VIII EL DÍA DEL NACIMIENTO

CAPÍTULO 19

Estoy soñando que estoy despierta.

Sueño que me levanto de la cama y atravieso la habitación, no esta habitación, y salgo por la puerta, no esta puerta. Estoy en casa, una de mis casas, y ella corre a mi encuentro vestida con su camisoncito verde con un girasol en el delantero, descalza, y la cojo y siento sus brazos y las piernas rodeando mi cuerpo y me echo a llorar porque comprendo que no estoy despierta. Estoy otra vez en esta ama, intentando despertarme y me despierto y me siento en el borde de la cama, y mi madre viene con una bandeja y me pregunta si me encuentro mejor. De niña, cuando me enfermaba, ella tenía que faltar al trabajo. Pero esta vez tampoco estoy despierta.

Después de estos sueños me despierto de verdad y sé que estoy realmente despierta porque veo la guirnalda del cielo raso y mis cortinas, que cuelgan como una cabellera blanca empapada. Me siento drogada. Pienso que tal vez me están drogando. Tal vez la vida que yo creo vivir es una ilusión paranoica.

Ni una posibilidad. Sé dónde estoy, quién soy y qué día es. Éstas son las pruebas, y estoy sana. La salud es un bien inapreciable. Yo la atesoro del mismo modo que una vez la gente atesoró el dinero. La guardo, porque así tendré suficiente cuando llegue el momento.


Por la ventana entra un reflejo gris, un brillo apagado, hoy no hay mucho sol. Me levanto de la cama, voy hasta la ventana y me arrodillo en el asiento, sobre el duro cojín de la FE, y miro hacia afuera. No hay nada para ver.

Me pregunto qué habrá pasado con los otros dos cojines. Alguna vez tuvieron que existir tres. ESPERANZA y CARIDAD, ¿dónde los habrán guardado? Serena Joy es una mujer de orden. No tiraría nada a menos que estuviera muy gastado. ¿Uno para Rita y uno para Cora?

Suena la campana; yo ya estoy levantada, me he levantado antes de tiempo. Me visto, sin mirar hacia abajo.


Me siento en la silla y pienso en esta palabra: silla. También significa sede papal, y existe la silla eléctrica. En inglés, se dice chair, y chair en francés significa carne Ninguna de estas cosas tiene relación con el resto.

Éste es el tipo de letanías a las que recurro para calmarme.

Delante de mí tengo una bandeja, y en la bandeja hay un vaso de zumo de manzana, una píldora de vitamina, una cuchara, un plato con tres rodajas de pan tostado, una fuentecilla con miel y otro plato con una huevera -de esas que parecen el torso de una mujer- tapada con una funda. Debajo de la funda, para que se mantenga caliente, está el segundo huevo. La huevera es de porcelana blanca con una raya azul.

El primer huevo es blanco. Muevo un poco la huevera de modo tal que ahora queda bajo la pálida luz del sol que entra por la ventana y que cae sobre la bandeja brillando, debilitándose, volviendo a brillar. La cáscara del huevo es lisa y al mismo tiempo granulosa. Bajo la luz del sol se dibujan diminutos guijarros de calcio, como los cráteres de la luna. Es un paisaje árido, aunque perfecto; es el tipo de desierto que recorrían los santos para que la abundancia no dispersara sus mentes. Creo que a esto debe de parecerse Dios: a un huevo. Puede que la vida en la Luna no tenga lugar en la superficie sino en el interior.

Ahora el huevo resplandece, como si tuviera energía propia. Mirarlo me produce un placer intenso.

El sol se va y el huevo se desvanece.

Saco el huevo de la huevera y lo toco. Está caliente. Las mujeres solían llevar huevos como éstos entre sus pechos, para incubarlos. Debía de ser una sensación agradable.

La mínima expresión de vida. El placer condensado en un huevo. Bendiciones que pueden contarse con los dedos de una mano. Pero probablemente así es como se espera que yo reaccione. Si tengo un huevo, ¿qué más puedo querer?

En una situación apurada, el deseo de vivir se aferra a objetos extraños. Me gustaría tener un animal doméstico: digamos un pájaro, o un gato. Un amigo. Cualquier cosa que me resultara familiar. Incluso una rata serviría, si algún día cazara una, pero no existe la posibilidad: esta casa es demasiado limpia.

Rompo la parte superior del huevo con la cuchara y me como el interior.


Mientras como el segundo huevo, oigo la sirena, al principio muy lejos -serpenteando en dirección a mí entre las enormes casas con el césped recortado, un sonido agudo como el zumbido de un insecto, luego aproximándose y abriéndose como el sonido que florece en una trompeta. Esta sirena es toda una proclama. Dejo la cuchara; el corazón se me acelera y vuelvo a acercarme a la ventana: ¿será azul, y no para mí? Veo que gira en la esquina, baja por la calle y se detiene frente a la casa sin dejar de hacer sonar la sirena. Es roja. El día se viste de fiesta, algo raro en estos tiempos. Dejo el segundo huevo a medio comer y corro hasta el armario para coger mi capa; ya puedo oír los pasos en la escalera y las voces.

– Date prisa -me apremia Cora-, no van a esperarte todo el día -me ayuda a ponerme la capa; está sonriendo.

Avanzo por el pasillo, casi corriendo; la escalera es como una pista de esquí, la puerta principal es ancha, hoy puedo atravesarla; junto a ella está el Guardián, que me hace un saludo. Ha empezado a llover, sólo es una llovizna, Y el aire queda impregnado de olor a tierra y a hierba.

El Birthmobile rojo está aparcado en el camino de entrada. La puerta de atrás está abierta y subo trepando por ella. La alfombra es roja, igual que las cortinas de las ventanillas. En el interior ya hay tres mujeres, sentadas en los bancos instalados a lo largo de los costados de la furgoneta. El Guardián cierra y echa llave a la puerta doble y sube Un salto al asiento delantero, junto al conductor; a través de la rejilla de alambre que protege el cristal, podemos ver sus nucas. Arrancamos con una sacudida, mientras por encima de nuestras cabezas la sirena grita: ¡Abrid paso, abrid paso!

– ¿Quién es? -le pregunto a la mujer que tengo a mi lado; tengo que hablarle al oído, o donde sea que esté su oído bajo el tocado blanco. Hay tanto ruido, que casi tengo que gritar.

– Dewarren -me responde gritando. Como movida por un impulso, me coge la mano, me la aprieta. Al girar en la esquina, la furgoneta da un bandazo; la mujer se vuelve hacia mí y puedo ver su rostro y las lágrimas que corren por sus mejillas. ¿Por qué llorará? ¿Será envidia o disgusto? Pero no, está riendo, me echa los brazos al cuello, no la conozco, me abraza, noto sus grandes pechos debajo del vestido rojo; se seca la cara con la manga. En un día como éste, podemos hacer lo que queremos.

Rectifico: dentro de ciertos límites.

Frente a nosotras, en el otro banco, una mujer reza con los ojos cerrados y tapándose la boca con las manos. Quizá no está rezando, sino mordiéndose las uñas de los pulgares. Tal vez está intentando calmarse. La tercera mujer ya se ha calmado. Está sentada con los brazos cruzados y sonríe levemente. La sirena suena sin cesar. Éste era el sonido de la muerte, el que usaban las ambulancias o los bomberos. Probablemente hoy también sea el sonido de la muerte. Pronto lo sabremos. ¿Qué será lo que Dewarren dará a luz? ¿Un bebé, como todas esperamos? ¿O alguna otra cosa, un No Bebé, con una cabeza muy pequeña, o un hocico como el de un perro, o dos cuerpos, o un agujero en el corazón, o sin brazos, o con los dedos de las manos y los pies unidos por una membrana? Es imposible saberlo. Antes podía detectarse con aparatos, pero ahora eso está prohibido. De todos modos, ¿qué sentido tendría saberlo? No puedes deshacerte de él; sea lo que fuere, tienes que llevarlo dentro hasta que se cumpla el plazo.

En el Centro nos enseñaron que existe una posibilidad entre cuatro. En un tiempo, el aire quedó saturado de sustancias químicas, rayos y radiación, y el agua se convirtió en un hervidero de moléculas tóxicas; lleva años limpiar todo esto a fondo, y mientras tanto la contaminación entra poco a poco en tu cuerpo y se aloja en tu tejido adiposo. Quién sabe, tu misma carne puede estar contaminada como una playa sucia, una muerte segura para los pájaros de las costas o los bebés en gestación. Si un buitre te comiera, quizá se moriría. Tal vez te encenderías en la oscuridad como un reloj antiguo. Como un reloj de la muerte, también es el nombre de un escarabajo que se oculta la carroña.

A veces no puedo pensar en mí misma y en mi cuerpo ver mi esqueleto: me pregunto qué aspecto debo de tener para un electrón. Una armazón de vida, hecha con huesos; y en el interior, peligros, proteínas deformadas, cristales mellados como el vidrio. Las mujeres tomaban medicamentos, píldoras, los hombres rociaban los árboles, las vacas comían hierba, y todas estas meadas se filtraban en los ríos. Para no hablar del estallido de las centrales atómicas de la falla de San Andrés, el fallo no fue de nadie, durante los terremotos, ni del tipo de sífilis mutante que rompía todos los moldes. Algunos se las arreglaron por su cuenta, se cerraron las heridas con catgut o las cicatrizaron con productos químicos. ¿Cómo pudieron?, decía Tía Lydia, oh, ¿cómo pudieron hacer eso? ¡Jezebeles! ¡Despreciar los dones de Dios! Y se retorcía las manos.

Es un riesgo que corréis, decía Tía Lydia, pero vosotras sois las tropas de choque, marcharéis a la vanguardia por territorios peligrosos. Cuanto más grande sea el riesgo, mayor será la gloria. Se apretaba las manos, radiante con nuestro falso coraje. Nosotras clavábamos la vista en el pupitre. Pasar por todo eso y dar a luz un harapo: no era un pensamiento agradable. No sabíamos exactamente lo que les ocurría a los bebés que no superaban la prueba y eran declarados No Bebés. Pero sabíamos que los llevaban a algún sitio y los quitaban rápidamente de en medio.


No había ningún motivo, dice Tía Lydia. Está de pie en de la clase, con su vestido color caqui y un puntero en la mano. En la pizarra, donde alguna vez debió de haber un mapa, han desplegado un gráfico que muestra el índice de natalidad expresado en miles, a lo largo de varios años: un marcado declive que desciende hasta traspasar la línea del cero y continúa descendiendo.

Por supuesto, algunas mujeres creían que no habría futuro pensaban que el mundo estallaría. Es la excusa que ponían, dice Tía Lydia. Decían que no tenía sentido tener descendencia. A Tía Lydia se le ensanchaban las fosas nasales: cuánta perversidad. Eran unas perezosas, decía. Unas puercas.

En la tabla de mi pupitre hay grabadas unas iniciales y unas fechas. Las iniciales a veces van en dos pares, unidas por la palabra ama. J. H. ama a B. P., 1954; 0. R. ama a L. T. Me recuerdan las inscripciones que solía ver grabadas en las paredes de piedra de las cuevas, o dibujadas con una mezcla de hollín y grasa animal. Me parecen increíblemente antiguas. La tabla del pupitre es de madera clara, inclinada, y tiene un brazo en el costado derecho en el que uno se apoya para escribir con papel y lapicera. Dentro del pupitre se pueden guardar cosas: libros y libretas. Estas costumbres de otros tiempos ahora me parecen lujosas, casi decadentes; inmorales, como las orgías de los regímenes bárbaros. M. ama a G., 1972. Este grabado, hecho hundiendo un lápiz varias veces en el barniz gastado del pupitre, tiene el patetismo de todas las civilizaciones extinguidas. Es como grabar algo a mano sobre una piedra. Quienquiera que lo haya hecho, alguna vez estuvo vivo.

No hay fechas posteriores a la década de los ochenta. Ésta debió de ser una de las escuelas que cerraron definitivamente por falta de niños.

Cometieron errores, dice Tía Lydia. No queremos repetirlos. Su voz es piadosa, condescendiente, es la voz de una persona cuya función consiste en decirnos cosas desagradables por nuestro propio bien. Me gustaría estrangularla. Aparto la idea de mi mente en cuanto se me ocurre.

Las cosas se valoran, dice, sólo cuando son raras y difíciles de conseguir. Nosotras queremos ser apreciadas niñas. Es fértil haciendo pausas y las saborea lentamente. Imaginad que sois perlas. Nosotras, sentadas en fila, con la mirada baja, la hacemos salivar moralmente. Somos suyas y puede definirnos, debemos soportar sus adjetivos.

Pienso en las perlas. Las perlas son escupitajos de ostras congelados. Más tarde se lo diré a Moira; si puedo.

Todos nosotros vamos a poneros a punto, dice Tía Lydia, con regocijo y satisfacción.


La furgoneta se detiene, se abren las puertas traseras y el Guardián nos hace salir como si fuéramos una manada.

Junto a la puerta delantera hay otro Guardián, con una de esas ametralladoras sin retroceso colgada del hombro. Marchamos en fila hacia la puerta delantera, bajo la llovizna, y los Guardianes nos hacen un saludo. La enorme furgoneta de emergencia, la que transporta los aparatos y los médicos ambulantes, está aparcada un poco más lejos, en el camino de entrada. Veo que uno de los médicos mira por la ventanilla de la furgoneta. Me pregunto qué hará allí dentro, esperando. Lo más probable es que esté jugando a las cartas, o leyendo; o dedicado a algún pasatiempo masculino. La mayor parte de las veces no se los necesita para nada; sólo se les permite entrar cuando su presencia es inevitable.

Antes era diferente, ellos se ocupaban. Era una vergüenza, decía Tía Lydia. Vergonzoso. Lo único que nos mostró fue una película rodada en un hospital antiguo: una mujer embarazada, conectada a un aparato, con electrodos que le salen de todas partes y le dan el aspecto de un robot destrozado, y una sonda en el brazo que la alimenta por vía intravenosa. Un hombre con un reflector mira entre sus piernas -donde la han afeitado dejándola realmente como a una niña imberbe-; se ve una bandeja con brillantes bisturíes esterilizados; todos llevan la cara tapada por una mascarilla. Una paciente colaboradora. Una vez que la han drogado y han provocado el parto, le hacen una incisión y la cosen. Eso es todo. Ni siquiera usan anestesia. Tía Elizabeth decía que para el bebé era mejor, y que: Aumentaré enormemente el dolor de tu concepción: parirás con dolor. Nos lo daban durante el almuerzo, en un bocadillo de pan moreno y lechuga.

Mientras subo la escalera, una escalera amplia con un jarrón de piedra a cada lado -el Comandante de Dewarren debe de tener una posición social más alta que el nuestro-, oigo otra sirena. Es el Birthmobile azul, el de las Esposas. Ésta debe de ser Serena Joy, que hace su entrada triunfal. Ellas no tienen que sentarse en bancos, sino en asientos de verdad, tapizados. Pueden mirar hacia delante Y no llevan las cortinas cerradas. Saben a dónde van.

Probablemente Serena Joy ha estado antes en esta casa, tomando el té. Tal vez Dewarren, antes la putita llorona Janine, se paseaba delante de ella y de las otras Esposas Para que pudieran ver su vientre, quizá tocarlo, y felicitar a la Esposa. Una chica fuerte, con buenos músculos. Ningún Agente Naranja en su familia, comprobamos los archivos, ninguna precaución es excesiva. Y tal vez alguna frase amable: ¿Quieres una galleta, querida?

Oh, no, le haría daño, no les hace, bien comer demasiado azúcar.

Una no le hará daño, sólo una, Mildred.

Y la pelotillera Janine: Oh, sí, ¿puedo comer una, señora? Por favor.

Qué ejemplar, tan modosita, nada hosca como algunas otras, cumple con su trabajo y eso es todo. Como una hija para ti, como tú dirías. Una de la familia. Una ahogada risita de matrona. Eso es todo, querida, puedes volver a tu habitación.

Y cuando ella se ha ido: Son todas unas putitas, pero al menos tú no puedes quejarte. Coges lo que te dan, ¿verdad, chicas? Eso diría la Esposa del Comandante.

Oh, pero tú has sido muy afortunada. Vaya, algunas de ellas ni siquiera son limpias. Y jamás te sonreirían, se encierran en su habitación, no se lavan el pelo, y qué olor. Yo tengo que mandar a las Marthas a que limpien, casi tengo que llevarla a la rastra hasta la bañera, prácticamente tengo que sobornarla incluso para lograr que se dé un baño, tengo que amenazarla.

Yo tuve que tomar medidas severas con la mía, y ahora no come como debería; y en cuanto a lo otro, ni pizca, y eso que hemos sido muy regulares. Pero la tuya, es toda una garantía para ti. Y cualquiera de estos días, oh, debes de estar tan nerviosa, está gordísima, ¿a que estás impaciente?

¿Un poco más de té?, cambiando discretamente de tema.

Ya sé lo que viene después.

¿Y qué hace Janine en su habitación? Estará sentada, con el sabor del azúcar aún en la boca, lamiéndose los labios. Mirando por la ventana. Aspirando y espirando. Acariciándose los pechos hinchados. Sin pensar en nada.

CAPÍTULO 20

La escalera central es más ancha que la nuestra, y tiene una barandilla curva a cada lado. Desde arriba me llega el sonsonete de las mujeres que ya han llegado. Subimos la escalera en fila india, con todo cuidado, para no pisar el borde del vestido de la que va adelante. A la izquierda se ven las puertas dobles del comedor -que ahora están plegadas-, y en el interior la larga mesa cubierta con un mantel blanco y llena de platos fríos: jamón, queso, naranjas -¡tienen naranjas!-, panecillos recién horneados En cuanto a nosotras, más tarde nos servirán una bandeja con leche y bocadillos. Pero ellos tienen una cafetera y botellas de vino porque, ¿acaso las Esposas no pueden emborracharse un poquito en un día tan jubiloso? Primero esperarán los resultados y luego se hartarán como cerdos. Ahora están reunidas en la sala, al otro lado de la escalera, animando a la Esposa de este Comandante, la esposa de Warren. Es una mujer menuda; está tendida en el suelo, vestida con un camisón de algodón blanco, y su cabellera canosa extendida sobre la alfombra como una mancha de humedad; le masajean el vientre, como si realmente estuviera a punto de dar a luz.

El Comandante, por supuesto, no está a la vista. Se ha ido a donde se van los hombres en estas ocasiones, a algún escondrijo. Probablemente está calculando el momento en que será anunciada su presentación, si todo sale bien. Ahora está seguro de haberlo logrado.

Dewarren está en la habitación principal, una buena manera de definirla: allí es donde se acuestan el Comandante y su Esposa. Está sentada en la enorme cama, apuntalada con cojines: es Janine, hinchada pero reducida, despojada de su nombre original. Lleva un vestido recto de algodón blanco, levantado por encima de los muslos; su larga cabellera castaña está peinada hacia atrás y recogida en la nuca, para que no moleste. Tiene los ojos apretados; viéndola así, casi me resulta agradable. Al fin y al cabo, es una de nosotras, ¿qué pretende, sino vivir lo más agradablemente posible? ¿Qué otra cosa quiere cualquiera de nosotras? El inconveniente está en lo posible. Teniendo en cuenta las circunstancias, ella no lo hace mal.

Se encuentra flanqueada por dos mujeres que no conozco y que le sujetan las manos, o quizás es ella la que sujeta las manos de las mujeres. Una tercera mujer le levanta el camisón, le pone aceite para bebé en el montículo que forma su barriga y le hace fricciones en sentido descendente. A sus pies está Tía Elizabeth, vestida con el traje color caqui de los bolsillos en el pecho. Ella era una de las que daban clases de Educación Ginecológica. Sólo puedo ver un costado de su cabeza, su perfil, pero sé que es ella por su inconfundible nariz prominente y su considerable y severa barbilla. A su lado se ve la silla de partos con su asiento doble, uno de ellos levantado como un trono detrás del otro. No colocarán a Janine en la silla hasta que llegue el momento. Las sábanas están preparadas, lo mismo que la pequeña bañera y el bol con cubos de hielo para que Janine los chupe.

Las demás mujeres están sentadas en la alfombra con las piernas cruzadas; forman una multitud, se supone que todas las mujeres del distrito están aquí. Debe de haber veinticinco o treinta. No todos los Comandantes tienen Criada: las Esposas de algunos de ellos tienen hijos. De cada uno, dice la frase, según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades. La recitábamos tres veces al día, después del postre. Era una frase de la Biblia, o eso decían. Otra vez San Pablo, de los Hechos.

Sois una generación de transición, decía Tía Lydia. Es lo más difícil. Sabemos cuántos sacrificios tendréis que hacer. Resulta difícil cuando los hombres os injurian. Será más fácil para las que vengan después de vosotras. Ellas aceptarán su obligación de buena gana.

Pero no decía: Porque no habrán conocido otro modo de vida.

Decía: Porque no querrán las cosas que no puedan tener.


Una vez por semana teníamos cine, después del almuerzo y antes de la siesta. Nos sentábamos en el suelo de la sala de Economía Doméstica, en nuestras esteras grises, mientras Tía Helena y Tía Lydia luchan con el equipo de proyección. Si teníamos suerte, no cargaban la película del revés. Esto me recordaba las clases de geografía, cuando iba a la escuela, miles de años atrás, y nos pasaban películas del resto del mundo; mujeres vestidas con faldas largas o vestidos baratos de algodón estampado, que llevaban haces de leña, o cestos, o cubos de plástico con agua que cogían de algún río, y bebés que les colgaban de los chales o de cabestrillos de red. Miraban a la cámara de reojo o con expresión asustada, sabiendo que algo les estaban haciendo con una máquina de un solo ojo de cristal, pero sin saber qué. Aquellas películas eran reconfortantes y terriblemente aburridas. Me hacían sentir sueño, incluso cuando en la pantalla aparecían hombres enseñando los músculos, picando la dura tierra con azadones y palas rudimentarios y trasladando rocas. Yo prefería las películas en las que se veían danzas, cantos, máscaras de ceremonia y objetos tallados convertidos en instrumentos, musicales: plumas, botones de latón, conchas de caracoles marinos, tambores. Me gustaba ver a esta gente cuando era feliz, no cuando eran desgraciados y estaban muertos de hambre, demacrados, o se agotaban hasta la muerte por cualquier tontería como cavar un pozo o regar la tierra, problemas que las naciones civilizadas habían resuelto hacía tiempo. Pensaba que bastaba con que alguien les proporcionara los medios tecnológicos y los dejara utilizarlos.

Tía Lydia no nos pasaba este tipo de películas.

En ocasiones nos ponía una antigua película pornográfica, de la década de los setenta o los ochenta. Mujeres arrodilladas chupando penes o pistolas, mujeres atadas o encadenadas o con collares de perro en el cuello, mujeres colgadas de árboles, o cabeza abajo, desnudas, con las piernas abiertas, mujeres a las que violaban o golpeaban o mataban. Una vez tuvimos que ver cómo descuartizaban a una mujer, le cortaban los dedos y los pechos con tijeras de podar, le abrían el estómago y le arrancaban los intestinos.

Considerad las posibilidades, decía Tía Lydia. ¿Veis cómo solían ser las cosas? Eso era lo que pensaban entonces de las mujeres. Le temblaba la voz de indignación.

Más tarde, Moira dijo que no era real, que estaba filmado con modelos; pero era difícil saberlo.

A veces, sin embargo, la película era lo que Tía Lydia llamaba un documental sobre No Mujeres. Imaginaos, decía Tía Lydia, lo que representa perder el tiempo de esa manera, cuando tendrían que haber estado haciendo algo útil. Antes, las No Mujeres siempre estaban perdiendo el tiempo. Las animaban para que lo hicieran. El gobierno les proporcionaba dinero para que hicieran exactamente eso. La verdad es que tenían algunas ideas bastante buenas, proseguía, con el tono autosuficiente de quien está en condiciones de juzgar. Incluso actualmente tendríamos que permitir que continuaran algunas de sus ideas. Sólo algunas, en realidad, decía tímidamente, levantando el dedo índice y agitándolo delante de nosotras. Pero ellas eran ateas, y ahí está la gran diferencia, ¿no os parece?

Me siento en mi estera, con las manos cruzadas; Tía Lydia se hace a un lado, apartándose de la pantalla; las luces se apagan y me pregunto si en la oscuridad podré inclinarme hacia la derecha sin que me vean y susurrar algo a la mujer que tengo a mi lado. ¿Pero qué puedo susurrarle? Le preguntaré si ha visto a Moira. Porque nadie la ha visto, no apareció a la hora del desayuno. Pero la sala, aunque en penumbras, no está lo suficientemente oscura, así que cambio de actitud, fingiendo que presto atención. En las películas de este tipo no conectan la banda sonora, pero sí lo hacen en el caso de las películas pomo. Quieren que oigamos los gritos, los gemidos y los chillidos de lo que podría ser el dolor extremo o el placer extremo, o ambos a la vez, pero no quieren que oigamos lo que dicen las No Mujeres.

Primero aparecen el título y algunos nombres -que están tachados con carboncillo para que no podamos leerlos-, y entonces veo a mi madre. Mi madre de joven, más joven de lo que yo la recuerdo, tan joven como debía de ser antes de que yo naciera. Lleva el tipo de vestimenta que, según Tía Lydia, era típica de las No Mujeres en aquella época: un mono de tela tejana, debajo una camisa de cuadros verdes y malva, y zapatos de lona; es el tipo de vestimenta que en un tiempo llevaba Moira, el tipo de ropa que recuerdo haberme puesto yo misma hace mucho tiempo. Lleva el pelo recogido en la nuca con un pañuelo de color malva. Su joven rostro es muy serio, aunque bonito. Había olvidado que alguna vez mi madre fue tan bonita y tan ardiente. Está reunida con otras mujeres que van vestidas de la misma manera; lleva un palo, no, es el mango de una pancarta. La cámara toma una vista panorámica y vemos la inscripción, pintada en lo que debió de haber sido una sabana: DEVOLVEDNOS LA NOCHE. Ésta no ha sido tachada, pero se supone que nosotras no leemos. Las mujeres que están a mi alrededor jadean y en la sala se produce un movimiento semejante al de la hierba cuando es agitada por el viento. ¿Es un descuido, y por eso nos hemos librado de un castigo? ¿O ha sido algo deliberado, para recordarnos los viejos tiempos en los que no había ninguna seguridad?

Detrás de este cartel hay otros, y la cámara los capta brevemente: LIBERTAD PARA ELEGIR. QUEREMOS BEBÉS DESEADOS RESCATEMOS NUESTROS CUERPOS. ¿CREES QUE EL LUGAR DE LA MUJER ES LA COCINA? Debajo del último cartel se ve dibujado el cuerpo de una mujer sobre una mesa, y la sangre que le sale a chorros.

Ahora mi madre avanza, está sonriendo, riendo, todos avanzan con los puños en alto. La cámara se mueve en dirección al cielo, donde se elevan cientos de globos con los hilos colgando: globos rojos que tienen pintado un círculo, un círculo con un rabo como el de una manzana, pero el rabo es una cruz. La cámara vuelve a descender; ahora mi madre forma parte de la multitud y ya no la veo.


Te tuve cuando tenía treinta y siete años, me dijo mi madre. Era un riesgo, podrías haber salido deformada, o algo así. Eras un bebé deseado, eso sí, y recibí críticas de mucha gente. Mi antigua amiga Tricia Foreman me acusó de pronatalista, la muy puta. Yo se lo atribuí a los celos. Algunos, sin embargo, se portaron bien. Pero cuando estaba en el sexto mes de embarazo, muchos de ellos empezaron a enviarme esos artículos acerca de cómo después de los treinta y cinco años aumenta el riesgo de tener hijos con taras congénitas. Exactamente lo que necesitaba. Y tonterías acerca de lo difícil que era ser una madre soltera. Llevaos de aquí esa mierda, les dije, he empezado esto y voy a terminarlo. En el gráfico del hospital escribieron: «Primípara de edad», los sorprendí mientras lo apuntaban. Así llaman a las mujeres mayores de treinta años, que esperan su primer bebé. Todo eso es basura, les dije, biológicamente tengo veintidós años, podría daros cien vueltas a todos vosotros. Podría tener trillizos y salir de aquí caminando mientras vosotros aún estaríais intentando levantaros de la cama.

Mientras lo decía, la barbilla le sobresalía. La recuerdo así, con la barbilla sobresaliente y una copa delante de ella, en la mesa de la cocina; no tan joven, ardiente y bonita como aparecía en la película, pero fuerte, valiente, el tipo de anciana que no permitiría que alguien se colara delante de ella en la cola del supermercado. Le gustaba venir a mi casa a tomar un trago mientras Luke y yo preparábamos la cena, y contarnos lo que funcionaba mal en su vida, que siempre se convertía en lo que funcionaba mal en la nuestra. En aquel tiempo tenía el pelo canoso, por supuesto. Jamás se lo habría teñido. Por qué aparentar, decía De todos modos, para qué lo quiero, no quiero a ningún hombre a mi lado, para qué sirven, excepto por los diez segundos que emplean en hacer medio bebé. Un hombre es simplemente el instrumento de una mujer para hacer otras mujeres. No digo que tu padre no fuera un buen chico y todo eso, pero no estaba preparado para la paternidad. Y no es que yo pretendiera eso de él. Solamente haz tu trabajo, y luego puedes esfumarte, le dije, yo tengo un sueldo decente y puedo ocuparme de ella. Así que se fue a la costa y me enviaba postales de Navidad. Tenía unos hermosos ojos azules. Pero a todos ellos les falta algo, incluso a los guapos. Es como si estuvieran permanentemente distraídos, como si no pudieran recordar exactamente quiénes son. Miran mucho al cielo. Y pierden el contacto con la realidad. No tienen ni punto de comparación con las mujeres, salvo que son mejores arreglando coches y jugando al fútbol, que es justamente lo que necesitamos para el progreso de la raza humana, ¿verdad?

Así es como hablaba, incluso delante de Luke. A él no le importaba y le tomaba el pelo fingiendo ser un macho, le decía que las mujeres no estaban capacitadas para el pensamiento abstracto, y ella se tomaba otro trago y le dedicaba una sonrisa burlona.

Cerdo chauvinista, le decía.

¿No te parece anticuada?, me preguntaba Luke a mí, y mi madre lo miraba con cierta malicia, casi furtivamente.

Tengo derecho, le respondía. Soy lo suficientemente vieja, he pagado todas mis deudas, ahora me toca ser anticuada. Tú aún no sabes limpiarte los mocos. Cochinillo tendría que haberte dicho.

En lo que se refiere a ti, me decía, no eres más que un juego para él. Una llamarada que enseguida se extingue. El tiempo me dará la razón.

Pero este tipo de cosas sólo las decía después del tercer trago.

Vosotros los jóvenes no sabéis apreciar las cosas, proseguía. No sabéis lo que hemos tenido que pasar para lograr que estéis donde estáis. Míralo, es él quien pela las zanahorias. ¿Sabéis cuántas vidas de mujeres, cuántos cuerpos de mujeres han tenido que arrollar los tanques para llegar a esta situación?

La cocina es mi pasatiempo predilecto, decía Luke. Disfruto cocinando.

Un pasatiempo muy original, replicaba mi madre. No tienes por qué darme explicaciones. En otros tiempos no te habrían permitido tener semejante pasatiempo, te habrían llamado marica.

Vamos, madre, le decía yo. No discutamos por tonterías.

Tonterías, repetía amargamente. Las llamas tonterías. Veo que no entiendes. No entiendes nada de lo que estoy diciendo.

A veces se echaba a llorar. Estaba tan sola…, decía. No tienes idea de lo sola que estaba. Y tenía amigos, era afortunada, pero igual estaba sola.

En ciertos aspectos admiraba a mi madre, aunque las cosas entre nosotras nunca eran fáciles. Yo sentía que ella esperaba demasiado de mí. Esperaba que yo reivindicara su vida y las elecciones que ella había hecho. Yo no quería vivir mi vida según sus términos. No quería ser una hija modelo, la encarnación de sus ideas. Solíamos discutir por eso. No soy la justificación de tu existencia, le dije una vez.

Quiero tenerla a mi lado otra vez. Quiero tenerlo todo otra vez, tal como era. Pero este deseo no tiene sentido.

CAPÍTULO 21

Aquí hace calor, y hay mucho ruido. Las voces de las mujeres se elevan a mi alrededor en un cántico suave que para mí es aún demasiado fuerte, después de tantos y tantos días de silencio. En un rincón de la habitación hay una sábana manchada de sangre, hecha un bulto y tirada, de cuando Janine rompió aguas. No me había dado cuenta hasta ahora.

La habitación también huele, el aire está cargado, tendrían que abrir una ventana. El olor que se siente es el de nuestra propia carne, un olor orgánico, a sudor con un matiz de olor a hierro que debe de salir de la sangre de la sábana, y otro olor, más animal, que seguramente sale de Janine: olor a guarida, a cueva habitada, el olor de la flauta de cuadros encima de la cual una vez parió la gata, antes de que la esterilizaran. Olor a matriz.

– Aspira, aspira -cantamos, tal como nos han enseñado-. Aguanta, aguanta. Expele, expele, expele -cantamos hasta llegar a cinco. Cinco para coger aire, cinco para retenerlo y cinco para expulsarlo. Janine, con los ojos cerrados, intenta aminorar el ritmo de su respiración. Tía Elizabeth tantea en busca de las contracciones.

Ahora Janine está intranquila y quiere caminar. Las dos mujeres la ayudan a bajar de la cama y la sostienen una a cada lado mientras ella camina. Le sobreviene una contracción que la obliga a doblarse. Una de las mujeres se arrodilla y le fricciona la espalda. Todas nosotras sabemos hacerlo, hemos recibido lecciones. Reconozco a Deglen, mi compañera de compras, a dos asientos de distancia del mío. El suave cántico nos envuelve como una membrana.

Llega una Martha con una bandeja: una jarra con zumo de frutas, como el que venía en polvo, y que parece de uva, y un montón de vasos de cartón. La deja sobre la alfombra, delante de las mujeres que cantan. Deglen, sin perder el ritmo, sirve el zumo y los vasos recorren la fila.

Recibo un vaso, me inclino hacia un costado para pasarlo y la mujer que está a mi lado me pregunta al oído:

– ¿Estás buscando a alguien?

– Moira -le digo, también en voz baja-. Pelo oscuro y pecas.

– No -responde la mujer-. No la conozco, no estaba conmigo en el Centro, aunque la he visto comprando. Pero te la buscaré.

– ¿Quién eres? -le pregunto.

– Alma -responde-. ¿Cuál es tu verdadero nombre?

Quiero decirle que en el Centro había otra Alma. Quiero decirle mi nombre, pero Tía Elizabeth levanta la cabeza y recorre la habitación con la mirada; debe de haber notado una alteración en el cántico, así que no tengo tiempo. A veces, en los Días de Nacimiento, te enteras de cosas. Pero no tendría sentido preguntar por Luke. No debe de haber estado en ningún sitio en el que alguna de estas mujeres pudiera verlo.

El cántico prosigue, y empieza a contagiarme. Es difícil, tienes que concentrarte. Identificaos con vuestro cuerpo, decía Tía Elizabeth. Ya puedo sentir ligeros dolores en el vientre y pesadez en los pechos. Janine grita, es un grito débil, una mezcla de grito y gemido.

– Está entrando en trance -dice Tía Elizabeth.

Una de las ayudantes le limpia la frente a Janine con u» paño húmedo. Janine está sudando, algunos mechones de pelo se le sueltan de la banda elástica y otros más pequeños le quedan pegados en la frente y el cuello. Tiene la piel húmeda, empapada y lustrosa.

– ¡Jadea! ¡Jadea! ¡Jadea! -cantamos.

– Quiero salir -dice Janine-. Quiero dar un paseo. Me siento bien. Tengo que ir al retrete.

Todas sabemos que está en un momento de transición, que no sabe lo que hace. ¿Cuál de estas afirmaciones es verdad? Probablemente la última. Tía Elizabeth hace una señal; dos mujeres se colocan junto al lavabo portátil y ayudan a Janine a sentarse en él. Ahora otro olor se añade a los que ya había en la habitación. Janine vuelve a gruñir e inclina la cabeza de modo tal que sólo podemos ver su pelo. Así encogida, parece una muñeca con los brazos en jarras, una muñeca vieja a la que han maltratado y abandonado en un rincón.

Janine está otra vez de pie y camina.

– Quiero sentarme -dice. ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? Minutos u horas. Estoy sudando, tengo el vestido empapado debajo de las axilas, mi labio superior sabe a sal; me sobrevienen los falsos dolores, las demás también los sienten: lo sé por el modo en que se mueven. Janine está chupando un cubo de hielo. Luego, a unos pasos o a kilómetros de distancia, grita-: No. Oh no, oh no, oh no -éste es su segundo bebé, tuvo un hijo, una vez. Me enteré en el Centro porque solía llamarlo a gritos por la noche, igual que las demás pero más ruidosamente. De modo que debería ser capaz de recordar esto, de recordar cómo es y qué ocurrirá.

¿ Pero quién puede recordar el dolor, una vez que éste ha desaparecido? Todo lo que queda de él es una sombra, ni siquiera en la mente ni en la carne. El dolor deja una marca demasiado profunda como para que se vea, una marca que queda fuera del alcance de la vista y de la mente.

Alguien ha terminado el zumo de uva y alguien ha birlado una botella. No es la primera vez que ocurre algo así en una reunión de este tipo; pero ellos harán la vista gorda. Nosotras también necesitamos nuestras orgías.

– Bajad las luces -dice Tía Elizabeth-. Decidle que ha llegado el momento.

Alguien se levanta, camina hasta la pared y la luz se hace más débil hasta que la habitación queda en penumbras; el tono de nuestras voces disminuye hasta convertirse en un coro de crujidos, de murmullos roncos, como saltamontes en la noche. Dos mujeres salen de la habitación; otras dos conducen a Janine a la Silla de Partos, y ella se sienta en el asiento más bajo. Ahora está más tranquila, el aire penetra en sus pulmones a ritmo uniforme; nosotras nos inclinamos hacia delante, estamos tan tensas que nos duelen los músculos de la espalda y el vientre. Está llegando, está llegando, como el sonido de un clarín que llama a tomar las armas, como una pared que se derrumba, nos produce la misma sensación que una piedra que desciende en el interior de nuestros cuerpos, y pensamos que vamos a estallar. Nos cogemos de las manos, ya no estamos solas.

La Esposa del Comandante entra a toda prisa; todavía lleva puesto el ridículo camisón de algodón blanco, por debajo del cual asoman sus larguiruchas piernas. Dos Esposas, vestidas con traje y velo azul, la sostienen de los brazos, como si ella lo necesitara. En su rostro se dibuja una sonrisa tensa, como la de una anfitriona durante una fiesta que habría preferido no celebrar. Debe de saber lo que pensamos de ella. Trepa a la Silla de Partos y se sienta en el asiento que está detrás y encima de Janine, de manera tal que rodea el cuerpo de ésta: sus piernas delgaduchas quedan colocadas a los costados, como los brazos de un excéntrico sillón. Por extraño que parezca, lleva calcetines de algodón blanco y zapatillas azules de un material velloso, como las fundas de las tapas de inodoro. Pero nosotras no prestamos atención a la Esposa, apenas la vemos, tenemos la mirada clavada en Janine. Bajo la luz tenue, ataviada con su traje blanco, brilla como una luna que asoma entre las nubes.

Ahora Janine gruñe a causa del esfuerzo.

– Empuja, empuja, empuja -susurramos-. Relájate. Jadea. Empuja, empuja, empuja -la acompañamos, somos una con ella, estamos ebrias. Tía Elizabeth se arrodilla; en las manos tiene una toalla extendida para coger al bebé, he aquí la coronación de todo, la gloria, la cabeza de color púrpura y manchada de yogur, otro empujón y se deslizará hacia afuera, untada de flujo y sangre, colmando nuestra espera. Oh, alabado sea.

Mientras Tía Elizabeth lo inspecciona, contenemos la respiración; es una niña, muy pequeña, pero de momento está bien, no tiene ningún defecto, eso ya se ve, manos, pies, ojos, los contamos en silencio, todo está en su sitio. Con el bebé en brazos, Tía Elizabeth nos mira y sonríe. Nosotras también sonreímos, somos una sola sonrisa, las lagrimas caen por nuestras mejillas, somos muy felices.

Nuestra felicidad es, en parte, recuerdo. Lo que yo recuerdo es a Luke cuando estaba conmigo en el hospital, de pie junto a mi cabeza, sujetándome la mano, vestido con la bata verde y la mascarilla blanca que le habían proporcionado. Oh, exclamó, oh, Jesús, con un suspiro de sorpresa. Dijo que aquella noche se sentía tan importante que no pudo pegar ojo.

Tía Elizabeth está lavando con mucho cuidado al bebé, que no llora demasiado. Lo más silenciosamente posible, para no asustarlo, nos levantamos, nos apiñamos alrededor de Janine, la abrazamos, le damos palmaditas en la espalda. Ella también está llorando. Las dos Esposas de azul ayudan a la tercera Esposa, la Esposa de la familia, a bajar de la Silla de Partos y a subir a la cama, donde la acuestan y la arropan. El bebé, ahora limpio y tranquilo, es colocado ceremoniosamente entre sus brazos. Las Esposas que están en el piso de abajo suben en tropel, empujándonos y haciéndonos a un lado. Hablan en voz muy alta, algunas de ellas aún llevan sus platos, sus tazas de café, sus vasos de vino, algunas todavía están masticando, se apiñan alrededor de la cama, de la madre y de la niña, felicitando y haciendo gorgoritos. La envidia emana de ellas, puedo olerla, como débiles vestigios de ácido mezclado con su perfume. La Esposa del Comandante mira al bebé como si éste fuera un ramo de flores, algo que ella ha ganado, un tributo.

Las Esposas están aquí como testigos de la elección de1 nombre. Son ellas quienes lo eligen.

– Angela -dice la Esposa del Comandante.

– Angela, Angela -repiten las Esposas en tono nervioso-. ¡Qué nombre tan dulce! ¡Oh, ella es perfecta! ¡Oh, es maravillosa!

Nos quedamos de pie entre Janine y la cama, para que ella no pueda verlo. Alguien le da un trago de zumo de uva, espero que le hayan agregado vino; ella aún siente los dolores posteriores al parto, llora desconsoladamente, consumida por las lágrimas. Sin embargo, nos sentimos albo rozadas; esto es una victoria de todas nosotras. Lo hemos conseguido.

Le permitirán alimentar al bebé durante algunos meses. Ellos creen en la leche materna. Después Janine será trasladada, para comprobar si puede hacerlo otra vez con algún otro que necesite un cambio. Pero nunca será enviada a las Colonias, nunca la declararán No Mujer. Ésa es su recompensa.

El Birthmobile está afuera, esperando para devolvernos a nuestras casas. Los médicos aún están en la furgoneta; por la ventanilla vemos sus rostros como manchas blancas, corno el rostro de un niño enfermo encerrado en su casa. Uno de ellos abre la puerta y se acerca a nosotras.

– ¿Todo salió bien? -pregunta en tono ansioso.

– Sí -respondo. En este momento me siento desgarrada, exhausta. Me duelen los pechos, incluso me gotean; es un sucedáneo de la leche, a algunas nos ocurre. Nos sentamos en nuestros bancos, frente a frente, mientras nos transportan; nos hemos quedado sin emoción, casi sin sensaciones, debemos de ser como manojos de tela roja. Nos duele todo. En nuestros regazos llevamos un espectro, un bebé fantasma. Ahora que el nerviosismo ha pasado, debemos hacer frente al fracaso. Madre, pienso. Estés donde estés, ¿puedes oírme? Querías una cultura de mujeres. Bien, aquí la tienes. No es lo que tú pretendías, pero existe. Tienes algo que agradecer.

CAPITULO 22

El Birthmobile llega a la casa a última hora de la tarde. El sol brilla débilmente entre las nubes y en el aire flota el olor de la hierba húmeda que empieza a calentarse. He pasado todo el día en la ceremonia del Nacimiento, y he perdido la noción del tiempo. La compra de hoy debe de haberla hecho Cora, porque yo estoy eximida de toda obligación. Subo la escalera levantando pesadamente los pies de un escalón a otro y sujetándome de la barandilla. Me siento como si hubiera estado en pie durante varios días corriendo todo el tiempo; me duele el pecho y los músculos se me acalambran como si me faltara azúcar. Por una vez en la vida, ansío estar sola.

Me echo en la cama. Me gustaría descansar, dormirme, pero estoy demasiado fatigada y al mismo tiempo tan excitada que no podría cerrar los ojos. Contemplo el cielo raso, siguiendo con la mirada las hojas de la guirnalda. Hoy me recuerda un sombrero, uno de esos de ala ancha que usaban las mujeres en tiempos pasados: sombreros como enormes aureolas, adornados con frutas y flores y plumas de pájaros exóticos; sombreros que representaban la idea del paraíso flotando exactamente encima de la cabeza, un pensamiento solidificado.

Dentro de un minuto, la guirnalda empezará a colorearse y yo empezaré a ver cosas. A este extremo llega mi cansancio: igual que cuando has conducido durante toda la noche, en la oscuridad, por alguna razón, ahora no debo pensar en eso, contando cuentos para mantenernos despiertos y turnándonos para conducir, y a medida que saliera el sol empezaras a ver cosas por el rabillo del ojo: animales atroces en los arbustos de la carretera, desdibujadas siluetas de hombres que desaparecen cuando los miras directamente.


Estoy demasiado cansada para continuar con este cuento. Estoy demasiado cansada para pensar dónde estoy. Aquí va un cuento diferente, uno mejor. Éste es el cuento de lo que le ocurrió a Moira.

Puedo completar parte de él por mi cuenta, de la otra parte me enteré por Alma, que se enteró por Dolores, que se enteró por Janine. Janine se enteró por Tía Lydia. Incluso en sitios de este tipo existen alianzas, incluso bajo tales circunstancias. Esto es algo de lo que puedes estar Segura: siempre habrá alianzas, de un tipo o de otro.

Tía Lydia llamó a Janine a su despacho.

Bendito sea el fruto, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, sin levantar la vista del escritorio, ante el cual estaba sentada escribiendo algo. Todas las reglas tienen siempre una excepción: de esto también puedes estar segura. A las Tías se les permite leer y escribir.

Que el Señor permita que madure, habría respondido Janine en tono apagado, con su voz transparente, su voz de clara de huevo cruda.

Siento que puedo confiar en ti, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, levantando por fin los ojos de la página y clavándolos en Janine con esa expresión tan característica mirándola a través de las gafas, una mirada que lograba ser al mismo tiempo amenazadora y suplicante. Ayúdame, decía esa mirada, estamos juntas en esto. Tú eres una chica de confianza, proseguía, no como algunas otras.

Pensó que todos los lloriqueos y arrepentimientos de Janine significaban algo, pensó que Janine se había quebrado, pensó que Janine era una auténtica creyente. Pero en aquel entonces Janine era como un cachorro que ha sido pateado muchas veces, por mucha gente, sin motivo alguno: se habría dejado llevar por cualquiera, habría dicho cualquier cosa, sólo por un momento de aprobación.

De modo que Janine debió de haber dicho: eso espero, Tía Lydia. Espero haberme hecho digna de tu confianza. O algo por el estilo.

Janine, dijo Tía Lydia, ha ocurrido algo terrible.

Janine clavó la vista en el suelo. Fuera lo que fuese, sabia que a ella no podrían culparla, ella era inocente. ¿Pero para qué le sirvió ser inocente en el pasado? Así que al mismo tiempo se sintió culpable, y como si estuviera a punto de ser castigada.

¿Sabes algo de eso, Janine?, le preguntó Tía Lydia suavemente.

No, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que en este momento resultaba imprescindible levantar la vista y mirar a Tía Lydia a los ojos. Lo logró al cabo de un momento.

Porque si lo sabes me sentiré muy defraudada, dijo Tía Lydia.

Pongo al Señor por testigo, repuso Janine en una muestra de su fervor.

Tía Lydia hizo una de sus pausas. Jugueteó con la pluma. Moira ya no está con nosotras, dijo finalmente.

Oh, se asombró Janine. Era neutral con respecto a esto. Moira no era amiga suya. ¿Ha muerto?, preguntó.

Entonces Tía Lydia le contó la historia. Durante los Ejercicios, Moira había levantado la mano para ir al lavabo. Y había desaparecido. Tía Elizabeth estaba de servicio en el lavabo. Se encontraba del lado de afuera, como de costumbre; Moira entró. Un momento después, Moira llamó a Tía Elizabeth: el retrete se estaba inundando, ¿podría Tía Elizabeth entrar y arreglarlo? Era verdad que a veces los retretes se inundaban. Personas no identificadas los llenaban de montones de papel higiénico para que ocurriera exactamente eso. Las Tías habían estado probando algún sistema infalible para evitarlo, pero los recursos eran escasos y en este momento se las tenían que arreglar con lo que tenían a mano, y no se les había ocurrido ningún modo de guardar el papel higiénico bajo llave. Probablemente deberían tenerlo al otro lado de la puerta, encima de una mesa, y entregar a cada persona una o varias hojas en el momento de entrar. Pero eso sería en el futuro. Lleva tiempo cogerle el truco a algo nuevo.

Tía Elizabeth, sin sospechar nada malo, entró en el lavabo. Tía Lydia tenía que admitir que había sido un poco insensato de su parte. Por otro lado, en anteriores ocasiones había entrado para arreglar algún retrete y no le había ocurrido ningún contratiempo.

Moira no estaba sentada, el agua se había derramado por el suelo, junto con varios trozos de materia fecal desintegrada. No era nada agradable, y Tía Elizabeth estaba enfadada. Moira se quedó amablemente a su lado y Tía Elizabeth se apresuró a entrar en el cubículo que Moira le había indicado y se inclinó sobre la parte posterior del retrete. Intentó levantar la tapa de porcelana y toquetear el dispositivo de la bola y la varilla del interior. Tenía ambas manos en la tapa cuando sintió que algo duro, puntiagudo y probablemente metálico se le clavaba en las costillas desde atrás. No te muevas, dijo Moira, o te lo clavaré hasta el fondo, te perforaré los pulmones.

Más tarde descubrieron que había desarmado el interior de uno de los retretes y había quitado la palanca puntiaguda y delgada, la parte que va unida por un extremo al brazo y por el otro a la cadena. No resulta muy difícil si sabes cómo hacerlo, y Moira tenía capacidad para la mecánica, ella misma arreglaba su coche cuando se trataba de algo sencillo. Inmediatamente después de este incidente, los retretes quedaron provistos con cadenas que sujetaban la parte superior, de manera tal que cuando se inundaban llevaba mucho tiempo abrirlos. De ese modo se inundaban a menudo.

Tía Elizabeth no podía ver con qué le apuntaba Moira. Es una mujer valiente…

Oh, sí, dijo Janine.

…pero no temeraria, dijo Tía Lydia frunciendo el ceño. Janine se había mostrado excesivamente entusiasta, cosa que a veces tenía la fuerza de una negación. Hizo lo que Moira le dijo, prosiguió Tía Lydia. Moira cogió el aguijón y el silbato de Tía Elizabeth y le ordenó que los desenganchara de su cinturón. Luego la obligó a bajar la escalera de prisa hasta el sótano. No estaban en el segundo piso sino en el primero, de modo que sólo tuvieron que bajar dos tramos de escalera. Era la hora en que tenían lugar las clases, así que los pasillos estaban vacíos. Vieron a otra de las Tías, pero ésta se encontraba en el extremo opuesto del pasillo y miraba en otra dirección En ese momento Tía Elizabeth podría haber gritado, pero sabía que Moira hablaba en serio; ésta había adquirido mala fama.

Oh, sí, dijo Janine.

Moira hizo avanzar a Tía Elizabeth a lo largo del pasillo de vestuarios vacíos, le hizo trasponer la puerta del gimnasio y entrar en la sala del horno. Le dijo que se desnudara.

Oh, dijo Janine en tono débil, como si protestara por este sacrilegio.

… y Moira se quitó sus ropas y se puso las de Tía Elizabeth, que no eran exactamente de su talla pero le quedaban bastante bien. No fue demasiado cruel con Tía Elizabeth, ya que le permitió ponerse su vestido rojo. Rompió el velo en tiras y con éstas ató a Tía Elizabeth detrás del horno. Le metió un montón de tela en la boca y se la ató con otra tira. Le rodeó el cuello con una tira y le ató el otro extremo a los pies, por detrás. Es una persona astuta y peligrosa, dijo Tía Lydia.

Janine preguntó: ¿Puedo sentarme?, como si todo esto fuera demasiado para ella. Por fin tenía algo con qué negociar, al menos algo que le servía como vale.

Sí, Janine, respondió Tía Lydia sorprendida, pero sabiendo que en este momento no podía negarse. Buscaba la atención de Janine, su colaboración. Señaló la silla del rincón. Janine la colocó más adelante.

Cuando Tía Elizabeth estuvo bien escondida y fuera de la vista, detrás del horno, Moira le dijo: Sabes que podría matarte. Y hacerte tanto daño que nunca más volverías a tener el cuerpo sano. Podría golpearte con esto, o clavártelo en el ojo. Simplemente, si alguna vez se presenta la ocasión, recuerda que no lo hice.

Tía Lydia no le contó esto último a Janine, pero yo supongo que Moira dijo algo así. De cualquier manera, no mató ni mutiló a Tía Elizabeth quien, unos días más tarde, una vez que se recuperó de las siete horas pasadas detrás del horno, y probablemente del interrogatorio -porque ni las Tías ni los demás habían descartado la posibilidad de que existiera complicidad-, volvió al Centro a trabajar.

Moira se irguió y miró resueltamente hacia delante.

Puso los hombros hacia atrás, enderezó la columna y apretó los labios. Ésta no era nuestra postura habitual. Generalmente caminábamos con la cabeza baja, con la vista clavada en nuestras manos o en el suelo. Moira no se parecía mucho a Tía Elizabeth, ni siquiera con el griñón marrón puesto; pero su postura rígida era aparentemente suficiente para convencer a los Ángeles que estaban de guardia y que nunca nos habían visto muy de cerca, ni siquiera a las Tías, y a ellas quizá menos que a nadie. Así que Moira avanzó directamente hacia la puerta delantera, con el porte de una persona que sabe a dónde va; los Ángeles la saludaron y ella presentó el pase de Tía Elizabeth, que no se molestaron en examinar porque nadie insultaría de ese modo a una de las Tías. Y desapareció.

Oh, dijo Janine. ¿Quién sabe lo que sintió? Quizá se alegró. Si fue así, lo disimuló muy bien.

Así que, Janine, dijo Tía Lydia, esto es lo que quiero que hagas.

Janine abrió los ojos desmesuradamente e intentó parecer inocente y atenta.

Quiero que abras bien los ojos. Tal vez alguna de las otras estaba complicada en esto.

Sí, Tía Lydia, dijo Janine.

Y que si oyes algo, vengas y me lo cuentes, ¿lo harás, querida?

Sí, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que no tendría que arrodillarse nunca más en el frente de la clase, ni oír que todas le gritábamos que había sido culpa suya. Ahora le tocaría el turno a otra. De momento, salía del apuro.

El hecho de que le contara a Dolores todo acerca de la entrevista en el despacho de Tía Lydia, no significaba nada. No significaba que no atestiguaría contra nosotras, contra cualquiera de nosotras, si se le presentaba la oportunidad. Lo sabíamos. En ese entonces la tratábamos del mismo modo en que la gente solía tratar a una de esas personas sin piernas que venden lápices en las esquinas. La evitábamos siempre que podíamos y éramos caritativas con ella cuando no teníamos más remedio. Ella representaba un peligro para nosotras, lo sabíamos.

Dolores probablemente le palmeó la espalda y le dijo que era una buena compañera al contárnoslo. ¿Dónde tuvo lugar este intercambio? En el gimnasio, mientras nos preparábamos para acostarnos. La cama de Dolores estaba al lado de la de Janine.

Esa noche, el relato de lo ocurrido se extendió entre nosotras, en la semipenumbra, en voz baja, de cama en cama.

Moira estaba afuera, en algún lugar. Estaba en libertad, o muerta. ¿Qué haría? El pensamiento de lo que haría se expandió hasta ocupar toda la habitación. En cualquier momento podía producirse una explosión que lo destrozara todo, los cristales de la ventana caerían hacia adentro, las puertas se abrirían de par en par… Ahora Moira tenía poder, la habían puesto en libertad, se había puesto a sí misma en libertad. Ahora era una mujer libre.

Creo que nos pareció espantoso.

Moira era como un ascensor con los costados abiertos. Nos producía vértigo. Ya estábamos perdiendo el gusto por la libertad, ya nos parecía que estas paredes eran seguras. En las capas más altas de la atmósfera podrías desintegrarte, vaporizarte, no habría presión para mantenerte unida.

De todos modos, Moira era nuestra fantasía. La abrazábamos y estaba con nosotras en secreto, como una risita ahogada. Era como la lava debajo de la corteza de la vida cotidiana. A la luz de Moira, las Tías resultaban menos temibles y más absurdas. Su poder tenía grietas. Podían ser secuestradas en los lavabos. La audacia era lo que nos gustaba.

Suponíamos que en cualquier momento la traerían a la rastra, como habían hecho anteriormente. No podíamos imaginar lo que le harían esta vez. Fuera lo que fuese, sería terrible.

Pero no ocurrió nada. Moira no volvió a aparecer. Por ahora.

CAPÍTULO 23

Esto es una reconstrucción. Todo esto es una reconstrucción. Es una reconstrucción que tiene lugar ahora, en mi cabeza, mientras estoy tendida en mi cama individual, repasando lo que debería o no debería haber dicho, lo que debería o no debería haber hecho, cómo debería haber actuado. Si alguna vez salgo de aquí…

Detengámonos en este punto. Tengo la intención de salir de aquí. Esto no puede durar toda la vida. Otros han pensado lo mismo anteriormente, en épocas malas, y siempre tuvieron razón, salieron de una u otra forma, y no duró toda la vida. Aunque para ellos haya durado toda su vida.

Cuando salga de aquí, si alguna vez soy capaz de dejar constancia de esto de alguna manera, incluso relatándoselo a alguien, también será una reconstrucción e incluso otra versión. Es imposible contar una cosa exactamente tal como ocurrió, porque lo que uno dice nunca puede ser exacto, siempre se deja algo, hay muchas partes, aspectos, contracorrientes, matices; demasiados detalles que podrían significar esto o aquello, demasiadas formas que no pueden ser totalmente descritas, demasiados aromas y sabores en el aire o en la lengua, demasiados colores. Pero si llegas a ser un hombre, alguna vez, en el futuro, si logras llegar tan lejos, por favor recuerda esto: nunca estarás tan atado como una mujer a la tentación de perdonar a un hombre. Es difícil resistirse, créeme. Pero recuerda que el perdón también es un signo de poder. Implorarlo es un signo de poder, y negarlo o concederlo es un signo de poder, tal vez el más grande.

Quizá nada de esto se puede verificar. Quizá no se trata realmente de quién puede poseer a quién, de quién puede hacer qué a quién, incluso la muerte, sin ser castigado. Quizá no se trata de quién puede sentarse y quién tiene que arrodillarse o estar de pie o acostarse con las piernas abiertas. Quizá se trata de quién puede hacer qué a quién y ser perdonado por ello. No me digáis que significa lo mismo.


Quiero que me beses, dijo el Comandante.

Bien, naturalmente ocurrió algo después de eso. Semejantes peticiones nunca caen como llovidas del cielo.

Después de todo me fui a dormir, y soñé que llevaba pendientes, y uno de ellos estaba roto; nada más que eso, simplemente el cerebro examinando sus archivos más recónditos, y Cora me despertó al traerme la bandeja de la cena y el tiempo seguía su curso.

– ¿Es un bebé bonito? -pregunta Cora mientras deja la bandeja. Ya debe de saberlo, ellas tienen una especie de telegrafía oral, que difunde las noticias de casa en casa; pero a ella le produce placer oírlas, como si mis palabras las hicieran más reales.

– Es bonito -respondo-. Un encanto. Es una niña.

Cora me sonríe, la suya es una sonrisa abarcadora. Éstos son los momentos que la llevan a pensar que lo que hace merece la pena.

– Eso esta muy bien -comenta. Su voz es casi melancólica, y yo pienso: por supuesto. A ella le habría gustado estar allí. Es como una fiesta a la que no pudo ir.

– Quizá nosotras pronto tendremos uno -dice en tono tímido. Cuando dice nosotras se refiere a mí. A mí me corresponde pagar la recompensa, justificar la comida y los cuidados que recibo, como una hormiga reina con los huevos. Rita me desaprobaría, pero Cora no. Por el contrario, depende de mí. Tiene esperanzas, y yo soy el vehículo de sus esperanzas.

Lo que ella espera es algo muy simple. Quiere que haya un Día de Nacimiento, aquí, con invitados, comida y regalos, quiere un niño para malcriarlo en la cocina, plancharle la ropa, y darle galletas cuando nadie la vea. Yo tengo que proporcionarle estas alegrías. Preferiría su desaprobación, siento que merezco algo mejor.

La cena se compone de guiso de ternera. Tengo problemas para terminarla, porque al llegar a la mitad recuerdo lo que el día de hoy había borrado completamente de mi cabeza. Lo que dicen es verdad, es un estado de trance, tanto dar a luz como estar allí, pierdes la noción del resto de tu vida, te concentras sólo en ese instante. Pero ahora me vuelve a la mente, y sé que no estoy preparada.


El reloj del pasillo del piso de abajo da las nueve. Aprieto las manos contra los costados de mis muslos, tomo aliento, camino por el pasillo y bajo las escaleras silenciosamente. Serena Joy aún debe de estar en la casa donde tuvo lugar el Nacimiento; eso se llama tener suerte, porque él no pudo haberlo previsto. En días como éste, las Esposas haraganean durante horas, ayudando a abrir los regalos, chismorreando, emborrachándose. Tienen que hacer algo para disipar su envidia. Retrocedo por el pasillo del piso de abajo, paso junto a la puerta de la cocina y camino hasta la puerta siguiente, la suya. Espero afuera, sintiéndome como una criatura que ha sido llamada al despacho del director de la escuela. ¿Qué es lo que he hecho mal?

Mi presencia aquí es ilegal. Nosotras tenemos prohibido estar a solas con los Comandantes. Nuestra misión es la de procrear: no somos concubinas, ni geishas, ni cortesanas. Por el contrario, han hecho todo lo posible para apartarnos de esa categoría. No debe existir la diversión con respecto a nosotras, no hay lugar para que florezcan deseos ocultos; no se pueden conseguir favores especiales, ni por parte de ellos ni por parte nuestra, no hay ninguna bese en la que pueda asentarse el amor. Somos matrices dé dos piernas, eso es todo: somos vasos sagrados, cálices ambulantes.

Así que, ¿por qué querrá verme, de noche y a solas?

Si me sorprendieran, caería en las manos despiadadas de Serena. Él no debe entrometerse en la disciplina de la casa, eso es asunto de las mujeres. Después de esto, vendría la reclasificación. Podría convertirme en una No Mujer.

Pero si me negara a verlo, podría ser peor. No hay ninguna duda acerca de quién ostenta el poder real.

Debe de haber algo que él desea de mí. Desear es tener alguna debilidad. Es esta debilidad, fuera la que fuese, lo que me atrae. Es como una pequeña grieta en una pared hasta ahora impenetrable. Si pego el ojo a ella, a esta debilidad suya, tal vez sea capaz de ver claramente cómo debo actuar.

Quiero saber lo que quiere.

Levanto la mano y golpeo la puerta de esta habitación prohibida en la que nunca he estado, una habitación en la que las mujeres no entran. Ni siquiera Serena Joy entra aquí, y la limpieza la hacen los Guardianes. ¿Qué secretos, que tótems masculinos se guardan aquí?

Me dicen que pase. Abro la puerta y entro.

Lo que encuentro al otro lado es algo normal. Debería decir: lo que me encuentro al otro lado parece algo normal. Hay un escritorio, por supuesto, con un Compucomunicador, y una silla de cuero negro. Sobre el escritorio hay un tiesto con una planta, un juego de portaplumas y papeles. En el suelo, una alfombra oriental; y una chimenea en la que no hay fuego, un pequeño sofá de felpa marrón, un aparato de televisión, una mesa y un par de sillas.

Todas las paredes están cubiertas de estanterías con libros. Y están llenas de libros. Libros, libros y más libros perfectamente a la vista, sin llaves ni cajones. No me extraña que no podamos entrar aquí. Esto es un oasis de lo prohibido. Intento no dejar la mirada fija en ellos.

El Comandante está de pie delante de la chimenea apagada, de espaldas a ella, con un codo apoyado en la repisa de madera tallada y la otra mano en el bolsillo. Es una pose estudiada, de galán, sacada de una de esas revistas masculinas de papel satinado. Probablemente decidió de antemano que se pondría así cuando yo entrara. Y cuando llamé a la puerta, seguramente corrió hasta la chimenea y se instaló en esa posición. Tendría que tener un ojo tapado con un parche negro y un pañuelo con un dibujo de herraduras.

Me hace bien pensar estas cosas, tan rápidamente como un repiqueteo, un temblor de la mente. Como una burla para mis adentros. Pero esto es pánico. La verdad es que estoy aterrorizada.

No digo nada.

– Cierra la puerta -me dice, en tono amable. Hago lo que me dice, y me giro-. Hola -me saluda.

Es la manera antigua de saludarse. Hacía mucho tiempo, años, que no la oía. Dadas las circunstancias, parece fuera de lugar, incluso cómica, un retroceso en el tiempo un estancamiento. No se me ocurre nada apropiado para responder.

Creo que voy a gritar.

Él debe de haberlo notado porque me mira sorprendido y frunce un poco el ceño, cosa que yo decido interpretar como preocupación, aunque podría ser simplemente irritación.

– Ven aquí -dice-. Puedes sentarte -acerca una silla y la coloca frente a su escritorio. Luego camina hasta otro lado y se sienta lentamente y, a mi modo de ver, de una manera estudiada. Esto me demuestra que no me ha venir aquí para tocarme contra mi voluntad, ni nada parecido. Sonríe. No es una sonrisa siniestra ni depredadora. Es simplemente una sonrisa, una sonrisa formal, amistosa pero un poco distante, como si yo fuera un gatito en escaparate, un gato al que mira pero que no tiene intención de comprar.

Me siento en la silla, erguida y con las manos cruzadas sobre el regazo. Tengo la sensación de que mis pies, calzados con los zapatos rojos bajos, no tocan el suelo. Pero lo tocan, por supuesto.

– Esto debe de parecerte extraño -comenta.

Yo me limito a mirarlo. El eufemismo del año, una frase que mi madre usa. Usaba.

Me siento como un caramelo de algodón: azúcar y aire. Si me estrujaran, quedaría convertida en una pequeña bolita de color rosado, húmeda y rezumante.

– Supongo que es un poco extraño -prosigue, como si yo hubiera respondido.

Creo que debería llevar puesto un sombrero atado con lazo debajo de mi barbilla.

– Quiero… -dice.

Intento no inclinarme hacia delante. ¿Sí? ¿Si, sí? ¿Qué? quiere? Pero no revelaré mi ansiedad. Es una sesión de negociaciones, están a punto de intercambiarse cosas. La que no vacila está perdida. No voy a regalar nada: sólo vendo.

– Me gustaría… -continúa-. Parecerá una tontería -y de verdad parece incómodo, tímido sería la palabra, tal como solían ser los hombres en otros tiempos. Él es lo suficientemente tímido para recordar cómo dar esa impresión, y para recordar también lo atractivo que le resultaba a las mujeres en otros tiempos. Los jóvenes no conocen esos trucos. Nunca han tenido que usarlos.

– Me gustaría que jugaras conmigo una partida de Intelect -afirma.

Me quedo absolutamente rígida. No muevo ni un solo músculo de la cara. ¡De modo que eso es lo que hay en la habitación prohibida! ¡Un Intelect! Tengo ganas de reírme, de reírme a carcajadas hasta caerme de la silla. Alguna vez éste fue un juego que jugaban las viejas y los viejos en verano o en las residencias de jubilados, cuando no había nada bueno en la televisión. O los adolescentes, en un tiempo, hace muchos muchos años. Mi madre tenía uno guardado en la parte de atrás del armario del pasillo, junto con las cajas de cartón donde guardaba los adornos del árbol de Navidad. Una vez, cuando yo tenía trece años y era negligente y desdichada, mi madre intentó que me interesara por él.

Ahora, por supuesto, es algo diferente. Ahora está prohibido para nosotras. Ahora es peligroso. Ahora es indecente. Ahora es algo que él no puede hacer con su Esposa. Ahora es atractivo. Ahora él se ha comprometido. Es como si me hubiera ofrecido droga.

– De acuerdo -respondo en tono indiferente. En realidad apenas puedo hablar.

No me dice por qué quiere jugar al Intelect conmigo. Y yo no se lo pregunto. Él se limita a sacar una caja de uno de los cajones de su escritorio, y la abre. Allí están las fichas de madera plastificada tal como las recuerdo, el tablero dividido en cuadros y los pequeños soportes para apoyar las letras. El Comandante vuelca las fichas encima del escritorio y empieza a ponerlas boca abajo. Lo ayudo.

– ¿Sabes jugar? -me pregunta.

Asiento.

Jugamos dos partidas. Formo la palabra laringe. Doselera. Membrillo. Cigoto. Sostengo las fichas brillantes de bordes suaves y paso el dedo por las letras. Me produce una sensación voluptuosa. Esto es la libertad, haciendo la vista gorda. Formo la palabra cojear. Hartar. Qué placer. Las fichas son como caramelos de menta, igual de frescos. De niños les llamábamos «camelos». Me gustaría ponérmelas en la boca. También deben de tener sabor a lima. La letra C. Crujiente, ligeramente ácido al paladar, delicioso.

Gano la primera partida, y le dejo ganar la segunda: aún no he descubierto cuáles son las condiciones, qué podré pedir yo a cambio.

Finalmente me dice que ya es hora de volver a casa. Esa es la expresión que utiliza: volver a casa. Se refiere a mi habitación. Me pregunta si llegaré bien, como si la escalera fuera una calle oscura. Le digo que sí. Abrimos la puerta de su despacho, sólo una rendija, para saber si se oye algo en el pasillo.

Esto es como tener una cita. Es como entrar a hurtadillas en el dormitorio, después de hora.

Esto es una conspiración.

– Gracias -me dice-. Por la partida -y luego agrega -: Quiero que me beses.

Pienso cómo podría arrancar la parte de atrás del retrete, el retrete de mi cuarto de baño, una de las noches en las que tomo un baño, rápida y silenciosamente para que Cora, que está afuera sentada en la silla, no pueda oírme. Podría sacar la varilla y ocultarla en mi manga, y traerla escondida la próxima vez que venga al despacho del Comandante, porque después de una petición como ésta siempre existe una próxima vez, al margen de que uno diga sí o no. Pienso cómo podría acercarme al Comandante y besarlo, aquí, a solas, y quitarle la chaqueta como si le permitiera o lo invitara a algo más, como una aproximación al amor verdadero, y rodearlo con los brazos y sacar la varilla de mi manga y súbitamente clavarle la punta afilada entre las costillas. Pienso en la sangre que derramaría, caliente como la sopa y llena de sexo, sobre mis manos.

En realidad no pienso en nada por el estilo. Es simplemente algo que agrego después. Tal vez tendría que haberlo pensado en ese momento, pero no lo hice. Como dije antes, esto es una reconstrucción.

– De acuerdo -le digo. Me acerco a él y pongo mis labios cerrados contra los suyos. Percibo el olor de la loción de afeitar, la de siempre, con una pizca de olor a naftalina, bastante familiar para mí. Pero él es como alguien a quien acabo de conocer.

Se aparta y me mira. Vuelve a sonreír con esa sonrisa tímida. Qué sinceridad.

– Así no -me dice-. Como si lo hicieras de verdad. Él estaba muy triste.

Esto también es una reconstrucción.

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