La salita de espera de la clínica tenía una apariencia de limpieza, casi aséptica, totalmente pintada de blanco; sólo se destacaban, en aquella mancha nívea, los sofás amarillos y las baldosas marrones. Flotaba en el aire una fluidez química, desinfectante, que no se podía decir que era desagradable, aunque tenía algo de vagamente perturbador que hacía recordar el inquietante olor de los hospitales. Las amplias ventanas de la quinta planta se abrían a la feria popular; más allá de los cristales se reconocían los carriles de la montaña rusa, desiertos, abandonados a aquella hora de la tarde, una frágil estructura azul recortada al viento bajo un cielo triste y gris, cerniéndose por encima de las inquietas copas de los árboles y de las ondulantes lonas coloridas de los puestos instalados, uno al lado del otro, por todo el parque de atracciones.
Tomás se inclinó en el sofá, cogió una de las revistas amontonadas sobre la mesita y la hojeó distraídamente. Enormes fotografías de personas bien vestidas llenaban sus páginas con sonrisas iguales, casi estereotipadas, anunciando al mundo la felicidad color de rosa de sus bodas o la animación frívola de las fiestas lisboetas. Eran revistas de sociedad, de gente bien en poses cuidadas, deliberadas, exhibiendo a hombres de aspecto próspero y vistosas camisas de marca, con el cuello desabrochado, posando junto a rubias oxigenadas, con la piel estropeada por el sol y las mejillas pesadamente maquilladas; se hacía evidente que aquellos personajes habían declarado la guerra al paso de los años, en un esfuerzo vano, hasta grotesco, por retener la belleza que la edad inexorablemente les robaba a cada instante, la juventud que se perdía en cada respiración, al ritmo en que la arena se desliza en un reloj impulsada por el soplo del tiempo.
Hastiado de aquel empalagoso espectáculo mundano, devolvió la revista al lugar de donde la había cogido y se arrellanó en el sofá. Margarida seguía junto a las ventanas, con la nariz pegada al cristal dibujando manchas de vapor, observando con aire soñador las tiendas desiertas de la feria y los loopings solitarios de la montaña rusa, imaginando churros grasosos, algodones de azúcar y emociones fuertes en el tren de la bruja. Constanza descansaba al lado de su marido, inquieta, ansiosa, contemplando a su hija con preocupación callada.
– ¿Mandará operarla esta vez? -susurró Tomás, lo suficientemente bajo para que no lo escuchase Margarida.
Constanza suspiró.
– No lo sé. Ya no digo nada. -Se frotó los ojos-. Por un lado, quiero que la operen, tal vez sea para bien. Pero, por otro, tengo un miedo terrible, esto de que anden hurgando en su corazón no me deja descansar un instante.
Margarida sufría de problemas cardiacos, resultado de su discapacidad. Cuando nació y le diagnosticaron síndrome de Down, diagnóstico confirmado por el Instituto Ricardo Jorge, el pediatra citó a la pareja para una consulta. El objetivo no era examinar a su hija, sino explicarles una o dos cosas a sus aterrorizados padres. Según lo que les reveló el médico, algo que ellos mismos corroboraron después, tras consultar varias publicaciones científicas, el problema de su hija radicaba en un error en los cromosomas que se encuentran en cada célula y que determinan todo en el individuo, incluidos el color de los ojos y la forma del corazón. Cada célula posee cuarenta y seis cromosomas, colocados a pares; uno de esos pares se designa con el número veintiuno, y fue allí donde se produjo el error; en vez de tener dos cromosomas veintiuno en cada célula, como la mayoría de las personas, Margarida poseía tres; de ahí el nombre de trisomía 21. Es decir, el síndrome de Down estaba provocado por la trisomía del cromosoma veintiuno.
El pediatra lo calificó como «un accidente genético» del que nadie era verdaderamente culpable, pero, muy en su fuero interno, ninguno de los padres creyó en esa explicación, la consideraron un mero pretexto para apaciguar conciencias. Ambos se convencieron, tal vez supersticiosamente, sin ninguna base para poderlo afirmar de manera racional, de que no había inocentes en aquel proceso, de que, sin duda, algo habrían hecho para merecer semejante castigo, de que alguna responsabilidad seguramente compartirían para que hubiese llamado a su puerta tamaña desgracia. Desde entonces, vivieron con un mal disimulado sentimiento de culpa ante la niña, se sentían de algún modo responsables de su estado, ella era a fin de cuentas su hija, su creación, y asumieron por ello la imposible misión de hacer todo para deshacerlo todo, para conquistar el derecho a reponer la justicia que la naturaleza les había negado, para redimirse del pecado por el cual habían sido castigados.
Ese sentimiento de culpa latente se agravaba con los tradicionales problemas que suelen tener los niños con el síndrome. Tal como cualquier persona con trisomía 21, Margarida era muy proclive a constipados e infecciones respiratorias, a otitis, a los efectos del reflujo gastro-esofágico, a problemas ortopédicos ligados a la subluxación atlanto-axial y, lo peor de todo, a dificultades cardiacas. Ya en el primer análisis después del nacimiento, la doctora que se ocupó del parto quedó extrañada por los latidos del corazón y envió a la niña al cardiólogo de turno. Después de varios exámenes complementarios, le detectaron una pequeña abertura del septo, que separa la sangre arterial de la sangre venosa, anomalía congènita que debería corregirse. Una revista científica que consultaron inmediatamente, ese mismo día, aún bajo el efecto desalentador de la aterradora noticia, usaba el lenguaje impenetrable de la medicina, con referencias al defecto del septo aurículo-ventricular incompleto asociado a una comunicación interauricular del tipo sinus ven sus, y todo para describir lo que, al fin y al cabo, el médico les había explicado de manera mucho más comprensible.
En las consultas siguientes, y aún en estado de choque por el torrente de terribles novedades, informaron a Constanza y Tomás de que Margarida tendría que ser operada del corazón dentro de los tres primeros meses de vida, con el fin de cerrar el septo, y que cualquier intervención posterior a ese plazo podría suponer un serio riesgo. Fue un periodo difícil de sus vidas; las cosas se convertían, día tras día, en una pesadilla de proporciones desmesuradas, cada noticia resultaba ser peor que la anterior. Margarida ingresó en el hospital de Santa Marta tres semanas después de la decisión de operar, pero, en el último momento, el cardiólogo, consultando al cirujano, tuvo dudas; ambos se pusieron a estudiar nuevamente la imagen de la resonancia magnética en el corazón y concluyeron que la abertura del septo era muy pequeña y que había una probabilidad razonable de que, con el desarrollo de la niña, la anomalía desapareciese por sí sola. Fue la primera buena noticia que recibieron desde el nacimiento de la niña. El cardiólogo firmó un certificado de responsabilidad y Margarida volvió a casa con sus padres aliviados. El problema es que, nueve años después, y al contrario de todas las expectativas, el septo no cerró, lo que trajo de vuelta el fantasma de una operación de corazón.
– Margarida Noronha -anunció una muchacha regordeta, con bata blanca, asomando por la puerta de la sala de espera.
– Somos nosotros -respondió Constanza, levantándose del asiento.
– Pueden entrar.
Los tres siguieron a la muchacha por el pasillo; ella se detuvo junto a una puerta, al fondo, y los dejó pasar. Entraron en el despacho y sintieron de inmediato que el olor a desinfectante se hacía más intenso. A la derecha había una camilla con una sábana blanca ligeramente arrugada, como si alguien hubiese acabado de salir de allí; al lado, una pequeña cortina de tela amarilla se corría para que los pacientes, ocultándose tras ella, pudiesen desnudarse. Al fondo, frente a una pequeña ventana que daba al edificio vecino, se encontraba el médico, tomando sus notas inclinado sobre el escritorio. Al presentir la invasión del despacho, el médico levantó la cabeza y sonrió.
– Hola -saludó.
– Buenas tardes, doctor Oliveira.
Se dieron la mano y el médico, un cardiólogo de mediana edad, acarició la cabeza de Margarida.
– Y, ¿Margarida? ¿Cómo estás?
– Etupenda, dotor.
– ¿Te has portado bien?
Margarida miró a sus padres, que la rodeaban, en busca de aprobación.
– Así, así.
– ¿Y eso?
– Mamá dice que no debo está siempe odenando todo.
– ¿Qué?
– Odenando todo.
– Ordenando todo -tradujo Constanza-. Tiene la manía de estar todo el tiempo limpiando y ordenando las cosas.
– Ah -exclamó el médico, sin apartar los ojos de la niña-. Entonces eres una compulsiva de la limpieza.
– No me guta la suciedá. Suciedá, no.
– Haces muy bien. ¡Fuera la suciedad! -El médico se rio y, mirando finalmente a los padres, señaló las dos sillas que estaban frente al escritorio-. Siéntense, pónganse cómodos.
Se acomodaron en los asientos, Margarida apoyada en la rodilla izquierda de Tomás. El cardiólogo preparó la libreta de notas; mientras Constanza hurgaba en su bolso y Tomás miraba el corazón de plástico, desmontable y en miniatura, colocado sobre el escritorio.
– Aquí tengo el resultado de los análisis, doctor -dijo Constanza, extendiéndole al médico dos grandes sobres marrones.
El cardiólogo cogió los sobres y analizó el logotipo impreso a la izquierda.
– He visto que han ido a la cardiología pediátrica de Santa Marta a hacer el ecocardiograma y la radiografía.
– Sí, doctor.
– ¿Estaba allí la doctora Conceição?
– Sí, doctor. Fue ella quien nos atendió.
– ¿Y los trató bien?
– Muy bien.
– Menos mal, porque si no iba a oírme. Es a veces medio despistada.
– No tenemos motivos de queja.
El médico se inclinó sobre los sobres; sacó primero la hoja plastificada gris y blanca de la radiografía y estudió la imagen del tórax de Margarida.
– Hmm, hmm -murmuró, sin revelar agrado ni desagrado.
La pareja lo observaba con atención, intentando captar en su mirada expresiones que indicasen si las noticias eran buenas o malas, pero aquel «hmm, hmm» se reveló de una ambigüedad impenetrable, opaca. Inquietos y ansiosos, los padres de Margarida se agitaron nerviosamente en las sillas.
– Y bien… ¿Doctor? -arriesgó Tomás.
– Déjeme ver esto primero.
El médico se levantó y puso la radiografía sobre una caja de cristal colgada de la pared; pulsó un interruptor y la caja se encendió, llenándose de vida e iluminando la radiografía como si fuese una diapositiva. El cardiólogo se inclinó sobre la hoja plastificada, se puso las gafas y la estudió mejor. Después, cuando se dio por satisfecho, apagó la luz de la caja, retiró la radiografía y volvió al escritorio. Cogió el segundo sobre y extrajo el ecocardiograma, resultado del examen por ultrasonidos hecho para analizar el comportamiento del corazón de la niña.
– ¿Está todo bien, doctor? -preguntó Constanza al médico, casi sofocada por la ansiedad.
Oliveira prolongó unos segundos más su observación de la prueba que tenía en sus manos.
– Quiero hacerle un electrocardiograma -dijo por fin, guardando sus gafas en el bolsillo de la bata. Abandonó el escritorio y fue hasta la puerta a llamar a la enfermera del consultorio-. ¡Cristina!
Una joven delgada, de pelo negro y corto, también con bata blanca, apareció de inmediato.
– ¿Sí, doctor?
– Hágale un electrocardiograma a Margarida, ¿de acuerdo?
La enfermera llevó a Margarida hasta la camilla. La niña se quitó la blusa y se acostó, muy estirada. Cristina esparció gel por el tronco desnudo de la paciente; después le colocó ventosas en el pecho y abrazaderas en los brazos y en las piernas. Las ventosas y las abrazaderas estaban ligadas por cables a una máquina instalada en la cabecera de la camilla.
– Ahora quédate tranquilita, ¿vale? -pidió Cristina-. Haz como si estuvieras durmiendo.
– ¿Y soñando?
– Sí.
– ¿Sueños coló de osa?
– Eso -se impacientó un poco-. Anda, descansa. Margarida cerró los ojos y la enfermera encendió la máquina; el aparato se agitó con un leve temblor y emitió un zumbido eléctrico. Sentado en el escritorio y distante de la camilla donde se realizaba el examen, Oliveira decidió aprovechar el hecho de que Margarida se encontraba alejada para interrogar a sus padres.
– ¿Se ha quejado de falta de aire, cansancio, pies hinchados?
– No, doctor.
Constanza era la que respondía a las preguntas del médico.
– ¿Ni palpitaciones o desmayos?
– No.
– ¿Y fiebre?
– Ah, eso sí, un poquito. El cardiólogo alzó una ceja.
– ¿Cuánto?
– Unos treinta y ocho grados, no más.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– ¿Cómo?
– ¿Cuánto tiempo duró esa fiebre?
– Ah, una semanita.
– Sólo una semana.
– Sí, sólo una.
– ¿Y cuándo fue?
– Hace cosa de un mes.
– Fue justo después de Navidad -especificó Tomás, que hasta entonces había permanecido callado.
– ¿Y notaron alguna diferencia en el comportamiento?
– No -indicó Constanza-. Tal vez ha andado más decaída, sólo eso.
– ¿Decaída?
– Sí, juega menos, se muestra más tranquila… El médico pareció indeciso. -Entiendo -murmuró-. De acuerdo. El electrocardiograma ya estaba hecho; mientras Margarida se vestía, Cristina entregó al cardiólogo el largo papel despedido por la máquina. Oliveira volvió a colocarse las gafas, analizó el registro de las oscilaciones cardiacas y, por fin, considerando que disponía de todos los datos que necesitaba, encaró a los padres.
– Bien, los exámenes son muy parecidos a los anteriores -dijo-. No ha habido deterioro en la situación del septo, pero la verdad es que permanece el bloqueo.
Constanza no se mostró del todo satisfecha con esta respuesta.
– ¿Qué quiere decir eso, doctor? ¿Va a haber que operarla o no?
El médico se quitó las gafas, comprobó que las lentes estaban limpias y las guardó en el bolsillo de la bata por última vez. Se inclinó hacia delante, apoyándose en los codos, y miró a la madre ansiosa.
– Creo que sí -suspiró-. Pero no hay prisa.
La clase había terminado hacía diez minutos y Tomás, después de la conversación habitual con los alumnos que se acercaban en busca de explicaciones, subió a su despacho de la sexta planta. Había observado discretamente a Lena durante toda la hora y media que había durado la exposición de la asignatura; la sueca se quedó sentada en el mismo lugar que había elegido la semana anterior, siempre atenta, los límpidos ojos azules mirándolo con intensidad, la boca entreabierta, como si bebiese sus palabras; llevaba un jersey rojo púrpura, ajustado, que acentuaba las voluminosas curvas de su pecho y contrastaba con la amplia falda beis. Una tentación, pensó el profesor, que la encontró aún más atractiva que en la imagen retenida en su memoria. Cuando acabó la clase, Tomás se descubrió perturbado porque ella no lo había buscado de inmediato, pero se reprendió deprisa a sí mismo. Lena era una estudiante y él el profesor, ella joven y soltera, él con treinta y cinco años y casado; tenía que tener juicio y mantenerse en su sitio. Meneó la cabeza con un movimiento rápido, como si intentase ahuyentarla de su mente, y sacó del cajón el libro con los contenidos del programa.
Tres golpes en la puerta lo hicieron mirar hacia la entrada. La puerta se abrió y asomó, sonriente, la hermosa cabeza rubia.
– ¿Se puede, profesor?
– ¡Ah! Entre, entre -dijo él, tal vez demasiado ansioso-. ¿Usted por aquí?
La sueca cruzó el despacho con un paso insinuante, meneando el cuerpo como una gata en celo; se notaba que era una mujer segura de sí misma, consciente del efecto que provocaba en los hombres. Cogió una silla y se acercó al escritorio de Tomás.
– Me ha parecido muy interesante la clase de hoy -susurró Lena.
– ¿Ah, sí? Menos mal.
– Lo que no entendí bien fue cómo se hizo la transición entre la escritura ideográfica y la alfabética…
Era un comentario relacionado con el tema de la clase de esa mañana, la aparición del alfabeto.
– Bien, yo diría que fue un paso natural, necesario para simplificar las cosas -explicó Tomás, satisfecho por poder exhibir sus conocimientos y ansioso por impresionarla-. Fíjese, tanto la escritura cuneiforme como los jeroglíficos y los caracteres chinos requieren la memorización de un gran número de signos. Estamos hablando de memorizar centenares de imágenes. Como es evidente, eso llegó a ser un gran obstáculo para el aprendizaje. El alfabeto vino a resolver ese problema, dado que, en vez de estar obligados a memorizar mil caracteres, como en el caso de los chinos, o seiscientos jeroglíficos, como ocurría con los egipcios, resultó suficiente memorizar un máximo de treinta símbolos. -Alzó las cejas-. ¿Lo ve? Por eso digo que el alfabeto trajo la democratización de la escritura.
– Y todo comenzó con los fenicios…
– Mire, la verdad, la verdad, se sospecha que el primer alfabeto apareció en Siria.
– Pero usted, en el aula, sólo mencionó a los fenicios.
– Sí, el alfabeto fenicio es, entre los que podemos considerar alfabetos con toda seguridad, el más antiguo. Se supone que es una evolución de ciertos signos cuneiformes o, si no, de la escritura demótica del antiguo Egipto. El hecho es que este alfabeto, compuesto exclusivamente de consonantes, se difundió por el Mediterráneo oriental gracias a las navegaciones de los fenicios, que eran grandes comerciantes y anduvieron por todas partes. De este modo, el alfabeto fenicio llegó a Grecia y, en consecuencia, hasta nosotros. Ahora bien, ¿fue, realmente, el primer alfabeto? -El profesor adoptó una actitud interrogativa-. Se descubrió en Siria, en un lugar llamado Ugarit, una escritura cuneiforme del siglo XIV a.C., por tanto, anterior a la fenicia, que usaba sólo veintidós signos. Y ésta es la cuestión. Una escritura con tan pocos signos difícilmente puede ser ideográfica. Creo que ésa fue la primera escritura alfabética, pero el problema es que el pueblo que la inventó no era viajero y, en consecuencia, su invención no se difundió, al contrario de lo ocurrido con el alfabeto fenicio, que viajó con sus inventores.
– Ya lo entiendo -dijo Lena-. ¿Y la Biblia fue escrita en fenicio?
Tomás soltó una sonora carcajada, que interrumpió enseguida, temiendo ofender a la muchacha.
– No, la Biblia fue escrita en hebreo y en arameo -explicó y alzó las cejas-. Pero su pregunta no es, en rigor, disparatada, dado que existe, de hecho, una relación con el fenicio. De hecho, se encontró en Siria, conocida entonces como país de Arán, un alfabeto arameo semejante al utilizado por los fenicios, lo que hace suponer que las dos escrituras están relacionadas. Muchos historiadores creen que el fenicio se encuentra en el origen de las escrituras hebrea, aramea y árabe, aunque sigue estando poco claro cómo ocurrió.
– Y nuestro alfabeto, ¿también viene del fenicio?
– De modo indirecto, sí. Los griegos recurrieron a los fenicios e inventaron las vocales a partir de consonantes del arameo y del hebreo. Por ejemplo, las primeras cuatro letras del alfabeto hebreo son aleph, beth, ghimel, daleth, a las que corresponden, en griego, alfa, beta, gamma y delta. Como es evidente, esta semejanza entre los dos alfabetos no es ninguna coincidencia, ambos están relacionados. Por otro lado, fíjese en que uniendo las dos primeras letras del alfabeto griego, alfa y beta, los griegos crearon la palabra «alfabeto». Después, el alfabeto griego dio origen al alfabeto latino. Alfa se transformó en«a», beta en «b», gamma en «c» y delta en «d». Y aquí estamos nosotros, hablando portugués, que es, como sabe, una lengua latina.
– Pero el sueco no lo es.
– Es verdad, el sueco es una lengua escandinava, de la familia de las lenguas germánicas. Pero lo cierto es que también usa el alfabeto latino, ¿no?
– ¿Y el ruso?
– El ruso usa el cirílico, que viene igualmente del griego.
– Pero usted no explicó eso en la clase de hoy.
– Calma -dijo sonriendo Tomás, alzando la palma de la mano izquierda, como quien hace detener el tráfico-. El curso lectivo aún no ha acabado. El griego será tema de la próxima clase. Digamos que he estado aquí con usted avanzando un poco en la materia…
Lena suspiró.
– Ah, profesor -exclamó-. Lo que necesito no es avanzar en la materia, sino recuperar lo que he perdido de las primeras clases.
– Diga, pues. ¿Qué quiere saber?
– Como le expliqué por teléfono, el atraso en mi expediente del Erasmus me hizo perder las primeras clases. Estuve viendo algunos apuntes que me prestaron unos compañeros, relacionados con la escritura cuneiforme de Sumeria, y confieso que no he entendido nada. Necesito que usted me ayude.
– Muy bien. ¿Cuáles son exactamente sus dudas?
La sueca se inclinó ante el escritorio, acercando la cabeza a Tomás. El profesor sintió su fragancia perfumada y adivinó sus abundantes senos, llenos y turgentes, queriendo irrumpir por el jersey. Hizo un esfuerzo para controlar la imaginación, repitiéndose a sí mismo que ella era una alumna y él el profesor, ella una joven y él un hombre de treinta y cinco años, ella libre y él casado.
– ¿Ha probado alguna vez comida sueca? -preguntó Lena, endulzando la voz.
– ¿Comida sueca? Pues…, sí, creo que comí en Malmö, cuando fui en el Inter-Rail.
– ¿Y le gustó?
– Mucho. Me acuerdo de que estaba bien elaborada, pero muy cara. ¿Por qué?
Ella sonrió.
– ¿Sabe, profesor? Creo que no va a poder explicarme todo en sólo media hora. ¿No le parece mejor venir a almorzar a mi casa y ayudarme a ver las cosas con más calma, sin prisas?
– ¿Almorzar en su casa?
La propuesta era inesperada y Tomás se quedó cohibido, no sabía cómo actuar frente a aquella invitación. Presintió que le acarrearía un montón de problemas, previo mil complicaciones; pero no había dudas de que Lena era una muchacha agradable, él se sentía bien en su presencia y la tentación era grande.
– Sí, le prepararé un plato sueco y ya verá cómo se le hace la boca agua.
Tomás vaciló. Pensó que no podía aceptar. Ir a almorzar a la casa de una alumna, y sobre todo de aquella alumna, era un paso peligroso, no estaba para esas aventuras. Pero, por otro lado, se interrogó sobre las consecuencias reales de aceptar. ¿No estaría exagerando un poco? A fin de cuentas, era sólo un almuerzo y una explicación, nada más. ¿Qué mal podría haber en eso? ¿Cuál era el problema de estar una o dos horas en casa de la muchacha hablándole sobre la escritura cuneiforme? Qué él supiese, nada le impedía dar una explicación a una alumna sobre el programa de su asignatura. La diferencia es que, en vez de ser en el aula o en el despacho, sería fuera de la facultad. ¿Y entonces? ¿Cuál era el obstáculo? En realidad, estaría ayudando a una estudiante, estaría realizando un ejercicio de pedagogía, ¿y no era ésa, al fin y al cabo, la misión de un profesor? Por otro lado, bien vistas las cosas, sería agradable. Y, ¿qué había de malo en gastar un poco de tiempo en compañía de una muchacha tan guapa? ¿No tendría derecho a un poco de distracción? Además, se le ocurrió, sería una excelente oportunidad para probar una gastronomía nueva, la cocina escandinava tenía realmente sus encantos. ¿Por qué no?
– Vale -asintió-. Vamos a almorzar.
Lena esbozó una sonrisa encantadora.
– Pues estupendo -exclamó ella-. Voy a prepararle un plato que lo dejará con ganas de comer más. ¿Quedamos para mañana?
Tomás se acordó de que al día siguiente tenía que ir con Constanza al colegio de Margarida. Habían solicitado una reunión con la directora del colegio para intentar resolver el problema de la falta del profesor de educación especial, era impensable que él faltase.
– No puede ser -meneó la cabeza-. Tengo que ir…, pues…, tengo un compromiso mañana, no puedo ir.
– ¿Y pasado mañana?
– ¿Pasado mañana? ¿Viernes? A ver…, sí, puede ser.
– ¿A la una de la tarde?
– A la una. ¿Dónde queda su casa?
Lena le entregó la dirección y se despidió, dándole dos besos húmedos en la cara. Cuando ella salió, dejando el delicioso aroma de su perfume flotando en el despacho como si fuese una firma fantasmagórica, Tomás miró hacia abajo y se dio cuenta, sorprendido, excitado, de que ya habían reaccionado sus fluidos, la química estaba en movimiento, el cuerpo ansiaba lo que la mente reprimía. Una vigorosa erección llenaba sus pantalones.
Traspasaron los portones del colegio de Sao Julião da Barra a última hora de la mañana. Fueron a observar a Margarida en el aula y, espiando por la rendija de la puerta entreabierta, la descubrieron, sentada en su lugar, junto a la ventana, con expresión muy atenta. Sus padres sabían que tenía fama de buena compañera; defendía siempre a los más débiles, ayudaba a los que se magullaban en el recreo, no le importaba en absoluto perder en los juegos que se disputaban en el colegio y siempre se ofrecía como voluntaria para salir del juego cuando eran más de la cuenta; llegaba incluso a hacerse la desentendida siempre que algún compañero se burlaba de su condición y olvidaba deprisa las afrentas. Tomás y Constanza la miraron largo rato por la rendija, con admiración, como si fuese una santa; pero ya era la hora de la reunión y se vieron forzados a abandonar la puerta del aula. Aceleraron el paso y se presentaron en el despacho de la directora; no tuvieron que esperar mucho a que se los invitase a entrar.
La responsable del colegio era una mujer de cuarenta y pocos años, huesuda y alta, con el pelo teñido de rubio y gafas de aros redondas; los recibió con cortesía, pero se notó enseguida que se sentía presionada por el tiempo.
– Tengo un almuerzo a la una -explicó-. Y una reunión de coordinación pedagógica a las tres de la tarde.
Tomás consultó el reloj, eran las doce y diez, tenían cincuenta minutos por delante; no veía razón para que no bastase con todo ese tiempo.
– Menos mal que tiene esa reunión de coordinación pedagógica -intervino Constanza-, porque lo que nos trae aquí tiene que ver, obviamente, con cuestiones pedagógicas.
– Lo sé muy bien -dijo la directora, para quien esta cuestión se había convertido en una pesadilla desde la anterior reunión con la pareja, a comienzos del curso lectivo-. Supongo que se trata del problema del profesor de educación especial.
– Naturalmente.
– Pues eso es un agobio.
– No dudo de que para usted sea un agobio -interrumpió Constanza, con un tono levemente irritado en la voz-. Pero puede creer que, para nosotros, y sobre todo para nuestra hija, es una tragedia. -La señaló con el índice-: ¿Tiene usted idea del daño que le está haciendo a Margarida la falta de un profesor de educación especial?
– Señora, estamos haciendo lo que podemos…
– Están haciendo poco.
– No es verdad.
– Sí -insistió-. Y usted sabe muy bien que lo es.
– ¿Por qué no contratan otra vez al profesor Correia? -preguntó Tomás, entrando en el diálogo e intentando evitar que se transformase en un pugilato verbal entre las dos mujeres-. Estaba haciendo un trabajo excelente.
El tono áspero de la reunión anterior, cuando comenzaron las clases y los avisaron de que en este curso lectivo no estaría el profesor Correia ni nadie para dar el apoyo especial a Margarida, lo había dejado alerta; y la verdad es que el conflicto aumentaba de intensidad a medida que seguía sin resolverse el problema y se hacía evidente el retraso escolar de la niña.
– Me encantaría contratar al profesor Correia -dijo la directora-. El problema es que, como ya les expliqué en la reunión anterior, el ministerio ha recortado el presupuesto y no tenemos dinero para contratar colaboradores.
– Excusas -exclamó Constanza-. ¿Tienen dinero para otras cosas y no lo tienen para un profesor de educación especial?
– No, no tenemos dinero. Nos han reducido el presupuesto.
– ¿Usted sabe que Margarita el año pasado sabía leer y que este año ya no logra entender una sola palabra escrita? -preguntó Tomás.
– Pues… eso no lo sabía.
– El año pasado tenía al profesor Correia, que se ocupaba de la educación especial, y este año no tiene nada, salvo el profesor curricular normal. -Señaló a la puerta, como si su hija los esperase del otro lado-. El resultado está a la vista. El profesor curricular normal, como es evidente, no entiende nada sobre la educación que precisan los niños con necesidades especiales -concluyó Constanza.
La directora extendió las palmas de sus manos, volviéndolas hacia la pareja, como si les pidiera que tuviesen calma.
– Ustedes no me están escuchando -afirmó-. Por mí, contrataría ahora mismo al profesor Correia. El problema es que no tengo dinero. El ministerio ha recortado el presupuesto.
Constanza se inclinó sobre el escritorio.
– Señora directora -dijo intentando mantenerse serena-. La existencia de profesores de educación especial para apoyar a niños con necesidades especiales en los colegios públicos está prevista por la ley. No es un capricho nuestro, no es una exigencia disparatada, no es un favor que nos hacen. Es algo que está previsto en la ley. Lo único que pedimos, mi marido y yo, es que este colegio cumpla la ley. Ni más ni menos. Que cumpla la ley.
La directora suspiró y sacudió la cabeza.
– Yo sé lo que dice la ley. El problema es que en este país se aprueban leyes muy bonitas, pero no se dan las condiciones para que sean aplicadas. ¿De qué me sirve tener una ley que me obliga a recurrir a un profesor de educación especial si no tengo dinero para contratarlo? Por lo que a mí respecta, los diputados podrían decretar incluso…, yo qué sé, que se viva eternamente. Pero no porque salga una ley que dice que hay que vivir eternamente las personas van a cumplir esa ley. Sería una ley irreal. Lo mismo ocurre con este caso. Se ha creado una ley muy justa, muy bonita, muy humana, pero, cuando llega la hora de poner la pasta, no hay nada para nadie. En otras palabras: la ley existe para que se diga que existe, para que alguien se jacte de haberla aprobado. Nada más.
– Entonces ¿qué es lo que usted sugiere? -preguntó Tomás-. ¿Que las cosas se queden como están? ¿Que nuestra hija Margarida sea dejada de lado en este curso y que no cuente con el apoyo de un profesor especializado? ¿Es eso?
– Sí -asintió Constanza-, ¿Qué piensa hacer?
La directora se quitó las gafas, humedeció las lentes con un cálido vaho expelido por sus pulmones y las frotó con un pañito anaranjado.
– Tengo una propuesta que hacerles.
– Diga.
– Como les he dicho, no hay dinero para contratar al profesor Correia. Considerando ese impedimento, mi idea es que la profesora Adelaide se dedique a dar el apoyo que a Margarida le haga falta.
– ¿La profesora Adelaide? -se sorprendió Constança.
– Sí.
– Pero ¿tiene ella alguna formación en educación especial?
– Señora, quien no tiene perro caza con el gato.
– Voy a hacer de otro modo la pregunta: ¿ella entiende algo de educación a niños con necesidades especiales?
La directora se levantó del escritorio.
– Creo que es mejor llamarla -repuso, dirigiéndose a la entrada y evitando responder directamente a la pregunta que se le hacía, detalle que no pasó inadvertido a los padres; abrió la puerta y se asomó-: Marília, llámeme a la profesora Adelaide, por favor.
Volvió a sentarse y acabó la limpieza de las lentes, después se las colocó en el rostro. Tomás y Constanza se miraron; se sentían resueltos a luchar hasta el final por el derecho de su hija a tener apoyo pedagógico de un profesor especializado, que comprendiera sus limitaciones y la mejor forma de superarlas. Ambos estaban convencidos de que Margarida sería capaz de progresar, tal como los demás niños, pero, como era notablemente más lenta en el aprendizaje, necesitaba ayuda.
– ¿Se puede?
La profesora Adelaide era una mujer fuerte, ancha, con aspecto maternal, parecía muy bonachona; se asemejaba a una de aquellas madres de campo, rubicundas, mofletudas, protectoras, siempre con un montón de hijos a su alrededor. Se saludaron y la recién llegada se sentó junto a la pareja.
– Adelaide -comenzó diciendo la directora-. Como sabe, estamos sin presupuesto para contratar este año al profesor Correia, que daba apoyo a Margarida. El otro día hablé con usted sobre el problema y me acuerdo de que se ofreció voluntariamente para las clases de educación especial de este año.
Adelaide asintió con la cabeza.
– Sí. Como le he dicho, también estoy preocupada por la situación que afecta a Margarida y a Hugo. -Hugo era otro niño con trisomía 21 que iba al mismo colegio-. Dado que el profesor Correia ya no puede venir, estoy totalmente disponible para ayudar a estos niños.
– Pero, profesora Adelaide -interrumpió Constanza-, ¿tiene usted alguna especialización en educación especial?
– No.
– ¿Dio alguna vez apoyo a niños con trisomía 21?
– No. Mire, estoy sólo ofreciéndome para llegar a una solución.
– ¿Cree que Margarida, con usted, va a evolucionar significativamente?
– Pienso que sí. Voy a dar lo mejor de mí.
Tomás se agitó en la silla.
– Con el debido respeto por su buena voluntad, déjeme decirle una cosa: Margarida no necesita tener unas clases en las que no va a progresar, unas clases que sólo sirvan para decir que las tiene. Las clases no son un fin en sí mismas, sino un medio para llegar a un fin. El objetivo no es que tenga clases, sino que aprenda. ¿De qué le sirve tener clases con usted si, al final, seguirá sin saber nada?
– Bien, espero que aprenda algo.
– Pero, basándome en lo que le he oído decir ahora, no tiene usted la menor idea de lo que es necesario para enseñar a un niño como éste. Nunca hizo una especialización en este ámbito ni ha dado clases a niños con trisomía 21. No sé si lo sabe, pero un profesor de educación especial no es exactamente un profesor en la acepción normal de la palabra. Es más bien una combinación de entrenador y fisioterapeuta, alguien que estimula al niño, que lo entrena, que lo lleva hasta el límite. Con la mejor voluntad del mundo, le digo con toda franqueza que no veo en usted las características de una profesora preparada para esa tarea.
– Reconozco que tal vez no tenga la preparación ni los conocimientos necesarios para…
– Veamos -interrumpió la directora, a quien no le estaba gustando el rumbo que tomaba la conversación-. Las cosas son lo que son. No vamos a contar con el profesor Correia. La profesora Adelaide está disponible. Todos estamos de acuerdo en que la profesora Adelaide no es una especialista en educación especial. Pero, queramos o no, es la única persona con la que contamos. Por tanto, vamos a aprovechar esta oportunidad y a resolver el problema. No es la mejor solución, pero es la solución posible.
Tomás y Constanza cruzaron sus miradas, agobiados.
– Señora directora -farfulló él-. Lo que nos está ofreciendo no es una solución para el problema de Margarida. Es una solución para su problema -subrayó la palabra «su»-. Usted quiere despachar esta cuestión, no quiere resolverla de verdad. Pero veamos. Lo que nuestra hija necesita es justamente un profesor de educación especial. Repito: un profesor de educación especial -dijo casi deletreando la palabra-. No necesita de clases, necesita aprender. Con la profesora Adelaide va a tener clases, pero no va a aprender. La profesora Adelaide no es la solución.
– Es la solución que tenemos.
– Es la solución para su problema, pero no es la solución para el problema de Margarida.
– No hay otra solución -concluyó la directora con un gesto perentorio, tajante-. Tendrá que ser la profesora Adelaide quien dé las clases de educación especial.
– No puede ser.
– Tendrá que ser.
– Disculpe, pero no estamos de acuerdo.
– ¿Cómo que no están de acuerdo?
– No estamos de acuerdo. Queremos un profesor especializado en educación especial, como está previsto por la ley.
– Olvide la ley. No hay dinero para contratar a ese profesor.
– Consígalo.
– Escuche bien lo que le digo: no hay dinero. Tendrá que ser la profesora Adelaide.
– No estamos de acuerdo, ya se lo he dicho.
La directora frunció los ojos, mirando al matrimonio. Hizo una pausa y suspiró pesadamente, como si acabase de tomar una decisión difícil.
– Entonces van a tener que entregarme un escrito en el que digan que no aceptan las clases de educación especial.
– No podemos hacer eso.
– ¿Cómo?
– Que no podemos hacerlo.
– ¿Por qué no pueden?
– Porque no es verdad. Queremos las clases de educación especial, es evidente que las queremos. Pero las queremos impartidas por un profesor debidamente preparado. Lo que no aceptamos, y estamos dispuestos a manifestarlo por escrito, es una profesora que, aun con la mejor voluntad, no está preparada para dar apoyo a niños con necesidades especiales.
La reunión acabó sin llegar a ningún acuerdo. La directora se despidió de modo seco, frustrada por la falta de soluciones, y el matrimonio abandonó el colegio con la impresión de que por ese camino no llegarían a ninguna parte. Para Tomás y Constanza estaba claro que ya no podían contar con el colegio público; necesitaban contratar directamente a un profesor de educación especial, pero el problema, como en tantas cosas en la vida, es que no les alcanzaba el dinero para eso.
Miró el edificio apuntado en su libreta de notas. Era un edificio antiguo, claramente necesitado de una restauración urgente, en lo alto de la Rúa Latino Coelho. Se acercó a la entrada y comprobó que la puerta se encontraba entreabierta. Tomás la empujó y fue a dar a un vestíbulo decorado con azulejos gastados, algunos ya con rajas, otros con la pintura desvaída por el tiempo; la luz de la calle era la única iluminación, se derramaba por la puerta e invadía el pequeño vestíbulo con fulgor, dibujando en el suelo una geometría de claridad más allá de la cual dominaba la penumbra. Tomás dio tres pasos, se sumergió en la sombra y subió las escaleras de madera; cada escalón crujía con el peso de su cuerpo, como si protestase contra la intrusión que llegaba para interrumpir su indolente reposo. El edificio exhalaba el olor característico de los materiales viejos, aquel hedor a moho; la humedad retenida en la tarima y en las paredes que se había convertido en la marca propia de los edificios antiguos de Lisboa. Llegó al segundo piso y comprobó el número de la puerta; buscaba el segundo derecha y era aquélla, evidentemente. Pulsó el botón negro embutido en la pared y un ding-dong tranquilo sonó dentro del apartamento. Oyó pasos, el ruido metálico de la cerradura que se destrababa y la puerta se abrió.
– Hej! -saludó Lena, dándole la bienvenida-. Valkommen.
Tomás se quedó un largo rato absorto en la penumbra, inmóvil en la puerta mirando a su anfitriona. La sueca apareció con una blusa de seda azul claro, muy ceñida, como si estuviese en verano. El escote era muy amplio, revelando sus senos casi hasta el límite, vastos y voluptuosos, sin sostén, separados por un profundo surco; sólo sus pezones permanecían ocultos, pero aun así era posible adivinarlos por el relieve que adquirían en la seda, protuberantes como un botón escondido. Una mini-falda blanca, con un lazo lateral amarillo que servía de cinturón, destacaba sus piernas largas y bien hechas, calzadas con unos elegantes zapatos negros de tacón alto que acentuaban las sensuales curvas de su cuerpo.
– Hola -dijo por fin-. Está usted hoy… muy guapa.
– ¿Le parece? -La muchacha sonrió-. Gracias, es muy amable. -Le hizo una seña para que entrase-. ¿Sabe? En comparación con el invierno de Suecia, el invierno en Portugal me parece verano. Así que, como tengo mucho calor, decidí ponerme ropa más ligera. Espero que no le importe.
Tomás traspasó la puerta y entró en el apartamento.
– De ningún modo -dijo, intentando disimular el rubor que coloreaba sus pómulos-. Ha hecho bien. Ha hecho muy bien.
Hacía calor en el apartamento, en un llamativo contraste con la temperatura de fuera. El suelo era de grandes tablas barnizadas de madera antigua, y cuadros antiguos, de aspecto austero y de baja calidad, colgados de las paredes. No olía a moho; por el contrario, flotaba en el aire un agradable aroma a comida al fuego.
– ¿Puedo guardarle la chaqueta? -preguntó ella, estirando el brazo en su dirección.
El profesor se quitó la chaqueta y se la entregó. Lena la colgó de una percha junto a la puerta de la entrada y condujo a su invitado por el largo pasillo del apartamento. Se veían dos puertas cerradas a la izquierda y una cocina al fondo. Al lado de la cocina, se abría otra puerta; era la entrada de la sala, donde estaba la mesa puesta para dos personas.
– ¿Dónde consiguió este apartamento? -preguntó él, asomando por la puerta.
Muebles antiguos, de roble y nogal, decoraban la sala de manera sencilla. Había dos sofás marrones, de aspecto gastado y austero; un televisor apoyado en una mesita; y un mueble de pared, en el que se exponían viejas piezas de porcelana. La luz del día, fría y difusa, irrumpía por dos ventanas altas que daban a un patio interior rodeado de traseras de apartamentos.
– Lo alquilé.
– Sí, pero ¿cómo supo de su existencia?
– Fue en el GIRE.
– ¿GIRE? ¿Qué es eso?
– Es el Gabinete de Informaciones y Relaciones Exteriores de la facultad. Son ellos los que nos dan apoyo logístico. Cuando llegué, fui allí a ver qué había para alquilar y descubrí este apartamento. Es pintoresco, ¿no?
– Sí, sí que lo es -comentó Tomás-. ¿Y quién es el dueño?
– Es una señora de edad que vive en el primer piso. Este apartamento era de un hermano suyo, que murió el año pasado. Decidió alquilarlo a extranjeros, dice que son los únicos clientes que acaban marchándose al cabo de un tiempo.
– Es lista la vieja.
Lena entró en la cocina, miró el interior de la cazuela al fuego, revolvió la comida con la cuchara de madera, olisqueó el vapor que se elevaba de la olla y sonrió al profesor.
– Va a quedar bueno -dijo, salió de la cocina y llevó a Tomás hacia la sala-. Póngase a gusto -añadió indicando el sofá-. Dentro de poco el almuerzo estará listo.
Tomás se acomodó en el sofá y la muchacha se sentó a su lado, con las piernas confortablemente cruzadas bajo su cuerpo. Intentando mantenerse ocupado, porque no quería dejar que se instalase un silencio embarazoso, el profesor abrió la cartera que llevaba en la mano y sacó de allí unos documentos.
– He traído aquí unas notas sobre la escritura cuneiforme sumeria y acadia -reveló-. Le resultará especialmente interesante el uso de los determinativos.
– ¿Determinativos?
– Sí -dijo-. También se los conoce como indicadores semánticos. -Señaló unos trazos cuneiformes dibujados en los apuntes-. ¿Lo ve? Este es el ejemplo de un vocablo que puede utilizarse como indicador semántico. En este caso es la palabra «gis», que significa «madera» y se usa con los nombres de árboles y de objetos hechos de madera. La función de los indicadores semánticos es reducir la ambigüedad de los símbolos. En este ejemplo, el determinante «gis», cuando se utiliza antes de…
– Oh, profesor -intervino Lena, en actitud de súplica-. ¿No podemos dejar eso para después del almuerzo?
– Pues sí…, claro. -Se sorprendió Tomás-. Pensé que querría aprovechar para ir avanzando en la materia.
– Nunca con el estómago vacío -dijo con una sonrisa la sueca-. Alimenta bien a tu siervo y tu vaca te dará más leche.
– ¿Cómo?
– Es un refrán sueco. Quiere decir, en este caso, que mi cabeza rendirá más si mi estómago está lleno.
– Ah -entendió el profesor-. Ya me he dado cuenta de que le gustan mucho los refranes.
– Me encantan. Los refranes encierran lecciones de gran sabiduría, ¿no le parece?
– Sí, tal vez.
– Ah, estoy convencida -exclamó con un tono perentorio-. En Suecia solemos decir que los refranes revelan lo que el pueblo piensa. -Alzó las cejas-. ¿Los portugueses tienen muchos refranes?
– Algunos.
– ¿Me enseña alguno?
Tomás soltó una carcajada.
– Pero, al final, ¿qué quiere que le enseñe? -preguntó-. ¿La escritura cuneiforme o los refranes portugueses?
– ¿Por qué no las dos cosas?
– Pero mire que eso llevará mucho tiempo…
– Oh, no importa. Tenemos toda la tarde, ¿no?
– Ya veo que tiene respuestas para todo.
– La espada de las mujeres está en su boca -sentenció Lena-. Es otro refrán sueco. -Le lanzó una mirada maliciosa-. Y mire que, en mi caso, este refrán tiene un doble sentido.
Tomás, cohibido y sin saber qué decir, alzó las dos manos.
– Me rindo.
– Me parece bien -dijo ella recostándose en el sofá-. Dígame, profesor, ¿usted es de Lisboa?
– No, nací en Castelo Branco.
– ¿Y cuando se vino a Lisboa?
Cuando era joven. Vine a estudiar historia a la facultad.
– ¿Qué facultad?
– La nuestra.
– Ah -dijo ella y fijó en él sus ojos azules, observándolo con atención-. ¿Nunca se casó?
Tomás se quedó unos instantes sin saber cómo responder. Vaciló durante unos instantes demasiado largos, dividido entre la mentira, que sería muy fácil de descubrir, y la verdad, que irremediablemente alejaría a la muchacha; pero acabó bajando los ojos y se oyó decir a sí mismo:
– Sí, estoy casado.
Temió la reacción de la sueca. Pero Lena, para su gran sorpresa, no pareció molesta.
– No me extraña -exclamó la sueca-. Guapo como es…
Tomás enrojeció.
– Bien… pues…
– ¿La quiere?
– ¿A quién?
– A su mujer, claro. ¿La quiere?
Aquí estaba la oportunidad para matizar el asunto.
– Cuando nos casamos, sí, sin duda. Pero ¿sabe? Nos hemos ido alejando con el tiempo. Hoy somos amigos, es cierto, aunque, en realidad, no se puede decir que haya amor.
La observó atento, intentando medir su reacción; le pareció que ella se había quedado satisfecha con la respuesta y se sintió aliviado.
– En Suecia decimos que una vida sin amor es como un año sin verano -comentó la muchacha-. ¿No está de acuerdo?
– Sí, claro.
Lena desorbitó inesperadamente los ojos y se llevó la mano a la boca. Se levantó de un salto, con expresión de alarma, una expresión de urgencia en el rostro.
– ¡Ah! -gritó-. ¡Me olvidaba! ¡La comida!
Se fue volando a la cocina. Tomás oyó a la distancia el sonido de los alimentos al fuego y de la cuchara revolviéndolos en el cazo, además de unas exclamaciones ahogadas de su anfitriona.
– ¿Está todo bien? -preguntó estirando el cuello en dirección a la puerta.
– Sí. -Fue la respuesta de la sueca, gritando desde la cocina-. Está listo. Ya puede sentarse a la mesa.
Tomás no obedeció. En cambio, fue hasta la puerta de la cocina. Vio a Lena sujetando un cazo caliente con un paño, echando sopa en una sopera ancha, de porcelana antigua, igual a la de los platos colocados en la mesa.
– ¿Quiere ayuda?
– No, no hace falta. Vaya a la mesa.
El profesor la miró, vacilante, sin saber si debería realmente ir a sentarse o si era mejor insistir. Pero la expresión resuelta de la sueca lo convenció de que debía obedecerla. Volvió a la sala y ocupó su lugar a la mesa. Instantes después, Lena entró en la sala con la sopera humeante en los brazos. La apoyó pesadamente en la mesa y suspiró de cansancio.
– ¡Puf! ¡Ya está! -exclamó ella, aliviada-. Vamos a comer.
Quitó la tapa de la sopera y le sirvió a Tomás con un cucharón de sopa. Después le tocó a ella. El profesor observó el plato con expresión desconfiada; era una sopa blanca, con trozos sólidos en el medio, y un aroma agradable, suculento.
– ¿Qué es esto?
– Sopa de pescado.
– ¿Sopa de pescado?
– Pruébela. Es buena.
– Parece diferente de las nuestras. ¿Es un plato sueco?
– Casualmente, no. Es noruego.
Tomás probó un poco. La sopa tenía una consistencia cremosa, con un intenso regusto a mar.
– Hmm, está buena -aprobó él, saboreando el néctar marino del caldo; hizo un ligero movimiento con la cabeza en dirección a su anfitriona-. Enhorabuena, es una gran cocinera.
– Gracias.
– ¿Qué pescados lleva?
– Oh, varios. Pero no sé su nombre en portugués.
– ¿Y el plato principal también va a ser de pescado?
– Este es el plato principal.
– ¿Cómo? Esta es la sopa…
– La sopa de pescado noruega es muy sustanciosa. Ya verá que, cuando acabe de comerla, se sentirá saciado.
Tomás mordió un trozo de pescado, le pareció merluza, sazonada con el líquido blanco del caldo.
– ¿Por qué razón es blanca la sopa? -dijo sorprendido-. ¿No se hace con agua?
– Lleva agua, pero también leche.
– ¿Leche?
– Sí -asintió ella; dejó de comer y lo miró con una expresión insinuante-. ¿Sabe cuál es mi mayor fantasía de cocinera?
– ¿Sí?
– Cuando un día esté casada y tenga un hijo, haré una sopa de pescado con la leche de mis tetas.
Tomás casi se atragantó con la sopa.
– ¿Cómo?
– Quiero hacer una sopa de pescado con la leche de mis tetas -repitió, como si dijese la cosa más natural del mundo; llevó su mano al seno izquierdo y lo exprimió de tal modo que el pezón asomó por el borde del escote-. ¿Le gustaría probarla?
Tomás sintió una erección tremenda que se abría paso en sus pantalones. Incapaz de pronunciar una palabra y con la garganta repentinamente seca, asintió con la cabeza. Lena sacó todo el seno izquierdo fuera del escote de seda azul; era lechoso como la sopa, con un ancho pezón rosa claro y la punta turgente y dura como un chupete. La sueca se levantó y se acercó al profesor; de pie a su lado, le apoyó el seno en la boca. Tomás no se resistió. La abrazó por la cintura y comenzó a chuparle el pezón saliente; el seno era cálido y suave, tan grande que le inundó la cara. Llenó las palmas de sus manos con los dos senos y los apretó como si fuesen cojines, en una pulsión de lujuria, quería sentirlos tiernos y sabrosos. Mientras él chupaba, Lena le desabrochó el cinturón y el botón de los pantalones; corrió la cremallera de la bragueta hacia abajo y le quitó los pantalones con un movimiento rápido. Privándolo de sus senos, deprisa lo recompensó de otro modo; se arrodilló a los pies de la silla, se inclinó sobre su regazo y llenó su boca. Tomás gimió y perdió el poco control que le quedaba sobre sí mismo.