Capítulo 19

No hay mayor dolor que el de alguien que ha perdido a un hijo. Tomás y Constanza pasaron meses aturdidos por la muerte de Margarida, como si se hubiesen desinteresado por las cosas, como ajenos a la vida, abandonándose a una indiferencia enfermiza. Se cerraron sobre sí mismos y buscaron consuelo el uno en el otro, recuperando recuerdos comunes, compartiendo afectos salvados del olvido, y en ese proceso de mutuo confortamiento, protegidos por un capullo que sólo a ellos pertenecía, acabaron acercándose. Casi sin darse cuenta, como si la infidelidad de Tomás se hubiese convertido ahora en un absurdo irrelevante, un lejano acontecimiento del que sólo quedaba un recuerdo difuso e insignificante, volvieron a vivir juntos.

Fueron difíciles los momentos que pasaron los dos en el pequeño apartamento. Cada rincón contenía un recuerdo, cada espacio una historia, cada objeto un instante. Pasaron muchas semanas rondando por el dormitorio de su hija, pasaban junto a la puerta sin atreverse a entrar en la habitación; se trataba de algo que se situaba más allá de sus fuerzas, se limitaban más bien a mirar aquella entrada y a temer lo que se encontraba más allá. Era como si allí se hubiese alzado una barrera infranqueable, el paso a un mundo perdido, un lugar mágico suspendido en el tiempo y cuyo encantamiento temían deshacer. La verdad es que no querían afrontar la realidad de la habitación desierta, ahora transformada en el símbolo de la hija desaparecida.

Cuando, finalmente, franquearon la puerta y se encontraron con las muñecas en la cama, los libros alineados en los estantes y las ropitas guardadas en los cajones, como si todo acabase de ser ordenado, se sintieron como viajeros en el tiempo, de vuelta a la montaña rusa de las emociones; en el aire aún se cernía algo indefinido, un aroma, una manera, un ambiente, algo intacto y dolorosamente cargado de la esencia juvenil de Margarida. Vencidos por la emoción, doblegados por el sufrimiento, huyeron deprisa de la habitación y volvieron a mantenerse alejados. Qué terrible era vivir de ese modo, en esa atmósfera plagada de nostalgia y ensombrecida por el penoso recuerdo de la niña. Sufrían cuando circulaban por la casa, sufrían cuando se alejaban de ella.

Al cabo de algunos meses, llegaron a la conclusión de que no podían seguir así. Los días se sucedían sin rumbo, la existencia se revelaba hueca, la vida parecía haber perdido todo sentido. Recobraron gradualmente la conciencia de que había que hacer algo, cambiar el rumbo de las cosas, detener la caída en el abismo. Un día, sentados en el sofá, en silencio, deprimidos hasta la locura, enfrentados con el callejón sin salida al que los habían llevado las circunstancias, tomaron una decisión. Iban a romper con el pasado. Pero para ello necesitaban un proyecto, una dirección, una luz que los orientase, y deprisa se dieron cuenta de que sólo había un camino, que el destino de la salvación pasaba por dos cosas.

Un nuevo hijo y una nueva casa.

Con el dinero entregado por la fundación, compraron una pequeña vivienda en Santo Amaro de Oeiras, cerca del mar, y se quedaron a la espera del niño que llegase para llenar el vacío de la casa. Lo más extraño es que descubrieron que ambos deseaban un hijo igual a Margarida, con los mismos defectos, incluso los genéticos, si fuese necesario, siempre que llegase con idénticas cualidades, aquella alegría y generosidad con que la niña discapacitada los había conquistado; querían un bebé como quien desea borrar un mal sueño, como si a través de él la hija perdida pudiese al fin regresar junto a los suyos.

La muerte de Margarida llevó a Tomás a reflexionar también sobre el sentido de su integridad profesional. Había vendido el honor a cambio de dinero para salvar a su hija, pero todo se dio después como si hubiese sido castigado por la vergonzosa concesión que se vio obligado a hacer, como si todo aquello no fuese más que una severa lección divina, una prueba de su seriedad, un simple desafío moral del que había salido desastrosamente derrotado. Esta conclusión lo condujo de nuevo a la investigación que había realizado para la fundación estadounidense. Inquieto, perturbado por la idea de que no había estado a la altura de sus deberes, estuvo cavilando largamente en el asunto. Se vio leyendo el contrato incontables veces, hacia delante y hacia atrás, estudiando cada cláusula con lupa, pesando las palabras, analizando las opciones, buscando resquicios, probando fragilidades. Llegó hasta a hablar con Daniel, un primo de Constanza que se había licenciado en Derecho, para evaluar el documento con más rigor.

La verdad es que Tomás no lograba soportar ahora la decisión que se vio forzado a tomar cuando firmó el contrato de confidencialidad a cambio del medio millón de dólares que supuestamente salvaría a Margarida. Lo cierto es que no la salvó y nadie le podía quitar ahora de la cabeza la idea de que la muerte de su hija había sido un castigo por el miserable negocio en que se había metido. El problema se convirtió, poco a poco, en una obsesión. Se les negó la luz a los descubrimientos, es cierto, pero los sentía vivos, disconformes, sublevados, a punto de estallar en su pecho, a rasgarle los huesos, a despedazar su carne y a irrumpir en el mundo en una erupción incandescente. Sin embargo, por más que buscaba formas de lanzar la verdad silenciada, de liberar su grito reprimido, la última cláusula del contrato paralizaba sus movimientos. La ruptura del sigilo le costaría un millón de dólares, dinero del que no disponía.

Había dos verdades que se veía obligado a callar. Una era la verdad objetiva, la verdad ontològica, la verdad histórica en sí, la verdad más allá de la cual todo era falso. El hecho de que el hombre que descubrió América se llamaba Colonna, de que era un hidalgo portugués con sangre en parte judía y en parte italiana, y de que había desempeñado una misión secreta al servicio de don Juan II. Esa verdad permanecía en la sombra desde hacía cinco siglos y parecía condenada a seguir así. La segunda era la verdad moral, la verdad subjetiva, la verdad de quien sólo se siente bien con la verdad, la verdad más allá de la cual todo era mentira. Este era el campo de la ética, de los principios que lo guiaban en la vida, de los valores que dan cuerpo a la honestidad, a la integridad, a la idea de que la verdad tiene que triunfar, cueste lo que cueste, que hay una relación intrínseca entre la verdad, la honestidad y la integridad. Amordazar esta verdad moral era lo que más le dolía; sentía la mentira como una puñalada asestada a todo lo que había creído; sufría el desmoronarse de la ética en torno a la cual había estructurado su vida. Lo que más lo atormentaba era, sin duda, esa traición a su conciencia, era ella el monstruo que lo martirizaba en las pesadillas más sombrías, la daga que llevaba clavada en el corazón, el cáncer que envenenaba sus entrañas, el ácido que corroía su alma y quebraba su voluntad de volver a creer en sí mismo.

Se sentía un vendido. Miserable, sucio, indigno. Por primera vez tomó conciencia de que la verdad tenía un precio, de que él mismo podía sacrificarla en nombre de otro valor. En cierto modo, se identificó con el dilema vivido quinientos años antes por don Juan II. Imaginó por momentos al Príncipe Perfecto sentado en las murallas del Castelo de Sao Jorge, junto a los olivos plantados frente al palacio real, con Lisboa a sus pies, y enfrentado con su propio dilema. Había tierras a occidente y el Asia a oriente. Le gustaría poseer las dos, pero sabía que sólo podría quedarse con una. ¿Cuál elegir? ¿Cuál sacrificar? También él se enfrentó a un dilema y se vio forzado a tomar una decisión. Y la tomó. Dio a los castellanos el descubrimiento del Nuevo Mundo para poder quedarse con Asia. Colón fue su contrato de confidencialidad, Asia su Margarida. Don Juan II tuvo que elegir y eligió; bien o mal, eligió. Fue eso, al fin y al cabo, lo que él mismo, Tomás, había hecho. Había elegido.

Sin embargo, no se resignaba.

Don Juan II sólo comprometió la verdad mientras la mentira le resultaba necesaria para quedarse con Asia. Su hombre de mayor confianza, Ruy de Pina, se encargó después de reparar los hechos cuando consideró que la verdad ya no ponía en peligro la supervivencia de la estrategia portuguesa; y, si no hubiese sido por la intervención de don Manuel, o de alguien en lugar de él, la Crónica de d. Joao II contaría otra historia. Pero Tomás no disponía de ningún Ruy de Pina que pudiese ayudarlo, no tenía a nadie que le escribiese un Códice 632 donde se insinuase la verdad por debajo de las raspaduras de la mentira. Se sentía atado, amarrado por los grilletes de la impostura, doblegado por el peso del compromiso que había aceptado, obediente al destino al que su opción lo había ligado irremediablemente. En resumidas cuentas, había vencido la mentira, yacía muerta la verdad.

Fue en ese instante, sin saber bien por qué, pero fue en ese instante cuando se acordó de la primera concesión que tuvo que hacer, del primer compromiso al que Moliarti lo obligó, de la primera indignidad que había aceptado. Sentado en una bancada del Claustro Real del Monasterio de los Jerónimos, el estadounidense lo había forzado, contra su voluntad, a ir a casa de Toscano a mentirle a la viuda para obtener la información que precisaban para avanzar en el proyecto. Era una pequeña mentira, algo insignificante, minúscula incluso, pero, de todos modos, el primer paso en la dirección que tomó, inexorablemente; la primera inclinación de un terreno que deprisa se abrió a un precipicio, un abismo oscuro y profundo donde enterró lo que le restaba de conciencia. Comprometió la verdad una vez, diciéndose a sí mismo que era una excepción, que no tenía tanta importancia, al fin y al cabo una vez no importa, la vida es realmente así, ¿qué es una mentirijilla frente a un magnífico final? Pero la excepción pronto se convirtió en regla; y allí estaba él, avergonzado, inapelablemente enredado en la maraña traicionera de las telas de la impostura.

Se acordó también de una llama que en el Claustro Real lo iluminó fugazmente, un grito que retumbó por momentos en su conciencia, violento, audaz, tempestuoso; pero, al mismo tiempo, huidizo, efímero. Fue un instante de lucidez pronto silenciado por la voz de la ganancia, un resplandor de luz que deprisa habían apagado las siniestras tinieblas.

Era un poema.

Un poema de Fernando Pessoa. Estaba inscrito en la tumba del gran poeta, en los Jerónimos, grabado en la piedra para durar hasta la eternidad. Hizo un esfuerzo de memoria y las letras se convirtieron en palabras y las palabras se hicieron ideas y cobraron sentido y ganaron esplendor:


Para ser grande, sé íntegro: nada

tuyo exageres ni excluyas.

Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres

en lo mínimo que hagas.

Así en cada lago la luna toda

brilla, porque alta vive.


Repitió el poema innúmeras veces, en voz muy baja; sintió que volvía a encenderse aquella llama perdida, primero tenue, frágil, vacilante, muy distante; pero pronto se dilató, iluminó su corazón, se avivó a medida que la voz crecía, se difundió, le encendió el alma, era ya fuego que ardía en el tumulto de su conciencia, un incendio infernal que forjaba el hierro de su determinación.

Gritó.

«Sé íntegro.» Lo seré.

«Sé todo en cada cosa.»Lo seré.

«Pon cuanto eres en lo mínimo que hagas.» Lo pondré.

«Nada tuyo exageres ni excluyas.» Nada excluiré.

«La luna toda brilla, porque alta vive.» Brillará.

La decisión estaba tomada.


Tomás se sentó frente al ordenador y miró la pantalla vacía. «Necesito otro nombre», fue lo primero que se le ocurrió. Tal vez un seudónimo. «No, un seudónimo no es buena idea. Necesito más bien a alguien que esté por encima de todo, alguien a quien los demás escuchen. Alguien que acepte ser mi Ruy de Pina. Hmm…, pero ¿quién? Un historiador famoso, inevitablemente. No, mirándolo bien, no; un historiador sería demasiado arriesgado; sería muy fácil establecer la relación con él. Mejor alguien diferente, fuera del sistema, alguien que acepte dar el nombre por la verdad que debo revelar. Sí, eso es. Pero ¿quién? Hmm… Vale, después veo quién. Mi prioridad ahora es establecer el modo enunciativo que adoptaré. El contrato me prohíbe escribir ensayos, hacer artículos, conceder entrevistas, dar ruedas de prensa. ¿Y si contase todo esto como una novela? No sería mala idea, ¿no? En rigor, el contrato no lo prohíbe. Es ficción, siempre tengo esa coartada.»«Es ficción. Además, no seré yo quien dé la cara, ¿no? Será otro. Mi Ruy de Pina. Un novelista, alguien así. Buena idea, un novelista. O también, otra idea, ¿por qué no un periodista? No está mal un periodista, esos tipos se enfrentan diariamente con la fábrica de lo real. Hmm… Lo ideal sería un periodista y novelista, hay por ahí unos cuantos, puede ser que convenza a alguno. Bien, después pensaré en eso, hay tiempo. Por ahora voy a concentrarme en lo que tengo que contar, en la realidad que transformaré en novela, en la ficción que usaré para reparar la verdad. A través de la historia escribiré la Historia. Cambiaré los nombres de los participantes, es evidente, y sólo narraré aquello que vi, viví y descubrí. Sólo eso. Bien…, tal vez con excepción de un capítulo introductorio: a fin de cuentas, todo esto comenzó con la muerte del profesor Toscano y yo no estuve presente, ¿no? Entonces, en ese caso, me serviré de la imaginación, ¡qué remedio! Tendré que imaginar cómo murió. Pero yo sé que el profesor falleció bebiendo un zumo de mango y que estaba en la habitación de su hotel en Río de Janeiro. Esos son los hechos. El resto, cómo ocurrieron las cosas, es una cuestión de imaginación. Sólo necesito un pretexto para comenzar. A ver por dónde comienzo. ¿Y qué tal comenzar con él bebiendo el zumo y desplomándose? Hmm… no, eso es demasiado directo. Tengo que comenzar la acción antes de que él muera, unos tres o cuatro minutos antes, así voy preparando al lector. Hasta puedo anunciar al principio que él va a morir, una especie de…, de premonición, de predicción. Ya está, eso es. Tal vez sea mejor empezar por una predicción. Hmm… Y después continúo contando hacia atrás, para crear cierta tensión. Bien, es una idea estupenda, adelante.»Tomás Noronha pensó todo esto durante el largo rato que pasó sentado en la silla, contemplando la pantalla del ordenador, como si estuviese en trance, embriagado por la dulce perspectiva de liberar aquella furia que encarcelaba su alma. Alzó después los dedos y, guiado por una redentora pulsión de verdad, como un director frente a su orquesta, arrancando de violines y trombones una grandiosa sinfonía, atacó, por fin, el teclado y dejó desfilar por la pantalla la melodía de la historia:

Cuatro.

El viejo historiador no sabía, no podía saber, que sólo le quedaban cuatro minutos de vida.

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