Los dedos aferraron la manivela de la caja fuerte y la hicieron girar lentamente; la caja metálica respondía con un «tic-tic» tranquilo a medida que pasaban los números de la clave y la manivela circulaba con precisión mecánica en el sentido de las agujas del reloj, como si fuese una máquina bien afinada. Madalena Toscano observaba detrás del hombro de Tomás, con los ojos muy abiertos, expectantes, contemplando la operación.
– Oiga -susurró-. ¿Está seguro de que ésa es la clave?
El profesor consultó la hoja donde había apuntado la solución.
– Ya veremos -murmuró.
Insertó los números, uno a uno, en la caja fuerte. El doce, el uno, el diecisiete, el diecisiete de nuevo. «Tic-tic-tic-tic.» Sólo la respiración del profesor y de la viuda, que en el silencio rumoreaban afanosas y profundas, respondían a aquel frío sonido metálico, tan exacto y sereno, tan minúsculo y tan tremendamente irritante. Aquél les parecía el sonido de una caja recelosa, ansiosa por guardar su secreto con excesivo celo; era el ruido meditativo de una máquina desconfiada, posesiva, enfrentada a un desafío que la obligaba a medir la hipótesis que más temía, la de abrirse como una flor y liberar, a disgusto, el perfume de su misterio. Se les antojaba que esa especie de nicho prefería mantener olvidado su tesoro, encerrado en el silencio, y era ese mudo duelo entre hombre y caja fuerte, entre clave y secreto, entre luz y tinieblas, lo que alimentaba la tensión a media luz en aquella habitación enmohecida. Tomás se acercó al final de la secuencia, aguardó un momento, ansioso por ver si por fin habría atinado con la clave, respiró hondo y colocó los últimos guarismos. El uno, el trece, el catorce. «Tic tic-tic.» ¿Quién cedería? ¿El hombre o la caja?
Un clic final fue la respuesta.
Como la entrada de la caverna de los cuarenta ladrones cuando se ha pronunciado el «Ábrete, Sésamo» milagroso, así la caja se abrió cumplida la secuencia mágica.
– ¡Ah! -exclamó Tomás cerrando el puño en señal de victoria-. ¡Lo hemos conseguido!
– ¡Gracias a Dios!
Se inclinaron sobre la caja finalmente vencida e intentaron observar el contenido. Al principio, sin embargo, sólo vislumbraron una sombra opaca, una tiniebla espesa e impenetrable; era como si la caja de metal aún se resistiese, recalcitrante, en agonía, prolongando el enigma en un último soplo de vida, ocultándolo bajo el manto de una neblina densa y cargada; les parecía un moribundo porfiadamente aferrado a la vida, esperando contra la esperanza, encubriendo en un rincón oscuro de las entrañas profundas el arcano tesoro que tanto tiempo lo había aislado del mundo, perdido en el tiempo, exiliado de la memoria. Pero los ojos de los intrusos se habituaron deprisa a esa densa sombra; la oscuridad se fue haciendo más tenue hasta que ambos lograron por fin vislumbrar unas hojas apoyadas en la superficie del interior.
El profesor metió la mano por la boca abierta de la caja fuerte y, tímidamente, casi con miedo, como un explorador frente a la selva desconocida, palpó la textura lisa y fría del papel allí escondido; cogió con delicadeza esas hojas que, según creía, encerraban un misterio antiguo y las sacó despacio, como si fuesen una reliquia olvidada, pétalos delicados, una frágil concha fustigada por la tempestad del tiempo, trayéndolas al fin de vuelta a la luz del día.
Eran tres hojas.
Las primeras eran dos fotocopias que examinó con atención. Le pareció a simple vista que se trataba de las copias de dos páginas de un documento del siglo xvi. Comenzó recorriéndolas con los ojos, como quien intenta captar sólo la imagen general de algo que no comprende; después, con más cuidado, recurrió a su vasta experiencia de paleógrafo y leyó a partir de la ornée, localizada en la parte de abajo de la primera fotocopia, descifrando el contenido en apariencia impenetrable.
– «Al año siguiente de m…» -Vaciló, no entendió la fecha, pero continuó-. «Y estando el Rey en el lugar de Valle de parayso que hay por cima del monasterio de Sancta ma das V.tudes, por causa de la gran peste que en los lugares principales de aquella Comarca había a seis días de marzo a Ribó a Reselo, en lixboa Xrova colo nbo y taliano qvenía del descubrimiento de las islas de Cipango, y dAntilla que por mandado de los Reyes de castilla había hecho…»
– ¿Qué es eso? -preguntó Madalena.
El profesor miraba las dos hojas con aire intrigado.
– Esto…, pues…, -balbució- esto me parece la Crónica de D. João II, de Ruy de Pina. -Vaciló un momento; deprisa seconvenció, sin embargo, de que su respuesta era correcta y sintió que la confianza le crecía en el pecho-. Éste es, por lo visto, el fragmento en que el cronista portugués comienza a relatar el encuentro de Cristóbal Colón con el rey don Juan II, con ocasión del regreso del Almirante del primer viaje, aquel en que descubrió América.
– ¿Y es importante?
– Bien…, pues…, es importante, sin duda. Pero inesperado. -Miró a la viuda con una expresión desconcertada-. Por un lado, porque este texto se conoce desde hace ya mucho tiempo, no constituye ningún secreto. Por otro, porque esta crónica va contra la tesis que defendía su marido. -Señaló la tercera y cuarta líneas de la segunda página-. ¿Lo ve? Dice: «Xrova colo nbo y taliano». Ahora bien, su marido defendía justamente lo contrario, que Colón no era italiano.
– Pero Martinho me dijo que había guardado en la caja fuerte la gran prueba…
– ¿La gran prueba? ¿La gran prueba de qué? ¿De que Colón era italiano? -Meneó la cabeza en un gesto de perplejidad-. No lo entiendo, no tiene sentido.
Madalena Toscano sujetó las dos hojas y las examinó con cuidado.
– ¿Y esto qué es? -preguntó, señalando unos trazos a lápiz en el reverso de la primera hoja.
El profesor leyó el apunte.
– Qué extraño -murmuró.
– ¿Qué es eso?
Tomás se encogió de hombros, sin saber qué pensar.
– No lo sé, no tengo idea. -Esbozó una mueca con la boca-. ¿Códice 632? -Se rascó el mentón, pensativo-. Debe de ser la signatura de este documento.
– ¿La signatura?
– Es el número de referencia de un documento en una biblioteca. Los archiveros tienen una signatura para identificar cada documento y cada libro que guardan en las bibliotecas. A través de la signatura, es más fácil localizarlos en los…
– Sé muy bien qué es una signatura -interrumpió Madalena.
Tomás la miró, cohibido. El aspecto negligente y decaído de Madalena Toscano le daba un aspecto de mujer humilde, pero la verdad es que aquel rostro envejecido y aquel cuerpo arrugado escondían a una señora culta, antigua frecuentadora de los medios académicos y habituada a vivir rodeada de libros. El aspecto sucio y desordenado de la casa, meditó Tomás, no se debía sólo al descuido provocado por la muerte de su marido, sino al hecho de que aquélla, en realidad, no era una mujer acostumbrada a las tareas de la limpieza doméstica.
– Disculpe -murmuró el visitante-. Creo que su marido debe de haber tomado nota de esta signatura para hacer una consulta bibliográfica.
Madalena volvió a analizar la signatura.
– ¿Un códice? -Sí. -Tomás sonrió-. No es más que un manuscrito compuesto de hojas de papiro, pergamino o papel, unidas por el mismo lado, como si fuesen un libro.
– ¿Y cree que esto es papel?
– Tal vez -opinó el profesor-. Al ser un manuscrito del siglo xvi, no obstante, yo diría que probablemente es pergamino. Pero también puede ser papel, es posible.
Madalena cogió la tercera hoja que se encontraba en la caja fuerte.
– ¿Y ha visto esto?
Era un folio blanco, con un nombre y un número escrito por debajo. Tomás alzó las cejas al ver el nombre.
– Conde João Nuno Vilarigues -leyó el historiador.
– ¿Lo conoce?
– Nunca he oído hablar de él. -Tomás recorrió con la vista los guarismos que había por debajo de aquel nombre-. Parece un número de teléfono.
La viuda se inclinó sobre la hoja.
– Déjeme ver -dijo y reflexión n momento-. Qué gracioso, creo reconocer este prefijo. En los últimos tiempos, Martinho llamaba muchas veces…
– ¿A este número?
– No lo sé, tal vez. Pero el prefijo era ése.
– ¿Y de dónde es este prefijo?
Madalena se incorporó sin una palabra, salió de la habitación y volvió un momento después con un voluminoso libro bajo el brazo. Tomás reconoció la guía telefónica. La viuda consultó las primeras páginas, buscando los prefijos nacionales. El dedo se deslizó por los guarismos hasta inmovilizarse en uno de ellos.
– ¡Ah, aquí está! -exclamó. El índice recorrió la línea hasta el nombre del lugar correspondiente a aquel prefijo-. Tomar.
El permanente arrullo de las palomas llenaba la Praga da Repvtblica de un borboteo musical; eran aves gordas, bien alimentadas, picoteando en la calle y revoloteando a saltos, que agitaban las alas de un lado para el otro, llenaban los tejados, cubrían los pequeños salientes en las fachadas, se posaban en la estatua de don Gualdim Pais, la enorme figura de bronce erguida en el centro de la plaza.
Algunas palomas paseaban junto a los pies de Tomás, ronroneando, indiferentes al hombre sentado en el banco de madera, sólo preocupadas en encontrar unas sabrosas migajas más en el empedrado blanco y negro que cubría casi toda la plaza, más parecidas a minúsculos peones parduscos que deambulasen por un gigantesco tablero de ajedrez. El visitante miró a su alrededor, apreciando el elegante edificio de los Paços do Concelho de Tomar y toda la plazoleta central hasta fijar su atención en la original iglesia gótica a la derecha, la iglesia de Sao João Baptista; la fachada blanca de cal desgastada del santuario ostentaba un elegante portal manuelino, muy trabajado, rematado por un cimborrio octogonal; sobre la iglesia se imponía la vecina torre amarillo tostado, un imponente campanario color tierra que exhibía con orgullo un trío simbólico debajo de las campanas, donde se reconocían el blasón real, la esfera armilar y la cruz de la Orden de Cristo.
Un hombre de traje gris oscuro, con chaleco y pajarita plateada, se acercó con una mirada fija, interrogante, al forastero.
– ¿Profesor Noronha? -preguntó vacilante.
Tomás sonrió.
– Soy yo -asintió-. Y usted es el señor conde, supongo.
– Joao Nunes Vilarigues -se presentó el hombre, poniéndose muy rígido y golpeando un talón en otro, como si fuese militar. Inclinó la cabeza, en un saludo ceremonioso-. Servidor.
El conde era delgado y de estatura media; su aspecto, enigmático. Llevaba el pelo, negro y canoso en las sienes, peinado hacia atrás, con entradas en el extremo de su ancha frente. Pero lo que más se destacaba en él eran los bigotes finos, la perilla puntiaguda y, sobre todo, sus ojos negros y penetrantes, casi hipnóticos; parecía un viajero en el tiempo, un hombre del Renacimiento italiano, un Francesco Colonna que hubiera abandonado la gran Florencia de los Médicis y volado directamente hasta el crepúsculo del siglo xx.
– Muchas gracias por haber aceptado este encuentro -le agradeció Tomás-. Aunque, debo confesarlo, no sepa de qué vamos a hablar.
– Según he podido deducir de nuestra breve conversación telefónica, usted consiguió ponerse en contacto conmigo gracias a unas notas que dejó el difunto profesor Toscano.
– Así es.
– Y esos datos se encontraban entre unos documentos relacionados con Cristóbal Colón.
– Exacto.
El conde suspiró y se quedó un instante mirando al historiador, como si estuviese sumergido en un debate interno, sopesando los pros y los contras de su decisión acerca de lo que iba a comunicarle.
– ¿Usted está familiarizado con la investigación en la que estaba inmerso el profesor Toscano? -preguntó en un claro intento de tantear el terreno y poner a prueba a Tomás.
– Sin duda -confirmó el historiador. El conde se quedó callado, como si esperase más, y Tomás se dio cuenta de que tendría que demostrarle que realmente estaba comprometido en el proyecto-. El profesor Toscano creía que Colón no era genovés, sino un marrano, un judío portugués.
– ¿Y para qué quiere usted retomar esa investigación?
No eran preguntas inocentes, presintió Tomás. Era una prueba. Tendría que actuar con cautela si quería obtener informaciones de ese enigmático personaje; cualquier respuesta errada significaría cerrar una puerta.
– Soy profesor de historia en la Universidad Nova de Lisboa y he estado en casa de la viuda viendo los documentos que dejó el profesor Toscano. Creo que puede generar un texto de investigación excepcional, capaz de revolucionar todo lo que sabemos sobre los descubrimientos.
El conde hizo una larga pausa, taciturno; con los ojos fijos en Tomás, como si quisiese escrutar su alma, formuló una pregunta.
– ¿Ha oído hablar de la fundación de los estadounidenses?
El modo de hacer la pregunta puso a Tomás en alerta. Ésta era, por algún motivo que no lograba desvelar, la más importante de todas las preguntas, la que determinaría la cooperación del conde o la anularía sin remedio. Apoyado en la reacción de la viuda ante el nombre de la fundación que financiaba la investigación, el historiador presintió que sería mejor que su vínculo con Moliarti se quedase en la sombra. Por lo menos por ahora.
Se escuchó a sí mismo preguntando:
– ¿Qué fundación?
El conde siguió mirándolo fijamente; Tomás le devolvió la mirada, intentando parecer sincero.
– No importa -acabó diciendo su interlocutor, en apariencia satisfecho con la respuesta. Movió la cabeza recorriendo la plaza con la vista, alzó los ojos hacia el monte y sonrió, relajándose-. ¿Usted ya ha visitado el castillo y el convento de Tomar?
Tomás siguió su mirada y observó las murallas recortadas por encima del verdor, en el extremo del monte que dominaba la ciudad.
– ¿El castillo y el… convento? Sí, claro, ya he ido, pero hace mucho tiempo.
– Entonces venga -dijo a modo de invitación el conde, indicándole que lo siguiese.
Cruzaron la plaza y se internaron por las pintorescas callejuelas laterales empedradas, decoradas con tiestos de colores colgados de los balcones. Llegaron hasta un enorme Mercedes negro, aparcado junto a un muro blanco que se prolongaba hasta la vieja sinagoga. El conde Vilarigues se sentó al volante y, con Tomás a su lado, puso el automóvil en marcha y circuló por las apacibles calles de Tomar.
– ¿Ya ha oído hablar de la Ordo Militaris Christi? -preguntó el conde, mirando de reojo a su pasajero.
– ¿La Orden Militar de Cristo?
– No, la Ordo Militaris Christi.
– No, de ésa nunca he oído hablar.
– Yo soy gran maestre de la Ordo Militaris Christi, la institución heredera de la Orden Militar de Cristo.
Tomás frunció el entrecejo, intrigado.
– ¿Heredera de la Orden Militar de Cristo? Pero la Orden de Cristo ya no existe…
– Justamente por eso la Ordo Militaris Christi es su heredera. En realidad, cuando se disgregó la Orden Militar de Cristo, algunos caballeros, disconformes con la decisión, decidieron perpetuarla y formaron la Ordo Militaris Christi, una organización secreta, con reglas propias, cuya existencia sólo conocen algunos. Un puñado de nobles, descendientes de los viejos caballeros de la Orden Militar de Cristo, se reúne todas las primaveras en Tomar, bajo mi dirección, para renovar las antiguas costumbres y registrar la tradición oral de los secretos nunca revelados. Puede decirse que somos los custodios de los últimos misterios de la Orden de Cristo.
– Mire, desconocía…
– ¿Y qué sabe usted sobre la Orden de Cristo?
– Algunas cosas, pero no mucho. Verá, soy historiador, pero mi especialidad es el criptoanálisis y las lenguas antiguas, no la Edad Media ni los descubrimientos. Digamos que vine a parar a esta investigación…, pues…, por casualidad…, eh… porque conocía al profesor Toscano, no porque éste sea mi ámbito natural de interés.
El coche llegó a una pequeña bifurcación, adornada con una estatua del infante don Henrique en el centro, giró a la derecha y abandonó las arterias de la ciudad, internándose en los caminos verdes y ascendentes de la Mata dos Sete Montes, la carretera que serpenteaba por la ladera, a la sombra de las alamedas vigorosas, rumbo a las viejas murallas.
– Entonces permítame que le cuente la historia desde el principio -propuso el conde Vilarigues-. Cuando los musulmanes prohibieron a los cristianos el acceso a la ciudad santa de Jerusalén, sonó un grito de protesta por toda Europa y se emprendieron las Cruzadas. Jerusalén fue conquistada en 1099 y la cristiandad se impuso en Tierra Santa. El problema es que, con el regreso de muchos cruzados a Europa, los desplazamientos de los peregrinos cristianos a Jerusalén se hicieron muy peligrosos; no había nadie que los defendiese. Fue en ese momento cuando aparecieron dos nuevas órdenes militares. La Orden de los Hospitalarios, consagrada a ayudar a los enfermos y a los heridos, y una milicia creada por sólo nueve caballeros y que se dedicó a vigilar las vías usadas por los peregrinos. Aunque fuesen sólo nueve, estos hombres lograron realmente que los caminos se volviesen mucho más seguros. Como recompensa, se les ofreció, como residencia permanente, la mezquita de Al Aqsa, situada en la cima del monte Moriah, en Jerusalén, justamente el sitio donde antes se alzaba el legendario Templo de Salomón. Nació así la Orden de los Caballeros del Templo de Salomón. -Hizo una pausa-. Los templarios.
– Historia mil veces contada.
– Sin duda. Es una historia tan extraordinaria que atrajo la imaginación de toda Europa. Se dice que, registrando los restos abandonados del Templo de Salomón, los templarios habrían encontrado reliquias preciosas, secretos eternos, objetos divinos. El Santo Grial. Sea a causa de esos misterios, o simplemente gracias a su ingenio y persistencia, la verdad es que los templarios crecieron y se diseminaron por Europa.
– Y llegaron a Portugal.
– Sí. La orden se instituyó formalmente en 1119 y, pocos años después, llegaron aquí. Esta ciudad de Tomar, conquistada a los moros en 1147, fue donada en 1159 por el primer rey de Portugal, don Afonso Henriques, a los templarios, quienes, dirigidos por don Gualdim Pais, construyeron el castillo al año siguiente.
El Mercedes dobló la última curva y desembocó en un pequeño aparcamiento; se trataba de un espacio protegido entre árboles y dominado por la maciza Torre de Menagem, que se destacaba por detrás de las altas murallas del castillo templario, enormes muros de piedra recortados en el cielo azul por el entramado de las almenas. Dejaron el automóvil a la sombra de unos pinos altos y siguieron por el suelo empedrado que circundaba las murallas de la torre, la Alcágova, en dirección a la imponente Porta do Sol; por momentos, le dio la impresión de haber viajado a la Edad Media, a un tiempo rústico, simple, perdido en la memoria de los siglos y del cual sólo quedaban aquellas orgullosas ruinas. Un rudo muro dentado por sólidas almenas se extendía a la izquierda, bordeando el camino y delimitando el bosque denso; las hojas de los árboles se agitaban al viento por la ladera del monte, las ramas parecían bailar al ritmo de una suave melodía natural, mecidas tal vez por el animado trisar de las recién llegadas golondrinas y por el permanente trinar de los alegres ruiseñores, a los cuales respondían las cigarras con agudos chirridos y las abejas con un zumbar laborioso, golosas en torno a las flores coloridas que asomaban entre el verdor. El lado derecho del camino se mantenía en un silencio seco, vacío, por esa parte sólo se elevaba una árida ladera de piedras, en el extremo de las cuales imperaba el castillo, cual señor feudal, altivo y arrogante.
– Así que éste es el castillo de los templarios -comentó Tomás, contemplando las viejas murallas.
– Así es. Los templarios recibieron muchas tierras en Portugal por los servicios prestados en combate, incluidas las conquistas de Santarém y Lisboa, pero en ningún sitio quedó su presencia más marcada que aquí, en el castillo de Tomar, su sede. La existencia de la orden, sin embargo, conoció un final abrupto por las persecuciones en Francia, desatadas en 1307, y por la bula papal Vox in excelso, que la condenó en 1312. El Papa solicitó a los monarcas europeos la prisión de todos los templarios, pero el rey don Dinis, en Portugal, se negó a obedecerlo. El papa declaró la Orden de los Hospitalarios como heredera de los bienes de los templarios, pero también en este caso don Dinis desobedeció. El rey portugués recurrió a una ingeniosa interpretación jurídica de la cuestión, alegando que los templarios eran meros usufructuarios de las propiedades de la Corona. Si los templarios dejaban de existir, la Corona retomaría el usufructo de sus tierras. La postura del rey de Portugal atrajo la atención de los templarios franceses, despiadadamente perseguidos en su tierra. Muchos vinieron a Portugal en busca de refugio. Don Dinis, mientras tanto, dejó las cosas i remojo hasta que propuso la creación de una nueva orden militar, con sede en el Algarve, para defender a Portugal del peligro musulmán. El Vaticano accedió y, en 1319, oficializó la creación de la Orden Militar de Cristo. Don Dinis entregó a esta nueva organización todos los bienes de la Orden del Temple, incluidas diez ciudades. Aún más importante: sus miembros eran los templarios. O sea, la Orden de Cristo se convirtió, en realidad, en la Orden del Temple con otro nombre. La reaparición de los templarios en Portugal se completó en 1357, cuando la Orden de Cristo trasladó su sede al castillo de Tomar, el antiguo santuario de la Orden del Temple, supuestamente desaparecida.
Traspusieron la magnífica Porta do Sol y desembocaron en la plaza de Armas, un vasto espacio con un hermoso jardín geométrico a la izquierda, que daba al valle. Se veían allí setos moldeados como semiesferas, arbustos sin podar, cipreses altos y esbeltos, plátanos, arriates de flores.
– Pero ¿para qué me está contando todo eso? -preguntó Tomás.
El conde Vilarigues se rio y señaló las murallas a la derecha y las estructuras medievales enfrente, dominadas por la escalinata y por el enorme bloque cilíndrico de la magnífica girola, con su aspecto de fortaleza románica, la fachada marcada por los macizos contrafuertes de los vértices que alcanzaban los tejados, la cubierta rematada por merlones del siglo xvi y el campanario que coronaba toda la estructura; del otro lado del complejo se destacaban las compactas paredes exteriores del gran claustro y, por detrás de un gigantesco plátano que daba su sombra protectora sobre el convento, las ruinas incompletas de la Casa del Capítulo.
– Estimado señor, para que comprenda más a fondo el maravilloso lugar donde estamos. A fin de cuentas, vive en Tomar, en lo alto de estas misteriosas murallas medievales, el espíritu puro del Santo Grial, la enigmática alma esotérica que encarnó la formación de Portugal y orientó la gesta de los descubrimientos. -Le guiñó el ojo-. Y también debo decirle que le cuento todo esto porque son elementos pertinentes en la extraordinaria historia que voy a revelarle.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué historia es ésa?
– Pero, estimado señor, ¿será posible que aún no haya comprendido? Lo que voy a comunicarle es la verdadera historia de Cristóbal Colón, el navegante que entregó América a los castellanos.
– ¿La…, la verdadera historia de Colón? ¿Usted la conoce?
Entraron por el jardín geométrico, pasando por debajo de un arbusto erguido a manera de puente, y fueron a sentarse en un banco de azulejos azules y anaranjados tallado en el muro.
– Es una historia cuyo prólogo se remonta a los templarios y a su Orden Militar de Cristo. -El conde observó las murallas situadas abajo; se reconocía a la izquierda la Torre de Dona Catarina y en el medio la Porta de Sangue-. Dígame, estimado señor, ¿alguna vez reparó en las cruces que ornamentaban las velas de las carabelas portuguesas utilizadas en el tiempo de los descubrimientos?
– ¿Las cruces de las carabelas? Eran rojas, si mal no recuerdo.
– Cruces rojas sobre paños blancos. ¿Eso no le dice nada?
– Pues… no.
– Las cruces de los cruzados eran rojas sobre fondo blanco. Las cruces de los templarios portugueses eran circulares rojas sobre fondo blanco. Las cruces de la Orden de Cristo eran rojas sobre fondo blanco. También las carabelas portuguesas ostentaban cruces rojas sobre las velas blancas. Eran las cruces de la Orden de Cristo, las cruces de los templarios, izadas por los mares en la demanda del Santo Grial. -Se inclinó ante el profesor, con los ojos fijos en él, como si quisiese escudriñar su alma-. Estimado señor, ¿sabe usted por casualidad lo que era el Santo Grial?
– Pues… ¿el Santo Grial? Era el…, el cáliz de Cristo. Se dice que fue en esa copa donde Jesús bebió durante la Ultima Cena y que José de Arimatea recibió en ella la sangre del hijo de Dios cuando Cristo agonizaba en la cruz.
– ¡Supersticiones, estimado señor! El Santo Grial sólo es una copa en sentido figurado, metafórico si quiere. -Señaló la ciudad de Tomar, cuyo caserío asomaba más allá de los árboles y de las murallas, en la falda del monte-. Si usted va a la capilla bautismal de la iglesia de Sao João Baptista, verá un tríptico en el que se representa a san Juan Bautista con el cáliz sagrado en la mano. Dentro del cáliz hay un dragón alado, animal mítico mencionado en la leyenda de los Caballeros de la Mesa redonda. En esa leyenda, el mago Merlín narró un combate en un lago subterráneo entre dos dragones, uno alado y el otro no; uno que representaba a las fuerzas del bien y el otro que simboliza a las fuerzas del mal; uno símbolo de luz y el otro intérprete de las tinieblas. Ese combate de dragones se encuentra también representado en el capitel de la iglesia de Sao João Baptista de Tomar, hecho que otorga un incuestionable valor iniciático a ese santuario.
– ¿Se refiere a la iglesia que está situada en la Praga da República, donde hemos estado hace poco?
– A esa misma.
– Hmm -murmuró Tomás, recordando la imagen de la fachada blanca de la iglesia con su imponente campanario de piedra tostada-. Pero ¿por qué me cuenta todo eso?
– Estimado señor, ésta es la respuesta a la pregunta que hace un momento usted no supo responder. El dragón es el símbolo templario de la sabiduría, es el Thot egipcio y el Hermes griego. El mismo Hermes que dio origen al hermetismo. Esto significa que el dragón dentro del cáliz sagrado, como aparece en la iglesia de Tomar, representa la sabiduría hermética. El Santo Grial. -Hizo una pausa-. ¿Qué es entonces el Santo Grial? Es el conocimiento. ¿Y qué es el conocimiento sino poder? Esto fue algo que entendieron rápidamente los templarios. Cuando vinieron a Portugal, huyendo de las persecuciones decretadas contra ellos en Europa, los templarios trajeron consigo el cáliz y el dragón, el Santo Grial, una sabiduría en parte científica y en parte esotérica, acumulada durante dos siglos de exploraciones en la Tierra Santa. Poseían conocimientos de navegación, artes de invención, espíritu de descubrimiento, erudición hermética. Portugal fue su destino, pero también el punto de partida para la revelación del mundo, para la nueva demanda del conocimiento. Porque este país se llama Portugal. Es un nombre que viene de Portucalem, pero que, de este modo, podrá también relacionarse con el cáliz sagrado. Portugal. «Porto Graal.» El puerto del Graal o Grial. Desde este inmenso puerto arrancó la demanda del nuevo grial. El Santo Grial de la sabiduría. El cáliz del conocimiento. El descubrimiento del mundo.
– ¿Está insinuando que los templarios concretaron los descubrimientos para concretar la busca del Santo Grial?
– En parte, sí. Los templarios y los judíos, con sus secretos esotéricos y sus misteriosas prácticas cabalísticas, unos abiertamente en busca del Santo Grial y otros en discreta demanda de la Tierra Prometida, ambos unidos por la nostalgia de Jerusalén y del sagrado Templo de Salomón, formaron con los portugueses una mezcla explosiva, un cóctel elaborado a principios del siglo xv por uno de los mayores estadistas de la historia de Portugal y uno de los mayores visionarios de la humanidad: el infante don Henrique, el cerebro que estaba por detrás del movimiento planetario al que hoy llamamos globalización. Al ser el tercer hijo del rey don Juan I, Henrique llegó a ser, en 1420, gobernador de la Orden Militar de Cristo, y más tarde acabó siendo conocido como el Navegante. El infante reunió a hombres de ciencia, entre ellos portugueses, templarios, judíos y otros, y delineó un ambicioso plan para concretar la demanda del Grial. -Alzó la mano y comenzó a recitar de memoria-. «Que Portugal tome conciencia de sí misma», escribió el poeta Fernando Pessoa. «Entréguese a su propia alma. En ella encontrará la tradición de las novelas de caballería, por donde pasa, próxima o remota, la Tradición Secreta del Cristianismo, la Sucesión Super-apostólica, la Demanda del Santo Grial.» -Terminada la recitación, alteró el tono declamatorio de su voz y la volvió más natural- El grandioso plan de Henrique el Navegante preveía la conquista de los mares desconocidos y el descubrimiento del mundo. Ese plan fue cumplido por los portugueses a través de décadas sucesivas. Los caballeros se hicieron navegantes y los descubrimientos fueron las nuevas Cruzadas.
– Portugal fue, por tanto, el puerto desde donde se zarpo en busca del Grial.
– Así es. Portugal se convirtió en un país de navegantes y descubridores, caballeros del mar en la nueva demanda del Santo Grial. Gil Eanes, Gonçalves Baldaia, Nuno Tristão, Antão Gongalves, Dinis Dias, Alvaro Fernandes, Diogo Gomes, Pedro de Sintra, Diogo Cao, Pacheco Pereira, Bartolomeu Dias, Vasco da Gama, Fernáo de Magallanes, Pedro Alvares Cabral, la lista de esos hombres es interminable, el país estaba lleno de nuevos cruzados. Muchos los conocemos. Pero otros se empeñaron en navegaciones secretas, haciendo descubrimientos jamás revelados y manteniendo su nombre oculto en la sombra de la historia.
– ¿Y dice usted que Colón era uno de ellos?
– Ahí vamos. Dejemos ahora los grandes designios místicos de los descubrimientos y concentrémonos mejor en los hechos prosaicos de la vida cotidiana del reino de Portugal a finales del siglo xv. Cuando Henrique el Navegante y, más tarde, el rey Alfonso V murieron, otro hombre asumió el control del proceso de expansión marítima. Fue el hijo de Alfonso, el nuevo rey don Juan II, llamado el Príncipe Perfecto. Poco tiempo después de que este monarca ascendiese al trono, se produjo un acontecimiento que trazaría el destino de Cristóbal Colón.
– El descubrimiento del cabo de Buena Esperanza por Bartolomeu Dias.
El conde se rio.
– No, estimado señor, eso fue después. -Abandonaron el banco de azulejos y cruzaron la plaza de Armas, pasando entre los pequeños naranjos. Vilarigues se acercó a las ruinas de los Pagos Mestrais, los antiguos aposentos reales del castillo, ahora ya sin tejado, y apoyó la mano en la pared desnuda y áspera, como si la acariciase-. No sé si lo sabe, pero entre estas paredes vivió el infante don Henrique, el hombre que planeó todo antes del Príncipe Perfecto. Y aquí también vivió otro estadista, alguien a quien cierto plan, en el que Colón estaba implicado, le cambiaría la vida. Se trata del rey don Manuel I, llamado el Venturoso, que sucedió a don Juan II.
– ¿Y qué plan era ése?
El conde inclinó la cabeza y miró a Tomás de un modo extraño.
– La conspiración para asesinar al rey don Juan II.
El historiador frunció el ceño.
– ¿Cómo ha dicho?
– La trama contra don Juan II. ¿Nunca ha oído hablar de ella?
– Pues… vagamente.
– Preste atención a esta historia -indicó el conde Vilarigues alzando las manos, como si le rogase paciencia-. En 1482, el consejo regio, encabezado por el recién coronado rey don Juan II, determinó que los corregidores reales pudieran entrar en las tierras de los donatarios, con el fin de realizar inspecciones para comprobar cómo se aplicaba la ley y para confirmar privilegios y donaciones. Esta decisión constituyó un ataque directo al poder de los hidalgos, hasta entonces dueños y señores de sus dominios. El más poderoso de los hidalgos era don Fernando II, duque de Bragança y primo lejano del rey. El duque, pues, se acordó de presentar ante la justicia las escrituras de donación y privilegios que le fueran concedidos a él y a sus antepasados. Encargó a su responsable de finanzas, el bachiller João Afonso, que fuese a recoger esas escrituras en cierta caja fuerte. Pero João Afonso, en vez de ir él mismo, mandó a su hijo, muchacho joven e inexperto. Cuando éste se encontraba frente al cofre revisando los documentos, apareció un escribano, llamado Lopo de Figueiredo, que de inmediato se prestó a ayudarlo. Durante la búsqueda, sin embargo, Lopo de Figueiredo descubrió una extraña correspondencia mantenida entre el duque de Bragança y los Reyes Católicos de Castilla y Aragón. Intrigado por documentos tan insólitos, se los llevó a hurtadillas consigo y, una vez fuera, consiguió una audiencia secreta con el rey y le mostró las cartas. Don Juan II examinó los manuscritos, algunos con correcciones hechas por el propio duque, y enseguida entendió que revelaban una conspiración contra la Corona. El duque de Bragança era un aliado secreto de los Reyes Católicos en Portugal y se comprometía a ayudar a los castellanos a invadir el país. -Bajó la voz, como si fuese a pronunciar una palabra maldita-. Un traidor. Las cartas -prosiguió retomando el tono normal- mostraban que también el duque de Viseu, hermano de la reina, estaba implicado en la conspiración, tal como la propia madre de la reina. Don Juan II mandó copiar aquellos documentos y le dijo a Lopo de Figueiredo que los restituyese en el cofre de donde los había sacado. El monarca se pasó más de un año, entre los asuntos del Gobierno y las decisiones relativas a los descubrimientos, reuniendo datos para evaluar el alcance de la confabulación y preparándose para desmontarla. Descubrió incluso los detalles de la manera en que los conspiradores planeaban ejecutarlo. Hasta que, un día de mayo de 1483, mandó detener y juzgar al duque de Bragança. Condenado por traición, don Fernando II fue degollado días después en Évora. La conjura, no obstante, prosiguió, esta vez encabezada por el duque de Viseu. Hasta que, en 1484, don Juan II decidió poner coto definitivo a la cuestión. Mandó llamar al duque, hermano de la reina, y, después de intercambiar algunas palabras con él, el propio rey lo apuñaló hasta darle muerte. Otros hidalgos implicados en la trama fueron degollados, envenenados o huyeron a Castilla. En medio de todo esto, sin embargo, hubo algo extraño. Don Juan II llamó a la corte al hermano del duque de Viseu, don Manuel. Este apareció, temiendo por su vida; al fin y al cabo, su propio hermano había sido ejecutado por el rey en aquel mismo lugar después de una convocatoria semejante. Pero el desenlace fue muy diferente. Don Juan II donó a don Manuel todos los bienes del hermano al que había matado y, hecho notable, le comunicó que si su hijo don Afonso llegaba a morir sin dejar descendencia, sería don Manuel quien heredaría el poder de la Corona. Lo que, en efecto, ocurrió.
– Una historia extraña -comentó Tomás, impresionado por los detalles de la intriga palaciega en plena fase de los descubrimientos-. Pero no entiendo por qué razón me la está contando.
El conde Vilarigues cruzó los brazos delante del pecho, en posición de dominio, y alzó la ceja izquierda.
– Estimado señor -exclamó de modo condescendiente-. Así pues, ¿usted está a cargo de una investigación sobre Cristóbal Colón y la fecha en que culminó este gran operativo de limpieza real no le dice nada?
– ¿Cuándo dice que ocurrió?
– Fue en 1484.
Tomás se rascó el mentón, pensativo.
– Ese fue el año en que Colón dejó Portugal y se fue a Castilla.
– ¡Bingo! -respondió con entusiasmo el conde, con un brillo que bailaba en sus ojos.
El historiador se quedó un largo rato inmóvil, cavilando sobre el asunto, considerando sus implicaciones, ajustando las piezas del rompecabezas. Se inclinó hacia el conde y lo miró con expresión inquisitiva.
– ¿Usted está insinuando acaso que Colón formó parte de la confabulación contra don Juan II?
– Touché.
Tomás abrió la boca, perplejo.
– Ah… -balbució, incapaz de ordenar el torbellino de ideas que afloró a su mente-. Ah…
Al verlo privado del habla, el conde le echó una mano.
– Dígame una cosa, estimado señor, ¿ya se ha fijado en que existen toneladas de documentos sobre el paso de Cristóbal Colón por España, pero, en lo que respecta a su presencia en Portugal, sólo existe un enormísimo vacío? ¡No hay nada de nada! ¡Ni un solo documento de muestra! Lo poco que se sabe se reduce a breves referencias que dejaron Bartolomé de las Casas, Hernando Colón y el propio Cristóbal Colón. Nada más. -Se encogió de hombros, simulando perplejidad-. ¿Así pues, el hombre se cansó de recorrer el país, se agotó navegando en nuestras carabelas, se casó con una noble portuguesa, deambuló por la corte, tuvo varios encuentros con el rey y no han quedado registros ni testimonios. ¿Eh? ¿Por qué será?
– Pues… ¿lo destruyeron todo?
– Es posible, amigo. Pero tal vez la verdad sea aún más sencilla que eso. Colón tenía otro nombre. Estamos buscando documentos con el nombre de Colón cuando, en definitiva, ellos existen, pero relativos a una persona que era conocida por otro nombre.
– ¿Qué…, qué nombre?
– Nomina sunt odiosa.
Tomás desorbitó los ojos.
– ¿Cómo?
– Nomina sunt odiosa.
– Los nombres son impropios -tradujo Tomás, casi mecánicamente-. Ovidio.
El conde le devolvió la mirada, sorprendido.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Qué rapidez!
– El profesor Toscano me dejó esa cita de las Heroidas como primera pista para llegar al misterio de Colón.
– Ah -comprendió su interlocutor-. Pues fui yo quien le habló de eso, ¿sabe? Supongo que habrá tomado nota. -Se encogió de hombros-. No interesa. De cualquier modo, el verdadero nombre de Colón es algo que se mantiene oscuro. Nomina sunt odiosa. Pero interesa decir que Colón tenía otro nombre. El nombre de un hidalgo.
– ¿Cómo lo sabe?
– Colón era un noble que también integraba la Orden Militar de Cristo. Su verdadera historia forma parte de nuestra tradición oral en cuanto templarios, y muchos indicios la confirman. ¿Se ha detenido a pensar en que se casó con doña Filipa Moniz Perestrelo, hija del capitán donatario de Porto Santo, descendiente de Egas Moniz y pariente de don Nuno Alvares Pereira, el hombre que derrotó a los castellanos en la batalla de Aljubarrota? Una mujer como ésa, emparentada con la propia familia real, nunca se habría casado en aquella época con un plebeyo, para colmo extranjero. ¡Jamás! ¡Se habría refugiado seguramente en un convento! Una mujer así, estimado señor, sólo se habría casado con un noble.
– Ya lo había pensado -respondió Tomás-. Es realmente impensable que doña Filipa Moniz Perestrelo se hubiese casado con un humilde tejedor de seda. Impensable.
– ¿Y usted ya ha leído la carta que don Juan II le envió a Colón en 1488?
– Claro que la he leído.
– ¿Qué me dice de aquel fragmento en que el rey menciona los problemas de Colón con la justicia?
Tomás abrió su libreta de notas para buscar las anotaciones referidas a esa carta.
– Espere, aquí lo tengo -dijo localizando el extracto-. Escribió el rey: «Y porque por ventura tuviereis algún recelo de nuestras justicias por razón de algunas cosas a que seáis obligado. Nos por esta Carta os aseguramos por la venida, estada y vuelta, que no seréis preso, retenido, acusado, citado, ni demandado por ninguna cosa sea civil o de crimen, de cualquier cualidad». -Miró al conde-. Es esto.
– ¿Entonces? ¿Qué crímenes serían esos que en 1484 llevaron a Colón a huir precipitadamente hacia Castilla con su hijo?
– La conspiración.
– Así es. La conspiración desmantelada en 1484. Como le he dicho, muchos hidalgos se escaparon ese año hacia Castilla con sus familias. Don Alvaro de Ataíde, por ejemplo. O don Fernando da Sylveira. Está también el caso de don Lopo de Albuquerque o del influyente judío Isaac Abravanel. Fue una desbandada de todos aquellos que estaban relacionados con la trama de los duques de Braganga y de Viseu. Colón fue uno entre muchos.
El historiador abrió mucho los ojos, acababa de ocurrírsele algo; cogió su inseparable cartera, tanteó el interior, sacó un libro escrito en español, titulado Historia del Almirante, y lo hojeó apresuradamente.
– Espere, espere -dijo, como si temiese que se le escapase la idea que se le había ocurrido-. Si mal no recuerdo, el hijo español de Colón, Hernando Colón, escribió lo mismo en una breve referencia que hizo a la entrada de su padre en Castilla. Ya lo encontraré… Ya lo encontraré… ¡Ah, aquí está! -Localizó el fragmento que buscaba-. Fíjese: «a finales del año 1484, con su hijo Diogo, partió secretamente de Portugal, por miedo a que el rey lo detuviese».
– ¿Colón partió secretamente de Portugal? -se interrogó el conde con ironía-. ¿Por miedo a que el rey lo detuviese? -Sonrió y abrió las manos, como si la verdad estuviera contenida en sus palmas y acabase de revelarla-. Ya no se puede ser más claro, ¿no?
– Pero ¿le parece natural que el rey perdonase a Colón si él hubiese estado realmente implicado en la conspiración?
– Depende de las circunstancias, pero, considerando lo que sabemos, es perfectamente verosímil. Fíjese en que Colón no era un cabecilla, sino un mero peón en la conjura, una figura de segundo plano. Por otro lado, el perdón fue concedido cuatro años después de los hechos, en un momento en que ya nadie representaba una amenaza para el rey. ¿No fue finalmente don Juan II quien nombró al propio hermano de uno de los conspiradores como heredero de la Corona? Con mucha más facilidad perdonaría a un participante menor, un figurante secundario, un personaje como Colón, en caso de que creyese que podría serle útil. -Señaló la libreta que Tomás mantenía entre sus manos, junto al libro que había sacado de la cartera-. ¿Y se ha fijado en cómo se dirigió el rey a Colón en la carta que le escribió en 1484?
El historiador leyó las anotaciones.
– «A xrovam collon, noso espicial amigo en Sevilla.»
– ¿Especial amigo? Pero ¿qué intimidades son ésas, Dios mío, entre el gran rey de Portugal y un minúsculo tejedor de seda extranjero, aún desconocido en aquel momento? -El conde meneó la cabeza, condescendiente-. No, amigo. Esa es la carta de un monarca a un hidalgo a quien conoce bien, un noble que frecuentó su corte. Y, lo más importante, ésa es una carta de reconciliación.
– ¿Entonces quién era realmente Colón?
El conde retomó la marcha, dirigiéndose al conjunto de escaleras al fondo de la plaza de Armas del castillo.
– Ya se lo he dicho, estimado señor -insistió-. Cristóbal Colón era un hidalgo portugués, eventualmente de origen judío, ligado a la familia del duque de Viseu, que desempeñó un papel menor en la (rama contra el rey don Juan II. Desenmascarada la confabulación, los conspiradores huyeron hacia España. Los más importantes se fueron primero, los cómplices menores se escaparon después. Colón fue uno de ellos. Abandonó su nombre antiguo y rehízo su vida en Sevilla, donde dio buen uso a los conocimientos marítimos que había adquirido en Portugal. Comenzó a llamarse Cristóbal Colón y decidió ocultar su pasado, con más razón considerando el clima antijudaico predominante en Castilla. Después del descubrimiento de América, unos autores italianos sugirieron que era genovés. Era una sugerencia conveniente, que Colón alentó, sin confirmarla, pero también sin desmentirla, porque le daba pie para apartar las sospechas sobre su verdadero origen, distrayéndolo con algo mucho más inofensivo. -Inclinó la cabeza-. ¿Se ha dado cuenta de que ni siquiera el hijo castellano conocía el origen de su padre?
– ¿Hernando?
– Sí. Hernando Colón fue incluso a Italia a comprobar si era verdad lo que decían, que su padre había venido de Génova. -Esbozó una expresión interrogativa-. ¿Se da cuenta? ¡Colón no reveló su origen ni a su propio hijo! Mire hasta qué punto llegó el Almirante para mantener su gran secreto, hasta llevar a su hijo a perderse en interminables conjeturas sobre una cuestión tan sencilla como la de determinar el sitio de nacimiento*-de su padre. Es evidente que Hernando no encontró nada en Génova, según él mismo reveló en su libro, lo que lo condujo al colmo de plantear la hipótesis de que su padre había nacido más bien en Piacenza, confundiendo así sus orígenes con el de algunos antepasados paternos de la mujer portuguesa del Almirante, doña Filipa Moniz Perestrelo, que salieron efectivamente de esa ciudad italiana.
– ¿Ni los Reyes Católicos sabían quién era Colón?
– Ellos sí que lo sabían, claro que lo sabían -dijo balanceando afirmativamente la cabeza-. Colón era parte integrante de la conspiración de los duques de Bragança y de Viseu contra la Corona portuguesa. Esa conjura se basaba en una alianza de los conspiradores con la Corona de Castilla. Entre los documentos encontrados en el cofre del duque de Bragança había cartas de los Reyes Católicos. Como Colón formaba parte de la trama, forzosamente los monarcas lo conocían, aunque de una manera remota. Por otra parte, sólo así se explica que le hayan dado crédito. -Estiró el brazo hacia la Historia del Almirante, de Hernando Colón, que Tomás había apoyado en su regazo-. Muéstreme ese libro. -El conde cogió el volumen y lo hojeó, buscando una referencia-. Hay aquí…, a ver…, hay aquí una referencia reveladora: es el fragmento de una carta de Colón al príncipe Juan, incluida en el libro por Hernando. Está…, está aquí, escuche: «yo no soy el primer Almirante de mi familia». -Miró a Tomás, con la cabeza inclinada hacia un lado con una expresión de burla-. ¿Colón dijo que no era el primer almirante de su familia? Pero ¿no se suponía que él era un tejedor genovés sin instrucción? -Se rio-. Es decir, que el propio Almirante subrayó indirectamente su origen noble, algo que la monarquía castellana, por otra parte, ya sabía, como lo prueba el hecho de que en abril de 1492, antes del gran viaje a América, reconoció en un documento que el navegante era aristócrata. Además, si Colón fuese realmente un humilde tejedor genovés, como pretende la absurda versión oficial genovesa, los Reyes Católicos se habrían reído de su petición de audiencia. Siendo quien era, no obstante, el asunto adquiría otro color. Pero, dada la rivalidad entre Portugal y Castilla, habría sido poco conveniente hacer público que el almirante de la flota castellana era un portugués, para colmo de posible origen judío. Era inaceptable. De modo que la verdadera identidad de Colón permaneció en secreto. Observe que los esfuerzos por mantener oculta la procedencia del Almirante fueron tan grandes que la propia carta de naturalización castellana de su hermano menor, Diego, omitió su nacionalidad de origen. Pero era una norma del derecho público que esas cartas mencionasen siempre la nacionalidad de origen del ciudadano que pretendía naturalizarse, elemento que se encuentra en todas las cartas de naturalización guardadas en el Registro de Sello del Archivo de Simancas referentes a este periodo. La de Diego Colón es la excepción. Lo que demuestra cuán lejos llegaron las precauciones de la Corona para que se llegase a revelar el origen del Almirante. Si él hubiese sido realmente genovés, no se entiende el motivo para ocultar la nacionalidad de procedencia. Siendo, no obstante, portugués, y tal vez judío, la cosa cambia. De ahí que los posteriores rumores acerca del origen genovés acabaran por revelarse providenciales, ya que ayudaron a confundir aún más. A los propios Reyes Católicos les convenía dejar circular esa versión italiana, mucho más prestigiosa para las tripulaciones y las poblaciones. De modo que, a través de esta conspiración de silencios y sobrentendidos, alimentada por el navegante y sus protectores, el origen de Colón se mantuvo difuso, envuelto en una densa neblina de misterio.
Pasaron entre un gigantesco plátano y un nogal tristón, verdaderos centinelas inmóviles y testigos silenciosos de siglos de vida en aquel extraño monasterio, y comenzaron a escalar la ancha escalinata de piedra del conjunto templario.
– Pero, si Colón estuvo implicado en la conspiración, ¿por qué razón don Juan II lo llamó a Lisboa en 1488?
El conde Vilarigues se acarició la barbilla puntiaguda.
– Por razones de Estado, estimado señor. Por razones de Estado. Cristóbal Colón defendía el viaje a la India por occidente, pero los Reyes Católicos no se mostraban convencidos. Don Juan II, en cambio, sabía que ese viaje sería casi imposible por dos razones. La primera: el mundo era bastante más grande de lo que Colón suponía. La segunda: el rey portugués ya conocía la existencia de tierra a mitad de camino.
Recorrían el atrio conventual del Terreiro da Entrada y se dirigían a la puerta sur del monasterio, pasando al lado de la estructura cilíndrica de la girola templaría, cuando Tomás se detuvo, mirando a su interlocutor.
– ¡Ah! Entonces don Juan II ya sabía de la existencia de América…
El conde se rio.
– Claro que lo sabía, amigo. Además, eso no implicaba ninguna hazaña. Que yo sepa, América fue descubierta hace millares de años por los asiáticos, que colonizaron el continente de un extremo al otro. Los vikingos, y en especial Erik el Rojo, fueron los primeros europeos en llegar allí. Los templarios nórdicos, algunos de los cuales vinieron a Portugal, preservaron ese conocimiento. Y los portugueses, sin duda, estuvieron explorando aquellas tierras durante el siglo xv, siempre en secreto. El almirante Gago Coutinho, el primer hombre que cruzó el Atlántico Sur en avión, concluyó que los navegantes del siglo XV tenían la experiencia de navegar hasta la costa americana antes de 1472 y sospechaba que el portugués Corte-Real había sido el primer europeo en llegar allí, después de los vikingos. Otros historiadores de renombre pensaban lo mismo, incluso Joaquim Bensaúde. Además, en el proceso del «pleyto de la prioridad», iniciado en 1532 por los hijos del capitán Pinzón, que sirvió a las órdenes de Colón, con la curiosa tesis de que el Almirante había descubierto una tierra cuya existencia ya era conocida, fueron escuchados en el tribunal varios testigos que habían estado en contacto con el gran navegante. Uno de ellos, un tal Alonso Gallego, se refirió a Colón como «persona que había sido criado del rey de Portugal y tenía noticia de las dichas tierras de las dichas Indias». Lo que resulta confirmado por el biógrafo contemporáneo de Colón, Bartolomé de las Casas, quien afirmó que el Almirante había recibido de un marinero portugués la información de que existía tierra al oeste de las Azores. El mismo De las Casas viajó en aquel tiempo por las Antillas y refirió que los indígenas de Cuba le revelaron que, antes de la llegada de los castellanos, otros navegantes, blancos y barbudos, habían andado por ahí. -Hizo un amplio gesto con la mano-. ¿Y usted ya ha visto el Planisferio de Cantino?
– Claro que sí.
– ¿Y se ha fijado en que allí aparece la costa de la Florida?
– Sí.
– Pero hay allí algo extraño. Un cartógrafo portugués realizó el Planisferio de Cantino a más tardar en 1502, pero la Florida no fue descubierta hasta 1513. Curioso, ¿no?
– Es evidente que los portugueses sabían más de lo que decían…
– ¡Claro que sabían! ¿Y qué me dice del extraño hecho de que, en su primer viaje, Colón haya llevado monedas portuguesas al Nuevo Mundo, eh? ¿Por qué monedas portuguesas? ¿Por qué no monedas castellanas? Esa decisión sólo cobra sentido si el Almirante hubiese estado convencido de que los nativos ya conocían el dinero de Portugal, ¿no?
La puerta Sur, ricamente decorada al estilo manuelino y cuyo remate era una fina moldura, estaba cerrada. Rodearon entonces la girola por la derecha, siempre en el Terreiro da Entrada y, en un rincón estrecho, justo después del campanario, cruzaron la pequeña puerta de la sacristía y penetraron en la penumbra del santuario. Pagaron dos tiques y entraron por el claustro del cementerio, con los pequeños naranjos que decoraban el patio erigido en gótico flamígero, y se internaron por los pasillos sombríos hasta invadir por fin el corazón del convento. La girola templaría.
La vieja rotonda exhalaba aquel tufo a moho de cosa antigua, una especie de rancidez seca, el olor que Tomás asociaba a los museos. La estructura estaba constituida por un tambor de dieciséis caras que, con un octógono en el centro, albergaba el altar mayor; las paredes se veían repletas de frescos y las columnas ostentaban estatuas doradas, cerrándose en una nave redonda cubierta por una cúpula bizantina. Se alzaba aquí el oratorio de los templarios de Tomar, construido según el diseño de la rotonda de la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén. La girola se revelaba como la joya del monasterio, con su arquitectura solemne, imponente, con reminiscencias de los grandes santuarios de Tierra Santa. La puerta Sur, vista desde el interior, aparecía flanqueada por dos columnas torcidas, como las que, según las Escrituras, protegían el Templo de Salomón; sin embargo, los dos hombres se centraron de tal modo en la conversación que, después de una mirada rápida al deambulatorio de la girola, pronto lo ignoraron todo.
– Disculpe, pero aquí hay algo que no entiendo -indicó Tomás, meneando la cabeza junto al octógono central-. Si los portugueses ya conocían la existencia de América, ¿por qué no fueron a explorarla?
– Por la sencilla razón de que no había nada que explorar -repuso el conde, con la actitud de quien expone una evidencia-. Amigo, los portugueses querían llegar a Oriente. En el plano esotérico, creían que el Santo Grial se encontraba en la tierra del mítico reino cristiano de Preste Juan, según defendía la más importante obra griálica alemana, el Parzival, de Wolfram von Eschenbach, cuyo conocimiento debe de haber llegado a través de los templarios germánicos. En el plano económico, lo que pretendían era llegar a la India, con el fin de impedir el comercio exclusivo de Venecia y el Imperio otomano e ir a buscar las especias al lugar de origen a un precio mucho mejor. Observe que la demanda del Santo Grial del conocimiento había sido la motivación de Henrique el Navegante, junto a su equipo de templarios, pero los intereses comerciales se fueron sobreponiendo gradualmente a la esfera mística. En América sólo había salvajes y árboles, como enseguida comprendieron los portugueses cuando pusieron allí los pies. -Levantó el índice izquierdo, subrayando la importancia de lo que diría a continuación-. De ahí el interés que don Juan II comenzó a mostrar por los planes de Colón.
– ¿Interés? -preguntó Tomás, algo confundido-. No entiendo. Usted mismo acaba de decir que allí sólo había salvajes y árboles…
– Estimado señor -suspiró el conde Vilarigues-, ¿será posible que tenga que explicarle todo?
– Me temo que sí.
El conde se sentó en un banco de madera junto al gran arco de entrada en la girola, vuelto hacia el pùlpito esculpido en mármol y enclavado en el intradós de la arcada. Tomás se acomodó a su lado.
– Vale -exclamó Vilarigues, íntimamente satisfecho por proseguir su clase-. Veamos, pues, si sigue mi argumentación. Cristóbal Colón sabía que había tierras al oeste de las Azores. Era portugués y la información ya circulaba en la corte de Lisboa, que él frecuentaba, y entre la tripulación de las carabelas, con las cuales estaba en contacto. Colón pensaba, creo yo, que aquella tierra era el Asia de la que había hablado Marco Polo en sus viajes, y no disponía de la información de que se trataba, en resumidas cuentas, de otra tierra. Intentó convencer al rey portugués de hacer la exploración por occidente, pero don Juan II ya sabía que la tierra existente allí no era Asia y que la verdadera Asia estaba situada mucho más lejos, por lo que rechazó las propuestas del joven hidalgo. En 1484, como consecuencia del desmantelamiento de la conspiración contra el rey, Colón huyó a Castilla y fue a proponer su teoría a los Reyes Católicos, considerablemente más ignorantes y oscurantistas. Tan ignorantes eran los castellanos que aún pensaban que la Tierra era plana, ¡fíjese! Pero es importante destacar que esta evolución era conveniente para don Juan II. El rey portugués disponía de una visión estratégica basada en el sentido común y deprisa concluyó que, tarde o temprano, Castilla se convertiría en un importante obstáculo para los planes expansionistas de Portugal. Los castellanos podían ser ignorantes, pero no tenían nada de tontos. En cuanto viesen a los portugueses facturando millones gracias al negocio de las Indias, querrían su parte. Vendría la guerra. Don Juan II entendió que Castilla era una evidente amenaza potencial para sus planes. Era necesario maniobrarla, lanzarla en otra dirección, distraerla con algo en apariencia muy valioso pero que no valiese nada en absoluto.
– América -observó Tomás.
– ¡Así es! ¿Ve cómo empieza a entender, amigo? -Le guiñó el ojo-. América respondía a esos requisitos, era el juguete perfecto. Mientras estuviesen convencidos de que la primitiva América era la rica Asia, los castellanos se entretendrían con ese continente y dejarían a los portugueses en paz, entregados al lucrativo comercio con la verdadera Asia. Por ello los esfuerzos de Colón para convencer a la corte castellana eran convenientes para Lisboa. El problema es que, justamente debido a su excesiva ignorancia, y también por estar ocupados con la reconquista de las tierras de moros, que aún ocupaban el sur de la península Ibérica, los castellanos rechazaron las propuestas del hidalgo portugués. Desanimado e invadido por la añoranza, Colón quiso regresar a su patria, pero se mantenía el viejo problema de su complicidad en la conspiración contra el rey. Le escribió entonces a don Juan II, corría el año 1484, proclamando su inocencia y pidiendo perdón por cualquier eventual ofensa. El rey aprovechó la oportunidad y respondió enviándole la carta de reconciliación que usted ya ha leído, incluyendo la garantía de que no lo detendrían por los crímenes cometidos. En realidad, el monarca tenía un gran interés en hablar con la oveja descarriada. Con el salvoconducto en las manos, Colón fue a Portugal a insistir en su plan. Para su sorpresa, sin embargo, comprobó que don Juan II no pretendía montar ninguna expedición hacia occidente, sino que más bien deseaba que el hidalgo insistiese en sus esfuerzos por convencer a los Reyes Católicos de que aceptasen el viaje. El rey portugués prometió incluso ayudar a Colón, en secreto, en lo que fuera necesario, haciendo todo lo posible para que tuviese éxito en su iniciativa. Cuando se encontraba en Lisboa, Colón fue testigo del regreso de Bartolomeu Dias con la noticia de que había descubierto el paso hacia el océano Índico y tomó conciencia de que don Juan II poseía realmente buenos motivos para no seguir su sugerencia. Resignado, aceptó la oferta de ayuda secreta y regresó a Castilla, con renovada esperanza de convencer a los Reyes Católicos.
– Ese regreso de Bartolomeu Dias es justamente un punto importante -realzó Tomás-. Siempre se ha supuesto que don Juan II desistió del viaje hasta la India por occidente porque, cuando se encontraba en Lisboa negociando con Colón dicha expedición, la llegada de Dias con la noticia del descubrimiento del cabo de Buena Esperanza le hizo ver que ése era el verdadero camino que convenía seguir.
– ¡Qué disparate! -exclamó el conde con un gesto de enfado-. ¡Don Juan II había llegado a esa conclusión hacía mucho tiempo! Fíjese, ya conocía la existencia de tierras al oeste de las Azores. Y sabía, sobre todo, que no eran Asia. -Tocó el pecho de Tomás-. Estimado amigo, piénselo bien. Si don Juan II hubiese estado realmente considerando la hipótesis de navegar hacia occidente, ¿cree que habría llamado de Sevilla a un navegante genovés, como pretende la tesis oficial? ¿Acaso no tenía él en sus filas a hombres mucho más experimentados, excelentes navegantes como Vasco da Gama, Bartolomeu Dias, Pacheco Pereira, Diogo Cao y muchos otros, todos ellos ofreciéndole más garantías de ser capaces de llevar a cabo con éxito aquella misión? ¿Para qué habría querido el rey llamar a Colón y pedirle que emprendiese esa expedición, eh? ¡Aquel que crea que don Juan II impulsó a Colón a ir a Lisboa para analizar con él el viaje por occidente sólo puede estar bromeando! -Se golpeó repetidas veces la frente con el índice, emitiendo un sordo «toc-toc-toc»-. Para ello tenía navegantes suficientes, de su confianza personal y mucho más cualificados. -Meneó la cabeza-. No, amigo, don Juan II no quería hablar con Colón para discutir la ida a la India por occidente. Y la principal razón es que él ya conocía la existencia de otro continente en esa parte del mundo. Convénzase de lo siguiente: el interés del rey portugués por América residía esencialmente en el potencial que veía allí para alejar a los castellanos del verdadero camino a la India. -Vilarigues se pasó la mano por el pelo lacio y negro-. Observe una cosa, estimado señor. ¿A usted no le parece extraño que Bartolomeu Dias haya descubierto el paso al océano Indico en 1488 y Portugal no enviara a Vasco da Gama para explorar tal paso hasta casi diez años después? -Adoptó una expresión de perplejidad-. ¿Diez años después? ¿Para qué esperar diez años?
– Bien, creo que sería para preparar el viaje…
– ¿Diez años para preparar un viaje? ¡Vaya por Dios! Si los portugueses hubiesen sido unos novatos en cuestiones de navegación, vale, podría entenderse. Pero ellos navegaban con regularidad, como una actividad rutinaria, el pan nuestro de cada día; así pues, ese plazo es inverosímil. -Se inclinó hacia el historiador-. Mire, estimado amigo, después de una sistemática y prolongada búsqueda del camino marítimo hacia la India, cuando se descubre el anhelado paso y las puertas quedan por fin abiertas, se establece, de repente, un compás de espera de diez años. Son diez inexplicables años los que separan los viajes de Dias y de Gama. -Alzó los hombros, con una expresión interrogativa-. ¿Por qué? ¿Por qué esta pausa de diez años? ¿Qué los llevó a posponer el tan ansiado viaje a la India? Este, amigo, ha sido uno de los mayores misterios de los descubrimientos, objeto de inmensas especulaciones entre los historiadores -dijo señalando a Tomás-. Y, de alguna forma, usted ha atinado con la explicación que ha dado. Los portugueses estaban, en efecto, preparando las cosas. Pero no era preparando barcos para la expedición de Vasco da Gama. Estaban más bien preparando a los castellanos.
– ¿Preparando a los castellanos?
– La Corona portuguesa sabía que sólo podría concretar la aventura de la India cuando hubiese resuelto el problema castellano. Si Portugal hubiera descubierto el camino a la India dejando a Castilla en ascuas, la guerra se habría vuelto, tarde o temprano, algo inevitable. El Tratado de Toledo, acordado en 1480 con Castilla como consecuencia del Tratado de Alcáçovas, otorgaba a Portugal la exploración de la costa africana, «hasta los indios inclusive», pero don Juan II desconfiaba de que, a la hora de la verdad, los castellanos diesen lo dicho por no dicho. ¿No estaban los Reyes Católicos, al fin y al cabo, en el mismo momento en que firmaban el Tratado de Alcáçovas/Toledo, conspirando con nobles portugueses para matar al monarca de Portugal? En esas condiciones, ¿cómo podía don Juan II confiar en ellos? Además, llegó a probarse que su desconfianza tenía fundamento, dado que los Reyes Católicos intentaron llegar a la India, procurando así quedarse con lo que el tratado les negaba. El rey portugués tuvo la intuición de que sería así, de que, a la hora de la verdad, los Reyes Católicos ignorarían un tratado que daba tanto al pequeño Portugal y tan poco a los gigantes que eran Castilla y Aragón. Era necesario, pues, resolver primero el problema castellano. Y la actuación de Cristóbal Colón se reveló como la clave para ello. Se hacía necesario que el Almirante convenciese a los castellanos de emprender una expedición por occidente, y era fundamental que los castellanos se convenciesen de que América era, en efecto, Asia. Por ello, los portugueses esperaron diez años. Se quedaron esperando el viaje de Colón y los consiguientes reajustes geopolíticos.
– Viaje que se realizó en 1492.
– Sí. Y con la ayuda secreta de don Juan II.
– ¿Cómo?
– En primer lugar, a través de una financiación oculta. -Indicó, alzando el pulgar-. Isabel la Católica participó con un millón de maravedíes para pagar la expedición. Pero esa cuantía no alcanzaba y Colón aportó un cuarto de millón. Dígame, ¿adónde diablos fue el empobrecido hidalgo a buscar tanto dinero? Los genovistas pretenden que unos banqueros italianos entregaron ese dinero, pero, de ser verdad, ellos habrían aparecido después para recoger los dividendos, ningún particular da tanto dinero para quedarse sin él, ¿no? Y, no obstante, quienquiera que haya adelantado ese dinero no apareció después a reclamar su tajada en la explotación del negocio de las Indias Occidentales. ¿Y por qué no apareció? Porque no podía aparecer, porque tenía que mantenerse en la sombra, porque los verdaderos dividendos de esa inversión no eran en dinero, sino más bien en ganancias geoestratégicas. En definitiva, porque el financista oculto era el rey de Portugal. -Juntó el índice con el pulgar-. Y, en segundo lugar, don Juan II se comprometió proporcionando instrumentos de navegación. Días antes de zarpar, Colón recibió de Lisboa las Tablas de declinación del sol, escritas en hebreo e imprescindibles para la corrección de desvíos en el uso del astrolabio. ¿Quién las envió? -El conde esbozó una sonrisa-: La Corona portuguesa, como es evidente. Don Juan II se esmeró en hacer de aquel viaje un éxito. -Simuló el gesto de quien tiene un bebé en brazos-: Llevó a los castellanos en brazos a América.
– Todo eso es verdad, pero, fíjese, el viaje de Colón fue en 1492 y Vasco da Gama no llegó a la India hasta 1498. ¿Por qué haber esperado aún seis años más?
– Porque se volvió necesario clarificar la evolución geopolítica que se había producido mientras tanto, amarrando a los castellanos a un nuevo tratado, firmado con el aval del Vaticano, que cristalizase la situación más conveniente para Lisboa. Eso ocurrió en 1494, cuando Portugal y Castilla firmaron el Tratado de Tordesillas, dividiendo el mundo en dos partes, una para cada uno de los reinos ibéricos. Los castellanos creyeron que se habían quedado con la mejor parte, dado que su tajada del planeta incluía lo que ellos pensaban que era la India, o sea las tierras recién descubiertas por Colón. -Levantó la mano-. Ahora preste atención, estimado señor: ¿usted cree realmente que don Juan II habría firmado ese tratado si hubiera pensado que la India quedaba en la tajada castellana? Si el rey portugués hubiese creído que Colón había descubierto realmente la India, ¿no cree que se habría aferrado al Tratado de Alcáçovas/Toledo, que le otorgaba derechos exclusivos sobre «los indios»? ¿Por qué razón dio graciosamente a los castellanos la tajada donde se suponía que se encontraba la India de Colón? La única respuesta plausible es que don Juan II aceptó esta división del mundo porque ya sabía que la tajada castellana no incluía a la verdadera India. Lo que hicieron los portugueses fue entregar la «India» americana a sus rivales y guardar la verdadera India para ellos. Quedaron creadas, entonces, las condiciones que don Juan II consideraba adecuadas, dado que los castellanos ya tenían su «India» para entretenerse durante muchos años. El riesgo de una guerra a corto plazo quedaba eliminado y los portugueses comenzaron, por fin, a planificar el gran viaje de Vasco da Gama.
– Aun así, pasaron tres años entre la firma del tratado y la partida de Vasco da Gama…
– Sí… -reconoció el conde-. El Príncipe Perfecto murió en 1495, lo que retrasó el proyecto, y la flota no llegó a zarpa i hasta 1497, ya en época de don Manuel.
– Pero ¿cómo es posible afirmar con tanta certidumbre que Colón fue la pieza intencionalmente usada por don Juan II para alejar a los castellanos de la verdadera India?
– Mire, basta observar los resultados prácticos de la expedición de 1492. Colón convenció a los Reyes Católicos de que había llegado a Asia, llevándolos a firmar un tratado que, en la práctica, significaba que gastarían muchos años en el continente equivocado, entregando la verdadera Asia a los portugueses.
– Ese fue, sin duda, el resultado práctico del viaje de 1492, nadie lo discute. Lo que me parece especulativo, sin embargo, es decir que Colón se alió con don Juan II para alcanzar ese fin.
– No, estimado amigo, nada hay de especulativo en eso -negó el conde Vilarigues-. Esta información sobre la alianza entre Colón y don Juan II forma parte del patrimonio secreto de la Ordo Militaris Christi y está corroborada por múltiples indicios y algunas pruebas.
– ¿Qué pruebas?
El conde sonrió.
– Ahí vamos -dijo-. Comencemos por los indicios. ¿Usted conoce los documentos en que se basa la tesis del Colón genovés?
– Sí, claro.
– ¿Cree acaso que son sólidos?
– No, son frágiles. Están llenos de contradicciones e incongruencias.
– ¿Cree entonces que Colón era portugués?
– Hay claros indicios en ese sentido, sí. Pero permítame que le diga: falta una prueba final.
– ¿De qué prueba habla? -adoptó un tono irónico-. ¿Quiere una cinta de vídeo con imágenes de Colón mirando a la cámara y cantando el himno nacional?
– No, pero quiero pruebas sólidas. Fíjese, con todas sus inconsistencias y absurdos, la tesis genovesa es la única que le otorga una identidad a Colón. Le atribuye una familia, le da una casa, presenta documentos. Todo el resto falla, es cierto, pero al menos tiene eso. La tesis portuguesa es todo lo contrario. Por más que cobre sentido y resuelva los misterios entorno a la figura del Almirante, carece de un documento que lo identifique con claridad.
– Muy bien, vamos, pues, a las pruebas -respondió el conde, haciendo un gesto con la mano para pedirle a su interlocutor que tuviese paciencia-. Por ahora, analicemos los indicios. Frente a los indicios que existen, ¿la historia que le conté tiene sentido?
– Pues… yo diría que sí, todo parece encajar.
– Entonces analicemos ahora los indicios siguientes.
– ¿Más indicios?
– Sí -respondió sonriente el conde-. Concentrémonos en los extraños acontecimientos que ocurrieron durante el primer viaje, el viaje crucial, el de 1492. Como sabe, Colón llegó a las Antillas y estableció contacto con los indígenas, a quienes llamó indios, por pensar que se encontraba en la India. Llegó incluso a obligar a su tripulación a jurar que aquella tierra era la India, tan firme se revelaba su intención de convencer a los Reyes Católicos de tal hecho. Pero es en el momento de volver cuando comienzan las decisiones más extrañas del viaje. En vez de regresar por el camino por el que había venido, navegando hacia el este en dirección a las islas Canarias, como hizo mientras tanto el capitán de la Pinta, el Almirante tomó rumbo hacia el norte en la Niña, en dirección al Ártico. Hoy en día sabemos que éste era el mejor camino, la ruta más eficaz, dado que en aquella estación del año soplaban los vientos alisios, más favorables. Pero si nunca nadie había navegado antes por esas aguas, como pretende la tesis oficial, ¿cómo diablos lo sabría Colón? Es evidente que le habían informado: o marineros portugueses, que navegaron por aquellos parajes en secreto, o, más probablemente, su «espicial amigo» don Juan II, que poseía los datos de esas exploraciones sigilosas. Colón navegó dos semanas hacia el norte y el noreste, hasta que viró hacia el este, por la zona de los vientos variables, dirigiéndose hacia las Azores.
»De las Casas refiere que el Almirante no corrigió el rumbo por no haber llegado aún al archipiélago portugués, lo que muestra su intención de dirigirse allí. Lo sorprendió una tempestad y velejó hasta la isla de Santa María, donde lanzó anclas. Ocurrió entonces un episodio extraño. La carabela castellana fue bien acogida por los portugueses, que hasta le enviaron un bote con víveres. El responsable interino de la isla, un tal Joao Castanheira, dijo conocer bien a Colón. El Almirante mandó parte de su tripulación a tierra, para rezar en una capilla, pero los hombres tardaron en volver. Colón se dio cuenta de que los portugueses los habían detenido. Los hombres de Santa María enviaron entonces un barco al encuentro de Colón, exigiendo que se rindiese, puesto que tenían en su poder la orden del rey de llevarlo preso. El Almirante no cedió e intentó tomar rumbo hacia la isla de San Miguel, pero, con tan pocos tripulantes y la inminencia de una nueva tempestad, ese viaje se reveló imposible y Colón desistió, regresando a Santa María. Al día siguiente, los portugueses liberaron a la tripulación. Al regresar a la Niña, los tripulantes dijeron que habían oído a Castanheira afirmar que sólo quería prender a Colón, debido a las órdenes del rey en ese sentido, y que los castellanos no le interesaban para nada. Al no haber logrado detener al Almirante, liberaba a la tripulación. -El conde hizo una mueca de escepticismo-. Ahora bien, todo esto, como es fácil de ver, resulta por lo menos muy misterioso. ¿Colón fue a pasear por las Azores en vez de ir derecho a Castilla? ¿Qué historia es esa de que João Castanheira conocía muy bien a Colón? ¿Y qué decir de la decisión del Almirante cuando fue informado de la orden del rey de detenerlo? En vez de hacerse a la mar y escapar del enemigo, como haría cualquier persona con un mínimo de sentido común, decidió, nada más ni nada menos, dirigirse a la isla de San Miguel, donde, presumiblemente, tal orden sería ejecutada con igual eficacia. ¿No es ése un comportamiento extraño?
– En efecto -reconoció Tomás-. ¿Cuál es la explicación?
– No había, en aquel momento, ninguna orden real para detener a Colón. Castanheira sólo sabía que el hidalgo, cuya reputación, al menos, conocía, se había aliado con los castellanos e, ignorando los detalles de la geoestrategia política de don Juan II, supuso que aún estaba en vigor la anterior orden del rey de detener al traidor. No hay que olvidar que Colón estuvo implicado en una conspiración contra la vida de don Juan II y que, cuando la conjura acabó desmontada, comenzó a ser buscado por la justicia. Así pues, Castanheira conocía esa antigua orden de prisión y, estando aislado en una isla remota, no sabía que, mientras tanto, aquélla había sido revocada. A su vez el Almirante, presumiblemente, no llevó consigo en el viaje el salvoconducto que le había entregado el monarca en 1488, corriendo un tupido velo sobre los acontecimientos de 1484. El comportamiento siguiente de Colón, además, corrobora esta explicación. En vez de huir a Castilla, como sería normal para quien era acosado de tal modo por el rey portugués, decidió dirigirse a San Miguel. ¿Por qué lo haría, si habían puesto precio a su cabeza? La respuesta es sencilla. Colón tenía razones secretas para creer que esa información era falsa y sabía que en San Miguel había responsables que conocían la verdad. -Hizo un gesto Brusco con la mano, como si quisiese acabar con este asunto-. Bien, adelante. Terminado el extraño periplo azoriano, ¿qué cree usted que habría sido normal que Colón hiciera a continuación?
– ¿Volver a Castilla?
– ¡Así es! Me parece que sería lógico que Colón se dirigiese finalmente a Castilla, ansioso por caer en los brazos de los Reyes Católicos y recoger la dulce gloria del gran descubrimiento. -Meneó la cabeza, con la voz cargada de ironía-. Nuevo error -dijo al tiempo que se tapaba los ojos con el dorso de la mano izquierda, simulando sufrimiento y pesar-. ¡Oh, cruel destino! ¡Una tempestad más lo arrastró, imagínese, hacia Lisboa! -Se echó las manos a la cabeza, siempre con un exagerado gesto teatral-. ¡Así es! ¡Los vientos conspiraron para arrojarlo en la boca del lobo, en el cubil del enemigo! -Guiñó el ojo, divertido, y se rio-. O sea, que nuestro amigo aportó en Restelo el 4 de marzo de 1493, junto a la gran nave que pertenecía al propio rey. El capitán de esa nave real fue hasta la Niña a preguntarle a Colón qué estaba haciendo en Lisboa. El Almirante respondió que sólo hablaría con su «espicial amigo», el rey de Portugal. El día 9, Colón fue conducido al palacio real en Azambuja, donde se encontró con don Juan II. Le besó la mano en una habitación y ambos intercambiaron en privado algunas palabras. Después, el rey llevó al Almirante a una sala donde se encontraban varias figuras ilustres de su corte. Los relatos de los cronistas difieren en cuanto a lo que aquí ocurrió. Hernando Colón, citando a su padre, dice que el monarca portugués escuchó con semblante alegre el relato del viaje, sólo acotando que, por el Tratado de Alcáçovas/Toledo, aquellas tierras ahora descubiertas le pertenecían. Ruy de Pina, que probablemente asistió al encuentro, refiere que el rey escuchó afectado el relato de las hazañas de su antiguo súbdito y que Colón se dirigió a él de forma exaltada, acusándolo de negligencia por no haberle dado crédito en el momento oportuno. Los términos usados habrían sido de tal modo ofensivos que Pina reveló que los hidalgos presentes habían decidido matar a Colón, incluso porque, con su muerte, quedaría Castilla privada del sensacional descubrimiento. Pero, según cuenta el cronista, no sólo don Juan II impidió el asesinato, sino que, prodigio de prodigios, trató al agresivo e incauto visitante con mucho honor y ceremonia. Más aún, el rey dio órdenes para que se le suministrase a la carabela castellana todo lo que le hiciera falta. Al día siguiente, día 10, Colón y don Juan II volvieron a conversar, y el rey le prometió ayuda en lo que necesitase y mandó que se sentase en su presencia, siempre muy ceremonioso y cubriéndolo de honores. Se despidieron el día 11 y los hidalgos portugueses lo acompañaron, insistiendo en rendirle pleitesía. -El conde miró al historiador-. ¿Qué me dice de todo esto?
– Bien…, pues…, a la luz de lo que me ha revelado, es una historia sorprendente…
– Muy sorprendente, ¿no? Comenzando por las tempestades. En cuanto entró en aguas territoriales portuguesas, hubo un temporal detrás de otro: ¡aquello fue tremendo acoso de tempestades! Hubo una a la entrada en el archipiélago; otra entre las islas de Santa María y San Miguel; y una tercera cerca de Lisboa. -Inclinó la cabeza, asumiendo una expresión maliciosa-. Tempestades convenientes, ¿no le parece?
– ¿Qué está insinuando?
– Que la tercera tempestad no pasó de ser una lluvia más fuerte, suficiente para que Colón tuviese un pretexto para hacer escala en Lisboa. Además, en el célebre «pleyto con la Corona», en el que dieron testimonio todos los participantes en este viaje, los marineros castellanos se acordaban claramente de la tempestad a la altura de las Azores, pero no hay ninguna referencia a un temporal cerca de Lisboa. Por otro lado, merece la pena subrayar que casi todo el viaje de regreso de América se efectúa en aguas portuguesas, lo que me parece bastante extraño. A ver, Colón fue a Lisboa, no porque la tempestad lo hubiese obligado a hacerlo, sino porque eso era lo que quería. Según le comunicó al capitán de la nave real fondeada en el Tajo, deseaba hablar con el rey. -Arqueó las cejas-. ¿Ve cómo son las cosas? ¡Colón fue informado en Santa María de que el rey quería su detención y lo primero que hizo al abandonar las Azores fue justamente dirigirse a Lisboa y solicitar un encuentro con don Juan II! ¿Le parece normal? ¿No cree que, habiendo sido informado del deseo del rey de detenerlo, sería de esperar que hubiese evitado Lisboa a toda costa? Aunque tuviese el barco dañado por una tempestad, ¿no habría sido razonable que él, en esas circunstancias, hubiese intentado por todos los medios ir directamente a Castilla? A fin de cuentas, si logró navegar desde el sitio de la supuesta tempestad hasta Lisboa, sin duda habría logrado ir un poco más adelante. ¿Por qué razón se encaminó con tanta tranquilidad hacia la boca del lobo?
– Realmente… -admitió Tomás-. Pero es extraño que, una vez en Lisboa, hayan hecho falta cuatro días para que el rey lo recibiese, ¿no cree?
– Lo sería si no se hubiese dado el caso de que, en aquel mismo momento, se había propagado la peste en Lisboa. El rey se había refugiado en Azambuja para huir de la epidemia y fue necesario ocuparse de los detalles del desplazamiento del Almirante hasta allí. De cualquier modo, se encontraron el día 9. Tuvieron un primer intercambio de palabras en privado. Nadie sabe el tenor de esa conversación, pero parece lógico que hayan montado una escena.
– ¿Una escena?
– De las Casas describe a Colón como un hombre cortés, sobrio, incapaz de expresiones rudas. Por lo que parece, una de sus manifestaciones más violentas era: «¡mejor te ayude Dios!». Entonces, ¿cómo un hombre tan cortés se dedicó a ofender al poderoso rey de Portugal delante de sus súbditos? ¿Cómo es posible que le hablase al monarca de un modo tan brutal que los hidalgos llegaron al punto de quererlo matar? ¿Y qué decir de la reacción del grande e implacable don Juan II? Este era el rey que había mandado degollar y envenenar a los mayores nobles de Portugal, algunos de ellos ligados a él por lazos familiares. Este era el rey que había apuñalado hasta quitarle la vida al propio hermano de la reina, el duque de Viseu. Este era el rey que tenía enfrente a un tejedor de seda extranjero ofendiéndolo en su propia casa y delante de sus súbditos. Este era el rey que tenía a su merced al hombre que había deshecho su sueño de llegar primero a la India, entregándole la hazaña a Castilla. Con las ofensas a las que lo había sometido, don Juan II disponía del pretexto adecuado para matar a Colón, vengando los insultos y, lo más importante, cerrando a los castellanos las puertas de la India. Así pues, ¿qué hizo este rey despiadado y calculador, el primer monarca absolutista de Portugal? -Dejó la pregunta en suspenso por un instante-. Impidió a los hidalgos que matasen a Colón y cubrió al Almirante de honores. Llegó al punto de mandar que se sentase en su presencia, dignidad que en aquella época se reservaba sólo a personas de elevadísima condición. Además, lo ayudó a aparejar la Niña para el viaje de regreso a Castilla, recomendándole al navegante que enviase a los Reyes Católicos sus saludos, e hizo que sus hidalgos, que antes habían querido matar a Colón, se despidiesen del navegante con grandes distinciones. -El conde alzó el dedo, como si estuviese pronunciando un discurso ante un público numeroso-. Éste, estimado amigo, no es el comportamiento de un extranjero que se ve forzado a ir a la casa de su mayor enemigo. Y éste, sobre todo, no es el comportamiento de un rey que es ofendido por aquel que, para colmo, acaba de destruir su gran ambición. Éste, amigo, es más bien el comportamiento de dos hombres que estaban confabulados y que representaron una escena de teatro para que la viesen los castellanos. La verdad, la pura verdad, es que al rey de Portugal le interesaba que el descubrimiento de América correspondiese a los castellanos. Con éstos entretenidos en América, don Juan II se quedaba con las manos libres para preparar, por fin, el gran viaje de Vasco da Gama a la India, ésa sí era la gran proeza de los descubrimientos.
Tomás suspiró.
– Tiene sentido -murmuró.
– ¡Claro que lo tiene! -exclamó el conde Vilarigues-. Sobre todo si analizamos el comportamiento siguiente de Colón. ¿Sabe lo que hizo después de despedirse de don Juan II?
– Pues… se fue a Castilla.
– No, estimado señor. No se fue a Castilla.
– ¿No?
– No. Fue a dar un paseo más por Portugal.
– ¿Cómo?
– Como se lo digo. El hombre se despidió del rey en Azambuja y, en vez de volver a su carabela, supuestamente ansioso por llegar a Castilla, decidió ir de visita a Vila Franca de Xira.
– ¿A Vila Franca de Xira? Pero ¿qué diablos fue a hacer allí?
– A conversar con la reina, que se encontraba en un monasterio. De las Casas relató que Colón fue a darle un besamanos y que la reina estaba acompañada por el duque y por el marqués. ¿No le parece extraño?
– ¡Claro que me parece extraño! ¿Y de qué hablaron?
– Asuntos de familia, supongo.
– ¿Qué asuntos de familia?
– Estimado amigo, haga el favor de reconstruir el trayecto de Colón. Tenemos a un hidalgo portugués forzado a huir hacia Castilla con su hijo a causa de su papel en la conspiración contra el rey. ¿Quiénes eran las figuras relevantes de esa conspiración? La madre y el hermano de la reina, el duque de Viseu, apuñalado hasta la muerte por el propio rey. O sea, Colón estaba relacionado con la madre y con el hermano de la reina. En consecuencia, tenía vínculos con la propia reina. Con toda probabilidad, vínculos de sangre. Podría usted imaginar que sería un sobrino, o un primo, o algo así, no sé decirle exactamente quién era, pero puedo asegurarle que se trataba de alguien allegado a la reina. -Alzó el dedo, como lo hacía cuando quería subrayar un punto importante-. Fíjese bien, amigo. Este encuentro entre Colón y la reina, que se prolongó hasta la noche, sólo se explica si ambos se conocían muy bien, tal vez había entre ellos hasta complicidad. De otro modo, ¿cómo entender tal reunión? Si Colón hubiese sido un humilde tejedor de seda extranjero, ¿cómo entender que se hubiera encontrado con la reina? Y, más importante aún, ¿cómo entender que ella, la reina, quisiese recibirlo? ¿Y cómo entender que ambos se quedaran conversando hasta la noche? ¿Y cómo entender que el nuevo duque de Viseu, que era ni más ni menos que el futuro rey don Manuel, hermano de la reina, estuviera presente en esa conversación? -Hizo un gesto resignado-. La única explicación, estimado señor, es que aquél fue un reencuentro de familiares que hacía años que no se veían. -Fijó sus ojos en Tomás, con actitud perentoria-. ¿Tiene usted, por casualidad, otra explicación?
El profesor lo escuchaba boquiabierto. Movió la cabeza con lentitud.
– No -admitió-. Ninguna explicación tiene tanto sentido como ésta.
– Colón fue esa noche del día 11 a dormir a Alhandra -dijo el conde retomando el relato-. A la mañana siguiente, apareció un escudero del rey ofreciéndose para, si Colón así lo quisiese, llevarlo a Castilla por tierra, consiguiéndole aposentos y animales para el viaje. Simpático el rey, ¿eh? -añadió guiñándole el ojo-. Ayudando a Colón a llevar a Castilla el secreto del viaje hasta la India. Implicándose en su propia derrota. -Sacudió la cabeza, con una expresión escéptica-. Sea como fuere, Colón prefirió volver a la Niña y levó anclas desde Lisboa el día 13.
– Miró a Tomás de nuevo-. ¿Sabe decirme cuál fue el destino siguiente de Colón?
– Bien, ahora se fue definitivamente a Castilla, ¿no?
El conde se rio.
A Tomás se le desorbitaron los ojos una vez más.
– No me dirá que fue a visitar otro sitio más en Portugal…
– Sí, se lo diré: ¡el hombre se fue a Faro!
Se rieron los dos. La historia del viaje de regreso de Colón se estaba volviendo ridícula.
– ¿A Faro? -preguntó Tomás después de las carcajadas-. ¿Qué fue a hacer a Faro?
– No lo sé -respondió el conde, encogiéndose de hombros-. ¡Que yo sepa, en aquel momento aún no existía la marina de Vilamoura ni la Quinta do Lago! ¡No había forasteras ni discotecas! -Se rieron un poco más y la chanza retumbó por la girola templaría-. Colón llegó a Faro el día 14 y se fue por la noche, tras pasar casi todo el día allí. Nadie sabe qué fue a hacer. Al ser un hidalgo portugués, no obstante, es natural que haya ido a visitar a alguna de sus relaciones. Sólo eso explica esta nueva parada portuguesa. -Alzó las manos hacia el cielo, como quien dice «aleluya»-. Finalmente, el día 15 llegó a Castilla. -El conde se alisó el bigote-. Ahora, imagínese. Colón había dejado a la tripulación castellana ansiosa por regresar a casa. El mismo debería estar inquieto por presentarse ante los Reyes Católicos con el relato del gran descubrimiento de la India. Y, no obstante, he ahí que el hombre, algo inexplicable si fuese de verdad un tejedor de seda genovés, se puso a pasear por todo Portugal, de las Azores al Algarve, de Lisboa a Vila Franca de Xira, de la Azambuja a Alhandra, con toda la tranquilidad de este mundo, conversando con el rey y con la reina, visitando a uno y a otro, paseando de aquí para allá, hasta parecía que estaba de vacaciones el condenado. ¿Este es el comportamiento normal de un almirante al servicio de Castilla en la tierra de su enemigo? -El conde esbozó una mueca escéptica-. No me lo parece. Colón no se comportó como un extranjero en tierra hostil, sino como un portugués en su casa, mostrándose incluso reacio a irse. Cristóbal Colón, estimado señor, era un hidalgo portugués que prestó un gran servicio a su país al alejar a Castilla del camino de la India.
El historiador se pasó la mano por la cara, masajeándose.
– Vale -aceptó-. Pero dígame una cosa: ¿no le pareció todo esto muy extraño a la tripulación castellana?
– Claro que sí. -Señaló la cartera de Tomás-. Oiga, ¿tiene usted ahí copias de las cartas de Colón?
– Copias de las…, pues…, -vaciló, buscando dentro del maletín-. Sí, sí, creo que tengo copias.
– ¿Tiene aquella que escribió en 1500, durante su cautiverio, a doña Juana de la Torre?
Tomás sacó un fajo de fotocopias, las hojeó con rapidez, localizó el documento mencionado y se lo extendió a Vilarigues.
– Aquí está.
El conde recorrió con sus ojos el facsímile de la carta.
– Ahora preste atención a esta frase: «Yo creo que se acordará vuestra merced, cuando la tormenta sin velas me echó en Lisbona, que fui acusado falsamente que avia yo ido allá al Rey para darle las Indias». -Miró a su interlocutor-. Es decir, a la tripulación también le pareció todo este comportamiento muy extraño; desconfiaron sobre todo de las conversaciones entre Colón y don Juan II. Como es evidente, los tripulantes castellanos pensaron que el Almirante había ido a ofrecer el descubrimiento al rey portugués, pero la verdad, como sabemos, era aún más extraordinaria. Colón se había convertido, desde 1488, en un agente del Príncipe Perfecto. La reunión de Lisboa, en 1493, no se produjo para que el descubridor le ofreciese América a don Juan II, sino más bien para que ambos hiciesen balance de la situación y planeasen la estrategia siguiente, la que conduciría al Tratado de Tordesillas.
– Bien -concluyó Tomás-. Independientemente de que haya detalles que pueden o no ser seguros, la verdad es que la historia encaja globalmente en ese relato. Quedan resueltos así los misterios de Colón. Los indicios son fuertes y apuntan en ese sentido. Pero, digo yo, ¿dónde está la prueba final? ¿Dónde se encuentra el documento que lo confirma todo?
– Usted no estará esperando que exista un documento que confirme que Colón era agente secreto portugués, ¿no? Es fácil comprender que la información era confidencial y, en consecuencia, no había papeles que registrasen ese secreto.
– Es evidente que, siendo un agente secreto, la información se mantuvo también secreta, por lo que nunca encontraremos pruebas. Pero yo quiero pruebas de que Colón era portugués.
Vilarigues acarició su perilla puntiaguda.
– Bien -exclamó-. No sé si lo sabe, pero el antiguo presidente de la Real Sociedad de Geografía española, Beltrán y Rózpide, reveló que existía la prueba en un archivo privado portugués…
– Sí -interrumpió el historiador-. Ya lo sé, esa historia la cuenta Armando Cortesão. Pero el hecho es que ese documento nunca se pudo encontrar, dado que Rózpide murió sin indicar dónde queda ese archivo privado. Lo que significa que esta tesis aún carece de una prueba final.
El conde Vilarigues respiró hondo. Miró a su alrededor, como si observase los grandes arcos de la girola y la enorme mesa de piedra blanca del altar mayor en el centro, además del tambor central octogonal y al arranque de las bóvedas; movió la cabeza hacia arriba y contempló los grandes baldaquinos góticos en talla dorada que apuntaban hacia el vértice de la cúpula, decorada con símbolos heráldicos de don Manuel y de la Orden Militar de Cristo, el esplendor templario alcanzaba aquí su máxima expresión. Volvió los ojos por fin hacia Tomás.
– ¿Ya ha oído hablar del Códice 632?
El historiador desorbitó los ojos, sorprendido.
– Pues… ¿el Códice 632?
– Sí. ¿Ya ha oído hablar de él?
Tomás se pasó la mano por el rostro.
– Es curioso que me hable de eso -dijo-. He encontrado una referencia a ese códice en la caja fuerte del profesor Toscano, en el reverso de unas fotocopias que estaban junto a un papel con su número de teléfono.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde están esas fotocopias?
El profesor se inclinó sobre su inseparable cartera marrón. Registró el contenido y sacó por fin dos hojas.
– Aquí están -declaró, mostrándoselas al conde.
Vilarigues cogió las fotocopias, las estudió fugazmente y volvió a mirar a Tomás.
– ¿Usted sabe qué es esto?
– La Crónica de D. Joao II, de Ruy de Pina. Es la parte en la que Pina comienza a relatar el famoso encuentro de Colón con el rey.
El conde suspiró de nuevo.
– Es evidente que ésta es la crónica de Ruy de Pina. Pero es algo más que eso. ¿Sabe qué?
Tomás lo miró, sin entender adonde quería llegar su interlocutor.
– Bien…, pues… no.
– Esto, amigo, es un extracto del Códice 632.
El historiador miró las dos copias en manos del conde.
– ¿Cómo? ¿La Crónica de D. Joao II es el Códice 632?
– No, estimado amigo. La Crónica de D. Joao II no es el Códice 632, sino que el Códice 632 es una Crónica de D. Joao II.
Tomás meneó la cabeza, confundido.
– No entiendo.
– Es sencillo, amigo -dijo Vilarigues-. A principios del siglo xvi, el rey don Manuel mandó a Ruy de Pina que escribiese la Crónica de D. Joao II. Pina era amigo personal del difunto rey y conocía muchos detalles de su vida. El cronista cogió la pluma y escribió una biografía del Príncipe Perfecto. Los copistas vieron ese manuscrito e hicieron copias en pergamino o papel. El manuscrito original se perdió, pero existen tres copias principales, todas del siglo xvi. La más hermosa se encuentra guardada en la caja fuerte de la Torre do Tombo, donde se concentra el gran tesoro bibliográfico de Portugal. Se trata del Pergamino 9, redactado con letra gótica y repleto de miniaturas de color. Las otras dos copias están en la Biblioteca Nacional. Son el Códice Alcobacense, así llamado porque lo encontraron en el monasterio de Alcobaça, y el Códice 632. Estas tres copias cuentan la misma historia, aunque con caligrafías diferentes. Pero hay un detalle, un pequeño detalle, que traiciona la versión uniforme. -Cogió las fotocopias y se las mostró a Tomás-. Ese detalle está en el Códice 632 e incluye el extracto en el que Pina describe el encuentro de Colón con don Juan II.
– Acercó las fotocopias a los ojos del historiador-. ¿No ve en este texto nada extraño?
Tomás cogió las hojas y analizó la parte de abajo de la primera fotocopia y la parte de arriba de la segunda.
– No, no veo nada -dijo por fin-. Ésta es la descripción de la llegada de Colón a Lisboa, proveniente de América. Me parece normal.
El conde alzó ligeramente la ceja izquierda, como si fuese un profesor y Tomás un alumno que había dado una respuesta equivocada.
– ¿Usted cree?
– Bien…, sí, no veo nada anormal.
– Fíjese bien en los espacios entre las palabras. Todos tienen una medida uniforme. Pero hay un momento en que el copista alteró su pauta. ¿Lo ve?
Tomás volvió a inclinarse sobre las dos hojas, mirando fijamente el texto. Primero captó el conjunto, después los detalles.
– Realmente, ahora que lo dice, hay aquí algo extraño…
– ¿Entonces?
– Hay un espacio en blanco después de la palabra «capítulo», en el centro de la primera página…
– Lo que significa que el copista no colocó el número del capítulo, a la espera de instrucciones superiores. ¿Y qué más?
– Y… hay un espacio demasiado grande antes y después de las palabras «y taliano». Es una cosa mínima, pero muy visible si se la compara con los espacios entre las restantes palabras.
– Pues sí, estimado amigo. ¿Y qué significa eso?
Tomás miró a su interlocutor con expresión de perplejidad.
– Bien…, pues… es extraño…
– Que es extraño ya lo sé, pero dígame qué significa. ¡Ande, no tenga miedo, arriesgue!
– Así a primera vista…, da la impresión…, eh…, da la impresión de que el copista dejó primero el espacio en blanco cuando se refirió al origen de Colón. Escribió todo de carrerilla, pero dejó esa parte en blanco. Es…, es un poco como si estuviese esperando instrucciones superiores sobre lo que debería poner allí…
– ¡Bingo! -exclamó el conde-. Hasta que llegaron instrucciones.
– Exacto. Instrucciones para escribir «y taliano».
– Como todos los cronistas, Ruy de Pina sólo escribía lo que le decían que escribiese o lo que le dejaban escribir. Muchas cosas quedaban ocultas. Por ejemplo, Pina jamás relató la hazaña de navegación más importante del reinado de don Juan II, el descubrimiento del paso al índico por Bartolomeu Dias. Esa gran proeza, que permitió el viaje posterior de Vasco da Gama, fue lisa y llanamente ignorada por este cronista.
– Sí -coincidió Tomás-. No hay duda de que los cronistas sólo registraban lo que era del interés de la Corona.
El conde Vilarigues señaló la tercera y cuarta líneas de la segunda página.
– ¿Y se ha fijado que, en este fragmento, el nombre de «colo nbo» se encuentra dividido por el medio? En la tercera línea aparece «colo» y en la cuarta «nbo». Es como si el espacio dejado en blanco fuese aún mayor, como si el copista hubiera recibido instrucciones posteriores para escribir, en el espacio en blanco del comienzo de la cuarta línea: «nbo y taliano», en vez de cualquier otra cosa. -El conde alzó el dedo y abrió mucho sus ojos negros-. En vez de la verdad -dijo bajando el tono de voz, casi susurrando-. En vez del secreto.
Tomás se rascaba el mentón mientras miraba aquella línea extraña.
– ¡Caray! -observó, con los ojos fijos en el fragmento fatídico-. En efecto, da realmente la sensación de que el copista añadió este «nbo y taliano» posteriormente.
El conde se movió sobre la rígida tabla del asiento, incómodo, se sentía cansado de estar tanto tiempo en aquella posición.
– Pero debo decirle una cosa -indicó-. Cuando conversé con el profesor Toscano sobre el Códice 632, poco tiempo antes de que se fuese a Brasil y muriese, él planteó otra hipótesis. Siempre me pareció que estos espacios anormales alrededor del «y taliano» daban el indicio de que, en el momento de la primera redacción, se había dejado a propósito un espacio en blanco para añadir después lo que más conviniera. Pero el profesor Toscano tenía otra teoría. El creía que estos espacios eran indicios de raspaduras. Es decir, él pensaba que el copista había copiado, del manuscrito original de Pina, ya desaparecido, la información sobre la verdadera identidad de Colón. Pero como el interés era mantener tal identidad en secreto, esa información fue borrada y el copista acabó escribiendo por encima «nbo y taliano», sustituyendo la información original. Quedó en comprobarlo, pero nunca más me dijo nada. -Se encogió de hombros-. Supongo que habría resultado una conjetura infundada.
– Tal vez -admitió Tomás, que agitó las dos hojas-. ¿Sabe si estas fotocopias se hicieron a partir del documento original?
– ¿Cómo?
– Le estoy preguntando si el profesor Toscano sacó estas fotocopias del documento original o si fue a partir de un facsímile.
– Ah, no. Esa fotocopia se sacó a partir del microfilme que la Biblioteca Nacional puso a su disposición. Como sabe, no tenemos acceso a los originales. El manuscrito del Códice 632 es una rareza y se encuentra guardado en el cofre de la biblioteca, no se puede consultar sin más ni más.
Tomás se levantó del banco e hizo girar el tronco, dolorido por la inmovilidad.
– Es lo que quería saber -dijo.
El conde se levantó también.
– ¿Qué va a hacer ahora?
– Una cosa muy sencilla, señor conde -dijo acomodándose la ropa-. Voy a hacer lo que ya debería haberse hecho.
– ¿Qué?
Tomás se dirigió a una pequeña puerta abierta frente al banco donde se habían sentado. Se preparaba ya para abandonar la girola y bajar al gran claustro cuando se detuvo, volvió la cabeza y miró al conde, cuyas facciones quedaban ocultas tras la penumbra.
– Voy a la Biblioteca Nacional a ver el original del Códice 632.