II LA COMPRA

CAPÍTULO 2

Una silla, una mesa, una lampara. Arriba, en el cielo raso blanco, un adorno en relieve en forma de guirnalda, y en el centro de esta un espacio en blanco tapado con yeso, como un rostro al que le han arrancado los ojos. Alguna vez allí debió haber una araña. Pero han quitado todos los objetos a los que pueda atarse una cuerda.

Una ventana, dos cortinas blancas. Bajo la ventana, un asiento con un cojín pequeño. Cuando la ventana se abre parcialmente -solo se abre parcialmente- entra el aire y mueve las cortinas. Me puedo sentar en la silla, o en el asiento de la ventana, con las manos cruzadas, y dedicarme a contemplar. La luz del sol también entra por la ventana y se proyecta sobre el suelo de listones de madera estrechos, muy encerados. Puedo oler la cera. En el suelo hay una alfombra ovalada, hecha con trapos viejos trenzados. Este es el tipo de detalles que les gusta: arte popular, arcaico, hecho por las mujeres en su tiempo libre con cosas que ya no sirven. Un retorno a los valores tradicionales. No consumir, no desear. Si no consumo, ¿por qué sí deseo?

En la pared, por encima de la silla, un cuadro con marco pero sin cristal: es una acuarela de flores, de lirios azules. Las flores aún están permitidas. Me pregunto si las demás también tendrán un cuadro, una silla, unas cortinas blancas. ¿Serán artículos repartidos por el gobierno?

«Haz como si estuvieras en el ejército», decía Tía Lydia.

Una cama. Individual, de colchón semiduro cubierto con una colcha blanca rellena de borra. En la cama no se hace nada más que dormir… o no dormir. Intento no pensar demasiado. Como el resto de las cosas, el pensamiento tiene que estar racionado. Hay muchos que no soportan pensar. Pensar puede perjudicar tus posibilidades, y yo tengo la intención de resistir. Sé por qué el cuadro de los lirios azules no tiene cristal, y por qué la ventana sólo se abre parcialmente, y por qué el cristal de la ventana es inastillable. Lo que temen no es que nos escapemos -al fin y al cabo no llegaríamos muy lejos- sino esas otras salidas, las que puedes abrir en tu interior si tienes una mente aguda.

Así que, aparte de estos detalles, ésta podría ser la habitación de los invitados de un colegio, pero la habitación de los visitantes menos distinguidos; o una habitación de una casa de huéspedes como las de antes, adecuada para damas de escasa posibilidades. Así estamos ahora. Las posibilidades han quedado reducidas… para aquellos que aún tenemos posibilidades.

Pero la silla, la luz del sol, las flores… no deben despreciarse. Estoy viva, vivo, respiro, saco la mano abierta a la luz del sol. El lugar en que me encuentro no es una prisión sino un privilegio, como decía Tía Lydia, a quien le encantaban los extremos.


Está sonando la campana que marca el tiempo. Aquí el tiempo se marca con campanas, como ocurría antes en los conventos de monjas. Y, también como en un convento, hay pocos espejos.

Me levanto de la silla, doy un paso hacia la luz del sol con los zapatos rojos de tacón bajo, pensados para proteger la columna vertebral pero no para bailar. Los guantes rojos están sobre la cama. Los cojo y me los pongo, dedo por dedo. Salvo la toca que rodea mi cara, todo es rojo, del color de la sangre, que es lo que nos define. La falda es larga hasta los tobillos y amplia, recogida en un canesú liso que cubre el pecho, y las mangas son anchas. La toca blanca es de uso obligado; su misión es impedir que veamos, y también que nos vean. El rojo nunca me sentó bien, no es mi color. Cojo la cesta de la compra y me la cuelgo del brazo.

La puerta de la habitación – no mi habitación, me niego a reconocerla como mía- no está cerrada con llave. De hecho, ni siquiera se puede ajustar. Salgo al pasillo, encerado y cubierto con una alfombra central de color rosa ceniciento. Como un sendero en el bosque, como una alfombra para la realeza, me indica el camino.

La alfombra traza una curva y baja por la escalera; yo la sigo, apoyando una mano en la barandilla que alguna vez fue árbol, fabricada en otro siglo, lustrada hasta hacerla resplandecer. La casa es de estilo victoriano tardío y fue construida para una familia rica y numerosa. En el pasillo hay un reloj de péndulo que marca el tiempo lánguidamente y luego una puerta que da a la sala de estar materna, poblada de sombras. Una sala en la que nunca me siento, sólo me quedo de pie o me arrodillo. Al final del pasillo, encima de la puerta frontal, hay un montante de abanico de vidrios de colores que forman flores rojas y azules.

En la pared de la sala aún queda un espejo. Si giro la cabeza -de manera tal que la toca blanca que enmarca mi cara dirija mi visión hacia él- puedo verlo mientras bajo la escalera: un espejo redondo, convexo, de cuerpo entero, como el ojo de un pescado, y mi imagen reflejada en él como una sombra distorsionada, una parodia de algo, como la figura de un cuento de hadas cubierta con una capa roja, descendiendo hacia un momento de indiferencia que es igual al peligro. Una hermana, bañada en sangre.

Al pie de la escalera hay un perchero para los sombreros y los paraguas; tiene barrotes de madera, largos y redondeados, que se curvan suavemente formando ganchos, que imitan las hojas de un helecho. De él cuelgan varios paraguas: uno negro para el Comandante, uno azul para la Esposa del Comandante, y el que me tienen asignado a mí, de color rojo. Dejo el paraguas rojo en su sitio: por la ventana veo que brilla el sol. Me pregunto si la Esposa del Comandante estará en la sala. No siempre está allí sentada. A veces la oigo pasearse de un lado a otro, una pisada fuerte y luego una suave, y el sordo golpecito de su bastón sobre la alfombra de color rosa ceniciento.


Camino por el pasillo, paso junto a la puerta de la sala de estar y a la que conduce al comedor; abro la del extremo y entro en la cocina. Aquí no huele a madera encerada. Encuentro a Rita de pie ante la mesa pintada de esmalte blanco. Lleva su habitual vestido de Martha, de color verde apagado, como la bata de un cirujano de los tiempos pasados. La hechura de su vestido es muy parecida a la del mío, largo y recatado, pero encima lleva un delantal con peto y no tiene toca ni velo. El velo sólo se lo pone para salir, pero a nadie le importa demasiado quién ve el rostro de una Martha. Tiene el vestido arremangado hasta los codos y se le ven los brazos oscuros. Está haciendo pan, extendiendo la pasta para el breve amasado final y para darle forma.

Rita me ve y mueve la cabeza -es difícil decir si a modo de saludo o como si simplemente tomara conciencia de mi presencia-; se limpia las manos enharinadas en el delantal y revuelve el cajón en busca del libro de los vales.

Frunce el ceño, arranca tres vales y me los extiende. Si sonriera, su rostro podría resultar amable. Pero su expresión no va dirigida personalmente a mí: le desagrada el vestido rojo y lo que este representa. Cree que puedo ser contagiosa, como una enfermedad o algún tipo de desgracia.

A veces escucho detrás de las puertas, algo que jamás habría hecho anteriormente. No escucho demasiado tiempo porque no quiero que me pesquen. Sin embargo, una vez oí que Rita le decía a Cora que ella no se rebajaría de ese modo.

Nadie te lo pide, respondió Cora. De cualquier manera, ¿qué harías, si pudieras?

Irme a las Colonias, afirmó Rita. Ellas tienen alternativa.

¿Con las No Mujeres, a morirte de hambre y sabrá Dios qué más?, preguntó Cora. Estas loca.

Estaban pelando guisantes; incluso a través de la puerta semicerrada podía oír el tintineo que producían los guisantes al caer dentro del bol de metal. Oí que Rita gruñía o suspiraba, no sé si a modo de protesta o de aprobación.

De todas maneras, ellos lo hacen por nosotras, o eso dicen, prosiguió Cora. Si yo no tuviera las trompas ligadas, podría tocarme a mí, en el caso de que fuera diez años más joven. No es tan malo. No es lo que se llama un trabajo duro.

Ella está mejor que yo, dijo Rita, y en ese momento abrí la puerta.

Tenían la expresión que tienen las mujeres cuando las sorprendes hablando de ti a tus espaldas y creen que las has oído: una expresión de incomodidad y al mismo tiempo de desafío, como si estuvieran en su derecho. Aquel día, Cora se mostró conmigo más amable que de costumbre y Rita más arisca.

Hoy, a pesar del rostro impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la cocina. Vendría Cora desde algún otro lugar de la casa con su botella de aceite de limón y su plumero, y Rita haría café -en las casas de los Comandantes aún hay café autentico- y nos sentaríamos alrededor de la mesa de Rita -que no le pertenece más de lo que la mía me pertenece a mí- y charlaríamos de achaques, de enfermedades, de nuestros pies, de nuestras espaldas, de los diferentes tipos de travesuras que nuestros cuerpos – como criaturas ingobernables- son capaces de cometer. Asentiríamos con la cabeza, como si cada una puntuara la frase de la otra, indicando que sí, que ya sabemos de qué se trata. Nos intercambiaríamos remedios e intentaríamos aventajarnos mutuamente en el recital de nuestras miserias físicas; nos lamentaríamos quedamente, en voz baja y triste, en tono menor como las palomas que anidan en los canalones de los edificios. Sé lo que quieres decir, afirmaríamos. O, utilizando una expresión que aún se oye en boca de la gente mayor: Oigo de donde vienes, como si la voz misma fuera un viajero que llega de algún lugar lejano. Que podría serlo, que lo es.

Solía desdeñar este tipo de conversación. Ahora la deseo ardientemente. Al menos es una conversación, una manera de intercambiar algo.

O nos dedicaríamos a chismorrear. Las Marthas saben cosas, hablan entre ellas y pasan las noticias oficiosas de casa en casa. No hay duda de que escuchan detrás de las puertas, como yo, y ven cosas a pesar de esos ojos desviados. Alguna vez las he oído, he captado algo de sus conversaciones privadas. Nació muerto. O: Le clavó una aguja de tejer en plena barriga. Debieron de ser los celos, que se la estaban devorando. O, en tono atormentador: Lo que usó fue un producto de limpieza. Funcionó a las mil maravillas, aunque cualquiera diría que él lo había probado. Debió de haber sido ese borracho; pero a ella la encontraron enseguida.

O ayudaría a Rita a hacer el pan, hundiendo las manos en esa blanda y resistente calidez que se parece tanto a la Carne. Me muero por tocar algo, algo que no sea tela ni madera. Me muero por cometer el acto de tocar.

Pero aunque me lo pidieran, aunque faltara al decoro hasta ese extremo, Rita no lo permitiría. Estaría demasiado preocupada. Se supone que las Marthas no fraternizan con nosotras.

Fraternizar significa comportarse como un hermano. Me lo dijo Luke. Dijo que no existía ningún equivalente de comportarse como una hermana. Según él, tenía que ser sororizar, del latín. Le gustaba saber ese tipo de detalles, la procedencia de las palabras y sus usos menos corrientes. Yo solía tomarle el pelo por su pedantería.

Cojo los vales que Rita me extiende. Tienen dibujados los alimentos por los que se pueden cambiar: una docena de huevos, un trozo de queso, una cosa marrón que se supone que es un bistec. Me los guardo en el bolsillo de cremallera de la manga, donde llevo el pase.

– Diles que sean frescos los huevos -me advierte-. No como la otra vez. Y que te den un pollo, no una gallina. Diles para quién es y ya verás que no fastidian.

– De acuerdo -respondo. No sonrío. ¿ Para qué tentarla con una actitud amistosa?

CAPÍTULO 3

Salgo por la puerta trasera hasta el jardín, grande y cuidado: en el medio hay césped, un sauce y candelillas; en los bordes, arriates de flores: narcisos que empiezan a marchitarse y tulipanes que se abren en un torrente de color. Los tulipanes son rojos, y de un color carmesí más oscuro cerca del tallo, como si los hubieran herido y empezaran a cicatrizar.

Este jardín es el reino de la Esposa del Comandante. A menudo, cuando miro desde mi ventana de cristal inastillable, la veo aquí, arrodillada sobre un cojín, con un velo azul claro encima del enorme sombrero y a su lado un cesto con unas tijeras y trozos de hilo para sujetar las flores. El Guardián asignado. al Comandante es el que realiza la pesada tarea de cavar la tierra. La Esposa del Comandante dirige la operación, apuntando con su bastón. Muchas esposas de Comandantes tienen jardines como éste; así pueden dar órdenes y ocuparse en algo.

Una vez tuve un jardín. Recuerdo el olor de la tierra removida, la forma redondeada de los bulbos abiertos, el crujido seco de las semillas entre los dedos. Así el tiempo pasaba más rápido. A veces la Esposa del Comandante saca una silla a su jardín y se queda allí sentada. Desde cierta distancia irradia un halo de paz.

Ahora no está aquí, y empiezo a preguntarme por dónde andará: no me gusta encontrármela por sorpresa. Quizás está cosiendo en la sala, con su pie izquierdo artrítico sobre el escabel. O tejiendo bufandas para los Ángeles que están en el frente. Me resulta difícil creer que los Ángeles tengan necesidad de usar esas bufandas; de todos modos, las de la Esposa del Comandante son muy elaboradas. Ella no se conforma con el dibujo de cruces y estrellas, como las demás Esposas, porque no representa un desafío. Por los extremos de sus bufandas desfilan abetos, o águilas, o rígidas figuras humanoides: un chico, una chica, un chico, una chica. No son bufandas para adultos sino para niños.

A veces pienso que no se las envía a los Angeles, sino que las desteje y las vuelve a convertir en ovillos para tejerlas de nuevo. Tal vez sólo sirva para tenerlas ocupadas, para dar sentido a sus vidas; pero yo envidio el tejido de la Esposa del Comandante. Es bueno tener pequeños objetivos fáciles de alcanzar.

¿Y ella qué envidia de mí?

No me dirige la palabra, a menos que no pueda evitarlo. Para ella soy una deshonra. Y una necesidad.


La primera vez que estuvimos frente a frente fue hace cinco semanas, cuando llegué a este destacamento. El Guardián del destacamento anterior me acompaño hasta la puerta principal. Los primeros días se nos permite usar la puerta principal, pero después tenemos que usar las de atrás. Las cosas no se han estabilizado, aún es demasiado pronto y nadie está seguro de cuál es su situación exacta. Dentro de un tiempo no habrá más que puertas principales y puertas traseras.

Tía Lydia me dijo que hizo presión para que me dejaran usar la puerta principal. El tuyo es un puesto de honor, dijo.

El Guardián tocó el timbre por mí, y la puerta se abrió de inmediato, en menos tiempo del que alguien puede tardar en ir a responder. Seguramente ella estaba al otro lado, esperando. Yo creía que iba a aparecer una Martha Pero en cambio salió ella, vestida con su traje azul pálido, inconfundible.

Así que eres la nueva, me dijo. Ni siquiera se apartó para dejarme entrar; se quedó en el hueco de la puerta, bloqueando la entrada. Quería que me diera cuenta de que no podía entrar en la casa si ella no me lo indicaba. En estos días, siempre tienes la sensación de que caminas en la cuerda floja.

Sí, respondí.

Déjala en el porche, le dijo al Guardián, que llevaba mi maleta. Ésta era de vinilo rojo y no muy grande. Tenía otra maleta con la capa de invierno y los vestidos más gruesos, pero la traerían más tarde.

El Guardián soltó la maleta y saludó a la Esposa del Comandante. Luego percibí sus pasos desandando el sendero, oí el chasquido del portal y tuve la sensación de que me despojaban de una mano protectora. El umbral de una casa nueva es un sitio desangelado.

Ella esperó a que el coche arrancara y se alejara. Yo no la miraba a la cara, sólo miraba lo que lograba percibir con la cabeza baja: su gruesa cintura azul y su mano izquierda sobre el puño de marfil de su bastón, los enormes diamantes del anillo, que alguna vez debían de haber sido finos y que aún se conservaban bien, la uña de un dedo nudoso limada hasta formar una suave curva. Era como si ese dedo ostentara una sonrisa irónica, como si se mofara de ella.

Será mejor que entres, dijo. Se volvió, dándome la espalda, y entró en el vestíbulo cojeando. Y cierra la puerta.

Llevé la maleta roja hasta el interior, como seguramente ella quería, y cerré la puerta. No le dije nada. Tía Lydia decía que era mejor no hablar, a menos que te hicieran una pregunta directa. Intenta ponerte en su lugar, me dijo apretando las manos y sonriendo con expresión nerviosa y suplicante. Para ellos no es fácil.

Aquí, dijo la Esposa del Comandante. Cuando entré en la sala de estar, ella ya estaba en su silla, el pie izquierdo sobre el escabel con su cojín de petit-point estampado con una cesta de rosas. Tenía el tejido en el suelo, junto a la silla, y las agujas clavadas en él.

Me quedé de pie delante de ella, con las manos cruzadas. Bien, dijo. Cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios para encenderlo. Mientras lo sujetaba, los labios se le veían finos, enmarcados por esas líneas verticales que se ven en los labios de los anuncios de cosméticos. El encendedor era de color marfil. Los cigarrillos debían de ser del mercado negro, pensé, lo cual me hizo alentar esperanzas. Incluso ahora que ya no hay dinero de verdad, existe un mercado negro. Siempre existe un mercado negro, siempre hay algo que se puede intercambiar. Ella era una mujer que podría burlar las normas. Pero, ¿yo qué tenía para negociar?

Miré el cigarrillo con ansia. Para mí, al igual que las bebidas alcohólicas y el café, los cigarrillos están prohibidos.

Así que ese viejo fulano no funcionó, dijo.

No, señora, respondí.

Lanzó algo así como una carcajada y luego tosió. Mala suerte la suya, dijo. Es el segundo, ¿no?

El tercero, señora, dije.

Y la tuya, agregó. Otra carcajada y volvió a toser. Puedes sentarte. No te lo cojas por costumbre, es sólo por esta vez.

Me senté en el borde de una de las sillas de respaldo recto. No quería quedarme con la vista fija ni dar la impresión de que estaba distraída; así que la repisa de mármol de mi derecha y el espejo de encima y los ramos de flores sólo eran sombras que captaba con el rabillo del ojo. Más adelante tendría tiempo de sobra para mirarlos.

Ahora su cara estaba a la misma altura que la mía. Me pareció reconocerla, o al menos vi en ella algo familiar. Por debajo del velo se le veía un poco el pelo. Aún era rubio. Entonces pensé que tal vez se lo teñía, que la tintura para el pelo podía ser otra de las cosas que conseguía en el mercado negro, pero ahora sé que es rubio de verdad. Tenía las cejas depiladas en finas líneas arqueadas, lo que le proporcionaba una mirada de sorpresa permanente, o agraviada, o inquisitiva, como la de un niño asustado, pero sus párpados tenían expresión fatigada. No así sus ojos, de un azul hostil como un cielo de pleno verano en el que brilla el sol, un azul implacable. Alguna vez su nariz debió de haber sido bonita, pero ahora era demasiado pequeña en relación a la cara, que no era gorda, pero si grande. De las comisuras de sus labios arrancaban dos líneas descendentes, y entre éstas sobresalía su barbilla, apretada como si se tratara de un puño.

Quiero verte lo menos posible, dijo. Espero que sientas lo mismo con respecto a mí.

No respondí: un sí podría haber sido insultante, y un no, desafiante.

Sé que no eres tonta, prosiguió. Dio una calada y largó una bocanada de humo. He leído tu expediente. En lo que a mí respecta, esto es como una transacción comercial.

Pero si me ocasionas molestias, el problema será tuyo.

¿ Comprendido?

Sí, señora, dije.

Y no me llames señora, me advirtió en tono irritado. No eres una Martha.

No le pregunté cómo se suponía que tenía que llamarla, porque me di cuenta de que ella confiaba en que yo no tuviera ocasión de llamarla de algún modo. Me sentí decepcionada. Había deseado que ella se convirtiera en mi hermana mayor, en una figura maternal, en alguien que me comprendiera y me protegiera. La Esposa del destacamento del cual yo venia, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación; las Marthas decían que bebía. Yo quería que ésta fuera diferente. Quería creer que ella me había gustado, en otro tiempo y en otro lugar, en otra vida. Pero pronto advertí que ella no me gustaba a mí, ni yo a ella.

Apagó el cigarrillo, sin terminarlo, en un pequeño cenicero de volutas de una mesita que estaba a su lado. Lo hizo con actitud resuelta, dándole un golpe seco y después aplastándolo, en lugar de apagarlo con una serie de golpecitos delicados, como acostumbraban hacer casi todas las otras Esposas.

En cuanto a mi esposo, dijo, es exactamente eso: mi esposo. Quiero que esto quede absolutamente claro. Hasta que la muerte nos separe. Y se acabó.

Sí, señora, volví a decir olvidando su advertencia anterior. Antes, las niñas pequeñas tenían muñecas que hablaban cuando se tiraba de un hilo que llevaban a la espalda; tuve la impresión de que hablaba como una de ellas, con voz monótona, voz de muñeca. Seguramente ella deseaba fervientemente darme una bofetada. Ellas pueden castigarnos, existe el precedente bíblico. Pero no pueden emplear ningún instrumento; sólo las manos.

Ésta es una de las cosas por las que luchamos, dijo la Esposa del Comandante, y noté que no me estaba mirando a mí sino sus manos nudosas y cargadas de diamantes; entonces comprendí dónde la había visto antes.

La primera vez fue en la televisión, cuando tenía ocho o nueve años. Los domingos por la mañana, mi madre se quedaba durmiendo, y yo me levantaba temprano y me sentaba ante el aparato de la televisión, en su estudio, y pasaba torpemente de un canal a otro, buscando los dibujos animados. En ocasiones, si no los encontraba, miraba La Hora del Evangelio para las Almas Inocentes, donde contaban relatos bíblicos para niños y cantaban himnos. Una de las mujeres se llamaba Serena Joy. Era la soprano y protagonista, una mujer menuda, de pelo rubio ceniza, nariz respingona y ojos azules que, durante los himnos, siempre miraba al cielo. Era capaz de reír y llorar al mismo tiempo, dejando deslizar graciosamente una o dos lágrimas por las mejillas, como si fuera algo estudiado, mientras su voz se elevaba con las notas más altas, trémula, sin ningún esfuerzo. Fue más tarde cuando se dedicó a otras cosas.

La mujer que estaba sentada frente a mí era Serena Joy. O alguna vez lo había sido. Esto era peor de lo que yo pensaba.

CAPITULO 4

Camino a lo largo del sendero de grava que divide limpiamente el césped como si fuera una raya en el pelo. Anoche llovió: la hierba está mojada y el aire es húmedo. Por todas partes hay gusanos -prueba de la fertilidad del suelo- que han sido sorprendidos por el sol, medio muertos, flexibles y rosados, como labios.

Abro la puerta de estacas blancas, paso Junto al césped de la parte delantera y avanzo hacia el portal principal. Uno de los Guardianes asignados a nuestra casa está lavando el coche en el camino de entrada. Eso significa que el Comandante está en la casa, en sus habitaciones al otro lado del comedor, donde según parece pasa la mayor Parte del tiempo.

Es un coche muy caro, un Whirlwind; mejor que un Chariot, mucho mejor que el pesado y práctico Behemoth. Es negro, por supuesto el color de prestigio -y el de coches fúnebres- y largo y elegante. El conductor lo frota amorosamente con una gamuza. Al menos una cosa no ha cambiado: el modo en que los hombres cuidan los coches buenos.

Él tiene puesto el uniforme de los Guardianes, pero lleva la gorra graciosamente ladeada y la camisa arremangada hasta los codos, dejando al descubierto sus antebrazos bronceados y sombreados por el vello oscuro. Lleva un cigarrillo enganchado en la comisura de los labios, lo cual demuestra que él también tiene algo con lo que puede comerciar en el mercado negro.

Sé que se llama Nick. Lo sé porque oí que Rita y Cora hablaban de él, y una vez oí que el Comandante le decía: Nick, no necesitaré el coche.

Él vive aquí, en la casa, encima del garaje. Pertenece a una clase social baja; no le han asignado una mujer, ni siquiera una. No reúne las condiciones: algún defecto, o falta de contactos. Pero actúa como si no lo supiera o no le importara. Es muy despreocupado y no lo bastante servil. Podría ser por estupidez, pero no lo creo. Solían decir que su conducta olía a chamusquina, o que era sospechosa. No es muy bien visto porque es un inadaptado. A pesar de mí misma, me imagino cómo debe de oler: no a chamusquina, sino a piel bronceada, húmeda bajo el sol e impregnada de humo de cigarrillo. Suspiro de sólo pensarlo.

Él me mira y ve que lo miro. Tiene cara de latino, delgada, angulosa, y arrugas alrededor de la boca, de tanto sonreír. Da una última chupada al cigarrillo, lo deja caer al suelo y lo pisa. Empieza a silbar y me guiña el ojo.

Bajo la cabeza, me giro de manera tal que la toca blanca oculte mi cara, y echo a andar. Él ha corrido el riesgo, ¿pero para qué? ¿Y si yo intentara delatarlo?

Quizás él sólo quería mostrarse amistoso. Quizá vio mi expresión y la malinterpretó. En realidad lo que yo quería era el cigarrillo.

Quizá lo hizo para probar, para ver mi reacción.

Quizás es un Espía.


Abro el portal principal y lo cierro a mis espaldas. Miro hacia abajo, pero no hacia atrás. La acera es de ladrillos rojos. Clavo la mirada en el suelo, un campo de rectángulos que trazan suaves ondas donde la tierra, después de décadas y décadas de heladas invernales, ha quedado combada. El color de los ladrillos es viejo, pero fresco y limpio. Las aceras se conservan más limpias de lo que solían estar antiguamente.

Camino hasta la esquina y espero. Antes no soportaba esperar. También se puede servir simplemente esperando, decía Tía Lydia. Nos lo hizo aprender de memoria. También decía: No todas lo superaréis. Algunas de vosotras fracasaréis o encontraréis obstáculos. Algunas sois débiles. Tenía un lunar en la barbilla que le subía y le bajaba al tiempo que hablaba. Decía: Imaginad que sois semillas, y de inmediato adoptaba un tono zalamero y conspirador, corno las profesoras de ballet cuando decían a los niños:

Ahora levantemos los brazos… imaginemos que somos árboles.

Estoy de pie en la esquina, simulando ser un árbol.


Una figura roja con el rostro enmarcado por una toca blanca, una figura como la mía, una mujer anodina, con un cesto, que camina en dirección a mí por la acera de ladrillos rojos. Se detiene a mi lado y nos miramos la cara a través del túnel blanco que nos sirve de marco. Es la que esperaba.

– Bendito sea el fruto -me dice, pronunciando el saludo aceptado entre nosotras.

– El Señor permita que madure -recito la respuesta aceptada.

Nos volvemos y pasamos junto a las casas, en dirección al centro de la ciudad. No se nos permite ir hasta allí, excepto de a dos. Se supone que es para protegernos, aunque es una idea absurda: ya estamos bien protegidas. La realidad es que ella es mi espía, y yo la suya. Si alguna de las dos comete un desliz durante uno de nuestros paseos diarios, la otra carga con la responsabilidad.

Esta mujer es mi acompañante desde hace dos semanas. No sé qué pasó con la anterior. Un día sencillamente no apareció, y ésta estaba en su lugar. No se hacen preguntas sobre este tipo de cosas, porque las respuestas suelen ser desagradables. De todos modos, tampoco habría respuesta

Ésta es un poco más regordeta que yo. Tiene ojos pardos. Se llama Deglen, y ésas son las dos o tres cosas que sé de ella. Camina recatadamente, con la cabeza baja, las manos de guantes rojos cruzadas delante, y con pasitos cortos, como los que daría un cerdo entrenado para caminar sobre las patas traseras. Durante las caminatas jamás ha dicho nada que no sea estrictamente ortodoxo» así que yo tampoco. Debe de ser una auténtica creyente, en su caso lo de Criada debe de ser algo más que un nombre. Así que no puedo correr el riesgo.

– He oído decir que la guerra va bien -comenta.

– Alabado sea -respondo.

– Nos ha tocado buen tiempo.

– Lo cual me llena de gozo.

– Desde ayer, han derrotado a más grupos de rebeldes.

– Alabado sea -digo. No le pregunto cómo lo sabe-. ¿Qué eran?

– Baptistas. Tenían una fortaleza en los Montes Azules. Pero los obligaron a desalojarla con bombas de humo.

– Alabado sea.

A veces me gustaría que se callara y me dejara pasear en paz. Pero estoy hambrienta de noticias, cualquier tipo de noticias; aunque fueran falsas, igual significarían algo.

Llegamos a la primera barrera, que es como las que usan para bloquear el paso cuando hacen obras, o para levantar las alcantarillas: una cruz de madera pintada con rayas amarillas y negras y un hexágono rojo que significa Alto. Cerca de la puerta hay algunos faroles» que están apagados porque aún no ha oscurecido. Sé que por encima de nuestras cabezas hay focos sujetos a los postes de teléfono, y que se usan en casos de emergencia; y que en los fortines, a ambos lados de la carretera, hay hombres apostados con ametralladoras. La toca que me rodea la cara me impide ver los focos y los fortines. Pero sé que están.

Detrás de la barrera, junto a la estrecha entrada, nos esperan dos hombres vestidos con el uniforme verde de los Guardianes de la Fe, con penachos en las hombreras y la boina que luce dos espadas cruzadas encima de un triángulo blanco. Los Guardianes no son soldados auténticos. Les asignan tareas de vigilancia y otras funciones de lacayos, como cavar la tierra en el jardín de la Esposa del Comandante, y son tipos estúpidos o mayores o inválidos o muy jóvenes; y además están los Espías de incógnito.

Estos dos son muy jóvenes: uno de ellos aún tiene el bigote ralo y el otro la cara roja. Su juventud resulta conmovedora, pero sé que no debo engañarme. Los jóvenes suelen ser los más peligrosos, los más fanáticos y los que más se alteran cuando tienen un arma en las manos. Aún no poseen experiencia. Hay que tener mucho tacto con ellos.

La semana pasada, aquí mismo, le dispararon a una mujer. Era una Martha. Estaba hurgando en su traje, buscando el pase, y ellos creyeron que iba a sacar una bomba. La tomaron por un hombre disfrazado. Ha habido varios incidentes de este tipo.

Rita y Cora conocían a esa mujer. Las oí hablar de ella en la cocina.

Cumplieron con su obligación, dijo Cora. Velar por nuestra seguridad.

No hay nada más seguro que la muerte, dijo Rita en tono airado. Ella no se metía con nadie. No había razón para dispararle.

Fue un accidente, replicó Cora.

Nada de eso, protestó Rita. Todo esto es desagradable. Yo la oía remover las cacerolas en el fregadero.

Bueno, de todas maneras se lo pensarían dos veces antes de hacer volar esta casa, afirmó Cora.

Da igual, respondió Rita. Ella era muy trabajadora. No se merecía morir así.

Hay muertes peores, comentó Cora. Al menos ésta fue rápida.

Tú puedes decirlo, concluyó Rita. Yo preferiría tener un poco de tiempo. Para arreglar las cosas.


Los dos jóvenes Guardianes nos saludan acercando tres dedos al borde de sus boinas. Ésa es la señal para nosotras. Se supone que deben mostrarnos respeto, debido a la naturaleza de nuestra misión.

Sacamos nuestros pases de los bolsillos de cremallera de nuestras amplias mangas; los inspeccionan y los sellan. Uno de los jóvenes entra en el fortín de la derecha para perforar los números en nuestros pases con el Compuchec.

Cuando me devuelve el pase, el del bigote de color melocotón inclina la cabeza intentando echar un vistazo a mi Cara. Levanto un poco la cabeza, para ayudarlo; me mira a los ojos, yo miro los suyos y se ruboriza. Su rostro es alargado y triste, como el de un cordero, y tiene los ojos enormes y profundos, como los de un perro… un spaniel, no un terrier. Su piel es blanca y parece malsanamente frágil, como la piel de debajo de una costra. Sin embargo, imagino que pongo la mano sobre esta cara descubierta. Es él el que se aparta.

Esto es un acontecimiento, un pequeño desafío a las normas, tan breve que puede pasar inadvertido; pero estos momentos son una recompensa que me reservo para mí misma, como el caramelo que, de niña, escondí en la parte de atrás de un cajón. Momentos como éste son una posibilidad que se abre, como una diminuta mirilla.

¿Y si viniera por la noche, cuando él está solo -aunque jamás le permitirían estar tan solo-, y le dejara ir más allá de mi toca? ¿Y si me despojara de mi velo rojo y me exhibiera ante él, ante ellos, bajo la incierta luz de las farolas? Esto es lo que ellos deben de pensar a veces, mientras se pasan las horas muertas detrás de esta barrera que nadie traspone jamás excepto los Comandantes de la Fe en sus largos y ronroneantes coches negros, o sus azules Esposas, y sus hijas con sus blancos velos en su devoto viaje a Salvación o Prayvaganzas, o sus regordetas y verdes Marthas, o algún Birthmobile de vez en cuando, o sus rojas Criadas, a pie. O, a veces, una furgoneta pintada de negro, con el ojo blanco a un costado. Las ventanillas de las furgonetas son de color oscuro, y los hombres que van en el asiento delantero llevan gafas oscuras: una oscuridad sobre otra.

Por cierto, las furgonetas son más silenciosas que el resto de los coches. Cuando pasan, apartamos la mirada. Si del interior sale algún sonido, intentamos no oírlo. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Cuando las furgonetas llegan a un puesto de control, les hacen señas para que pasen sin detenerse. Los Guardianes no quieren correr el riesgo de registrar el interior y poner en duda su autoridad. Al margen de lo que piensen.

Si es que piensan, aunque por su expresión es imposible saberlo.

Lo más probable es que no piensen en nada promiscuo. Si piensan en un beso, de inmediato deben pensar en los focos que se encienden y en los disparos de fusil. En realidad, piensan en hacer su trabajo, en ascender a la categoría de Angeles, tal vez en que les permitan casarse y, si son capaces de alcanzar el poder suficiente y llegan a viejos, en que les asignen una Criada sólo para ellos.

El del bigote nos abre la pequeña puerta para peatones, retrocede para hacernos sitio y nosotras pasamos. Sé que mientras avanzamos, estos dos hombres -a los que aún no se les permite tocar a las mujeres- nos observan. Sin embargo, nos tocan con la mirada y yo muevo un poco las caderas y siento el balanceo de la falda amplia. Es como burlarse de alguien desde el otro lado de la valla, o provocar a un perro con un hueso poniéndoselo fuera del alcance, y enseguida me avergüenzo de mi conducta porque nada de esto es culpa de esos hombres, son demasiado jóvenes.

Pronto descubro que en realidad no me avergüenzo. Disfruto con el poder: el poder de un hueso, que no hace nada pero está ahí. Abrigo la esperanza de que lo pasen mal mirándonos y tengan que frotarse contra las barreras, subrepticiamente. Y que luego, por la noche, sufran en los camastros del regimiento. Ahora no tienen ningún desahogo excepto sus propios cuerpos, y eso es un sacrilegio. Ya no hay revistas, ni películas, ni ningún sustituto; sólo yo y mi sombra alejándonos de los dos hombres, que se cuadran rígidamente junto a la barricada mientras observan nuestras figuras.

CAPITULO 5

Recorro la calle acompañada por mi doble. Aunque ya no estamos en el recinto cerrado de los Comandantes, aquí también hay casas enormes. En una de ellas se ve a un Guardián segando el césped. Los jardines están cuidados, las fachadas son bonitas y están bien conservadas; son Como esas fotos hermosas que solían aparecer en las revistas de casas y jardines y de interiorismo. Y la misma ausencia de gente, la misma sensación de que todo duerme. La calle es casi como un museo, como si formara parte de la maqueta de una ciudad, hecha para mostrar cómo vivía la gente. Y al igual que en esas fotos, esos museos Y esas maquetas, no se ve ni un solo niño.

Estamos en el centro de Gilead, donde la guerra no llega Salvo a través de la televisión. No estamos seguras de dónde están los límites, varían según los ataques y contraataques. Pero éste es el centro, y aquí nada se mueve. La República de Gilead, decía Tía Lydia, no tiene fronteras. GiIead está dentro de ti.

Alguna vez vivieron aquí médicos, abogados, profesores de universidad. Pero ya no existen los abogados, y las universidades están cerradas.

En ocasiones, Luke y yo paseábamos juntos por estas calles. Decíamos que nos compraríamos una casa como ésta, una casa grande, y que la arreglaríamos. Tendríamos un jardín y columpios para los niños. Porque tendríamos niños. Aunque sabíamos que no era muy probable que pudiéramos permitirnos ese lujo, al menos era un tema de conversación, un juego para los domingos. Ahora, aquella libertad parece una quimera.


En la esquina giramos hacia la calle principal, donde hay más tránsito. Pasan coches, la mayoría de ellos negros, y algunos grises o marrones. Hay otras mujeres con cestos, algunas vestidas de rojo, otras con el verde opaco de las Marthas, otras con vestidos de rayas rojas, azules y verdes, baratos y modestos, prueba de que son las mujeres de los hombres más pobres. Las llaman econoesposas. Estas mujeres no están divididas según sus funciones, tienen que hacer de todo, si pueden. De vez en cuando se ve alguna mujer totalmente vestida de negro, lo cual significa que es viuda. Antes se veían más viudas, pero parecen estar extinguiéndose.

No se ven Esposas de Comandantes por las aceras: ellas sólo pasean en coche.

Aquí, las aceras son de cemento. Intento no pisar las juntas, como los niños. Recuerdo cuando caminaba por estas aceras, en otros tiempos, y el calzado que solía usar. A veces llevaba zapatillas de carrera con el interior acolchado y agujeritos para que el pie respirara, y estrellas de tela fosforescente que reflejaban la luz en la oscuridad. Sin embargo, nunca corría de noche, y durante el día sólo lo hacía por las calles muy concurridas. En aquel entonces las mujeres no estaban protegidas.

Recuerdo las reglas, reglas que no estaban escritas, pero que cualquier mujer conocía: no abras la puerta a un extraño, aunque diga que es un policía; en ese caso, dile que pase su tarjeta de identificación por debajo de la puerta. No te pares en la carretera a ayudar a un motorista que parece tener un problema; no frenes y sigue tu camino. Si alguien suba, no te vuelvas para mirar. No entres sola de noche en una lavandería automática.

Pienso en las lavanderías. Pienso en lo que me ponía para ir: pantalones cortos, tejanos o chandal. Y en lo que ponía en la lavadora: mi propia ropa, mi propio jabón, mi propio dinero, el dinero que había ganado. Recuerdo cómo era llevar el control del dinero.

Ahora caminamos por la misma calle, de a dos y de rojo y ningún hombre nos grita obscenidades, ni nos habla, ni nos toca. Nadie nos silba.

Hay más de un tipo de libertad, decía Tía Lydia. Libertad para y libertad de. En los tiempos de la anarquía, habla libertad para. Ahora nos dan libertad de. No la menospreciéis.


Frente a nosotras, a la derecha, está la tienda donde encargamos los vestidos. Algunas personas los llaman hábitos, una buena definición: es difícil abandonar los hábitos. En la fachada de la tienda hay un letrero de madera enorme, en forma de azucena: se llama Azucenas Silvestres. Debajo de la azucena, se puede ver el sitio donde estaba pintado el rótulo; pero decidieron que incluso los nombres de las tiendas eran demasiada tentación para nosotras. Ahora las tiendas se conocen sólo por los signos.

Antes, Azucenas era un cine. Era muy concurrido por los estudiantes; cada primavera se celebraba el festival de Humphrey Bogart, con Lauren Bacall o Katherine Hepburn, mujeres independientes y decididas. Se vestían con blusas abotonadas que sugerían las diversas posibilidades de la palabra suelto. Aquellas mujeres podían ser Sueltas; o no. Parecían capaces de elegir. En aquellos tiempos nosotras parecíamos capaces de elegir. Somos una Sociedad en decadencia, decía Tía Lydia, con demasiadas posibilidades de elección.

No sé cuándo dejaron de celebrar el festival. Seguramente yo ya había crecido. Por eso no me enteré.

No entramos en Azucenas; cruzamos la calle y caminamos por la acera. El primer sitio en el que entramos es una tienda que también tiene un letrero de madera: tres huevos, una abeja y una vaca. Leche y miel. Hay cola; nos sumamos a ella para aguardar nuestro turno, siempre de dos en dos. Veo que hoy tienen naranjas. Desde que América Central se perdió en manos de los Libertos, las naranjas son difíciles de conseguir: a veces hay y a veces no. A causa de la guerra, tampoco llegan muchas naranjas de California, y con las de Florida no se puede contar por culpa de las barricadas y de la voladura de las vías del ferrocarril. Miro las naranjas y se me hace agua la boca. Pero no he traído ningún vale para naranjas. Se me ocurre que podría volver y contárselo a Rita. A ella le encantaría. Aparecer con las naranjas sería un pequeño triunfo.

A medida que llegan al mostrador, las mujeres entregan sus vales a los dos hombres con uniformes de Guardianes, que están al otro lado. Prácticamente nadie habla, pero se oye un murmullo y las mujeres mueven la cabeza furtivamente mirando a un lado y a otro. Es en estos momentos, haciendo la compra, donde podrías ver a alguien que conoces de los tiempos pasados, o del Centro Rojo. El solo hecho de divisar uno de esos rostros sería estimulante. Si pudiera ver a Moira, sólo verla, saber que aún existe… Ahora es difícil recordar lo que representa tener una amiga.

Pero Deglen, que está a mi lado, no mira. Quizás ella ya no conoce a nadie. Quizá todas las mujeres que ella conocía han desaparecido. Tal vez no quiere que la vean. Permanece en silencio, con la cabeza baja.

Mientras esperamos en doble fila, se abre la puerta y entran otras dos mujeres, ambas vestidas de rojo y con la toca blanca de las Criadas. Una de ellas está embarazada; su vientre, bajo las ropas sueltas, sobresale triunfante. En la sala se produce un movimiento, se oye un susurro, algún suspiro; muy a nuestro pesar, giramos la cabeza descaradamente para ver mejor. Sentimos unos deseos enormes de tocarla. Para nosotras, ella es una presencia mágica, un objeto de envidia y de deseo, de codicia. Ella es como una bandera en la cima de una montaña, la demostración de que todavía se puede hacer algo: nosotras también podemos salvarnos.

La excitación es tal que las mujeres cuchichean, casi conversan.

– ¿Quién es? -oigo que preguntan a mis espaldas.

– Dewayne. No. Dewarren.

– Cómo presume -murmura alguien, y es verdad. Una mujer preñada no tiene obligación de salir ni de ir a la compra. El paseo diario deja de ser obligatorio, para mantener el buen funcionamiento de sus músculos abdominales. Sólo necesita los ejercicios normales y los de respiración. Podría quedarse en su casa. En realidad para ella es peligroso salir, y Siempre hay Un Guardián que la espera junto a la puerta. Ahora que es portadora de una nueva vida, está más cerca de la muerte y necesita una protección especial. Podría coger celos, cosa que ya ha ocurrido en otros casos. Ahora todos los niños son deseados, pero no por todas las personas.

Pero el paseo puede ser un antojo y, si no se ha producido un aborto y el embarazo ha llegado hasta este punto, a ellos les gusta satisfacer los antojos. O quizás ella es una de esas que les encanta decir: Haga una pila, que yo la cogeré, o sea una mártir. Ella mira a su alrededor y logro verle la cara. La que murmuraba tenía razón: ella ha venido a exhibirse; está rebosante de salud y disfruta de cada minuto.

– Silencio -dice uno de los Guardianes desde detrás del mostrador, y nos callamos como colegialas.

Deglen y yo hemos llegado hasta el mostrador. Entregamos les vales y uno de los Guardianes registra en ellos un número con el Compuperfo, mientras el otro nos entrega nuestra compra, la leche y los huevos. Los guardamos en nuestros cestos y volvemos a salir, pasamos junto a la embarazada y su compañera que, comparada con la primera, parece raquítica y arrugada… igual que todas nosotras. El vientre de una mujer preñada es como un fruto inmenso. Somoflafla, una palabra de mi infancia. Ella apoya las manos en él, como si quisiera defenderlo, o como si en su interior buscara calor y fuerza.

Cuando paso, me mira directamente a los ojos, y entonces la reconozco. Estaba conmigo en el Centro Rojo, era una de las preferidas de Tía Lydia. Nunca me gustó. En aquellos tiempos, su nombre era Janine.

Janine me mira y en las comisuras de sus labios asoma una sonrisa afectada. Baja la vista hasta mi vientre -una tabla debajo del traje rojo- y la toca le cubre la cara. Sólo puedo ver un pequeño trozo de su frente y la punta rosada de su nariz.


Después entramos en Todo Carne, rotulada con una enorme chuleta de cerdo que cuelga de dos cadenas. Aquí no hay mucha cola: la carne es cara y ni siquiera los Comandantes pueden comerla todos los días. Sin embargo -y es la segunda vez esta semana-, Deglen coge filetes. Se lo contaré a las Marthas: éste es el tipo de comentarios que les encanta oír. Les interesa sobremanera saber cómo se administran las otras casas; estos cotilleos triviales les dan la oportunidad de sentirse orgullosas o disgustadas.

Cojo el pollo, envuelto en papel parafinado y atado con un cordel. Ya no quedan muchas cosas de plástico. Recuerdo aquellas bolsas blancas de plástico que daban en los supermercados; como odiaba desperdiciarlas, las amontonaba debajo del fregadero hasta que llegaba un momento en que había tantas que al abrir la puerta del armario resbalaban hasta el suelo. Luke solía quejarse y de vez en cuando las sacaba todas y las tiraba.

Ella podría coger una y ponérsela en la cabeza, me advertía. Ya sabes las cosas que hacen los niños cuando juegan. Nunca lo haría, le decía yo. Ya es grande. (O inteligente, o afortunada.) Pero sentía un escalofrío, y luego culpa por haber sido tan imprudente. Era verdad, yo lo daba todo por sentado, en aquellos tiempos confiaba en la suerte. Las guardaré en un armario más alto, decía. No las guardes, repetía Luke. Nunca las usamos. Como bolsas de basura, insistía yo, y él me decía…

Aquí no. La gente está mirando. Me vuelvo y veo mi silueta en la luna del escaparate. O sea que hemos salido, estamos en la calle…


Un grupo de personas se acerca a nosotras. Son turistas, parecen del Japón, tal vez forman parte de una delegación comercial y están visitando los lugares históricos o admirando el color local. Son pequeños y van pulcramente vestidos. Cada uno lleva una cámara y una sonrisa. Lo observan todo con mirada atenta, inclinando la cabeza a un costado, como los petirrojos; su alegría resulta agresiva y no soporto mirarlos. Hacía mucho tiempo que no veía mujeres con faldas como éstas. Les llegan exactamente debajo de las rodillas, y por debajo de las faldas se ven sus piernas casi desnudas con esas medias tan finas y llamativas, y los zapatos de tacón alto con las tiras pegadas a los pies como delicados instrumentos de tortura. Ellas se balancean, como si llevaran los pies clavados a unos zancos desparejos; tienen la espalda arqueada a la altura del talle y las nalgas prominentes. Llevan la cabeza descubierta y el pelo al aire en toda su oscuridad y sexualidad; los labios pintados de rojo, delineando las húmedas cavidades de sus bocas como los garabatos de la pared de un lavabo público de otros tiempos.

Me detengo. Deglen se para junto a mí y comprendo que ella tampoco puede quitarles los ojos de encima a esas mujeres. Nos fascinan y al mismo tiempo nos repugnan. Parece que fueran desnudas. Qué poco tiempo han tardado en cambiar nuestra mentalidad con respecto a este tipo de cosas.

Entonces pienso: yo solía vestirme así. Aquello era la libertad.

Occidentalización, solían llamarle.

Los turistas japoneses se acercan a nosotras, inquietos; volvemos la cabeza, pero ya es demasiado tarde: nos han visto la cara.

Los acompaña un intérprete, vestido con el traje azul clásico y corbata estampada en rojo con un alfiler en forma de alas. Da un paso adelante, apartándose del grupo y bloqueándonos el paso. Los turistas se apiñan detrás de él; uno de ellos levanta una cámara fotográfica.

– Disculpadme -nos dice en tono cortés-. Preguntan si os pueden tomar una foto.

Clavo la vista en la acera y sacudo la cabeza negativamente. Ellos sólo deben ver un fragmento de rostro, mi barbilla y parte de mi boca. Pero no mis ojos. Me guardo muy bien de mirar al intérprete a la cara. La mayoría de los intérpretes son Espías, o eso es lo que se rumorea.

También me cuido muy bien de decir que sí. Recato e invisibilidad son sinónimos, decía Tía Lydia. No lo olvidéis nunca. Si os ven -si os ven es como si os penetraran, decía con voz temblorosa. Y vosotras, niñas, debéis ser impenetrables. Nos llamaba niñas.

Deglen, que está a mi lado, también guarda silencio. Ha escondido las manos enguantadas dentro de las mangas.

El intérprete se vuelve hacia el grupo y habla entrecortadamente. Sé lo que les estará diciendo, conozco el paño. Les estará contando que las mujeres de aquí tienen costumbres diferentes, que ser observadas a través de la lente de una cámara es para ellas una experiencia de violación.

Aún tengo la vista clavada en la acera, hipnotizada por los pies de las mujeres. Una de ellas lleva unas Sandalia que le dejan los dedos al aire, y tiene las uñas pintadas de rosa. Recuerdo el olor del esmalte de uñas, y cómo se arrugaba si pasabas la segunda capa demasiado pronto, la textura satinada de las medias transparentes en contacto con la piel, y el roce de los dedos empujados hacia la abertura del zapato por el peso de todo el cuerpo. La mujer de las uñas pintadas se apoya primero en un pie y luego en otro. Casi siento sus zapatos en mis propios pies. El Olor del esmalte de uñas me ha abierto el apetito.

– Disculpadme -dice otra vez el intérprete para llamar nuestra atención. Muevo la cabeza, dándole a entender que lo he oído-. Preguntan si sois felices -continúa. Puedo imaginarme la curiosidad de esta gente: ¿Son felices? ¿Cómo pueden ser felices? Siento sus ojos brillantes sobre nosotras, cómo se inclinan un poco hacia delante para captar nuestra respuesta, sobre todo las mujeres, aunque los hombres también: somos un misterio, algo prohibido, los excitamos.

Deglen no dice nada. Reina el silencio. Pero a veces, no hablar es igualmente peligroso.

– Sí, somos muy felices -murmuro. Tengo que decir algo. ¿Qué otra cosa puedo decir?

CAPÍTULO 6

A una manzana de distancia de Todo Carne, Deglen se detiene, como si no pudiera decidir qué camino coger. Tenemos dos posibilidades: volver en línea recta, o dando un rodeo. Ya sabemos cuál elegiremos porque es el que cogemos siempre.

– Me gustaría pasar por la iglesia -anuncia Deglen en tono piadoso.

– De acuerdo -respondo, aunque sé tan bien corno ella misma lo que pretende.

Caminamos tranquilamente. Ya se ha puesto el sol, y en el cielo aparecen nubes blancas y aborregadas, de esas que parecen corderos sin cabeza. Con la toca que llevamos -las anteojeras- es difícil mirar hacia arriba y tener visión completa del cielo, o de cualquier cosa. Pero igual lo logramos, un poco cada vez, con un pequeño movimiento de la cabeza arriba y abajo, a un costado y hacia atrás. Hemos aprendido a ver el mundo en fragmentos.

A la derecha se abre una calle que baja hasta el río. Hay un cobertizo -dónde antes guardaban los barcos de remo-, algún que otro puente, árboles, verdes lomas donde uno podía sentarse a contemplar el agua o a los jóvenes de brazos desnudos que levantaban sus remos mientras jugaban a las carreras. En el camino hacia el río se encuentran los antiguos dormitorios -que ahora se utilizan para alguna otra cosa-, con sus torres de cuento de hadas pintadas de blanco, dorado y azul. Cuando evocamos el pasado, escogemos las cosas bonitas. Nos gusta creer que todo era así.

Allí también está el estadio de fútbol, donde albergan a los Salvadores de Hombres y donde aún se juegan partidos de fútbol.

Ahora nunca voy al río ni a caminar por los puentes. Ni al metro, aunque allí mismo hay una estación. No se nos permite la entrada, ahora hay Guardianes y no existe ninguna razón oficial para que bajemos esas escaleras y viajemos en esos trenes, por debajo del río y a la ciudad principal. ¿Para qué querríamos nosotras ir de aquí para allá? Podríamos tramar algo malo, y ellos se enterarían.

La iglesia es pequeña, una de las primeras que se erigieron aquí, hace cientos de años. Ya no se usa, excepto como museo. En su interior se pueden ver cuadros de mujeres con vestidos largos y lánguidos, tocadas con sombreros blancos, y de hombres respetables, de rostro serio, vestidos con trajes oscuros. Nuestros antepasados. La entrada es libre.

Sin embargo, no entramos; nos quedamos en el sendero de entrada, contemplando el cementerio Aún subsisten las antiguas lápidas mortuorias deterioradas por el paso del tiempo, erosionadas, con el signo de la calavera y las tibias cruzadas Y la inscripción memento mori, con ángeles de rostro veleidoso y relojes de arena con alas -para que recordemos lo efímera que es la vida-, y las tumbas de un siglo más tarde rodeadas de sauces en señal de duelo.

No se han molestado en tocar las lápidas ni la iglesia. Lo que les ofende es la historia más reciente.

Deglen tiene la cabeza baja, como si rezara. Siempre está así. Se me ocurre que tal vez ella también ha perdido a alguien, a alguna persona determinada, un hombre, un niño. Pero no estoy totalmente convencida. Pienso en ella como en alguien que actúa para que la vean, alguien que está realizando una actuación más que un verdadero acto. Me da la impresión de que hace estas cosas para parecer buena. Está decidida a conformarse.

Pero ésa debe de ser la impresión que ella tiene de mí. ¿Acaso podría ser diferente?

Nos giramos de espaldas a la iglesia; allí está lo que en realidad hemos venido a ver: el Muro.

El Muro también tiene cientos de años de antigüedad, o por lo menos más de un siglo. Al igual que las aceras, es de ladrillos rojos, y alguna vez debió de ser sencillo, aunque hermoso. Ahora las puertas están custodiadas por centinelas, y encima de ellas hay unos horribles focos montados sobre postes de metal, alambre de púas en la parte inferior y trozos de cristales en la parte de arriba.

Nadie atraviesa estas puertas voluntariamente. Las precauciones existen para los que intentan salir, aunque llegar hasta el Muro desde el interior y evitar la alarma electrónica sería casi imposible.

Junto a la entrada principal hay otros seis cuernos colgados del cuello, con las manos atadas delante y las cabezas envueltas en bolsas blancas ligadas por encima de los hombros. Esta mañana temprano deben de haber hecho un Salvamento de Hombres. No oí las campanadas. Quizás ya me he acostumbrado a ellas.

Nos detenemos al mismo tiempo, como si respondiéramos a una señal, y nos quedamos mirando los cuerpos. No importa que miremos. Podemos hacerlo: para eso están allí, colgados del Muro. A veces están allí durante días enteros -hasta que llega una nueva tanda-, para que pueda verlos la mayor cantidad posible de gente.

Están colgados de ganchos; los ganchos han sido fraguados con el enladrillado del Muro con este propósito. No todos están ocupados. Parecen garfios, o signos de interrogación puestos de costado.

Lo peor de todo son las bolsas que envuelven las cabezas, peor aún de lo que serían las caras mismas. Con ellas, los hombres parecen muñecas a las que todavía no les han pintado la cara; o espantapájaros, que en cierto modo es lo que son, porque están puestos para espantar. Es como si sus cabezas fueran sacos rellenos con algún material indiferenciado, como harina o pasta. Es la obvia pesadez de las cabezas, su vacuidad, el modo en que bajan a causa de la fuerza de gravedad y de que en ellas ya no hay vida que las sostenga. Son como ceros.

Sin embargo, mirando muy atentamente, como nosotras, se puede ver el Contorno de los rasgos bajo la tela blanca, como sombras grises. Se parecen a la cabeza de un muñeco de nieve, con los ojos de carbón y la nariz de zanahoria caídos; y la cabeza se está derritiendo.

Pero en una de las bolsas hay sangre que se ha filtrado a través de la tela blanca, donde debería estar la boca. La sangre forma otra boca, pequeña y roja como la que pintaría un niño de un parvulario con un pincel grueso. La idea que un niño tiene de una sonrisa. Finalmente, la atención se fija en esta sonrisa sangrienta. Después de todo, no son muñecos de nieve.

Los hombres llevan batas blancas, como las que llevaban los médicos o los científicos. No siempre son médicos y científicos, también hay otros, pero deben de haberlos sacado esta mañana. Cada uno tiene un cartel colgado del cuello, que explica por qué ha sido ejecutado: el dibujo de un feto. Eran médicos en aquellos tiempos, cuando estas cosas eran legales. Hacedores de ángeles, solían llamarlos, ¿o podía ser de otro modo? Los han descubierto ahora, registrando los historiales hospitalarios, o -lo que parece más probable ya que, cuando quedó claro lo que iba a ocurrir, casi todos los hospitales destruyeron ese tipo de historial- interrogando a informantes: quizás una ex enfermera, o un par de ellas, porque el testimonio de una sola mujer ya no se admite; o algún otro médico que quisiera salvar el pellejo; o alguien que ya hubiera sido acusado, por perjudicar a su enemigo, o al azar, en un intento desesperado por salvarse Pero los informantes no siempre son perdonados

Según nos han dicho, estos hombres son como criminales de guerra. El hecho de que su actuación fuera legal en aquellos tiempos no representa ninguna excusa: sus delitos tienen efecto retroactivo. Cometieron atrocidades, y deben servir de ejemplo a los demás. Aunque prácticamente no es necesario En estos tiempos, ninguna mujer que esté en sus cabales intentaría evitar el nacimiento de una criatura, si fuera tan afortunada como para concebirla.

Se supone que nosotras tenemos que sentir odio y desprecio por esos cadáveres. Pero no es eso lo que yo siento. Estos cuerpos que cuelgan del Muro son viajeros del tiempo, anacronismos. Provienen del pasado.

Lo que siento por ellos es vacuidad. Lo que siento es que no debo sentir. Lo que siento es cierto alivio porque ninguno de estos hombres es Luke. Luke no era médico. No lo es.


Miro al de la sonrisa roja. El rojo de la sonrisa es el mismo que el rojo de los tulipanes del jardín de Serena Joy, más rojos cerca del tallo, donde empiezan a cicatrizar. Es el mismo rojo, pero no hay ninguna relación entre ambos. Los tulipanes no son de sangre y las sonrisas rojas no son flores, y ninguno de los dos hace referencia al otro. El tulipán no es un motivo para no creer en el colgado, y viceversa. Cada uno es válido y está allí realmente. Es a través de un campo de objetos válidos como éstos donde debo escoger mi camino, todos los días y en todos los aspectos. Realizo un gran esfuerzo por hacer tales distinciones. Necesito hacerlas. Necesito tener las ideas muy claras.


Siento que la mujer que está a mi lado se estremece. ¿Está llorando? ¿De qué manera esto podría hacer que pareciera buena? No puedo permitirme el lujo de averiguarlo. Me doy cuenta de que yo misma tengo las manos muy apretadas alrededor del asa de mi cesto. No voy a revelar nada.

Normalmente, decía Tía Lydia, es lo que se acostumbra hacer. Puede no pareceros normal ahora, pero después de un tiempo lo será. Se convertirá en algo normal.

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