V LA SIESTA

CAPÍTULO 13

Hay tiempo de sobra. Ésta es una de las cosas para las que no estaba preparada: la cantidad de tiempo vacío, los largos paréntesis de nada. El tiempo como un sonido blanco. Si al menos pudiera bordar, o tejer, hacer algo con las manos… Quiero un cigarrillo. Recuerdo cuando visitaba las galerías de arte, recorriendo el siglo diecinueve, y la obsesión que tenían por los harenes. Montones de cuadros de harenes, mujeres gordas repantigadas en divanes, con turbantes en la cabeza o tocados de terciopelo, abanicadas con colas de pavo real por un eunuco que montaba guardia en último plano. Estudios de cuerpos sedentarios, pintados por hombres que jamás habían estado allí. Se suponía que estos cuadros eran eróticos, y a mí me lo parecían en aquellos tiempos; pero ahora comprendo cuál era su verdadero significado: mostraban una alegría interrumpida, una espera, objetos que no se usaban. Eran cuadros que representaban el aburrimiento.

Pero tal vez el aburrimiento es erótico, al menos para los hombres, cuando proviene de las mujeres.


Espero, lavada, cepillada, alimentada, como un cerdo que se entrega como premio. En la década de los ochenta inventaron pelotas para cerdos, y se las daban a los cerdos que eran cebados en pocilgas. Eran pelotas grandes y de colores, y los cerdos las hacían rodar ayudándose con el hocico. Los vendedores de cerdo decían que esto mejoraba el tono muscular; los cerdos eran curiosos, les gustaba tener algo en qué pensar.

Eso lo leí en Introducción a la Psicología; eso, y el capítulo sobre las ratas de laboratorio que se aplicaban a si mismas descargas eléctricas, sólo por hacer algo. Y el que hablaba de las palomas amaestradas para picotear un capullo que hacía aparecer un grano de maíz. Estaban divididas en tres grupos: el primero cogía un grano con cada picotazo; el segundo, uno cada dos picotazos, y el tercero lo hacía sin ton ni son. Cuando el encargado del experimento se llevaba el grano, el primer grupo se daba por vencido enseguida, y el segundo grupo un poco más tarde. El tercer grupo nunca se daba por vencido. Se habrían picoteado a sí mismas hasta morir, antes que renunciar. Quién sabe cuál era la causa.

Me gustaría tener una de esas pelotas para cerdos.


Me echo en la alfombra trenzada. Siempre puedes entrenarte, decía Tía Lydia. Varias sesiones al día, mientras estás inmersa en la rutina cotidiana. Los brazos a los lados, las rodillas flexionadas, levantas la pelvis y bajas la columna. Ahora hacia arriba, y otra vez. Cuentas hasta cinco e inspiras, aguantas el aire y lo sueltas. Lo hacíamos en lo que solía ser la sala de Economía Doméstica, ahora libre de lavadoras y secadoras; al unísono, tendidas en pequeñas esterillas japonesas, mientras sonaba una casete de Les Sylphides. Eso es lo que ahora resuena en mi mente, mientras subo, bajo y respiro. Detrás de mis ojos cerrados, unas etéreas bailarinas revolotean graciosamente entre los árboles y agitan las piernas como si fueran las alas de un pájaro enjaulado.


Por las tardes nos acostamos en nuestras camas, en el gimnasio, durante una hora: de tres a cuatro. Decían que era un momento de descanso y meditación. En aquel entonces yo creía que lo hacían porque querían librarse de nosotras durante un rato, descansar de las clases, y sé que fuera de las horas de servicio las Tías se iban a la habitación de los profesores a tomar una taza de café, o lo que llamaban así, fuera lo que fuese. Pero ahora pienso que el descanso también era un entrenamiento. Nos estaban dando la oportunidad de acostumbrarnos a las horas en blanco.

Una siestecita, la llamaba Tía Lydia en su estilo remilgado.

La extraño es que necesitábamos descansar. Casi todas nos íbamos a dormir. Estábamos cansadas la mayor parte

del tiempo. Supongo que nos daban algún tipo de pastillas, o drogas, que las ponían en la comida para mantenernos tranquilas. O tal vez no. Quizás era el lugar. Después de la primera impresión, una vez que te habías adaptado, era mejor permanecer en un estado letárgico. Podías decirte a ti misma que estabas ahorrando fuerzas.

Cuando Moira llegó, yo debía de llevar allí tres semanas. Entró en el gimnasio acompañada por dos de las Tías, como era habitual, a la hora de la siesta. Aún llevaba puesta su ropa -tejanos y un chandal azul- y tenía el pelo corto -para desafiar a la moda, como de costumbre-, por eso la reconocí de inmediato. Ella me vio, pero se giró: ya sabia qué era lo más prudente. Tenía una magulladura de color púrpura en la mejilla izquierda. Las Tías la llevaron a una cama vacía, donde ya estaba preparado el vestido rojo. Se desnudó, y empezó a vestirse otra vez, en silencio, mientras las Tías esperaban de pie en un extremo de la cama y nosotras la observábamos con los ojos apenas abiertos. Cuando se volvió, vi las protuberancias de su columna vertebral.

No pude hablar con ella durante varios días; solamente nos echábamos breves miradas, a modo de prueba. La amistad era sospechosa, lo sabíamos, así que nos evitábamos mutuamente durante las horas de la comida, en las colas de la cafetería y en los pasillos, entre una clase y otra. Pero al cuarto día estaba a mi lado durante el paseo que hacíamos de dos en dos alrededor del campo de fútbol. Hasta que nos graduábamos no nos daban la toca blanca, y llevábamos solamente el velo, así que pudimos hablar, con la precaución de hacerlo en voz baja y de no mover la cabeza para mirarnos. Las Tías caminaban al principio y al final de la fila, por lo que el único peligro eran las demás. Algunas eran creyentes y podían delatarnos.

Esto es una casa de locos, afirmó Moira.

Estoy tan contenta de verte…, le dije.

¿Dónde podemos hablar?, me preguntó.

En los lavabos, respondí. Vigila el reloj. El último retrete, a las dos y media.

Fue todo lo que dijimos.


El hecho de que Moira esté aquí me hace sentir más segura. Podemos ir al lavabo siempre que levantemos la mano, porque existe un máximo de veces al día, y lo apuntan en un gráfico. Miro el reloj, eléctrico y redondo, que está enfrente, encima de la pizarra verde. Cuando dan las dos y media estamos en sesión de Testimonio. Aquí está Tía Helena, además de Tía Lydia, porque la sesión de Testimonio es algo especial. Tía Helena es gorda; una vez, en Iowa, dirigió una campaña para obtener licencias de Vigilantes de Peso. Se le dan bien las sesiones de Testimonio.

Le toca el turno a Janine, que cuenta cómo a los catorce años fue violada por una pandilla y tuvo un aborto. La semana pasada contó lo mismo, y parecía casi orgullosa de ello. Incluso podría no ser verdad. En las sesiones de Testimonio es más seguro inventarse algo que decir que no tienes nada que revelar. Aunque tratándose de Janine, probablemente sea más o menos verdad.

¿Pero de quién fue la culpa?, pregunta Tía Helena mientras levanta un dedo regordete.

La culpa es suya, suya, suya, cantamos al unísono.

¿Quién la arrastró a eso? Tía Helena sonríe, satisfecha de nosotras.

Fue ella, ella, ella.

¿Por qué Dios permitió que ocurriera semejante atrocidad?

Para darle una lección. Para darle una lección. Para darle una lección.

La semana pasada, Janine rompió a llorar. Tía Helena la hizo arrodillar en el frente de la clase, con las manos a la espalda, para que todas pudiéramos ver su cara roja y su nariz goteante. Y su pelo rubio pajizo, sus pestañas tan claras que parece que no las tuviera, como si se le hubieran quemado en un incendio. Ojos quemados. Se la veía disgustada: débil, molesta, sucia y rosada como un ratón recién nacido. Ninguna de nosotras querría verse así, jamás. Por un momento, y aunque sabíamos lo que iban a hacerle, la despreciamos.

Llorona. Llorona. Llorona.

Y lo peor es que lo dijimos en serio.

Yo solía tener un buen concepto de mí misma. Pero en aquel momento no.

Eso ocurrió la semana pasada. Esta semana, Janine no espera a que la insultemos. Fue culpa mía, dice. Sólo mía. Yo los incité. Me merecía el sufrimiento.

Muy bien, Janine, dice Tía Lydia. Has dado el ejemplo.

Antes de levantar la mano tengo que esperar a que esto termine. A veces, si pides permiso en un momento inadecuado, te dicen que no. Y si realmente tienes que ir, puede ser terrible. Ayer Dolores mojó el suelo. Se la llevaron entre dos Tías, cogiéndola por las axilas. No apareció para el paseo de la tarde, pero a la noche volvió a meterse en su cama. La oímos quejarse durante toda la noche.

¿Qué le hicieron?, era el murmullo que corría de cama en cama.

No lo sé.

Y el hecho de no saber lo hace todavía peor.

Levanto la mano y Tía Lydia asiente. Me levanto y salgo al pasillo, procurando no llamar la atención. Tía Elizabeth monta guardia fuera del lavabo. Mueve la cabeza, en señal de que puedo entrar.

Este lavabo era para los chicos. Aquí también han reemplazado los espejos por rectángulos de metal gris opaco, pero los urinarios aún están, contra una de las paredes, y el esmalte blanco está manchado de amarillo. Extrañamente, parecen ataúdes de bebés. Vuelvo a asombrarme por la desnudez que caracteriza la vida de los hombres: las duchas abiertas, el cuerpo expuesto a las miradas y las comparaciones, las partes íntimas expuestas en público. ¿Para qué? ¿Tiene algún propósito tranquilizador? La ostentación de un distintivo común a todos ellos, que les hace pensar que todo está en orden, que están donde deben estar. ¿Por qué las mujeres no necesitan demostrarse mutuamente que son mujeres? Cierta manera de desabrocharse, de abrir la entrepierna despreocupadamente. Una actitud Perruna.

El colegio es antiguo, los retretes son de madera, de un tipo de madera aglomerada. Entro en el segundo empezando por el final, haciendo balancear la puerta. Por supuesto, ya no hay cerraduras. En la parte de atrás de la madera, cerca de la pared y a la altura de la cintura, hay un agujerito recuerdo del vandalismo de otros tiempos, o legado de un mirón. En el Centro todas sabemos de la existencia de este agujero; todas excepto las Tías.

Tengo miedo de haber llegado demasiado tarde a causa del Testimonio de Janine: tal vez Moira ya ha estado aquí, tal vez tuvo que marcharse. No te dan mucho tiempo. Miro cuidadosamente por debajo de la pared del retrete, y veo un par de zapatos rojos. ¿Pero cómo puedo saber a quién pertenecen?

Acerco la boca al agujero.

¿Moira?, susurro.

¿Eres tú?, me pregunta.

Sí, le digo. Siento un enorme alivio.

Dios mío, necesito un cigarrillo, comenta Moira.

Yo también, respondo.

Me siento ridículamente feliz.


Me sumerjo en mi cuerpo como en una ciénaga en la que sólo yo sé guardar el equilibrio. Es un terreno movedizo, mi territorio. Me convierto en la tierra en la que apoyo la oreja para escuchar los rumores del futuro. Cada punzada, cada murmullo de ligero dolor, ondas de materia desprendida, hinchazones y contracciones del tejido, secreciones de la carne: todos éstos son signos, son las cosas de las que necesito saber algo. Todos los meses espero la sangre con temor, porque si aparece representa un fracaso. Otra vez he fracasado en el intento de satisfacer las expectativas de los demás, que se han convertido en las mías.

Solía pensar en mi cuerpo como en un instrumento de placer, o como en un medio de transporte, o un utensilio para la ejecución de mi voluntad. Podía usarlo para correr, apretar botones de un tipo u otro, y hacer que las cosas ocurrieran. Existían límites, pero sin embargo mi cuerpo era ágil, suelto, sólido, formaba una unidad conmigo.

Ahora el cuerpo se las arregla por sí mismo de un modo diferente. 5oy una nube solidificada alrededor de un objeto central, en forma de pera, que es patente y más real que yo y brilla en toda su rojez dentro de su envoltura translúcida. En el interior hay un espacio inmenso, oscuro y curvo como el cielo nocturno, pero rojo en lugar de negro. Minadas de luces diminutas brillan, centellean y titilan en su interior. Todos los meses aparece una luna gigantesca, redonda y profunda como un presagio. Culmina, se detiene, continúa y se oculta de la vista, y siento que la desesperación se apodera de mí como un hambre voraz. Sentir ese vacío una y otra vez. Oigo mi corazón, ola tras ola, salada y roja, incesantemente, marcando el tiempo.


Estoy en el dormitorio de nuestro primer apartamento. Estoy de pie frente al armario de puertas plegables de madera. Sé que a mi alrededor todo está vacío, los muebles han desaparecido, los suelos están desnudos, no hay ni siquiera una alfombra; pero a pesar de ello, el armario está lleno de ropa. Creo que son mis ropas, aunque no lo parecen, nunca las he visto. Quizá sean las ropas de la esposa de Luke, a quien tampoco he visto nunca; sólo unas fotos y su voz en el teléfono una noche que nos llamó gritándonos y acusándonos, antes del divorcio. Pero no, son mis ropas. Necesito un vestido, necesito algo para ponerme. Saco vestidos, negros, azul, púrpura, chaquetas, faldas; ninguno de ellos me sirve, ni siquiera me van bien, son demasiado grandes o demasiado pequeños.

Luke está detrás de mí y me vuelvo para mirarlo. No me mira a mí; mira el suelo, donde el gato se limpia las patas y maúlla una y otra vez lastimeramente. Quiere comida, ¿pero cómo puede haber comida en un apartamento tan vacío?

Luke, digo. No me responde. Tal vez no me oye. Se me ocurre pensar que quizá no está vivo.


Estoy corriendo con ella, sujetándola de la mano, estirándola, arrastrándola entre el helecho, ella apenas está despierta a causa de la píldora que le di para que no grite ni diga nada que pueda delatarnos, ella no sabe dónde está. El terreno es desparejo, hay piedras, ramas secas, olor a tierra mojada, hojas viejas, ella puede correr muy rápido, yo sola podría correr más, soy buena corredora. Ahora llora, está asustada, quiero cogerla pero me resultaría demasiado pesada. Llevo puestas las botas de ir de excursión y pienso que cuando lleguemos al agua tendré que Sacármelas de un tirón, y si estará demasiado fría, y si ella podrá nadar hasta allí, y qué pasará con la corriente, no nos esperábamos esto. Silencio, le digo enfadada. Pienso que se puede ahogar, y la sola idea me hace aflojar el paso. Oigo los disparos a nuestras espaldas, no muy fuertes, no como petardos sino cortantes y claros como el crujido de una rama seca. Suenan mal, las cosas nunca suenan como uno cree que deberían sonar, y oigo una voz que grita Al Suelo, ¿es una voz real o una voz que suena dentro de mi cabeza, o soy yo misma que lo digo en voz alta?


La tiro al suelo y me echo sobre ella para cubrirla y protegerla. Silencio, vuelvo a decirle; tengo la cara mojada de sudor o de lágrimas, me siento serena y flotando, como si ya no estuviera dentro de mi cuerpo; cerca de mis ojos hay una hoja roja caída prematuramente y puedo ver todas sus nervaduras brillantes. Es la cosa más hermosa que jamás he visto. Disminuyo la presión, no quiero asfixiarla; me acurruco sobre ella, sin sacar la mano de encima de su boca. Oigo la respiración, y el golpeteo de mi corazón corno si llamara a la puerta de una casa durante la noche, pensando que allí estaría a salvo. Todo está bien, estoy aquí, le digo en un susurro, Por favor, quédate callada, ¿pero lo logrará? Es muy pequeña, ya es muy tarde, nos separamos, me sujetan de los brazos, todo se oscurece y no queda nada salvo una pequeña ventana, muy pequeña, como el extremo opuesto de un telescopio, como la ventanita de una postal de Navidad de las de antes, afuera todo noche y hielo, adentro una vela, un árbol con luces, una familia, incluso oigo las campanadas, son las campanas de un trineo y una música antigua en la radio, pero a través de esta ventana puedo verla a ella -pequeña pero muy nítida- alejándose de mí entre los árboles que ya han cambiado al rojo y al amarillo, tendiéndome los brazos mientras se la llevan.


Me despierta la campanada; y luego Cora, que llama a mi puerta. Me siento en la alfombra y me seco la cara Con la manga. De todos los sueños que he tenido, éste es el peor.

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