IV LA SALA DE ESPERA

CAPÍTULO 8

Sigue el buen tiempo. Es casi como si estuviéramos en junio, cuando sacamos los vestidos de ir a la playa y las sandalias, y nos compramos helados. En el Muro hay tres cadáveres nuevos. Uno es el de un sacerdote que todavía lleva la sotana negra. Se la pusieron para el juicio, aunque dejaron de usarla hace unos años, cuando empezó la guerra de las sectas; con las sotanas llamaban demasiado la atención. Los otros dos tienen placas de color púrpura que les cuelgan del cuello: Traición a su Género. Aún van vestidos con el uniforme de Guardianes. Los deben de haber cogido juntos, ¿pero dónde? ¿En el cuartel? ¿En una fiesta? Quién sabe. El muñeco de nieve de la sonrisa roja ya no está.

– Tendríamos que volver -le digo a Deglen. Siempre soy yo quien lo dice. A veces pienso que si no lo dijera, ella se quedaría aquí para siempre. ¿Pero llora por estas muertes, o se regodea? Aún no lo sé.

Sin mediar palabra, se gira, como activada por mi voz, como si anduviera sobre un par de ruedecillas aceitadas, Como si fuera la figura de una caja de música. Me ofende su garbo. Me ofende su docilidad, su cabeza inclinada como para contrarrestar un fuerte viento. Pero no hay viento. Nos alejamos del Muro y volvemos bajo el sol, por el mismo camino por el que vinimos.

– Es un hermoso día de mayo -comenta Deglen. Más que verla siento que vuelve la cabeza hacia mí, como esperando una respuesta.

– Sí -respondo- Alabado sea -agrego, como si me acordara en el último momento. Un día de mayo; Mayday era una señal de socorro que solía emplearse hace mucho tiempo en alguna de las guerras que estudiábamos en la escuela. Aún las confundo, pero si prestabas atención podías distinguirlas por los aviones. Fue Luke el que me habló de Mayday. Mayday era el código que usaban los pilotos de los aviones que habían sido alcanzados, o los barcos… ¿los barcos también? Quizá los barcos utilizaban el S.O.S. Me gustaría poder averiguarlo. Y era algo de Beethoven, de la victoria de una de esas guerras.

– Sabes de dónde derivaba la palabra Mayday? -me preguntó Luke.

– No -respondí-. Es extraño que emplearan semejante palabra para eso, ¿no?

Periódicos y café en las mañanas de domingo, antes de que ella naciera. En ese entonces todavía existían los periódicos. Solíamos leerlos en la cama.

– Del francés -me explicó-. De M’aidez.

Ayudadme.


Una pequeña procesión se acerca a nosotras, es un cortejo fúnebre: tres mujeres, cada una con el velo negro transparente sobre el tocado. Una de ellas es una econoesposa, y las otras dos las plañideras, también econoesposas y tal vez amigas suyas. Sus vestidos de rayas parecen deteriorados, igual que sus caras. Algún día, cuando las cosas mejoren, decía Tía Lydia, nadie tendrá que ser una econoesposa.

La primera es la desconsolada madre; lleva una pequeña vasija negra. Por el tamaño de la vasija se puede adivinar el tiempo que llevaba en el vientre de ella cuando le llegó la muerte. Dos o tres meses, demasiado poco para saber si era o no un No Bebé. A los mayores y a los que mueren al nacer los ponen en cajas.

Nos detenemos en señal de respeto, mientras el cortejo pasa. Me pregunto si Deglen siente lo mismo que yo, un dolor en las entrañas, como una puñalada. Nos ponemos las manos sobre el pecho para expresar nuestra condolencia a estas desconocidas. Desde debajo del velo, la primera nos dedica una mirada amenazadora. Una de las otras dos se aparta y escupe en la acera. A las econoesposas no les gustamos.

Pasamos de largo junto a las tiendas, llegamos a las barreras y las atravesamos. Seguimos andando entre las casas de aspecto deshabitado y céspedes cuidados. En la esquina, cerca de la casa donde estoy destinada, Deglen se detiene y se vuelve hacia mí.

– Que Su Mirada te acompañe -me dice, según la despedida correcta.

– Que Su Mirada te acompañe -respondo y ella asiente con un leve movimiento. Vacila, como si fuera a decir algo más, pero se vuelve y echa a andar calle abajo. La observo. Ella es como mi propia imagen reflejada en un espejo del cual me estoy alejando.

En el camino de entrada encuentro a Nick, que sigue lustrando el Whirlwind. Ha llegado a la parte cromada trasera. Pongo mi mano enguantada sobre el picaporte del portal, lo abro y lo empujo hacia dentro; se cierra con un chasquido. Los tulipanes están más rojos que nunca, abiertos, ahora no parecen copas sino cálices; es como si se elevaran por sí solos, ¿pero con qué fin? Después de todo, están vacíos. Cuando crecen se vuelven del revés, revientan lentamente y los pétalos se les caen a trozos.

Nick levanta la vista y empieza a silbar. Luego me pregunta:

– ¿Ha ido bien el paseo?

Asiento con la cabeza, paro no digo nada. Se supone que él no debe hablarme. Por supuesto algunos lo intentaran, decía Tía Lydia. La carne es débil. La carne es efímera, la corregía yo mentalmente. Ellos no pueden soportarlo, decía, Dios los hizo así. Pero a vosotras no Os hizo así, Os hizo diferentes. Os corresponde a vosotras marcar los límites. Algún día lo agradeceréis.

En el jardín de detrás de la casa está la Esposa del Comandante, sentada en una silla que ha sacado de dentro. Serena Joy, qué nombre tan estúpido. Como si fuera una de esas cosas que en otros tiempos se ponían en el pelo Para estirarlo. Serena Joy, debía de decir en el frasco, que seguramente tenía grabada en la etiqueta la silueta de una cabeza femenina sobre un fondo ovalado de color rosa con bordes festoneados en dorado. Con todos los nombres que hay, ¿por qué eligió precisamente ése? Porque Serena Joy nunca fue su verdadero nombre, ni siquiera entonces. Su nombre verdadero era Pam. Lo leí en una reseña biográfica de una revista, mucho después de verla cantar los domingos por la mañana, mientras mi madre dormía. En aquellos tiempos se merecía una reseña biográfica: debía de aparecer en Time o Newsweek. Entonces ya no cantaba, hacía discursos. Y lo hacía bien. Hablaba de lo sagrado que era el hogar, y de que las mujeres debían quedarse en casa. Ella no lo hacía, pero sí lo decía, y justificaba este fallo suyo argumentando que era un sacrificio que hacía por el bien de todos.

Aproximadamente en esa época, alguien intentó pegarle un tiro, pero no dio en el blanco. En cambio, mató a su secretaria, que estaba de pie exactamente detrás de ella. Otra persona instaló una bomba en su coche, pero explotó demasiado pronto. Aunque alguna gente decía que ella misma había puesto la bomba en su coche, para ganarse la simpatía del público. Así es como fueron empeorando las cosas.

Luke y yo la mirábamos a veces en el último noticiario de la noche. En albornoz y gorro de dormir. Contemplábamos su pelo rociado de laca, su histeria, las lágrimas que aún hacia brotar cuando quería y el maquillaje que le oscurecía las mejillas. En ese entonces llevaba más maquillaje. Nos resultaba divertida. Mejor dicho, a Luke le resultaba divertida. Yo sólo fingía pensarlo. En realidad era un poco aterradora. De veras que lo era.

Ya no hace más discursos. Se ha vuelto muda. Se queda en su casa, aunque esto no parece sentarle bien. Qué furiosa debe de estar, ahora que le han cogido la palabra.

Está contemplando los tulipanes. Tiene el bastón en el suelo, a su lado. Está de perfil, puedo verlo por la rápida mirada de reojo que le echo al pasar. Jamás la miraría fijamente. Ya no es una silueta perfecta de papel, su rostro se está hundiendo sobre sí mismo y me hace pensar en esas ciudades construidas sobre ríos subterráneos, donde casas y calles enteras desaparecen durante la noche bajo repentinas ciénagas, o ciudades carboníferas que se hunden en sus propias minas. Algo así debe de haberle ocurrido a ella cuando vio el cariz que tomaban las cosas.

No vuelve la cabeza. No reconoce en lo más mínimo mi presencia, aunque sabe que estoy allí. Sé que lo sabe, su conocimiento es como un olor: algo que se vuelve agrio, como la leche de varios días.

No es de los esposos de quienes tenéis que cuidaros decía Tía Lydia, sino de las Esposas. Siempre debéis tratar de imaginaros lo que sienten. Por supuesto os ofenderán. Es natural. Intentad compadecerlas. Tía Lydia creía que era muy buena compadeciendo a los demás. Intentad apiadaros de ellas. Perdonadlas, porque no saben lo que hacen. Y volvía a mostrar esa temblorosa sonrisa de mendigo, elevando la mirada -a través de sus gafas redondas con montura de acero- hacia la parte posterior del aula, como si el cielo raso pintado de verde se abriera y de él bajara Dios, montado en una nube de polvos faciales de color rosa perlados entre los cables y las tuberías. Debéis comprender que son mujeres fracasadas. Han sido incapaces de…

En este punto su voz se quebraba y hacía una pausa durante la cual percibía un suspiro a mi alrededor, un suspiro colectivo. No era conveniente susurrar ni moverse durante estas pausas: Tía Lydia podía parecer abstraída, pero era consciente del más mínimo movimiento. Por eso no se oía más que un suspiro.

El futuro está en vuestras manos, resumía. Extendía sus manos hacia nosotras, en ese antiguo gesto que significaba tanto un ofrecimiento como una invitación a un abrazo, una aceptación. En vuestras manos, decía mirándose las suyas como si éstas le hubieran dado la idea. Pero no veía nada en ellas, estaban vacías. Eran las nuestras las que supuestamente estaban llenas de futuro, un futuro que sosteníamos pero no podíamos ver.


Doy la vuelta hasta la puerta trasera, la abro, entro y dejo el cesto en la mesa de la cocina. La mesa ha sido fregada para quitar la harina; el pan del día, recién horneado, se está enfriando en la rejilla. La cocina huele a levadura, un olor impregnado de nostalgia. Me recuerda otras cocinas, cocinas que fueron mías. Huele a madre, aunque mi madre no hacia pan. Huele a mí, hace tiempo, cuando yo era madre.

Es un olor traicionero y sé que debo ignorarlo.

Rita está sentada ante la mesa, pelando y cortando zanahorias. Son zanahorias viejas, gruesas, pasadas, y les han salido barbas de estar tanto tiempo almacenadas. Las zanahorias nuevas, tiernas y pálidas, no estarán en su punto hasta dentro de unas semanas. El cuchillo que ella usa es afilado y brillante, tentador. Me gustaría tener uno como éste.

Rita deja de cortar zanahorias, se levanta y saca los paquetes del cesto, casi con ansiedad. Espera a ver lo que he traído, aunque siempre frunce el ceño mientras abre los paquetes; nada de lo que traigo le gusta. Piensa que ella lo habría hecho mejor. A ella le gustaría hacer la compra, coger exactamente lo que quiere; envidia mis paseos. En esta casa, todos envidiamos algo a los demás.

– Tenían naranjas -comento-. En Leche y Miel. Todavía quedan algunas -se lo digo como un ofrecimiento. Quiero congraciarme con ella. Las naranjas las vi ayer, pero no le dije nada a Rita: estaba demasiado malhumorada-. Si me das los vales, mañana podría coger algunas -le paso el pollo; hoy ella quería filetes, pero no había.

Rita gruñe, pero no expresa placer ni aceptación. El gruñido significa que lo pensará durante su rato de ocio. Desata el hilo del paquete del pollo y abre el papel glaseado. Toca el pollo con la punta de los dedos, dobla un ala, mete el dedo en la cavidad y saca los menudillos. El pollo queda allí, sin cabeza y sin patas, con la carne de gallina, como si tuviera escalofríos.

– Hoy es día de baño -anuncia Rita sin mirarme.

Entra Cora, que viene de la despensa de atrás, donde guardan las fregonas y las escobas.

– Un pollo -dice, casi con regocijo.

– Puro hueso -afirma Rita-, pero tendrá que servir.

– No había muchos más -explico, pero Rita me ignora.

– A mí me parece bastante grande -responde Cora. ¿Me está defendiendo? La miro, para ver si sonríe; pero no, sólo estaba pensando en la comida. Ella es más joven que Rita; la luz del sol, que ahora entra por la ventana oeste, le toca el pelo peinado con raya y echado hacia atrás. Hasta no hace mucho tiempo debió de haber sido bonita. Tiene una pequeña marca como un hoyuelo en cada oreja, donde antes tenía los agujeros para los pendientes.

– Grande -argumenta Rita-, pero huesudo. Tendrías que hablar más fuerte -me dice, mirándome a la cara por primera vez-. No son del montón, como tú -se refiere al rango del Comandante; pero por el sentido que da a sus palabras, ella piensa que soy del montón. Tiene más de sesenta años y su mentalidad no cambiará.

Va hasta el fregadero, pasa las manos rápidamente bajo el chorro de agua y se las seca con el paño de cocina. Éste es blanco con rayas azules. Los paños de cocina son iguales que siempre. A veces estos destellos de normalidad me atacan inesperadamente, como si me tendieran una emboscada. Lo normal, lo habitual, una advertencia, como una patada. Observo el paño de cocina fuera de su contexto y se me corta la respiración. Para algunos, en cierto sentido, las cosas no han cambiado tanto.

– ¿Quién se ocupa del baño? -le pregunta Rita a Cora, no a mí-. Yo tengo que ablandar el pollo.

– Lo haré yo más tarde -responde Cora-, después de quitar el polvo.

– Si no, nadie lo hará -concluye Rita.

Hablan de mí, como si yo no las oyera. Para ellas soy una faena de la casa, una de tantas.


Me han hecho a un lado. Cojo el cesto, salgo por la puerta de la cocina y recorro el pasillo hasta el reloj de péndulo. La puerta de la sala está cerrada. El sol atraviesa el montante de abanico, pintando el suelo de colores: rojo, azul, púrpura. Pongo el pie encima y estiro las manos, que se me llenan de flores de luz. Subo las escaleras y veo mi rostro -distante, blanco y deformado- enmarcado en el espejo del vestíbulo, que sobresale como un ojo aplastado. Recorro la alfombra de color rosa ceniciento del pasillo de arriba, en dirección al dormitorio.


Veo a alguien de pie en el pasillo, cerca de la habitación donde me alojo. El pasillo está oscuro; pero veo a un hombre, de espaldas a mí. Está mirando el interior, y su silueta queda oscurecida contra la luz que sale de la habitación. Ahora lo veo: es el Comandante, se supone que no debe estar aquí. Me oye llegar, se gira, vacila y finalmente avanza. Viene hacia mí. Está violando las normas. ¿Y ahora qué hago?

Me detengo y él se queda parado; no puedo ver su rostro, me está mirando, ¿qué quiere? Pero por fin vuelve

a avanzar, se aparta para no tocarme, inclina la cabeza Y desaparece.

Algo se me ha revelado, ¿ pero qué? Como la bandera de un país desconocido, vista fugazmente en la curva de una colina; podría significar un ataque, podría significar ‘a posibilidad de parlamentar, podría significar el final de algo, de un territorio. Las señales que los animales se hacen mutuamente: los párpados bajos, las orejas hacia atrás, el pelo erizado. El destello de unos dientes… ¿pero qué demonios estaba haciendo? Nadie más lo ha Visto. Eso espero. ¿Estaba invadiendo la habitación? ¿Estaba en mi habitación?

He dicho mi…

CAPÍTULO 9

Mi habitación, entonces. Al fin y al cabo, tiene que existir algún espacio que pueda reivindicar como mío, incluso en estos tiempos.

Estoy esperando en mi habitación, que en este momento es una sala de espera. Cuando me acuesto es un dormitorio. Las cortinas aún se agitan bajo la suave brisa, afuera todavía brilla el sol, que no entra por la ventana. Se ha trasladado hacia el oeste. Estoy intentando no contar cuentos, o al menos no contar éste.


Alguien ha vivido en esta habitación antes que yo. Alguien como yo, o eso quiero creer.

Lo descubrí tres días después de mudarme aquí.

Tenía que pasar aquí mucho tiempo, y decidí explorar la habitación. No a la ligera, como uno podría explorar una habitación de hotel, sin esperar sorpresas, abriendo y cerrando los cajones, las puertas de los armarios, desenvolviendo la diminuta pastilla de jabón y toqueteando las almohadas. ¿Alguna vez volveré a estar en la habitación de un hotel? Cómo desperdicié aquellas habitaciones y aquella libertad con que se podían observar.

Libertad alquilada.

Por las tardes, cuando Luke aún huía de su esposa cuando yo aún era imaginaria para él. Antes de que nos casáramos y de que yo me solidificara. Yo siempre llegaba primero y me registraba. No ocurrió muchas veces, pero ahora me parece una década, una era; recuerdo cómo me vestía, cada blusa, cada pañuelo. Mientras lo esperaba me paseaba de un lado a otro, encendía la televisión y la apagaba, me ponía unos toques de perfume detrás de las orejas, se llamaba Opio. Venía en un frasco chino, rojo y dorado.

Estaba nerviosa. ¿Cómo llegué a saber que él me amaba? Debía ser sólo una aventura. ¿Por qué siempre decíamos sólo? En esa época, los hombres y las mujeres se probaban mutuamente, como quien se prueba un traje, rechazando lo que no les sentaba bien.

Entonces golpeaban a la puerta; yo abría, sintiendo alivio y deseo. Todo era tan momentáneo, tan condensado… y sin embargo parecía no tener fin. Después nos quedábamos tumbados en la cama, cogidos de la mano, charlando. De lo posible, de lo imposible, de qué se podía hacer. Pensábamos que teníamos problemas. ¿Cómo llegamos a saber que éramos felices?

Pero ahora también echo de menos las habitaciones en sí mismas, incluso los horribles cuadros de las paredes: paisajes de hojas caídas, o de nieve derritiéndose sobre los árboles, o de mujeres vestidas con trajes de época y rostros de muñeca de porcelana y sombrillas, o de payasos de mirada triste, o de cuencos con frutas rígidas y de aspecto gredoso. Las toallas nuevas de usar y tirar, las papeleras incitantes, haciendo señas a los desperdicios tirados en el suelo despreocupadamente. Despreocupadamente. En esas habitaciones yo me convertía en una persona despreocupada. Podía levantar el teléfono y enseguida aparecía la comida en una bandeja, la comida que yo había elegido. Pero que era mala, lo mismo que la bebida. En los cajones de los tocadores podías encontrar ejemplares de la Biblia, colocados allí por alguna institución benéfica, aunque probablemente nadie debía de leerlas. También había postales Con la foto del hotel, y podías escribir en ellas y enviarlas a alguien. Ahora todo esto parece un imposible; como si uno se lo hubiera inventado.

Bien. Entonces exploré esta habitación, no a la ligera, como la habitación de un hotel. No quería hacerlo todo de una vez, quería que durara. Dividí mentalmente la habitación en sectores; me adjudicaba un sector por día y lo examinaba con la mayor minuciosidad: la irregularidad del yeso debajo del papel de la pared, los rasguños en la pintura del zócalo y del alféizar, las manchas del colchón… porque llegué incluso a levantar las mantas y las sábanas de la cama y a darles vuelta, un poco cada vez para poder ponerlas en su sitio rápidamente si venía alguien.

Las manchas del colchón. Como pétalos de flores secas No eran recientes, sino de un amor antiguo; ahora no hay otro tipo de amor en la habitación.

Cuando las vi, cuando vi la prueba que dos personas habían dejado de su amor, o de algo así, al menos de deseo, al menos de contacto entre dos que ahora quizás eran ancianos o estaban muertos, volví a tapar la cama y me tendí encima. Levanté la vista hasta el ojo de yeso del cielo raso. Quería sentir que Luke estaba tendido a mi lado. Suelo padecer estos ataques del pasado, como desmayos, como una ola que me invade la mente. A veces apenas puedo soportarlo. ¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?, pienso. No hay nada que hacer. También se puede servir estando de pie y esperando. O tendido y esperando. Ya sé por qué el cristal de la ventana es inastillable. Y por qué quitaron la araña. Quería sentir a Luke tendido a mi lado, pero no había espacio.


Me reservé el aparador para el tercer día. Primero miré atentamente la puerta, por dentro y por fuera, y luego las paredes y sus ganchos de latón; ¿por qué habían pasado por alto los ganchos? ¿Por qué no los habían quitado? ¿Estaban demasiado cerca del suelo? Sin embargo, todo lo que necesitabas era un calcetín. Y la barra con las perchas de plástico y mis vestidos colgados de ellas, la capa roja de lana para los días fríos, el chal. Me arrodillé para examinar el suelo y allí estaba, en letras diminutas, bastante reciente por lo que se veía, marcado con un alfiler, o tal vez simplemente con la uña, en el rincón más oscuro: Nolite te bastardes carborundorum.

No sabía lo que significaba, ni qué idioma era. Pensé que podría ser latín, pero yo no sabía nada de latín. Sin embargo, era un mensaje, y estaba escrito, un acto prohibido en sí mismo, y aún no había sido descubierto. Excepto por mí, a quien iba dirigido. Iba dirigido a quienquiera que llegara después.

Me gusta reflexionar sobre este mensaje. Me gusta pensar que me comunico con ella, con esta mujer desconocida. Porque es desconocida; y, si es conocida, nunca me la mencionaron. Me gusta saber que su mensaje tabú ha logrado perdurar al menos para que lo viera otra persona y que, aunque escondido en la pared de mi armario, yo abrí la puerta y lo leí. A veces repito las palabras para mis adentros. Me proporcionan un pequeño gozo. Cuando imagino a la mujer que las escribió, pienso que tiene aproximadamente mi edad, quizás un poco más joven. La identifico con Moira, tal como era ella cuando iba a la universidad y ocupaba la habitación de al lado de la mía: ocurrente, vivaz, atlética, montada en una bicicleta y con una mochila a la espalda, lista para hacer excursionismo. Pecosa, creo; irrespetuosa e ingeniosa.

Me pregunto quién era o quién es, y qué habrá sido de ella.

El día que encontré el mensaje, tanteé el humor de Rita.

¿Quién era la mujer que estaba en esa habitación?, le pregunté. ¿La que estaba antes que yo? Si le hubiera hecho una pregunta distinta, si le hubiera dicho: ¿Hubo alguna mujer en esa habitación antes que yo?, tal vez no habría logrado ninguna respuesta.

¿Cuál?, me preguntó; parecía hablarme a regañadientes, con suspicacia, pero en fin de cuentas casi siempre lo hacia cuando hablaba conmigo.

Entonces había habido más de una. Algunas no se habían quedado en su destino durante el período que les correspondía, dos años completos. Algunas habían sido despedidas, por una u otra razón. O tal vez no las habían despedido ¿estarían muertas?

La que era tan alegre, arriesgué. La de las pecas.

¿La conocías?, me preguntó Rita, más suspicaz que nunca.

La habla visto, mentí. Oí decir que estuvo aquí.

Rita lo admitió. Sabe que existe la posibilidad de que corran rumores, o de que haya una especie de información clandestina.

No funcionó respondió.

¿En qué sentido?, pregunté, intentando parecer lo más neutral posible.

Pero Rita apretó los labios. Aquí soy como una criatura hay algunas cosas que no se me deben contar. Aquello que no sepas, no te hará daño, habría sido toda su respuesta.

CAPÍTULO 10

A veces canto para mis adentros, mentalmente; es una canción presbiteriana, lúgubre y triste:


Asombrosa gracia, qué dulce sonido

Que pudo salvar a un desdichado como yo,

Otrora perdido y ahora salvado,

Otrora atado y ahora liberado.


No sé si la letra era exactamente así. No logro recordarla. Ahora estas canciones no se cantan en público, Sobre todo si tienen palabras como liberado; son consideradas demasiado peligrosas. Pertenecen a las sectas proscritas


Me siento tan solo, pequeña,

Me siento tan solo, pequeña,

Me siento tan solo que podría morir.


Ésta también está proscrita. La recuerdo de un viejo casete de mi madre; ella también tenía un aparato chirriante y poco fiable en el que todavía podían oírse canciones como ésta. Solía poner el casete cuando venían sus amigos a tomar unas copas.

Pero no canto estas canciones a menudo. Me dejan la garganta dolorida.

En esta casa no hay mucha música, excepto la que oímos en la televisión. A veces Rita canturrea, mientras amasa o pela verduras; es un canturreo sin palabras, discordante, insondable, Y a veces, desde la sala de enfrente llega el débil sonido de la voz de Serena que sale de un disco grabado hace mucho tiempo, puesto con el volumen bajo para que no la sorprendan escuchando mientras teje y recuerda su antigua y ahora amputada gloria: Aleluya.


Hace calor para la época en que estamos. Las casas corno ésta se calientan con el sol, no están suficientemente aisladas. El aire parece estancado, a pesar de la ligera corriente, del soplo que atraviesa las cortinas. Me gustaría poder abrir la ventana de par en par. Pronto nos dejaran ponernos los vestidos de verano.

Los vestidos de verano están fuera de la maleta, colgados en el armario; dos de ellos son de puro algodón, que son mejores que los de tela sintética, más baratos; pero incluso así durante julio y agosto, cuando hay bochorno, se suda mucho. Para no hablar del bronceado, decía Tía Lydia. Las mujeres solían dar el espectáculo. Se untaban con aceite como si fueran un trozo de carne para el asador, e iban por la calle enseñando la espalda Y los hombros, y las piernas, porque ni siquiera llevaban medias; no me extraña que ocurrieran esas cosas. Cosas era la palabra que usaba cuando lo que ocurría era demasiado desagradable, obsceno u horrible para ser pronunciado por sus labios. Para ella, una vida venturosa era la que evitaba las cosas, la que excluía las cosas. Semejantes cosas no les ocurren a las mujeres decentes. Y no es bueno para el cutis, en absoluto, te queda arrugado como una manzana pasada. Pero olvidaba que ya no podíamos ocuparnos de nuestro cutis.

A veces, en el parque, decía Tía Lydia, se echaban encima de una manta, hombres y mujeres juntos; en este punto se echaba a llorar, y se quedaba de pie delante de nosotros.

Hago todo lo que puedo, decía. Intento daros la mejor oportunidad posible. Parpadeaba, la luz era demasiado fuerte para ella; la boca le temblaba alrededor de los dientes delanteros, que le sobresalían un poco y eran largos y amarillentos; a mí me hacían pensar en el ratón que encontramos muerto en el umbral, cuando vivíamos en una casa los tres, cuatro contando el gato, que era el que hacía este tipo de ofrendas.

Tía Lydia apretaba la mano contra su boca de roedor muerto. Luego de un minuto la apartaba. Yo también quería llorar porque me lo recordaba. Si al menos él no se hubiera comido la mitad, le dije a Luke.

No Creáis que para mí es fácil, decía Tía Lydia.


Moira entró despreocupadamente en mi habitación y dejó caer la chaqueta tejana en el suelo.

¿Tienes un cigarrillo?, me preguntó.

En el bolso le dije. Pero no tengo cerillas.

Moira revuelve en mi bolso. Tendrías que tirar toda porquería, comenta. Voy a dar una fiesta de subvestidas.

¿De qué?, exclamo. Es inútil que uno intente trabajar, Moira no te lo permite, es como un gato que se pasea por encima de la página cuando intentas leer.

Ya sabes, como en Tupperware, sólo con ropa interior; estilo fulana: encajes en la entrepierna, ligas con broches de presión. Y sujetadores de esos que te levantan las tetas. Encuentra el encendedor y enciende el cigarrillo que sacó de mi bolso. ¿Quieres uno? Me tira el paquete, con gran generosidad considerando que es mío.

Mil gracias, le digo irónicamente. Estás loca. ¿De dónde has sacado semejante ocurrencia?

En el trabajo que hago para pagarme los estudios, explica. Tengo relaciones. Un amigo de mi madre. Lo de los suburbios es fantástico, una calcula que una vez que empiecen a descubrir los lugares de la gente joven, habrán vencido a la competencia. Las tiendas pomo y qué sé yo.

Me echo a reír. Ella siempre me hacía reír.

¿Pero aquí?, le pregunto. ¿Quién va a venir? ¿A quién le interesa?

Nunca es demasiado pronto para aprender, sentencia. Venga, será fabuloso. Nos mearemos de risa.


¿Así vivíamos entonces? Pero llevábamos una vida normal. Como casi todo el mundo, la mayor parte del tiempo. Todo lo que ocurre es normal. Incluso lo de ahora es normal.

Vivíamos, como era normal, haciendo caso omiso de todo. Hacer caso omiso no es lo mismo que ignorar, hay que trabajar para ello.

Nada cambia instantáneamente: en una bañera en la que el agua se calienta poco a poco, uno podría morir hervido antes de darse cuenta. Por supuesto, en los periódicos aparecían noticias: cadáveres en las zanjas o en el bosque, mujeres asesinadas a palos o mutiladas, mancilladas, solían decir; pero eran noticias sobre otras mujeres, y los hombres que hacían semejantes cosas eran otros hombres. Ninguno de ellos era conocido de nosotras. Las noticias de los periódicos nos parecían sueños, pesadillas soñadas por otros. Qué horrible, decíamos, y lo era, pero era horrible sin ser verosímil. Eran demasiado melodramáticas, tenían una dimensión que no era la dimensión de nuestras vidas.

Éramos las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en blanco, en los márgenes de cada número. Esto nos daba más libertad.

Vivíamos entre las líneas de las noticias.


Desde el camino de entrada de abajo llega el sonido de un coche que se pone en marcha. Ésta es una zona tranquila, no hay mucho tránsito, se pueden oír muy claramente sonidos como el de motores de coches, cortadoras de césped, el chasquido de unas tijeras de podar, un portazo. Podría oírse claramente un grito, o un disparo, si aquí alguien hiciera esos ruidos. A veces, a lo lejos, se oyen sirenas.

Voy hasta la ventana y me instalo en el asiento de ésta, que es demasiado estrecho para resultar cómodo. Hay un cojín, duro y pequeño, con una funda de petit-point en la que -escrita en letras de imprenta y enmarcada por una guirnalda de azucenas- se lee la palabra FE, de un azul desteñido, y las hojas de las azucenas de un verde apagado. Este cojín fue usado alguna vez en algún otro sitio, y estaba gastado, pero no tanto como para tirarlo. De algún modo, lo han pasado por alto.

Puedo pasarme minutos, decenas de minutos, recorriendo las letras con la mirada: FE. Es lo único que me han dado para leer. Si me sorprendieran haciéndolo, ¿lo tendrían en cuenta? No fui yo quien puso el cojín aquí.

El motor se enciende y me inclino hacia delante, cerrando la cortina frente a mi rostro, como si fuera un velo. Es semitransparente, de modo que puedo ver a través de ella. Si aprieto la frente contra el cristal y miro hacia abajo, diviso la mitad de atrás del Whirlwind. No veo a nadie, pero luego de un momento noto que Nick da la vuelta hasta la puerta de atrás del coche, la abre y permanece de pie y rígido junto a ella. Ahora lleva la gorra bien puesta, y las mangas bajas y abotonadas. Desde el ángulo en que me encuentro logro verle la cara.

Ahora aparece el Comandante. Sólo logro verlo durante un instante, en escorzo, mientras camina hacia el coche. No lleva puesto el sombrero, de modo que no va a ningún acto oficial. Tiene el pelo gris. Plateado, debería decir para ser amable. Pero no tengo ganas de ser amable. El anterior era calvo, así que supongo que éste representa todo un progreso.

Si pudiera escupir, o arrojar algo, por ejemplo el cojín, tal vez podría darle.


Moira y yo tenemos bolsas de papel llenas de agua. Bombas de agua las llamaban. Nos asomamos por la ventana de mi dormitorio y arrojamos las bombas a los chicos que están abajo. Fue una idea de Moira. ¿Ellos qué Intentaban hacer? Subir por una escalera de mano en busca de algo. De nuestra ropa interior.

Aquel dormitorio había sido mixto en un tiempo, en uno de los lavabos de nuestro piso aún había urinarios. Pero en la época en que yo llegué, ya habían puesto a las mujeres y a los hombres otra vez en su sitio.

El Comandante se detiene, entra en el coche, desaparece y Nick cierra la puerta. Un momento después el coche retrocede, baja por el camino de entrada y sale a la calle, desapareciendo detrás del seto.

Tengo que sentir odio por este hombre. Sé que tengo que sentirlo, pero no es lo que siento realmente. Lo que siento es más complicado. No sé cómo llamarlo. No es amor.

CAPÍTULO 11

Ayer por la mañana fui al médico. Acompañada por un Guardián, uno de los que llevan brazalete rojo y que se ocupan de esos menesteres. Viajamos en un coche rojo, él delante y yo detrás. No me acompañaba mi doble; en estas ocasiones soy una solitaria.

Me llevan al médico una vez al mes, para someterme a diversas pruebas: análisis de orina, de hormonas, biopsia para detectar si hay cáncer, análisis de sangre; igual que antes, salvo que ahora es obligatorio.

El consultorio del médico está en un moderno edificio de oficinas. Subimos en el ascensor, silenciosamente, y el Guardián y yo quedamos frente a frente; veo su nuca en el espejo ahumado del ascensor. Cuando llegamos al consultorio, entro; él espera afuera, en el vestíbulo con los otros Guardianes y se sienta en una de las sillas instaladas con ese fin.

En la sala de espera hay otras mujeres, tres de ellas vestidas de rojo: este médico es un especialista. Nos miramos furtivamente unas a otras, evaluando el tamaño de nuestros respectivos vientres. ¿Alguna de nosotras habrá tenido suerte? El enfermero registra nuestros nombres y los números de nuestros pases en el Compudoc, para comprobar si somos quienes tenemos que ser. Es un hombre de unos cuarenta años, mide alrededor de un metro ochenta y tiene una cicatriz que le atraviesa la mejilla en diagonal; está escribiendo a máquina y sus manos se ven demasiado grandes en relación al teclado; aún lleva la pistola en la pistolera.

Cuando me llaman, paso a la habitación interior. Es blanca, y no hay en ella ningún detalle llamativo, lo mismo que en la de afuera, excepto un biombo -un trozo de tela roja extendida sobre un marco- con un ojo pintado en dorado y debajo una serpiente retorcida alrededor de una espada, en posición vertical, como una especie de empuñadura. Las serpientes y las espadas son restos del simbolismo de épocas pasadas.

Lleno el frasco que me han dejado preparado en el aseo, me quito la ropa detrás del biombo y la dejo doblada encima de la silla. Cuando termino de desnudarme me tiendo en la camilla, sobre la lámina de papel desechable, frío y crujiente. Estiro la segunda lámina, la de tela, sobre mi cuerpo. A la altura de mi cuello hay una tercera lámina que cuelga del techo. Ésta se interpone entre el médico y yo, para que él no pueda verme la cara. Sólo tendrá que tratar con un torso.

Una vez lista, estiro la mano y busco a tientas la pequeña palanca que está a la derecha de la mesa; tiro hacia atrás. En algún otro sitio suena un timbre, pero yo no lo oigo. Un minuto después se abre la puerta y se oyen los pasos y la respiración de alguien que entra. Él no debe hablarme, salvo que sea absolutamente necesario. Pero este médico es muy locuaz.

– Cómo vamos? -pregunta, utilizando un tic del habla de otros tiempos. Aparta la lámina de mi piel y un escalofrío me recorre el cuerpo. Un dedo frío, cubierto de goma y gelatina, se desliza dentro de mí, hurga en mi interior. El dedo retrocede, se introduce en diferente dirección y se retira.

– Todo está bien -comenta, como si hablara consigo mismo-. ¿Te duele algo, cariño? -Me llama cariño.

– No -respondo.

Ahora le toca el turno a mis pechos, que son palpados en busca de algún absceso. La respiración se acerca, percibo el olor a humo, a loción para después de afeitar. Luego la voz, muy suave, cerca de mi cara: es él, que mueve la lámina.

– Yo podría ayudarte -dice, susurra.

– ¿Qué? -pregunto.

– Chsss -me advierte-. Podría ayudarte. He ayudado a otras.

– ¿Ayudarme? -le digo, en voz tan baja como la suya-. ¿Cómo? -¿Sabe algo, ha visto a Luke, lo ha encontrado, puede traerlo?

– ¿Cómo te parece? -pregunta, todavía en un susurro. ¿Es su mano la que se desliza por mi pierna? Se está quitando el guante-. La puerta está cerrada con llave. Nadie puede entrar. Ninguno de ellos sabría jamás que no es suyo.

Levanta la lámina. La parte más baja de su cara está cubierta por la reglamentaria mascarilla blanca de gasa. Un par de ojos pardos, una nariz, y una cabeza de pelo castaño. Tiene la mano entre mis piernas.

– La mayoría de esos tíos ya no pueden hacerlo -me explica-. O son estériles.

Casi jadeo: ha pronunciado la palabra prohibida: estéril. Ya no existe nada semejante a un hombre estéril, al menos oficialmente. Sólo hay mujeres fértiles y mujeres estériles, eso dice la ley.

– Montones de mujeres lo hacen -prosigue-. Tú quieres un bebé, ¿verdad?

– Sí -admito. Es verdad, y no pregunto la razón porque ya la conozco. Dame hijos, o me moriré. Esta frase tiene más de un sentido.

– Estás a punto -añade-. Ahora es el momento. Hoy o mañana sería perfecto, ¿por qué desaprovechar la oportunidad? Sólo llevaría un minuto, cariño -así debía de llamar a su esposa; quizás aún lo hace, pero en realidad es un término genérico. Todas nosotras somos cariño.

Vacilo. Él se me está ofreciendo, ofreciéndome sus servicios, con cierto riesgo para él.

– Detesto ver las que os hacen pasar -murmura. Su actitud es auténticamente compasiva. Y sin embargo disfruta con esto, con simpatía y todo. Tiene los ojos húmedos de compasión; su mano recorre mi cuerpo, nerviosa e impacientemente.

– Es demasiado peligroso -argumento-. No. No puedo -esto se castiga con la muerte, aunque tienen que cogerte mientras lo haces, y con dos testigos. ¿Qué posibilidades existen, habrá un micrófono oculto en la habitación, quién está exactamente al otro lado de la puerta?

Su mano se detiene.

– Piénsalo -me aconseja-. He visto tu gráfico; no te queda demasiado tiempo. Pero se trata de tu vida.

– Gracias -le digo. No debo darle la impresión de que estoy ofendida, sino abierta a su sugerencia. Él aparta la mano casi con reticencia, lentamente; en lo que a él respecta, aún no se ha dicho la última palabra. Podría falsear las pruebas, informar que sufro de cáncer, de infertilidad, hacer que me envíen a las Colonias con las No Mujeres. Nada de todo esto se ha mencionado, pero el conocimiento de su poder queda suspendido en el aire mientras me palmea el muslo; luego se aparta hasta quedar detrás de la lámina colgante.

– El mes que viene -sugiere.

Vuelvo a vestirme detrás del biombo. Me tiemblan las manos. ¿Por qué estoy asustada? No he excedido ningún límite, no le he dado ninguna esperanza, no he corrido ningún riesgo, todo está a salvo. Es la decisión lo que me aterroriza. Una salida, una salvación.

CAPÍTULO 12

El cuarto de baño está junto al dormitorio. Tiene un empapelado de florecillas azules, nomeolvides, y cortinas haciendo juego. Hay una alfombra de baño azul y, sobre la tapa del inodoro, una cubierta azul de imitación piel. Lo único que le falta a este lavabo para ser como los de antes es una muñeca cuya falda oculta el rollo extra de Papel higiénico. Aparte de que el espejo de encima del lavabo ha sido quitado y reemplazado por un rectángulo de estaño y que la puerta no tiene cerradura, y que no hay maquinillas de afeitar, por supuesto. Al principio, en los cuartos de baño se producían incidentes: cortes, ahogos. Antes de que suprimieran todos los micrófonos. Cora se sienta en una silla, en el vestíbulo, para vigilar que nadie más entre. En un cuarto de baño, en una bañera, una es vulnerable, decía Tía Lydia. No decía a qué.

El baño es un requisito, pero también un lujo. El simple hecho de quitarme la toca blanca y el velo, el simple hecho de tocar otra vez mi propio pelo, es un lujo. Tengo el pelo largo y descuidado. Debemos llevarlo largo, pero cubierto. Tía Lydia decía: San Pablo afirmaba que debía llevarse así, o rapado. Y largaba una carcajada, una especie de relincho con la cabeza echada hacia atrás, tan típico de ella, como si hubiera contado un chiste.

Cora ha llenado la bañera, que humea como un plato de sopa. Me quito el resto de mis ropas, la sobrepelliz, la camisa blanca y las enaguas, las medias rojas, los pantalones holgados de algodón. Los leotardos te pudren la entrepierna, solía decir Moira. Tía Lydia jamás habría utilizado una expresión como pudrirte la entrepierna. Ella usaba la palabra antihigiénico. Quería que todo fuera muy higiénico.

Mi desnudez me resulta extraña. Mi cuerpo parece anticuado. ¿De verdad me ponía bañador para ir a la playa? Lo hacia, sin reparar en ello, entre los hombres, sin importarme que mis piernas, mis brazos, mis muslos y mi espalda quedaran al descubierto y alguien los viera. Vergonzoso, impúdico. Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente.


Me meto en el agua, me acuesto y me dejo flotar. El agua está templada. Cierro los ojos y súbitamente, sin advertencia, ella está conmigo; debe de ser el olor del jabón. Pongo la cara contra el suave pelo de su nuca y la huelo: talco de bebé, piel de niño recién bañado y champú, con un vago olor a pis en el fondo. Ésta es la edad que tiene cuando estoy en la bañera. Se me aparece a diferentes edades, por eso sé que no es un fantasma. Si lo fuera, siempre tendría la misma edad.

Una vez, cuando tenía once meses, justo antes de que empezara a caminar, una mujer me la robó del carrito del supermercado. Era un sábado, el día que Luke y yo hacíamos la compra de la semana, porque los dos trabajábamos. Ella estaba sentada en el asiento para los niños que tenían antes los carritos de los supermercados, con agujeros para las piernas. Estaba muy contenta; yo me giré de espaldas, creo que era en la sección de comida para gatos; Luke estaba en la carnicería al otro extremo de la tienda, fuera de la vista. Le gustaba elegir la carne que íbamos a comer durante la semana. Decía que los hombres necesitaban más carne que las mujeres, que no se trataba de una superstición y que él no era ningún tonto, para algo había seguido unos estudios. Existen diferencias, decía. Le encantaba repetirlo, como si yo intentara demostrar lo contrario. Pero en general lo decía cuando estaba mi madre presente. Le encantaba provocarla.

Oí que empezaba a llorar. Me giré y vi que desaparecía pasillo abajo, en brazos de una mujer que yo jamás había visto. Lancé un grito y la mujer se detuvo. Debía de tener unos treinta y cinco años. Lloraba y decía que era su bebé, que el Señor se la había dado, que le había enviado una señal. Sentí pena por ella. El gerente de la tienda se disculpó, y la retuvieron hasta que llegó la policía.

Simplemente, está loca, dijo Luke.

En ese momento, creí que se trataba de un incidente aislado.


Su imagen se desvanece, no puedo retenerla aquí conmigo, ya ha desaparecido. Tal vez sí pienso en ella como en un fantasma, el fantasma de una niña muerta, una criatura que murió cuando tenía cinco años. Recuerdo las fotos que alguna vez tuve de nosotras dos, yo sosteniéndola en brazos, en poses típicas, encerradas en un marco y a salvo. Desde detrás de mis ojos cerrados me veo a mí misma tal como soy ahora, sentada junto a un cajón abierto, o junto a un baúl en el sótano, donde guardo la ropa de bebé doblada y un sobre con un mechón de pelo de cuando tenía dos años, de color rubio claro. Después se le oscureció.

Ya no tengo esas cosas, ni la ropa ni el pelo. Me pregunto qué ocurrió con nuestras pertenencias. Saqueadas, tiradas y arrancadas. Confiscadas.

He aprendido a arreglármelas sin un montón de cosas. Si tienes demasiadas cosas, decía Tía Lydia, te aferras demasiado al mundo material y olvidas los valores espirituales. Bienaventurados los humildes. No agregó nada acerca de que heredarían la tierra.

Sigo tendida, con el agua chocando suavemente contra mi cuerpo, junto a un cajón abierto que no existe, y pienso en una niña que no murió cuando tenía cinco años; que aún existe, espero, aunque no para mí. ¿Existo yo para ella? ¿Soy una imagen en tinieblas en lo más recóndito de su mente?

Ellos debieron de contarle que yo estaba muerta. Eso es lo que debieron de hacer. Seguramente pensaron que de ese modo a ella le resultaría más fácil adaptarse.


Ahora debe tener ocho años. He llenado el tiempo que perdí, sé todo lo que ha ocurrido. Ellos tenían razón, es más fácil pensar que ella está muerta. Así no tengo que abrigar esperanzas, ni hacer un esfuerzo inútil. ¿Por qué darse la cabeza contra la pared?, decía Tía Lydia. A veces tenía una manera muy gráfica de decir las cosas.


– No tengo todo el día -dice Cora, al otro lado de la puerta. Es verdad, no tiene todo el día. No tiene todo de nada. No debo robarle su tiempo. Me enjabono, me paso el cepillo de cerdas cortas y la piedra pómez para eliminar la piel muerta. Estos accesorios típicamente puritanos te los proporcionan. Me gustaría estar absolutamente limpia, libre de gérmenes y bacterias, como la superficie de la luna. No podré lavarme esta noche, ni más tarde, ni en todo el día. Ellos dicen que es perjudicial, así que, ¿para qué correr riesgos?

Ahora no puedo evitar que mis ojos vean el pequeño tatuaje de mi rodilla. Cuatro dedos y un ojo, un pasaporte del revés. Se supone que sirve como garantía de que nunca desapareceré. Soy demasiado importante, demasiado especial como para que eso ocurra. Pertenezco a la reserva nacional.

Saco el tapón, me seco, y me pongo la bata de felpa roja. Dejo aquí el vestido que llevaba hoy, porque Cora lo recogerá para lavarlo. Una vez en la habitación, me vuelvo a vestir. La toca blanca no es necesaria a esta hora porque no voy a salir. En esta casa, todos conocen mi cara. Sin embargo, el velo rojo sigue cubriendo mi pelo húmedo y mi cabeza, que no ha sido rapada. ¿Dónde vi aquella película de unas mujeres arrodilladas en la plaza del pueblo, sujetas por unas manos, y con el pelo cayéndoles a mechones? ¿Qué habían hecho? Debe de haber sido hace mucho tiempo, porque no logro recordarlo.


Cora me trae la cena en una bandeja cubierta. Antes de entrar golpea la puerta. Me cae bien ese detalle. Significa que piensa que me corresponde algo de lo que solíamos llamar intimidad.

– Gracias -le digo, cogiendo la bandeja de sus manos. Ella me sonríe, pero se vuelve sin responder. Cuando estamos las dos a solas, recela de mí.

Pongo la bandeja en la pequeña mesa pintada de blanco y acerco la silla hasta ella. Quito la cubierta de la bandeja. Un muslo de pollo, demasiado cocido. Es mejor que crudo, que es el otro modo en que lo prepara. Rita sabe cómo demostrar su resentimiento. Una patata al horno, judías verdes, ensalada. Como postre, peras en conserva. Es una comida bastante buena, pero ligera. Comida sana. Debéis consumir vitaminas y minerales, decía Tía Lydia, en tono remilgado. Debéis ser fuertes. Nada de café ni té, nada de alcohol. Se han realizado estudios. Hay una servilleta de papel, como en las cafeterías.

Pienso en los demás, los que no tienen nada. Éste es el paraíso del amor, aquí llevo una vida mimada, que el Señor nos haga realmente capaces de sentir gratitud, decía Tía Lydia, o sea agradecidas, y empiezo a comer mi comida. Esta noche no tengo hambre. Siento náuseas. Pero no hay dónde poner la comida, ni macetas de plantas, y no voy a probar en el lavabo. Estoy muy nerviosa, eso es lo que pasa. ¿Y si la dejara en el plato y le pidiera a Cora que no pasara el informe? Mastico y trago, mastico y trago, y floto que empiezo a sudar. La comida me llega al estómago convertida en una pelota, un puñado de cartones humedecidos y estrujados.

Abajo, en el comedor, deben de haber puesto la gran mesa de caoba, con velas, mantel blanco, cubertería de plata, flores, y el vino servido en copas. Se oirá el tintineo de los cuchillos contra la porcelana, y un chasquido cuando ella suelta el tenedor con un suspiro apenas audible Y deja la mitad de la comida en el plato, sin tocarla. Probablemente dirá que no tiene apetito. Tal vez no diga nada. Si dice algo, ¿él hace algún comentario? Si no dice nada, ¿él lo nota? Me pregunto cómo se las arregla para que reparen en ella. Supongo que debe de ser difícil.


A un costado del plato hay una porción de mantequilla. Corto una punta de la servilleta de papel, envuelvo en ella la mantequilla, la llevo hasta el armario y la guardo en la punta de mi zapato derecho -del par de recambio-, como he hecho otras veces. Arrugo el resto de la servilleta: seguramente, nadie se molestará en estirarla para comprobar si le falta algo. Usaré la mantequilla esta noche. No estaría bien que ahora oliera a mantequilla.


Espero. Me compongo. Mi persona es una cosa que debo componer, como se compone una frase. Lo que debo presentar es un objeto elaborado, no algo natural.

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