Se trata de alguna estrategia comercial?

– Es una estrategia nuestra.

– Sí, pero ¿cuál es la idea? Mantenernos muy calladitos ahora para después hacer un gran lanzamiento en el momento de la publicación, ¿no?

Moliarti miró alrededor de la terraza, como si temiese que alguien lo escuchara, y volvió a centrar su atención en el portugués.

– Tom -dijo, bajando el tono de voz-. No va a haber publicación.

El historiador desorbitó los ojos, estupefacto.

– ¿Cómo?

– Esos descubrimientos no serán publicados. Ni ahora, ni nunca.

Tomás se quedó un largo instante con la boca entreabierta, incapaz de articular el asombro que sentía con esta noticia.

– Pero…, eh… -balbució-. Eso…, pues… no tiene sentido.

– Es una decisión tomada en Nueva York.

– Pero ¿por qué? ¿No confían en el material acaso?

– No es eso.

– Las pruebas son sólidas, Nelson. El asunto es polémico, es verdad. Va a haber una reacción negativa por parte del establishment, hay historiadores que se van a volver locos si se les derrumba la versión oficial, dirán que todo es pura fantasía, un disparate, un embuste…

– Tom.

– … ya los estoy viendo, histéricos y fuera de sí, soltando insultos, clamando a los cielos. Pero, en resumidas cuentas, las pruebas que tenemos son seguras. Seguras, ¿ha oído? Yo respondo por ellas.

– Tom, no es eso, ya se lo he dicho.

– ¿Entonces qué es?

– No vamos a publicar la investigación. Punto final.

Tomás se inclinó sobre la mesa, acercándose lo más posible al estadounidense.

– Nelson, hemos hecho un descubrimiento extraordinario. Hemos desenterrado un secreto de quinientos años. Hemos deshecho un enigma que desde hace siglos intriga a los historiadores. Hemos iluminado una zona de tinieblas en el conocimiento. Con estos datos nuevos, vamos a cambiar totalmente el enfoque del descubrimiento de América y revelar cosas importantes sobre los descubrimientos. ¿Qué historia es esa de no publicar nada, eh? ¿Cuál es la idea?

Moliarti suspiró.

– Tom, a mí esto me gusta tan poco como a usted. Pero la fundación quiere que sea así. Las órdenes de John han sido muy claras. No puede haber divulgación de estos descubrimientos.

– Pero ¿por qué?

– Porque los responsables de la fundación lo entienden así.

– Disculpe, Nelson, pero eso no es una respuesta. ¿Por qué razón entienden ellos que no deben revelarse estos descubrimientos?

Moliarti se mantuvo un instante callado, debatiéndose entre lo que podría y no podría decir. Casi instintivamente, volvió a observar de reojo a las personas alrededor de la mesa y, respirando hondo, se inclinó una vez más acercándose a su interlocutor.

– Bien…, pues… Es una institución para fomentar los…, los estudios americanos -titubeó-. Usted forma parte de la fundación, debe saberlo.

– Yo soy un mero empleado de la American History Foundation -dijo Moliarti, llevándose la palma de la mano al pecho-. No soy el dueño. El jefe es John Savigliano, él es el presidente del executive board. ¿Conoce a las otras personas del board?

– No.

– Jack Mordenti es el vicepresidente. Están también Paul Morelli y Mario Ghirotto. ¿Esos nombres no le dicen nada?

– No.

– Fíjese, Tom. -Moliarti levantó un dedo para señalar cada nombre-. Savigliano, Mordenti, Morelli, Ghirotto. Hasta la secretaria de John, la señora Racca, aquella mujer mal encarada que usted conoció en Nueva York. ¿Qué nombres son ésos, eh?

– ¿Qué nombres son ésos? Discúlpeme, pero no entiendo la pregunta…

– ¿Cuál es su origen?

– Pues… ¿Italianos?

– Sí, pero ¿de dónde?

Tomás esbozó una expresión de intriga.

– Pues… ¿de dónde? De Italia, supongo…

– De Génova, Tom. Italianos de Génova. La American History Foundation es una institución financiada por capitales genoveses o estadounidenses de origen genovés. El nombre de pila de Savigliano es Giovanni, que se transformó en John cuando salió de Génova a los doce años y se fue a vivir a Estados Unidos. Mordenti nació en Brooklyn y, a pesar de su nombre de bautizo, Joseph, Jack en el colegio, en casa siempre lo han llamado Giuseppe. El padre de Paul Morelli era Paolo Morelli, procedente de Nervi, una aldea cerca de Génova. Y MarioGhirotto vivo aun hoy en Génova, tiene un hermoso apartamento en la Piazza Campetto. -Apretó los dientes-. Estos tipos, amigo, están muy orgullosos de ser conciudadanos del descubridor de América, el hombre más famoso de la historia después de Jesucristo. ¿Le parece que aceptarían publicar un estudio que prueba que Colón, al fin y al cabo, no era genovés sino portugués? -Se golpeó la frente con el índice-. ¡Nunca en la vida! ¡Ni pensarlo!

Tomás seguía paralizado, con los ojos muy abiertos, la expresión vidriosa ante aquella revelación, entendiéndolo todo y no queriendo creer en nada.

– ¿Ustedes… son genoveses?

– Ellos son genoveses -dijo subrayando el «ellos», al tiempo que forzaba una sonrisa-. Yo no. Yo nací en Boston y mi familia es de Brindisi, al sur de Italia.

– Sea como fuere, Nelson, ¿cuál es la relevancia de la nacionalidad? Que yo sepa, los italianos son honestos. ¿No reconoce el propio Umberto Eco que Colón era portugués?

– Umberto Eco no es genovés -recordó Moliarti.

– Pero es italiano.

El estadounidense suspiró.

– No seamos ingenuos, Tom -dijo con un tono paciente-. Fíjese: si la fundación estuviese en manos de estadounidenses oriundos de Piacenza, puede estar seguro de que los descubrimientos se publicarían inmediatamente. Incluso otros italianos o italoamericanos, aunque tal vez a regañadientes, aceptarían divulgar esas revelaciones. Pero tiene usted que comprender que pedirles eso a los genoveses es demasiado; a fin de cuentas, ellos se enorgullecen de su Cristoforo Colombo y no se puede esperar que reciban todo esto con satisfacción, ¿no?

– Pero la verdad es la verdad.

– Lo lamento mucho, Tom. Su investigación no podrá darse a conocer.

– ¡Esa sí que es buena!

– Tom -dijo Moliarti, alzando la mano para pedirle que lo escuchara-. El premio sólo se entregará bajo el compromiso de confidencialidad.

– ¿Cómo?

Moliarti colocó en la mesa unos folios con un texto legal previamente preparado.

– Sólo recibirá el medio millón de dólares si firma este contrato de confidencialidad.

– Ustedes no pueden hacer eso.

– Las órdenes de John son muy claras. Usted firma y recibe el medio millón de dólares.

– ¿Y si no firmo?

– No recibe nada.

– No fue éste el acuerdo hecho en Nueva York, Nelson. Me prometieron un premio si llegaba a desvelar la investigación secreta del profesor Toscano. He cumplido mi parte, hagan el favor de cumplir la que les corresponde a ustedes.

– Cumpliremos, Tom. Pero primero tiene que comprometerse a mantener la confidencialidad sobre estos descubrimientos.

– ¿Ustedes quieren comprarme por medio millón de dólares?

– No diga eso…

– ¿Usted cree que yo estoy a la venta? ¿Eh? ¿Usted cree realmente que es posible hacerme callar con dinero, sea la cantidad que fuere?

– Tom, la fundación no aceptará la publicación de estos descubrimientos. Toda la investigación que usted hizo pertenece a la fundación. Es la fundación la que decidirá qué hacer con los descubrimientos resultantes del trabajo realizado.

– Esta investigación, estimado Nelson, pertenece al profesor Toscano. Yo me he limitado a seguir las pistas que él dejó.

– El profesor Toscano trabajaba para la fundación.

– Trabajaba para la fundación en lo que se refiere a las investigaciones sobre Brasil, no a los trabajos sobre Colón.

– Le explicamos, en el momento oportuno, que todo su trabajo era para la fundación. Usó un presupuesto de la fundación para investigar los orígenes de Colón, por ello su trabajo pertenece a la fundación.

– Ah, ahora entiendo por qué razón la viuda de Toscano está tan disgustada con ustedes…

– Eso no interesa. Lo que interesa es que su investigación y el trabajo de Toscano son propiedad de la fundación.

– Son propiedad de la humanidad.

– No ha sido la humanidad la encargada de pagar las cuentas, Tom. Ha sido la American History Foundation. Todo eso se lo explicamos también al profesor Toscano.

– ¿Y él?

Moliarti se quedó momentáneamente cortado.

– Pues… tenía otro punto de vista.

– Os mandó a freír espárragos, eso es lo que hizo. E hizo muy bien. Si no hubiese muerto, a estas alturas ya estaría todo publicado, no le quepa la menor duda.

El estadounidense volvió a mirar alrededor, casi con miedo. Comprobó que nadie estaba escuchándolos, se inclinó una vez más sobre la mesa y susurró, pronunciando las palabras casi con un hilo de voz imperceptible.

– Tom, ¿quién le ha dicho que el profesor Toscano murió de muerte natural?

Tomás se quedó helado.

– ¿Cómo?

– ¿Quién le ha dicho a usted que el profesor Toscano murió de muerte natural?

– ¿Qué está insinuando? ¿Que fue asesinado?

Moliarti se encogió de hombros.

– No lo sé -murmuró-. Le juro que no lo sé, ni quiero saberlo. Pero, si quiere que le diga lo que pienso, siempre me pareció extraño el timing de la muerte del profesor. Falleció dos semanas después de una gran discusión con John y en un momento en que el pánico dominaba en la fundación. El executive board entendió en ese momento, después de tan áspera discusión, que el profesor Toscano publicaría todo, ocurriera lo que ocurriese. Y dos semanas después, wham!, el hombre murió en Río de Janeiro, bebiendo un zumo de mango. Muy oportuno, ¿no le parece?

– ¿Usted me está diciendo que esta gente sería capaz de matar para mantener un secreto como el que nos ocupa?

– Le estoy diciendo que hay que tener cuidado. Le estoy diciendo que más vale un historiador vivo con medio millón de dólares en el bolsillo que un historiador muerto que deja a su familia en la miseria. La verdad es que no sé si la muerte del profesor Toscano fue natural o no. Sólo sé que, de haber sido natural, fue sin duda una feliz coincidencia para la fundación.

– Pero ¿entonces por qué me contrataron? Con la muerte del profesor Toscano, el secreto se mantenía a salvo…

– Estaba el problema de la prueba.

– ¿Qué prueba?

– Nosotros sabíamos que el profesor Toscano había encontrado la prueba de que Colón no era genovés, pero no sabíamos qué prueba era ésa ni si estaba fácilmente disponible. Necesitábamos descubrirla, la fundación no se podía dar el lujo de dejarla por ahí, suelta, arriesgándose a que otros llegaran a encontrarla. Usted fue el instrumento que nos permitió llegar a ella.

– ¿Se está refiriendo al Códice 632?

– Sí.

Tomás se rascó la cabeza, con un gesto de intriga.

– Disculpe, Nelson, pero no logro entenderlo. Gracias a la iniciativa que ustedes promovieron, yo llegué al Códice 632, un documento que prueba justamente lo que la fundación no quería que se probase. Aunque yo me comprometa a quedarme callado, recibiendo así el medio millón de dólares con el que quieren sobornarme, ¿qué garantía tiene la fundación de que yo no le transmito el secreto a un colega mío y lo mando consultar el Códice 632, eh?

Moliarti sonrió.

– No le serviría de nada.

– ¿Ah, no? ¿Y cuando se encuentre con la parte raspada en la tercera y cuarta líneas, después de «colo» y sobre «nbo y taliano»? ¿Y cuando pida rayos X de esa hoja? ¿Eh? ¿Qué ocurrirá entonces?

El estadounidense se recostó en la silla, extrañamente confiado.

– ¿Usted se ha dado cuenta, Tom, de que llegué con retraso a nuestra cita?

Tomás esbozó un gesto de sorpresa, no entendía qué tenía de relevante esa pregunta en el contexto de lo que conversaban.

– Sí. ¿Y?

– ¿Sabe por qué razón llegué más tarde?

– Se quedó hablando con Savigliano, ya me lo ha dicho.

– Eso fue lo que yo le dije. La verdad es que estuve pegado a la radio y a la televisión -dijo antes de guiñarle el ojo-. ¿Ha escuchado hoy las noticias, Tom?

– ¿Qué noticias?

– Las noticias del asalto, tío. El asalto de anoche a la Biblioteca Nacional.


Un obrero tenía los pies apoyados sobre una mesa, intentando mantener el equilibrio para colocar un ancho cristal en la ventana, cuando Tomás irrumpió en la sala de lectura de la zona de libros raros. Una mujer de la limpieza barría algunas astillas que brillaban desparramadas por el suelo, eran trizas de cristales, y se oían martillazos más atrás, sin duda un trabajo de carpintería.

– Está cerrado, señor profesor -anunció una voz.

Era Odete por detrás del mostrador, muy roja y retorciéndose nerviosamente los dedos.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tomás.

– Ha habido un asalto.

– Eso ya lo sé. Pero ¿qué ha ocurrido?

– Cuando llegué al trabajo esta mañana, me encontré con ese cristal roto y con que habían forzado la puerta que da a la sala de los manuscritos. -Odete sacudió la mano frente a su cara, como un abanico-. ¡Ay, válgame Dios, aún me siento sofocada…! -La bibliotecaria soltó un suspiró-. Disculpe, señor profesor. Estoy muy angustiada.

– ¿Qué han robado?

– Me han robado la tranquilidad, señor profesor. Me han robado la tranquilidad. -Se llevó la mano al pecho-. ¡Ay, Virgen Santa, qué susto que me he dado! ¡Qué susto!

– Pero ¿qué han robado?

– Aún no lo sabemos, señor profesor. Estamos ahora inventariando los manuscritos para ver si falta alguno. -Sopló con fuerza, como si tuviese vapor retenido en el cuerpo-. Pero mire, hace un momento le decía yo a la policía que, para mí, esto ha sido obra de drogadictos. Andan por ahí unos muchachos con un aspecto que no veas, barbudos y piojosos. No son universitarios, no, señor, que a ésos los conozco yo muy bien. Son gamberros de lo peor, ¿se da cuenta? -Se llevó los dedos a la boca, simulando que tenía un cigarrillo-. Gente que fuma porros, marihuana y sabe Dios qué más. Salen en busca de ordenadores para venderlos por ahí por unos pocos billetes. De manera que…

– Déjeme ver el Códice 632 -interrumpió Tomás, impaciente y alarmado.

– ¿Cómo?

– Vaya a buscar el Códice 632, por favor. Necesito verlo.

– Pero, señor profesor, hoy está cerrado. Tendrá que…

– Tráigame el Códice 632 -insistió abriendo mucho los ojos con la actitud de quien no admite réplica-. Ahora.

Odete vaciló, sorprendida por aquella actitud vehemente, pero se decidió por no discutir la petición y desapareció rumbo a la sala donde se guardaban los manuscritos antiguos. Tomás se sentó en una silla de la primera fila y se quedó tamborileando en la mesa, nervioso, preparándose para lo peor.

Instantes más tarde, Odete reapareció en la sala de lectura.

– ¿Y?

– Aquí está -dijo ella.

Llevaba en las manos un volumen con la tapa de piel marrón. Al ver la obra allí, a salvo, Tomás suspiró de alivio y sintió que su pecho se liberaba de un peso opresivo. «Qué susto que me ha dado Moliarti», pensó.

– Cabrón, estuvo a punto de derrumbarme -se desahogó en voz baja.

Odete le entregó el manuscrito y el historiador sintió su peso. Después observó la tapa y la contratapa. Todo impecable. La signatura Códice 632 permanecía pegada al lomo. Abrió el volumen y estudió el título en portugués del siglo xvi. Chronica de El Rey D. João II. Hojeó las páginas amarillentas, manchadas por el tiempo, hasta llegar a la hoja setenta y seis. Buscó la cuarta línea y se quedó mirando las primeras palabras: «nbo y taliano». Allí estaban los espacios sospechosos entre estas palabras. Pasó la yema del índice sobre la línea, para sentirla raspadura, pero la superficie se revelaba limpia. Frunció el ceño, sorprendido. Pasó nuevamente el dedo.

Todo liso.

Acercó los ojos, casi sin creerlo. No había vestigios de la raspadura. Nada de nada. Era como si nunca hubiera existido. Se llevó la mano a la boca, estupefacto, sintiendo que se le iba el alma a los pies. No sabía qué pensar. Miró toda la hoja, buscando huellas de cortes, indicios de ranuras, señales de pegaduras, diferencias en el papel, una pequeña imperfección, cualquier cosa, por minúscula que fuese. Pero nada. La hoja parecía impecable, inmaculada, genuina. Sólo había desaparecido la raspadura. Trabajo de profesionales, pensó, casi con ganas de llorar. Meneó la cabeza, profundamente desanimado, la conclusión era ineludible, final. Falsificadores profesionales. Copiaron la hoja original y la sustituyeron por otra sin dejar marcas, cubriendo huellas, ocultando pistas. Profesionales.

– Hijos de puta.

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