Lo primero que oí a la mañana siguiente fue un grito y un estrépito. Era Cora, que había dejado caer la bandeja del desayuno. Me despertó. Todavía tenía medio cuerpo dentro del armario, y la cabeza sobre la capa, que no era más que un bulto. Seguramente la descolgué de la percha y me quedé dormida encima de ella. Al principio no pude recordar dónde me encontraba. Cora estaba arrodillada a mi lado, sentí que me tocaba la espalda. Cuando me moví, volvió a gritar.
¿Qué pasa?, le pregunté. Di una vuelta y me incorporé.
Oh, dijo. Creí…
¿Qué creyó?
Como…, agrego.
Los huevos estaban en el suelo, rotos, y había zumo de naranja y cristales hechos añicos.
Tendré que traer otro, dijo. Qué desperdicio. ¿Qué hacías tirada en el suelo? Me cogió para ayudarme a levantarme y ponerme de pie.
No quise decirle que no me había acostado en toda la noche. No habría sabido cómo explicárselo. Le dije que debía de haberme desmayado. Fue casi peor, porque empezó a sacar sus conclusiones.
Es uno de los primeros síntomas, dijo en tono de satisfacción. Eso, y los vómitos. Tendría que haberse dado cuenta de que no había pasado el tiempo suficiente; pero tenía muchas esperanzas.
No, no es eso, le dije. Estaba sentada en la silla. Estoy segura de que no es eso. Simplemente me mareé. Estaba aquí, y todo empezó a oscurecerse.
Debe de haber sido por la tensión de ayer, dijo. Quítate esto.
Se refería al Nacimiento, y yo le dije que sí. En ese momento yo estaba sentada en la silla y ella arrodillada a mi lado, recogiendo los trozos de huevo y los cristales rotos y juntándolos en la bandeja. Secó parte del zumo de naranja con la servilleta de papel.
Tendré que traer un paño, comentó. Querrán saber por qué traigo más huevos. A menos que te arregles sin ellos. Me miró de reojo, furtivamente, y comprendí que sería mejor que ambas fingiéramos que yo me había tomado todo el desayuno. Si ella decía que me había encontrado tirada en el suelo, habría demasiadas preguntas. De cualquier manera, tendría que explicar la rotura del vaso; pero Rita se pondría de mal humor si tenía que preparar el desayuno por segunda vez.
Me las arreglaré sin ellos, le aseguré. No tengo mucho hambre. Fue perfecto, porque encajaba con lo del mareo. Pero me comeré la tostada, agregué. No quería quedarme totalmente en ayunas.
Está en el suelo, me advirtió.
No importa, le dije. Me senté a comer la tostada mientras ella entraba en el cuarto de baño y tiraba en el retrete el puñado de huevo que no había podido recuperar. Luego volvió a salir.
Diré que al salir se me cayó la bandeja, anunció.
Me gustó que estuviera dispuesta a mentir por mí, incluso en algo tan insignificante, aunque fuera en su propio beneficio. Era una manera de estar unidas.
Le sonreí. Espero que nadie te haya oído, le dije.
Me llevé un buen susto, dijo, deteniéndose en la entrada, con la bandeja en la mano. Al principio pensé que sólo eran tus ropas. Luego me dije ¿qué hacen sus ropas en el suelo? Pensé que tal vez te habías…
Fugado, agregué.
Bueno, casi, reconoció. Pero eras tú.
Sí, afirmé. Lo era.
Y lo era, y ella salió con la bandeja y volvió con un paño para limpiar el resto de zumo de naranja, y esa tarde Rita hizo un comentario malhumorado acerca de que algunas personas eran unas manazas. Tienen demasiadas cosas en la cabeza, no miran por dónde caminan, protestó y seguimos así, como si nada hubiera ocurrido.
Esto sucedió en mayo. Ahora ha pasado la primavera, los tulipanes han dejado de florecer y empiezan a perder los pétalos uno a uno, como si fueran dientes. Un día tropecé con Serena Joy, que estaba en el jardín, arrodillada sobre un cojín, y tenía el bastón a su lado, en la hierba. Se dedicaba a cortar los capullos con unas tijeras. Yo llevaba mi cesto con naranjas y chuletas de cordero, y al pasar la miré de reojo. Ella estaba concentrada, ajustando las hojas de la tijera, y al cortar lo hacía con un espasmo convulsivo de las manos. ¿Sería la artritis que se apoderaba de sus manos? ¿O una guerra relámpago, un kamikaze lanzándose sobre los hinchados órganos genitales de las flores? El cuerpo fructífero. Cortando los capullos se consigue que el bulbo acumule energía.
Santa Serena, arrodillada, haciendo penitencia.
A menudo me divierto así, con bromas malintencionadas y agrias con respecto a ella; pero no durante mucho tiempo. No es conveniente perder el tiempo mirando a Serena Joy desde atrás.
Lo que yo miraba codiciosamente eran las tijeras.
Bien. Además teníamos los lirios, que crecen hermosos y frescos sobre sus largos tallos, como vidrio soplado, como una acuarela momentáneamente congelada en una mancha, azul claro, malva claro, y los más oscuros, aterciopelados y purpúreos, como las orejas de un gato negro iluminadas por el sol, una sombra añil, y los de centro sangriento, de formas tan femeninas que resultaba sorprendente que una vez arrancados no duraran. Hay algo subversivo en el jardín de Serena, una sensación de cosas enterradas que estallan hacia arriba, mudamente, bajo la luz, como si señalaran y dijeran: Aquello que sea silenciado, clamará para ser oído, aunque silenciosamente. Un jardín de Tennyson, impregnado de aroma, lánguido; el retorno de la palabra desvanecimiento. La luz del sol se derrama sobre él, es verdad, pero el calor brota de las flores mismas, se puede sentir: es como sostener la mano un centímetro por encima de un brazo o de un hombro. Emite calor, y también lo recibe. Atravesar en un día como hoy este jardín de peonías, de claveles y clavellinas, me hace dar vueltas la cabeza.
El sauce luce un follaje abundante y deja oír su insinuante susurro. Cita, dice, terrazas; los silbidos recorren mi columna, como un escalofrío producido por la fiebre. El vestido de verano me roza la piel de los muslos, la hierba crece bajo mis pies y por el rabillo del ojo veo que algo se mueve en las ramas; plumas, un revoloteo, graciosos sonidos, el árbol dentro del pájaro, la metamorfosis se desboca. Es posible que existan diosas, y el aire queda impregnado de deseo. Incluso los ladrillos de la casa se ablandan y se vuelven táctiles; si me apoyo contra ellos, quedarán calientes y flexibles. Es sorprendente lo que puede lograr una negación. ¿Acaso el hecho de ver mi tobillo, ayer, en el puesto de control, cuando dejé caer mi pase para que él lo cogiera, hizo que se mareara y se desvaneciera? Nada de pañuelos ni abanicos, uso lo que tengo a mano.
El invierno no es tan peligroso. Necesito la insensibilidad, el frío, la rigidez; no esta pesadez, como si yo fuera un melón sobre un tallo, esta madurez líquida.
El Comandante y yo tenemos un acuerdo. No es el primero de este tipo en la historia, aunque la forma que está adoptando no es la habitual.
Visito al Comandante dos o tres veces por semana, siempre después de la cena, pero solamente cuando recibo la señal. Y la señal es Nick. Si cuando yo salgo a hacer la compra, o cuando vuelvo, él está lustrando el coche, y tiene la gorra ladeada o no la tiene bien puesta, entonces acudo a la cita. Si él no está, o tiene la gorra puesta como corresponde, me quedo en mi habitación, como de costumbre. Por supuesto, nada de esto se aplica durante las noches de Ceremonia.
Como siempre, la dificultad es la Esposa. Después de cenar se va al dormitorio de ambos, desde donde podría oírme mientras yo me escabullo por el pasillo, aunque tengo cuidado de no hacer ruido. O se queda en la sala, tejiendo una de sus interminables bufandas para los Angeles, elaborando metros y metros de intrincadas e inútiles personas de lana: debe de ser la manera que ella tiene de procrear. Normalmente, cuando está en la sala, la puerta queda entreabierta, de modo que no me atrevo a pasar junto a ella. Si he recibido la señal pero no puedo bajar la escalera ni pasar junto a la puerta de la sala, el Comandante comprende. Él, mejor que nadie, conoce mi situación. Conoce todas las reglas.
Sin embargo, a veces Serena Joy está fuera, visitando a alguna Esposa enferma; es el único sitio al que podría ir sola, por la noche. Se lleva comida, por ejemplo una tarta, o un pastel, o un pan amasado por Rita, o un tarro de jalea preparada con las hojas de menta que crecen en su jardín. Las Esposas de los Comandantes se enferman a menudo; esto añade interés a sus vidas. En cuanto a nosotras, las Criadas e incluso las Marthas, evitamos la enfermedad. Las Marthas no quieren verse obligadas a retirarse porque ¿quién sabe a dónde irían? Ya no se ven muchas ancianas por ahí. Y en cuanto a nosotras, cualquier enfermedad real, cualquier cosa crónica o debilitamiento, una pérdida de peso o de apetito, la caída del cabello, un fallo de las glándulas, sería decisivo. Recuerdo que a principios de la primavera Cora corría por la casa a pesar de la gripe, y se cogía de las puertas cuando creía que nadie la veía, haciendo esfuerzos para no toser. Cuando Serena le preguntó qué le pasaba, dijo que sólo era un ligero resfriado.
La misma Serena a veces se toma unos días de descanso y se queda en la cama. Entonces es ella la que recibe visitas; las otras Esposas suben ruidosamente la escalera y parlotean alegremente; ella recibe las tartas y los pasteles, la jalea y los ramos de flores de los jardines de las demás.
Se turnan. Hay una especie de lista invisible y tácita. Cada una se cuida de no acaparar la atención más de lo que le corresponde.
En las noches en que es seguro que Serena saldrá, yo estoy segura de que seré citada.
La primera vez estaba confundida. Las necesidades de él eran desconocidas para mí, y lo que yo podía recibir a cambio me pareció ridículo, risible, como un fetiche para atar los zapatos.
También había habido una especie de decepción. ¿Qué era lo que yo esperaba la primera vez, detrás de la puerta cerrada? ¿Algo inenarrable, quizá posturas en cuatro patas, perversiones, azotes, mutilaciones? Como mínimo alguna manipulación sexual menor, algún pecadillo pasado que ahora le estaba negado, prohibido por ley y que podía castigarse con la amputación. En cambio, el hecho de que me pidiera que jugara al Intelect, como si fuéramos una pareja de ancianos o un par de niños, me pareció extremadamente raro, a su manera también una violación. Como requerimiento, fue obtuso.
De modo que cuando abandoné la habitación, aún no tenía claro lo que él quería, ni por qué, ni si yo podría cumplir algo de eso. Cuando se trata de un negocio, deben enunciarse los términos del intercambio. Ciertamente, esto era algo que él no había hecho. Pensé que estaba jugando al gato y al ratón, pero ahora creo que sus motivos y sus deseos no eran obvios ni siquiera para él. Aún no habían alcanzado el nivel verbal.
La segunda noche empezó igual que la primera. Fui hasta su puerta -que estaba cerrada-, llamé, y él me dijo que entrara. Luego siguieron las dos partidas con las suaves fichas de color beige. Prolijo, cuarzo, quicio, sílfide, ritmo, todos los viejos trucos que logré imaginar o recordar para usar las consonantes. Sentía la lengua pesada a causa del esfuerzo de deletrear. Era como usar un idioma que alguna vez supe pero que casi había olvidado, un idioma que tiene que ver con las costumbres que hace mucho tiempo desaparecieron: café au lait en una terraza, con un brioche, ajenjo servido en un vaso largo o camarones en un cucurucho de papel; cosas acerca de las cuales había leído, pero que nunca había visto. Era como intentar caminar sin muletas, como aquellas riñas falsas de las antiguas películas de la televisión. Puedes hacerlo. Sé que puedes. Así se tambaleaba y tropezaba mi mente entre las angulosas erres y tes, deslizándose sobre las vocales ovoides como si lo hiciera sobre guijarros.
El Comandante se mostraba paciente cuando yo dudaba o le preguntaba cuál era la ortografía correcta de una palabra. Siempre estamos a tiempo de consultar el diccionario, dijo. Dijo podemos. Me di cuenta de que la primera vez me había dejado ganar.
Esperaba que aquella noche todo fuera igual, incluyendo el beso de buenas noches. Pero cuando terminamos la partida, se echó hacia atrás en la silla. Apoyó los codos en los brazos de la silla, juntó las yemas de los dedos y me miró.
Tengo un pequeño regalo para ti, anunció.
Sonrió levemente. Luego abrió el cajón superior de su escritorio y sacó algo. Lo sostuvo un momento entre sus manos, como decidiendo si dármelo o no. Aunque desde donde yo estaba la veía del revés, la reconocí de inmediato. En un tiempo habían sido algo muy común. Era una revista, una revista femenina, según deduje al ver la foto sobre el papel satinado: una modelo con el pelo ahuecado, el cuello envuelto por una bufanda, los labios pintados; la moda de otoño. Yo creía que todas esas revistas habían sido destruidas, pero quedaba una y estaba aquí, en el despacho privado del Comandante, donde menos esperabas encontrarte algo así. Miró a la modelo, que estaba de cara a él; aún sonreía, con esa sonrisa melancólica que lo caracterizaba. Su mirada fue la misma que uno dedicaría a un animal del zoológico cuya especie está casi extinguida.
Clavé la mirada en la revista, mientras él la balanceaba delante de mí como si se tratara de un anzuelo, y la deseé. La deseé con tanta fuerza que sentí dolor en las puntas de los dedos. Al mismo tiempo, mi ansia me pareció frívola y absurda porque en otros tiempos me había tomado bastante a la ligera este tipo de revistas. Las leía en la consulta del dentista y a veces en los aviones; las compraba para llevarlas a las habitaciones de los hoteles, como una manera de llenar el tiempo libre mientras esperaba a Luke. Una vez que las había hojeado las tiraba, porque eran absolutamente desechables, y uno o dos días más tarde era incapaz de recordar lo que había leído en ellas.
Sin embargo, en aquel momento lo recordé. Lo que había en ellas era una promesa. Comerciaban con la transformación; sugerían una interminable serie de posibilidades extendiéndose como una imagen en dos espejos enfrentados, multiplicándose, réplica tras réplica hasta desaparecer. Sugerían una aventura tras otra, un guardarropa tras otro, una reforma tras otra, un hombre tras otro. Sugerían el rejuvenecimiento, la derrota y la superación del dolor, el amor infinito. La verdadera promesa que encerraban era la inmoralidad.
Esto era lo que él sostenía entre sus manos, sin saberlo. Pasó rápidamente las páginas, y noté que me inclinaba hacia delante.
Es antigua, comentó, una especie de curiosidad. De la década de los setenta, creo. Es una Vogue, dijo como un experto en vinos que deja caer un nombre. Pensé que te gustaría mirarla.
Me eché hacia atrás. Él podía estar sometiéndome a una prueba para saber cuán profundamente había calado en mí el adoctrinamiento. No está permitida, respondí.
Aquí sí, dijo serenamente. Comprendí de inmediato. Si se había quebrado el tabú principal, ¿por qué dudar ante uno menos importante? Y ante otro, y otro. ¿Quién podía saber dónde terminarían? Detrás de esta puerta, el tabú quedaba desterrado.
Cogí la revista de sus manos y la di vuelta. Aquí estaban, otra vez, las imágenes de mi niñez: atrevidas, arrolladoras, seguras de sí mismas, con los brazos abiertos como si exigieran espacio, con las piernas abiertas y los pies firmemente apoyados en el suelo. Habla algo de Renaissance en la pose, pero yo pensaba en los príncipes y no en las doncellas con cofias y rizos. Aquellos ojos sinceros, sombreados con maquillaje, sí, pero iguales a los ojos de los gatos, fijos y esperando el momento para saltar. Sin retroceder ni aferrarse, no con esas capas y esos trajes de tweed basto y esas botas hasta la rodilla. Esas mujeres eran como piratas, con sus elegantes carteras para guardar el botín y sus dentaduras caballunas y codiciosas.
Noté que el Comandante me observaba mientras yo pasaba las páginas. Yo sabia que estaba haciendo algo que no tenía que estar haciendo, y que a él le producía placer mirar cómo lo hacía. Tendría que haberme sentido perversa; a los ojos de Tía Lydia, era una perversa. Pero no me sentía así. Por el contrario, me sentía como una antigua postal eduardiana de la costa: atrevida. ¿Qué me daría a continuación? ¿Una faja?
¿Por qué la guarda?, le pregunté.
Algunos de nosotros, explicó, conservamos el aprecio por las cosas antiguas.
Pero se suponía que éstas habían sido quemadas, argumenté. Se hicieron registros casa por casa, hogueras…
Lo que representa un peligro en manos de las masas, prosiguió, cosa que en algunos casos ha sido una ironía, y en otros no, está a salvo en manos de aquellos cuyos motivos son…
Impecables, concluí.
Asintió con expresión grave. Era imposible saber si hablaba en serio o no.
¿Pero por qué me la enseña?, le pregunté y de inmediato me sentí estúpida. ¿Qué podía responderme? ¿Que se estaba divirtiendo a costa mía? Porque él debía de saber lo doloroso que para mí resultaba recordar el pasado.
No estaba preparada para lo que en realidad respondió. ¿A qué otra persona podría enseñársela?, me dijo mostrando otra vez una expresión de tristeza.
¿Y si fuera más lejos?, pensé. No quería apremiarlo ni presionarlo. Sabía que yo era prescindible. Sin embargo, le pregunté muy suavemente: ¿ Y su Esposa?
Pareció reflexionar. No, dijo. Ella no comprendería. De todos modos, ya no me habla mucho. Parece que ahora no tenemos muchas cosas en común.
Lo había dicho, había revelado lo que pensaba: su esposa no lo comprendía.
Entonces yo estaba allí por esa razón. Lo mismo de siempre. Demasiado trivial para ser cierto.
La tercera noche le pedí un poco de loción para las manos. No quería parecer pedigüeña, pero necesitaba saber lo que podía conseguir.
¿Un poco de qué?, me preguntó en tono amable, como de costumbre. Él estaba frente a mí, al otro lado del escritorio. Nunca me tocaba mucho, salvo para el beso obligatorio. Ni manoseos, ni jadeos, ni nada de eso; habría sido algo fuera de lugar, en cierto sentido, tanto para él como para mí.
Loción para las manos, repetí. O para la cara. Se nos seca mucho la piel. Por alguna razón, dije nos en lugar de me. Me habría gustado pedirle también unas sales de baño, de esas que se conseguían antes, que parecían pequeños globos de colores, y que me resultaban algo tan mágico cuando las veía en casa, en el bol redondo de cristal que mi madre tenía en el cuarto de baño. Pero pensé que él 110 sabría de qué se trataba. De cualquier manera, probablemente ya no las fabricaban.
¿Se os seca?, preguntó el Comandante, como si nunca hubiera pensado en ello. ¿Y qué hacéis para remediarlo?
Usamos mantequilla, le expliqué. Cuando la conseguirnos. O margarina. La mayor parte de las veces es margarina.
Mantequilla, repitió en tono reflexivo. Una idea muy inteligente. Mantequilla. Y se echó a reír.
Sentí deseos de abofetearlo.
Creo que podría conseguir un poco, comentó, como quien complace a un niño que pide un chicle de globo. Pero ella podría notar el olor.
Me pregunté si este temor se basaría en alguna experiencia pasada. Mucho tiempo atrás: lápiz labial en el cuello de la camisa, perfume en los puños, una escena a altas horas de la noche, en la cocina o en el dormitorio. Un hombre que no hubiera vivido semejante experiencia, no pensaría en eso. A menos que fuera más astuto de lo que parecía.
Tendré cuidado, le aseguré. Además, ella nunca está tan cerca de mí.
A veces, sí, aclaró.
Bajé la mirada. Lo había olvidado. Sentí que me ruborizaba. Esas noches no la usaré, le dije.
La cuarta noche me trajo la loción de manos en un frasco de plástico sin etiqueta. No era de muy buena calidad, olía ligeramente a aceite vegetal. Para mí no existía el Lirio de los Valles. Esta loción debía de ser algo que fabricaban para usar en los hospitales, para curar las llagas. Pero de todas maneras se lo agradecí.
El problema, le dije, es que no tengo dónde guardarla.
En tu habitación, dijo, como si fuera obvio.
La encontrarían, repuse. Alguien la encontraría.
¿Por qué?, preguntó, como si realmente no lo supiera. Y tal vez no lo sabía. No era la primera vez que daba muestras de ignorar realmente las condiciones reales en las que vivíamos.
Nos revisan, expliqué. Revisan nuestras habitaciones.
¿Para qué?, me preguntó.
Creo que en ese momento perdí ligeramente los estribos. Hojas de afeitar, le espeté. Libros, escritos, cosas del mercado negro. Cualquiera de las cosas que no debemos tener. Jesucristo, usted debería saberlo. Mi voz sonaba más furiosa de lo que yo quería, pero él ni siquiera pestañeó.
Entonces tendrás que guardarla aquí, concluyó.
Y eso hice.
Mientras yo extendía la loción por mis manos y luego por mi cara, me miró con la misma expresión de quien mira a través de unos barrotes. Quise girarme de espaldas a él -era como si estuviera conmigo en el cuarto de baño-, pero no me atreví.
Para él, debo recordarlo, sólo soy un capricho.
Dos o tres semanas más tarde, cuando llegó la noche de la Ceremonia, tuve la impresión de que las cosas eran diferentes. Había una incomodidad que nunca había existido. Antes yo la consideraba un trabajo, un trabajo desagradable que había que hacer lo más rápido posible para quitárselo de encima. Insensibilízate, solía decir mi madre antes de los exámenes por los que yo no quería pasar, o de los baños en agua fría. En aquel momento no pensé mucho en lo que la frase significaba, pero tenía algo que ver con el metal, con una armadura, y eso es lo que debería hacer, debería insensibilizarme. Simularé no estar presente, que mi cuerpo no está presente.
Supe que ese estado de ausencia, de existir separado del cuerpo, también era verdad en el caso del Comandante. Probablemente pensaba en otras cosas cuando estaba conmigo; con nosotras, porque por supuesto Serena Joy también estaba allí aquellas noches. Debía de pensar en lo que había hecho durante el día, o en las partidas de golf, o en lo que había comido para cenar. El acto sexual -aunque lo ejecutaba de una manera mecánica- para él debía de ser, en gran parte, algo inconsciente, igual que rascarse.
Pero aquella noche, la primera después de este nuevo acuerdo entre nosotros -fuera lo que fuese, no sabía cómo llamarle-, sentí vergüenza hacia él. Lo primero que sentí fue que me miraba realmente, y no me gustó. Las luces estaban encendidas como de costumbre -puesto que Serena Joy siempre anulaba cualquier cosa que hubiera podido crear una aureola de romance o erotismo-, pero eran tenues: luces encima de nuestras cabezas, luces que resultaban molestas a pesar del dosel. Era como estar sobre una mesa de operaciones bajo un foco deslumbrante; como estar en un escenario. Era consciente de que tenía las piernas llenas de vello, con ese vello disperso que crece, en las piernas que ya han sido afeitadas. También era consciente del vello de mis axilas, aunque por supuesto él no podía verlo. El acto de la cópula, la fecundación tal vez -que para mí no tendría que haber sido más de lo que una abeja es para una flor-, se había convertido a mi modo de ver en algo indecoroso, en una incorrección cosa que nunca había sentido.
Él ya no era una cosa para mi. Ahí estaba el problema. Me di cuenta aquella noche, y esta comprensión no me ha abandonado. Las cosas se complican.
Serena Joy también ha cambiado para mí. Antes simplemente la odiaba por su participación en lo que me hacían; y porque ella también me odiaba y tomaba a mal mi presencia, y porque sería la que criaría a mi hijo, si era capaz de tener uno. Pero en aquel momento, aunque la odiaba -no más que cuando me apretaba las manos con tanta fuerza que sus anillos me pellizcaban la piel, y al mismo tiempo me las sujetaba, cosa que debía de hacer adrede para que me sintiera tan incómoda como ella-, ya no sentía por ella un odio puro y simple. En parte sentía celos de ella; pero, ¿cómo podía estar celosa de una mujer tan obviamente marchita y desgraciada? Uno sólo puede sentir celos de una persona que tiene algo que debería pertenecerle a uno. De todos modos, estaba celosa.
Pero también me sentía culpable con respecto a ella. Sentía que era una intrusa que invadía un territorio que debería haber sido suyo. Ahora que veía al Comandante a escondidas, aunque sólo fuera para jugar sus juegos y oírlo hablar, nuestros roles ya no eran tan diferentes como deberían de haber sido en teoría. Aunque ella no lo supiera, yo le estaba quitando algo. Estaba robando. No importaba que se tratara de algo que ella aparentemente no quería o no necesitaba, o incluso rechazaba; de todos modos, era suyo, y si yo se lo quitaba, si le quitaba esta misteriosa cosa que me resulta imposible definir -porque el Comandante no estaba enamorado de mí, me negaba a creer que sintiera por mí algo tan extremo-, ¿qué le quedaría?
¿Por qué preocuparme?, me dije. Ella no significa nada para mí, no le gusto, si pudiera inventar alguna excusa, me echaría de esta casa de inmediato. Si lo descubriera, por ejemplo. Él no estaría en condiciones de intervenir para salvarme; las transgresiones de las mujeres de la casa -sea una Martha o una Criada- están únicamente bajo la jurisdicción de las Esposas. Yo sabía que ella era una mujer maliciosa y vengativa. Sin embargo no podía librarme de este pequeño remordimiento con respecto a ella.
Además, aunque Serena Joy no lo sabía, yo tenía cierto poder sobre su persona. Y disfrutaba. ¿Por qué fingir? Disfrutaba muchísimo.
Pero el Comandante podría haberme descubierto muy fácilmente, con una mirada, un gesto, algún pequeño desliz que revelara que había algo entre nosotros. Estuvo a punto de hacerlo la noche de la Ceremonia. Estiró la mano como si fuera a tocarme la cara; yo moví la cabeza hacia un lado, abrigando la esperanza de que Serena Joy no lo hubiera notado, y él apartó la mano y se concentró en sus pensamientos y en su viaje interior.
No vuelva a hacerlo, le dije cuando volvimos a encontrarnos a solas.
¿Hacer qué?, preguntó.
Intentar tocarme de esa manera cuando estamos… cuando ella está allí.
¿Eso hice?, se asombró.
Podría lograr que me trasladaran, le dije. A las Colonias, ya lo sabe, O algo peor. Yo pensaba que delante de los demás, él seguiría actuando como si yo fuera un enorme florero, o una ventana: parte del decorado, inanimada o transparente.
Lo Siento, se disculpó. No era mi intención. Pero me resulta…
¿Qué?, lo insté a que concluyera la frase.
Impersonal, afirmó.
¿Y ahora lo descubre?, le pregunté. Por mi manera de hablar, habréis advertido que nuestras relaciones ya habían cambiado.
Para las generaciones venideras, dijo Tía Lydia, todo será más fácil. Las mujeres vivirán juntas y en armonía, formando una sola familia. Para ellas seréis como hijas, y cuando el nivel de la población se haya estabilizado otra vez, no tendremos que trasladaros de una casa a otra, porque seréis suficientes. Bajo tales condiciones podrán crearse verdaderos lazos afectivos, dijo guiñándonos un ojo zalameramente. ¡Las mujeres estarán unidas por un único objetivo! Se ayudarán mutuamente en las faenas cotidianas mientras recorren juntas el sendero de la vida, cada una cumpliendo con la tarea que le ha sido asignada. ¿Por qué dejar que una sola mujer cargue con todas las tareas necesarias para la correcta administración de una casa? No es razonable, ni humano. Vuestras hijas gozarán de mayor libertad. Estamos luchando con el fin de poder darle un pequeño jardín a cada una, a cada una de vosotras -volvía a juntar las manos y bajaba la voz-, y eso es sólo un ejemplo. Levantaba el dedo y lo agitaba delante de nuestras narices. Pero hasta que esto pueda realizarse, no podemos comportarnos como tragonas y pedir demasiado, ¿no os parece?
La realidad es que soy su amante. Los hombres de la alta sociedad siempre han tenido amantes, ¿por qué ahora sería diferente? Los acuerdos no son exactamente los mismos, por supuesto. Antes las amantes solían vivir en una casa más pequeña, o en un apartamento de su propiedad, pero ahora las cosas se han amalgamado. Aunque en el fondo es lo mismo, más o menos. En algunos países las llamaban mujeres independientes. Yo soy una mujer independiente. Mi trabajo consiste en proporcionar lo que, por otra parte, falta. Incluso el Intelect. Es una situación absurda y, al mismo tiempo, ignominiosa.
A veces pienso que ella lo sabe. A veces se me ocurre que están en connivencia. A veces creo que ella lo incita a esto, y que se ríe de mí; como yo misma, de vez en cuando, me río de mí misma con cierta ironía. Dejémosla que cargue con lo más pesado, debe de decir para sus adentros. Tal vez se ha apartado de él casi por completo; tal vez ésta es su versión de la libertad.
Pero incluso así, y de una manera bastante estúpida, soy más feliz que antes. En primer lugar, es algo que se puede hacer. Algo para llenar el tiempo por las noches, en lugar de sentarme sola en mi habitación. Es algo más en lo que pensar. No amo al Comandante, ni nada por el estilo, pero me interesa, ocupa un espacio, es algo más que una sombra.
Y yo a él. Para él ya no soy solamente un cuerpo utilizable. Para él no soy simplemente un buque sin carga, un cáliz sin vino, un horno -que no cuece- al que le faltan los bollos. Para él no estoy simplemente vacía.
Recorro la calle con Deglen, bajo el sol. Hace calor y hay humedad. Antes, en esta época del año, nos habríamos puesto un traje de playa y sandalias. En nuestros cestos llevamos fresas -ahora es la época, de modo que comeremos fresas y más fresas, hasta hartarnos- y pescado envasado. El pescado lo compramos en Panes y Peces, que también tiene su letrero de madera con el dibujo de un pez sonriente y con pestañas. Sin embargo, no venden pan. La mayoría de las familias hornean su propio pan aunque, cuando se les acaba, en El Pan de Cada Día se pueden conseguir panecillos secos y buñuelos pasados. Panes y Peces casi nunca está abierta. ¿Para qué molestarse en abrir si no tienen qué vender? La pesca marina dejó de existir hace años; el poco pescado que hay ahora proviene de las piscifactorías, y sabe a fango. Las noticias dicen que las áreas costeras están «en reposo». Recuerdo el lenguado, el abadejo, el pez espada, las vieiras, el atún; y la langosta al horno y rellena, y el salmón, rosado y graso, asado a la parrilla. ¿Es posible que se hayan extinguido todos, igual que las ballenas? He oído ese rumor, me lo transmitieron con palabras mudas, con un movimiento apenas perceptible de los labios, mientras estábamos afuera haciendo cola, esperando que abrieran la tienda, en cuyo escaparate se veía el dibujo de unos suculentos filetes de pescado blanco. Cuando tienen algo, ponen el dibujo en el escaparate; si no, lo quitan. Un lenguaje de señales.
Hoy, Deglen y yo caminamos lentamente; tenemos calor con nuestros vestidos largos, nos sudan las axilas y estamos cansadas. Al menos con este calor no llevamos puestos los guantes. En algún punto de esta manzana había una heladería. No logro recordar el nombre. Las cosas pueden cambiar tan rápidamente, los edificios pueden ser derrumbados o transformados en cualquier otra cosa, y resulta difícil recordarlos tal como eran. Podías coger cucuruchos dobles, y si querías te ponían ralladura de chocolate por encima. Éstos tenían un nombre de hombre, ¿Johnnies? ¿Jackies? No logro recordarlo.
Íbamos cuando ella era pequeña, y yo la levantaba en brazos para que pudiera ver a través del mostrador de cristal, donde estaban expuestas las cubas con los helados de colores suaves: naranja pálido, verde pálido, rosa pálido, y yo le leía los nombres para que ella pudiera escoger. De todos modos, no los elegía por el nombre, sino por el color. Sus vestidos y sus guardapolvos también eran de esos colores. Helados al pastel.
Jimmies, así se llamaban.
Ahora, Deglen y yo nos sentimos más cómodas, nos hemos acostumbrado a estar juntas. Como hermanas siamesas. Ya no nos molestamos en cumplir con las formalidades del saludo; sonreímos y echamos a andar, en tándem, recorriendo serenamente nuestra ruta diaria. De vez en cuando variamos el itinerario; no hay nada que lo prohiba, siempre que permanezcamos dentro del límite de las barreras. Una rata que está dentro de un laberinto es libre de ir a cualquier sitio, siempre que permanezca dentro del laberinto.
Ya hemos ido a las tiendas, y a la iglesia; ahora estamos frente al Muro. Hoy no hay nada, en verano no dejan los cadáveres colgados tanto tiempo como en invierno, por las moscas y el olor. En otra época esto fue el reino de los ambientadores, Pino y Floral, y la gente conserva la afición por ellos; sobre todo los Comandantes, que aconsejan la pureza de todas las cosas.
– ¿Tienes todo lo de tu lista? -me pregunta Deglen, aunque sabe que lo tengo. Nuestras listas nunca son largas. Ella ha abandonado su pasividad de los primeros días, parte de su melancolía. A menudo es ella la que inicia la conversación.
– Sí -respondo.
– Entonces demos una vuelta -propone. Quiere decir que bajemos hasta el río. Hace tiempo que no vamos allí.
– Fantástico -digo. Sin embargo, no me doy vuelta de inmediato sino que me quedo donde estoy, echando un último vistazo al Muro. Ahí están los ladrillos rojos, los reflectores, la alambrada de púas, los ganchos. De alguna manera, el Muro resulta aún más agorero cuando está vacío, como hoy. Cuando hay alguien colgado, por lo menos se sabe lo peor. Pero vacío también es algo en potencia, como una tormenta que se aproxima. Cuando veo los cuerpos, los cuerpos reales, cuando logro adivinar por los tamaños y las formas que ninguno de ellos es Luke, también puedo pensar que aún está vivo.
No sé por qué espero verlo en este muro. Hay cientos de lugares diferentes en donde podrían haberlo matado. Pero no puedo sacarme de la cabeza la idea de que en este momento está allí, detrás de los ladrillos rojos vacíos.
Intento imaginar en qué edificio se encuentra. Recuerdo la distribución de los edificios, al otro lado del Muro; antes, cuando era una universidad, podíamos caminar libremente por el interior. Aún entramos, de vez en cuando, para los Salvamentos de Mujeres. La mayor parte de los edificios también son de ladrillos rojos; algunos tienen puertas arqueadas, un efecto románico del siglo diecinueve. Ya no nos permiten la entrada a los edificios, pero ¿a quién le interesa entrar? Pertenecen a los Ojos.
Tal vez está en la Biblioteca. En algún lugar de las bóvedas. En las estanterías.
La Biblioteca es como un templo. Hay una larga escalinata blanca que conduce a la hilera de puertas. En el interior, otra escalera blanca. A ambos lados de ésta, en la pared, se ven ángeles. También hay unos hombres luchando, o a punto de luchar, de aspecto limpio y noble y no sucios, ensangrentados y malolientes, como deberían de haber parecido. A un lado de la puerta interior se ve la Victoria, guiándolos, y al otro lado la Muerte. Es un mural en honor de alguna guerra. Los hombres que se encuentran junto a la Muerte, aún están vivos. Se van al Cielo. La Muerte es una mujer hermosa que lleva alas y un pecho casi descubierto. ¿O ésa es la Victoria? No me acuerdo.
Esto no han querido destruirlo.
Giramos de espaldas al Muro y caminamos hacia la izquierda. Aquí hay varios almacenes vacíos que tienen los cristales de los escaparates garabateados con jabón. Intento recordar lo que en otros tiempos vendían. ¿Cosméticos? ¿Joyas? La mayor parte de las tiendas que vendían artículos para hombre, aún están abiertas; solamente han sido cerradas las que vendían lo que ellos llaman vanidades.
En la esquina existe una tienda llamada Pergaminos Espirituales. Es un santuario: hay Pergaminos Espirituales en el centro de cada ciudad, en cada suburbio, o eso dicen. Deben de producir pingües beneficios.
El escaparate de Pergaminos Espirituales es de cristal inastillable. Detrás de éste se ven filas y filas de máquinas impresoras; estas máquinas se conocen con el nombre de Rollos Sagrados, pero sólo entre nosotras, porque es un nombre irrespetuoso, un mote. Lo que las máquinas imprimen son plegarias, rollos y más rollos que nunca terminan de salir. Los pedidos se hacen por Compufono; un día, por casualidad, oí que la Esposa del Comandante lo hacía. El hecho de pedir plegarias a Pergaminos Espirituales es una muestra de piedad y lealtad al régimen; así que, naturalmente, las Esposas de los Comandantes lo hacen muy a menudo. Esto sustenta las carreras de sus esposos.
Existen cinco tipos diferentes de plegarias: para la salud, la riqueza, una muerte, un nacimiento, un pecado. Escoges la que quieres, pulsas tu propio número para que tu cuenta quede cargada, y pulsas el número de copias que quieres de la plegaria.
Mientras imprimen las plegarias, las máquinas hablan; si quieres, puedes entrar y escuchar sus voces inexpresivas y metálicas que repiten la misma cantinela una y otra vez. Cuando las plegarias han sido pronunciadas e impresas, se enrolla otro papel en la ranura y el ciclo vuelve a comenzar. En el interior del edificio no hay nadie: las máquinas funcionan solas. Desde afuera no se pueden oír las voces; sólo se oye un murmullo, un canturreo, como el de una devota multitud arrodillada. Cada máquina tiene pintado un ojo dorado al costado, flanqueado por dos pequeñas alas doradas.
Intento recordar lo que vendían aquí cuando esto era una tienda, antes de que se convirtiera en Pergaminos Espirituales. Creo que era una lencería. ¿Estuches rosados y plateados, medias de colores, sujetadores de encaje, fulares de seda? Todo se ha perdido.
Deglen y yo nos detenemos en Pergaminos Espirituales; miramos el escaparate de cristal inastillable, observamos las plegarias que brotan de las máquinas y desaparecen nuevamente a través de la ranura, de regreso al reino de lo innombrado. Aparto la mirada. Lo que veo no son las máquinas sino a Deglen, reflejada en el cristal del escaparate. Me mira fijamente.
Nos estamos mirando a los ojos. Es la primera vez que miro a Deglen directamente a los ojos, sosteniendo la mirada, no de reojo. Su rostro es ovalado, rosado, relleno sin ser gordo, y sus ojos son redondos.
Mira mis ojos en el cristal, penetrante y firmemente. Ahora resulta difícil apartar la vista. Esta visión me produce cierto sobresalto. Es como ver a alguien desnudo por primera vez. Súbitamente, entre nosotras se instala un peligro que antes no había existido. Incluso el hecho de mirarse a los ojos supone un riesgo. Sin embargo, no hay nadie cerca de nosotras.
Por fin, Deglen rompe el silencio.
– ¿Crees que Dios oye estas máquinas? -pregunta en un susurro, como acostumbrábamos hacer en el Centro.
En el pasado, esta observación habría sido bastante trivial, una especie de especulación erudita. En este momento es una traición.
Podría empezar a gritar. Podría salir corriendo. Podría apartarme de ella silenciosamente, demostrarle que no toleraré este tipo de conversación en mi presencia. Subversión, sedición, blasfemia, herejía, todo en uno.
Me insensibilizo.
– No -respondo.
Deja escapar un suspiro, un largo suspiro de alivio. Hemos atravesado juntas un límite invisible.
– Yo tampoco -afirma.
– De todos modos supongo que es un tipo de fe -comento-. Como los molinillos de oraciones tibetanos.
– ¿Qué es eso? -pregunta.
– Sólo sé lo que he leído -explico-. Funcionaban movidos por el viento. Ya no existen.
– Igual que todo lo demás -replica. Sólo ahora dejamos de mirarnos.
– ¿Este lugar es seguro? -susurro.
– Supongo que es el más seguro -dice-. Es como si estuviéramos rezando, eso es todo.
– ¿Y qué me dices de ellos?
– ¿Ellos? -pregunta, aún en un susurro-. La calle siempre es más segura, no hay micros, y además, ¿por qué iban a poner uno justamente aquí? Deben de pensar que nadie se atrevería. Pero ya hemos estado aquí demasiado tiempo. No tiene sentido llegar tarde -nos giramos al mismo tiempo-. Mantén la cabeza baja mientras caminamos -me indica-, e inclínate un poco hacia mí. Así podré oírte mejor. Si se acerca alguien, no hables.
Caminamos con la cabeza gacha, como de costumbre. Estoy tan excitada que me resulta difícil respirar, pero avanzo con paso firme. Ahora más que nunca debo evitar llamar la atención.
– Creí que eras una auténtica creyente -dice Deglen.
– Yo pensaba lo mismo de ti -respondo.
– Siempre te mostrabas asquerosamente piadosa.
– Tú también -replico. Siento deseos de reír, de gritar, de abrazarla.
– Podemos unirnos -propone.
– ¿Unirnos? -pregunto. Entonces hay un nos, existe un nosotros. Lo sabia.
– No creerás que soy la única.
No lo creía. Se me ocurre pensar que ella podría ser una espía, una estratagema para atraparme; éste es el terreno en el que nos movemos. Pero no puedo creerlo. La esperanza brota en mi interior, como la savia de un árbol. O la sangre en una herida. Hemos abierto una brecha.
Quiero preguntarle si ha visto a Moira, si alguien puede averiguar lo que le ha ocurrido a Luke, a mi hija, incluso a mi madre, pero ya no hay tiempo. Nos acercamos a la esquina de la calle principal, donde se encuentra la primera barrera. Habrá demasiada gente.
– No digas una sola palabra -me advierte Deglen, aunque no es necesario-. Bajo ningún concepto.
– Claro que no -la tranquilizo-. ¿A quién iba a decírselo?
Caminamos en silencio por la calle principal, pasamos junto a Azucenas y a Todo Carne. Esta tarde, en las aceras se ve más gente que de costumbre: debe de ser el calor. Mujeres vestidas de verde, de azul, de rojo, de rayas; también hay hombres, algunos de uniforme y otros con traje de paisano. El sol es de todos, aún sigue allí para disfrutar de él. Aunque ahora nadie toma baños de sol, al menos en público.
También hay más coches, Whirlwinds con sus choferes y sus apoltronados ocupantes, coches de menor categoría conducidos por hombres de menor categoría.
Está ocurriendo algo: se produce un alboroto, una agitación entre los coches. Algunos se colocan a un costado, como apartándose del camino. Echo una mirada rápida: es una furgoneta negra con el ojo blanco a un costado. No lleva conectada la sirena, pero de todos modos los otros coches la eluden. Atraviesa la calle lentamente, como si buscara algo: un tiburón al acecho.
Me quedo inmóvil y un escalofrío recorre mi cuerpo de pies a cabeza. Debía de haber micrófonos, entonces nos oyeron.
Cubriéndose la mano con la manga, Deglen me coge del brazo.
– No te detengas -murmura-. Haz como si no hubieras visto nada.
Pero no puedo dejar de mirar. La furgoneta frena exactamente delante de nosotras. Dos Ojos vestidos con traje gris saltan desde las puertas traseras, ahora abiertas. Cogen a un hombre que va caminando, un hombre con una cartera, un hombre de aspecto corriente, y lo empujan contra el costado de la furgoneta. Él se queda allí un momento, aplastado contra el metal, como si estuviera pegado. Entonces uno de los Ojos se acerca a él y realiza un movimiento brusco y brutal que hace que el hombre se doble y caiga convertido en un trapo. Lo levantan y lo arrojan en la parte posterior de la furgoneta, como si fuera una saca del correo. Luego suben ellos, las puertas se cierran y la furgoneta arranca.
Todo ocurre en cuestión de segundos y el tránsito se reanuda como si nada hubiera sucedido.
Siento alivio. No se trataba de mi.
Esta tarde no tengo ganas de dormir la siesta, aún tengo muy alto el nivel de adrenalina. Me instalo en el asiento de la ventana y miro a través de las cortinas semitransparentes. Camisón blanco. La ventana está abierta al máximo, por ella penetra una leve brisa, caliente a causa del sol, y la tela blanca me golpea la cara. Desde afuera -con la cara cubierta por la cortina y sólo el perfil a la Vista, la nariz, la boca vendada, los ojos ciegos- seguramente parezca un capullo, un espectro. Me gusta la sensación que me produce la tela suave al rozarme la piel. Es como estar en una nube.
Me han proporcionado un ventilador eléctrico pequeño, que disipa la humedad del aire. Está en un rincón, en el suelo, y sus paletas -enmarcadas por una rejilla- emiten un zumbido. Si yo fuera Moira, sabría cómo desarmarlo para utilizar sus bordes cortantes. No tengo destornillador, aunque si fuera Moira no lo necesitaría. Pero no soy Moira.
¿Qué opinaría del Comandante, si estuviera aquí? Seguramente no le gustaría. Tampoco le gustaba Luke, en aquel entonces. No es que no le gustara Luke, sino el hecho de que estuviera casado. Dijo que yo era como un pescador furtivo, y que me estaba metiendo en el terreno de otra mujer. Le respondí que Luke no era un pez, ni un trozo de tierra, que era un ser humano y podía tomar sus decisiones propias. Argumentó que yo estaba racionalizando el problema, y le expliqué que estaba enamorada. Me dijo que eso no era una justificación. Moira siempre fue más lógica que yo.
Le dije que puesto que ahora prefería a las mujeres, ya no tenía ese problema y que, por lo que yo veía, no tenía escrúpulos en robarlas o tomarlas prestadas cuando le apetecía. Respondió que era diferente, porque entre las mujeres el poder quedaba equilibrado de manera tal que el sexo se convertía en una transacción cojonuda. Afirmé que, si era por eso, ella empleaba una expresión sexista, y que de todos modos ese argumento estaba pasado de moda. Me reprochó que yo había trivializado el tema y que, si pensaba que el argumento era anticuado, vivía en otro mundo.
Decíamos todo esto en la cocina de mi casa, bebiendo café, sentadas a la mesa, en aquel tono de voz bajo y profundo que empleábamos para este tipo de discusiones cuando apenas teníamos veinte años; una costumbre de nuestra época de colegialas. La cocina estaba en un apartamento ruinoso de una casa de madera, cerca del río, el tipo de casa de tres pisos con una desvencijada escalera exterior en la parte de atrás. Yo vivía en el segundo piso, lo que significaba que tenía que soportar los ruidos del piso de arriba y los del piso de abajo, como dos tocadiscos estereofónicos que yo no había pedido y que retumbaban a altas horas de la noche. Estudiantes, lo sabia. Yo tenía mi primer empleo, en el que no me pagaban mucho: llevaba el ordenador de una compañía de seguros. Por lo tanto, cuando iba con Luke a los hoteles, éstos no sólo significaban amor y ni siquiera sólo sexo para mí. También suponían que me libraba por un rato de las cucarachas, del grifo que goteaba, del linóleo que se despegaba del suelo a trozos, incluso de mis propios intentos por alegrar la casa pegando carteles en la pared y colgando prismas en las ventanas. También tenía plantas, aunque siempre quedaban plagadas de insectos, o se morían por falta de agua. Yo salía con Luke y me olvidaba de ellas.
Dije que había más de una manera de vivir en otro mundo, y que si Moira pensaba que podría crear Utopía encerrándose en un circulo formado exclusivamente por mujeres, estaba lamentablemente equivocada. Los hombres no van a desaparecer así como así, le advertí. No puedes ignorarlos.
Eso es lo mismo que decir que vas a coger la sífilis simplemente porque existe, argumentó Moira.
¿Estás diciendo que Luke es un mal social?, le pregunté.
Moira se echó a reír. ¿Oyes lo que estamos diciendo?, reflexionó. Mierda. Hablamos como tu madre.
Entonces ambas reímos, y cuando se fue nos abrazamos como de costumbre. Hubo una época en que no nos abrazábamos, cuando me contó que era gay; pero después me dijo que yo no la excitaba, me tranquilizó, y retomamos la costumbre. Podíamos pelearnos, discutir y ponernos verdes, pero en el fondo nada cambiaba. Ella aún era mi mejor amiga.
Es.
Después conseguí un apartamento mejor, en el que viví los dos años que a Luke le llevó independizarse. Lo pagaba yo misma con lo que ganaba en mi nuevo empleo. Trabajaba en una biblioteca, no tan grande como la de la Muerte y la Victoria, sino más pequeña.
Mi trabajo consistía en pasar los libros a discos de ordenador con el fin de reducir el espacio de almacenamiento y los costes de reposición, según decían. Nos llamábamos disqueros, y a la biblioteca le llamábamos discoteca, en broma. Una vez que los libros quedaban grabados, iban a parar a una desfibradora, pero yo a veces me los llevaba a casa. Me gustaba su textura y su aspecto. Luke decía que yo tenía mentalidad de anticuaria. A él le gustaba, le encantaban las cosas antiguas.
Ahora resulta extraño pensar en tener una faena. Faena: es una palabra rara. Faenas son los trabajos de la casa. Haz tus faenitas, les decían a los niños cuando les enseñaban a hacer sus necesidades en el lavabo. O de los perros: ha hecho sus faenas en la alfombra. Mi madre decía que había que pegarles con un periódico enrollado. Recuerdo la época en que había periódicos, pero nunca tuve perros, sino gatos.
Menuda faena nos hicieron.
Había tantas mujeres que trabajaban… ahora resulta difícil pensarlo, pero había miles, millones de mujeres que trabajaban. Se consideraba una cosa normal. Ahora es lo mismo que pensar en la época en que todavía tenían dinero de papel. Mi madre pegó algunos billetes en su álbum de recortes, junto con las primeras fotos. En aquel entonces ya eran obsoletos, no podías usarlos para comprar nada. Trozos de papel basto, grasosos al tacto, de color verde, con fotos a ambos lados, un anciano con peluca en una de las caras, y en la otra una pirámide con un ojo encima. Llevaba impresa la frase Confiamos en Dios. Mi madre decía que, por hacer una broma, los comerciantes ponían junto a las cajas registradoras carteles en los que se leía: Confiamos en Dios, todos los demás pagan al contado. Ahora, eso sería una blasfemia.
Cuando ibas a comprar tenías que llevar esos billetes de papel, aunque cuando yo tenía nueve o diez años la mayoría de la gente usaba tarjetas de plástico. Pero no para comprar en las tiendas de comestibles, eso fue después. Parece tan primitivo, incluso totémico, como las conchas de cauri. Yo misma debo de haber usado ese tipo de dinero durante algún tiempo, antes de que todo pasara por el Compubanco.
Me imagino que eso es lo que posibilitó las cosas, el hecho de que lo hicieran de repente, sin que nadie lo supiera con antelación. Si aún hubiera existido el dinero en efectivo, habría resultado más difícil.
Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos.
Hay que mantener la calma, aconsejaban por la televisión. Todo está bajo control.
Yo estaba anonadada. Como todo el mundo, ya lo sé. Era difícil de creer. El gobierno entero desaparecido de ese modo. ¿Cómo lo lograron, cómo ocurrió?
Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Di jeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa mirando la televisión y esperando instrucciones. Ni siquiera existía un enemigo al cual denunciar.
Ten cuidado, me advirtió Moira por teléfono. Se acerca.
¿Qué es lo que se acerca?, le pregunté.
Espera y verás, repuso. Lo tienen todo montado. Tú y yo terminaremos en el paredón, querida. Estaba citando una frase típica de mi madre, pero no pretendía resultar graciosa.
Las cosas continuaron durante semanas en ese estado de suspensión momentánea, aunque en realidad algo ocurrió. Los periódicos fueron sometidos a censura y algunos quedaron clausurados, según dijeron por razones de seguridad. Empezaron a levantarse barricadas y a aparecer los pases de identificación. Todo el mundo lo aprobó, dado que resultaba obvio que ninguna precaución era excesiva. Dijeron que se celebrarían nuevas elecciones, pero que llevaría algún tiempo prepararlas. Lo que hay que hacer, declararon, es continuar como de costumbre.
Sin embargo, se clausuraron las tiendas porno y dejaron de circular las furgonetas de Sensaciones sobre Ruedas y los Buggies de los Bollos. A mí no me dio pena que desaparecieran. Ya sabíamos que eran una tontería.
Ya era hora de que alguien hiciera algo, dijo la mujer que estaba detrás del mostrador de la tienda donde yo solía comprar los cigarrillos. Estaba en una esquina y pertenecía a una cadena de quioscos en los que vendían periódicos, golosinas y cigarrillos. La vendedora era una mujer mayor, de pelo canoso, de la generación de mi madre.
¿Los han prohibido, o qué ocurrió?, pregunté.
La mujer se encogió de hombros. Nadie lo sabe y a nadie le importa, comentó. Tal vez se los llevaron a algún otro sitio. Intentar librarse de eso por completo es como pretender eliminar a los ratones, ya se sabe. Pulsó mi Compunúmero en la caja registradora, casi sin mirarlo. En ese entonces yo era una clienta habitual. La gente empezaba a quejarse, afirmó.
A la mañana siguiente, de camino a la biblioteca, me detuve en la misma tienda para comprar otro paquete de cigarrillos, porque se me habían terminado. Aquellos días estaba fumando más que de costumbre, a causa de la tensión que se percibía como un murmullo subterráneo, aunque aparentemente reinaba la calma. También bebía más café, y tenía problemas para dormir. Todo el mundo estaba un poco alterado. En la radio se oía más música que nunca, y menos palabras.
Ya nos habíamos casado, parecía que hacía años; ella tenía tres o cuatro, e iba a la guardería.
Recuerdo que nos habíamos levantado y habíamos desayunado como de costumbre, con galletas, y Luke la había llevado en coche a la escuela. Iba vestida con el conjunto que le había comprado hacía dos semanas, el guardapolvo de rayas y una camiseta azul. ¿Qué mes era? Debía de ser septiembre. La escuela tenía un servicio de recogida de niños, pero por alguna razón yo prefería que la llevara Luke; incluso el servicio de la escuela me preocupaba. Los niños ya no iban a la escuela a pie, había habido muchos casos de desaparecidos.
Cuando llegué a la tienda de la esquina, vi que la vendedora de siempre no estaba. En su lugar había un hombre, un joven que no debía de tener más de veinte años.
¿Está enferma?, le pregunté mientras le entregaba la tarjeta.
¿Quién?, me preguntó en un tono que me pareció agresivo.
La vendedora que está siempre aquí, aclaré.
¿Cómo quiere que yo lo sepa?, me respondió. Pulsaba mi código utilizando un solo dedo, y estudiaba cada número con detenimiento. Evidentemente, era la primera vez que lo hacía. Yo tamborileaba los dedos sobre el mostrador, impaciente por fumar, y me preguntaba si alguna vez alguien le habría dicho cómo eliminar los granos que tenía en el cuello. Recuerdo claramente su aspecto: alto, ligeramente encorvado, pelo oscuro y corto, ojos castaños -que parecían fijos en algún punto situado detrás de mi tabique nasal-, y granos. Supongo que lo recuerdo tan claramente por lo que dijo a continuación.
Lo siento. Este número no es válido.
Qué ridiculez, protesté. Tiene que serlo, tengo varios miles en la cuenta. Pedí un extracto hace dos días. Vuelva a probar.
No es válido, repitió obstinadamente. ¿Ve la luz roja? Significa que no es válido.
Debe de haber cometido un error, insistí. Vuelva a probar.
Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa de autosuficiencia, pero volvió a pulsar el número. Esta vez observé sus dedos y comprobé los números que aparecían en la pantalla. Era mi número, pero la luz roja volvió a encenderse.
¿Lo ve?, me dijo mostrando la misma sonrisa, como si supiera algún chiste que no pensaba contarme.
Les telefonearé desde la oficina, afirmé. EL sistema había fallado en otras ocasiones, pero normalmente después de una llamada telefónica se arreglaba. De todos modos, estaba furiosa, como si me hubieran acusado injustamente de algo que ni siquiera sabia qué era. Como si yo hubiera cometido el error.
Hágalo, repuso en tono indiferente. Dejé los cigarrillos sobre el mostrador, porque no los había pagado. Pensé que en el trabajo podría pedir uno prestado.
Al llegar a la oficina telefoneé, pero me respondió un contestador automático. Las líneas están sobrecargadas, decía la grabación. ¿Podría llamar más tarde?
Por lo que sé, las líneas estuvieron sobrecargadas durante toda la mañana. Volví a llamar varias veces, pero sin éxito. Tampoco eso era demasiado raro.
Alrededor de las dos, después del almuerzo, el director entró en la sala de discos.
Tengo algo que comunicaros, dijo. Tenía un aspecto terrible: el pelo revuelto y los ojos rojos y turbios, como si hubiera estado bebiendo.
Todos levantamos la vista de nuestras máquinas. Debíamos de ser ocho o diez en la sala.
Lo lamento, anunció, pero es la ley. Lo lamento de veras.
¿Qué es lo que lamenta?, preguntó alguien.
Tengo que dejaros ir, explicó. Es la ley, tengo que hacerlo. Tengo que dejaros ir a todos vosotros. Lo dijo casi amablemente, como si fuéramos animales salvajes o ranas que él tenía encerradas en un recipiente, como si quisiera ser humanitario.
¿Nos está echando?, le pregunté, y me puse de pie. ¿Pero por qué?
No os echo, puntualizó. Os dejo ir. No podéis trabajar más aquí, es la ley. Se pasó las manos por el pelo, y yo pensé que se había vuelto loco. Ha soportado demasiada tensión y ha terminado por perder los estribos.
No puede hacerlo así, sin más, dijo la mujer que se sentaba a mi lado. La frase sonó falsa, improbable, como una frase que uno diría por televisión.
No soy yo, argumentó. No comprendéis. Por favor, marchaos ya. Estaba elevando el tono de voz. No quiero problemas. Si surgieran problemas, podrían perderse los libros, todo quedaría destrozado… Miró por encima del hombro. Ellos están afuera, explicó, en mi despacho. Si no os marcháis ahora, vendrán ellos mismos. Me dieron diez minutos. En ese momento parecía más loco que nunca.
Está turulato, dijo alguien en voz alta; todos debíamos de pensar lo mismo.
Pero pude ver que en el pasillo había dos hombres de pie, con uniforme y ametralladoras. Era demasiado teatral para ser verdad, y sin embargo allí estaban, como repentinas apariciones, como marcianos. Estaban rodeados de un aura de ensueño; eran demasiado vívidos, demasiado incongruentes con el entorno.
Dejad las máquinas, añadió mientras recogíamos nuestras cosas y salíamos en fila. Como si hubiéramos podido llevárnoslas.
Nos reunimos en la escalera de la entrada a la biblioteca. No sabíamos qué decirnos. Como nadie entendía lo que había ocurrido, no era mucho lo que podíamos decir. Nos miramos mutuamente y sólo vimos consternación en nuestros rostros, y algo de vergüenza, como si nos hubieran sorprendido haciendo algo que no debíamos.
No hay derecho, dijo una mujer, pero sin convicción. ¿Qué era lo que nos hacía sentir como si nos lo mereciéramos?
Cuando llegué a casa, no había nadie. Luke todavía estaba en su trabajo, y mi hija en la escuela. Me sentía cansada, absolutamente agotada, pero cuando me senté volví a levantarme, no podía quedarme quieta. Di vueltas por la casa, de una habitación a otra. Recuerdo que tocaba las cosas, no de una manera consciente sino simplemente poniendo los dedos sobre ellas; cosas como la tostadora, el azucarero, el cenicero de la sala. Un rato después cogí a la gata y seguí dando vueltas con ella en brazos. Quería que Luke volviera a casa. Pensé que tenía que hacer algo, tomar alguna decisión; pero no sabía qué decisión podía tomar.
Intenté llamar nuevamente al banco, pero volví a oír la misma grabación. Me serví un vaso de leche -me dije a mí misma que estaba demasiado aterrorizada como para tomarme otro café- y fui hasta la sala; me senté en el sofá y puse el vaso cuidadosamente sobre la mesa, sin beber ni un trago. Tenía la gata contra mi pecho y la oía ronronear.
Un rato después telefoneé a mi madre a su apartamento, pero no obtuve respuesta. En aquella época había sentado cabeza y ya no se mudaba muy a menudo; vivía al otro lado del río, en Boston. Esperé un poco y telefoneé a Moira. Tampoco estaba, pero volví a probar media hora más tarde y la encontré. Durante el tiempo transcurrido entre una llamada y otra, me quedé sentada en el sofá. Pensaba en los almuerzos de mi hija en la escuela. Se me ocurrió que tal vez le había estado dando demasiados bocadillos de manteca de cacahuete.
Me habían echado, se lo conté a Moira cuando hablé con ella por teléfono. Dijo que vendría. En aquel momento ella trabajaba con un colectivo de mujeres, en el departamento editorial. Publicaban libros sobre el control de la natalidad, las violaciones y temas de ese tipo, aunque no había tanta demanda como antes.
Enseguida vengo, me tranquilizó. Por el tono de mi voz debió de darse cuenta de que eso era lo que yo quería.
Llegó a casa poco después. Veamos, dijo. Se quitó la chaqueta y se dejó caer en el enorme sillón. Cuéntame. Pero primero tomaremos un trago.
Se levantó, fue a la cocina y sirvió un par de whiskys; volvió, se sentó y yo intenté contarle lo que me había sucedido. Cuando concluí, me preguntó: ¿Hoy has intentado comprar algo con tu Computarjeta?
Sí, respondí, y también le conté lo ocurrido.
Las han congelado, me explicó. La mía también. La del colectivo también. Todas las cuentas que tienen una H en lugar de una V. Todo lo que tuvieron que hacer es tocar unos cuantos botones. Estamos aisladas.
Pero yo tenía más de dos mil dólares en el banco, me lamenté, como si mi cuenta fuera la única que importaba.
Las mujeres ya no podemos tener nada de nuestra propiedad, me informó. Es una nueva ley. ¿Hoy encendiste el televisor?
No, repuse.
Lo anunciaron. En todo el país. Ella no estaba tan asombrada como yo. De algún modo, extrañamente, estaba alegre, como si esto fuera lo que ella estaba esperando desde hacía tiempo y ahora demostrara que tenía razón. Incluso se la veía más llena de energía, más decidida. Luke puede usar tu Compucuenta por ti, puntualizó. Le traspasarán tu número a él, al menos eso dijeron. Al marido o al pariente masculino más cercano.
¿Y qué harán en tu caso?, pregunté. Ella no tenía a nadie.
Me pasaré a la clandestinidad, apuntó. Algunos gays pueden hacerse cargo de nuestros números y comprarnos lo que necesitemos.
¿Pero por qué?, me indigné. ¿Por qué lo hicieron?
Ya no hay que averiguar el porqué, concluyó Moira. Tenían que hacerlo de ese modo, las Compucuentas y los empleos al mismo tiempo. De lo contrario, ¿te imaginas lo que habría ocurrido en los aeropuertos? No quieren que vayamos a ningún sitio, te apuesto lo que quieras.
Fui a buscar a mi hija al colegio. Conduje con un cuidado exagerado. Cuando Luke llegó a casa, yo estaba junto a la mesa de la cocina. Ella estaba dibujando con los rotuladores en su mesita del rincón en el que habíamos pegado sus pinturas, junto a la nevera.
Luke se arrodilló a mi lado y me rodeó con sus brazos. Lo oí en la radio del coche, dijo, mientras venía. No te preocupes, estoy seguro de que es algo transitorio.
¿Dijeron por qué?, le pregunté.
No me respondió. Saldremos de esto, me aseguró mientras me abrazaba.
No tienes idea de lo que representa, le dije. Me siento como si me hubieran amputado los pies. No lloraba. Y tampoco podía abrazarlo.
No es más que un contratiempo, dijo intentando calmarme.
Supongo que te quedarás con todo mi dinero, comenté.
Y eso que aún no estoy muerta. Quería hacer una broma, pero me salió una frase macabra.
Calla, me pidió. Aún estaba arrodillado en el suelo. Sabes que siempre te cuidare.
Ya empieza a tratarme con aire protector, pensé. Y tú ya empiezas a ponerte paranoica, me dije.
Lo sé, respondí. Te quiero.
Más tarde, cuando ella estaba acostada y nosotros cenábamos, y yo dejé de temblar, le relaté lo que me había sucedido esa tarde. Le hablé de la aparición del director y de su inesperado anuncio. Si no fuera tan espantoso, habría resultado divertido, comenté. Pensé que estaba borracho. Tal vez era así. Pero el ejército estaba allí.
Luego recordé algo que había visto pero en lo que, sin embargo, no me había fijado. No era el ejército. Era otro ejército.
Por supuesto se organizaron marchas de montones de mujeres y algunos hombres. Pero fueron menos importantes que lo que cualquiera podría pensar. Creo que la gente sentía pánico. Y cuando se supo que la policía, o el ejército, o quien fuera, abriría fuego apenas empezara una sola de esas marchas, éstas se irrumpieron. Volaron dos o tres edificios, oficinas de correos y estaciones de metro. Pero uno ni siquiera podía estar seguro de quién estaba haciendo todo eso. Podría haber sido el ejército, para justificar los registros por computadora y los otros, puerta por puerta.
No formé parte de ninguna de esas marchas. Luke opinaba que era inútil, y que yo tenía que pensar en ellos, en mi familia, en él y en ella. Y yo pensaba en mi familia. Empecé a dedicarme más a las tareas domésticas, a guisar. Intentaba no llorar a la hora de comer. Pero aquella vez me eché a llorar inesperadamente y me senté junto a la ventana de la habitación, mirando hacia afuera. Prácticamente no conocía a los vecinos, y cuando nos encontrábamos en la calle nos cuidábamos muy bien de no intercambiar ni una palabra más que el saludo de costumbre. Nadie quería ser denunciado por deslealtad.
Al rememorar esta época, también recuerdo a mi madre, años atrás. Yo debía de tener catorce o quince años, la edad en que las hijas tienen más conflictos con su madre. Recuerdo que regresó a uno de sus muchos apartamentos con un grupo de mujeres que formaban parte de su siempre renovado circulo de amistades. Aquel día habían asistido a una marcha; era la época de los disturbios a causa de la pornografía, o a causa de los abortos, iban muy unidos. Hubo unos cuantos bombardeos: clínicas, tiendas de vídeo; era difícil seguir de cerca los acontecimientos.
Mi madre tenía un morado en la cara y un poco de sangre. No puedes atravesar un cristal con la mano y no cortarte, comentó. Jodidos cerdos.
Jodidos naceristas, la corrigió una de sus amigas. Llamaban naceristas a sus contrarios por las pancartas que llevaban: Dejadlos nacer. Entonces debía de ser un disturbio por el tema del aborto.
Me fui a mi dormitorio para apartarme de ellas. Hablaban demasiado, y en voz muy alta. Me ignoraban y yo me ofendía. Mi madre y sus alborotadoras amigas. No entendía por qué tenía que vestirse de esa manera, con mono, como si fuera joven; y usar esas palabrotas.
Eres una mojigata, me decía, en general en un tono de satisfacción. Le gustaba ser más escandalosa que yo, más rebelde. Las adolescentes siempre son unas mojigatas.
Estoy segura de que parte de mi desaprobación se debía a eso: la negligencia, la rutina. Pero además esperaba de ella una vida más ceremoniosa, menos sujeta a la improvisación y a la huida constante.
Sabe Dios que fuiste un hijo deseado, me aseguraba en otros momentos, mientras se entretenía con los álbumes de fotos donde me tenía guardada. Esos álbumes estaban llenos de bebés gordos, pero mis réplicas se estilizaban a medida que yo crecía, como si la población de mis dobles hubiera quedado asolada por alguna plaga. Lo decía con cierto pesar, como si yo no hubiera resultado exactamente lo que ella esperaba. Las madres nunca se ajustan absolutamente a la idea que un niño tiene de lo que debería ser una madre, y supongo que en el caso inverso ocurre lo mismo. Pero a pesar de todo, no nos llevábamos mal, la mayor parte del tiempo lo pasábamos bien.
Me gustaría que estuviera aquí, para decirle que al final lo he descubierto.
Alguien ha salido. Oigo una puerta que se cierra a lo lejos, en algún punto del costado de la casa, y unos pasos en el camino. Es Nick, ahora lo veo; baja por el sendero hasta el césped para respirar el aire húmedo impregnado de olor a flores, a vegetación pulposa, a polen arrojado al viento en manojos, como huevas de ostras en el mar. Qué derroche de vida. Él se estira bajo el sol, noto la ondulación de sus músculos, como un gato arqueando el lomo. Va en mangas de camisa, y sus brazos desnudos asoman descaradamente por debajo de la tela doblada. ¿Dónde terminará su bronceado? Desde aquella noche de ensueño en la sala iluminada por la luna, no he vuelto a hablar con él. Él sólo es mi bandera, mi semáforo. El nuestro es un lenguaje corporal.
En este momento tiene la gorra ladeada, o sea que me mandan llamar.
¿Qué obtiene él de todo esto, jugando el papel de paje? ¿Qué siente haciendo este ambiguo papel de alcahuete del Comandante? ¿Le disgusta, o le hace desear algo más de mí, desearme más? Porque no tiene ni idea de lo que ocurre realmente allí dentro, entre los libros. Actos de perversión, por lo que sabe. El Comandante y yo cubriéndonos mutuamente de tinta y limpiándonosla con la lengua, o haciendo el amor sobre montones de papeles de periódicos prohibidos. Bueno, no debe de ir muy desencaminado.
Pero seguramente obtiene algún beneficio de ello. De alguna manera, cada uno va a la suya. ¿Algún paquete demás de cigarrillos? ¿Alguna libertad que normalmente no se concede? De todos modos, ¿qué puede probar? Es su palabra contra la del Comandante, a menos que pretenda presentarse con un grupo de gente. Una patada a la puerta, y ¿qué os dije? Sorprendidos durante una pecaminosa partida de Intelect. Vamos, tráguese esas palabras.
Tal vez le produce satisfacción el simple hecho de saber algo secreto. O tener alguna información sobre mí, como solían decir. Es el tipo de poder que sólo se puede usar una vez.
Me gustaría tener mejor opinión de él.
Aquella noche, después de perder mi trabajo, Luke quiso que hiciéramos el amor. ¿Por qué no quise hacerlo? Debió de ser la desesperación. Pero aún me sentía paralizada. Apenas podía sentir sus manos sobre mi cuerpo.
¿Qué ocurre?, me preguntó.
No sé, dije.
Aún tenemos… Pero no dijo qué era lo que aún teníamos. Se me ocurrió pensar que quizá no quería decir aún tenemos, puesto que, por lo que yo sabía, a él no le habían quitado nada.
Aún nos tenemos el uno al otro, concluí. Y era verdad. ¿Entonces por qué parecía, incluso a mis ojos, tan indiferente?
Me besó, como si después de que yo pronunciara esa frase, las cosas pudieran volver a la normalidad. Pero algo había cambiado, ya no existía el mismo equilibrio. Sentí que me encogía, de manera tal que cuando me rodeó con sus brazos eran tan pequeña como una muñeca. Sentí que el amor se alejaba sin mí.
A él no le importa, pensé. No le importa en lo más mínimo. Quizás incluso le gusta. Ya no nos pertenecemos el uno al otro. Por el contrario, yo soy suya.
Indigno, injusto, falso. Pero eso es lo que ocurrió.
Por eso, Luke, lo que quiero preguntarte, lo que necesito saber es si estaba en lo cierto. Porque nunca hablamos del tema. Cuando podría haberlo hecho, tuve miedo. No podía permitirme el lujo de perderte.
Estoy sentada en el despacho del Comandante, al otro lado de su escritorio, como si fuera un cliente de un banco solicitando un préstamo de gran envergadura. Pero aparte de mi situación en el despacho, entre nosotros no existe nada de toda esa formalidad. Ya no me siento rígida y con la espalda recta, ni los pies juntos y la mirada alerta. Por el contrario, tengo el cuerpo relajado e incluso estoy cómoda. Me he quitado los zapatos rojos y tengo las piernas recogidas debajo de mi cuerpo, tapadas por la falda roja, es verdad, pero cruzadas, como si estuviera sentada delante del fuego de un campamento, como solíamos hacer en los tiempos en que íbamos de picnic. Si la chimenea estuviera encendida, su luz parpadearía sobre las superficies lustrosas, y brillaría suavemente sobre nuestra carne. La luz del hogar la añado yo.
En cuanto al Comandante, esta noche se muestra excesivamente desenfadado. Se ha quitado la chaqueta y tiene los codos apoyados en la mesa. Sólo le falta un palillo a un costado de la boca para ser igual que un anuncio de la democracia rural, como salido de un aguafuerte. Una cagadita de mosca, un viejo libro quemado.
Los cuadros del tablero que tengo delante empiezan a llenarse: estoy jugando la penúltima partida de la noche. Formo la palabra asaz, el mejor modo que tengo de usar la valiosa z.
– ¿Ésa es una palabra? -pregunta el Comandante.
– Podríamos consultar el diccionario -propongo-. Es un arcaísmo.
– De acuerdo -responde y sonríe. Al Comandante le gusta que yo me distinga, que demuestre precocidad como un animalito doméstico siempre atento, con las orejas levantadas y ansioso por actuar. Su aprobación me envuelve cálidamente. No percibo en él nada de la animosidad que solía notar en los hombres, incluso en Luke, a veces. No me está diciendo mentalmente puta. De hecho, es verdaderamente paternal. Le gusta pensar que lo estoy pasando bien; y así es, así es.
Suma hábilmente nuestra puntuación final en su computadora de bolsillo.
– Ganas tú por varios puntos -señala. Sospecho que me engaña para halagarme, para ponerme de buen humor. ¿Pero por qué? Aún queda una pregunta. ¿Qué pretende obtener mimándome de ese modo? Debe de haber algo.
Se echa hacia atrás en su silla y junta las yemas de los dedos, un gesto que ahora me resulta familiar. Entre nosotros se ha creado todo un repertorio de gestos y familiaridades. Ahora me está mirando, no de una manera poco benevolente sino con curiosidad, como si yo fuera un rompecabezas que tiene que resolver.
– ¿Qué te gustaría leer esta noche? -me pregunta. Esto también se ha convertido en una costumbre. Hasta aquel momento había leído todo un número de la revista Mademoiselle, un antiguo Esquire, de la década de los ochenta, y una Ms. -una revista que recuerdo vagamente haber visto rondar en alguno de los muchos apartamentos de mi madre cuando yo era una niña-, y un número del Reader’s Digest. Incluso tiene novelas. He leído una de Raymond Chandler, y ahora estoy en la mitad de Tiempos difíciles, de Charles Dickens. En estas ocasiones leo rápida, vorazmente, casi echando una ojeada e intentando llenar mi cabeza al máximo antes del prolongado ayuno que me espera. Si se tratara de comida, sería la glotonería del famélico; si se tratara de sexo, sería rápido, furtivo y realizado de pie en algún callejón.
Mientras leo, el Comandante se queda sentado y me observa, sin decir nada, pero también sin quitarme los ojos de encima. El acto de mirarme es un acto curiosamente sexual, y mientras él lo hace me siento desnuda. Me gustaría que se girara de espaldas, que se paseara por la habitación, que también él leyera algo. Entonces quizá podría relajarme más, tomarme mi tiempo. En cambio así, este ilícito acto de leer parece una especie de representación.
– Creo que prefiero hablar -comento. Yo misma me sorprendo al oír lo que digo.
Él vuelve a sonreír. No parece sorprendido. Probablemente estaba esperando esto, o algo parecido.
– Oh -dice-. ¿De qué te gustaría hablar?
Vacilo.
– De cualquier cosa, supongo. Bueno, de usted, por ejemplo.
– ¿De mí? -vuelve a sonreír-. Oh, no hay mucho que hablar sobre mí. Soy un tío normal y corriente.
La falsedad de la frase, e incluso el modo de decir «tío», me resultan chocantes. Normalmente los tíos corrientes no llegan a ser Comandantes.
– Debe de tener alguna característica especial -señalo. Sé que lo estoy provocando, adulando, desatándole la lengua, y yo misma me desagrado, de hecho esto es nauseabundo. Pero nos tiramos la pelota. Si él no habla, lo haré yo. Lo sé, puedo sentir las palabras que retroceden en mi interior, hace mucho tiempo que no hablo realmente con alguien. El breve susurro intercambiado hoy con Deglen durante nuestro paseo, apenas cuenta; pero fue una incitación, un preludio. Después del alivio que sentí, incluso con una conversación tan breve, quiero más.
Pero si hablo, diré algo que no debo, revelaré algo. Incluso lo noto, como una traición a mí misma. No quiero que él sepa demasiado.
– Oh, para empezar me dedicaba a la investigación de mercado -explica en tono tímido-. Después amplié el campo de actividades.
Me sorprende el hecho de que, aunque sé que es un comandante, no sé de qué es Comandante. ¿Qué controla, cuál es su campo, como solían decir? No tienen títulos específicos.
– Ah -digo, fingiendo entender.
– Se podría decir que soy una especie de científico -añade-. Dentro de ciertos límites, por supuesto.
Después no dice nada durante un rato, y yo tampoco. Nos esperamos mutuamente.
Por fin soy yo quien rompe el silencio.
– Bueno, tal vez podría explicarme algo que me pregunto desde hace tiempo.
Se muestra interesado.
– ¿Qué es?
Estoy corriendo un riesgo, pero no puedo reprimirme.
– Es una frase que recuerdo de algún sitio -es mejor no decir de dónde-. Creo que es en latín, y pensé que tal vez… -sé que tiene un diccionario de latín. Tiene varios diccionarios en el estante superior, a la izquierda de la chimenea.
– Dime -me apremia, distante, pero más alerta, ¿o es mi imaginación?
– Nolite te bastardes carborundorum -recito.
– ¿Qué? -se asombra.
No la he pronunciado correctamente. No sé cómo se pronuncia.
– Podría deletrearla -propongo-. O escribirla.
Vacila ante esta novedosa idea. Quizá no recuerda que sé escribir. Jamás he cogido una pluma ni un lápiz dentro de esta habitación, ni siquiera para sumar los puntos. Las mujeres no saben sumar, dijo él una vez, en broma. Cuando le pregunté qué quería decir, me respondió: Para ellas, Uno más uno más uno más uno no es igual a cuatro.
– ¿A qué es igual? -le pregunté, suponiendo que diría Cinco, o tres.
– Simplemente uno más uno más uno más uno -concluyó
Pero ahora me responde:
– De acuerdo -y me lanza su pluma por encima del escritorio en actitud casi desafiante, como si aceptara un reto. Miro a mi alrededor buscando algo donde escribir y él me pasa el bloc de los puntos, un taco de papeles con una pequeña sonrisa impresa en la parte superior de la hoja. Aún fabrican esas cosas.
Escribo la frase cuidadosamente, revisando en mi archivo mental. Nolite te bastardes carborundorum. En este contexto no es ni una plegaria ni una orden, sino una triste inscripción alguna vez garabateada y luego olvidada. Percibo la sensualidad de la pluma entre mis dedos, casi como si estuviera viva, noto su energía, el poder de las palabras que contiene. Pluma es sinónimo de Envidia, decía lía Lydia citando otro lema del Centro, advirtiéndonos que nos mantuviéramos apartadas de semejantes objetos. Y tenían razón, es sinónimo de envidia. El solo hecho de cogerla produce envidia. Tengo envidia de la pluma del Comandante. Es otra de las cosas que me gustaría robar.
El Comandante coge la hoja de la sonrisa de mi mano y la mira. Entonces se echa a reír, ¿se ruboriza?
– No es auténtico latín -afirma-. Sólo es un chiste.
– ¿Un chiste? -pregunto, desconcertada. No puede ser sólo un chiste. ¿He corrido este riesgo, he hecho preguntas sólo por un chiste?-. ¿Qué clase de chiste?
– Ya sabes cómo son los colegiales -comenta. Ahora comprendo que su risa es nostálgica, es una risa de indulgencia hacia su antiguo yo. Se pone de pie, se acerca a la librería y coge un libro de su botín; pero no es el diccionario. Es un libro viejo, parece un libro de texto, con las esquinas de las páginas dobladas y sucio de tinta. Antes de enseñármelo, lo hojea en actitud contemplativa y evocadora; entonces dice-: Aquí -y lo deja abierto sobre el escritorio, delante de mí.
Lo primero que veo es una ilustración, una foto en blanco y negro de la Venus de Milo, con un bigote, un sujetador negro y pelos en las axilas torpemente dibujados. En la página siguiente se ve el Coliseo de Roma, con una leyenda escrita en inglés, y debajo una conjugación: sum es est, sumus estis sunt.
– Allí -dice señalando el margen, donde se ve escrito con la misma tinta empleada para el pelo de la Venus: Nolite te bastardes carborundorum.
– Es un poco difícil de explicar dónde está la gracia a menos que sepas latín -puntualiza-. Solíamos escribir todo tipo de cosas de esta manera. No sé de dónde lo sacamos, de los chicos mayores, tal vez -deja pasar las páginas, olvidándose de mí y de sí mismo-. Mira esto -sugiere. La ilustración se llama Las Sabinas, y en el margen se ve la inscripción: chul chus chut, chulum chuchus chu pat-. Y había otra -añade-. Pim pis pit… -se interrumpe, retornando al presente, turbado. Vuelve a sonreír; esta vez es como una mueca. Me lo imagino con pecas y un remolino en el pelo. En este momento casi me gusta.
– ¿Pero qué significaba? -pregunto.
– ¿Cuál? -dice-. Oh. Significaba «No dejes que los bastardos te carbonicen». Supongo que entonces nos creíamos muy inteligentes.
Fuerzo una sonrisa, pero ahora todo me parece claro. Comprendo por qué ella escribió la frase en la pared del armario, pero también comprendo que ella debe de haberla aprendido aquí, en esta habitación. ¿Qué otra explicación podría haber? Ella nunca fue un colegial. Con él, durante alguna etapa previa de recuerdos de su infancia, de intercambio de confidencias. Entonces no soy la primera en penetrar en su silencio, en jugar con él juegos infantiles de palabras.
– ¿Qué le ocurrió a ella?
Apenas comprende mi pregunta…
– ¿La conocías?
– Un poco -le miento.
– Se colgó -dice en tono reflexivo más que apesadumbrado-. Por eso sacamos la instalación de la luz de tu habitación -hace una pausa-. Serena lo descubrió -prosigue, como si fuera una explicación. Y lo es.
Si se te muere el perro, cómprate otro.
– ¿Con qué? -le pregunto.
No quiere darme ninguna idea.
– ¿Qué importa? -responde. Con un trozo de sábana, me imagino. Ya he considerado las posibilidades.
– Supongo que fue Cora quien lo encontró -comento. Por eso gritó.
– Sí -dice-. Pobrecilla -se refiere a Cora.
– Tal vez no debería venir nunca más -sugiero.
– Creí que lo pasabas bien -dice en voz apenas audible y mirándome atentamente. Si no lo conociera, pensaría que es miedo-. Eso es lo que pretendía.
– Quiere hacerme la vida llevadera -señalo. No suena como una pregunta sino como una afirmación categórica, sin dimensiones. Si mi vida es llevadera, tal vez lo que ellos están haciendo es lo correcto, después de todo.
– Sí -admite-. Así es. Lo preferiría.
– Pues bien -prosigo. Las cosas han cambiado. Ahora sé algo sobre él. Lo que sé es la posibilidad de mi propia muerte. Lo que sé de él es su culpabilidad. Por fin.
– ¿Qué quieres? -pregunta, aún en voz baja, como si fuera simplemente una transacción comercial, y además insignificante; golosinas, cigarrillos.
– ¿Quiere decir además de la loción de manos? -pregunto.
– Además de la loción de manos -confirma.
– Me gustaría… Me gustaría saber -suena como una frase indefinida, incluso estúpida, le digo sin pensar.
– ¿Saber qué?
– Todo lo que hay que saber -afirmo, pero eso es demasiado petulante-. Lo que está ocurriendo.