XII JEZEBEL’S

CAPÍTULO 31

Todas las noches, cuando me voy a dormir, pienso: Mañana por la mañana me despertaré en mi propia casa y las cosas volverán a ser como eran.

Esta mañana tampoco ha ocurrido.


Me visto con mi ropa de verano, todavía estamos en verano; es como si el tiempo se hubiera detenido en el verano. Julio: durante el día no se puede respirar y por la noche parece que uno está en una sauna, resulta difícil dormir. Me impongo la obligación de no perder la noción del tiempo. Tendría que marcar rayas en la pared, una por cada día de la semana, y tacharlas con una línea al llegar a siete. Pero qué sentido tendría, esto no es una condena en la cárcel; no se trata de algo que termina después de cumplido cierto tiempo. De todos modos, lo que tengo que hacer es preguntar, averiguar qué día es. Ayer fue 4 de julio, que solía ser el Día de la Independencia, antes de que lo abolieran. El 1.º de septiembre será el Día de la Madre, que todavía se celebra. Aunque antes no tenía nada que ver con la procreación.

Pero sé la hora por la luna. Hora lunar, no solar.


Me agacho para atarme los zapatos; en esta época son más ligeros, con discretas aberturas, aunque no tan atrevidos como unas sandalias. Agacharse supone un esfuerzo; a pesar de los ejercicios, siento que mi cuerpo se va agarrotando poco a poco y que se vuelve inservible. Así es como yo solía imaginar que sería la vida cuando llegara a vieja. Siento que incluso camino como una vieja: encorvada, con la columna doblada como un signo de interrogación, los huesos debilitados por la falta de calcio y porosos como la piedra caliza. Cuando era joven y me imaginaba la vejez, pensaba: Tal vez uno aprecia más las cosas cuando le queda poco tiempo de vida. Pero olvidaba incluir la pérdida de energía. En ocasiones aprecio más las cosas: los huevos, las flores, pero luego decido que sólo se trata de un ataque de sentimentalismo, y de que mi cerebro se convierte en una película en tecnicolor de tonos pastel, como las postales de puestas de sol que en California solían abundar. Corazones de oropel.

El peligro es gris.


Me gustaría que Luke estuviera aquí, en esta habitación mientras me visto, y tener una pelea con él. Parece absurdo, pero es lo que quiero. Una discusión acerca de quién pone los platos en el lavavajillas, a quién le toca ordenar la ropa sucia, fregar el lavabo; algo cotidiano e insignificante sobre la programación de las cosas. Incluso podríamos discutir sobre eso, lo importante y lo insignificante. Sería todo un placer. No es que lo hiciéramos muy a menudo. En los últimos tiempos redacto mentalmente toda la discusión, y también la reconciliación posterior.


Me siento en la silla; la corona del cielo raso flota encima de mi cabeza como un halo congelado, como un cero. Un agujero en el espacio, donde estalló una estrella. Un círculo en el agua, donde ha caído una piedra. Todas las cosas blancas y circulares. Espero que el día se despliegue, que la tierra gire de acuerdo con la cara redonda del reloj implacable. Días geométricos que dan la vuelta una y otra vez, suavemente lubricados. Mi labio superior empapado en sudor, espero la llegada del inevitable huevo, que estará tibio como la habitación y que tendrá la yema cubierta por una película verde y tendrá un horrible sabor a sulfuro.


Hoy, más tarde, con Deglen, durante nuestra caminata para hacer la compra:

Vamos a la iglesia, como de costumbre, y miramos las lápidas. Luego visitamos el Muro. Hoy sólo hay dos colgados: un católico -que no es un sacerdote-, con una cruz puesta boca abajo, y otro de una secta que no reconozco. El cuerpo está marcado solamente con una J de color rojo. No significa judío: en ese caso pondrían estrellas amarillas. De todos modos, no había habido muchos judíos. Como los declararon Hijos de Jacob, y por lo tanto algo especial, les dieron una alternativa. Podían convertirse o emigrar a Israel. La mayor parte de ellos emigraron, si es que se puede creer en las noticias. Los vi por la televisión, embarcados en un carguero, apoyados en las barandillas, vestidos con sus abrigos y sus sombreros negros y sus largas barbas, intentando parecer lo más judíos posible, con vestimentas rescatadas del pasado, las mujeres con las cabezas cubiertas por chales, sonriendo y saludando con la mano, un poco rígidas, eso sí, como si estuvieran posando. Y otra imagen: la de los más ricos, haciendo cola para coger el avión. Deglen dice que mucha gente escapó así, haciéndose pasar por judíos; pero que no era fácil, a causa de las pruebas a las que los sometían, y a que ahora se habían vuelto más estrictos.

De todos modos, no cuelgan a nadie sólo por ser judío. Cuelgan al que es un judío ruidoso, que no ha hecho su elección, O que ha fingido convertirse. Eso también lo han pasado por televisión: redadas nocturnas, tesoros secretos de objetos judíos sacados de debajo de las camas, Toras, taleds, estrellas de David. Y los propietarios de estas cosas, taciturnos, impenitentes, empujados por los Ojos contra las paredes de sus habitaciones mientras la apesadumbrada voz del locutor nos habla fuera de la pantalla de la perfidia y la ingratitud de esa gente.

O sea que la J no significa judío. ¿Qué podría significar? ¿Testigo de Jehová? ¿Jesuita? Sea lo que fuere, éste está muerto.


Después de esta visita ritual, seguimos nuestro camino, buscando como de costumbre algún espacio abierto para poder conversar. Si es que se puede llamar conversación a estos susurros entrecortados, proyectados a través del embudo de nuestras tocas blancas. Se parece más a un telegrama, a un semáforo verbal. Un diálogo amputado.

Nunca podemos permanecer mucho tiempo en un solo sitio. No queremos que nos cojan por merodear.

Hoy giramos en dirección opuesta a Pergaminos Espirituales, hacia donde hay una especie de parque abierto con un edificio viejo y enorme, de estilo victoriano tardío con vidrios de colores. Solía llamarse Memorial Hall, aunque nunca supe en memoria de qué. De los muertos por algo.

Moira me contó una vez que era el sitio donde comían los estudiantes, en los primeros tiempos de la universidad. Si entraba una mujer, me dijo, le arrojaban bollos.

¿Por qué?, le pregunté. Con el tiempo, Moira se volvió cada vez más versada en anécdotas de este tipo. A mí no me entusiasmaba mucho este resentimiento hacia el pasado.

Para hacerla salir, respondió Moira.

Más bien era como tirarle cacahuetes a los elefantes comenté.

Moira lanzó una carcajada; siempre podía hacerlo. Monstruos exóticos, dijo.


Nos quedamos mirando este edificio, cuya forma es más o menos como la de una iglesia, una catedral. Deglen dice:

– Oí decir que aquí es donde los Ojos organizan sus banquetes.

– ¿Quién te lo dijo? -le pregunto. No hay nadie cerca, podemos hablar más libremente, pero lo hacemos en voz baja, por la fuerza de la costumbre.

– Un medio de comunicación -responde. Hace una pausa, me mira de reojo, siento un reflejo blanco mientras mueve la toca-. Hay una contraseña -añade.

– ¿Una contraseña? ¿Para qué?

– Para saber -me explica-. Quién es y quién no es.

Aunque no comprendo qué sentido tiene que yo la sepa, le pregunto:

– ¿Cuál es?

– Mayday -dice-. Una vez la probé contigo.

– Mayday -repito-. Recuerdo el día. M’aidez.

– No la uses a menos que sea necesario -me advierte Deglen-. No nos conviene saber demasiado de los otros que forman la red. Por si nos cogen.

Me resulta difícil creer en estos rumores, en estas revelaciones, aunque al mismo tiempo lo creo. Después me parecen improbables, incluso pueriles, como algo que uno haría para divertirse; como un club de chicas, como los secretos en la escuela. O como las novelas de espionaje que yo solía leer los fines de semana, cuando debería haber estado terminando los deberes, o como ver televisión a altas horas de la noche. Contraseñas, cosas que no se podían contar, personas con identidades secretas, vinculaciones turbias: no parece que deba ser éste el verdadero aspecto del mundo. Pero es mi propia ilusión, los restos de una versión de la realidad que conocí en otros tiempos.

Y las redes. El trabajo de red, una de las antiguas frases de mi madre, una jerga de antaño, pasada de moda. Incluso a sus sesenta años hacía algo que llamaba así, aunque por lo que pude ver, no significaba otra cosa que almorzar con alguna otra mujer.


Me despido de Deglen en la esquina.

– Hasta pronto -me saluda. Se aleja por la acera y yo subo por el sendero, en dirección a la casa. Veo a Nick, que lleva la gorra ladeada; hoy ni siquiera me mira. De todos modos, debe de haber estado esperándome para entregarme su mudo mensaje, porque en cuanto se da cuenta de que lo he visto, da al Whirlwind un último toque con la gamuza y se marcha a paso vivo hacia la puerta del garaje.

Camino por el sendero de grava, entre los parterres de césped. Serena Joy está sentada debajo del sauce, en su silla, con el bastón apoyado a su lado. Lleva un vestido de fresco algodón. El color que le corresponde a ella es el azul, un tono acuarela, no el rojo que yo llevo, que absorbe el calor y al mismo tiempo arde con él. Está sentada de perfil a mí, tejiendo. ¿Cómo soporta tocar la lana con el calor que hace? Tal vez su piel se ha vuelto insensible, tal vez no nota nada, como si se hubiera escaldado.

Bajo la vista hasta el sendero y paso junto a ella con esperanza de ser invisible, sabiendo que me ignorará. Pero no esta vez.

– Defred -me llama.

Me detengo, insegura.

– Sí, tú.

Vuelvo hacia ella mi mirada fragmentada por la toca. -Ven aquí. Te necesito.

Camino por el césped y me detengo delante de ella con la mirada baja.

– Puedes sentarte -me comunica-. Aquí, en el cojín. Necesito que me aguantes la lana -tiene un cigarrillo; el cenicero está junto a ella, sobre el césped, y también tiene una taza de algo, té o café-. Aquella habitación está endemoniadamente cerrada. Necesitas un poco de aire -comenta. Me siento, dejo el cesto (otra vez fresas, otra vez pollo) y tomo nota de la palabrota: algo nuevo. Ella ajusta la madeja alrededor de mis dos manos extendidas y empieza a devanar. Parece que yo estuviera atada, esposada; mejor dicho, cubierta de telarañas. La lana es gris y ha absorbido la humedad del ambiente, es como la sábana mojada de un bebé y huele terriblemente a cordero húmedo. Al menos las manos me quedarán untadas de lanolina.

Serena sigue devanando; sostiene el cigarrillo encendido a un costado de la boca, chupándolo y echando tentadoras bocanadas de humo. Ovilla la lana lenta y dificultosamente -a causa de la parálisis progresiva de sus manos- pero con decisión. Quizá para ella el tejido supone una especie de ejercicio de la voluntad; quizá incluso le hace daño. Tal vez lo hace por prescripción médica: diez vueltas diarias del derecho y diez del revés. Aunque debe de hacer más que eso. Veo esos árboles de hoja perenne y los chicos y chicas geométricos bajo otra óptica: como una prueba de su obstinación, como algo no totalmente despreciable.


Mi madre no hacía punto, ni nada por el estilo. Pero cada vez que retiraba las cosas de la tintorería -sus blusas buenas, sus chaquetas de invierno-, se guardaba los imperdibles y hacía con ellos una cadena. Pinchaba la cadena en algún sitio -su cama, la almohada, el respaldo de una silla, la manopla para abrir el horno-, para no perderla. Luego se olvidaba de los imperdibles. Yo tropezaba con ellos en cualquier parte de la casa, de las casas; eran las huellas de su presencia, los restos de alguna intención olvidada, como las señales de una carretera que no conduce a ninguna parte. Un retorno a la domesticidad.


– Pues bien -dice Serena. Interrumpe la tarea, dejándome las manos enguirnaldadas de pelo animal, y se saca el cigarrillo de la boca cogiéndolo de la punta-. ¿Todavía nada?

Sé de qué está hablando. Entre nosotras no hay tantos temas de conversación; no tenemos muchas cosas en común, excepto este detalle misterioso e incierto.

– No -respondo-. Nada.

– Eso es malo -afirma. Es difícil imaginarla con un bebé. Pero las Marthas cuidarían de él la mayor parte del tiempo. Le gustaría que yo estuviera embarazada, que todo hubiera terminado y yo me quitara de en medio y se acabaran los sudorosos y humillantes enredos, los triángulos de la carne bajo el dosel estrellado de flores plateadas. Paz y quietud. No logro imaginar otra explicación al hecho que me desee tan buena suerte.

– Se te termina el tiempo -señala. No es una pregunta, sino una realidad.

– Sí -replico en tono neutro.

Enciende otro cigarrillo toqueteando torpemente el encendedor. Definitivamente, el estado de sus manos es cada vez peor. Pero sería un error ofrecerle ayuda, se ofendería. Sería un error notar alguna debilidad en ella.

– Quizás él no puede -sugiere.

No sé a quién se refiere. ¿Se refiere al Comandante o a Dios? Si hablara de Dios, diría que no quiere. De cualquier manera, sería una herejía. Son las mujeres las únicas que no pueden, las que quedan obstinadamente cerradas, dañadas, defectuosas.

– No -digo-. Quizás él no puede.

Levanto la vista; ella la baja. Es la primera vez en mucho tiempo que nos miramos a los ojos. Desde que nos conocimos. El momento se prolonga, frío y penetrante. Ella está intentando descifrar si yo estoy o no a la altura de las circunstancias.

– Quizás -repite, sujetando el cigarrillo, que no se le ha encendido-. Tal vez deberías probar de otra manera.

¿Querrá decir en cuatro patas

– ¿De qué manera? -le pregunto. Debo mantener la seriedad.

– Con otro hombre -declara.

– Sabe que no puedo -respondo, cuidado de no revelar mi irritación-. Va contra la ley. Sabe cuál es el castigo.

– Si -afirma. Estaba preparada para esto, lo tiene todo pensado-. Sé que oficialmente no puedes. Pero se hace. Las mujeres lo hacen a menudo. Constantemente.

– ¿Quiere decir con los médicos? -pregunto, recordando los amables ojos pardos, la mano despojada del guante. La última vez que fui, había otro médico. Quizás alguien descubrió al primero, o alguna mujer lo delató. Aunque no habrían creído en su palabra sin tener pruebas.

– Algunas hacen eso -me explica en tono casi afable, pero distante; es como si estuviéramos decidiendo la elección de un esmalte de uñas-. Así es como lo hizo Dewarren. La esposa lo sabía, por supuesto -hace una pausa, para que yo asimile sus palabras-. Yo te ayudaría. Me aseguraría de que nada saliera mal.

Reflexionó.

– No con un médico -digo.

– No -coincide, y al menos durante un instante somos como dos amigas, esto podría ser la mesa de la cocina, podríamos estar hablando sobre un novio, sobre alguna estratagema femenina de diversión y coqueteo-. A veces hacen chantaje. Pero no tiene por qué ser un médico. Podría ser alguien en quien confiemos.

– ¿ Quién? -pregunto.

– Estaba pensando en Nick -propone en un tono de voz casi suave-. Hace mucho que está con nosotros. Es leal. Yo podría arreglarlo con él.

Entonces él es quien le hace los recados en el mercado negro. ¿Es esto lo que él consigue siempre, a cambio?

– ¿Y el Comandante? -pregunto.

– Bien -dice en tono firme y con una mirada definitiva, como el chasquido de un bolso al cerrarse-. No le diremos nada, ¿verdad?

La idea queda suspendida entre nosotras, casi invisible, casi palpable: pesada, informe, oscura, como una especie de connivencia, una especie de traición. Ella quiere a ese bebé.

– Es un riesgo -apunto-. Más que eso -es mi vida la que está en juego; pero así estará tarde o temprano, de una manera u otra, lo haga o no. Ambas lo sabemos.

– Más vale que lo hagas -me aconseja. Y yo pienso lo mismo.

– De acuerdo -acepto-. Sí.

Se inclina hacia delante.

– Quizá podría conseguir una cosa para ti -me informa. Porque he sido buena chica-. Una cosa que tú quieres -añade, casi en tono zalamero.

– ¿Qué es? -pregunto. No se me ocurre nada que yo realmente quiera y que ella sea capaz de darme.

– Una foto -anuncia, como si me propusiera algún placer juvenil, un helado o un paseo por el zoo. Vuelvo a levantar la vista para mirarla, desconcertada-. De ella -puntualiza-. De tu pequeña. Pero solo quizá.

Entonces ella sabe dónde se la han llevado, dónde la tienen. Lo supo todo el tiempo. Algo me obstruye la garganta. La muy zorra, no decirme nada, no traerme noticias, ni la más mínima noticia. Ni siquiera sugerirlo. Es como una piedra, o de hierro, no tiene la menor idea. Pero no puedo decirle todo esto, no puedo perder de vista ni siquiera algo tan pequeño. No puedo dejar escapar esta posibilidad. No puedo hablar.

Ella está sonriendo con expresión coqueta; una sombra de su atractivo original de maniquí de la pequeña pantalla parpadea en su rostro como una interferencia pasajera.

– Hace un calor endemoniado para trabajar con esto, ¿no te parece? -me dice. Aparta la lana de mis manos, donde la tuve todo el tiempo. Luego coge el cigarrillo con él que ha estado jugueteando y con un movimiento un tanto torpe lo coloca en mi mano y cierra mis dedos alrededor de él-. Agénciate una cerilla -sugiere-. Están en la cocina; puedes pedirle una a Rita. Dile que yo te lo dije. Pero sólo una -agrega en tono travieso-. ¡No queremos echar a perder tu salud!

CAPITULO 32

Rita está sentada ante la mesa de la cocina. Frente a ella, sobre la mesa, hay un bol de cristal con cubos de hielo. En el interior flotan rabanitos convertidos en flores, rosas o tulipanes. Está cortando algunos más sobre la tabla de picar, con un cuchillo de mondar, y sus manos se muestran hábiles pero indiferentes. El resto de su cuerpo está inmóvil, igual que la cara. Es como si lo hiciera dormida. Sobre la superficie de esmalte blanco hay una pila de rabanitos, lavados y sin cortar. Como corazones aztecas.

Cuando entro, apenas se molesta en levantar la vista.

– Habrás traído todo, supongo -dice mientras saco los paquetes para que ella los examine.

– ¿Me puedes dar una cerilla? -le pregunto. Es sorprendente, pero su expresión imperturbable y su entrecejo fruncido me hacen sentir como una criatura pequeña y pedigüeña, fastidiosa y llorona.

– ¿Cerillas? -pregunta-. ¿Para qué quieres cerillas?

– Ella dijo que podía coger una -respondo, sin admitir que es para el cigarrillo.

– ¿Quién lo dijo? -continúa cortando rabanitos, sin quebrar el ritmo-. No hay ningún motivo para que tengas cerillas. Podrías quemar la casa.

– Si quieres, puedes preguntárselo -sugiero-. Está en el jardín.

Pone los ojos en blanco y mira el cielo raso, como si consultara en silencio a alguna deidad. Luego suspira, se levanta pesadamente y se seca las manos en el delantal con movimientos ostentosos, para mostrarme lo molesta que resulto. Se acerca al armario que hay encima del fregadero, lentamente, busca el manojo de llaves en su bolsillo y abre la puerta.

– En verano las guardamos aquí -dice, como hablando consigo misma-. Con este tiempo no hace falta encender el fuego -recuerdo que en abril, cuando el tiempo es más frío, Cora enciende los fuegos de la sala y del comedor.

Las cerillas son de madera y vienen en una caja de cartón con tapa corredera, como las que yo guardaba y convertía en cajones para las muñecas. Rita abre la caja y la inspecciona, como decidiendo cuál me dejará coger.

– Es asunto de ella -refunfuña-. No tiene sentido decirle nada -mete su enorme mano en la caja, escoge una cerilla y me la entrega-. Ahora no le prendas fuego a nada -me advierte-. Ni a las cortinas de tu habitación. Ya hace demasiado calor así.

– No lo haré -la tranquilizo-. No es para eso.

Ni siquiera se digna preguntarme para qué es.

– Me da igual si te la comes, o haces otra cosa -afirma-. Ella dijo que podías tener una, así que te la doy, eso es todo.

Se aparta de mí y vuelve a sentarse ante la mesa. Luego coge un cubo de hielo del bol y se lo mete en la boca. Esto es algo inusual en ella. Nunca la vi picar mientras trabaja.

– Tú también puedes coger uno -sugiere-. Es una pena que te hagan llevar todas esas fundas en la cabeza, con este calor.

Estoy sorprendida: casi nunca me ofrece cosas. Tal vez siente que, si he sido ascendida a una categoría suficiente para que me den una cerilla, ella puede permitirse el lujo de tener conmigo un detalle. ¿Me habré convertido súbitamente en una de esas personas a las que hay que apaciguar?

– Gracias -respondo. Me guardo la cerilla cuidadosamente en el bolsillo de la manga donde tengo el cigarrillo, para que no se moje, y cojo un cubito-. Estos rabanitos son preciosos -le digo en recompensa por el regalo que me ha hecho tan espontáneamente.

– Me gusta hacer las cosas bien, y punto -afirma, otra vez en tono malhumorado-. De otro modo no tendría sentido.


Camino por el pasillo a toda prisa y subo la escalera. Paso silenciosamente junto al espejo curvado del vestíbulo, una sombra roja en el extremo de mi propio campo visual, un espectro de humo rojo. El humo está en mi mente, pero ya puedo sentirlo en mi boca, bajando hasta mis pulmones y llenándome en un prolongado y lascivo suspiro de canela, y luego el arrebato mientras la nicotina golpea mi torrente sanguíneo.

Después de tanto tiempo, podría hacerme daño. No me sorprendería. Pero incluso esa idea me gusta.

Mientras avanzo por el pasillo me pregunto dónde podría hacerlo. ¿ En el cuarto de baño, dejando correr el agua para que el aire se despejara, o en la habitación, dejando escapar las bocanadas por la ventana abierta? ¿Alguien me descubrirá? ¿Quién sabe?

Mientras me deleito de este modo pensando en lo que va a ocurrir, anticipando el sabor en mi boca, pienso en algo más.

No necesito fumar este cigarrillo.

Podría deshacerlo y tirarlo al retrete, O comérmelo y drogarme de esa manera, también podría funcionar, un poco cada vez, y guardar el resto.

De ese modo podría guardar la cerilla. Podría hacer un pequeño agujero en el colchón y deslizarla en el interior cuidadosamente. Nadie repararía jamás en una cosa tan pequeña. Y por la noche, al acostarme, la tendría debajo de mí. Dormiría encima de ella.

Podría incendiar la casa. Es una buena idea, me hace temblar.

Y yo me escaparía por los pelos.

Me echo en la cama y finjo dormitar.


Anoche el Comandante, juntando los dedos, me miraba mientras yo me friccionaba las manos con loción. Lo raro es que pensé pedirle un cigarrillo y después decidí no hacerlo. Sé que no debo pedir demasiadas cosas al mismo tiempo. No quiero que piense que lo estoy utilizando. Tampoco quiero que se canse.

Anoche se sirvió un vaso de whisky escocés con agua. Se ha acostumbrado a beber en mi presencia, para relajarse de la tensión del día, dice. Deduzco que recibe presiones. De todos modos, nunca me ofrece una copa, ni yo se la pido: ambos sabemos para qué es mi cuerpo. Cuando le doy el beso de buenas noches, como si lo hiciera de verdad, su aliento huele a alcohol, y yo lo aspiro como si fuera humo. Admito que disfruto con esta pizca de disipación.

En ocasiones, después de unos tragos se pone tonto y hace trampas en el Intelect. Me anima a que yo también lo haga, y entonces cogemos algunas letras más y formamos palabras que no existen, como chucrete y sucundún, y nos reímos con ellas. A veces enciende su radio de onda corta y me hace oír uno o dos minutos de Radio América Libre, para mostrarme que puede hacerlo. Luego la apaga. Malditos cubanos, protesta. Y toda esa inmundicia cotidiana universal.

A veces, después de las partidas, se sienta en el suelo, junto a mi silla, y me coge la mano. Su cabeza queda un poco por debajo de la mía, de manera que cuando me mira muestra un ángulo juvenil. Debe de divertirle esta falsa subordinación.

Él está arriba, dice Deglen. Él está en lo alto, y me refiero a lo más alto.

En momentos como ése es difícil imaginárselo.

De vez en cuando intento ponerme en su lugar. Lo hago como una táctica, para adivinar anticipadamente cómo se siente inclinado a tratarme. Me resulta difícil creer que tengo sobre él algún tipo de poder, pero lo hago. Sin embargo, es algo equívoco. De vez en cuando pienso que puedo verme a mí misma, aunque borrosa, tal como él me ve. Hay cosas que él quiere demostrarme, regalos que quiere darme, favores que quiere hacerme, ternura que quiere inspirar.

Quiere, muy bien. Sobre todo después de unos tragos.

En ocasiones se torna quejumbroso, y en otros momentos filosófico; o desea explicar cosas, justificarse. Como anoche.

El problema no sólo lo tenían las mujeres, dice. El problema principal era el de los hombres. Ya no había nada para ellos.

¿Nada?, le pregunto. Pero tenían…

No tenían nada que hacer, puntualiza.

Podían hacer dinero, replico en un tono algo brusco. Ahora no le temo. Resulta difícil temerle a un hombre que está sentado mirando cómo te pones loción en las manos. Esta falta de temor es peligrosa.

No es suficiente, dice. Es algo demasiado abstracto. Me refiero a que no tenían nada que hacer con las mujeres.

¿Qué quiere decir?, le pregunto. ¿Y los Pornrincones? Estaban por todas partes, incluso los habían motorizado.

No estoy hablando del sexo, me aclara. El sexo era una parte, y algo demasiado accesible. Cualquiera podía comprarlo. No había nada por lo que trabajar, nada por lo que luchar. Tenemos las declaraciones de aquella época. ¿Sabes de qué se quejaba la mayoría? De incapacidad para sentir. Los hombres incluso se desvincularon del sexo. Se les quitaron las ganas de casarse.

¿Y ahora sienten?, pregunto.

Sí, afirma, mirándome. Claro que sienten. Se pone de pie y rodea el escritorio hasta quedar junto a mi silla, detrás de mí. Pone sus manos sobre mis hombros. No puedo verlo.

Me gustaría saber lo que piensas, dice su voz a mis espaldas.

No pienso mucho, respondo débilmente. Lo que quiere son relaciones íntimas, pero eso es algo que no puedo darle.

Lo que yo piense no tiene mucha importancia, ¿verdad?, insinúo. Lo que yo piense no cuenta.

Que es la única razón por la cual me cuenta cosas.

Vamos, me anima, presionándome ligeramente los hombros. Estoy interesado en tu opinión. Eres inteligente, debes tener una opinión.

¿Sobre qué?, pregunto.

Sobre lo que hemos hecho, especifica. Sobre cómo han salido las cosas.

Me quedo muy quieta. Intento vaciar mi mente. Pienso en el cielo, por la noche, cuando no hay luna. No tengo opinión, afirmo.

Él suspira, afloja las manos pero las deja sobre mis hombros. Sabe lo que pienso.

No se puede nadar y guardar la ropa, sentencia. Pensamos que podíamos hacer que todo fuera mejor.

¿Mejor?, repito en voz baja. ¿Cómo puede creer que esto es mejor?

Mejor nunca significa mejor para todos, comenta. Para algunos siempre es peor.


Me acuesto; el aire húmedo me cubre como si fuera una tapa. Como la tierra. Me gustaría que lloviera. Mejor aún, que se desatara una tormenta con relámpagos, nubes negras y ruidos ensordecedores. Y que se cortara la luz. Entonces yo bajaría a la cocina, diría que tengo miedo y me sentaría con Rita y Cora junto a la mesa, y comprenderían mi miedo porque es el mismo que ellas sienten, y me dejarían quedarme. Habría unas velas encendidas y miraríamos nuestros rostros yendo y viniendo bajo el parpadeo y los destellos de la luz mellada que entraría por la ventana. Oh Señor, diría Cora. Oh Señor, protégenos.

Después de eso, el aire se despejaría y sería más claro.

Miro el cielo raso, el círculo de flores de yeso. Dibuja un círculo y métete en él, que te protegerá. En el centro estaba la araña, y de la araña colgaba un trozo de sábana retorcida. Allí es donde ella se balanceaba, ligeramente, como un péndulo; de la misma manera que se balancearía un niño cogido a la rama de un árbol. Cuando Cora abrió la puerta, ella estaba a salvo, completamente protegida. A veces pienso que aún está aquí, conmigo.

Me siento como si estuviera enterrada.

CAPÍTULO 33

A última hora de la tarde, el cielo se cubre de nubes y la luz del sol se difunde pesadamente, como bronce en polvo. Me deslizo por la acera, con Deglen; nosotras dos, y frente a nosotras otro par, y en la acera de enfrente, otro más. Vistas desde la distancia, debemos de formar una bonita imagen: una imagen pictórica, como lecheras holandesas de una cenefa de papel pintado, como una estantería llena de saleros y pimenteros de cerámica con el diseño de trajes de época, como una flotilla de cisnes, o cualquier otra cosa que se repite con un mínimo de gracia y sin variación. Relajante para la vista, para los ojos, para los Ojos, porque esta demostración es para ellos. Salimos en Peregrinación, para demostrar lo obedientes y piadosas que somos.

No se ve ni un solo diente de león, los céspedes han sido limpiados cuidadosamente. Me gustaría que hubiera uno, sólo uno, insignificante y descaradamente suelto, difícil de librarse de él y perennemente amarillo, como el sol. Alegre y plebeyo, brillando para todos por igual. Con ellos hacíamos anillos, coronas y collares, manchas de leche agria sobre nuestros dedos. O lo sostenía debajo de su barbilla: ¿Te gusta la mantequilla? Y al olerlos se le metería el polen en la nariz. (¿O era la pelusa?) La veo correr Por el césped, ese césped que está exactamente frente a mí, a los dos o los tres años, agitándolo como si fuera una bengala, una pequeña varilla de fuego blanco, y el aire se llenaba de diminutos paracaídas. Sopla y mira la hora. Todo el tiempo arrastrado por la brisa del verano. Pero eran margaritas, y las deshojábamos.


Formábamos una fila ante el puesto de control, para que nos procesen, siempre de a dos, como niñas de un colegio privado que se han ido a dar un paseo y han estado fuera demasiado tiempo, años y años, y todo les ha crecido demasiado, las piernas, los cuerpos, y junto con éstos, los vestidos. Como si estuvieran encantadas. Como si fuera un cuento de hadas, me gustaría creerlo. En cambio a nosotras nos registran, de a pares, y continuamos caminando.

Un rato después giramos a la derecha, pasamos junto a Azucenas y bajamos en dirección al río. Me gustaría llegar hasta allí, hasta sus amplias orillas, donde solíamos echarnos a tomar el sol, donde se levantan los puentes. Si bajabas por el río lo suficiente, por sus serpenteantes curvas, llegabas al mar; ¿y qué podías hacer allí? Juntar conchas y recostarte sobre las piedras lisas.

Sin embargo, nosotras no vamos al río, no veremos las pequeñas cúpulas de los edificios del camino, blanco con azul y un adorno dorado, una sobria expresión de alegría. Giramos en un edificio más moderno, que encima de la puerta tiene una enorme bandera adornada, en la que se lee: HOY, PEREGRINACIÓN DE MUJERES. La bandera tapa el nombre original del edificio, el de algún presidente al que mataron a balazos. Debajo de las letras rojas hay una línea de letras más pequeñas, en negro, con el perfil de un ojo alado en cada extremo, y que reza: DIOS ES UNA RESERVA NACIONAL. A cada lado de la entrada se encuentran los inevitables Guardianes, dos parejas, cuatro en total, con los brazos a los costados y la vista al frente. Casi parecen maniquíes, con el pelo limpio, los uniformes planchados y sus jóvenes rostros de yeso. Éstos no tienen granos en la cara. Cada uno lleva una metralleta preparada para cualquier acto peligroso o subversivo que pudiéramos cometer en el interior.

La ceremonia de la Peregrinación se celebrará en un patio cubierto en el que hay un espacio rectangular y un techo con tragaluz. No es una Peregrinación de toda la ciudad, en ese caso se celebraría en el campo de fútbol; sólo es para este distrito. A lo largo del costado derecho se han colocado hileras de sillas plegables de madera, para las Esposas y las hijas de los oficiales o funcionarios de alto rango, no hay mucha diferencia. Las galerías de arriba, con sus barandillas de hormigón, son para las mujeres de rango inferior, las Marthas, las Econoesposas con sus rayas multicolores. La asistencia a la Peregrinación no es obligatoria para ellas, sobre todo si se encuentran de servicio o tienen hijos pequeños, pero de todos modos las galerías están abarrotadas. Supongo que es una forma de distracción como un espectáculo o un circo.

Ya hay muchas Esposas sentadas, vestidas con sus mejores trajes azules bordados. Mientras caminamos con nuestros vestidos rojos, de dos en dos, hasta el costado opuesto, podemos sentir sus miradas fijas en nosotras. Somos observadas, evaluadas, hacen comentarios sobre nosotras; y nosotras lo notamos como si fueran diminutas hormigas que se pasean sobre nuestra piel desnuda.

Aquí no hay sillas. Nuestra zona está acordonada con cuerda de seda retorcida, de color escarlata, como la que solían poner en los cines para impedir el paso al público. Esta cuerda nos aísla, nos distingue, impide que los demás se contaminen de nosotras, forma un corral, una pocilga en la que entramos y nos distribuimos en filas, arrodillándonos sobre el suelo de cemento.

– Ven hasta la parte de atrás -murmura Deglen a mi lado-. Podremos hablar mejor. Nos arrodillamos e inclinamos ligeramente la cabeza; oigo un susurro a mi alrededor, como el susurro de los insectos sobre la hierba seca: una nube de murmullos. Éste es uno de los sitios dónde podemos intercambiarnos noticias más libremente, pasándolas de una a otra. A ellos les resulta difícil individualizarnos u oír lo que decimos. Y no les interesa interrumpir la ceremonia, menos aún delante de las cámaras de televisión.

Deglen me golpea con el codo para llamar mi atención, y yo levanto la vista, lenta y cautelosamente. Desde donde estamos arrodilladas tenemos una buena perspectiva de la entrada al patio, a donde sigue llegando gente. Deglen debe querer decir que mire a Janine, que forma pareja con una mujer que no es la de siempre, es una a la que no reconozco. Entonces Janine debe de haber sido trasladada a una nueva casa, a un nuevo destacamento. Es muy pronto para eso, ¿o habrá fallado algo en la leche de sus pechos? Ese sería el único motivo para que la trasladaran, a menos que hubiera habido alguna pelea por el bebé, eso ocurre con más frecuencia de lo que uno se imagina. Después de tenerlo, podría haberse negado a entregarlo. Es comprensible. Debajo del vestido rojo, su cuerpo parece muy delgado, casi enjuto, y ha perdido el brillo del embarazo. Tiene el rostro blanco y macilento, como si hubieran extraído todo el líquido de su cuerpo.

– No salió bien, ¿sabes? -me cuenta Deglen acercando su cabeza a la mía-. Era como un harapo.

Se refiere al bebé de Janine, al bebé que pasó por la vida de Janine en su camino a alguna otra parte. El bebé Angela. Fue un error darle un nombre tan pronto. Siento un dolor en la boca del estómago. No es un dolor, es un vacío. No quiero saber qué es lo que salió mal.

– Dios mío -exclamo. Pasar por todo eso para nada. Peor que nada.

– Es el segundo -me explica Deglen-. Sin contar el que había tenido antes. Tuvo un aborto a los ocho meses, ¿lo sabías?

Observamos a Janine, que atraviesa el recinto acordonado, vestida con su velo de intocable, de mala suerte. Me mira, debe de mirarme a mí, pero no me ve. Ya no sonríe triunfalmente. Se vuelve y se arrodilla, ahora toda lo que veo es su espalda y sus hombros delgados y caídos.

– Ella piensa que es culpa suya -susurra Deglen-. Dos seguidos. Por haber pecado. Dicen que lo hizo con un médico, que no era de su Comandante.

No puedo decirle a Deglen que lo sé, porque me preguntaría cómo me enteré. Por lo que sabe, ella es mi única fuente para este tipo de información; y es sorprendente lo mucho que sabe. ¿Cómo se habrá enterado de lo de Janine? ¿Por las Marthas? ¿Por la compañera de compras de Janine? O escuchando detrás de las puertas, cuando las Esposas se reúnen a tomar el té o el vino y a tejer sus telas. ¿Acaso Serena Joy hablará así de mí, si hago lo que ella quiere? Estuvo de acuerdo enseguida, realmente no le importó, cualquier cosa con dos piernas y una buena ya-sabes-qué les parece bien. No tienen escrúpulos, no tienen los mismos sentimientos que nosotras. Y las demás, sentadas en sus sillas, echadas hacia delante, Dios mío, todo horror y lascivia. ¿Cómo pudo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

Como sin duda hicieron con Janine.

– Es terrible -digo.

De todos modos, es muy propio de Janine cargar con la responsabilidad, decidir que el fallo del bebé sólo fue culpa suya. Pero la gente es capaz de cualquier cosa antes que admitir que sus vidas no tienen sentido. Es inútil. No hay conspiración que valga.

Una mañana, mientras nos vestíamos, noté que Janine todavía tenía puesto el camisón. Se había quedado sentada en el borde de su cama.

Eché un vistazo a las puertas dobles del gimnasio, donde solía haber alguna Tía, para comprobar si había reparado en ello, pero no había ninguna Tía. En aquella época confiaban más en nosotras, y de vez en cuando nos dejaban durante unos minutos sin vigilancia en la clase, e incluso en la cafetería. Probablemente desaparecían para fumarse un cigarrillo, o tomarse una taza de café.

Mira, le dije a Alma, cuya cama estaba junto a la mía.

Alma miró a Janine. Entonces las dos nos acercamos a ella. Vístete, Janine, dijo Alma a sus espaldas. No queremos rezar el doble por tu culpa. Pero Janine no se movió.

Moira también se había acercado. Fue antes de que se escapara por segunda vez. Aún cojeaba a causa de lo que le habían hecho en los pies. Rodeó la cama para poder ver el rostro de Janine.

Venid, nos dijo a Alma y a mí. Las demás también empezaban a reunirse formando una pequeña multitud. Apartaos, les dijo Moira. No hay que darle importancia. Si ella entrara…

Yo miraba a Janine. Tenía los ojos abiertos y desorbitados, pero no me veía; la boca, abierta en una sonrisa fija. A través de la sonrisa, a través de sus dientes, susurraba algo para sus adentros. Tuve que inclinarme hacia ella.

Hola, dijo, sin dirigirse a mí. Me llamo Janine. Esta mañana soy tu servidora. ¿Te traigo un poco de café para empezar?

Cristo, dijo Moira a mi lado.

No blasfemes, le advirtió Alma.

Moira cogió a Janine por los hombros y la sacudió. Olvídalo, Janine, dijo en tono brusco. Y no pronuncies esa palabra.

Janine sonrió. Es un hermoso día, dijo.

Moira le dio dos bofetadas, con el dorso y el envés de la mano. Vuelve, insistió. ¡Vuelve ahora mismo! No puedes quedarte allí, ya no estás allí. Todo eso ha terminado.

La sonrisa de Janine se quebró. Se llevó la mano a la mejilla. ¿Por qué me golpeaste?, preguntó. ¿No era bueno? Puedo traerte otro. No necesitabas golpearme.

¿No sabes lo que harán?, prosiguió Moira. Hablaba en voz baja pero áspera, profunda. Mírame. Mi nombre es Moira y éste es el Centro Rojo. Mírame.

Janine empezó a centrar la mirada. ¿Moira?, dijo. No conozco a ninguna Moira.

No te van a enviar a la Enfermería, ni lo sueñes, continuó Moira. No se complicarán la vida intentando curarte Ni siquiera se molestarán en trasladarte a las Colonias. Como máximo te subirán al Laboratorio y te pondrán una inyección. Luego te quemarán junto con la basura, como a una No Mujer. Así que olvídalo.

Quiero irme a casa, dijo Janine. Y rompió a llorar.

Jesús, protestó Moira. Ya basta. Ella estará de vuelta en un minuto, puedes estar segura. Así que ponte tu maldita ropa y cierra el pico.

Janine siguió sollozando, pero se puso de pie y empezó a vestirse.

Si vuelve a hacerlo y yo no estoy aquí, me dijo Moira, sólo tienes que abofetearla. No hay que permitirle que pierda la noción de la realidad. Esa mierda es contagiosa.

Entonces ya debía de estar planeando su fuga.

CAPITULO 34

El espacio del patio destinado a las sillas, ya se ha llenado; nos agitamos en nuestros sitios, impacientes. Por fin llega el Comandante que está a cargo del servicio. Es calvo y de espaldas anchas, y parece un entrenador de fútbol de cierta edad. Va vestido con su uniforme sobriamente negro y con varias hileras de insignias y condecoraciones. Es difícil no quedar impresionado, pero hago un esfuerzo: intento imaginármelo en la cama con su Esposa y su Criada, fertilizando como un loco, como un salmón en celo, fingiendo que no obtiene ningún placer. Cuando el Señor dijo creced y multiplicaos, ¿se refería a este hombre?

El Comandante sube la escalera que conduce al podio, adornada con una tela roja que lleva bordado un enorme ojo blanco con alas. Recorre la sala con la mirada y nuestras voces se apagan. Ni siquiera tiene que levantar las manos. Su voz entra por el micrófono y sale por los altavoces despojada de sus tonos más graves, de modo tal suena ásperamente metálica, como si no la emitiera boca, su cuerpo, sino los propios altavoces. Su voz tiene color del metal y la forma de un cuerno.

Hoy es un día de acción de gracias -comienza-, un día de plegaria.

Desconecto mis oídos de la parrafada sobre la victoria y el sacrificio. Luego hay una larga plegaria acerca de las vasijas indignas, y después un himno: «En Gilead hay un bálsamo.»

«En Gilead hay una bomba», solía llamarle Moira.

Ahora viene lo más importante. Entran los veinte Angeles recién llegados de los frentes, recién condecorados, acompañados por la guardia de honor, marchando uno-dos uno-dos hacia el espacio central. Atención, en posición de descanso. Y entonces las veinte hijas con sus velos blancos avanzan tímidamente, cogidas del brazo por sus madres. Ahora son las madres, y no los padres, las que entregan a las hijas y facilitan los arreglos de las bodas. Los matrimonios, por supuesto, están arreglados. Hace años que a estas chicas no se les permite estar a solas con un hombre; de alguna manera durante muchos años a todas nos ha ocurrido lo mismo.

¿Tienen edad suficiente para recordar algo de los tiempos pasados, como jugar al béisbol, vestirse con tejanos y zapatos de lona, montar en bicicleta? ¿Y leer libros, ellas solas? Aunque algunas de ellas no tienen más de catorce años -Iniciadlas pronto, es la norma, no hay un momento que perder-, igualmente recordarán. Y las que vengan después de ellas, durante tres o cuatro o cinco años, también recordarán; pero después no. Habrán vestido siempre de blanco y formado grupos de chicas; siempre habrán guardado silencio.


Les hemos dado más de lo que les hemos quitado, dijo el Comandante. Piensa en los problemas que tenían antes. ¿Acaso no recuerdas las dificultades de los solteros, la indignidad de las citas con desconocidos en los institutos de segunda enseñanza? El mercado de la carne. ¿No recuerdas la enorme diferencia entre las que podían conseguir un hombre fácilmente y las que no podían? Algunas llegaban a la desesperación, se morían de hambre para adelgazar, se llenaban los pechos de silicona, se achicaban la nariz. Piensa en la miseria humana.

Movió la mano en dirección a las estanterías de revistas antiguas. Siempre se estaban quejando. Problemas por esto, problemas por aquello. Recuerda los anuncios de la columna personal: Mujer alegre y atractiva, treinta y cinco años… De este modo todas conseguían un hombre, sin excluir a ninguna. Y luego, si llegaban a casarse, podían ser abandonadas con un niño, dos niños, sus maridos podían hartarse e irse, desaparecer, y ellas tenían que vivir de la asistencia social. O de lo contrario, él se quedaba y los golpeaba. O, si tenían trabajo, debían dejar a los niños en la guardería o al cuidado de alguna mujer cruel e ignorante, y tenían que pagarlo de su bolsillo, con sus sueldos miserables. El dinero era la única medida valiosa para todos que no respetaba a las madres. No me extraña que renunciaran a todo el asunto. De este modo están protegidas, pueden cumplir con su destino biológico en paz. Con pleno apoyo y estímulo. Ahora dime. Eres una persona inteligente, me gustaría saber lo que piensas. ¿Qué es lo que pasamos por alto?

El amor, afirmé.

¿El amor?, se extrañó el Comandante. ¿Qué clase de amor?

El enarnorarse, repuse.

El Comandante me miró con su mirada franca e infantil. Oh sí, dijo. He leído las revistas, es lo que ellas fomentaban, ¿verdad? Pero considera los testimonios, querida. ¿Realmente valía la pena enamorarse? Los matrimonios arreglados siempre han funcionado perfectamente bien, como mínimo.


Amor, dijo Tía Lydia en tono disgustado. Que yo no os sorprenda en eso. Nada de estar en la luna, niñas. Moviendo el dedo delante de nosotras. El amor no cuenta.


Históricamente hablando, aquellos años eran simplemente una anomalía, argumentó el Comandante. Un fiasco. Todo lo que hemos hecho es devolver las cosas a los cauces de la Naturaleza.


La Peregrinación de las Mujeres se organiza generalmente para casamientos en grupo, como éste. Las de los hombres son para las victorias militares. Ésta es una de las cosas que más nos deben regocijar. Sin embargo en ocasiones, y en el caso de las mujeres, se organizan cuando una monja decide retractarse. La mayor parte de estos casos tuvieron lugar al principio, cuando las acorralaban; pero incluso en estos tiempos descubren a algunas, y las hacen abandonar la clandestinidad, donde han estado ocultándose como topos. Y tienen el mismo aspecto: los ojos debilitados, la mirada estupefacta por el exceso de luz. A las mayores las envían directamente a las Colonias, pero a las jóvenes y fértiles intentan convertirlas y, cuando lo logran, todas venimos aquí para verlas cómo celebran la ceremonia de renunciar al celibato y sacrificarse por el bien común. Se arrodillan y el Comandante reza y luego ellas toman el velo rojo, tal como hemos hecho todas nosotras. Sin embargo, no se les permite convertirse en Esposas. Aún se las considera demasiado peligrosas como para que accedan a posiciones de tanto poder. Parecen rodeadas de olor a bruja, algo misterioso y exótico; algo que permanece en ellas a pesar del fregado y de las llagas de los pies, y del tiempo que han pasado aisladas. Siempre tienen llagas, ya las tenían en aquel tiempo, o eso se rumorea: no se les quitan con facilidad. De todos modos, muchas de ellas eligen las Colonias. A ninguna de nosotras le gusta tenerlas como compañeras de compra. Están más destrozadas que el resto de nosotras; es difícil sentirse a gusto con ellas.


Las madres han colocado en su sitio a las niñas tocadas con velos blancos, y han regresado a sus sillas. Entre ellas se produce un breve lloriqueo, mutuas palmaditas y estrechamientos de manos, y el uso ostentoso de los pañuelos. El Comandante prosigue con el servicio:

– Deseo que las mujeres se adornen con indumentarias modestas -dice-, con recato y sobriedad; que no lleven el cabello trenzado, ni oro, ni perlas, ni atavíos costosos;

»Sino (lo cual se aplica a las mujeres que se declaran devotas) buenas obras.

»Dejad que la mujer aprenda en silencio, con un sometimiento total -en este punto nos dedica una mirada-. Total -repite.

»No tolero que una mujer enseñe, ni que usurpe la autoridad del hombre, sólo que guarde silencio.

»Porque primero fue creado Adán, y luego Eva.

»Y Adán no fue engañado, pero la mujer, siendo engañada, cometió una transgresión.

»No obstante, se salvará mediante el alumbramiento si continúa en la fe y la caridad y la santidad con sobriedad.

Salvarse mediante el alumbramiento, pienso. ¿Y qué es lo que nos salvaba antes?

– Eso debe decírselo a las Esposas -murmura Deglen-, cuando se dedican a beber -se refiere al párrafo acerca de la sobriedad. Ahora podemos volver a hablar, el Comandante ha concluido el ritual principal y se ponen los anillos y levantan los velos. Tongo, digo mentalmente. Fijaos bien, porque ahora es demasiado tarde. Los Ángeles tendrán derecho a las Criadas, más adelante, sobre todo si sus nuevas Esposas no pueden reproducirse. Pero a vosotras, niñas, os han timado. Lo que conseguís es lo que veis, con todas sus consecuencias. Pero nadie espera que lo améis. Lo descubriréis muy pronto. Simplemente cumplid con vuestra obligación en silencio. Cuando dudéis, cuando os tendáis de espaldas, podéis mirar el cielo raso. Quién sabe lo que veréis allí arriba. Coronas funerarias y ángeles, constelaciones de polvo, estelar o del otro, los rompecabezas que dejan las arañas. Una mente inquieta siempre tiene algo en qué ocuparse.

¿Algo va mal, querida?, decía un viejo chiste.

No, ¿por qué?

Te has movido.

No os mováis.


Lo que pretendemos lograr, dice Tía Lydia, es un espíritu de camaradería entre las mujeres. Todas debemos actuar de común acuerdo.

Camaradería, una mierda, dice Moira por el agujero del retrete. Que se vaya a hacer puñetas la Tía Lydia, como solían decir. ¿Qué apuestas a que logra que Janine se ponga de rodillas? ¿Qué crees que traman en su despacho? Apuesto a que la hace trabajar en ese reseco peludo viejo y marchito…

¡Moira!, exclamo.

¿Moira, qué?, susurra. Sabes que tú también lo has pensado.

No es bueno hablar de ese modo, afirmo, sintiendo sin embargo el impulso de reír. Pero en aquel entonces yo imaginaba que debíamos intentar preservar algo parecido a la dignidad.

Siempre fuiste una mojigata, dice Moira, en tono afectado. Claro que es bueno. Lo es.

Y tiene razón, lo sé ahora, mientras estoy arrodillada en este suelo irremediablemente duro, escuchando el ronroneo de la ceremonia. Hay algo convincente en el hecho de susurrar obscenidades sobre los que están en el poder. Hay algo delicioso, algo atrevido, sigiloso, prohibido, emocionante. Es como un maleficio, en cierto modo. Los rebaja, los reduce al común denominador en el que pueden ser encuadrados. Sobre la pintura del retrete alguien desconocido había garabateado: Tía Lydia chupa. Era como una bandera agitada desde una colina durante una rebelión. La sola idea de que Tía Lydia hiciera semejante cosa era alentadora.

Así que ahora, entre estos Ángeles y sus blancas esposas desecadas, imagino gruñidos y sudores trascendentales, encuentros húmedos y peludos; o, mejor aún, fracasos ignominiosos, pollas semejantes a zanahorias pasadas, angustiosos toqueteos de la carne, fría e insensible como un pescado crudo.


Cuando por fin la ceremonia concluye y salimos, Deglen me dice en un débil pero penetrante susurro:

– Sabemos que lo ves a solas.

– ¿A quién? -le pregunto, resistiendo el impulso de mirarla. Sé a quién se refiere.

– A tu Comandante -aclara-. Sabemos que lo has estado viendo -le pregunto cómo-. Simplemente lo sabemos -responde-. ¿Qué busca? ¿Perversiones sexuales?

Sería difícil explicarle lo que él quiere, porque aún no sé cómo denominarlo. ¿Cómo describirle lo que realmente ocurre entre nosotros? En primer lugar, ella se reiría. Me resulta más fácil decir:

– En cierto modo -esta respuesta tiene, al menos, la dignidad de la coerción.

Ella reflexiona.

– Te sorprendería -comenta- saber cuántos lo hacen.

– No puedo evitarlo -me justifico-. No puedo decirle que no iré -ella debería saberlo.

Ya estamos en la acera y no es conveniente hablar, estamos muy cerca del resto y ya no contamos con la protección del murmullo de la multitud. Caminamos en silencio, rezagadas, hasta que ella cree prudente decir:

– Claro que no puedes. Pero averigua y cuéntanos.

– ¿Que averigüe qué? -me extraño.

Casi me parece percibir el ligero movimiento de su cabeza.

– Todo lo que puedas.

CAPÍTULO 35

Ahora, en la atmósfera caliente de mi habitación, tengo un espacio por llenar, y también un tiempo; un espacio-tiempo, entre el aquí y el ahora, el allí y el después, interrumpido por la cena. La llegada de la bandeja, subida por las escaleras como si fuera un inválido. Un inválido, alguien que ha sido invalidado. Sin pasaporte válido. Sin salida.


Eso fue lo que ocurrió el día que intentamos cruzar la frontera, con nuestros flamantes pasaportes que demostraban que no éramos quienes éramos: que Luke, por ejemplo, nunca habla estado divorciado, que por lo tanto era legal, según la nueva ley.

Después que le explicamos que íbamos de picnic y de echar una mirada al interior del coche y ver a nuestra hija dormida, rodeada por su zoo de sucios animales, el hombre se fue adentro con nuestros pasaportes; Luke me dio unas palmaditas en el brazo y bajó del coche fingiendo que salía a estirar las piernas, y observó al hombre a través de la ventana del edificio de inmigración. Yo me quedé en el coche. Encendí un cigarrillo para tranquilizarme y aspiré el humo, una larga bocanada de falsa relajación. Me dediqué a mirar a los soldados vestidos con esos uniformes desconocidos que, para ese entonces, empezaban a resultar familiares; estaban ociosamente de pie junto a la barrera de rayas amarillas y negras, que se encontraba levantada. No hacían gran cosa. Uno de ellos miraba una bandada de pájaros que alzaban el vuelo, se arremolinaban y se posaban sobre la barandilla del puente, al otro lado. Yo lo miraba a él, y al mismo tiempo a ellas. Todo tenía el color de siempre, sólo que más brillante.

Todo saldrá bien, me dije, rezando mentalmente. Oh, permítelo. Permítenos cruzar, permítenos cruzar. Sólo esta vez, y después haré cualquier cosa. No tendría ningún sentido, y ni siquiera interés, saber lo que pensé que podría hacer por quien me estaba escuchando.

Entonces Luke volvió a subir al coche, muy rápidamente, puso la llave del encendido y dio marcha atrás. Iba a hablar por teléfono, dijo. Y empezó a conducir a toda prisa, y después un camino de tierra, el bosque, y saltamos del coche y echamos a correr. Una casa donde ocultarnos, una barca, no sé lo que pensamos. Él dijo que los pasaportes eran seguros, y tuvimos muy poco tiempo para planificarlo. Tal vez él tenía un plan, algún tipo de mapa mental. En cuanto a mí, me limité a correr y correr.

No quiero contar esta historia.


No tengo que contarla. No tengo que contar nada, ni a mí misma ni a nadie. Simplemente podría quedarme sentada aquí, en paz. Podría apartarme. Es posible llegar muy lejos, hacia adentro, hacia abajo y hacia atrás, podrían no encontrarte nunca.

Nolite te bastardes carborundorum. Vaya si la hizo buena.

¿Por qué luchar?


Jamás servirá.


¿Amor?, dijo el Comandante.

Eso está mejor. Es algo que conozco. Podemos hablar del tema.

Enamorarse, repetí. Caer en las garras del amor, a todos nos ocurrió, de un modo u otro. ¿Cómo pudo haberlo convertido en algo tan vacío? Incluso socarrón. Como si para nosotros fuera algo trivial, una pose, un capricho.

Por el contrario, era un camino difícil. Era el problema central, la manera de entenderse a uno mismo; si nunca te ocurría, jamás, podías llegar a ser como un mutante una criatura de otra galaxia. Cualquiera lo sabía.

Caer en las garras del amor, dijimos; yo caí en los brazos de él. Éramos mujeres caídas. Creíamos en ello, en este movimiento descendente: tan hermoso como volar, y sin embargo, al mismo tiempo, tan terrible, tan extremo, tan improbable. Dios es amor, dijeron alguna vez, pero nosotras pusimos la frase del revés y el amor, como el Cielo, estaba siempre a la vuelta de la esquina. Cuanto más creíamos en el Amor abstracto y total, más difícil nos resultaba amar al hombre que teníamos a nuestro lado. Siempre esperábamos una encarnación. Esa palabra, hecha carne.

Y en ocasiones ocurría, por una vez. Esa clase de amor viene y se va y después es difícil recordarlo, como el dolor. Un día mirabas a ese hombre y pensabas Te amé, y lo pensabas en tiempo pasado, y te sentías maravillada porque haberlo hecho era una tontería, algo sorprendente y precario; y también comprendías por qué en aquel momento tus amigos se habían mostrado evasivos.

Ahora, al recordar esto, siento un gran consuelo.

O a veces, incluso cuando aún estabas amando, te levantabas en mitad de la noche, cuando la luna entraba por la ventana e iluminaba su rostro dormido, oscureciendo las sombras de las cuencas de sus ojos y volviéndolas más cavernosas que durante el día, y pensabas: ¿Quién sabe lo que hacen cuando están a solas, o con otros hombres? ¿Quién sabe lo que dicen, o a dónde van? ¿Quién puede decir lo que son realmente? En la cotidianeidad.

Probablemente, en esos momentos pensarías: ¿Y si no me ama?

O recordarías historias que habías leído en los periódicos sobre mujeres que habían aparecido -a menudo eran mujeres, pero a veces también hombres, o niños, lo cual es terrible- en zanjas, o en bosques, o en neveras de habitaciones alquiladas y abandonadas, con la ropa puesta o no, vejadas sexualmente o no; pero de todos modos asesinadas. Existían lugares por los que no querías caminar, precauciones que tomabas y que tenían que ver con las cerraduras de ventanas y puertas, con el hecho de echar las cortinas y de dejar las luces encendidas. Estas cosas que hacías eran como plegarias; las hacías y esperabas que te salvaran. Y en gran parte lo hacían. O algo lo hacia; podías asegurarlo por el hecho de que aún estabas viva.

Pero todo eso era oportuno sólo por la noche y no tenía nada que ver con el hombre al que amabas, al menos a la luz del día. Con ese hombre querías trabajar, que la cosa funcionara para no desentrenarte. Y el entrenamiento era algo que hacías con el fin de mantener tu cuerpo en forma para ese hombre. Si te entrenabas lo suficiente, tal vez el hombre también lo hacía. Tal vez erais capaces de entrenaros juntos, como si ambos fuerais un rompecabezas que podía resolverse de lo contrario, uno de vosotros -lo más probable es que fuera el hombre- se alejaría tomando su propio rumbo, llevándose consigo su cuerpo adicto y dejándote con una angustia de abandono que podías contrarrestar mediante el ejercicio. Si no funcionabais, era porque uno de los dos adoptaba una actitud incorrecta. Se pensaba que todo lo que ocurría en vuestras vidas se debía a alguna fuerza positiva o negativa que emanaba del interior de vuestras mentes.

Si no te gusta, cámbialo, nos decíamos mutuamente y a nosotras mismas. Y así, cambiábamos a ese hombre por otro. Estábamos seguras de que el cambio siempre se hacía para mejorar. Éramos revisionistas; nos revisábamos a nosotras mismas.

Resulta extraño recordar lo que solíamos pensar, como si lo tuviéramos todo al alcance, como si no existieran las contingencias, ni los límites; como si fuéramos libres de modelar y remodelar eternamente los siempre expansibles perímetros de nuestras vidas. Yo también era así, también lo hacía. Luke no fue el primer hombre en mi vida, y podría no haber sido el último. Si no hubiera quedado congelado de ese modo. Parado en seco en el tiempo, en el aire, entre los árboles, en mitad de la caída.

En otros tiempos te enviaban un pequeño paquete con sus pertenencias: lo que llevaba consigo en el momento de morir. Según mi madre, eso es lo que hacían en tiempos de guerra. ¿ Durante cuánto tiempo se suponía que debías llevar luto, qué decían ellos? Haz de tu vida un tributo al amado. Y lo fue, el amado. Él.

Es, me digo. Es, es, sólo dos letras, estúpida, ¿acaso no eres capaz de recordar una palabra tan corta como ésa?


Me seco la cara con la manga. Antes no lo habría hecho por miedo a mancharme, pero ahora es imposible que ocurra. Cualquier expresión que exista, invisible para mí es real.

Tendréis que perdonarme. Soy una refugiada del pasado y, como otros refugiados, sigo las costumbres y hábitos que abandoné o que fui obligada a abandonar, y todo esto parece muy pintoresco, y yo soy muy obsesiva con respecto a ello. Como un ruso blanco tomando el té en París, aislado en el siglo veinte, retrocedo intentando recuperar aquellos senderos distantes; me vuelvo demasiado sensiblera, me pierdo. Me lamento. Lamentarse es lo que es, no es llorar. Me siento en esta silla y rezumo, como una esponja.

Entonces. Más espera. La dulce espera: así solían llamarle las tiendas en las que podías comprar ropa de maternidad. Espera a secas parece más apropiado a alguien que está en una estación de tren. La espera también es un lugar: es donde se espera. Para mí, lo es esta habitación. Yo soy un espacio entre paréntesis. Entre otras personas.


Llaman a mi puerta. Es Cora, con la bandeja.

Pero no es Cora.

– Te he traído esto -dice Serena Joy.

Entonces levanto la vista, miro a mi alrededor, me levanto de mi silla y camino en dirección a ella. La sostiene entre sus manos, es una copia de una Polaroid, cuadrada y brillante. Entonces aún fabrican esas cámaras. Y también habrá álbumes familiares, llenos de niños; sin embargo, ni una sola Criada. Desde el punto de vista de la historia futura, seremos invisibles. Pero los niños sí existirán, serán algo para que las Esposas miren en el piso de abajo mientras esperan el nacimiento mordisqueando en el bar.

– Sólo puedes tenerla cinco minutos -me dice Serena Joy, en tono bajo y conspirador Tengo que devolverla antes de que noten que ha desaparecido.

Debe de haber sido una Martha la que se la consiguió. Ellas forman una red de la que obtienen algo. Es bueno saberlo.

La cojo de sus manos, y la doy vuelta para verla del derecho. Es ella, ¿éste es su aspecto? Mi tesoro.

Tan alta y cambiada. Sonriendo un poco, con su vestido blanco, como si fuera vestida para tomar la primera comunión, como en los viejos tiempos.

El tiempo no ha quedado estancado. Me ha mojado, me ha erosionado, como si yo no fuera más que una mujer de arena abandonada por un niño descuidado cerca del agua. Para ella he quedado borrada. Ahora sólo soy una sombra lejana en el tiempo, detrás de la superficie lisa y brillante de esta fotografía. La sombra de una sombra, que es lo que terminan siendo las madres muertas. Se ve en sus ojos: no estoy allí.

Pero ella existe, con su vestido blanco. Crece y vive. ¿No es algo bueno? ¿No es una bendición?

Sin embargo, no puedo soportar haber quedado borrada de esa manera. Mejor sería que no me hubiera traído nada.


Me siento a la mesa pequeña a comer copos con crema con un tenedor. Me dan tenedor y cuchara, pero nunca cuchillo. Cuando hay carne, me la cortan con antelación, como si yo no supiera manejar las manos, o no tuviera dientes. Pero no carezco de ninguna de las dos cosas. Por eso no me permiten usar cuchillo.

CAPÍTULO 36

Llamo a su puerta, oigo su voz, me arreglo la cara y entro. Él está de pie junto a la chimenea; en la mano tiene un vaso casi vacío. Normalmente espera a que yo llegue para empezar a beber alcohol, aunque sé que con la cena beben vino. Tiene la cara ligeramente colorada. Intento calcular lo que ha bebido.

– Bienvenida -me saluda-. ¿ Cómo está la pequeña esta noche?

Por la elaborada sonrisa que me dedica, calculo que poco. Está en la fase de la cortesía.

– Estoy bien -respondo.

– ¿Preparada para una pequeña emoción?

– ¿Cómo? -le pregunto. Detrás de sus palabras siento una incomodidad, una incertidumbre acerca de lo lejos que puede ir conmigo, y en qué dirección.

– Esta noche tengo una pequeña sorpresa para ti -anuncia y se echa a reír. Es más bien una risita. Noto que esta noche todo es pequeño. Desea disminuir las cosas, incluso a mí misma-. Algo que te gustará.

– ¿Qué es? -pregunto-. ¿Cuadros chinos? -puedo tomarme estas libertades; a él parecen divertirle, sobre todo después de un par de tragos. Prefiere que sea frívola.

– Algo mejor -puntualiza, intentando parecer seductor.

– Estoy impaciente.

– Bien -dice. Va hasta su escritorio y revuelve en un cajón. Luego se acerca a mí, con una mano a la espalda.

– Adivina -propone.

– ¿Animal, vegetal o mineral? -pregunto.

– Oh, animal -afirma con burlona gravedad-. Definitivamente animal, diría yo -aparta la mano de detrás de su espalda. Sostiene algo semejante a un puñado de plumas color malva y rosa. Las despliega. Es una prenda de vestir, según parece, y de mujer: se ven las dos copas para los pechos, cubiertas de lentejuelas color púrpura. Las lentejuelas son estrellas diminutas. Las plumas están colocadas alrededor del agujero para las piernas y a lo largo de la parte de arriba. O sea que después de todo no estaba equivocada con respecto a la faja.

Me pregunto dónde la habrá encontrado. Se supone que toda la ropa de ese tipo ha sido destruida. Recuerdo haberlo visto en la televisión, en fragmentos filmados en diversas ciudades. En Nueva York se llamaba Limpieza de Manhattan. En Times Square había hogueras y las multitudes cantaban alrededor de ellas, mujeres que levantaban los brazos, agradecidas, cada vez que sentían que las cámaras las enfocaban, hombres jóvenes de rostro pétreo y bien afeitado que arrojaban objetos a las llamas: prendas de seda, nylon y piel de imitación, ligas verdes, rojas y violetas, raso negro, lamé dorado, plata brillante; bragas bikini, sujetadores transparentes con corazones rosados de raso cosidos para tapar los pezones. Y los fabricantes, importadores y vendedores arrodillados, arrepintiéndose en público, con las cabezas cubiertas con sombreros de papel, de forma cónica -como unas orejas de burro- con la palabra VERGUENZA pintada en rojo.

Pero algunas cosas deben de haberse salvado de las llamas, lo más probable es que no las encontraran todas. Él debe de haberla conseguido del mismo modo que consiguió las revistas: deshonestamente; apesta a mercado negro. Y no es nueva, ha sido usada con anterioridad, debajo de los brazos, la prenda está arrugada y ligeramente manchada con el sudor de alguna otra mujer.

– Tuve que adivinar la talla -me advierte-. Espero que te siente bien.

– ¿Pretende que me ponga esto? -me asombro. Sé que mi voz suena mojigata y desaprobadora. Sin embargo, hay algo atractivo en la idea. Nunca me he puesto nada ni remotamente parecido, tan brillante y teatral, y eso es lo que debe de ser, una vieja prenda de teatro, o algo de un número de un club nocturno desaparecido; lo más parecido que me puse alguna vez fueron trajes de baño y un conjunto de cubrecorsé con encajes de color melocotón que Luke me compró una vez. Sin embargo, hay algo seductor en esta prenda, encierra el pueril atractivo de ponerse de tiros largos. Y sería tan ostentoso, como una burla a las Tías, tan pecaminoso, tan libre… La libertad, como todo lo demás, es relativo.

– Bien -acepto, intentando no parecer demasiado ansiosa. Quiero que él sienta que le estoy haciendo un favor. Tal vez hemos llegado a su verdadero y profundo deseo. ¿Tendrá un látigo escondido detrás de la puerta? ¿Se sacará las botas y se arrojará o me arrojará a mí sobre el escritorio?

– Es un disfraz -me explica-. También tendrás que pintarte la cara; traje todo lo que hace falta. No podrías entrar sin esto.

– ¿ Dónde? -pregunto.

– Esta noche voy a llevarte afuera.

– ¿Afuera? -es una expresión arcaica. Seguramente ya no queda ningún sitio donde llevar a una mujer.

– Fuera de aquí -afirma.

Sé, sin necesidad de que me lo diga, que lo que propone es arriesgado para él, pero especialmente para mí; de todos modos, quiero ir. Quiero cualquier cosa que rompa la monotonía, que subvierta el respetable orden de las cosas.

Le digo que no quiero que me mire mientras me pongo la prenda; delante de él, aún tengo vergüenza de mi cuerpo. Dice que se volverá de espaldas, y lo hace; me quito los zapatos y los calcetines, los leotardos de algodón y me pongo las plumas bajo la protección del vestido. Luego me quito el vestido y deslizo sobre mis hombros los finos tirantes con lentejuelas. También hay un par de zapatos de color malva con tacones absurdamente altos. Nada me sienta a la perfección: los zapatos son un poco grandes y la cintura del traje es demasiado ceñida, pero servirán.

– Ya está -anuncio, y él se da vuelta. Me siento estúpida; quiero verme en un espejo.

– Encantadora -comenta-. Y ahora tu cara.

Todo lo que tiene es un lápiz labial viejo, blando y con olor a uvas artificiales, un delineador y maquillaje. Ni sombra para párpados, ni colorete. Por un momento pienso que no recordaré cómo se hace, y mi primer intento con el delineador me deja un párpado manchado de negro, como si me lo hubiera hecho en una pelea; pero me lo limpio con la loción de manos de aceite vegetal y vuelvo a probar. Me froto ligeramente los pómulos con el lápiz labial y lo extiendo. Mientras realizo la operación, él me sostiene un enorme espejo de mano con dorso de plata. Reconozco el espejo de Serena Joy. Él debe de haberlo cogido de su habitación.

No puedo hacer nada con mi pelo.

– Estupendo -afirma. A estas alturas, está bastante excitado; es como si nos estuviéramos vistiendo para ir a una fiesta.

Va hasta el armario y saca una capa con una caperuza. Es de color azul claro, el color de las Esposas. También debe de ser de Serena.

– Échate la caperuza sobre la cara -indica-. Intenta no estropear el maquillaje. Es para pasar por los controles.

– ¿Y mi pase? -pregunto.

– No te preocupes por eso -me tranquiliza-. Te he conseguido uno.

Y nos disponemos a salir.

Nos deslizamos juntos por las calles envueltas en penumbras. El Comandante me ha cogido de la mano derecha, como los adolescentes en las películas. Me cierro bien la capa de color azul claro, como haría una buena Esposa. A través del túnel formado por la caperuza puedo ver la nuca de Nick. Lleva la gorra en la posición correcta, está sentado en una postura recta y con el cuello estirado, todo su cuerpo está erguido. ¿Su postura desaprueba mi conducta, o yo me lo imagino? ¿Sabe lo que llevo puesto debajo de la capa, él mismo lo consiguió? Si fuera así, ¿está enfadado, siente algún deseo, envidia o alguna otra cosa? Tenemos una cosa en común: ambos debemos ser invisibles, ambos somos funcionarios. Me pregunto si él lo sabe. Cuando le abrió la puerta del coche al Comandante, y por extensión a mí, intenté captar su mirada, hacer que me mirara, pero él actuó como si no me viera. ¿Por qué no? Para él es un trabajo fácil: pequeños recados, favores, y no creo que quiera arriesgar su situación.

En los puestos de control no surge ningún problema, todo sale tan bien como dijo el Comandante, a pesar del pesado golpeteo y de la presión de la sangre en mi cabeza. Gallina de mierda, diría Moira.

Cuando pasamos el segundo puesto de control, Nick pregunta:

– ¿Aquí, señor?

– Sí -responde el Comandante. El coche avanza y el Comandante me advierte-: Ahora tendré que pedirte que te acomodes en el suelo del coche.

– ¿En el suelo? -me asombro.

– Tenemos que atravesar la puerta -me explica, como si eso significara algo para mí. Intenté preguntarle a dónde íbamos, pero dijo que quería darme una sorpresa-. A las Esposas no se les permite la entrada.

Así que me aplasto contra el suelo y el coche vuelve a arrancar, y durante unos minutos no veo nada. Debajo de la capa hace un calor sofocante. Es una capa de invierno, no es de algodón como las de verano, y huele a naftalina. Debe de haberla cogido del armario de la ropa de invierno, sabiendo que ella no lo notará. Ha tenido la amabilidad de mover los pies para hacerme lugar. De todos modos, tengo la frente contra sus zapatos. Nunca había estado tan cerca de sus zapatos. Parecen duros, impenetrables como el caparazón de las cucarachas: negros, lustrados, incrustables. Es como si no tuvieran nada que ver con los pies.

Atravesamos otro puesto de control. Oigo las voces irnpersonales y respetuosas, y la ventanilla que baja y sube eléctricamente para que él presente los pases. Esta vez no enseña el mío, el que se supone que es mío, porque oficialmente no existo, por ahora.

Luego el coche arranca y vuelve a detenerse, y el comandante me ayuda a incorporarme.

– Tendremos que ser rápidos -comenta-. Ésta es una entrada trasera. Le dejarás la capa a Nick. A la hora de siempre -le dice a Nick. O sea que esto también es algo que ha hecho antes.

Me ayuda a quitarme la capa; la puerta del coche está abierta. Noto el aire sobre mi piel casi desnuda y me doy cuenta que he estado sudando. Cuando me giro para cerrar la puerta del coche, veo que Nick me mira a través del cristal. Ahora me ve. ¿Lo que veo es desdén, o indiferencia, es simplemente lo que él esperaba de mí?

Estamos en un callejón, detrás de un edificio de ladrillos rojos, bastante moderno. Junto a la puerta hay una hilera de cubos de basura que huelen a pollo frito en descomposición. El Comandante pone la llave en la puerta, que es chata y gris y está al mismo nivel de la pared y que, me parece, es de acero. En el interior hay un pasillo de hormigón iluminado con lámparas fluorescentes; una especie de túnel funcional.

– Es aquí -me dice el Comandante. Me coloca en la muñeca una etiqueta de color púrpura con una banda elástica, como las etiquetas que dan en los aeropuertos para el equipaje-. Si alguien te pregunta, di que estás alquilada para esta noche -me aconseja. Me coge del brazo para guiarme. Lo que quiero es un espejo para ver si tengo los labios bien pintados o si las plumas son muy ridículas y están muy desordenadas. Con esta luz debo de parecer muy pálida. Pero ya es demasiado tarde.

Idiota, dice Moira.

CAPÍTULO 37

Caminamos por el pasillo, atravesamos otra puerta gris y chata y avanzamos por otro pasillo, esta vez iluminado y cubierto con una alfombra de color champiñón, rosa pardusco. Las puertas se abren hacia afuera y están numeradas: ciento uno, ciento dos, como uno cuenta durante una tormenta para saber a qué distancia está. Entonces es un hotel. Desde detrás de una de las puertas llegan risas, las de un hombre y una mujer. Hacía mucho tiempo que no oía reír.

Salimos a un patio central. Es amplio y alto y hay varios pisos hasta la claraboya de la parte superior. En el centro hay una fuente, una fuente redonda que rocía agua en forma de diente de león que empieza a granar. Plantas en tiestos y retoños de árbol aquí y allá, enredaderas que cuelgan de los balcones. Ascensores con cristales ovalados se deslizan arriba y abajo como moluscos gigantes.

Sé dónde estoy. He estado aquí antes: con Luke, por las tardes, hace mucho tiempo. Antes era un hotel. Ahora está lleno de mujeres.

Me quedo quieta y las miro. Aquí puedo mirar fijamente, mirar a mi alrededor, ya no tengo la toca que me lo impida. Mi cabeza, despojada de ella, parece extrañamente ligera, como si le hubieran quitado un peso, o parte de su sustancia.

Las mujeres están sentadas, repantigadas, paseándose o apoyadas unas contra otras. Mezclados con ellas se ven algunos hombres, montones de hombres que, vestidos con sus uniformes o trajes oscuros, tan parecidos entre sí, forman un segundo plano indiferenciado. Las mujeres, por su parte, tienen un aspecto tropical, van vestidas con todo tipo de ropas festivas y brillantes. Algunas de ellas llevan conjuntos como el mío, con plumas y adornos brillantes, escotados en los muslos y en los pechos. Algunas tienen puesta ropa interior como la que se usaba antes, camisones cortos, pijamas cortos y algún que otro salto de cama transparente. Otras llevan trajes de baño, enteros o bikinis; hay una con una prenda hecha con ganchillo y unas enormes conchas de vieiras que le cubren las tetas. Algunas van vestidas con pantalones cortos de deporte y blusas abiertas en la espalda, otras con mallas de gimnasia como las que solían verse por televisión, ceñidas, y calentadores tejidos de color pastel. Incluso se ven algunas con trajes dé animadoras, faldas cortas plisadas y enormes letras sobre el pecho. Me imagino que han tenido que recurrir a esta mezcolanza, a lo que han podido birlar o rescatar. Todas están maquilladas, y me doy cuenta de lo raro que me resulta ver mujeres maquilladas, porque sus ojos me parecen demasiado grandes, demasiado oscuros y brillantes, sus bocas demasiado rojas, demasiado húmedas, como bañadas en sangre; o, por otra parte, payasescas.

A primera vista hay cierta alegría en la escena. Es como un baile de disfraces; son como niños demasiado crecidos para su edad, vestidos con trajes que han encontrado revolviendo un baúl. ¿Hay algo placentero en todo esto? Podría ser, ¿pero lo han elegido? No se puede deducir a simple vista.

En esta sala hay una gran cantidad de traseros. Ya no estoy acostumbrada a ellos.

– Es como viajar al pasado -comenta el Comandante en tono satisfecho, incluso encantado- ¿No te parece?

Intento recordar si el pasado era exactamente así. Ahora no estoy segura. Sé que contenía estas cosas, pero de algún modo la mezcla es diferente. Una película sobre el pasado no es lo mismo que el pasado.

– Sí -afirmo. Lo que siento no es una cosa simple. Ciertamente, estas mujeres no me espantan, no me impresionan. Reconozco en ellas al tipo de mujer holgazana. El credo oficial las rechaza, niega su existencia misma, y sin embargo, aquí están. Al menos eso es algo.

– No te quedes mirando tontamente -me aconseja el Comandante, o te delatarás. Actúa con naturalidad

– vuelve a guiarme. Un hombre lo ha reconocido, lo ha saludado y ha empezado a caminar en dirección a nosotros. El Comandante me coge el brazo con más fuerza-. Tranquila -susurra-. No pierdas la calma.

Todo lo que tienes que hacer, me digo a mí misma, es mantener la boca cerrada y parecer estúpida. No es tan difícil.


El Comandante habla por mí, con este hombre y con los otros que vienen con él. No dice gran cosa sobre mí, no necesita hacerlo. Explica que soy nueva y ellos me miran, me descartan y se dedican a hablar de otras cosas. Mi disfraz ha cumplido con su función.

Él sigue sujetándome del brazo y, mientras habla, su columna se vuelve imperceptiblemente rígida, su pecho se ensancha, su voz adopta cada vez más la vivacidad y la jocosidad de la juventud. Se me ocurre que está exhibiéndose. Me está exhibiendo a mí ante ellos, y ellos lo comprenden y son lo suficientemente decorosos, mantienen las manos quietas pero me observan los pechos y las piernas como si no hubiera razón para no hacerlo. Pero también se está exhibiendo ante mí. Me está demostrando su dominio del mundo. Está quebrando las normas delante de narices, burlándose de ellos. Tal vez ha alcanzado ese estado de intoxicación que, según se dice, inspira el poder, ese estado que hace que algunos se sientan indispensables y crean que pueden hacer cualquier cosa, absolutamente lo que les plazca, cualquier cosa. Por segunda vez, cuando cree que nadie lo mira, me guiña el ojo.

Todo esto es una ostentación infantil, y una situación patética; pero es algo que comprendo.

Cuando se harta de la conversación vuelve a llevarme cogida del brazo, esta vez hasta un mullido sofá floreado, como los que antes había en los vestíbulos de los hoteles; de hecho, en este vestíbulo hay un dibujo floral que aún recuerdo, un fondo azul oscuro con flores rosadas de estilo art nouveau.

– Pensé que con esos zapatos -explica- tal vez tenias los pies cansados -tiene razón, y me siento agradecida. Me ayuda a sentarme, y se sienta a mi lado. Pone un brazo alrededor de mis hombros. La tela de su manga resulta áspera en contacto con mi piel, tan desacostumbrada estoy a que me toquen-. ¿Y bien? -prosigue-. ¿Qué te parece nuestro pequeño club?

Vuelvo a mirar a mi alrededor. Los hombres no forman una masa homogénea, como me pareció al principio. Junto a la fuente hay un grupo de japoneses vestidos con trajes de color gris claro, y en un rincón una mancha blanca: árabes ataviados con sus largas túnicas, sus tocados y las badanas de rayas.

– ¿Es un club? -pregunto.

– Bueno, así lo llamamos, entre nosotros. El club.

– Creí que este tipo de cosas estaba prohibido -comento.

– Oficialmente, sí -reconoce-. Pero al fin y al cabo todos somos humanos.

Espero que me dé más detalles pero, como no lo hace, le pregunto:

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que es imposible escapar a la Naturaleza -asegura-. En el caso de los hombres, la Naturaleza exige variedad. Es lógico, forma parte de la estrategia de la procreación. Es el plan de la Naturaleza -no respondo, de modo que continúa-. Las mujeres lo saben instintivamente. ¿Por qué en aquel entonces se compraban tantas ropas diferentes? Para hacerles creer a los hombres que eran varias mujeres diferentes. Una mujer nueva cada día.

Lo dice como si lo creyera, pero dice muchas cosas de esta manera. Tal vez las cree, tal vez no, o tal vez le ocurren las dos cosas al mismo tiempo. Es imposible saber lo que piensa.

– Por eso, ahora que no tenemos diferentes ropas -sugiero-, ustedes simplemente tienen diferentes mujeres -es una ironía, pero él no la capta.

– Esto resuelve un montón de problemas -dice sin inmutarse.

No le respondo. Empiezo a hartarme de él. Tengo ganas de mostrarme fría con él, de pasar el resto de la velada de mala cara y muda. Pero no puedo permitirme ese lujo, lo sé. Sea lo que fuere, esto al menos es una noche fuera.

Lo que realmente me gustaría hacer es charlar con las mujeres, pero comprendo que tengo pocas posibilidades de hacerlo.

– ¿Quiénes son estas personas? -pregunto.

– Esto sólo es para oficiales -me aclara-. De todas las ramas; y para altos funcionarios. Y delegaciones comerciales, por supuesto. Estimula el comercio. Es un sitio ideal para conocer gente. Fuera de aquí apenas se pueden hacer negocios. Intentamos proporcionar al menos lo mismo que pueden conseguir en cualquier otro sitio. También puedes enterarte de cosas, información. A veces un hombre le dice a una mujer cosas que jamás le contaría a otro hombre.

– No -puntualizo-. Me refiero a las mujeres.

– Oh -exclama-. Bueno, algunas de ellas son verdaderas prostitutas. Chicas de la calle- lanza una carcajada- de los tiempos pasados. No podrían ser asimiladas; de todos modos, la mayoría de ellas prefieren esto.

– ¿Y las otras? -pregunto.

– ¿Las otras? Bueno, tenemos toda una colección. Aquella de allí, la de verde, es socióloga. O era. Ésa era abogada, aquélla se dedicaba a los negocios, tenía un puesto ejecutivo en una especie de cadena de tiendas de comida para llevar, o tal vez eran hoteles. Me han dicho que si uno sólo tiene ganar de hablar, ella es la persona ideal para mantener una charla interesante. Ellas también prefieren estar aquí.

– ¿Prefieren esto a qué otra cosa? -pregunto.

– A las alternativas -responde-. Incluso tú podrías preferir esto a lo que tienes -dice en tono tímido, está buscando elogios, quiere que le haga cumplidos, y sé que la parte seria de la conversación ha llegado a su fin.

– No sé -digo, como analizando la posibilidad-. Debe de ser un trabajo duro.

– Tendrías que vigilar tu peso, eso no lo dudes -afirma-. Son muy estrictos con eso. Si llegas a engordar cuatro kilos, te envían a Solitario -¿está bromeando? Es lo más probable, pero no quiero saberlo-. Ahora -dice-, para ponerte a tono con el ambiente, ¿qué te parece un trago?

– No debo beber -le recuerdo-. Ya lo sabe.

– Por una vez no te hará daño -insiste-. Por otra parte, no sería normal que no lo hicieras. ¡Aquí dentro, nada de tabúes para la nicotina y el alcohol! Ya ves que aquí gozan de ciertas ventajas.

– De acuerdo -acepto. Para mis adentros estoy encantada con la idea, hace años que no bebo un trago.

– ¿Entonces qué pido? -me pregunta-. Aquí tienen de todo, e importado.

– Una tónica con ginebra -decido-. Pero suave, por favor. No querría ponerle en un aprieto.

– No lo harás -dice, sonriendo. Se pone de pie y, sorpresivamente, me coge la mano y me besa la palma. Luego se marcha en dirección al bar. Podría haber llamado a una camarera -hay unas cuantas, todas vestidas con minifalda negra y borlas en los pechos-, pero parecen tan ocupadas que es difícil que respondan a una señal.


Entonces la veo. Moira. Está de pie con otras dos mujeres, cerca de la fuente. Tengo que volver a mirarla con atención para asegurarme de que es ella. La miro entrecortadamente, con movimientos rápidos de los ojos, para que nadie lo note.

Está absurdamente vestida con un conjunto negro de lo que alguna vez fue raso brillante y ahora es una tela desgastada. No lleva tirantes y en el interior tiene un alambre que le levanta los pechos, pero a Moira no e sienta bien; es demasiado largo, lo que hace que un pecho le quede erguido y el otro no. Ella tironea distraídamente de la parte superior, para levantarlo. Lleva una bola de algodón en la espalda, la veo cuando se pone de perfil; parece una compresa higiénica que ha reventado como si fuera una palomita de maíz. Me doy cuenta que pretende ser un rabo. Lleva atadas a la cabeza dos orejas, no logro distinguir si son de conejo o de ciervo; una de las orejas ha perdido su rigidez, o el armazón de alambre, y está medio caída. Lleva una corbata de lazo en el cuello, medias negras de tul y zapatos negros de tacón alto. Siempre odió los tacones altos.

Todo el traje, antiguo y estrafalario, me recuerda algo del pasado, pero no logro deducir qué es. ¿Una obra de teatro, una comedia musical? Las chicas vestidas para Semana Santa, con trajes de conejo. ¿Qué significado tiene eso en este lugar, por qué se supone que los conejos son sexualmente atractivos para los hombres? ¿Cómo puede resultar atractivo un traje tan ruinoso?

Moira está fumando un cigarrillo. Da una calada y se lo pasa a la mujer de su izquierda, que tiene puesto un vestido de lentejuelas rojas con una larga cola terminada en punta y cuernos de plata: un traje de diablo. Ahora tiene los brazos cruzados delante del cuerpo, debajo de los pechos levantados con alambre. Se apoya en un pie, luego en el otro, deben de dolerle los pies. Tiene la columna ligeramente encorvada. Recorre la habitación con la mirada, pero sin interés. Éste debe de ser un escenario familiar.

Quiero que me mire, que me vea, pero su mirada se desliza sobre mí como si yo no fuera más que otra palmera, otra silla. Seguramente volverá a mirar, lo deseo con todas mis fuerzas, debe mirarme antes de que alguno de los hombres se acerque a ella, antes de desaparecer. La otra mujer que está con ella, la rubia de la mañanita color rosa con un adorno de piel gastada, ya tiene asignado un acompañante, ha entrado en el ascensor de cristal y ha subido hasta desaparecer de la vista. Moira vuelve a girar la cabeza, tal vez en busca de posibles clientes.

Debe de resultar duro quedarse allí sin que nadie la reclame, como si estuviera en un baile del colegio y la pasaran por alto. Esta vez sus ojos se fijan en mí. Me ve. Sabe que es mejor no reaccionar.

Nos miramos fijamente, con rostro inexpresivo y apático. Luego ella hace un leve movimiento con la cabeza, una ligera sacudida a la derecha. Vuelve a coger el cigarrillo que le ofrece la mujer de rojo, se lo lleva a la boca y deja la mano suspendida un momento en el aire, los cinco dedos estirados. Luego se vuelve de espaldas.

Nuestra antigua señal. Tengo cinco minutos para llegar al lavabo de las mujeres, que debe de estar en alguna parte a su derecha. Miro a mi alrededor: ni rastros del lavabo. No puedo arriesgarme a subir y caminar sin rumbo fijo, sin el Comandante. No conozco lo suficiente, no estoy al tanto, podrían hacerme preguntas.

Un minuto, dos. Moira empieza a pasearse al ver que no aparezco. Sólo puede confiar en que la he entendido y que la seguiré.

El Comandante regresa con dos vasos. Me sonríe, coloca los vasos sobre la larga mesa de café, frente al sofá, y se sienta.

– ¿Te diviertes? -me pregunta. Quiere que me divierta. Al fin y al cabo, esto es un placer.

Le sonrío.

– ¿Hay lavabo? -pregunto.

– Por supuesto -responde. Da un sorbo de su vaso. No me proporciona más información.

– Necesito ir -cuento mentalmente, ya no son minutos, sino segundos.

– Está allí -me indica.

– ¿Y si alguien me detiene?

– Enséñale tu etiqueta -dice-. Será suficiente. Sabrán que estás reservada.

Me levanto y cruzo la sala con paso vacilante. Al llegar a la fuente me tambaleo y estoy a punto de caer. Son los tacones. Sin el brazo del Comandante para sujetarme, pierdo el equilibrio. Varios hombres me miran, creo que con asombro más que con lascivia. Me siento tonta. Pongo el brazo izquierdo delante de mi cuerpo, bien visible y doblado a la altura del codo con la etiqueta hacia afuera. Nadie dice nada.

CAPÍTULO 38

Encuentro la entrada a los lavabos de mujeres. En la puerta aún se lee la palabra Damas escrita en letras doradas con adornos. Hay un pasillo que conduce a la puerta y, junto a ésta, una mujer sentada delante de una mesa, supervisando las entradas y las salidas. Es una mujer mayor que lleva un caftán color púrpura y los ojos pintados con sombra dorada, pero no hay vuelta de hoja: es una Tía. Tiene el aguijón sobre la mesa y la correa alrededor de la muñeca. Aquí no se hacen tonterías.

– Quince minutos -me avisa. Me entrega un cartón rectangular de color púrpura que coge de una pila que hay sobre la mesa. Es como un probador de una tienda de las de antes. Oigo que le dice a la mujer que entra detrás de mí-: Acabas de estar aquí.

– Necesito ir otra vez -le explica la mujer.

– El descanso es una vez por hora -dice la Tía -. Ya conoces las reglas.

La mujer empieza a protestar en tono desesperado y quejoso. Empujo la puerta y la abro.

Recuerdo esto. Es la zona de descanso, iluminada suavemente en tonos rosados; hay varios sillones y un sofá con un estampado de brotes de bambú de color verde lima, y encima un reloj de pared con un marco de filigrana dorada. Aquí no han quitado el espejo, hay uno muy grande frente al sofá. Aquí necesitas saber el aspecto que tienes. Al otro lado de una arcada se encuentran los cubículos de los retretes, también rosados, y lavabos y más espejos.

Hay varias mujeres sentadas en las sillas y en el sofá; se han quitado los zapatos y están fumando. Cuando entro, me observan. En el aire se mezclan el olor a perfume, a humo y a carne en acción.

– ¿Nueva? -me pregunta una de ellas.

– Sí -respondo mientras busco con la mirada a Moira, a quien no veo por ninguna parte.

Las mujeres no sonríen. Vuelven a concentrarse en sus cigarrillos como si se tratara de un asunto serio. En la sala del extremo, una mujer vestida con un traje de gato, con una cola de imitación piel de color naranja, se está arreglando el maquillaje. Es como estar en unos camerinos: maquillaje y humo, materiales de la ilusión.

Vacilo, no sé qué hacer. No quiero preguntar por Moira, no sé hasta qué punto es seguro. Entonces se oye correr el agua de uno de los retretes y Moira sale. Se balancea en dirección a mí; espero alguna señal.

– Todo está bien -me dice a mí y a las otras mujeres-. La conozco -las otras sonríen, y Moira me abraza. La rodeo con mis brazos y el alambre que le levanta los pechos se clava en mi pecho. Nos besamos, primero una mejilla, luego la otra. Nos separamos.

– Qué horror -afirma y me dedica una sonrisa Pareces la Puta de Babilonia.

– ¿No es lo que debo parecer? -le pregunto. Tú pareces una cosa arrastrada por un gato.

– Sí -reconoce levantando la frente-, no es mi estilo, y esta cosa está a punto de caerse a pedazos. Me gustaría que encontraran a alguien que aún supiera cómo hacerlos. Entonces podría conseguir algo medianamente decente.

– ¿Lo escogiste tú? -me pregunto si lo habrá preferido a los otros por ser menos chillón. Al menos éste sólo es blanco y negro.

– Demonios, no -exclama-. Es de los que reparte el gobierno. Supongo que pensaron que era yo.

Aún no puedo creer que sea ella. Vuelvo a tocarle el brazo. Me echo a llorar.

– No lo hagas -me aconseja. Se te correrá la pintura. Además no hay tiempo. Apartaos -les dice en su habitual estilo perentorio y cortante a las dos mujeres que están sentadas en el sofá; y, como de costumbre, se sale con la suya.

– De todos modos se me termina el descanso -responde una de las mujeres, vestida con un traje azul pálido de Viuda Alegre y calcetines blancos. Se pone de pie y me estrecha la mano- Bienvenida -me dice.

La otra mujer también se levanta y Moira y yo nos sentamos. Lo primero que hacemos es quitarnos los zapatos.

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? -me pregunta por fin-. No es que no sea fantástico verte, pero no es tan fantástico para ti. ¿Qué error cometiste? ¿Te reíste de su polla?

Miro al cielo raso.

– ¿Hay micrófonos ocultos? -pregunto. Me limpio los ojos cuidadosamente con los dedos. La pintura negra se me sale.

– Probablemente -admite Moira-. ¿Quieres un pitillo?

– Me encantaría.

– Tú -le dice a la mujer que está a su lado-. Déjame uno, ¿quieres?

La mujer le entrega uno de buena gana. Moira sigue siendo una habilidosa sablista. Sonrío al comprobarlo.

– Por otro lado, puede que no -reflexiona Moira-. No creas que les importa lo que decimos. Ya lo han oído casi todo, y de cualquier modo nadie sale de aquí si no es en una furgoneta negra. Pero si estás aquí ya debes saberlo.

Me acerco a ella para poder susurrarle al oído.

– Estoy aquí transitoriamente -le explico-. Sólo por esta noche. No debería estar aquí, de ninguna manera. Él me pasó de contrabando.

– ¿Quién? -me pregunta, también en un susurro-. ¿Ese mierda que te acompaña? Yo también estuve con él, es infernal.

– Es mi Comandante -aclaro.

Asiente con la cabeza.

– Algunos de ellos lo hacen, les produce placer. Es como joder en el altar, o algo así. Las de tu pandilla deben ser castos recipientes. Les encanta veros maquilladas. No es más que otro lamentable desliz del poder.

Nunca se me había ocurrido esta interpretación. Se la aplico al Comandante, pero me parece demasiado simple para él, demasiado tosca. Seguramente sus motivaciones son más delicadas. Aunque puede que sólo sea la vanidad lo que me mueve a pensar así.

– No nos queda mucho tiempo -le advierto-. Cuéntamelo todo.

Moira se encoge de hombros.

– ¿Qué interés tiene? -comenta. Pero sabe que tiene interés, de modo que comienza su relato.


Esto es lo que dice, lo que susurra, más o menos. No logro recordar las palabras exactas, porque no tuve con qué escribirlo. He completado el relato por ella en la medida de lo posible: no teníamos mucho tiempo, así que sólo me hizo un resumen. Me lo contó en dos sesiones, nos las arreglamos para hacer juntas un segundo descanso. He intentado emplear su mismo estilo. Es una manera de mantenerla viva.


– Dejé a esa vieja bruja de la Tía Elizabeth atada como un pavo de Navidad, detrás del horno. Quería matarla, de verdad que tenía ganas, pero ahora me alegro de no haberlo hecho, o las cosas habrían sido mucho peores para mí. No podía creer lo fácil que era salir del Centro. Vestida con aquel traje marrón, me limité a caminar con paso firme. Seguí andando como si supiera a dónde iba, hasta que quedé fuera de la vista. No tenía ningún plan; no fue algo organizado, como ellos creyeron, aunque cuando intentaron sonsacarme me inventé un montón de cosas. Es lo que cualquiera hace cuando le ponen los electrodos, y otras cosas. No te importa lo que dices.

»Seguí con los hombros echados hacia atrás y la barbilla alta, avanzando e intentando pensar qué haría. Cuando destrozaron la imprenta cogieron a muchas mujeres que conocía y pensé que ya habrían cogido al resto. Estaba segura de que tenían una lista. Fuimos lo suficiente tontas para pensar que podríamos continuar como hasta ese momento, incluso en la clandestinidad, y trasladamos todo lo que teníamos en el despacho a nuestros sótanos y habitaciones traseras. Así que supe que no me convenía acercarme a ninguna de esas casas.

»Tenía una ligera idea del punto de la ciudad en el que me encontraba, aunque no recordaba haber visto jamás la calle por la que caminaba. Pero por el sol pude calcular dónde estaba el norte. Después de todo, haber pertenecido a las Niñas Exploradoras tenía alguna utilidad. Pensé que más me valía seguir esa dirección y ver si lograba encontrar la Estación o la Plaza, o cualquiera de esas cosas. Entonces estaría segura de dónde me encontraba. También pensé que para mí sería mejor ir directamente al centro de las cosas, en lugar de alejarme. Eso parecería más plausible.

»Mientras estábamos encerradas en el Centro, habían instalado más puestos de control; estaban por todas partes. Al ver el primero se me pusieron los pelos de punta. Me encontré con él repentinamente, al girar en una esquina. Sabía que no sería normal dar media vuelta y retroceder en sus propias narices, así que logré engañarlos del mismo modo que lo había hecho en el Centro, mostrando el ceño fruncido, el cuerpo rígido, apretando los labios y mirándolos directamente, como si fueran llagas supurantes. Ya conoces la expresión que adoptan las Tías cuando pronuncian la palabra hombre. Funcionó a las mil maravillas, lo mismo que en el siguiente puesto de control.

»Pero mi mente daba vueltas y vueltas, como si me estuviera volviendo loca. Sólo tenía tiempo hasta que encontraran a la vieja bruja y dieran la alarma. Pronto empezarían a buscarme: una Tía que va a pie, una impostora. Intenté pensar en algo, recorrí mentalmente la lista de gente que conocía. Finalmente intenté recordar lo que pude de la lista de personas a las que enviábamos información. Por supuesto, hacía tiempo que la habíamos destruido; mejor dicho, no la destruimos, nos la repartimos, cada una memorizó una sección y luego la destruimos Aún usábamos el servicio postal, pero ya no poníamos nuestro logotipo en los sobres. Era demasiado arriesgado.

»Así que intenté recordar mi sección de la lista. No te diré el nombre que escogí porque no quiero meterlos en problemas, si es que no los han tenido ya. Podría ser que yo hubiera soltado toda esta mierda, es difícil recordar lo que dices cuando te lo están haciendo. Dirías cualquier cosa.

»Los elegí a ellos porque eran una pareja casada y los matrimonios eran más seguros que cualquier soltero, y más aún que cualquier homosexual. También recordé la designación que había junto a sus nombres. Era una Q, que significaba Cuáqueros. En el caso de la gente que tenía alguna religión, la marcábamos así. De esa manera podíamos saber quién serviría para qué. Por ejemplo, no era conveniente llamar a un C para un aborto; y no es que hiciéramos muchos últimamente. También recordaba su domicilio. Nos habíamos torturado mutuamente con las direcciones, era importante recordarlas exactamente, con el código postal y todo.

»Para ese entonces había llegado a Mass Avenue, y supe dónde estaba. Y también supe dónde estaban ellos. Ahora me preocupaba otra cosa: cuando esta gente viera que una Tía se acercaba a su casa, ¿no cerrarían la puerta con llave y fingirían no estar? Pero de cualquier manera tenía que intentarlo, era mi única alternativa. Pensé que no era probable que me dispararan. En ese momento eran alrededor de las cinco. Estaba agotada de tanto caminar sobre todo de esa manera en que lo hacían las Tías, como un maldito soldado, con el culo levantado; además, no había comido nada desde la hora del desayuno.

»Lo que, como es lógico, no sabia era que en aquellos días la existencia de las Tías, e incluso del Centro, no eran del dominio público. Al principio, todo lo que ocurría detrás de las alambradas se mantenía en secreto. Incluso entonces podría haber habido objeciones a lo que estaban haciendo. Así que aunque alguna gente hubiera visto a la extraña Tía, realmente no sabían quién era. Podrían haber pensado que era una especie de enfermera del ejército. La gente ya no hacía preguntas, a menos que no tuviera más remedio.

»Así que estas personas me dejaron entrar enseguida. Fue la mujer la que vino a abrir la puerta. Le dije que estaba haciendo una encuesta. Lo hice para que, en el caso de que alguien nos viera, no notara su asombro. Pero en cuanto estuve dentro de la casa, me quité el tocado y les expliqué quién era. Podrían haber telefoneado a la policía, o algo así, sé que corría ese riesgo, pero como digo no tenia otra alternativa. De todos modos, no lo hicieron. Me proporcionaron algunas ropas, un vestido de ella, y quemaron el traje de la Tía y el pase en el hogar; sabían que era lo primero que había que hacer. Era evidente que no les gustaba tenerme en su casa, los ponía nerviosos. Tenían dos hijos pequeños, ambos menores de siete años. Comprendí su situación.

»Fui al lavabo, qué alivio. Y luego la bañera llena de peces de plástico, etcétera. Después me quedé arriba, en la habitación de los niños, y jugué con ellos y sus cubos de plástico mientras sus padres estaban abajo, decidiendo qué harían conmigo. No estaba asustada, en realidad me sentía bastante bien. Fatalista, dirías tú. Después la mujer me preparó un bocadillo y una taza de café y el hombre me dijo que iba a llevarme a otra casa. No se habían arriesgado a llamar por teléfono.

»Los de la otra casa también eran cuáqueros y representaban un recurso interesante porque eran una de las estaciones del Tren Metropolitano de las Mujeres. Cuando la primera pareja se fue, me dijeron que intentarían sacarme del país. No diré cómo, porque tal vez alguna de las estaciones aún funciona. Cada una de éstas estaban en contacto sólo con una de las otras, siempre con la siguiente. Tenía varias ventajas… era mejor si te cogían, pero también desventajas, porque si arrasaban una estación, toda la cadena quedaba desmantelada hasta que lograban establecer contacto con uno de sus correos, que diseñaba un nuevo itinerario. Sin embargo, estaban mejor organizados de lo que cualquiera podría suponer. Estaban infiltrados en un par de lugares útiles; uno de ellos era la oficina de correos. Allí tenían un conductor que llevaba uno de esos prácticos carritos. Logré atravesar el puente y entrar en la ciudad misma dentro de una saca del correo. Ahora puedo contártelo, porque poco tiempo después lo cogieron. Terminó colgado en el Muro. Siempre te enteras de estas cosas; te sorprendería saber la cantidad de cosas de las que te enteras aquí. Los propios Comandantes te las cuentan, me imagino que deben de preguntarse por qué no iban a hacerlo, no hay nadie a quien podamos pasarle la información, excepto al resto de nosotras, y eso no importa.

»Tal como lo cuento parece fácil, pero no lo fue. Estuve todo el tiempo cagada de miedo. Una de las peores cosas era saber que esta gente estaba arriesgando el pellejo por mí sin tener ninguna obligación. Pero decían que lo hacían por motivos religiosos y que yo no debía considerarlo algo personal. Eso me ayudó en cierto modo. Cada noche organizaban una sesión de plegarias silenciosas. Al principio me resultó difícil acostumbrarme a ello, pues me recordaba demasiado la misma mierda del Centro. A decir verdad, me producía dolor de estómago. Tuve que hacer un esfuerzo y decirme a mí misma que esto era una cosa completamente distinta. Al principio lo odiaba. Pero supongo que es lo que les permitía seguir adelante. Sabían más o menos lo que les ocurriría si los descubrían. No detalladamente, pero lo sabían. En ese entonces habían empezado a poner algo de eso en la televisión, los juicios, y cosas por el estilo.

»Esto fue antes de que empezaran a hacerse seriamente las redadas contra las sectas. Al principio, mientras dijeras que eras alguna clase de cristiano y que estabas casado, te dejaban en paz. Primero se concentraron en los otros; pero antes de empezar con los demás, pusieron a los primeros más o menos bajo control.

»Debí de estar en la clandestinidad unos ocho o nueve meses. Me llevaban de una casa segura a otra, en aquel tiempo había más. No todos eran cuáqueros, algunos de ellos ni siquiera eran religiosos. Sencillamente eran personas a las que no les gustaba el rumbo que estaban tomando las cosas.

»Estuve a punto de lograrlo. Me llevaron hasta Salem, y luego me trasladaron en un camión lleno de pollos hasta Maine. Estuve a punto de vomitar a causa del olor. ¿Alguna vez pensaste lo que puede llegar a representar que todo un camión de pollos se te cague encima? Estaban planificando hacerme cruzar la frontera por allí; no en coche ni en camión, porque ya resultaba muy difícil, sino en barco, por la costa. No lo supe hasta la misma noche, nunca te comunicaban cuál era el paso siguiente, hasta el último minuto. Hasta ese punto eran cuidadosos.

»Así que no sé qué ocurrió. Tal vez alguien que se cagó, o alguna persona de afuera que empezó a sospechar. O quizá fue el mismo bote, tal vez pensaron que aquel tío salía demasiadas veces con su bote por la noche. En aquel momento ese lugar debía de ser un hervidero de Ojos, como cualquier sitio cercano a la frontera. Fuera lo que fuese, nos cogieron justo cuando salíamos por la puerta trasera para bajar al muelle. A mí y al tío, y también a su esposa. Era una pareja mayor, de unos cincuenta años. Él se había dedicado al negocio de la langosta, antes de que ocurriera todo el asunto de la pesca en las costas. No sé qué fue de ellos después de eso, porque a mí me llevaron en una furgoneta separada.

»Pensé que para mí era el fin. O que me volverían a llevar al Centro, al cuidado de Tía Lydia y su cable de acero. Ya sabes cómo le gustaba. Fingía toda esa mierda de ama-al-pecador, odia-el-pecado pero disfrutaba. Consideré la posibilidad de escaparme, y tal vez lo habría hecho si hubiera tenido alguna posibilidad. Pero en la parte de atrás de la furgoneta iban conmigo dos de ellos, vigilándome como buitres; no decían casi nada, simplemente estaban sentados y me observaban con esa mirada bizca que suelen tener. Así que era inútil.

»Sin embargo, no fuimos al Centro sino a otro sitio. No entraré en detalles sobre lo que ocurrió después. Será mejor que no lo mencione. Todo lo que puedo decir es que no me dejaron ninguna marca.

»Cuando todo terminó, me hicieron ver una película. ¿Sabes sobre qué? Sobre la vida en las Colonias. En las Colonias se pasaban el tiempo limpiando. En estos tiempos les preocupa mucho la limpieza. A veces sólo se trata de cadáveres, después de una batalla. Lo peor de todo es lo que ocurre en los guetos urbanos, porque los dejan tirados mucho tiempo y se descomponen. A esta gente no le gusta que los cadáveres queden tirados porque tienen miedo de que haya una epidemia, o algo por el estilo. Así que las mujeres de las Colonias se ocupan de quemarlos. De todos modos, las otras Colonias son peores a causa del vertido de sustancias tóxicas y de la expansión de la radiación. Calculan que como máximo se puede sobrevivir tres años a todo esto, antes de que se te caiga la nariz a pedazos y que la piel te quede arrancada como si te quitaras un par de guantes de goma. No se molestan en alimentarlas mucho ni en darles ropa protectora ni nada de eso, resulta más barato no hacerlo. Además, se trata en su mayor parte de gente de la cual quieren deshacerse. Dicen que hay otras Colonias, no tan terribles, en las que se dedican a la agricultura: algodón, tomates y todo eso. Pero no fueron ésas las que aparecían en la película que me mostraron.

»Son mujeres mayores, apuesto a que te has estado preguntando por qué ya no se ven mujeres mayores por ahí; y Criadas que han echado a perder sus tres oportunidades, o incorregibles como yo. Todas las que somos consideradas desechos. Son estériles, por supuesto. Y si no lo eran al principio, lo son después de pasar allí un tiempo. Cuando no están seguros, te hacen una pequeña operación para que no haya ningún error. También calculo que en las Colonias la cuarta parte son hombres. No todos los que ellos llaman Traidores al Género terminan sus días en el Muro.

»Todos llevan vestidos largos, como los del Centro, pero grises. Las mujeres, y los hombres también, a juzgar por las tomas de la película. Supongo que el hecho de que hagan llevar vestido a los hombres es para degradarlos. Mierda, a mí me desmoraliza bastante. ¿Y tú cómo lo soportas? Pensándolo bien, prefiero este traje.

»Después de eso me dijeron que era demasiado peligroso concederme el privilegio de regresar al Centro Rojo. Dijeron que yo sería una influencia corruptora. Podía escoger: esto, o las Colonias. Bueno, mierda, sólo una tonta elegiría las Colonias. Quiero decir que no soy ninguna mártir. Ya me había hecho ligar las trompas hacía años, así que ni siquiera necesitaba la operación. Además, aquí nadie tiene ovarios fértiles, imagínate el tipo de problemas que eso podría provocar.

»Y aquí estoy. Hasta te proporcionan crema para la cara. Tendrías que encontrar la manera de venir aquí. Estarías bien dos o tres años hasta que se pasara tu oportunidad y te enviaran a la fosa común. La comida no es mala y si te apetece te dan bebida y drogas, y sólo trabajamos por las noches.

– Moira -me asombro-. No hablas en serio -empieza a asustarme porque lo que percibo en su voz es indiferencia, falta de voluntad. ¿Realmente le han hecho esto a ella, quitarle algo -¿qué?- que solía ser tan primordial para ella? ¿Cómo puedo pretender que lo logre, que aún responda a mi idea de ella como una persona valiente, que sobreviva, si yo misma no soy capaz de hacerlo?

No quiero que sea como yo: que se dé por vencida, que se resigne, que salve el pellejo. A eso quedamos reducidas. Pero de ella espero valor, bravuconería, heroísmo, autosuficiencia: todo aquello de lo que yo carezco.

– No te preocupes por mí -me tranquiliza. Debe de imaginarse lo que pienso-. Aún estoy aquí, ya ves que soy yo. De todos modos, considéralo así: no es tan malo, estoy rodeada de un montón de mujeres. Podríamos llamarle el paraíso perdido.

Ahora está bromeando, demostrándome que le quedan energías, y me siento mejor.

– ¿Os lo permiten? -le pregunto.

– ¿Si nos lo permiten? Demonios, nos incitan. ¿Sabes cómo llaman ellos a este sitio? Jezebel’s. Las Tías suponen que de cualquier manera estamos condenadas, nos han dejado por imposibles, así que no importa el tipo de vicio que cojamos, y a los Comandantes les importa un cuerno lo que hacemos en nuestro tiempo libre. Además, parece que ver a una mujer con otra los excita.

– ¿Y las otras? -pregunto.

– Digamos -responde- que no son muy aficionadas a los hombres. -Vuelve a encogerse de hombros. Debe de ser resignación.

Esto es lo que me gustaría contar. Me gustaría contar cómo Moira se escapó, esta vez con éxito. Y si no puedo contar eso, me gustaría decir que hizo explotar Jezebel’s, con cincuenta Comandantes dentro. Me gustaría que ella terminara con algo atrevido y espectacular, algún atentado, algo apropiado a ella. Pero, por lo que sé, nada de eso ocurrió. No sé cómo terminó, ni siquiera si terminó de algún modo, porque no volví a verla más.

CAPÍTULO 39

El Comandante tiene la llave de una habitación. La cogió del escritorio de enfrente, mientras yo esperaba en el sofá floreado. Me la muestra con gesto tímido. Se supone que debo entender.

Subimos en el medio huevo de cristal del ascensor y pasamos junto a los balcones adornados con enredaderas. También debo entender que estoy en exposición.

Abre la puerta de la habitación con la llave. Todo está igual, exactamente igual que hace siglos. Las cortinas son las mismas, las más gruesas con un estampado de flores -amapolas de color naranja sobre fondo azul- a juego con el cubrecama, y las finas de color blanco para tamizar la luz del sol; la cómoda y las mesillas de noche tipo rinconeras, impersonales; las lámparas y los cuadros de las paredes: un bol con fruta, manzanas estilizadas, flores en un florero, ranúnculos y gladiolos a tono con las cortinas. Todo sigue igual.

Le digo al Comandante que espere un minuto y entro en el lavabo. Me zumban los oídos por culpa del cigarrillo y la ginebra me ha relajado completamente. Humedezco una toallita y me la pongo en la frente. Un momento después compruebo si hay alguna pastilla pequeña de jabón con envoltura individual. Sí, hay, y son de aquellas que vienen de España, con el dibujo de una gitana.

Aspiro el olor del jabón, un olor desinfectante, y me quedo en el lavabo, escuchando los sonidos distantes del agua que corre, de las cadenas de los retretes. Es extraño, pero me siento cómoda, como en casa. Hay algo tranquilizador en los lavabos. Al menos las funciones físicas aún son democráticas. Todo el mundo caga, diría Moira.

Me siento en el borde de la bañera y observo las toallas blancas. Alguna vez me habían resultado excitantes. Representaban las secuelas del amor.


Vi a tu madre, me dijo Moira.

¿Dónde?, le pregunté. Sentí que me estremecía y me di cuenta de que había estado pensando en ella como si estuviera muerta.

No en persona, sino en la película que me mostraron sobre las Colonias. Había un primer plano en el que aparecía ella. Estaba envuelta en una de esas cosas grises, pero sé que era ella.

Gracias a Dios, dije.

¿Gracias a Dios por qué?, se extrañó Moira.

Pensé que estaba muerta.

Sería mejor que lo estuviera, afirmó Moira. Es lo que deberías desearle.


No puedo recordar cuándo fue la última vez que la vi. Se me mezcla con todas las otras; fue alguna ocasión sin importancia. Ella debió de dejarse caer por mi casa; solía hacerlo, entraba y salía despreocupadamente de mi casa como si yo fuera la madre y ella la hija. Aún conservaba toda su viveza. A veces, mientras se mudaba de un apartamento a otro, solía traer su ropa sucia para lavarla en mi lavadora-secadora. Tal vez pasó por casa para pedirme algo prestado: una olla, el secador del pelo. Ésta también era una costumbre suya.

No sabía que sería la última vez que nos veríamos; de lo contrario la habría recordado mejor. Ni siquiera recuerdo lo que dijimos.

Una semana después, dos semanas, tres, cuando de repente las cosas empeoraron aún más, intenté llamarla. Pero no obtuve respuesta, y más tarde, cuando volví a intentarlo, tampoco.

No me había dicho que pensara ir a algún sitio, pero tal vez se había ido sin avisarme; no siempre lo hacía. Tenía su propio coche, y no era demasiado mayor para conducir.

Finalmente logré hablar por teléfono con el vigilante del edificio. Dijo que últimamente no la había visto.

Yo estaba preocupada. Pensé que tal vez había tenido un ataque cardíaco o de apoplejía, aunque no era probable porque, por lo que yo sabía, no había estado enferma. Siempre gozaba de muy buena salud. Aún trabajaba en Nautilus e iba a nadar cada dos semanas. Yo solía decirles a mis amigos que ella estaba más sana que yo, y tal vez era verdad.

Luke y yo fuimos en coche a la ciudad y Luke obligó al vigilante a abrir el apartamento. Ella podría estar tendida en el suelo, muerta, insistió Luke. Cuanto más tiempo la deje, peor será. ¿Se imagina el olor? El vigilante dijo algo acerca de que era necesario un permiso, pero Luke supo ser persuasivo. Le aclaró que no pensábamos esperar ni irnos. Yo empecé a llorar. Quizá esto fue lo que terminó de convencerlo.

Cuando el hombre abrió la puerta, lo que encontramos fue un verdadero caos. Había muebles puestos patas arriba, el colchón estaba desgarrado, los cajones de la cómoda tirados en el suelo, boca abajo, y el contenido de éstos desparramado y amontonado. Pero mi madre no estaba.

Voy a llamar a la policía, dije. Había dejado de llorar; sentía que un escalofrío me recorría el cuerpo de pies a cabeza y me castañeteaban los dientes.

No lo hagas, me aconsejó Luke.

¿Por qué no?, le pregunté mirándolo fijamente; ahora estaba furiosa. Él se quedó de pie en medio de los restos de la sala y se limitó a mirarme. Se metió las manos en los bolsillos, en uno de esos gestos inintencionados que la gente adopta cuando no sabe qué hacer.

Simplemente no lo hagas, dijo.


Tu madre es muy limpia, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: es una descarada. Más tarde aún: es astuta.

No es astuta, respondí. Es mi madre.

Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.

Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguramente su descaro, su optimismo y energía, su astucia, harán que se libre de ello. Se le ocurrirá algo.

Pero sé que esto no es verdad. Simplemente es echarle el muerto, como hacen los niños con las madres.

Ya he llorado su muerte. Pero volveré a hacerlo, una y otra vez.


Retorno al presente, al hotel. Aquí es donde necesito estar. Me echo una mirada en este enorme espejo, bajo la luz blanca.

Me miro detenida y penetrantemente. Estoy hecha una ruina. El maquillaje se me ha vuelto a correr a pesar de los retoques de Moira, el lápiz labial purpurino se ha desteñido y tengo el pelo revuelto. Las plumas rosadas se ven chillonas como las de una muñeca de carnaval y algunas de las lentejuelas en forma de estrella se han caído. Probablemente faltaban desde el principio, y yo no lo noté. Parezco un travestí mal maquillado y con las ropas de otra persona.

Me gustaría tener un cepillo de dientes.

Podría quedarme aquí, pensando en todo esto, pero el tiempo pasa.

Debo estar de vuelta en la casa antes de medianoche; de lo contrario, me convertiré en una calabaza… ¿O eso es lo que le pasaba al carruaje? Según el calendario, mañana se celebra la Ceremonia, así que Serena quiere que yo esta noche sea montada, y si no estoy allí descubrirá el motivo, ¿y entonces qué?

Y el Comandante está esperando, para variar; lo oigo pasearse en la habitación principal. Ahora se detiene al otro lado de la puerta del cuarto de baño y se aclara la garganta con un teatral ejem. Abro el grifo del agua caliente para dar a entender que estoy lista, o algo parecido. Tengo que acabar con esto. Me lavo las manos. Tengo que cuidarme de la inercia.

Cuando salgo lo encuentro tendido en la enorme cama y noto que se ha quitado los zapatos. Me tiendo junto a él, no tiene que decírmelo. Preferiría no hacerlo, pero es bueno estirarse, estoy muy cansada.

Al fin solos, pienso. La cuestión es que no quiero estar a solas con él, no sobre la cama. Preferiría que también Serena estuviese presente. Preferiría jugar al Intelect.

Pero mi silencio no lo desanima.

– Es mañana, ¿verdad? -pregunta en tono suave-. Pensé que podríamos adelantarnos -se vuelve hacia mí.

– ¿Por qué me ha traído aquí? -le digo fríamente.

Ahora me acaricia el cuerpo; de proa a popa, como solían decir, con caricias gatunas a lo largo del costado izquierdo, bajando por la pierna izquierda. Se detiene al llegar al pie y me rodea el tobillo con los dedos, brevemente, como un brazalete, donde está el tatuaje, como si leyera el sistema Braille, como si fuera una marca del ganado. Significa propiedad.

Me recuerdo a mí misma que no es un hombre desagradable; que, en otras circunstancias, incluso me gustaría.

Sus manos se detienen.

– Pensé que podía gustarte un cambio -sabe que eso no es suficiente-. Supuse que era una especie de experimento -eso tampoco es suficiente. Dijiste que querías saber.

Se incorpora y empieza a desabotonarse la ropa. ¿Será peor verlo despojado del poder que le confiere la ropa? Se ha quitado la camisa, y debajo de ella aparece una triste y pequeña barriga. Y unos mechones de pelo.

Me baja uno de los tirantes y desliza la otra mano entre las plumas; pero no sirve de nada, allí me quedo como un pájaro muerto. Él no es un monstruo, pienso. No puedo permitirme el lujo de sentir orgullo o aversión, hay muchas cosas a las que se debe renunciar bajo determinadas circunstancias.

– Quizá sería mejor si apagara la luz -dice el Comandante, consternado y, sin duda alguna, defraudado. Antes de que apague la luz, lo veo. Sin el uniforme parece más pequeño, más viejo, como si empezara a secarse. El problema es que no puedo comportarme con él de una manera distinta a la habitual. Y habitualmente me muestro inerte. Seguramente aquí hay algo más para nosotros, algo que no sea esta futilidad y sensiblería.

Finge, me grito mentalmente. Debes recordar cómo hacerlo. Acaba con esto de una vez o te pasarás aquí toda la noche. Muévete. Respira pesadamente Es lo menos que puedes hacer.

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