Capítulo 3

Las rejas de los portones metálicos ofrecían una visión entrecortada del palacio de Sao Clemente, una elegante mansión blanca de tres pisos cuyas líneas arquitectónicas estaban claramente inspiradas en los palacetes europeos del siglo xviii; el edificio se erguía, esbelto y orgulloso, entre un jardín cuidado y dominado por altos plátanos, palmeras y cocoteros, además de mangos y flamboyants; alrededor de la mansión, la vegetación lujuriosa cerraba filas en las matas densas de Botafogo; y atrás, como un gigante silencioso, se alzaba la cuesta desnuda y oscura del Morro Santa Marta.

Hacía calor y Tomás se limpió la frente al salir del taxi. Se dirigió al portón y, cuando llegó ante las rejas, alzó los ojos hacia la garita del guardia, a la izquierda.

– Por favor -llamó.

El hombre uniformado se estremeció en la silla en la que dormitaba; se levantó, soñoliento, y se acercó.

– ¿Dígame?

– Tengo una cita con el cónsul.

– ¿La ha pedido?

– Sí.

– ¿Cuál es su nombre?

– Tomás Noronha, de la Universidad Nova de Lisboa.

– Espere un momento, por favor.

El guardia volvió a la garita, llamó por el intercomunicador, esperó unos instantes, obtuvo respuesta y fue a abrir el portón.

– Tenga la amabilidad -dijo señalando la entrada principal del palacio- de dirigirse hasta aquella puerta.

Tomás recorrió el empedrado a la portuguesa que conducía al edificio consular, tomando un cuidado especial en no pisar el jardín, y se dirigió al lugar indicado, subiendo por una rampa levemente inclinada. Dejó atrás las escaleras, cruzó la puerta de entrada, labrada en madera oscura, y se encontró con un pequeño recibidor decorado con azulejos del siglo xviii, con motivos de flores y hasta figuras humanas con trajes de la misma época; dos puertas labradas con hojas de oro se encontraban abiertas de par en par y el visitante entró en un vasto vestíbulo donde se destacaba una primorosa mesa D. José en el centro, con una pieza de porcelana encima y una vistosa araña colgada del techo.

Un hombre joven, con el pelo negro peinado hacia atrás y un traje azul oscuro, se acercó al visitante; sus pasos resonaron en el pavimento de mármol.

– ¿Profesor Noronha?

– ¿Sí?

– Lourenço de Mello -dijo el hombre, tendiéndole la mano-. Soy el agregado cultural del consulado.

– ¿Cómo está?

– El señor cónsul vendrá enseguida. -Señaló un salón en el lado izquierdo-. Por favor, vamos a esperar en el salón de fiestas.

El salón era alto y espacioso, aunque no muy ancho. Tenía molduras de hojas de oro en el techo beis y en las paredes pintada^ de color salmón, con varias ventanas altas, a la izquierda, que daban al jardín del frente y estaban adornadas con cortinas rojas recamadas en oro; el piso en composé de maderas brasileñas brillaba con el barniz, reflejando difusamente los sofás y sillones distribuidos por el salón. Tomás dedujo que el mobiliario imitaba el estilo Luis XVI; un enorme cuadro de don Juan II, el rey que había llegado a Río escapando de las invasiones napoleónicas, adornaba la pared junto al rincón donde ambos se sentaron; al fondo del salón reposaba un gran piano de cola, negro y reluciente: un Erard, le pareció.

– ¿Quiere tomar algo? -preguntó el agregado cultural.

– No, gracias -respondió Tomás mientras se acomodaba en la silla.

– ¿Cuándo llegó?

– Ayer por la tarde.

– ¿Vino en la TAP?

– Delta Airlines.

Lourenço de Mello se quedó sorprendido.

– ¿Delta? ¿Delta vuela desde Lisboa hasta aquí?

– No -dijo sonriendo Tomás-. Volé de Nueva York a Atlanta y de Atlanta hasta aquí.

– ¿Usted fue a Estados Unidos para venir a Brasil?

– Pues…, en realidad, sí. -Se movió en la silla-. Ocurre que tuve una reunión en Nueva York con unas personas de la American History Foundation, no sé si la conoce…

– Vagamente.

– … y decidieron que debía venir directamente hasta aquí.

El agregado cultural se mordió el labio inferior.

– Ya, ya entiendo -suspiró-. Ha sido muy desagradable.

– ¿Qué?

– La muerte del profesor Toscano. No se imagina el…

Un hombre de mediana edad, enérgico y elegante, con canas en las sienes, irrumpió en el salón.

– Muy buenos días.

Lourenço de Mello se levantó y Tomás lo imitó.

– Señor embajador, éste es el profesor Noronha -dijo el agregado haciendo las presentaciones-. Señor profesor, el embajador Alvaro Sampayo.

– ¿Cómo está?

– Por favor, póngase cómodo -dijo el cónsul y se sentaron todos-. Estimado Lourenço, ¿ya le has ofrecido un café a nuestro invitado?

– Sí, señor embajador. Pero al profesor no le apetece.

– ¿No le apetece? -El diplomático se asombró y miró a Tomás con gesto reprobatorio-. Es café de Brasil, amigo. Mejor: sólo el de Angola.

– Tendré mucho gusto en probar su café, señor cónsul, pero no con el estómago vacío, me sentaría mal.

El cónsul se golpeó la rodilla con la palma de la mano y se levantó de repente, con vigor.

– ¡Tiene toda la razón! -exclamó, antes de dirigirse al agregado-. Lourenço, vaya a decirle al personal que sirva el almuerzo, ya es hora.

– Sí, señor embajador -respondió el agregado, saliendo para transmitir la orden.

– Venga -le dijo el cónsul a Tomás, empujándolo por el codo-. Vamos a pasar al comedor.

Entraron en el enorme comedor, dominado por una larga mesa de madera de jacarandá, con patas labradas y veinte sillas a ambos lados, todas forradas con tela bourdeaux. Dos arañas de cristal colgaban sobre cada extremo de la mesa, hermosas e imponentes; el techo estaba ricamente trabajado, con claraboyas circulares y un enorme escudo portugués en el centro; el suelo era de mármol alpino, parcialmente cubierto con alfombras de Beiriz; un enorme tapiz, con una escena de jardín inglés del siglo xviii, se alzaba en la pared del fondo. Un pasillo, protegido por cuatro altas columnas de mármol y que daba a un patio interior donde manaba una fuente decorada con azulejos, atravesaba el lado derecho de la sala; la izquierda mostraba ventanas que se abrían de par en par a un lujurioso jardín tropical.

Tres platos de porcelana, con sus respectivos cubiertos de plata y vasos de cristal, se encontraban dispuestos encima de la mesa, en la otra punta, frente al gigantesco tapiz.

– Por favor -indicó el cónsul en la cabecera de la mesa, señalando el lugar a su derecha.

Tomás se sentó y el agregado cultural, que había vuelto, se reunió con ellos a la mesa.

– Ya viene el almuerzo -anunció Lourenço.

– Excelente -exclamó el cónsul mientras se colocaba la servilleta en el regazo y fijaba su mirada en el invitado-. ¿Ha viajado bien?

– Huy…, más o menos. Tuvimos algunas turbulencias.

El diplomático sonrió.

– Pues sí, las turbulencias son tremendas. -Alzó las cejas con malicia-. No me diga, amigo, que le da miedo volar…

– Bueno… No… -titubeó Tomás-. Miedo no es la palabra. Tengo sólo un poco de desconfianza.

Todos se rieron.

– Creo que es una cuestión de hábito, ¿sabe? -explicó el diplomático-. Cuanto más viajamos, menos miedo tenemos a volar. Suele viajar poco, ¿no?

– Sí, viajo poco. De vez en cuando me invitan a dar una conferencia en España, en Italia o en Grecia, o voy a algún sitio a hacer un peritaje o una investigación, pero, en general, me quedo en Lisboa, tengo una vida demasiado complicada para andar por ahí vagabundeando.

Apareció un hombre de uniforme blanco y botones dorados con una bandeja que sirvió sopa. Tomás miró las verduras y reconoció la sopa juliana.

– ¿Esta es su primera vez en Río? -quiso saber el cónsul.

– Sí, nunca había venido aquí.

Comenzaron a comer.

– ¿Qué tal?

– Aún es pronto para emitir un juicio. -Sorbió una cucharada-. Llegué ayer, a última hora de la tarde. Pero por ahora me está gustando mucho, me da la sensación de que es una especie de Portugal tropical.

– Sí, ésa es una buena definición. Un Portugal tropical.

Tomás suspendió la cuchara de sopa por un instante.

– Señor embajador, discúlpeme la pregunta. Si usted es embajador, ¿por qué razón ocupa el cargo de cónsul? ¿No debería ocupar el de embajador?

– Sí, en condiciones normales ocurriría eso. Pero Río de Janeiro es un lugar especial, ¿sabe? El consulado de Río es mejor que la embajada de Brasilia, ¿entiende? -dijo bajando el tono de su voz, como haciendo un aparte.

El invitado abrió la boca y siguió comiendo.

– Ah, entiendo -dijo, aunque mantuvo una expresión de intriga-. ¿Por qué?

– Vaya, porque Río de Janeiro es un sitio mucho más agradable que Brasilia, que queda en una altiplanicie perdida en medio del monte.

– Ah -exclamó, comprendiendo finalmente-. Pero usted ya ha estado en varias embajadas…

– Claro. En Bagdad, en Luanda, en Beirut. Siempre que surgía un lugar complicado, ahí estaba este su humilde y abnegado amigo empeñado en servir a la nación.

Terminaron la sopa y el camarero se llevó los platos. Volvió unos minutos después con una fuente humeante: era lomo de cerdo asado, que sirvió con arroz con tomate y guisantes y hasta patatas asadas. Después llenó unas copas con agua y otras con tinto alentejano.

– Señor embajador, déjeme agradecerle su amabilidad al invitarme.

– Vaya por Dios, no tiene nada que agradecer. Tengo el mayor placer en ayudarlo en su misión. -Comenzaron a comer la carne asada-. Además, después de que usted llamó desde Nueva York, recibí instrucciones del ministerio, en Lisboa, para concederle todo el apoyo que necesite. Las investigaciones relacionadas con los quinientos años del descubrimiento de Brasil se consideran de interés estratégico para el desarrollo de las relaciones entre ambos países, por lo que, créame, no le estoy haciendo ningún favor, me limito a cumplir con mis obligaciones.

– De cualquier modo, se lo agradezco -vaciló-. ¿Ha conseguido obtener las informaciones de las que le hablé por teléfono?

El embajador asintió mientras masticaba un trozo de carne:

– La muerte del profesor Toscano significó el acabose en los trabajos del consulado. No se imagina las dificultades que tuvimos para trasladar el cuerpo a Portugal. -Suspiró-. Fue un verdadero calvario, no sabe hasta qué punto. ¡Válgame Dios! Eran papeles por aquí y formularios por allá, más el interrogatorio policial, los problemas en el depósito de cadáveres y hasta una serie de autorizaciones, sellos y más burocracia. Después vinieron las dificultades planteadas por la compañía aérea. En fin, una fenomenal película de terror. -Miró al agregado-. Y Lourenço pasó las de Caín, ¿no fue así, Lourenço?

– Ah, señor embajador, ni me hable de eso.

– En cuanto a la información que me solicitó, estuvimos viendo los papeles del profesor Toscano y descubrimos que hizo casi todas las investigaciones en la Biblioteca Nacional, pero también en parte en el Real Gabinete Portugués de Lectura.

– ¿Dónde está eso?

– En el centro de la ciudad. -Bebió un trago de vino-. Caramba, este tinto está realmente delicioso -exclamó, alzando la copa a contraluz y analizando el néctar oscuro; miró a Tomás-. Pero usted no debe de tener muchas cosas por descubrir, ¿sabe? El profesor Toscano estuvo aquí sólo tres semanas antes de que le diese el patatús… Eh, perdón…, antes de fallecer.

– Claro, no debe de haber visto muchas cosas.

– Tuvo poco tiempo el infeliz.

Tomás carraspeó.

– Usted ha dicho, señor embajador, que estuvo viendo los papeles del profesor Toscano…

– Ajá…

– Supongo que los habrá enviado a Lisboa.

– Claro.

El agregado cultural tosió, interponiéndose en la conversación.

– No es exactamente así -interrumpió Lourenço de Mello.

– ¿Cómo que no es así? -dijo sorprendido el cónsul.

– Hubo un problema con la valija diplomática y los papeles del profesor Toscano aún están aquí. Saldrán mañana.

– ¿Ah, sí? -exclamó el embajador Alvaro Sampayo, antes de mirar a Tomás-. Mire, al final, los papeles aún están aquí.

– ¿Puedo verlos?

– ¿Los papeles? Claro que sí. -Miró al agregado-. Lourenço, vaya a buscarlos, por favor.

El agregado se levantó y desapareció tras la puerta.

– ¿Y? ¿Qué tal ese lomo asado? -preguntó el cónsul, señalando el plato del invitado.

– Una maravilla -elogió Tomás-. Y esta idea de poner batatas en medio de las patatas es formidable.

– ¿A que sí?

Lourenço de Mello regresó con una cartera en la mano. Se sentó, la abrió sobre la mesa y sacó fajos de papeles.

– Son sobre todo fotocopias y apuntes -explicó.

Tomás cogió los papeles y los examinó. Se trataba de fotocopias de libros antiguos, por el tipo de impresión y de texto calculó que serían del siglo xvi; había textos en italiano, otros en portugués antiguo y algunas cosas en latín, todo lleno de ornees trabajadas y hermosas miniaturas, los trazos realizados a pincel y a pluma. Los apuntes no pasaban de unas notas casi imperceptibles, escritas deprisa; reconoció algunas palabras: aquí «Cantino»; allá «Pinzón»; más allá «Cabral». Aquello era suficiente para entender que estaba ante anotaciones relacionadas con el descubrimiento de Brasil.

Entre aquellos garrapatos, Tomás descubrió una hoja suelta, dos líneas firmes, tres palabras redactadas con inusitado esmero, con todas sus letras escritas con mayúscula; parecían rasgar el papel, la caligrafía revelaba contornos oscuros, insinuantes, como si encerrase una fórmula mágica arcaica, creada por antiguos druidas y olvidada en la niebla de los siglos. Casi irreflexivamente, sin saber bien por qué, como si obedeciese a un viejo instinto de historiador, aquel sexto sentido de ratón de biblioteca habituado al moho polvoriento de los viejos manuscritos, se inclinó sobre la hoja y la olió: sintió surgir de allí un olor arcano, un aroma secreto, una fragancia transportada por un mensajero del tiempo. Como un encantamiento esotérico, que nada revela y todo lo sugiere, aquellas palabras indescifrables exhalaban el enigmático perfume del misterio.


MOLOC

NINUNDIA OMASTOOS


– Qué extraño, ¿no? -comentó Lourenço, intrigado-. Encontraron eso doblado en la cartera del profesor Toscano. No se entiende qué puede ser. ¿Qué demonios querría decir él con ese galimatías?

Tomás permaneció callado analizando la hoja que tenía en sus manos.

– Ajá -se limitó a murmurar, pensativo.

– ¡Válgame Dios! -exclamó el embajador-. Parece flamenco.

– O si no una de esas lenguas antiguas… -conjeturó Lourenço.

El invitado se mantuvo concentrado en aquellas extrañas palabras.

– Tal vez -dijo por fin, sin apartar la vista del texto-. Pero me suena más a un mensaje codificado.

– ¿Qué quiere decir? No entiendo.

– En Nueva York me advirtieron de que el profesor Toscano había cifrado o codificado toda la información relevante que fue descubriendo -explicó Tomás-. Por lo que parece, ponía tanto cuidado en la seguridad que se había vuelto un tanto paranoico. Además, tenía la manía de llenar todo de acertijos -suspiró-. Y por lo visto, no exageraron nada.

– Qué confusión infernal -exclamó el cónsul-. ¿Y usted consigue entender algo?

– Sí, aquí hay algunas pistas -murmuró Tomás-. Para comenzar, este «moloc». Es la primera palabra del mensaje y la única cuyo sentido me parece claro, aunque enigmático.

– ¿Y qué quiere decir?

– Moloc era una divinidad de la Antigüedad. -Se rascó el mentón-. La primera vez que me crucé con esta palabra fue de niño, leyendo un libro de historietas de uno de mis héroes favoritos, Bernard Prince. El álbum se llamaba Le soufflé de Moloch y, si no recuerdo mal, era una historia que transcurría en una isla amenazada por un volcán en erupción, un volcán conocido como Moloch. También leí siendo pequeño algunas historias de Alix, cuyas aventuras se desarrollaban en la Antigüedad e incluían al dios Moloch. Y me acuerdo también de haber echado un vistazo a un libro de Henry Miller titulado Moloch.

– Pero aquí pone Moloc, no Moloch.

– Mire, puede escribirse o decirse Moloc, Moloch o Melech, siempre es el mismo. La palabra original es Melech, que significaba «rey» en las lenguas semíticas. Los judíos la deformaron deliberadamente y en hebreo se convirtió en Molech, para asociar «melech», rey, con «bosheth», vergüenza. Fue así como nació Moloch, aunque la ortografía Moloc sea la más común.

– ¿Y qué rey era ése?

– Era un rey divino y cruel. -Se mordió el labio inferior-. Aunque Moloc signifique «rey», en realidad, se trataba de un dios adorado por los pueblos de Moab, Canaán, Tiro y Cartago, y en su nombre se hacían sacrificios terribles, especialmente la quema de niños primogénitos. -Miró a su alrededor, como si buscase algo-. ¿Tiene por aquí alguna Biblia?

– ¿Una Biblia? -se sorprendió el cónsul-. Sí, claro.

– ¿Puedo verla?

– Voy a buscarla -se ofreció amablemente Lourenço, levantándose de nuevo de la mesa y saliendo de la sala.

– ¿Para qué quiere la Biblia? -quiso saber el cónsul.

– Creo que hay una referencia a Moloc en el Antiguo Testamento -aclaró Tomás-. A lo largo del tiempo, el culto a Moloc fue relacionado con el mito del Minotauro, un monstruo que todos los años se comía a siete muchachos y a siete doncellas en un laberinto cercano al palacio del rey Minos, en Creta. También se lo comparó con el mito de Cronos, que devoraba a sus propios hijos, aunque Moloc se identifique sobre todo con Melkarth, de Tiro, y con Milcom, de los amonitas. Pero ésa es otra historia. Lo importante para mí, ahora, es entender en qué contexto se menciona a Moloc en la Biblia.

– ¡Dios mío! -exclamó el cónsul-. Me estoy dando cuenta de que ese tal Moloc era un personaje tremendo. -Volvió a echar un vistazo al mensaje enigmático-. ¿Qué estaría sugiriendo el profesor Toscano al mencionar a un caballero tan desagradable?

– Eso es lo que yo querría saber.

Lourenço regresó con un volumen en la mano, que dejó en la mesa. Tomás hojeó la Biblia, observando el texto con atención; a veces pasaba varias páginas a gran velocidad, otras se detenía para leer con cuidado un fragmento. Pasados unos minutos, levantó la mano.

– ¡Atención, aquí está!

Los dos diplomáticos se inclinaron sobre el libro.

– ¿Qué?

– La referencia a Moloc. -Señaló un párrafo-. Es una parte en que Dios, por la voz de Moisés, prohíbe que se entreguen niños a Moloc. -Forzó una pausa-. Ahora escuchen -comenzó a leer-: «Será apedreado por la gente del país…, lo eliminaré del pueblo con todos los que, junto con él, hubieren rendido culto a Moloc». -Alzó la cabeza-. ¿No lo decía yo?

– Ah -exclamó el cónsul, sin entender nada-. ¿Y qué quiere decir eso?

– Pues…, no sé -admitió Tomás-. El Código Mosaico prohibió el sacrificio de niños a Moloc, estipulando la pena de muerte para cualquier hombre que ordenase o autorizase la ofrenda de un hijo en sacrificio, aunque el Antiguo Testamento registre muchas violaciones a esta prohibición.

– Pero ¿cuál es la relación de eso con este extraño mensaje que nos ha dejado el profesor Toscano?

– Tendré que verlo con atención. Todo lo que le estoy diciendo son elementos que pueden ayudarnos a descifrar el mensaje, sólo eso. Cuando nos enfrentamos con un mensaje cifrado, o codificado, tenemos que aferramos a las pequeñas cosas que entendemos para poder, a partir de ahí, desvelar la cifra, o descifrar el código, según los casos.

– ¿No es lo mismo?

– ¿Qué?

– Cifra y código.

Tomás meneó la cabeza.

– No totalmente. Un código es una sustitución de palabras por otras palabras, mientras que la cifra implica una sustitución de letras. Podemos decir, si se quiere, que el código es el aristócrata de la familia de las cifras, dado que se trata de una forma compleja de cifra de sustitución.

– ¿Y esto? -preguntó el cónsul, señalando la hoja redactada por el profesor Toscano-. ¿Es un código o una cifra?

– Pues…, no lo sé -replicó Tomás con una mueca-. La palabra «moloc» remite inequívocamente a un código, pero el resto… -Dejó la frase flotando, insinuante, y, después de una lenta consideración, acabó decidiéndose-. No, el resto también debe de ser un código. -Señaló las dos palabras restantes-. ¿Se ha fijado en cómo las vocales se unen a las consonantes, formando sílabas, expresando sonidos? «Ninundia.» «Omastoos.» Estas, señor embajador, son palabras. Una cifra tiene un aspecto diferente, raramente aparecen sílabas, todo presenta un aspecto más caótico, desordenado, impenetrable. Vemos secuencias del tipo hsdb jhwg. Aquí no, aquí las sílabas están presentes, forman palabras, sugieren sonidos. -Mantuvo la mirada fija en la misteriosa frase, no la apartó durante unos segundos, porfiado, con la esperanza de que le saltase a la vista algo que hasta entonces no había percibido, que permanecía oculto bajo aquellas misteriosas palabras, pero acabó sacudiendo la cabeza y rindiéndose-. El problema es que no las entiendo. -Cerró los párpados y se frotó los ojos, previendo el mucho trabajo que le esperaba-. Tendré que estudiar esto con atención.

– ¿Esas palabras no le dicen nada?

– Bien…, «ninundia» y «omastoos», con franqueza…, eh…, no me doy cuenta de qué pueden ser -admitió; su atención se concentró en la primera palabra; la pronunció en voz muy baja y le vino una idea a la mente-. Sí -murmuró-. Este «ninundia» parece el nombre de un lugar, ¿no cree? -Sonrió, ligeramente estimulado por haber detectado lo que le parecía una pista potencial-. Puede ser que la sílaba final, «dia», recuerde a la designación de un lugar.

– ¿Un lugar?

– Sí. Por ejemplo, Norman día, Groenlandia, Finlandia…

– ¿Y?

– Y así tendríamos Ninundia.

– ¿Y cuáles serían sus habitantes? -bromeó el cónsul-. ¿Los ninundos?

– Bueno, es sólo una intuición, nada más.

– Pero, válgame Dios, ¿cuál es el significado de todo esto?

– Voy a tener que estudiar el asunto. Al usar la palabra «ninundia», el profesor Toscano podría estar indicando que la clave de la cifra incluye un lugar. -Abrió las palmas de la mano, con un gesto de impotencia-. ¿Quién sabe? Lo cierto es que se encuentra mencionada aquí una poderosa divinidad de la Antigüedad, el terrible Moloc de Canaán, y se insinúa aparentemente una tierra desconocida, la tal Ninundia. Algo que aún me queda por determinar es qué demonios pretendería decir el profesor Toscano al colocar a este dios y ese posible lugar misterioso en el mismo mensaje. -Miró al cónsul e hizo un movimiento con el papel-. ¿Puedo quedarme con esta hoja?

– No -dijo el diplomático-. Lo lamento mucho, pero todo eso debe entregársele a la viuda.

Tomás soltó un chasquido desanimado con la lengua.

– Ah, vaya -se desahogó-. Qué pena…

– Pero se puede fotocopiar -propuso el embajador Sampayo.

– ¿Fotocopiar la hoja?

– Sí. Ésa y todas las que quiera, siempre que no sean cosas de la vida privada del profesor.

– Ah, menos mal -exclamó Tomás, aliviado-. ¿Y dónde puedo hacerlo?

– Lourenço se ocupará de todo -indicó el cónsul haciéndole una seña al agregado.

– ¿Qué quiere fotocopiar? -preguntó Lourenço, dirigiéndose a Tomás.

– Todo. Me hará falta todo. -Volvió a agitar la hoja que encerraba el enigmático mensaje-. Pero ésta es la más importante.

– Quédese tranquilo -aseguró el agregado cultural-. Enseguida vuelvo.

Cogió todas las hojas y salió de la sala.

– Le agradezco su ayuda -dijo Tomás, mirando al cónsul-. Me resulta muy importante.

– Oh, no es nada. ¿Necesita algo más?

– Da la casualidad de que sí.

– Dígame.

– Necesitaría entrar en contacto con los responsables de las bibliotecas que consultó el profesor Toscano.

– ¿La Biblioteca Nacional y el Real Gabinete Portugués de Lectura?

– Sí.

– Eso está hecho.


El calor apretaba, el sol azotaba la ciudad con implacable violencia y la tarde se extendía frente a él, promisoria y libre; estaban reunidos los tres ingredientes principales que condujeron a Tomás a la playa. La fundación lo alojó en el mismo hotel en el que se había instalado el profesor Toscano, y la llamada del mar, una vez de vuelta en la habitación, se hizo irresistible. Tomás se puso unas bermudas, cogió el ascensor hasta el sótano, pidió una toalla y salió del hotel; recorrió la Rúa Maria Quitéria hasta llegar a la magnífica Avenida Vieira Souto; aguardó el verde para los peatones, cruzó la calle, entró en la rambla y bajó hasta la playa.

La arena, fina y dorada, le quemaba los pies; fue dando saltitos hasta la tienda del hotel y pidió una tumbona y una sombrilla. Dos empleados, ambos negros oscuros y fornidos, con gorra y camisa azul, extendieron una tumbona blanca lo más cerca posible del agua y plantaron en la arena una sombrilla azul y blanca con el logotipo del hotel. Cuando terminaron, Tomás les dio un real de propina. Miles y miles de personas se apiñaban en la playa de Ipanema, no se encontraba en parte alguna más de un metro cuadrado de arena libre. «¡Italia para todos! ¡Veréis qué bueno está!», gritó una voz pasajera. Tomás se sentó en el borde de la tumbona, cogió la crema protectora, la desparramó por su cuerpo y se recostó.

Se puso a mirar a su alrededor. Un grupo de chicos italianos se encontraba extendido justo a su derecha; enfrente estaba sentada una sexagenaria, con sombrero y gafas oscuras, y a la izquierda vio a tres mulatas brasileñas que exhibían enormes senos turgentes; Tomás los observó con atención, le parecieron perfectos, pero se dio cuenta de que eran demasiado perfectos, allí había artes de cirujano. «¡Limón y mate! ¡Matia! ¡Limonada Matia!», entonó otra voz que pasó a su lado. Sintió que la piel le ardía por el choque de los violentos rayos solares y se encogió más buscando el reparo de la sombrilla.

Alguien decía a sus espaldas: «Mira, hija, relájate, ¿me has oído? Relájate, querida…». Volvió la cabeza y vio a un hombre calvo, de más de cincuenta años, tumbado al sol, con el móvil al oído. «Mira, querida, tus hijos se van de vacaciones… pues eso», decía el hombre. Era imposible no escucharlo. «Eso…, pues eso…, se van de vacaciones… y entonces, querida, vas a poder hacer el amor con tu marido, ¿te das cuenta, hija?»Perplejo, Tomás volvió la cara hacia delante e hizo un esfuerzo para ignorar la conversación íntima que aquel padre brasileño mantenía con su hija en medio de la playa apiñada. Intentó concentrarse en lo que ocurría a su alrededor, lo que no era difícil. Una legión de vendedores había tomado la playa por asalto; no transcurrían cinco segundos sin que uno de ellos pasase por delante con los pregones más variados. «¡Pruebe el mate! ¡Pruebe el mate limón!» Un olor agradable acarició sus fosas nasales, mientras el hombre, atrás, daba consejos a su hija sobre el modo mejor de satisfacer sexualmente a su marido. «¡Queso a la brasa! Delicioso. ¡Es el queso del cuajo!» Aquel buen olor era el aroma del queso mientras lo calentaban para un cliente, a la izquierda. «¡Naranja con zanahoriaaaa! ¡Naranja con zanahoriaaaa!» El individuo de detrás aconsejaba a su hija que se dedicase al sexo oral con su marido: «A los hombres les gusta mucho, querida», y fue en ese delicado momento cuando su móvil, como una campana salvadora, comenzó a sonar. «¡Agua mineral y Coca Light! ¡Mate!» Estiró el brazo y atendió. «¡Italia para toooodos! ¡Helados! ¡Italia bien heladaaa!»

– ¿Dígame?

– ¿Profesor Noronha?

– ¿Sí?

– Le habla Lourenço de Mello, desde el consulado.

– Ah, hola. Qué rapidez en llamar…

– Sí. Bien, ya tengo aquí las cosas organizadas para mañana. ¿Puede tomar nota?

– Un momento. -Tomás se inclinó sobre su bolsa y sacó un bolígrafo y una libreta de notas; volvió a acercar el móvil a su oído-. Sí, dígame.

– A las diez de la mañana estarán esperándolo en el Real Gabinete Portugués de Lectura.

– Sí…

– Y a las tres de la tarde, el propio director de la Biblioteca Nacional lo recibirá para ayudarlo en lo que haga falta. Ya está informado de los detalles de su misión y se ha mostrado dispuesto a echarle una mano. Se llama Paulo Ferreira da Lagoa.

– Ajá, ajá…

– ¿Ha tomado nota? Paulo Ferreira da Lagoa.

– … daaa La-go-a. Ya está. A las tres de la tarde.

– Exacto.

– ¿Y cuál es la dirección de estas bibliotecas?

– El Real Gabinete está en la Rúa Luís de Camões, es fácil recordarlo. Cerca de la plaza Tiradentes, en el centro de la ciudad. La Biblioteca Nacional también está por allí cerca, en la plaza donde comienza la Avenida Rio Branco. Cualquier taxi puede llevarlo hasta ahí, no hay problema.

– Muy bien.

– Si necesita alguna cosa más, no dude en ponerse de nuevo en contacto conmigo.

– Estupendo. Muchas gracias.

El hombre que estaba detrás también apagó el móvil y los sonidos de la playa volvieron a llenar sus oídos. «¡Açaííí! [1] ¡Açaí, açaííí! ¡Açaí concentrado con cereales!» Medio mundo se encontraba sentado en sillas y tumbonas, algunos en la arena, la mayoría bajo la protección de sombrillas, unos casi encima de los otros. Ipanema era una Caparica aún más densamente poblada. «¡Empanadillas! ¡Aquí empanadillas!» Grupos dispuestos en círculo jugaban junto al agua a la pelota, que botaba de aquí para allá, mientras los jugadores saltaban entre locos malabarismos. «¡Para los cariocas, para los turistas! ¡Ha llegado el sucolé de Claudinho, el mejor zumo de Río!» Unas parejas jugaban a las palas golpeando la pequeña pelota con asombrosa violencia, mientras varios grupos de personas se enfrentaban a las olas. «¡Pataaatas fritaaas!» A la derecha, al fondo de la playa, encima de Leblon, se alzaban los picos gemelos del Morro dos Dois Irmãos, en cuya ladera, sobre el mar, se extendía la blanca maraña de la favela de Vidigal. «¡Agua! ¡Mate!» Las pequeñas islas Cagarras llenaban de verde el horizonte azul frente a la playa. «¡Bocadillos naturales del bajito mochales!» A la izquierda, más allá de la Pedra do Arpoador, dos cargueros convergían lentamente en la estrecha garganta de la bahía de Guanabara. «¡Empanadiiiillas! ¡Langosta-camarón-palmito-tasajo-plátano-pollo-gallina-pollito-queso-bacalao!» Los vendedores eran un espectáculo aparte, moviéndose con pesadas cargas, sudorosos, oscuros, con gorra y camisas de colores. «¡Bronceadores baratitos! ¡Bronceadores!» Los que ofrecían de comer y beber no paraban de gritar, mientras que los otros se mostraban más discretos, la mayoría deambulaba en silencio, unos pocos murmuraban sus productos. «¿Tatuaje?» Videntes y echadores de cartas zigzagueaban por la arena y había quienes ofrecían protectores solares, pendientes, pulseras, sándalo, dibujos con modelos de tatuajes, gorras, sombreros, camisas, bolsas y bolsos, biquinis, artesanía, gafas, flotadores y cubos de playa, pelotas. «¡Polos de Italiaaa! ¡Polos ricos! ¡De Italiaaa!»Tomás quería reflexionar sobre el enigma del mensaje dejado por Toscano, pero el calor intenso y la animación en la playa le impedían concentrarse en el problema. Se levantó, zigzagueó entre los veraneantes y bajó hasta el mar. El agua besó sus pies y la sintió fresca, tal vez demasiado fría para la reputación de las playas de los trópicos; olas de dos metros se abatían con fragor sobre los bañistas un poco más adelante y algunos aprovechaban para hacer del cuerpo una plancha de surf, usando en su provecho la fuerza del agua y deslizándose en la corriente. El sol calentaba con fuerza, e incidía sobre todo en los hombros, pero la frescura del agua ahuyentó el calor y Tomás volvió al problema que lo obsesionaba.

Lo primero que había que resolver era, naturalmente, el significado del nombre «moloc», si se consideraba sobre todo que esta palabra surgía aislada de las restantes; ¿por qué razón habría recurrido Toscano al cruel dios de Canaán, la divinidad de los sacrificios, para iniciar el enigma? ¿Estaría sugiriendo que la resolución de la clave incluiría un sacrificio? Por otro lado, también se debía considerar la posibilidad de que Toscano hubiese mezclado sistemas de cifra y código en el mismo mensaje; es decir, «moloc» parecía ser realmente un código, o un símbolo de algo, pero Tomás admitió que las otras palabras podían remitir a cualquier tipo de cifra. Si no estuviesen cifradas, el conjunto tendría que responder a un código, lo que, además, era más lógico y verosímil, considerando que parecían palabras. Sin embargo, en ese caso, quedaba sin resolver el problema de «ninundia». Consideró los dos caminos y decidió apartar la hipótesis de que se trataba de una cifra; partiría del principio de que se encontraba frente a un código. Si era un mensaje codificado, ¿qué demonios significaría «ninundia»? ¿Se trataría realmente de una tierra desconocida? Pero ¿cuál era la relación de Ninundia con el dios Moloc? Si lograse entender mejor el vínculo entre ambas partes, meditó, probablemente sería capaz de descifrar la otra palabra codificada, «omastoos», de la misma manera que Champollion, más de doscientos años antes y a partir de dos simples eses y un «ra», había logrado deslindar el misterio de los jeroglíficos.

Se cansó de intentar resolver el problema a la orilla del agua y volvió hasta la tumbona; llegó mojado hasta la cintura y se estiró esperando que lo secase el sol.

– ¡Aaaaaaaah! -gritó alguien a su lado, muy alto.

Dio un salto en la tumbona, con el corazón acelerado, y vio a un hombre con un cuchillo apuntando a la sexagenaria. Un atraco, pensó aterrorizado. Miró mejor y se dio cuenta de que el cuchillo tenía una cosa amarilla clavada en la punta. Y el hombre se presentaba de un modo poco común; era bajo, moreno, usaba guantes negros y una enorme cesta de mimbre equilibrada en la cabeza, una postura extraña que nadie espera ver en un asaltante.

– ¿Piña? -preguntó el hombre del cuchillo.

Era un vendedor de piñas.

– Ay, qué susto -se quejó la sexagenaria.

El hombro esbozó una sonrisa contagiosa.

– De susto, nada. Es que soy un hombre y mi voz es así.

La sexagenaria sonrió y rechazó el trozo de piña que el vendedor le extendía en la punta del cuchillo; el hombre, aun así, le dio las gracias, sonriente, y siguió su camino, siempre con la cesta de piñas equilibrada en la cabeza, como si fuese un ancho sombrero mexicano, y un trozo de la fruta en la punta del cuchillo. Dio unos pasos más y, junto a una muchacha distraída, le gritó al oído.

– ¡Aaaaaaaah! ¿Piña?

La chica dio un salto, lo miró llevándose las manos al pecho, defensiva, y exclamó:

– ¡Qué susto!


No le costó mucho a Tomás descubrir las delicias de Ipanema. Probó los zumos de mango y los de caña en los bares de las esquinas del barrio, acompañándolos con tiernos panes de queso, comprados cuando aún estaban calientes, recién horneados. Al anochecer, y siguiendo el consejo de un botones del hotel, recorrió la Rúa Visconde de Pirajá hasta llegar a la Farme de Amoedo; giró a la izquierda y desembocó en el Sindicato del Chopp, un restaurante abierto a la calle, sin ventanas de cristal, y muy frecuentado. Pidió carne con arroz blanco y frijoles negros, condimentados con caldo verde y farofa, y acompañó la comida con una caipiriña bien fresca. Al lado, una multitud de hombres se concentraba en el bar Bofetada. Tomás los observó con atención y se dio cuenta de que eran homosexuales.

Mientras masticaba la carne tierna, volvió al problema del acertijo de Toscano. Concentró su atención en la palabra «ninundia». Si era el nombre de una tierra desconocida, reflexionó, forzosamente la otra palabra de la misma línea, «omastoos», estaría relacionada con esa tierra; pero relacionada de qué manera, Dios santo. Se acordó de que uno de los más antiguos textos literarios se titulaba Las aventuras de Ninurta, una obra sumeria conservada en lengua acadia. ¿Sería Ninundia una referencia a la tierra de Ninurta? Pero, si mal no recordaba, Ninurta era de Nippur, en el actual Irak, por lo que no podía haber ninguna relación con Brasil. No, concluyó. A pesar de la semejanza entre las dos palabras, Ninundia no podía remitir a Ninurta. Sintiéndose acorralado, Tomás intentó luego descomponer las dos palabras de la segunda línea, pero sus sucesivas experiencias, ensayadas en el mantel de papel del Sindicato del Chopp, fracasaron.

Frustrado, comenzó a interrogarse en cuanto al vínculo entre el mensaje encontrado y la cuestión de fondo, es decir, ¿cuál es la relación entre Moloc y el descubrimiento de Brasil? ¿Sería Brasil Ninundia? Aún más importante era averiguar si el mensaje estaba relacionado de algún modo con el gran descubrimiento que, según Moliarti, reveló haber hecho Toscano: un descubrimiento capaz de revolucionar todo lo que se sabía sobre el periodo de los descubrimientos. Y, ya puestos, ¿qué tiene que ver Moloc con la expansión marítima? ¿Acaso Toscano descubrió que los hombres de la Antigüedad ya habían llegado a Brasil? Sería interesante saberlo, sin duda, pero Tomás no veía hasta qué punto tal información podría revolucionar los conocimientos sobre lo que ocurrió cuando Portugal se hizo a la mar para descubrir el mundo. No, decidió; tiene que ser algo diferente, algo que tenga consistencia. Saber que los hombres de Canaán estuvieron en Brasil, aunque importante, no cambiaría lo que ya se sabía sobre los descubrimientos. ¿O lo cambiaría? Tomás se atormentaba con el enigma, buscaba soluciones, hacía pruebas, intentaba ponerse en el lugar de Toscano e imaginar su razonamiento, pero no lograba avanzar en la resolución del enigma dejado por el historiador fallecido, era como si chocase con una barrera sólida, impenetrable, opaca.

Sonó el móvil.

– ¿Dígame?

– Hej! Kan jag fá tala med Tomás?

– ¿Cómo?

Una risita femenina fue la respuesta.

– Jag heter Lena.

– ¿Cómo? ¿Quién habla?

– Soy yo, profesor. Lena.

– ¿Lena?

– Sí. Estaba poniendo a prueba su sueco. -Se oyó una risita más-. Me parece que usted necesita unas clases.

– Ah, Lena -reconoció Tomás-. ¿Cómo consiguió mi número?

– Me lo dio la secretaria del departamento -vaciló-. ¿Por qué? ¿No quería que lo llamase?

– No, no. -Se dio prisa en responder, temiendo haber dado una impresión equivocada-. No hay ningún problema. Me ha sorprendido, nada más que eso. Es que no me esperaba en absoluto una llamada suya.

– ¿De verdad que no hay problema?

– No, quédese tranquila. Dígame, ¿qué ocurre?

– Ante todo, buenas noches, profesor.

– Hola, Lena. ¿Le va bien? Cuénteme.

– Muy bien, gracias. -Cambió ligeramente el tono-. Lo he llamado, profesor, porque necesito su ayuda.

– Diga.

– Como sabe, comencé las clases hace unos días, porque mi expediente del Erasmus se retrasó y mi inscripción en Lisboa llegó tarde. -Sí.

– De modo que, profesor, necesitaba recuperar las clases de la asignatura que me he perdido debido al retraso.

– Pues tal vez lo mejor sea pedir los apuntes a sus compañeros.

– Ya lo he pensado. El problema es que algunos de estos temas no se aprenden sólo leyendo apuntes, ¿no? Por ejemplo, la escritura cuneiforme, de la que usted habló en las primeras clases. He estado viendo que los sumerios tenían el hábito de combinar dos símbolos de palabras para formar un símbolo compuesto, cuyo significado derivaba de sus elementos. El problema es que esas señales no siempre se componen en la misma secuencia.

– Sí, es el caso de, yo qué sé…, pues…, por ejemplo, «geme» y «ku». «Geme» significa «esclava» y se escribe colocando el símbolo de «sal», o mujer, al lado de «kur», país extranjero. Pero en el caso de «ku», que significa «comer», el símbolo de «ninda», o «pan», se coloca, no al lado de «ka», la boca, sino dentro de «ka».

– Eso es lo que me confunde. ¿En qué situaciones los símbolos se colocan uno al lado del otro y en qué situaciones un símbolo queda dentro del otro?

– Bien, eso depende de lo que…

– Profesor -interrumpió Lena-. No piensa darme una clase por teléfono, ¿no?

Tomás vaciló.

– Pues…, sí…, no…

– ¿Podríamos encontrarnos para que me dé esa explicación? No sé, mañana, si quiere, o incluso hoy, si estuviese disponible.

– ¿Hoy? No puede ser…

– Entonces mañana.

– Espere. Ni hoy ni mañana. Es que me encuentro en Brasil.

– ¿En Brasil? ¿Está en Brasil, profesor?

– Sí. En Río de Janeiro.

– ¡Uau, qué suerte! ¿Y ya ha ido a la playa?

– Casualmente, sí. He ido hoy.

– ¡Ay, qué envidia! ¿Hace calor?

– Treinta grados.

– Y su pobre alumna sueca aquí, muerta de frío -dijo simulando un lamento mimoso-. ¿No le doy pena?

– Sí que me da pena -dijo Tomás mientras se reía.

– Entonces tiene que ayudarme -exclamó la muchacha, rebosante de jovialidad.

– Claro. ¿Qué necesita?

– Necesito unas clases.

– Muy bien. No estoy seguro de cuándo vuelvo a Lisboa, todo depende del avance de mis investigaciones en Río de Janeiro, pero sin duda estaré ahí el lunes, porque tengo que dar clase. Telefonéeme a partir del lunes, ¿vale?

– Sí, señor. Muchas gracias, profesor.

– De nada.

– ¿Sabe? Estoy segura de que será un placer aprender con usted -concluyó la sueca, con la voz cargada de malicia.

Enfatizó la palabra «placer».


La calle se agitaba en medio del acelerado bullicio matinal y Tomás observó por la ventanilla del taxi las fachadas de los edificios y los locales de comercio popular, con las puertas abiertas, recibiendo a los clientes. Los edificios eran pintorescos, con aspecto antiguo y algo degradado; exhibían balconcillos labrados y ventanas altas, con las paredes pintadas de varios colores; aquí fachadas amarillas, allí rosas, más allá verdes, más adelante azules o beis. Tomás reconocía en aquella calle los rasgos inconfundibles ele la influencia de la arquitectura tradicional portuguesa. Las aceras estaban empedradas con baldosines a la portuguesa y decoradas con figuras geométricas en negro. Por todas partes se veían tiendas con los nombres más diversos: el Pince-Nez de Ouro, el Palacio da Ferramenta, la Casa Oliveira.

– ¿Qué calle es ésta?

– ¿Cómo dice, señor? -preguntó el taxista, mirando por el retrovisor.

– ¿Cómo se llama esta calle?

– Es la Rúa da Carioca, señor. Una de las más antiguas de Río, es del siglo xix. -Señaló a la izquierda-. ¿Ve aquel local?

Tomás contempló el lugar que le indicaba; en el interior del establecimiento observó mesas con platos y cubiertos, además de vasos y botellas.

– ¿Aquel restaurante?

– Sí. Es el Bar do Luís.

El taxi se detuvo, frenado por el intenso tráfico de la mañana, frente al restaurante, y los dos se quedaron mirando el local.

– Es la casa de comidas más antigua de Río, señor. Abrió en 1887 y tiene una historia curiosa. Antiguamente, el local se llamaba Bar Adolf y en él se encontraba la mejor comida alemana de la ciudad, tenían unas salchichas muy buenas. Todos los intelectuales de la época venían a comer aquí y a tomarse un choppinho. -El tráfico volvió a fluir y el taxi arrancó de nuevo-. Después vino la Segunda Guerra Mundial y ¿sabe qué hicieron?

– ¿Lo echaron abajo?

El taxista se rio.

– Le cambiaron el nombre.

Cruzaban ahora la Avenida República do Paraguai; el taxista volvió a girar hacia la izquierda, en dirección a un edificio de estructura metálica.

– Ése es el cine Íris -anunció, casi transformado en un guía turístico-. Fue el más elegante de Río.

Desde la Rúa da Carioca, desembocó a una amplia plaza. Todo el espacio central estaba ocupado por un jardín, protegido por rejas metálicas; había árboles en todo el perímetro y en medio se alzaba una gran estatua de bronce con un caballero que sostenía en la mano derecha algo semejante a un documento; en el pedestal se reconocían otras figuras, incluidos indios armados con lanzas y sentados sobre cocodrilos.

– ¿Qué es esto?

– Es la Praça Tiradentes, señor.

– ¿Aquél es Tiradentes? -preguntó Tomás, señalando la figura ecuestre del monumento que dominaba la plaza.

El taxista sonrió.

– No, señor. Ese es el emperador don Pedro I.

– ¡Ah! ¿Por qué la llaman entonces Praça Tiradentes?

– Es una larga historia. Esa plaza comenzó llamándose Campo dos Ciganos. Después construyeron ahí una picota para castigar a los esclavos y el sitio comenzó a ser conocido como Terreiro da Polé. Más tarde, cuando la revuelta de Tiradentes, que condujo a la independencia, construyeron allí un cadalso y lo mataron.

– ¿Mataron a quién?

– A Tiradentes, señor.

– Ah -exclamó Tomás, que, torciendo los labios, se quedó observando la figura ecuestre-. ¿Y qué lleva don Pedro I en la mano?

– La declaración de la independencia de Brasil -farfulló el taxista-. Su hijo, el emperador don Pedro II, ordenó hacer esa estatua. Cuentan que, el día de la inauguración, el emperador miró la estatua y montó en cólera -sonrió-: el hombre a caballo no se parecía a su padre.

El taxi rodeó la plaza y se internó por una callejuela estrecha; después giró a la derecha y se detuvo un poco más adelante, junto a una librería de viejo. El taxista siguió su marcha por una travesía, a la izquierda.

– Esta es la Rúa Luís de Camões, señor. El gabinete queda justamente allí.

Tomás pagó y bajó del coche. Recorrió la calle estrecha y empedrada, de sentido único, y llegó hasta una plazuela discreta, el Largo de Sao Francisco; la plaza estaba enaltecida por un hermoso monumento de estilo neomanuelino, se asemejaba vagamente a una Torre de Belém aún más primorosa; cuatro estatuas de tamaño natural, incrustadas en la fachada, parecían dedicarse a la vigilancia del edificio. El visitante retrocedió unos pasos, al entrar en la plaza, y admiró la esplendorosa arquitectura blanca. El único color visible era el rojo de dos cruces portuguesas de la Orden Militar de Cristo, semejantes a las de las naves y carabelas del siglo xvi; en la cima, con mayúsculas, se leía: «Real Gabinete Portuguez de Leitura».

Sin dejar de admirar la vistosa fachada, Tomás atravesó la gran puerta en arco y entró en la segunda mayor biblioteca de Río de Janeiro, un hermoso edificio del siglo xix regalado por Portugal a Brasil y donde se concentraba el más valioso acervo de obra de autores portugueses fuera del país. El visitante atravesó con tres largos pasos el pequeño vestíbulo y casi se quedó sin aliento cuando se abrió el espacio del salón central frente a él. Sus ojos se llenaron con la imagen de la magnífica gran sala de lectura, donde el estilo neomanuelino alcanzaba el apogeo de su gloria. Las paredes estaban repletas de libros, obras ordenadas en grandiosas estanterías de madera labrada que subían hasta el techo como hiedras armoniosas; magníficas columnas sostenían el primero y el segundo plano de las estanterías, doblándose en elegantes arcos y culminando en hermosísimas balaustradas; en el suelo relucía un pavimento de granito gris claro pulido, cortado por vigorosas geometrías negras, de líneas paralelas y perpendiculares; una espléndida claraboya con vitrales azules y rojos se abría a todo lo ancho del techo, dejando que la luz natural se esparciese armoniosamente por la sala; cada uno de los cuatro ángulos del techo llevaba pintada la figura de un héroe portugués. Tomás reconoció entre ellas los rostros de Camões y Pedro Alvares Cabral. Del centro de la claraboya pendía una enorme y pesada araña de hierro, redonda como una esfera armilar, decorada con las armas de Portugal.

Atónito frente a la majestuosidad de aquella biblioteca, Tomás atravesó respetuosamente el salón y se dirigió a una señora sentada en un rincón, inclinada sobre un ordenador. Cuando el recién llegado se detuvo frente a ella, la mujer alzó la cabeza de la pantalla.

– ¿Dígame?

– Buenos días. ¿Usted trabaja aquí?

– Sí, soy la bibliotecaria. ¿Puedo ayudarlo?

– Mi nombre es Tomás Noronha, soy profesor de la Universidad Nova de Lisboa.

– Ah, sí -exclamó la bibliotecaria, al reconocerlo-. El doctor Rebelo me ha hablado de usted. Viene recomendado por el cónsul, ¿no?

– Sí, al menos eso creo.

– Me pidieron que lo tratase muy bien -dijo con una sonrisa-. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Necesito saber cuáles son las obras solicitadas por el profesor Vasconcelos Toscano, que estuvo aquí hace unas tres semanas.

La bibliotecaria escribió el nombre en el ordenador.

– Vasconcelos Toscano, ¿no? Déjeme ver…, sólo un momento, señor.

La pantalla dio la respuesta en unos segundos. La bibliotecaria miró la información e hizo un esfuerzo de memoria.

– ¿No era el profesor Toscano un viejecito de barba blanca?

– Sí, claro.

– Ah, vale. Me acuerdo de él. -De nuevo esbozó una sonrisa-. Era un poco huraño y rezongón, algo reservado. -Miró a Tomás y, con miedo a estar hablando así con un amigo o familiar, se dio prisa en añadir-: Pero era una joya de persona, sin duda. No tengo motivos de queja.

– Sin duda.

– ¡Ay! Nunca más volvió. ¿Se habrá enfadado con nosotros?

– No. Murió hace dos semanas y media.

La mujer puso una mueca de horror.

– ¡Ah! -exclamó conmovida-. ¿De verdad? ¡Vaya, qué disgusto! ¡Fíjese! Todavía estaba ahí hace tan poco tiempo y ahora… -Se santiguó-. ¡Virgen Santa!

Tomás suspiró, simulando compasión; ardía, no obstante, de impaciencia por saber cuál era la respuesta que había dado el ordenador.

– ¡Es la vida!

– ¡Qué cosas! ¿Y usted es pariente de él?

– No, no. Soy un… amigo. Tengo la misión de recomponer las últimas investigaciones del profesor Toscano. Para una publicación. -Hizo una seña con la cabeza, indicando la pantalla del ordenador-. ¿Ya tiene alguna respuesta?

La bibliotecaria se estremeció y dirigió de nuevo su atención a la pantalla.

– Sí -dijo-. Bien, en realidad, ese viejecito, el profesor Toscano sólo vino aquí tres veces, y siempre para consultar la misma obra. -Fijó la vista en el título que aparecía en el ordenador-. Sólo quería la Historia da colonizando portuguesa do Brasil, editada en 1921 en Oporto. Fue lo único que consultó.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Tomás-. ¿Y tiene esa obra?

– Claro. ¿Qué volumen desea?

– ¿Qué volúmenes consultó él?

La mujer verificó en la pantalla.

– Sólo el primero.

– Entonces tráigame ése -pidió Tomás.

La bibliotecaria se levantó y fue a buscar el libro. Mientras esperaba, Tomás se sentó cómodamente en una silla de madera junto a una mesa de consulta y admiró el hermoso salón. Inspiró con placer el olor cálido y dulzón del papel viejo, un aroma al que se había habituado desde hacía mucho en las bibliotecas y del que ya no podía prescindir: era oxígeno. Aquel aire que venía del pasado, un viajero invisible y misterioso que había atravesado el tiempo con noticias de lo que ya no existía, constituía el origen de su inspiración y el destino de su vida. Todos tienen, al fin y al cabo, sus vicios, y Tomás lo sabía. Había quien no podía vivir sin la brisa salada del mar; otros eran incapaces de privarse del aire fresco y límpido de las montañas; estaban incluso aquellos que se entregaban al hechizo verde de los perfumes purificadores que flotaban en los bosques y selvas; pero era entre los viejos manuscritos, amarillentos y enmohecidos, deteriorados y perdidos en algún rincón olvidado de una biblioteca polvorienta, donde Tomás encontraba la fuente de encantamiento y energía que lo alimentaba. Esta, lo sabía, era su casa; allí donde hubiese libros antiguos se encontraban sus raíces más profundas.

– Aquí está -anunció la bibliotecaria, colocando en la mesa un grueso volumen.

Tomás estudió la obra y comprobó que la Historia da colonizando portuguesa do Brasil había sido dirigida y coordinada por Malheiro Dias e impresa en la Litografía Nacional, en Oporto, en 1921. Comenzó a leer el texto, primero con atención; al cabo de una hora, sin embargo, y dándose cuenta de que el libro se limitaba a sistematizar un conjunto de informaciones que ya poseía, se dedicó a una lectura más transversal, hojeándolo con rapidez. Cuando terminó, frustrado por no haber encontrado nada relevante ni que lo ayudase en sus investigaciones, fue hacia donde estaba la bibliotecaria y le entregó el volumen.

– Ya lo he visto -anunció-. ¿El profesor Toscano no consultó nada más?

– El ordenador sólo ha registrado esa obra.

Tomás se quedó pensativo.

– Vaya -murmuró-. ¿Sólo vio este libro? ¿Está segura?

La brasileña reflexionó.

– Bien, sólo consultó ese libro, sin duda. Pero me acuerdo de que se mostró también interesado en nuestras reliquias, e incluso se dio una vuelta por ahí.

– ¿Reliquias?

– Sí. Tenemos aquí un ejemplar de la primera edición de Os Lusíadas, de 1572, y las Ordenaçoes de D. Manuel, de 1521. También están los Capitolos de Cortes e Leys que sobre alguns delles fizeram, de 1539, y la Verdadeira informagam das térras do Preste Joam, segundo vio e escreveo ho padre Francisco Alvarez, de 1540.

– ¿Consultó todo eso?

– No -respondió ella, meneando vigorosamente la cabeza-. Sólo vio los libros.

– Ah -entendió Tomás-. Curiosidad de historiador.

– Exacto -sonrió la bibliotecaria-. Aquí tenemos trescientos cincuenta mil libros, pero lo más importante es nuestra colección de obras raras, un valioso acervo que incluye los manuscritos autógrafos de Amor de perdiçào, de Camilo Castelo Branco. Eso atrae a mucha gente, ¿no? -Alzó una ceja, como quien hace una invitación-. ¿Usted también quiere verlos?

El portugués consultó el reloj y suspiró.

– Tal vez otro día -dijo-. Ya es la una de la tarde y tengo hambre. ¿Sabe si hay restaurantes cerca de la Biblioteca Nacional?

– Claro. Justo enfrente, al otro lado de la plaza.

– Menos mal. ¿Se puede ir a pie hasta ahí?

– ¿A pie hasta la Biblioteca Nacional? ¡Huy! No, no se puede. Hay una larga caminata, por lo menos una hora. Si tiene prisa, más vale que coja un taxi.


Comió un bistec tierno en la terraza de un restaurante de Cinelàndia, el nombre con el que se conocía la Praça Floriano, al comienzo de la gran Avenida Rio Branco. Mientras comía la carne, rumiaba el misterio del acertijo que seguía sin descifrar. Su mente hervía de dudas, surgidas de la perplejidad que lo había dominado ante la relación establecida por Toscano entre Moloc, Ninundia y el descubrimiento de Brasil; por más vueltas que le daba al problema, no vislumbraba la solución. Incapaz de avanzar, decidió retomar la idea que había rechazado cuando vio el enigma por primera vez en el palacio de Sao Clemente. ¿Y si el mensaje fuese finalmente una cifra? La idea no lo convencía, es cierto; nada en aquellas extrañas estructuras verbales traslucía el aspecto caótico de las cifras; allí las vocales se unían a las consonantes, formaban sílabas, expresaban sonidos, insinuaban palabras. Parecía, de hecho, un código. Pero ¿y si fuese realmente una cifra? A falta de mejores ideas, Tomás optó por considerar esa hipótesis, a título meramente exploratorio, y decidió someterla a un análisis de frecuencias. El primer problema era determinar cuál era la lengua en que el mensaje cifrado, si es que era cifrado, había sido escrito; como Toscano era portugués, le pareció natural que el mensaje oculto estuviese escrito en portugués.

Sacó la fotocopia del acertijo, doblada dentro de la libreta de notas, y la estudió con cuidado. Contó las letras de las dos palabras de la segunda línea y descubrió que dos letras, la «o» y la «n», aparecían tres veces, mientras que la «a», la «s» y la «i» se repetían dos veces; la «d», la «t», la «u» y la «m» aparecían sólo una vez. Como criptoanalista, Tomás sabía que las letras más comunes de las lenguas indoeuropeas son la «e» y la «a», por lo que decidió colocarlas, respectivamente en el lugar de la «n» y de la «o», las más frecuentes del acertijo. Otras letras muy frecuentes del alfabeto eran la «s», la «i» y la «r», lo que lo llevó a hacer la prueba de sustituirlas, precisamente, por la «a», por la «s» y por la «i» en el acertijo. Escribió la frase en el mantel de papel del restaurante y procedió a la sustitución de las letras. Cuando terminó, se quedó contemplando la prueba.


NINUNDIA OMASTOOS

ERE?E?RS A?SI?AAI


¿Qué sería esa primera palabra: «ere¿e¿rs», a la que le faltaban sólo dos letras? Imaginó letras más raras en el espacio vacío de esta primera palabra y fue haciendo simulaciones: primero, con la «c»: erccecrs; después, con la «m», erememrs; por fin, con la «d», erededrs. Negó con la cabeza. No tenía ningún sentido. Buscó la última palabra, «a¿si¿aai», pero ésta también se mantuvo impenetrable. ¿Acsicaai?, ¿Amsimaai?, ¿Adsidaai? Insatisfecho, admitió que el problema radicaba en la posibilidad de haber apostado por la secuencia errada. Así pues, para poner las cosas en limpio, cambió las «a» y las «e» entre sí y observó el resultado.


ARA?A?RS E?SI?EEI


Peor aún. «¿Ara¿a¿rs» sería Aramamrs? ¿Araíaíxs? No tenía sentido. Desesperado, buscó la segunda palabra: «e¿si¿ee»; pero ésta tampoco reveló su secreto. ¿Emsimee? ¿Efsifee? No. Pensando que el error podría estar en las otras letras, lo que era muy natural, decidió cambiar el orden entre las «s», las «r» y las «i». Cuando concluyó, miró la nueva distribución, pero, una vez más, no logró sacar de allí ningún significado inteligible. Sacudió la cabeza y desistió, definitivamente convencido de que no se trataba de una cifra. Era sin duda un código. Pero ¿cuál? En el Gabinete Portugués no había encontrado nada que le pareciese relevante y sus esperanzas estaban ahora por entero depositadas en la Biblioteca Nacional donde, al parecer, Toscano había pasado la mayor parte del tiempo, y donde habría podido obtener el hallazgo crucial que mencionó Moliarti.

Suspiró pesadamente.

Miró por la ventana del restaurante y, más allá de los árboles que coloreaban la plaza, observó la fachada del edificio. Tomás sabía que aquélla era una biblioteca especial. Contaba con más de diez millones de volúmenes, lo que hacía de ella la octava biblioteca del mundo y la mayor de lengua portuguesa, pero no era eso lo que la volvía especial. Su importancia para esta investigación, en realidad, no derivaba de la cantidad de obras que albergaba, sino de su calidad, que se debía a los distantes y difíciles orígenes de aquella institución. En realidad, la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro era la heredera de la antigua Livraria Real Portuguesa, devastada por un incendio que provocó el gran terremoto de 1755, en Lisboa. En su momento, la «librería» se reconstruyó por orden de don José y comenzó a designarse como Real Bibliotheca. Cuando las fuerzas napoleónicas invadieron Portugal, a comienzos del siglo xix, la Corona portuguesa huyó a Brasil, trasladando la capital del Imperio a Río de Janeiro, y ordenó enviar allí el acervo de la biblioteca; sesenta mil libros, manuscritos, estampas y mapas, incluidos más de dos centenares de preciosos incunables, cruzaron el Atlántico en cajas y fueron depositados en las márgenes de la bahía de Guanabara para ser guardados en los sótanos del hospital del convento de la Orden Tercera del Carmen. Quedaron depositados allí verdaderos tesoros de la bibliografía mundial, entre ellos dos ejemplares de la Biblia de Mogúncia, de 1462, la primera Biblia impresa después de la de Gutenberg; la primera edición de Os Lusiadas, de Camões, fechada en 1572; y el Registrum huius operis libri cronicarum cu(m) figuris et ymagibus ab inicio mu(n)di, también conocida como Crónica de Núremberg, la célebre obra de Hartmann Schedel que realiza una crónica general del mundo conocido en 1493, fecha de su publicación, y que incluía tres estampas de Albrecht Dürer. Cuando Brasil declaró la independencia, Portugal reclamó la devolución de este tesoro cultural, pero los brasileños no cedieron y ambas partes acordaron que Lisboa recibiría una indemnización de ochocientos «contos de réis», ochocientos mil pesos, por su pérdida.


Fue así, con grandes esperanzas y cuando faltaban cinco minutos para las tres de la tarde, del modo en que Tomás abandonó el restaurante y cruzó la plaza y la Avenida Rio Branco en dirección a la Biblioteca Nacional. Subió las anchas escaleras de piedra y a la entrada lo detuvo un guardia que le indicó un mostrador a la izquierda; era la portería. Cuatro muchachas con cara de aburridas aguardaban a los visitantes detrás del mostrador.

– Buenas tardes -saludó Tomás y consultó la libreta de notas en busca del nombre que le había dado el asesor del cónsul-. Quería hablar con Paulo Ferreira da Lagoa.

– ¿Tiene cita? -preguntó una de las muchachas, de tez morena y ojos verdes cristalinos.

– Sí, me está esperando .

– ¿Su nombre?

El recién llegado se identificó y la recepcionista cogió el teléfono. Después de un compás de espera, la muchacha le entregó una tarjeta a Tomás y le indicó que tendría que subir a la cuarta planta; le señaló el lugar de los ascensores y el visitante siguió el camino indicado. Lo identificó nuevamente un guardia, esta vez una oronda mujer que vigilaba el acceso a los ascensores y que inspeccionó la tarjeta y alzó la ceja cuando vio la libreta de notas que él llevaba en la mano.

– Sólo puede usar lápiz en la sala de lectura -informó la mujer.

– Pero aquí sólo tengo un bolígrafo…

– No importa. Pida un lápiz prestado en la sala o, si no lo hubiere, vaya a comprarlo a la cafetería, allí se lo venderán.

Aguardó unos instantes en la entrada del ascensor; se abrieron las puertas y lo encontró repleto de gente que venía del piso inferior. Subió hasta la última planta, la cuarta. Salió al vestíbulo, que estaba dominado por unas escaleras de mármol, con una baranda que se prolongaba por el pasillo, y se acercó a la verja de bronce que la protegía; pasó la mano por la verja, comprobando que estaba tratada con pátina negra y friso; acarició el pasamanos de latón dorado pulido y admiró el interior del edificio. Miró a su alrededor y comprobó que la primera puerta a la derecha señalaba: «Dirección». Fue hacia allí. Abrió la puerta y la impresión inicial que lo invadió fue la ráfaga de aire fresco y seco de los aparatos de aire acondicionado; la segunda sensación fue de sorpresa. Esperaba ver un despacho, pero se encontró con un vasto salón; el despacho era, en definitiva, un ancho salón que circundaba un salón central por donde se distribuían escritorios, armarios y gente trabajando. Una amplia claraboya, ricamente decorada con vidrieras de colores, cubría todo el techo y se dejaba invadir por la luz del día.

– ¿Dígame? -preguntó un muchacho sentado en el despacho junto a la puerta-. ¿Puedo ayudarlo?

– Venía a hablar con el director.

El empleado lo condujo hasta la secretaria del responsable de la Biblioteca Nacional, una muchacha morena, de ojos negros y mentón puntiagudo, que, sentada frente a un viejo escritorio de madera, se encontraba hablando por teléfono. Cuando terminó de hablar, colgó y observó al recién llegado.

– ¿Usted es el profesor Noronha?

– Sí, soy yo.

– Voy a llamar al señor Paulo, que quiere saludarlo, ¿de acuerdo?

La muchacha recorrió el balcón y fue hacia un hombre cuyo pelo castaño claro raleaba en la coronilla, aparentaba unos cuarenta y cinco años y se encontraba sentado con varias personas en una mesa larga. Era evidente que estaban en una reunión. El hombre se incorporó, era alto y su barriga dibujaba una pequeña curva de la felicidad, nada excesiva. Siguió a la muchacha y fue a saludar a Tomás.

– Profesor Noronha, encantado -saludó estirando la mano derecha-. Soy Paulo Ferreira da Lagoa.

– Encantado.

Se dieron la mano.

– El cónsul me llamó y me explicó su misión. Por ganar tiempo, he pedido un registro de todas las solicitudes de libros hechas por el profesor Toscano. -Hizo una seña a su secretaria-. Celia, ¿tiene ahí el informe?

– Sí, señor -asintió la muchacha, extendiéndole una cartera beis.

El director de la biblioteca abrió la cartera, hojeó los documentos y se los extendió al visitante.

– Aquí tiene, profesor.

Tomás cogió la cartera y examinó los documentos. Eran copias de las solicitudes realizadas semanas antes por Toscano. La calidad de la lista fue lo que enseguida le llamó la atención. La primera solicitud era la Cosmographiae introductio cum quibvsdam geometriae ac astronomiae principiis as ean rem necessariis, Insuper quatuor Ameñci Vespucii navigationes, de Martin Waldseemüller, fechada en 1507; después venía la Narrado regionum indicarum per hispanus quosdan devastatarum verissima, texto de 1598 de Bartolomé de las Casas; luego, la Epístola de Insulis nuper inventis, publicada por Cristóbal Colón en 1493; la solicitud siguiente se titulaba De orbe nous decades, de Pietro d'Anghiera [Pedro de Anglería], de 1516; la penúltima hoja señalaba el Psalterium, de Bernardo Giustiniani, también de 1516; la última era Paesi nouamente retrovati et novo mondo da A. Vesputio, de Fracanzano da Montalboddo, fechada en 1507.

– ¿Es esto lo que buscaba?

– Sí -asintió Tomás con expresión pensativa.

El director de la Biblioteca Nacional presintió la vacilación del portugués.

– ¿Es correcto?

– Pues…, sí… quiero decir: aquí hay algo que me parece extraño.

– ¿A qué se refiere?

Tomás le extendió las copias de las solicitudes.

– Dígame, señor Lagoa, ¿cuáles de estas obras tienen alguna relación con el descubrimiento de Brasil por Pedro Alvares Cabral?

El brasileño analizó los títulos que constaban en las solicitudes.

– Bien. La Cosmographiae introductio de Waldseemüller muestra uno de los primeros mapas donde aparece Brasil. -Consultó otra solicitud-. Y Paesi, de Montalboddo, es el primer libro donde se publicó el relato del descubrimiento de Brasil. Hasta 1507, sólo los portugueses conocían los detalles del viaje de Cabral, que nunca había merecido una exposición pormenorizada en una obra. Paesi es el primer testimonio.

– Ajá… -murmuró Tomás, evaluando lo que le había dicho el director-. ¿Los demás libros no tienen relación con Brasil?

– No, que yo sepa, no.

– Es extraño…

Se hizo un silencio.

– ¿Desea consultar alguna de estas obras?

– Sí -decidió Tomás-. Paesi.

– Voy a pedir que lo lleven a la sala de microfilm.

– ¿El profesor Toscano leyó Paesi en microfilm?

Lagoa consultó la solicitud.

– No, vio el original.

– Entonces, si no le importa, convendría que yo viese también el original. Quiero consultar exactamente los ejemplares que él consultó. Imagine que hay anotaciones marginales importantes o que el tipo de papel usado es algo que llega a resultar relevante. Necesito ver lo que él vio: sólo así estaré seguro de que no se me escapa nada.

El brasileño hizo una señal a su secretaria.

– Célia, mande buscar el original de Paesi. -Miró nuevamente la solicitud-. Está en el cofre 1,3. Después lleve al señor profesor a la sección de libros raros y proceda a la consulta según el protocolo. -Se volvió hacia Tomás y le dio un apretón de manos-. Señor profesor, ha sido un placer. En cualquier otra cosa que necesite, Célia le ayudará.

Lagoa regresó a su reunión y la secretaria, después de un breve telefonazo, hizo una seña al visitante para que la siguiese. Salieron al vestíbulo y bajaron un piso por la escalinata de mármol. Célia condujo a Tomás hasta una puerta, justo debajo del despacho de la dirección, donde un cartel indicaba «Libros raros»; entraron y el visitante se dio cuenta de que habían vuelto a la misma sala de la dirección, aunque ya no estuviesen en el gran balcón de arriba, sino en la sala de abajo. A la izquierda, había un gran armario de madera, con pequeños cajones y tiradores metálicos, un papel junto a los tiradores indicaba las letras de referencia por autor y título. Atravesaron el salón y Tomás se vio ante una mesa colocada enfrente de los escritorios de las bibliotecarias. La mesa estaba cubierta por una tela de terciopelo color burdeos. Encima de ella, había un pequeño libro marrón con las cejas grabadas en dorado y un par de guantes blancos y finos. Célia le presentó a la bibliotecaria, una señora baja y regordeta.

– ¿Éste es el libro? -preguntó Tomás, señalando el ejemplar antiguo apoyado sobre el terciopelo de la mesa.

– Sí -confirmó la bibliotecaria-. Es el Paesi, de Montalboddo.

– Ajá. -Se acercó, inclinándose sobre la obra-. ¿Puedo verlo?

– Claro -autorizó la señora-. Pero, disculpe, tendrá que ponerse los guantes. Es un libro antiguo y siempre cuidamos de que no queden huellas de los dedos ni…

– Lo sé -interrumpió Tomás con una sonrisa-. No se preocupe, ya estoy habituado.

– Y sólo puede utilizar lápiz.

– Eso es lo que me falta -dijo el portugués, palpándose los bolsillos.

– Puede usar éste -exclamó la bibliotecaria depositando un lápiz afilado en la mesa.

Tomás se puso los guantes blancos, se sentó y cogió el pequeño libro marrón, pasando la mano con suavidad por la encuadernación de piel. Las primeras páginas anunciaban el título y el autor, además de la ciudad, Vicentia, y la fecha de publicación, 1507.

Una anotación a lápiz constataba, en portugués moderno, que allí se encontraba la primera narración del viaje de Pedro Alvares Cabral a Brasil y que la obra era la segunda de las colecciones más antiguas de viajes. Hojeó el libro: las páginas, amarillentas y manchadas, exhalaban un aroma cálido y dulzón; le habría gustado sentir la textura de las hojas en la yema de los dedos, pero los guantes lo volvían insensible al contacto, como si estuviese anestesiado. El texto parecía redactado en toscano y estaba impreso a veintinueve líneas, con ornées que abrían cada capítulo.

Le llevó dos horas leer la obra, haciendo anotaciones a lápiz en su libreta de notas. Cuando terminó, dejó el libro, se levantó de la silla, se desperezó y se dirigió hacia la bibliotecaria, ocupada con unas solicitudes.

– Disculpe -dijo, atrayendo su atención-. Ya he terminado.

– Ah, sí -exclamó ella-. ¿Quiere consultar alguna obra más?

Tomás miró el reloj. Eran las cinco de la tarde.

– ¿A qué hora se cierra la biblioteca?

– A las ocho, señor.

El portugués suspiró.

– No, creo que me voy a marchar, ya estoy cansado. Volveré mañana para ver el Waldseemüller. -Hizo un gesto de saludo con la cabeza-. Muchas gracias y hasta mañana.

Célia regresó a la sala de los libros raros y lo acompañó durante el trayecto por el ascensor. Bajaron hasta el piso de la entrada principal y siguieron hasta el vestíbulo, rodeando la escalinata de mármol. Al acercarse al mostrador de la portería, para que el visitante devolviese la tarjeta de lector, la secretaria del director de la biblioteca se detuvo de repente, abrió mucho los ojos y se llevó las manos a la cabeza.

– Ay, profesor, que me acabo de acordar de una cosa -gimió.

Tomás la miró, sorprendido.

– ¿Qué?

– Mire, el profesor Toscano solía usar nuestros cofres de lectores y, ahora que ha fallecido, tenemos su cajón cerrado sin que lo podamos utilizarlo. -Adoptó una actitud de súplica-. ¿Le importaría entregar en el consulado las cosas que él dejó aquí?

El portugués se encogió de hombros y abrió las manos, en un gesto de indiferencia.

– Claro que no. Pero no voy a perder mucho tiempo, ¿no?

– Sólo será un momento -lo tranquilizó Célia.

La muchacha aceleró el paso en dirección a un guardia de seguridad que se encontraba a la izquierda del vestíbulo, justo por detrás de la portería, y Tomás la siguió. Pasaron por un detector de metales, semejante a los de los aeropuertos, y llegaron ante dos muebles negros, sólidos y compactos. Célia comprobó los números de cada cajón hasta detenerse frente al nicho sesenta y siete; sacó una llave maestra del bolsito y la introdujo en la puerta del nicho. La puerta se abrió, mostrando un pequeño cofre con varios documentos; sacó los papeles y se los entregó a Tomás, que seguía la operación con creciente curiosidad.

– ¿Qué es esto? -preguntó el portugués, mirando las hojas que tenía en la mano.

– Son las cosas que dejó el profesor Toscano. No le importa llevarlas, ¿no?

Tomás hojeó los papeles: había fotocopias de documentos microfilmados y algunos apuntes. Intentó leer los apuntes y descubrió algo extraño; había una hoja con dos frases de tres palabras escritas con mayúscula y secuencias cruzadas del alfabeto.


ANA

ASSA

ARARASONOS

MATAM OTTO



Tomás cerró los ojos e intentó desvelar el significado de esas insólitas frases. Se quedó un momento reflexionando. Consideró varias posibilidades y su rostro se iluminó con una sonrisa. Extendió la hoja a Célia, orgulloso y triunfante.

– ¿Qué opina de esto?

La brasileña observó las palabras, frunció el ceño y alzó los ojos.

– Bien…, no lo sé, son cosas extrañas, ¿no? -Inclinó la cabeza sobre la hoja, leyendo lo que estaba escrito en los primeros dos bloques-. «Ana assa arara y sonos matam Otto.»Tomás alzó las cejas.

– ¿No nota nada especial?

La muchacha volvió a observar la hoja; después de un intento de vana búsqueda, hizo una mueca con la boca.

– Bien, son unas frases sin mucho sentido, ¿no?

– Pero ¿no nota nada más?

Ella volvió a fijar la atención en la hoja.

– No -dijo por fin-. ¿Por qué?

El portugués señaló las dos frases.

– ¿Se ha dado cuenta de que estas palabras son simétricas?

– ¿Simétricas cómo?

– Leyéndolas de izquierda a derecha o de derecha a izquierda dicen siempre lo mismo. -Fijó la vista en las letras-. Ahora observe. La primera palabra es «Ana», que se lee de la misma manera en un sentido y en el otro. Con «assa» ocurre lo mismo. Y con «arara». Y así sucesivamente.

– ¡Huy, qué maravilla! -exclamó Celia admirada-. ¡Fíjese! ¡Qué cosa!

– Curioso, ¿no?

– ¿Y por qué él hizo eso?

– Bien, al profesor le gustaban los acertijos y, por lo visto, se ponía a hacer juegos de… -Tomás se calló, abrió mucho los ojos, que acabaron empañados, y sus labios esbozaron una «o»-. ¿No sería que este hombre… este hombre…, estaba…? -titubeó como hablando consigo mismo, mientras su boca se abría y se cerraba como la de un pez; llevó atropelladamente sus manos a los bolsillos y, al no encontrar lo que quería, consultó con frenesí los papeles que estaban doblados dentro de la libreta de notas, hasta que encontró la hoja que buscaba-. ¡Ah! Aquí está.

Célia observó la hoja, pero no entendió nada.


MOLOC

NINUNDIA OMASTOOS


Tomás recorrió con la vista las mismas palabras, soplándolas con un murmullo imperceptible. Trazó después, en medio de su frenesí, unos garrapatos ininteligibles. De repente, se iluminó su rostro y alzó los brazos con entusiasmo.

– ¡Ya lo tengo! -gritó y su voz resonó en el vestíbulo atrayendo unas cuantas miradas.

Célia lo observó con asombro.

– ¿Qué ha pasado, profesor?

– He descifrado el acertijo -exclamó con los ojos desorbitados, excitado y alegre-. Es de una sencillez apabullante. -Se golpeó las sienes con el índice-. He andado de aquí para allá rompiéndome la cabeza como un tonto cuando, en definitiva, bastaba con leer todo de derecha a izquierda desde la primera línea. -Miró de nuevo el papel-. ¿Quiere verlo?

Cogió el bolígrafo y escribió la solución por debajo de la cifra. En la línea de arriba escribió:


COLOM


Y en la de abajo, comparándola con la estructura alfabética anotada por Toscano, hizo una extraña cuenta:


NINUNDIA

OMASTOOS



NOMINASUNTODIOSA


Analizó mejor esta frase, dedujo los espacios en los lugares apropiados y la reescribió:


NOMINA SUNT ODIOSA


– ¿Qué es eso? -preguntó Célia.

– Sí -murmuró Tomás que, haciendo un esfuerzo de memoria y frunciendo el ceño, localizó la cita-. Ovidio.

– ¿Qué?

– Ovidio -repitió-. Es el mensaje que el profesor Toscano nos dejó.

– ¿Ovidio? Pero ¿qué significa?

– Significa, estimada amiga, que voy a volver arriba y a consultar todo de nuevo -dijo, mientras desandaba con prisa el camino hacia los ascensores y sacudía en alto la hoja-. Aquí está la pista del gran descubrimiento.

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