Las nubes altas amenazaban con ocultar el sol, surgiendo lentas, como un manto lejano, creciendo desde la línea del horizonte hacia poniente; eran estratocúmulos altos, de aspecto grumoso y vagamente grisáceos, planos y oscuros en la base, en jirones y brillantes en la cresta. El sol de invierno iluminaba la sábana resplandeciente del Tajo y el caserío bajo de Lisboa con su claridad límpida, fría, transparente, realzando en tonos vivos las fachadas de colores y los tejados color ladrillo que subían y bajaban, como olas, a merced del relieve curvilíneo, incluso femenino, de la colina de Lapa.
Tomás estuvo y anduvo por las callejas semidesiertas del barrio, volviendo a la izquierda y girando a la derecha, indeciso en cuanto al rumbo que seguiría en aquel estrecho laberinto urbano, hasta que, casi por accidente, desembocó en la discreta Rúa do Pau da Bandeira. Bajó por la calle inclinada y, en medio, se encontró con el hermoso edificio color salmón; entró con el pequeño Peugeot por el gran portón que se abrió a la izquierda y se detuvo delante de dos relucientes Mercedes negros, en el patio que había frente a la puerta de entrada del elegante palacete. Un portero impecablemente uniformado, con chistera de un gris claro, abrigo y chaleco de un gris oscuro y corbata plateada, se acercó al coche y el recién llegado bajó la ventanilla.
– ¿Es éste el hotel da Lapa?
– Sí.
– ¿Puedo aparcar en este patio? Es que en la calle…
– No se preocupe. Déjeme la llave que yo se lo aparco.
Tomás entró en el acogedor vestíbulo del hotel con la cartera en la mano. El suelo de mármol de color crema marfil parecía un espejo, la superficie lisa y reluciente sólo cortada por un dibujo geométrico incrustado en el centro; sobre el dibujo se apoyaba una graciosa mesa circular que sostenía un hermoso jarrón repleto de malvarrosas erguidas, radiantes y llenas de esplendor, abiertas en abanico como un pavo real; conocía bien estas flores, se encontraban a veces en la sepultura de los hombres de Neanderthal o en las tumbas de los faraones. Pensó que Constanza sabría interpretar su significado. Los muebles que decoraban el vestíbulo eran de estilo Luis XV, o al menos una buena imitación, con sofás de color beis y sillas forradas con piel blanca.
Vislumbró un rostro familiar a la izquierda; tenía ojos pequeños y la nariz ganchuda. El hombre dejó el diario de color rosa, se levantó del sofá y se dirigió al recién llegado.
– Tom, ya me he dado cuenta de que es una persona puntual -exclamó Nelson Moliarti con una sonrisa y su característico acento brasileño americanizado.
Se dieron la mano.
– Hola, Nelson. ¿Qué tal está?
– Estupendamente bien. -Abrió los brazos y aspiró el aire-. Ah, qué maravilla estar en Lisboa.
– ¿Hace mucho que llegó?
– Hace tres días. He paseado un montón.
– ¿¿Ah, sí? ¿Y adonde ha ido?
– Oh, a muchas partes, imagínese. -Hizo una seña para que avanzasen hacia la derecha, en dirección a una sala que un cartel identificaba como Río Tejo Bar-. Venga, vamos a tomar algo. ¿Tiene hambre?
– No, gracias, ya he almorzado.
– Pero son casi las cinco de la tarde, Tom. Tea time.
Un piano de larga cola, un Kawai negro resplandeciente, custodiaba la entrada del bar como un centinela solitario y silencioso, esperando pacientemente que llegasen dedos ágiles para animar las teclas color marfil. A la derecha había una barra de nogal barnizada, donde un camarero pasaba un paño a los vasos, y enfrente estaban las mesas y sillas, todas de estilo Luis XV, forradas con una tela con motivos elaborados; cinco grandes ventanas, protegidas con cortinas rojo oscuro, se abrían al jardín y la suave melodía de un ballet de Tchaikovski flotaba en el aire, muy leve, llenando el bar con una atmósfera tranquila, graciosa, refinada. Moliarti eligió una mesa junto a una de las ventanas y, con un gesto, invitó a Tomás a sentarse.
– ¿Qué va a querer?
– Oh, un té.
– Waiter -llamó el estadounidense, haciéndole una seña al camarero, quien abandonó la barra y fue hacia el lugar donde estaban los clientes-. Un té para el amigo.
El camarero preparó el bloc de notas.
– ¿Qué té desea?
– ¿Tiene té verde? -preguntó Tomás.
– Naturalmente. ¿Qué tipo de té verde?
– Huy…, no sé…, té verde -titubeó, rascándose la cabeza-. ¿Hay más de un tipo?
– Tenemos varios tipos de té verde.
– Pues… bien… ¿Cuál me aconseja?
– Depende de los gustos. Pero, si me lo permite, caballero, le recomendaría el gabalong japonés. Es suave, noble, ligeramente afrutado, fresco, en hebras, floral.
– Me ha convencido -dijo sonriendo Tomás-. Tráigame ése.
– ¿Y para comer?
– Mire, unos pastelitos. ¿Tiene algo con chocolate?
– Tenemos unas cookies muy apreciadas por todos los clientes.
– Tráigalas, pues.
– Muy bien -asintió el camarero tomando nota del pedido; levantó la cabeza y miró a Moliarti-. ¿Y usted, caballero?
– Tráigame aquel snack que comí aquí ayer.
– ¿Foie-gras de pato perfumado con armañac, además de mermelada de tomate verde y medianoches con nueces e higos?
– That's right -dijo Moliarti con un gesto divertido-. Y champán.
– ¿Tal vez un Louis Roeder, de Reims?
– Ese mismo. Bien frío.
El camarero se alejó y Moliarti le dio a Tomás una palmada amistosa en la espalda.
– ¿Y? ¿Qué tal le ha ido en Río?
– Ciudad maravillosa -sonrió el portugués repitiendo el famoso estribillo-. Llena de encantos mil.
– I agree -corroboró Moliarti-. ¿Cuándo llegó?
– Ayer por la mañana. Pasé toda la noche en el avión.
– Oh, sh.it. Qué agobio, ¿no?
– Terrible. No he dormido nada.
– Me imagino -dijo haciendo una mueca-. Y otra cosa: ¿ha engordado?
– Huy… qué va. En realidad, fue una sorpresa para mí cuando me fui a pesar en mi casa y descubrí que había mantenido el mismo peso. ¿Cómo es posible después de toda la picanha que he comido?
– ¿Comió mucha fruta?
– Toneladas. Zumos de mango, de maracuyá, de piña, mucha papaya en el desayuno…
– Pues ya está: comiendo tanta fruta ¿cómo iba a engordar?
– Es verdad.
El camarero se acercó con las cookies y la botella de champán, que se abrió con un discreto «pop»; sirvió unas gotas doradas y efervescentes en la copa de Moliarti y se alejó para ocuparse del resto de la merienda.
– Cuénteme, pues -dijo el americano adoptando una expresión seria; apoyó los codos sobre la mesa y juntó las manos a la altura de la nariz, uniéndolas por las yemas de los dedos-. ¿Qué llegó a descubrir?
Tomás abrió la cartera, que mantenía junto a sus pies, y sacó de ella la libreta de notas y algunos documentos, que dejó sobre la mesa.
– He descubierto algo -reveló mientras se inclinaba para cerrar la cartera vacía; se enderezó y miró a su interlocutor-. He leído todas las obras que el profesor Toscano consultó en la Biblioteca Nacional de Río y en el Real Gabinete Portugués de Lectura, y he tenido acceso a sus fotocopias y notas, tanto a las que se encontraban en el hotel de Ipanema, y que el consulado remitió después a la viuda, como a las que había dejado en los cofres de los lectores de la Biblioteca Nacional. Y esta mañana estuve en la Biblioteca Nacional portuguesa, aquí en Lisboa, para comprobar algunas cosas más. De modo que, aún lejos de tener respuestas definitivas, diría que ha habido algún progreso. -Consultó la libreta de notas-. Vamos a comenzar, si no le importa, por el informe sobre todo lo que estuvo investigando el profesor Toscano acerca del descubrimiento de Brasil, en resumidas cuentas el objeto del estudio que le encargó la fundación.
– Okay.
– Como me había informado, el briefing que se le dio al profesor Toscano insistía en una investigación concluyente con respecto a las viejas sospechas de los historiadores, muchos de los cuales creen que Pedro Alvares Cabral se limitó a oficializar lo que otros navegantes ya habían descubierto con anterioridad, en secreto.
– That's right.
– Vayamos por partes. La primera cuestión fundamental es determinar si existió o no una política de sigilo en Portugal durante la época de los descubrimientos. Ese es un elemento fundamental, dado que, si no la había, echa por tierra la tesis de que Cabral se limitó a oficializar lo que otros habían descubierto. Y ello porque, como es obvio, no tenía sentido que los portugueses ocultasen la información del descubrimiento de Brasil si no hubiera existido tal política.
– Evidentemente.
– La cuestión no está libre de polémica, porque hay historiadores que opinan que la política de sigilo es una invención, un mito de la historia.
– ¿Y lo es?
Tomás hizo una mueca con la boca.
– No lo creo. En mi opinión, realmente existió. Es lo que yo pienso, es lo que pensaba el profesor Toscano y es lo que piensan muchos otros historiadores. Es cierto que hubo algún abuso por parte de varios investigadores en recurrir a la política de sigilo como forma de llenar las lagunas de la documentación disponible, pero la verdad es que muchas de las empresas marítimas portuguesas estuvieron rodeadas de un gran secreto, incluso las de mayor importancia. Por ejemplo, las crónicas oficiales portuguesas de la época silenciaron la proeza de Bartolomeu Dias, que cruzó el cabo de Buena Esperanza y descubrió el paso del Atlántico al Indico, y fue Cristóbal Colón, que casualmente se encontraba en Lisboa con ocasión del regreso de Dias, quien reveló al mundo tan extraordinario acontecimiento. Si no hubiese sido por la accidental presencia de Colón en Portugal, quién sabe si Dias no habría permanecido en la oscuridad de la historia, silenciado su notable viaje para siempre por las exigencias secretistas de la política de sigilo, y aún hoy pensaríamos que había sido Vasco da Gama el primero en cruzar el cabo.
– Entiendo -asintió Moliarti con un movimiento afirmativo de cabeza-. En el fondo, lo que usted dice es que la expansión marítima portuguesa está llena de varios Bartolomeu Dias que permanecieron en el anonimato porque no tuvieron la suerte de encontrar a un Colón que rompiese la política de sigilo.
– Exactamente. Por otra parte, si nos fijamos bien, esta política no carecía de sentido. Los portugueses eran un pueblo pequeño y con recursos limitados, no habrían sido capaces de competir con las grandes potencias europeas en plan de igualdad si todos hubiesen compartido la misma información. Se dieron cuenta de que la información es poder y, conscientes de ello, la guardaron con certera avaricia, preservando así el monopolio del conocimiento sobre esta materia estratégica para su futuro. Es cierto que el silenciamiento no era total, sino selectivo, sólo se ocultaban determinados hechos sensibles. Fíjese en que había situaciones en las que, por el contrario, hasta era conveniente publicitar los descubrimientos, dado que la prioridad de exploración de un territorio era el primer criterio de la reivindicación de su soberanía.
El camarero del bar regresó con una bandeja equilibrada sobre la yema de los dedos; colocó en la mesa una tetera humeante, una taza y una azucarera; Tomás reparó en que se trataba de porcelana Vista Alegre con decoración famille verte, la loza blanca adornada con motivos de mariposas y hojas de morera, imitándola porcelana china del periodo K'ang Hsi. El camarero sirvió el té en la taza e insinuó una suave inclinación con la cabeza.
– Té gabalong japonés -anunció y se retiró de inmediato.
Tomás analizó el líquido que se balanceaba en la taza; el té verde era claro, límpido, y exhalaba un agradable vapor aromático. Echó dos cucharadillas de azúcar, revolvió con cuidado, haciendo tintinear la cucharilla en la porcelana, y lo probó; era realmente leve y afrutado.
– Hmm, qué delicia -murmuró apoyando la taza caliente-. ¿Por dónde iba?
– Por la política de sigilo.
– Ah, sí. Bien, todo eso para decir que esa política se practicó en realidad de una forma selectiva y tuvo como consecuencia práctica, para lo que nos interesa, que se silenció, por parte de los superiores intereses del Estado, la revelación de muchas de las más importantes navegaciones de los portugueses. En consecuencia, esos hechos acabaron siendo olvidados por la historia. Ocurrieron, pero, como no sabemos que ocurrieron, es como si no hubiesen ocurrido.
– Lo que nos lleva al descubrimiento de Brasil.
– Exactamente. Los textos oficiales datan el descubrimiento de Brasil el día 22 de abril de 1500, cuando la flota de Pedro Alvares Cabral, empujada por una tempestad después del camino de la India, se encontró con una colina alta y redonda, que los portugueses bautizaron como Monte Pascoal. Era la costa brasileña. La flota se quedó diez días en aquel lugar, reconociendo el nuevo territorio, denominado Tierra de Santa Cruz, y hasta reabasteciéndose y estableciendo contacto con las poblaciones locales. El 2 de mayo, la flota partió en dirección a la India, pero uno de los barcos, una pequeña nave de mantenimiento, regresó a Lisboa bajo el mando de Gaspar de Lemos, llevando a bordo cerca de una veintena de cartas que le hablaban del descubrimiento al rey don Manuel, incluido un notable texto del cronista Pero Vaz de Caminha. -Tomás se acarició el mentón-. Las primeras señales de que el descubrimiento puede no haber sido accidental radican en el tono de esa crónica, en la cual Caminha no manifiesta sorpresa alguna por haber encontrado tierra en aquellos parajes.
– Pero eso es subjetivo -contestó Moliarti-. Pueden haberse quedado sorprendidos, pero no haber expresado tal sorpresa en la crónica. O hasta puede haberles parecido natural que, al no conocer aquella zona del mundo, hubiese allí tierra.
– Es verdad. La ausencia de sorpresa en la crónica de Pero Vaz de Caminha, por sí sola, no tendría ningún significado en particular si no se la asociase a un conjunto de otros indicios. Y el segundo de esos indicios es la presencia de la propia navecilla en la flota de Cabral. Esa embarcación era demasiado frágil para realizar el viaje entre Lisboa y la India. Cualquier persona que entienda de navegación sabe que la nave no era apta para hacer todo el viaje, sobre todo considerando el paso tumultuoso del cabo de Buena Esperanza, también llamado por los marineros, de modo muy apropiado, «cabo de las Tormentas». Ahora bien, los portugueses eran por aquel entonces los mejores marinos del mundo, por lo que no ignoraban tal evidencia. ¿Por qué demonios, entonces, integraron una embarcación tan pequeña en aquella flota de grandes navíos? -Tomás dejó la pregunta flotando en el aire-. Sólo hay una explicación posible. Sabían de antemano que la navecilla no haría todo el viaje. Más aún: eran conscientes, por anticipado, de que sólo haría una tercera parte del trayecto de ida y que se vería forzada a regresar a Lisboa para llevar la noticia del descubrimiento de una nueva tierra. Es decir, ellos ya sabían que había tierra en aquellos parajes y la navecilla se integró en la flota a propósito para que regresase con la noticia oficial.
– Es curioso y plausible, pero no concluyente.
– Estoy de acuerdo. Aunque hay un detalle que debe destacarse. Cuando la navecilla llegó a Lisboa, los marinos no dijeron nada acerca de lo ocurrido y la corte mantuvo en secreto la información sobre el descubrimiento de Brasil, que sólo se reveló después del regreso de Pedro Alvares Cabral. Claro que esto no era nada normal y demuestra un planeamiento anticipado de toda la operación.
– Vaya, vaya… Interesante. Sigue, no obstante, sin ser concluyente.
– Sí. Por ello aparece en escena el tercer indicio. O, mejor dicho, los terceros indicios. Me estoy refiriendo a dos mapas. El primero, el más importante, es un planisferio que realizó un cartógrafo portugués anónimo, por encargo de Alberto Cantino para Hércules d'Este, duque de Ferrara, en un manuscrito iluminado sobre pergamino con un metro de altura y dos de ancho. Como se desconoce el nombre del autor portugués, este enorme mapa es conocido como Planisferio de Cantino; actualmente se encuentra en una biblioteca de Módena, en Italia. En una carta fechada el 19 de noviembre de 1502, Cantino reveló que el mapa fue copiado de prototipos oficiales portugueses, sin duda de modo clandestino, debido a la política de sigilo, entonces en vigor. Lo importante en ese mapa es el hecho de que contiene un dibujo detallado de parte importante de la costa brasileña. Ahora hagamos cuentas. -Tomás sacó el bolígrafo y abrió una hoja limpia de la libreta de notas-. El mapa fue a parar a las manos de Cantino en noviembre de 1502, a más tardar, lo que nos muestra un intervalo de poco más de dos años entre el descubrimiento de Cabral y la llegada del planisferio a Italia. -Trazó en la hoja una línea horizontal, escribió en el ángulo izquierdo las palabras «Cabral, abril 1500», y en el otro extremo «Cantino, noviembre 1502»-. El problema es que Cabral no hizo ningún mapa detallado de la costa brasileña, por lo que las informaciones constantes del planisferio sólo podían resultar, en el mejor de los casos, de viajes posteriores -concluyó alzando dos dedos-. Bien, aparentemente, le tocó a João da Nova realizar el segundo viaje de los portugueses a Brasil, en abril de 1501, poco más de un año antes de que el Planisferio de Cantino llegase a las manos del duque de Ferrara. Pero atención: Joao da Nova no hizo específicamente el viaje para explorar la costa brasileña.
»Tal como Cabral, él también iba camino de la India, por lo que no tuvo tiempo suficiente para cartografiar la línea de la costa y, además de eso, no regresó a Lisboa hasta mediados de 1502 -dijo y levantó un tercer dedo-. Por tanto, lo más natural es que la información constante del Planisferio de Cantino resultase de un tercer viaje. Ahora bien, hubo realmente una flota que zarpó de Lisboa con la misión de explorar la costa brasileña. Se trata de la expedición de Gonzalo Coelho, que partió de Lisboa en mayo de 1501 y que contaba en la tripulación con el florentino Américo Vespucio, el mismo hombre que, involuntariamente, le daría el nombre al continente americano. La flota que llegó a Brasil a mediados de agosto exploró durante más de un año parte importante de la costa; bajó tanto que descubrió una gran bahía y la bautizó como Río de Janeiro. Después continuó bajando hasta Cananeia y, finalmente, se alejó de la costa y regresó a Portugal. Las tres carabelas de esta expedición entraron en el puerto de Lisboa el 22 de julio de 1502. -Escribió «Gonzalo Coelho, julio 1502» en el último cuarto de la línea horizontal, cerca de la referencia «Cantino, noviembre 1502», anotada previamente-. Y aquí está el busilis de la cuestión -dijo señalando las dos fechas garrapateadas en la hoja de la libreta de notas-. ¿Será posible que sólo cuatro meses, los que median entre julio y noviembre, hayan sido suficientes para que los cartógrafos oficiales de Lisboa realizasen mapas detallados con la información de Gonzalo Coelho y hasta para que el cartógrafo portugués, el anónimo traidor contratado por Cantino, copiara esos mapas, y para que el planisferio clandestino cumpliese todo el viaje hasta Italia?
Tomás subrayó con el bolígrafo la corta distancia, visible en la línea horizontal del tiempo, entre «Gonzalo Coelho» y «Cantino»; esbozó una mueca y sacudió la cabeza.
– No me parece. No se hace todo eso en sólo cuatro meses. Lo que nos plantea una cuestión importante. ¿Cómo diablos fue posible que Alberto Cantino comprase un planisferio portugués que incluía informaciones que, a juzgar por la cronología de los relatos oficiales, no había podido incorporarse detalladamente a los mapas por falta de tiempo? ¿De dónde vinieron, al fin y al cabo, esas informaciones? -Alzó la palma de la mano izquierda hacia arriba, como si expusiese algo evidente-. Este misterio sólo tiene una solución. El Planisferio de Cantino fue dibujado, no a partir de las informaciones recogidas por los viajes oficiales a Brasil, sino de los datos obtenidos antes de Cabral, durante exploraciones clandestinas, hechas a escondidas y silenciadas para la historia por la política de sigilo.
– Entiendo… -intervino Moliarti, pensativo-. Interesante. Pero ¿le parece concluyente?
Tomás sacudió la cabeza.
– Considero difícil que en sólo cuatro meses se hayan hecho mapas oficiales detallados con la costa brasileña, que esos mapas hayan sido copiados clandestinamente y que la copia haya llegado a Italia. Es difícil que todo eso haya ocurrido en tan poco tiempo. -El historiador portugués alzó las cejas-. Aunque claro, es difícil, pero no imposible.
El americano se mostró un poco decepcionado.
– Vaya -murmuró-. Usted también habló de un segundo mapa…
– No es exactamente un mapa. Es más bien la referencia a un mapa.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Una de las cartas que llevó la navecilla de Gaspar de Lemos a Lisboa, con ocasión del descubrimiento oficial de Brasil, fue redactada por el maestre João para el rey don Manuel, con fecha 1 de mayo de 1500. La carta hace referencia a la localización de la Tierra de Santa Cruz, Brasil, en un mapa ya perdido, el antiguo mapamundi del portugués Pero Vaz Bizagudo. -Consultó la libreta de notas-. El maestre João escribió: «En cuanto, señor, al sitio de esta tierra, mande Su Alteza traer un mapamundi que tiene Pero Vaz Bizagudo y ahí podrá ver Su Alteza el sitio de esta tierra; pero aquel mapamundi no certifica si esta tierra está habitada o no. Es un mapamundi antiguo». -Tomás miró a Moliarti y habló agitando la libreta de notas-. Ahora bien, ¿cómo es posible que Bizagudo localizase en su antiguo mapa una tierra que aún no había sido descubierta?
El camarero regresó con el suculento snack que Moliarti había pedido. Tomás aprovechó para beber un sorbo más de su té verde.
– Esos son indicios importantes -asintió el americano, cogiendo la medianoche-. Pero aún nos falta…, pues…, cómo se dice…, ¿un smoking gun?
– Nos falta una prueba concluyente.
– Sí.
– Calma, hay aún más cosas. -Tomás volvió a la libreta de notas-. El francés Jean de Léry estuvo en Brasil de 1556 a 1558 y, hablando con los colonos más antiguos, éstos le informaron de «la cuarta parte del mundo, ya conocida por los portugueses desde hacía unos ochenta años, cuando fue primeramente descubierta». -Garrapateó unas cuentas-. Ahora bien, si a 1558 le quitamos ochenta da…, ocho menos cero da ocho…, quince menos ocho da siete, a cinco le restamos uno…: 1478. -Miró a Moliarti-. Aun admitiendo que la expresión «unos ochenta años» podría significar setenta y seis o setenta y cinco años, estamos hablando de una fecha muy anterior a 1500. -Ajá.
– Y hay también una carta escrita por el portugués Estêvão Fróis, que fue detenido por los españoles, se supone que en la zona de Venezuela, bajo la acusación de estar instalado en territorio de Castilla. -Tomás continuó guiándose por sus anotaciones-. La carta está fechada en 1514 y dirigida al rey don Manuel. En ella, Fróis dice que se limitó a ocupar «la tierra de Su Alteza, ya descubierta por João Coelho, el de la Porta da Luz, vecino de Lisboa, hace veintiún años». Por tanto, quien a 1514 le quita veintiuno se queda con… tres, nueve, y lleva uno, cuatro… da 1493. -Sonrió al americano-. Una vez más, estamos frente a una fecha bastante anterior a 1500.
– ¿Esas cartas existen?
– Claro.
– Pero ¿no le parece que esas fuentes son un poco dudosas? Es decir, un francés que nadie sabe quién es y un portugués en cautiverio… En fin…
– Estimado Nel, hay además cuatro grandes navegantes que confirman la información de que Brasil ya era conocido antes de la llegada de Cabral.
– ¿Ah, sí? ¿Quiénes?
– El primero que le voy a mencionar es el español Alonso de Hojeda, quien, acompañado por Américo Vespucio, avistó el litoral sudamericano en junio de 1499, probablemente a la altura de las Guyanas. Después, en enero de 1500, otro español, Vicente Pinzón, llegó a la costa brasileña; por tanto, tres meses antes que Cabral.
– Quiere decir que los españoles se anticiparon a los portugueses.
– No necesariamente. El tercer nombre es Duarte Pacheco Pereira, uno de los mayores navegantes de la época de los descubrimientos, aunque también sea de los más desconocidos para el gran público.
– ¿Se está refiriendo a Pacheco Pereira, que fue tema de la tesis de doctorado del profesor Toscano?
– El mismo, justamente. Además de navegante, era un importante militar y científico; fue el hombre que atinó con la medida más exacta del grado terrestre y aquel que mejor medía la longitud sin los instrumentos adecuados, que sólo se llegaron a obtener mucho más tarde, con el desarrollo de los relojes. Todo esto para decir que Duarte Pacheco Pereira fue autor de uno de los textos más enigmáticos de esa época, una obra titulada Esmeraldo de situ orbis. -Tomás regresó a las anotaciones-. En un momento dado, Pacheco Pereira escribió en el Esmeraldo que don Manuel le mandó «descubrir la parte occidental», y que eso ocurrió «en el año de nuestro Señor de mil cuatrocientos noventa y ocho, cuando es hallada y navegada una tan grande tierra firme, con muchas islas adyacentes a ellas». -Tomás fijó su mirada en Moliarti-. Es decir, en 1498, un navegante portugués descubrió tierra al occidente de Europa.
– Ah -exclamó el americano-. Dos años antes de Cabral.
– Sí.
Moliarti mordió un trozo más de medianoche y lo acompañó con un trago de champán.
– ¿Y cuál es el cuarto gran navegante?
– Colón.
El americano dejó de masticar y miró a su interlocutor con sorpresa.
– ¿Colón? ¿Qué Colón?
– Colón.
– ¿Cristóbal Colón?
– El mismo.
– Pero ¿cómo Cristóbal Colón?
– Cuando Colón regresó de su primer viaje de descubrimiento de América, se detuvo en Lisboa y tuvo un encuentro con el rey don Juan II. En ese encuentro, el monarca portugués le reveló que había otras tierras al sur de la zona en la que Colón había estado. Si vamos al mapa, comprobamos que al sur de las Antillas está América del Sur. Este encuentro entre Colón y don Juan II se produjo en 1493, lo que significa que los portugueses ya sabían de la existencia de tierras por aquellas regiones.
– Pero ¿dónde se menciona ese encuentro?
– En la obra de un historiador español que, dicen algunos, habría conocido personalmente a Colón. -Tomás volvió a centrar su atención en la libreta de notas-. Se trata de Bartolomé de las Casas, quien, a propósito del tercer viaje de Colón al Nuevo Mundo, escribió: «Vuelve el Almirante a decir que quiere ir hacia el sur porque quiere comprobar la suposición del rey don Juan de Portugal, por cierto, de que dentro de sus límites tenía que encontrar cosas y tierras famosas».
Moliarti acabó el snack y se recostó en el sofá saboreando el champán y disfrutando de la vista; más allá de las anchas ventanas del bar se agitaban las frondosas higueras del jardín, grandes y protectoras, y que dibujaban acogedoras sombras en el césped cuidado.
– ¿Sabe, Tom? Hay algo que no entiendo -intervino por fin-. ¿Por qué motivo los portugueses, si conocían ya la existencia de América del Sur, esperaron tanto tiempo para formalizar el descubrimiento? ¿Qué los llevó a anunciarlo en 1500? ¿Por qué no antes?
– Disimulación -replicó Tomás-. No se olvide de que los portugueses creían en las virtudes de la política de sigilo, en las ventajas de mantener en secreto toda la información estratégica. Conocían mucho más del mundo de lo que dejaron entrever a sus contemporáneos y a las generaciones futuras. La Corona se mostraba consciente de que, en cuanto revelase la existencia de estas tierras, tal anuncio atraería atenciones indeseables, despertaría codicias inoportunas e intereses amenazadores. Los portugueses sabían que nadie codicia lo que se desconoce. Si el resto de Europa no llegaba a conocer la existencia de esas tierras, seguro que no competiría con los portugueses por su exploración. Los descubridores quedaron así con las manos libres para realizar tranquilamente sus exploraciones sin tener que preocuparse por la competencia.
– Está claro, Tom -dijo Moliarti-. Pero si los portugueses ganaban ventaja manteniendo el sigilo, ¿qué los llevó a cambiar de actitud y a formalizar el descubrimiento de Brasil en 1500?
– Pienso que habrán sido los castellanos. La política de sigilo tenía sentido en cuanto estrategia para no atraer miradas indeseables con respecto a los descubrimientos de los portugueses. Pero a partir del momento en que Hojeda, en 1499, y Pinzón, en enero de 1500, comenzaron a meter el hocico en la costa de América del Sur, se hizo claro para la Corona portuguesa que mantener el sigilo ya no era una opción sensata, porque los castellanos podían reivindicar para sí aquellas tierras que los portugueses ya habían encontrado. Se impuso, así, la formalización del descubrimiento de Brasil.
– Entiendo.
– Lo que nos remite al último gran indicio.
– ¿Cuál?
– El Tratado de Tordesillas.
– Ah, sí -exclamó Moliarti, reconociendo el célebre documento que dividió el mundo en dos partes, una para Portugal y otra para España-. Usted está hablando de la partida de nacimiento de la globalización.
– Exactamente -sonrió Tomás; los estadounidenses tenían siempre una manera grandilocuente de describir las cosas, de establecer atrayentes comparaciones con referencias modernas-. El Tratado de Tordesillas fue un acuerdo sancionado por el Vaticano y que entregó la mitad del mundo a los portugueses y la otra mitad a los españoles.
– Suprema arrogancia.
– Sin duda. Pero la verdad es que en aquel tiempo éstas eran las naciones más poderosas del mundo, por lo que les pareció natural dividir entre sí los expolios del planeta. -Tomás acabó su té-. Cuando se negoció el tratado, cada uno de los países tenía determinadas ventajas en el ajedrez político. La ventaja de los portugueses residía en que su tecnología de navegación y de armamento y de exploración marítima había progresado más. Los españoles, por su parte, se encontraban atrasados en esos tres ámbitos, pero tenían un triunfo poderoso en la manga: el papa de aquel entonces era español. Es un poco como si, en un partido de fútbol, nosotros tuviésemos a los mejores jugadores, al mejor entrenador, el mejor equipo, pero el árbitro del partido fuese un juez sobornado por el adversario y dispuesto a anular goles de nuestro equipo y a inventar penaltis contra nosotros. Eso fue, en cierto modo, lo que ocurrió. Los navegantes portugueses se movían a sus anchas por la costa africana y por el Atlántico, mientras que los castellanos sólo controlaban las Canarias. Esa situación se cristalizó en 1479 con el Tratado de Alcáçovas, por el cual Castilla reconoció la autoridad portuguesa en la costa africana y en las islas atlánticas a cambio de la aceptación portuguesa del dominio castellano sobre las Canarias. El tratado, confirmado al año siguiente en Toledo, no se pronunciaba, sin embargo, acerca del Atlántico occidental, cuestión que entró en el orden del día después del primer viaje de Cristóbal Colón. Como ninguna cláusula del documento regulaba directamente esta nueva situación, se llegó en el acto a la conclusión de que era necesario un nuevo tratado.
– El Tratado de Tordesillas.
– Exactamente. La primera propuesta de Lisboa fue dividir la Tierra mediante un paralelo que pasaba por las Canarias, por la cual los castellanos se quedarían con la exploración de todo lo que se situaba al norte del paralelo y los portugueses con el resto. Pero el papa Alejandro VI, que era español, divulgó dos bulas en 1493 marcando una línea divisoria según un meridiano situado cien leguas al oeste de las Azores y de Cabo Verde. No resulta difícil entender que el Papa actuaba a favor de Castilla. Los portugueses no opusieron resistencia y, aceptando la existencia de esa línea, exigieron que fuese desplazada trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde, lo que los castellanos y el Papa, al no ver motivos en contra, aceptaron. Esta negociación, no obstante, tiene algo de controvertido.
Tomás dibujó un planisferio en la libreta de notas, con trazos toscos, se reconocían en la hoja los contornos de África, Europa y todo el continente americano. El investigador dibujó una línea vertical en el Atlántico, a mitad de camino entre África y América del Sur, y escribió por debajo «100».
– Esto es lo que proponían el Papa y los castellanos, una línea cien leguas al este de Cabo Verde. -Enseguida trazó otra línea vertical más a la izquierda, que abarcó una parte de América del Sur, y escribió debajo el número «370»-. Esta es la línea que los portugueses exigieron, situada trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde. -Miró a Moliarti-. Dígame, Nel, ¿cuál es la principal diferencia entre estas dos líneas?
El estadounidense se inclinó sobre la libreta de notas y observó los trazos.
– Bien, una sólo cruza el mar; la otra coge una parte de tierra.
– ¿Y qué tierra es ésa?
– Brasil.
Tomás asintió con la cabeza y sonrió.
– Brasil. Ahora dígame, ¿por qué razón los portugueses insistieron tanto en esta segunda línea?
– ¿Para quedarse con Brasil?
– Lo que me lleva a la tercera pregunta: ¿cómo diablos sabían los portugueses que esta segunda línea abarcaba Brasil si Brasil, en 1494, aún no había sido descubierto? -Tomás se inclinó sobre su interlocutor-. ¿O ya estaba descubierto?
Moliarti se recostó en el sofá y respiró hondo.
– I see your point -dijo y cogió la botella de Louis Roeder, echó un poco más de champán en la copa y sació su sed; luego dejó la copa en la mesa y se enderezó, fijando sus ojos en los de Tomás-. Realmente, hay mucho en lo que pensar -afirmó con lentitud-. Pero, dígame, Tom, de todo lo que me ha dicho, ¿qué hay realmente de nuevo?
Tomás mantuvo la mirada fija en Moliarti, casi como si estuviese desafiándolo.
– Nada -respondió.
– ¿Nada de nada?
– Nada de nada. Todo lo que le he dicho es lo que he encontrado en las investigaciones del profesor Toscano sobre el misterio del descubrimiento de Brasil.
– ¿Y no había ninguna novedad?
– Ni una. El profesor Toscano se limitó a hacer una recapitulación de todo lo que ya habían descubierto o concluido otros historiadores.
El estadounidense lo miraba con incredulidad, como si no creyese en lo que le decían.
– ¿Seguro?
– Absolutamente seguro.
Moliarti pareció rendirse. Dejó caer sus hombros y su pecho se encogió; apartó la mirada de su interlocutor y miró al infinito. Luego comenzó a agitarse algo dentro de sí, sus mejillas se sonrojaron y su rostro se ensombreció, con una irritación apenas contenida, al borde del estallido.
– Motherfucker, son of a bitch -farfulló hacia sus adentros, con un suspiro furioso; cerró los párpados y se llevó la mano izquierda a la frente, apoyando el codo sobre la mesa en una pose de consternación-. Damn it. I knew it. Shit.
El portugués se mantuvo silencioso, aguardando el desenlace de aquel acceso de rabia controlada. Moliarti murmuró algunas otras palabras imperceptibles, pronunciadas con el fervor de quien se subleva; por fin suspiró, abrió los ojos y lo encaró.
– Tom -dijo con la voz cavernosa-. El profesor Toscano nos ha engañado.
– ¿En qué sentido?
El estadounidense se frotó los ojos.
– Como John y yo le dijimos en Nueva York, nuestra idea era contribuir a las celebraciones de los quinientos años del descubrimiento de Brasil con una investigación concluyente sobre las eventuales exploraciones anteriores a Pedro Alvares Cabral. Para ello contratamos, hace siete años, al profesor Toscano. El estuvo todo ese tiempo gastando nuestro dinero y llegó a decirme que había hecho un hallazgo revolucionario que cambiaría todo lo que sabemos sobre los descubrimientos. Ahora el profesor ha muerto y viene usted a anunciarme que lo único que hizo el profesor Toscano a lo largo de estos siete años fue una reseña del trabajo de otros historiadores, sin añadir nada nuevo. Como se puede imaginar, nosotros no…
– Yo no he dicho exactamente eso -cortó Tomás.
Moliarti interrumpió su razonamiento y lo miró sin comprender.
– ¿Cómo?
– Yo no he dicho que el profesor Toscano no añadió nada nuevo y que se limitó a hacer una reseña del trabajo de otros.
– Pero, discúlpeme, eso fue lo que entendí de sus palabras.
– Y entendió bien en relación con la parte que he podido revisar de las investigaciones del profesor Toscano. Pero, como le dije al principio de nuestra conversación, no tengo en este momento respuestas definitivas; aún hay otras pistas, dejadas por el profesor, sobre las que necesito seguir investigando.
– Entonces…, pues… -exclamó Moliarti, redoblando su atención-. Entonces aún hay más cosas.
– Claro que sí -admitió Tomás con cautela-. Pero no estoy del todo seguro de que tengan que ver con el descubrimiento de Brasil.
– ¿Qué quiere decir con eso?
El portugués bajó los ojos y meneó la cabeza.
– Aún no lo sé. -Se mordió el labio inferior-. Voy a encarar nuevas investigaciones y después, cuando tenga algo más concreto, volvemos a hablar.
– Por favor, Tom, no me deje en ascuas. En concreto, ¿de qué está hablando?
– Me estoy refiriendo a una pista cifrada.
Moliarti sonrió de un modo extraño, como si estuviese frente a la confirmación de algo que sospechaba desde hacía mucho.
– ¡Ah! Yo sabía que había alguna cosa más. Lo sabía. Dígame, Tom, ¿qué pista es ésa?
– Nelson, ¿ha oído hablar alguna vez de Ovidio?
– Sí -replicó el americano con cautela, intentando determinar cuál era el vínculo entre aquel nombre y las investigaciones del profesor Toscano-. Era un romano, ¿no?
– Ovidio fue un poeta latino que vivió en la época de Jesucristo. Se reveló como un virtuoso de las letras, escribió poemas de una gran ironía y sensualidad y acabó influyendo decisivamente en la poesía del Renacimiento italiano. Entre sus diversas obras, se encuentra una llamada Heroidas. En una parte de este texto, Ovidio escribió una frase…
Hizo una breve pausa para coger una cookie.
– ¿Qué frase? -cortó Moliarti, impaciente.
– Nomina sunt odiosa.
– ¿Cómo?
– Nomina sunt odiosa.
– ¿Qué quiere decir?
– Los nombres son impropios.
Moliarti se quedó mirándolo sin entender nada. Abrió los brazos y adoptó una actitud interrogativa.
– So what? ¿Qué relevancia tiene eso para nuestro proyecto?
– Nomina sunt odiosa fue la pista que el profesor Toscano nos dejó para su gran hallazgo.
– ¿Ah, sí? -exclamó Moliarti con tremenda ansiedad-. Una pista, ¿eh? ¿Y qué es lo que revela?
– No lo sé -replicó Tomás de modo displicente, mordiendo tranquilamente la cookie-. Pero estoy en ello; cuando tenga la respuesta, Nelson, volveremos a hablar.