Me gustaría que este relato fuera diferente. Me gustaría que fuera más civilizado. Me gustaría que diera una mejor impresión de mí, si no de persona feliz, al menos más activa, menos vacilante, menos distraída por las banalidades. Me gustaría que tuviera una forma más definida. Me gustaría que fuera acerca del amor, o de realizaciones importantes de la vida, o acerca del ocaso, o de pájaros, temporales o nieve.
Tal vez, en cierto sentido, es una historia acerca de todo esto; pero mientras tanto, hay muchas cosas que se cruzan en el camino, muchos susurros, muchas especulaciones sobre otras personas, muchos cotilleos que no pueden verificarse, muchas palabras no pronunciadas, mucho sigilo y secretos. Y hay mucho tiempo que soportar, un tiempo tan pesado como la comida frita o la niebla espesa; y, repentinamente, estos acontecimientos sangrientos, como explosiones, en unas calles que de otro modo serían decorosas, serenas y sonámbulas.
Lamento que en esta historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o destrozado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo.
También he intentado mostrar algo de las cosas buenas. Por ejemplo las flores, porque ¿a dónde habríamos llegado sin ellas?
De cualquier manera, me hace daño contarlo una y otra vez. Con una vez fue suficiente: ¿acaso no fue suficiente para mí en su momento? Por eso sigo con esta triste, ávida, sórdida, coja y mutilada historia, porque después de todo quiero que la oigáis, como me gustaría oír la tuya si alguna vez se presenta la oportunidad, si te encuentro o si tú te escapas, en el futuro, o en el Cielo, en la cárcel o en la clandestinidad, en cualquier otro sitio. Lo que tienen en común es que no están aquí. Al contarte algo, cualquier cosa, al menos estoy creyendo en ti, creyendo que estás allí, creo en tu existencia. Porque contándote esta historia, logro que existas. Yo cuento, luego tú existes.
De modo que continuaré. Me obligaré a continuar. Hemos llegado a una parte que no te gustará en absoluto porque no me comporté bien, pero sin embargo intentaré no dejarme nada en el tintero. Después de todo lo que has pasado, te mereces lo que queda, que no es mucho pero contiene la verdad.
Así que ésta es la historia.
Volví a reunirme con Nick. Una y otra vez, por mi cuenta, sin que Serena lo supiera. Nadie me lo pidió, no había excusas. No lo hice por él, sino solamente por mí. Ni siquiera pensé que me entregaba a él porque, ¿qué tenía yo para dar? No me sentía generosa sino agradecida cada vez que él me recibía. Él no tenía ninguna obligación.
A causa de esto me volví imprudente, hice elecciones estúpidas. Después de estar con el Comandante subía la escalera como de costumbre, pero después me escabullía por el pasillo y bajaba por la escalera de las Marthas y salía cruzando la cocina. Cada vez que oía el chasquido de la puerta de La cocina a mis espaldas -tan metálico, como el de una trampa para ratones o el de un arma-, pensaba en echarme atrás, pero no lo hacía. Me apresuraba a cruzar los pocos metros de césped iluminado; la luz de los reflectores volvía a pasar y yo esperaba sentir en cualquier momento las balas que me atravesaban, incluso antes de oír los disparos. Subía la escalera a tientas y me apoyaba contra la puerta; la sangre se me agolpaba en la cabeza. El miedo es un estimulante poderoso. Entonces llamaba a la puerta suavemente, como llamaría un pordiosero. Cada vez que lo hacía, temía que él se hubiera ido; o, peor aún, que me dijera que no podía entrar. Podía decirme que no quería seguir quebrantando las normas, que no quería estar con la soga al cuello por mi culpa. O, todavía peor, que me dijera que ya no le interesaba. El hecho de que no me dijera ninguna de estas cosas me pareció una suerte increíble.
Te dije que era terrible.
Y esto es lo que ocurre.
Él abre la puerta. Va en mangas de camisa, con la camisa fuera del pantalón, suelta; en la mano lleva un cepillo de dientes, o un cigarrillo, o un vaso con alguna bebida. Aquí tiene su propio escondite, supongo que de cosas del mercado negro. Siempre lleva algo en la mano, como si estuviera ocupándose en las cosas de costumbre, como si no me esperara. Y quizá no me espera. Tal vez no tiene idea del futuro, o no se molesta o no se atreve a imaginarlo.
– ¿Llego demasiado tarde? -le pregunto.
Me dice que no con la cabeza. Entre nosotros ya está sobreentendido que nunca es demasiado tarde, pero cumplo con la cortesía ritual de preguntárselo. Eso me hace sentir más tranquila, como si hubiera alguna alternativa, una decisión que pudiera tomarse en un sentido u otro. Él se aparta, yo entro y cierra la puerta. Luego atraviesa la habitación y cierra la ventana; después apaga la luz. En esta etapa, ya no hay entre nosotros ninguna conversación; yo ya estoy medio desnuda. Guardamos la conversación para más tarde.
Cuando estoy con el Comandante, cierro los ojos, incluso cuando sólo se trata del beso de buenas noches. No quiero verlo tan de cerca. Pero aquí siempre dejo los ojos abiertos. Me gustaría que hubiera alguna luz encendida, tal vez una vela encajada en una botella, alguna reminiscencia de la época de la escuela, pero no valdría la pena correr el riesgo; así que tengo que conformarme con el reflector y el resplandor que llega desde abajo, filtrado por las cortinas blancas, que son iguales a las mías. Quiero ver todo lo que pueda de él, abarcarlo, memorizarlo, guardarlo en mi mente para poder vivir después de su imagen: las líneas de su cuerpo, la textura de su piel, el brillo del sudor sobre su piel, su largo, sardónico y poco revelador rostro. Tendría que haber hecho lo mismo con Luke, prestar más atención a los detalles, a los lunares y las cicatrices, sus arrugas; no lo hice, y ahora su imagen empieza a desvanecerse. Se esfuma día tras día, noche tras noche, y yo me vuelvo más infiel.
Por este hombre me pondría plumas rosadas, estrellas de color púrpura, si él lo quisiera; o cualquier otra cosa, incluso el rabo de un conejo. Pero él no me exige esos adornos. Hacemos el amor cada vez como si supiéramos sin la menor sombra de duda que no habrá otra ocasión, para ninguno de los dos, con nadie, nunca. Y cuando llega la siguiente ocasión, siempre es una sorpresa, una cosa extra, un regalo.
Estar aquí con él es estar a salvo; es como una cueva en la que nos acurrucamos mientras afuera pasa la tormenta. Es una ilusión, por supuesto. Esta habitación es uno de los sitios más peligrosos en los que yo podría estar. Si me cogieran, no me darían cuartel, pero no me importa. ¿Y cómo he llegado a confiar en él de esta manera, lo cual es temerario de por sí? ¿Cómo puedo suponer que lo conozco, aunque sea mínimamente, y que sé lo que hace realmente?
Paso por alto estos molestos susurros. Hablo demasiado. Le cuento cosas que no debería contarle. Le hablo de Moira, de Deglen; pero nunca de Luke. Quiero hablarle de la mujer de mi habitación, la que estuvo antes que yo, pero no lo hago. Estoy celosa de ella. Si ha estado antes que yo aquí, en esta cama, no quiero enterarme.
Le digo cuál es mi nombre verdadero y a partir de ese momento me siento reconocida. Actúo como una tonta y sé que no debo hacerlo. Lo he convertido en un ídolo, un recortable de cartón.
Él, por su parte, habla poco: ni respuestas evasivas ni bromas. Apenas hace preguntas. Parece indiferente a la mayor parte de las cosas que le digo y sólo se muestra interesado en las posibilidades de mi cuerpo, aunque cuando hablo me mira. Me mira a la cara.
Me resulta imposible pensar en que alguien por quien siento tanta gratitud pudiera traicionarme.
Ninguno de los dos pronuncia la palabra amor, ni una vez. Sería tentar a la suerte; significaría romance, y desdicha.
Hoy hay unas flores distintas, más secas, más definidas, son las flores de pleno verano: margaritas y rudbequias, que crecen a lo largo de la cuesta descendente. Las veo en los jardines, mientras camino con Deglen de un lado a otro. Apenas la escucho; ya no le creo. Las cosas que me dice me parecen irreales. ¿Qué sentido tienen ahora para mí?
Podrías entrar en su habitación por la noche, susurra. Y mirar en su escritorio. Debe de haber papeles, anotaciones.
La puerta está cerrada con llave, le aclaro.
Podemos conseguirte una llave, afirma. ¿No quieres saber quién es, qué hace?
Pero el Comandante ya no representa un interés inmediato para mí. Tengo que hacer un esfuerzo para que no se note mi indiferencia hacia él.
Sigue haciendo todo exactamente como hasta ahora, me aconseja Nick. No cambies nada; de lo contrario lo notarían. Me besa, mirándome todo el tiempo. ¿Prometido? No metas la pata.
Apoyo su mano sobre mi vientre. Ha ocurrido, anuncio. Puedo sentirlo. Un par de semanas más y estaré segura.
Sé que es una ilusión.
Él estará encantado contigo, me dice, Y ella también.
Pero es tuyo, le digo. Será tuyo, de verdad. Quiero que lo sea.
De todos modos no es nuestra aspiración.
No puedo, le digo a Deglen. Tengo mucho miedo. Además, no lo haría bien, me cogerían.
Ni siquiera me tomo el trabajo de parecer apesadumbrada, hasta ese punto llega mi pereza.
Podríamos sacarte, insiste. Podemos sacar a la gente si realmente es necesario, si está en peligro, en peligro inminente.
La cuestión es que ya no quiero irme, ni escapar, ni atravesar la frontera hacia la libertad. Quiero quedarme aquí, con Nick, donde pueda estar con él.
Cuando digo esto, me avergüenzo de mi misma. Pero eso no es todo. Incluso ahora, reconozco que esta confesión es una especie de alarde. Hay en ella algo de orgullo, porque demuestra lo extremo de la situación y, por lo tanto, la justifica. Bien vale la pena. Es como la historia de una enfermedad de la cual te has recuperado después de estar al borde de la muerte; como los relatos de guerra. Demuestran cierta gravedad.
No me había parecido posible semejante gravedad con respecto a un hombre.
A veces era más racional. Nunca lo pensé en términos de amor. Pensaba: aquí, en cierto modo, he hecho mi vida por mi cuenta. Eso debía de ser lo que pensaban las esposas de los colonizadores, y las mujeres que sobrevivían a las guerras, si aún seguían teniendo un hombre. La humanidad es muy adaptable, decía mi madre. Es realmente sorprendente la cantidad de cosas a las que puede acostumbrarse la gente siempre que exista alguna compensación.
Ahora no tardará mucho, comenta Cora, acomodando en una pila mis paños higiénicos de este mes. No mucho, y me sonríe con expresión tímida y al mismo tiempo astuta. ¿Lo sabe? ¿Ella y Rita saben lo que hago, saben que por la noche bajo por la escalera que utilizan ellas? ¿Acaso yo misma me habré delatado soñando despierta, sonriendo por cualquier tontería, tocándome suavemente la cara cuando creo que no me ven?
Deglen empieza a darse por vencida con respecto a mí. Cada vez susurra menos y habla más del tiempo. No lo lamento. Me siento aliviada.
Están doblando las campanas; suenan a bastante distancia. Es la mañana, y hoy no hemos desayunado. Al llegar a la puerta principal, salimos formando filas de a dos. Hay un grueso contingente de guardias, Ángeles especialmente destacados, con equipos antidisturbios -los cascos con visores de plexiglás oscuro que les dan aspecto de escarabajos, las largas cachiporras, los botes de gas-, formando un cordón alrededor de la parte de afuera del Muro. Todo esto es por si se da algún caso de histeria. Los ganchos del Muro están vacíos.
Este es un Salvamento local, sólo de mujeres. Los Salvamentos siempre son separados. Éste fue anunciado ayer. No lo anuncian hasta un día antes. Es poco tiempo para acostumbrarse.
Avanzamos hacia donde suenan las campanas, por los senderos que alguna vez fueron usados por estudiantes, y pasamos junto a edificios que en otros tiempos fueron aulas y dormitorios. Resulta muy extraño estar aquí otra vez. Visto desde afuera, cualquiera diría que nada ha cambiado, excepto que las persianas de la mayoría de las ventanas están bajas. Ahora, estos edificios pertenecen a los Ojos.
Marchamos en fila por el amplio prado, frente a lo que antes era la biblioteca. La escalinata blanca sigue siendo la misma, y la entrada principal permanece inalterada. Sobre el césped han levantado una tarima de madera, semejante a la que solían poner cada primavera para la Ceremonia de la entrega de diplomas, hace años. Pienso en los sombreros que llevaban algunas de las madres y en las togas negras que se ponían los estudiantes, y en las rojas. Pero después de todo, esta tarima no es la misma; la diferencia está en los tres postes de madera que hay encima, y los lazos de cuerda.
En el frente de la tarima hay un micrófono; la cámara de la televisión está discretamente colocada a un costado.
Hasta ahora, sólo he estado en uno de estos actos, hace dos años. Los Salvamentos de Mujeres no son frecuentes. No son tan necesarios. En estos tiempos nos comportamos muy bien.
No quiero contar esta historia.
Ocupamos nuestros sitios en el orden de costumbre: las Esposas y las hijas en las sillas plegables de madera instaladas en la parte de atrás, las Econoesposas y las Marthas a los lados y en los escalones de la biblioteca, y las Criadas al frente, donde todos pueden vigilarnos. No nos sentamos en sillas sino que nos arrodillamos, y esta vez tenemos cojines pequeños, de terciopelo rojo, sin ninguna inscripción, ni siquiera la palabra Fe.
Afortunadamente, el tiempo es bueno: no hace demasiado calor y el cielo está despejado. Seria lamentable tener que estar aquí de rodillas bajo la lluvia. Quizá por eso lo anuncian tan tarde, para prever qué tiempo hará. Es una razón tan buena como cualquiera.
Me arrodillo en mi cojín de terciopelo rojo. Intento pensar en esta noche, en hacer el amor en la oscuridad mientras la luz se refleja en las paredes blancas. Recuerdo haberlo hecho.
Hay un largo trozo de cuerda que se balancea como una serpiente frente a la primera fija de cojines, sobre la segunda, y llega hasta las filas de sillas curvándose como un río lento visto desde el aire. La cuerda es gruesa, de color marrón, y huele a alquitrán. El otro extremo de la cuerda se encuentra encima del escenario. Parece una mecha, o el hilo de un globo.
A la izquierda del escenario están las que van a ser salvadas: dos Criadas y una Esposa. No es habitual que haya Esposas, y muy a pesar mío miro a ésta con interés. Quiero saber lo que ha hecho.
Han sido colocadas aquí antes de que se abrieran las puertas. Todas están sentadas en sillas plegables de madera, como si fueran estudiantes graduadas que están a punto de recibir un premio. Tienen las manos sobre el regazo, como si las tuvieran cruzadas. Se balancean un poco, probablemente les han dado inyecciones o píldoras, para que no molesten. Es mejor que las cosas transcurran en calma. ¿Estarán atadas a las sillas? Con tanta ropa como llevan, es imposible saberlo.
Ahora la comitiva oficial se acerca al escenario y sube los escalones de la derecha; son tres mujeres: una Tía que va delante y, un paso más atrás, dos Salvadoras vestidas con capas y capuchas negras. Detrás de ellas están las otras Tías. Los murmullos cesan. Las tres mujeres se acomodan y se vuelven hacia nosotras; la Tía queda flanqueada por las dos Salvadoras vestidas de negro.
Es Tía Lydia. ¿Cuántos años hacía que no la veía? Había empezado a pensar que sólo existía en mi imaginación, pero aquí está, un poco más vieja. Desde aquí la veo perfectamente, veo las profundas arrugas a los costados de la nariz, la marca en el entrecejo. Parpadea, sonríe nerviosamente, mira con atención a derecha e izquierda examinando al público, levanta una mano y juguetea con su tocado. A través del sistema de altavoces nos llega un sonido extraño y estrangulado: ella se está aclarando la garganta.
He empezado a tiritar. El odio me llena la boca de saliva.
Sale el sol y el escenario y sus ocupantes se iluminan como un belén. Veo las arrugas debajo de los ojos de Tía Lydia, la palidez de las mujeres que están sentadas, las hebras de la cuerda que está frente a mí, las briznas de hierba. Exactamente delante de mí hay un diente de león del color de una yema de huevo. Estoy hambrienta. Las campanas dejan de repicar.
Tía Lydia se levanta, se alisa la falda con ambas manos y se acerca al micrófono.
– Buenas tardes, señoras -saluda, y se oye el instantáneo y ensordecedor zumbido del sistema de altavoces.
Parece increíble, pero entre nosotras surgen algunas carcajadas. Resulta difícil no reírse, es la tensión y la expresión irritada de Tía Lydia mientras ajusta el sonido. Se supone que esto es algo solemne-. Buenas tarde, señoras -repite, esta vez en tono metálico y apagado. El hecho de que diga señoras, en lugar de niñas, se debe a la presencia de las Esposas-. Estoy segura de que todas somos conscientes de las lamentables circunstancias que nos reúnen en esta hermosa mañana, y no me cabe duda de que todas preferiríamos estar haciendo otra cosa, al menos así es en mi caso; pero el deber es un verdadero tirano, tal vez en este caso debería decir tirana, y es en nombre del deber que hoy estamos aquí.
Prosigue en esta tónica durante unos minutos, pero no la escucho. He oído este discurso, o uno parecido, bastantes veces: los mismos lugares comunes, los mismos lemas, las mismas frases sobre la antorcha del futuro, la cuna de la raza, el deber que nos espera. Resulta difícil creer que después de este discurso no se produzca un amable aplauso y que no se sirvan té y pastas en el jardín.
Creo que eso era el prólogo. Ahora irá al grano.
Tía Lydia revuelve en su bolsillo y saca un trozo de papel arrugado. Le lleva un tiempo excesivo desplegarlo y echarle un vistazo. Es como si nos lo restregara por la nariz, haciéndonos saber quién es ella exactamente, obligándonos a mirarla mientras lee en silencio haciendo alarde de sus prerrogativas. Esto es una obscenidad, pienso. Acabemos con esto de una vez.
– En el pasado -dice- existía la costumbre de comenzar los Salvamentos con un detallado informe de los delitos por los cuales se condenaba a los prisioneros. Sin embargo, hemos considerado que un informe público de este tipo, especialmente cuando se trata de un acto televisado, es seguido invariablemente por un brote, si puedo llamarlo así, una ola casi diría, de delitos exactamente iguales. Así que hemos decidido, por el bien de todos, romper con esta práctica. Los Salvamentos se desarrollarán sin más explicaciones.
Se oye un murmullo colectivo. Los delitos de los demás son un lenguaje secreto entre nosotras. A través de ellos nos demostramos que, después de todo, nosotras seríamos capaces de cometerlos. No es una declaración popular. Pero nadie lo sabría mirando a Tía Lydia, que sonríe y parpadea, como abrumada por los aplausos. Ahora nos dejan que nos las arreglemos solas, que hagamos nuestras propias especulaciones. La primera, la que ahora levantan de su silla, las manos con guantes negros sobre la parte superior de los brazos: ¿por leer? No, sólo es una mano amputada, en la tercera condena. ¿Infidelidad, o un atentado contra la vida de su Comandante? O, más probablemente, contra la de la Esposa del Comandante. Eso es lo que estamos pensando. En cuanto a la Esposa, generalmente hay una sola razón por la que podrían someterla al Salvamento. Ellas pueden hacernos casi cualquier cosa, pera no están autorizadas a matarnos, al menos legalmente. Ni con agujas de tejer, ni con tijeras de jardín, ni con cuchillos hurtados de la cocina, y menos aún si estamos embarazadas. Podría ser adulterio, por supuesto. Siempre podría ser eso.
O intento de fuga.
– Decharles -anuncia Tía Lydia. No la conozco. La hacen avanzar; camina como si realmente se concentrara en la tarea, un pie, luego el otro, no hay duda de que está drogada. En su boca se dibuja una sonrisa descentrada y débil y contrae un costado de la cara en un guiño sin coordinación dirigido a la cámara. Por supuesto, no lo mostrarán, esto no es en directo. Las dos Salvadoras le atan las manos a la espalda.
Detrás de mí alguien tiene náuseas.
Por eso no nos dan el desayuno.
– Seguramente es Janine -susurra Deglen.
He visto esto antes, la bolsa blanca colocada sobre la cabeza, la mujer que es ayudada a subir al alto taburete como si la ayudaran a subir los escalones de un autobús, sostenida allí arriba, el lazo ajustado delicadamente alrededor de su cuello como una vestidura, y luego una patada al escabel para apartarlo. He oído el prolongado suspiro que se eleva a mi alrededor, un suspiro como el aire de un colchón hinchable, he visto a Tía Lydia colocar la mano sobre el micrófono para amortiguar los sonidos que llegan desde detrás de ella, me he inclinado hacia delante para tocar junto con las demás mujeres, con ambas manos, la cuerda que está delante de mí, esa cuerda peluda y pegajosa de alquitrán a causa del sol, y luego me he puesto la mano en el corazón para mostrar mi unidad con las Salvadoras, mi consentimiento y mi complicidad en la muerte de esta mujer. He visto los pies dando patadas y las dos que van vestidas de negro cogiéndose a ellos y tirando hacia abajo con todas sus fuerzas. No quiero verlo más. En cambio, miro el césped. Describo la cuerda.
Los tres cuerpos quedan allí colgados; con los sacos blancos sobre sus cabezas parecen extrañamente estirados, como pollos colgados del pescuezo en el escaparate de una carnicería, como pájaros con las alas cortadas, como pájaros incapaces de volar, como ángeles destruidos. Es difícil quitarles los ojos de encima. Los pies cuelgan por debajo de los dobladillos de los vestidos, dos pares de zapatos rojos, un par de azules. Si no fuera por las cuerdas y los sacos, podría tratarse de una especie de danza, un ballet captado en el aire por una cámara fotográfica. Parecen puestas en orden. Como si fueran parte de un espectáculo. Debe de haber sido Tía Lydia la que puso a la de azul en el medio.
– El Salvamento de hoy ha concluido -anuncia Tía Lydia por el micrófono-. Pero…
Nos volvemos hacia ella, la escuchamos, la observamos. Siempre supo dónde hacer las pausas. Entre nosotras se produce un murmullo y un movimiento. Quizá va a ocurrir algo más.
– Pero debéis levantaros y formar un circulo -nos sonríe con expresión generosa y munificente. Está a punto de darnos algo. De concedernos algo-. En orden.
Nos está hablando a nosotras, a las Criadas. Algunas de las Esposas empiezan a irse, igual que algunas de las hijas. La mayoría de ellas se quedan, pero en la parte de atrás, apartadas, simplemente observando. No forman parte del circulo.
Dos Guardianes han avanzado y están enrollando la gruesa cuerda, quitándola de en medio. Otros quitan los cojines. Nos apiñamos sobre el césped, delante del escenario, algunas intentamos encontrar sitio en el frente, cerca del centro, unas cuantas empujan lo suficiente para abrirse paso hasta el centro, donde estarán protegidas. Es un error vacilar demasiado en un grupo como éste; te catalogan de persona poco entusiasta y carente de ardor. Aquí se produce un despliegue de energía, un murmullo, un estremecimiento de rapidez y furia. Los cuerpos se tensan, los ojos se vuelven más brillantes, como si apuntaran a algo.
No quiero estar delante, y tampoco detrás. No estoy segura de lo que ocurrirá, aunque presiento que será algo que no quiero ver de cerca. Pero Deglen me coge del brazo y me arrastra consigo; nos colocamos en la segunda línea, apenas protegidas por una delgada fila de cuerpos. No quiero ver pero tampoco retrocedo. He oído rumores, pero sólo los creo a medias. A pesar de todo lo que sé, me digo a mi misma: no llegarán a ese extremo.
– Ya conocéis las reglas de una Particicución -afirma Tía Lydia-. Esperaréis hasta que toque el silbato. Después de eso, lo que hagáis es asunto vuestro, hasta que yo vuelva a tocar el silbato. ¿Entendido?
Se produce un murmullo general, un asentimiento sin forma.
– Pues bien -dice Tía Lydia. Asiente con la cabeza y dos Guardianes, que no son los que han apartado la cuerda, se acercan desde detrás del escenario. Entre ambos llevan casi a la rastra a otro hombre. Éste también va vestido con uniforme de Guardián, pero no lleva puesta la gorra y tiene el uniforme sucio y desgarrado. Tiene la cara cortada y magullada, y llena de morados rojizos; está hinchado y lleno de bultos y le empieza a crecer la barba. No parece una cara, sino algún vegetal desconocido, un bulbo despedazado o un tubérculo, algo deformado. Incluso desde donde estoy puedo olerlo: huele a mierda y a vómito. Unos mechones de pelo rubio le caen sobre la cara, como si algo se los hubiera erizado. ¿Será el sudor seco?
Lo miro fijamente, con repugnancia. Parece borracho. Parece un borracho que ha estado en una pelea. ¿Por qué habrán traído aquí a un borracho?
– Este hombre -aclara Tía Lydia- ha sido condenado por violación -su voz se estremece a causa de la ira y deja entrever un tono triunfal-. Era un Guardián. Deshonró su uniforme. Abusó de su puesto de confianza. Su cómplice ya ha sido ejecutada. Como sabéis, la violación se castiga con la muerte. Deuteronomio, veintidós; versículos veintitrés y veintinueve. Debo añadir que este delito implicaba a dos de vosotras y que se realizó a punta de pistola. Y que fue brutal. No voy a ofender vuestros oídos con más detalles, excepto para decir que una mujer estaba embarazada y que el bebé murió.
Se oye un gemido entre nosotras; a pesar de mí misma, aprieto las manos. Esta violación es excesiva. El bebé también, después de todo lo que soportamos. Es verdad, hay un ansia de sangre; siento deseos de romper, de arrancar, de destrozar.
Empujamos hacia delante, nuestras cabezas giran de un lado a otro, nuestras fosas nasales se ensanchan olfateando la muerte, nos miramos mutuamente para ver nuestro odio. Se merecía algo peor que la muerte. El hombre gira la cabeza, atontado. ¿La habrá oído siquiera?
Tía Lydia aguarda un momento; luego sonríe levemente y se lleva el silbato a los labios. Lo oímos, estridente y prístino, un eco de una partida de voleibol de épocas pretéritas.
Los dos Guardianes sueltan los brazos del tercer hombre y retroceden. El hombre se tambalea -¿está drogado?- y cae de rodillas. Tiene los ojos arrugados en la carne hinchada, como si la luz fuera demasiado brillante para él. Lo han tenido encerrado en la oscuridad. Se lleva una mano a la mejilla, como para comprobar si aún está allí. Todo esto ocurre rápidamente, pero parece lento.
Nadie se mueve. Las mujeres lo miran con horror, como si fuera una rata medio muerta que se arrastra por el suelo de la cocina. Nos mira con los ojos entrecerrados, observa el círculo de mujeres rojas. Increíblemente, un costado de su boca se levanta… ¿será una sonrisa?
Intento penetrarlo con la mirada, ver dentro del rostro destrozado, averiguar cuál debe de ser su aspecto real. Supongo que tiene alrededor de treinta años. No es Luke.
Pero sé que podría haber sido él. Podría tratarse de Nick. Sé que, al margen de lo que haya hecho, no puedo tocarlo.
Dice algo. Sus palabras son poco claras, como si tuviera la garganta magullada, como si tuviera la lengua demasiado grande, pero igualmente lo oigo. Dice:
– Yo no…
Se produce un movimiento hacia delante, como si fuéramos una multitud en un concierto de música rock de otros tiempos y esperáramos a que se abrieran las puertas con esa urgencia que se apodera de nosotras. El aire está impregnado de adrenalina, todo nos está permitido, esto es la libertad, la siento en mi cuerpo, siento vértigo, una mancha roja se extiende por todas partes, pero antes de que la marea de ropas y cuerpos empiecen a golpearlo, Deglen se abre paso entre las mujeres dando codazos a diestra y siniestra y corre hacia él. Lo hace caer de costado y le patea la cabeza furiosamente, una, dos, tres veces, con golpes secos y certeros. Ahora se oyen gemidos, un sonido débil semejante a un gruñido, gritos, y los cuerpos rojos caen hacia delante y ya no veo nada, él ha quedado oculto por brazos, puños y pies. En algún sitio se oye un aullido, como el grito aterrorizado de un caballo.
Me quedo a cierta distancia, intentando mantener el equilibrio. Algo me golpea por detrás y me tambaleo. Cuando vuelvo a recuperar el equilibrio miro a mi alrededor y veo a las Esposas y a las hijas que se inclinan hacia delante en sus sillas, y a las Tías que observan con interés desde la plataforma. Desde allí arriba deben de tener mejor perspectiva.
Él se ha convertido en eso.
Deglen está otra vez a mi lado. Tiene la cara tensa y sin expresión.
– He visto lo que has hecho -le digo. Empiezo nuevamente a sentir conmoción, agravio, náusea. Barbarismo-. ¿Por qué lo hiciste? ¡Precisamente tú! Creí que…
– No me mires -me advierte-. Nos están vigilando.
– No me importa -replico. Estoy levantando la voz. No puedo evitarlo.
– Domínate -me aconseja. Finge apartarme cogiéndome del brazo y del hombro y acerca su cara a mi oreja-. No seas estúpida. Él no era un violador, era un político. Era uno de los nuestros. Lo dejé sin conocimiento. Le evité el dolor. ¿No ves lo que le están haciendo?
Uno de los nuestros, pienso. Un Guardián. Parece imposible.
Tía Lydia vuelve a tocar el silbato, pero las mujeres no se detienen de inmediato. Intervienen los dos Guardianes para apartarlas de lo que queda del hombre. Algunas quedan tendidas en el césped pues han sido golpeadas o pateadas por error. Otras se han desmayado. Las demás se dispersan de a dos o de a tres, o solas. Parecen aturdidas.
– Buscad vuestra pareja y formad fila -ordena Tía Lydia a través del micrófono. Unas pocas le obedecen. Una mujer se acerca a nosotras, caminando como si avanzara a tientas en la oscuridad: es Janine. Tiene una mancha de sangre en la cara y algunas más en la parte blanca de su tocado. Nos dedica una diminuta sonrisa. Tiene la mirada perdida.
– Hola -saluda-. ¿Cómo estás? -sujeta algo con la mano derecha. Es un mechón de pelo rubio. Ríe tontamente.
– Janine -le digo. Pero ahora se deja ir totalmente, como en una caída libre, en actitud de abandono.
– Que lo pases bien -dice y pasa junto a nosotras, en dirección a la entrada.
La observo. Ten cuidado, pienso. Ni siquiera siento pena por ella, aunque debería sentirla. Siento rabia. No me siento orgullosa por ello, ni por nada de todo esto. Pero eso es lo que cuenta.
Las manos me huelen a alquitrán caliente. Quiero regresar a la casa y subir al cuarto de baño y restregarme una y otra vez con el jabón duro y la piedra pómez para eliminar de mi piel cualquier rastro de este olor que me hace sentir enferma.
Y también estoy hambrienta. Parece monstruoso, pero sin embargo es verdad. La muerte me hace sentir hambre. Quizá es porque he quedado vacía; o quizá es el modo que tiene mi cuerpo de comprobar que estoy viva, y sigo repitiendo como en una plegaria: estoy, estoy. Aún estoy.
Quiero irme a la cama y hacer el amor, ahora mismo.
Pienso en la palabra fruición.
Me comería un caballo.
Las cosas han vuelto a la normalidad.
¿Cómo puedo llamarle normalidad a esto? Aunque comparado con lo de esta mañana, es normal.
Para almorzar me dieron un bocadillo de pan moreno con queso, un vaso de leche, unas ramas de apio y peras en conserva. Un almuerzo de escolar. Me lo comí todo, no muy rápidamente, sino degustando de la exuberancia de sabores con la lengua. Ahora iré a la compra, como de costumbre. Casi espero ese momento ansiosamente. En cierto modo es un consuelo quebrar la rutina.
Salgo por la puerta de atrás y recorro el sendero. Nick está lavando el coche y lleva la gorra puesta de costado. No me mira. Ahora intentamos no mirarnos. Seguramente nos descubriríamos, incluso aquí al aire libre, donde nadie nos ve.
Me detengo en la esquina para esperar a Deglen. Se está retrasando. Finalmente, la veo venir, una silueta de ropa roja y blanca, como una cometa, caminando con paso uniforme, tal como nos han enseñado. La veo y al principio no noto nada. Pero a medida que se acerca me doy cuenta de que hay algo que no está bien. Tiene un aspecto raro. Ha cambiado de una manera indefinida; no está lastimada ni cojea. Es como si se hubiera encogido.
Cuando la tengo más cerca me doy cuenta. No es Deglen. Tiene la misma estatura, pero es más delgada, y su cara es beige en lugar de rosada. Se acerca a mí y se detiene.
– Bendito sea el fruto -me saluda. Imperturbable. Mojigata.
– Y que el Señor permita que se abra -contesto. Intento no revelar mi asombro.
– Tú debes de ser Defred -me dice. Respondo que sí y empezamos a caminar.
¿Y ahora?, pienso. La cabeza me da vueltas, esto no significa nada bueno, ¿qué habrá sido de ella, cómo averiguarlo sin que se note demasiado mi preocupación? No podemos crear amistades ni lealtades entre nosotras. Intento recordar cuánto tiempo tenía que pasar Deglen en su actual destacamento.
– Tenemos muy buen tiempo -comento.
– Lo que me llena de gozo -es una voz plácida, monótona, inexpresiva.
Pasamos por el primer puesto de control sin decir nada más. Ella se muestra taciturna, pero yo también. ¿Está esperando que yo empiece a hablar, que me descubra, o es una creyente que está absorta en la meditación?
– ¿Deglen ha sido trasladada? ¿Tan pronto? -le pregunto, sabiendo que no la han trasladado. La vi esta mañana. Me lo habría dicho.
– Yo soy Deglen -responde la mujer. Lo sé perfectamente. Por supuesto que lo es, es la nueva; y Deglen, esté donde esté, ya no es Deglen. Nunca supe su verdadero nombre. Así es como puedes perderte en un mar de nombres. Ahora no sería fácil encontrarla.
Vamos a Leche y Miel, y a Todo Carne, donde yo compro un pollo y la nueva Deglen coge un kilo de hamburguesas. Hay cola, como de costumbre. Veo a varias mujeres que reconozco e intercambio con ellas los infinitesimales movimientos de cabeza con los que mutuamente nos demostramos que somos conocidas, al menos para alguien, que aún existimos. Cuando salimos de Todo Carne, le digo a la nueva Deglen:
– Deberíamos ir al Muro -no sé qué pretendo con esto; tal vez encontrar la manera de poner a prueba su reacción. Necesito saber si es o no una de las nuestras. Si lo es, si puedo comprobarlo, quizá ella pueda decirme qué le ha ocurrido realmente a Deglen.
– Como quieras -acepta. ¿Es indiferencia o cautela?
En el Muro están colgadas las tres mujeres de esta mañana, con los vestidos todavía puestos y las bolsas blancas en sus cabezas. Les han desatado los brazos, que ahora cuelgan rígidamente a los costados del cuerpo. La de azul está en el medio y las dos de rojo a los lados, pero los colores ya no son tan brillantes; parecen haberse desteñido, deslustrado, como las mariposas muertas o como un pez tropical que empieza a secarse sobre la arena. Han perdido el brillo. Las observamos en silencio.
– Que esto nos sirva de advertencia -sentencia finalmente la nueva Deglen.
Al principio no digo nada porque intento descifrar lo que quiere decir. Podría querer decir que es una advertencia de la injusticia y la brutalidad del régimen. En ese caso tendría que responderle sí. O podría querer decir lo contrario, que debemos hacer lo que nos dicen y no meternos en problemas, porque de no ser así, recibiremos el justo castigo. Si ella quiere decir esto, debería responderle alabado sea. Pero su voz fue suave, inexpresiva, no me proporcionó ninguna pista.
Corro el riesgo y le respondo:
– Sí.
No me contesta, pero percibo un destello blanco, como si ella se hubiera girado rápidamente para mirarme.
Un momento después emprendemos el largo camino de regreso, coordinando nuestros pasos tal como está establecido para que parezca que actuamos al unísono.
Pienso que tal vez sería mejor esperar antes de hacer un nuevo intento. Es demasiado pronto para insistir, para tantear. Debería aguardar una semana, dos semanas tal vez más y observarla atentamente, escuchar los tonos de su voz, las palabras imprudentes, tal como Deglen me escuchó a mí. Ahora que Deglen se ha ido, vuelvo a estar alerta, mi pereza ha desaparecido, mi cuerpo ya no se limita a experimentar placer, sino que percibo el peligro que éste encierra. No debo precipitarme ni correr riesgos innecesarios. Pero necesito saber. Me contengo hasta que pasamos el último puesto de control, sólo nos quedan unas pocas manzanas, y entonces pierdo los estribos.
– No conocía muy bien a Deglen -comento-. Me refiero a la primera.
– ¿No? -pregunta. El hecho de que haya respondido, aunque cautelosamente, me estimula.
– Sólo la conozco desde mayo -continúo. Siento que la piel me arde y que mi corazón se acelera. Esto es delicado. Por una parte, es una mentira. ¿Y ahora cómo hago para llegar a la palabra vital?-. Creo que fue alrededor del primero de mayo. Lo que antes solían llamar May Day.
– ¿Ah, sí? -responde en tono débil, indiferente, amenazador-. No recuerdo esa expresión. Me sorprende que tú la recuerdes. Deberías hacer un esfuerzo… -hace una pausa-…para eliminar de tu mente semejantes… -otra pausa-…resonancias.
Siento que el frío brota en mi piel como si fuera agua. Lo que dice es una advertencia.
No es una de las nuestras. Pero sabe.
Camino las últimas manzanas dominada por el terror. Una vez más he actuado como una estúpida. Más que como una estúpida. No se me ocurrió antes, pero ahora me doy cuenta: si Deglen ha sido descubierta, puede que hable de otras personas y también de mí. Y hablará. No podrá evitarlo.
Pero en realidad yo no he hecho nada, me digo a mí misma. Todo lo que he hecho es saber. Todo lo que he hecho es no hablar.
Ellos saben dónde está mi pequeña. ¿ Y si la traen y la amenazan en mi presencia? ¿Y si le hacen algo? No soporto pensar lo que podrían hacerle, O Luke, ¿y si tienen a Luke? O mi madre, o Moira, o cualquiera. Dios mío, no me obligues a elegir. Sé que no podría soportarlo; Moira tenía razón con respecto a mí. Diré lo que quieran, delataré a cualquiera. Es verdad, al primer grito, incluso al primer gemido quedaré destrozada, confesaré cualquier delito y terminaré colgada de un gancho del Muro. Mantén la cabeza baja, solía decirme a mí misma, y compréndelo. No tiene sentido.
Esto es lo que me digo mientras regresamos a casa.
Al llegar a la esquina nos colocamos una frente a la otra, como de costumbre.
– Que Su Mirada te acompañe -se despide la nueva y traidora Deglen.
– Que Su Mirada te acompañe -respondo, intentando parecer devota. Como si, ahora que hemos llegado hasta este extremo, esta comedia sirviera de algo.
Entonces hace algo extraño. Se inclina hacia delante -de manera tal que las rígidas anteojeras de nuestras cabezas están a punto de tocarse y puedo ver de cerca el color beige pálido de sus ojos, y la delicada red de líneas que surcan sus mejillas- y susurra muy rápidamente y en tono apagado, como si su voz fuera una hoja seca:
– Ella se colgó. Después del Salvamento. Vio que la furgoneta venía a llevársela. Es mejor así.
Y se aleja de mí, calle abajo.
Aguardo un momento; me falta el aire, como si me hubieran pateado.
Entonces ella está muerta y yo estoy a salvo. Lo hizo antes de que ellos llegaran. Siento un enorme alivio. Le estoy agradecida. Ha muerto para que yo pueda vivir. Lo lamentaré.
A menos que esta mujer mienta. Siempre existe la posibilidad.
Respiro profundamente y suelto el aire, proporcionando oxígeno. Todo se oscurece y luego se aclara. Ahora veo por dónde camino.
Giro, abro la puerta, dejo la mano apoyada un momento para tranquilizarme y entro. Allí está Nick, todavía lavando el coche, y silbando. Tengo la sensación de que está muy lejos.
Dios mío, pienso, haré lo que quieras. Ahora que me has perdonado, me destruiré si eso es lo que realmente deseas; me vaciaré realmente, me convertiré en un cáliz. Renunciaré a Nick, me olvidaré de los demás, dejaré de lamentarme. Aceptaré mi sino. Me sacrificaré. Me arrepentiré. Abdicaré. Renunciare.
Sé que esto no es justo, pero igualmente lo pienso. Todo lo que nos enseñaron en el Centro Rojo, todo aquello a lo que me he resistido vuelve a mí como un torrente. No quiero sentir dolor, no quiero ser una bailarina ni tener los pies en el aire y la cabeza convertida en un rectángulo de tela blanca sin rostro. No quiero ser una muñeca colgada del Muro, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, como sea. Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto.
Por primera vez siento el verdadero poder que ellos tienen.
Paso junto a los macizos de flores y junto al sauce, en dirección a la puerta trasera. Entraré, estaré a salvo. Caeré de rodillas en mi habitación, y respiraré agradecida llenando mis pulmones con el aire viciado y sintiendo el olor a muebles lustrados.
Serena Joy está esperando en la escalinata de la puerta principal. Me llama. ¿Qué querrá? ¿Querrá que vaya a la sala y la ayude a devanar la lana gris? No podré mantener las manos firmes, ella notará algo. Pero de todos modos me acerco a ella, no me queda otra alternativa.
Se yergue ante mí, de pie en el último escalón. Le brillan los ojos, un azul vivo en contraste con el blanco de su piel arrugada. Aparto la vista de su rostro y miro el suelo; junto a sus pies veo la punta del bastón.
– Confié en ti -me dice-. Intenté ayudarte.
Sigo sin mirarla. Me invade un sentimiento de culpabilidad. Me han descubierto, pero ¿qué es lo que han descubierto? ¿De cuál de mis muchos pecados se me acusa? El único modo de averiguarlo es guardar silencio. Empezar a excusarme ahora de esto o de aquello sería un error. Podría revelar algo que ella ni siquiera imagina.
Podría no ser nada importante. Podría tratarse de la cerilla que escondí en el colchón. Bajo la cabeza.
– ¿Y bien? -me apremia-. ¿No tienes nada que decir?
La miro.
– ¿Sobre qué? -logro tartamudear. En cuanto lo digo me parece una insolencia.
– Mira -me indica. Retira la mano de detrás de su espalda. Lo que sostiene es su capa, la de invierno-. Estaba manchada de lápiz labial -dice-. ¿Cómo pudiste ser tan vulgar? Le dije a él… -deja caer la capa y veo que en su huesuda mano hay algo más. También lo arroja al suelo. Las lentejuelas de color púrpura caen deslizándose sobre los escalones como la piel de una serpiente, resplandecientes bajo la luz del sol-. A mis espaldas -prosigue-. Podrías haberme dejado algo -¿entonces lo ama? Levanta el bastón. Creo que va a golpearme, pero no lo hace-. Recoge esta porquería y vete a tu habitación. Exactamente igual que la otra. Una zorra. Y acabarás igual.
Me agacho y lo recojo. Nick, que está detrás de mí, ha dejado de silbar.
Quiero girarme, correr hacia él y abrazarlo. Pero seria una tontería. Él no puede hacer nada para ayudarme. Caería conmigo.
Camino hacia la puerta de atrás, entro en la cocina, dejo el cesto y subo la escalera. Estoy tranquila.