7

A pesar de la tranquilizadora presencia de los bien armados soldados, Sadira, Rikus y Timor fueron los únicos que no se alarmaron cuando Sorak entró en la pequeña cámara del consejo con Tigra a su lado. Sadira tenía su magia para protegerla; Rikus se había enfrentado a tigones en el circo y, aunque permaneció en tensa alerta, comprendió que el comportamiento del animal no era agresivo. En cuanto a Timor, el sumo templario no se asustaba con facilidad.

Era un hábil superviviente que se había enfrentado al odio de los súbditos de Kalak y a la cólera del voluble tirano ahora ya difunto y había navegado por aquel torbellino sin perder jamás la serenidad. Había soportado el frenesí de la revolución y conseguido asegurar para los templarios una continuada posición de fuerza dentro del nuevo gobierno, al tiempo que presidía una sutil campaña diseñada para provocar un cambio de actitud hacia los templarios entre los ciudadanos de Tyr. Donde antes a los templarios se los injuriaba como a opresores al servicio del tirano, ahora al menos se los toleraba, y la inteligente campaña oral de Timor que presentaba a los templarios como víctimas de Kalak, más aún que los otros ciudadanos, empezaba a arraigar.

Los templarios, se decía ahora, nacían bajo un legado de servicio al rey-hechicero y nunca se les había dado la posibilidad de dirigir su propio destino. No poseían magia propia -eso, al menos, era cierto- y los poderes

que habían manejado llegaron a ellos a través de Kalak. En sí, estaban embrujados, atrapados en una vida de esclavitud al tirano con la misma efectividad que lo estaban los esclavos que trabajaban en las fábricas de ladrillos. Y, al igual que los esclavos, la muerte de Kalak los había liberado por fin.

No obstante, al contrario que los esclavos, los templarios trabajaban bajo el peso de la culpa que compartían, y así pues buscaban redimirse sirviendo al nuevo gobierno. Que persiguieran esta redención mientras seguían viviendo en su propio y lujoso recinto aislado, separado por una muralla de los ciudadanos corrientes de Tyr, era algo que jamás se mencionaba. Tampoco se mencionaba nunca, y era un secreto para todos excepto un puñado de los cómplices más íntimos y de confianza de Timor, el hecho de que el sumo templario fuera un profanador camuflado que conspiraba para derrocar al gobierno revolucionario y hacerse con el poder para los templarios, con él como nuevo monarca.

Como tal, el enjuto y enigmático templario de mirada pensativa y voz sepulcral escuchó con sumo interés lo que Sorak tenía que contar. Si lo que aquel pastor elfling decía era cierto -que algún aristócrata de Nibenay había enviado espías a Tyr- estaba claro que el Rey Espectro de Nibenay tenía la mirada puesta en la ciudad y estaba ansioso por evaluar su vulnerabilidad. Esto, se dijo Timor, podría interferir con sus propios planes.

– ¿Por qué has venido a nosotros con esta información? -preguntó Sadira cuando Sorak hubo terminado.

– Porque no soy más que un simple pastor -respondió él-, y pensé que al consejo de Tyr le parecería valiosa.

– En otras palabras, esperabas que te recompensaríamos por ella -dijo el consejero Kor con ironía-. ¿Cómo sabemos que nos dices la verdad?

– Os he dado nombres y descripciones -replicó Sorak-, y os he dado todos los detalles que conozco de su plan. También os he hablado del ataque que los salteadores planean realizar contra la caravana. Vosotros mismos podéis investigar todo esto. En cuanto a mi recompensa, me contentaré con aguardar hasta que os hayáis convencido de que la información que os he facilitado es correcta.

Timor apretó los labios pensativo.

– Se podría tardar bastante en investigar estas acusaciones -dijo.

– No me importa permanecer en la ciudad entretanto -repuso Sorak.

– ¿Y que hay de tus rebaños? -inquirió el templario, observando al joven con atención-. ¿Quién cuidará de ellos en tu ausencia?

– No he dejado ningún rebaño desatendido -respondió él, lo que era totalmente cierto puesto que no tenía rebaños que cuidar-. Permanecer en la ciudad mermará mis ganancias, pero estoy dispuesto a soportar una pérdida de poca importancia a corto plazo si se ha de producir una ganancia a largo plazo.

– ¿Dónde te encontraremos si necesitamos volver a hablar contigo? -inquirió Sadira.

– Tengo entendido que puede encontrarse alojamiento barato en los barrios cercanos al mercado elfo -dijo Sorak-. Si el capitán Zalcor fuera tan amable de escoltarme, quizá podría obtener una habitación pequeña y barata, y así él sabría dónde encontrarme.

– Capitán Zalcor -indicó Sadira-, acompañe a este pastor a la zona cercana al mercado elfo y ocúpese de que encuentre habitación. -Se volvió a Sorak-. Mientras estés en la ciudad, pastor, el consejo te agradecerá que permanezcas donde se te pueda encontrar. Estudiaremos el informe que nos has traído, y si es exacto se te recompensará.

Sorak inclinó la cabeza en una respetuosa reverencia y se volvió para marcharse, acompañado por Zalcor y sus soldados.

– Si ese elfling es un «simple pastor», como afirma, Timor es un kank -dijo Rikus en cuanto salieron-. ¿Visteis la espada que lleva?

– Sí, la vi vi -asintió Sadira-, y percibí magia en la hoja. Sin duda no es lo que parece ser. Pero, si existe aunque sea una remota posibilidad de que lo que dice sea cierto, debemos investigarlo.

– Estoy de acuerdo -declaró Timor-. Ya sabemos que el rey Hamanu quiere a esta ciudad como trofeo, y si también el Rey Espectro de Nibenay la desea, no podemos permitirnos dar una impresión de debilidad. Si se han enviado espías a Tyr, hay que arrestarlos y castigarlos severamente, de un modo que sirva como ejemplo. Si además de eso los bandidos planean atacar una de las caravanas de mercaderes que salen de nuestra ciudad, debemos enviar soldados que refuercen a los guardas de los mercaderes y aplastar ese ataque. Tenemos que demostrar que Tyr es un lugar seguro para el comercio, y que sabemos cómo proteger nuestros intereses y ocuparnos de nuestra seguridad.

– Desde luego -asintió el consejero Kor-. No somos tan fuertes que nos podamos permitir pasar por alto posibles amenazas.

– Yo sigo diciendo que hay que vigilar a este elfling -insistió Rikus-. No sabemos nada de él, y yo, por mi parte, no creo que sea un simple pastor.

– Estoy de acuerdo -lo respaldó Timor-. Por lo que sabemos, él mismo podría ser un espía muy hábil. Sería prudente que no le quitáramos los ojos de encima. Los templarios pueden ocuparse fácilmente de esta tarea, y estamos a vuestra disposición para ayudar al consejo en la investigación de las afirmaciones del elfling.

– Propongo que los templarios se hagan cargo de esta investigación con la ayuda de la guardia de la ciudad -dijo Kor.

– Secundo la moción -apuntó el consejero Dargo.

– ¿Todos a favor? -inquirió Sadira.

El voto fue unánime.

– Propuesta aprobada -declaró Sadira, y acto seguido golpeó con el martillo sobre la mesa-. Se levanta esta reunión del consejo.

Mientras los miembros del consejo abandonaban la cámara uno tras otro, Sadira permaneció sentada, las manos juntas y levantadas ante ella, los ojos bajos con una expresión pensativa. Rikus también se quedó atrás, observando cómo Timor abandonaba la habitación. El sumo templario conversaba muy serio y en voz baja con Kor y Dargo mientras salían.

– No confío en esos tres -refunfuñó-. En especial en ese sucio templario. Algo traman.

– Su propia revolución -dijo Sadira.

¿Qué?

– Timor conspira para desacreditarnos y destituirnos, y luego tomar el poder para los templarios.

– ¿Lo sabes?} ¿Tienes pruebas?

– No. Pero, aunque las tuviera, no podría actuar según ellas. Con ello le haría el juego a Timor, ya que entonces los templarios nos señalarían y declararían que no somos mejores que el régimen anterior puesto que no permitimos la existencia de una oposición.

– ¿Y qué se supone que hemos de hacer? ¿Permanecer sentados sin hacer nada mientras los templarios conspiran contra nosotros?

– No, no debemos estar ociosos -dijo Sadira-, pero sí hemos de actuar con astucia, utilizando métodos tan furtivos y tortuosos como los suyos. -Lanzó un profundo suspiro-. Derrocar a un rey tirano y encabezar una revolución es mucho más fácil que dirigir un gobierno que lo reemplace. Créeme, no pasa un día sin que desee poder traspasar la responsabilidad a otro.

– Pero no a Timor -apuntó Rikus.

– Debemos vigilar a Timor, y tomar medidas para contrarrestar sus tortuosas maquinaciones. Y creo que también convendría vigilar a este elfling.

– Mi instinto me dice que no es lo que parece.

– Tus instintos siempre han sido acertados -replicó Sadira-. Obviamente no es un pastor, pues tiene la figura de un luchador y el porte de un aventurero. También hay algo en su mirada…, algo bastante turbador. Detecté magia en su espada, que no se parece a ninguna arma que haya visto jamás, y tiene un tigone como mascota, un animal que nadie había domesticado antes. No, no es un simple pastor, pero la cuestión es: ¿qué es?

– Eso es algo que pienso averiguar personalmente -declaró Rikus con firmeza.

– No, Rikus. Con Timor conspirando contra nosotros, te necesito aquí. El templario es demasiado astuto para que pueda ocuparme de él yo sola. Esas propuestas suyas tenían mucho sentido en apariencia, y no pude pensar con la rapidez suficiente para descubrirles algún defecto. Ahora han sido aprobadas, y, si de verdad cambian las cosas en Tyr, Timor no dudará en sacarles el mayor provecho posible. Es un intrigante consumado, y a mí me falta experiencia en esas cosas. Aquí es donde necesito tu ayuda.

– Entonces ¿qué hay que hacer con este Sorak?

– Ésa es una tarea que tendrás que delegar en otra persona -respondió ella-. Alguien en quien se pueda confiar. Alguien lo bastante listo para seguir a Sorak sin delatarse. Alguien que sepa cómo andar en silencio, pensar deprisa y tomar sus propias decisiones. Alguien lo bastante hábil para contestar a lo que Timor pueda intentar con respecto a este elfling desconocido.

– Acabas de pintar el retrato perfecto de una vieja amistad -sonrió Rikus.

– ¿Es esta vieja amistad alguien en quien se puede confiar?

– Sin la menor reserva.

– Eso es suficiente para mí. ¿Acometerá esa persona esta tarea por nosotros? Puede resultar peligrosa.

– Eso sólo añadirá más sabor al asunto -contestó Rikus con una mueca.

– ¿Cuándo podrás conseguir esa ayuda?

– Me ocuparé de ello inmediatamente.

– No estés fuera mucho tiempo, Rikus -pidió ella-. Aquí me rodean muchos rostros sonrientes, pero muy pocos pertenecen a auténticos amigos.


Sorak no había visto jamás nada que fuera ni remotamente parecido a los suburbios. Acostumbrado durante tanto tiempo a la tranquila soledad y los espacios abiertos de las Montañas Resonantes, ya había encontrado bastante espantoso el ruido y el apiñamiento de gente de la zona del mercado, pero aun así no estaba preparado para lo que le esperaba en los barrios bajos.

Las calles se fueron estrechando cada vez más hasta convertirse en poco más que zigzagueantes senderos de tierra; senderos que recorrían un laberinto de edificios de dos, tres o cuatro pisos construidos de ladrillos cocidos al sol y cubiertos con un yeso rojizo que variaba en el tono. Los colores eran una mezcolanza de tonos terrosos y rojos, y marrones apagados, y muchas de las paredes estaban agrietadas allí donde la capa exterior se había desprendido con el tiempo y dejaban al descubierto los ladrillos situados debajo.

Los edificios eran cuadrados o rectangulares, con las esquinas ligeramente redondeadas. La parte delantera de casi todas las construcciones tenía un pasillo cubierta cubierto, con pilares en forma de arco construidos con ladrillos revocados en yeso y un techo de mampostería o de madera. A menudo, el techo se extendía a lo largo de todo el frente del edificio, facilitando una cierta protección del abrasador sol. Algunos de los pasillos estaban pavimentados con ladrillos, otros tenían suelos de tablas de madera, pero la mayoría no tenían suelo. A la sombra de muchos pasillos cubiertos, se acurrucaban mendigos mugrientos que extendían las manos, suplicantes; en otros, mujeres ligeras de ropa adoptaban posturas provocativas.

Todos los sentidos del joven se veían asaltados como nunca lo habían estado. El olor era abrumador. Las gentes del lugar se limitaban a arrojar sus basuras y residuos en los estrechos callejones situados entre los edificios, donde se pudrían y descomponían bajo el intenso calor, creando unas emanaciones de olores sofocantes que escocían los ojos. Por todas partes se veían moscas y roedores.

Como en su recorrido por las estrechas callejas iba escoltado por el capitán Zalcor y un contingente de la guardia de la ciudad, la gente se apartaba a toda prisa de su paso. Se veían muchas cosas extrañas en Tyr, pero ésta era la primera vez que alguien recordaba haber visto a un tigone por sus calles. Incluso en los barrios bajos, un escuadrón de guardas de la ciudad escoltando a un elfling con un felino de las montañas con poderes para – normales a su lado resultaba una procesión poco corriente.

– Bien, dijiste que querías encontrar el alojamiento más barato -dijo el capitán Zalcor a Sorak cuando se detuvieron frente a uno de los edificios-. Éste es. No encontrarás habitaciones más baratas en ninguna otra parte de la ciudad, y cuando las veas comprenderás el motivo.

Sorak contempló la posada de tres plantas. La capa de yeso se había desprendido en muchos lugares, de modo que quedaban al descubierto la argamasa y los viejos ladrillos, y las paredes estaban veteadas de grietas. El olor del lugar no era menos ofensivo que el de cualquier otro punto de la zona, pero eso no significaba gran cosa. Pordioseros purulentos se encogían sobre el polvo debajo del pasillo cubierto, que recorría el edificio, y unas cuantas mujeres de rostros pintarrajeados y cuerpos semidesnudos holgazaneaban junto a la entrada, observando al grupo con interés.

– Supongo que esto servirá -dijo Sorak.

– ¿Estás seguro? -preguntó el capitán-. El consejo me ordenó escoltarte hasta una posada, pero no dijeron que tenía que ser la peor de la ciudad.

– ¿Pero es la más barata? -quiso saber él.

– Eso lo es -replicó el capitán Zalcor-. Mira, puedo comprender tu deseo de frugalidad, pero existe algo que es llevar las virtudes prácticas un poco demasiado lejos. Pensaba que cuando vieras este sitio cambiarías de opinión; pero, como pareces decidido a mantener la bolsa cerrada, sin importar los inconvenientes, quisiera advertirte que podrías muy bien perderlo todo aquí. Éste es un vecindario peligroso. El mercado elfo está justo bajando esa calle, e incluso yo vacilaría en aventurarme por allí sin un pelotón de guardas para protegerme.

– Aprecio tu preocupación, capitán -respondió Sorak-. Sin embargo, mis medios son limitados, y aún no sé cuánto tiempo permaneceré en la ciudad. Tengo que alargar el dinero que tengo tanto como me sea posible.

– En ese caso te sugiero que mantengas una mano bien cerrada sobre la bolsa, y la otra en la empuñadura de la espada -advirtió Zalcor-. Y manténte alejado de ese lugar.

Sorak miró en la dirección que el capitán había indicado y vio un gran edificio de tres pisos en el punto donde la calle terminaba en un callejón sin salida. Esta construcción había sido conservada mejor que las que la rodeaban, y lucía una capa de yeso marrón razonablemente nueva sobre sus ladrillos. A diferencia de la mayoría de los edificios de la zona, no tenía un pasillo cubierto frente a ella, sino una pared que se alargaba hasta la calle para formar un patio enlosado con algunas plantas del desierto y una fuente. Un arco sobre una verja de hueso colocada en el muro daba acceso al patio, y Sorak observó un continuo desfile de gente que entraba y salía. Sobre la puerta, fijada en la arcada, había una gran araña de hierro chapada en plata.

– ¿Qué es ese lugar? -inquirió el joven.

– La Araña de Cristal -respondió Zalcor-, y, créeme, amigo, a ti no te hace ninguna falta entrar ahí dentro.

– No parecías tan preocupado por mi bienestar cuando nos conocimos -comentó Sorak sonriente.

– Lo cierto es que me preocupaba más que tu mascota se comiera a nuestros ciudadanos -respondió Zalcor con una mueca-. Pero, si ahora me siento mejor dispuesto hacia ti, se debe a lo que te oí decir en la cámara del consejo.

– ¿Me crees? Los miembros del consejo parecían sentir algunas reservas.

Zalcor lanzó un ligero bufido de desprecio.

– Son políticos. Exceptuando a Rikus, que fue gladiador, pero por otra parte es un mul, y los muls nunca han sido tipos muy confiados. Cuando se ha sido soldado tanto tiempo como yo, y comandante en la guardia de la ciudad teniendo que tratar con criminales de toda índole, todos y cada uno de los días de tu vida, se desarrolla un instinto que te dice si alguien es o no sincero. Tú no tenías por qué presentarte con esa información; careces de intereses personales en la seguridad de Tyr.

– Pero sí tengo un interés personal en la recompensa -apuntó Sorak.

– No te lo reprocho -manifestó el capitán-. Nací y crecí en Altaruk, y sé algo sobre los bandidos de Nibenay. Tengo la sensación de que sabes utilizar esa vistosa espada tuya. Los salteadores son luchadores extraordinarios; sin embargo no sólo sobreviviste a un enfrentamiento con ellos, sino que además conseguiste obtener información de uno de ellos.

– Algunos de los miembros del consejo parecieron encontrar eso sospechoso -dijo Sorak y añadió precipitadamente-: Pude leerlo en sus ojos.

– Y lo que yo leo en tus ojos me dice que decías la verdad -replicó Zalcor-, aunque no toda la verdad, me parece. -Dedicó al joven una mirada penetrante-. Tú no eres un pastor, amigo. No tienes los andares de uno, y tu piel no tiene el aspecto de alguien que pasa el día en las llanuras azotadas por el viento del altiplano.

– Todo buenos motivos Todos buenos motivos para no confiar en mí, diría yo.

– Tal vez, pero soy bueno juzgando a la gente, y mi instinto me dice que no eres un enemigo. No sé a qué juegas, pero sospecho que tiene poco que ver con Tyr. Y, si ése es el caso, entonces no es asunto mío.

– Ya comprendo cómo llegaste a oficial -dijo Sorak con una sonrisa-; pero, dime, ¿por qué debería evitar La Araña de Cristal? ¿Qué clase de lugar es?

– Una casa de juego -respondió Zalcor-. La más célebre de todo Tyr.

– ¿Qué es una casa de juego? -inquirió Sorak frunciendo el entrecejo.

Zalcor puso los ojos en blanco.

– Si no lo sabes, te aseguro que es el último lugar de Athas al que deberías entrar. Es una casa de esparcimiento, o al menos así la llaman, donde se juega a juegos de azar a cambio de dinero, y se ofrecen también otra clase de diversiones a aquellos que pueden pagarlas.

– ¿Juegos de azar?

– ¿Dónde has vivido todo este tiempo? -preguntó Zalcor, asombrado.

– En las Montañas Resonantes -respondió Sorak, no viendo ningún motivo por el que no pudiera decírselo.

– ¿Las Montañas Resonantes? Pero no hay pueblos allí arriba, ni siquiera un pequeño poblado, a excepción de… -Su voz se apagó; luego meneó la cabeza-. No, eso sería imposible. Eres un varón.

– Me estabas hablando sobre los juegos de azar -insistió Sorak.

– Olvídalo -le contestó el otro-. Puedes ganar algunas apuestas pequeñas, pero las apuestas se pondrán en tu contra, porque siempre favorecen a la casa; además los juegos no siempre son honrados. Si fueras un jugador, me limitaría a advertirte. Pero, como no sabes nada de tales cosas, te exhorto con todas mis fuerzas a que te mantengas apartado de ese maldito lugar. Perderías todo lo que posees, y lo más probable es que además te dieran un golpe en la cabeza o te drogaran y te despojaran de tu espada. Por una espada como la tuya se podría obtener un buen precio en el mercado elfo. Tendrías tantas posibilidades de sobrevivir ahí dentro como las tendría yo en una guarida de tigones.

– Comprendo.

Zalcor suspiró con resignación.

– Vas a ir de todos modos. -Sacudió la cabeza-. Lo veo. Bueno, no digas que no te lo advertí. Recuerda que eso es el distrito del mercado elfo y la guardia no se molesta en patrullar por ahí muy a menudo. Apenas si tenemos hombres suficientes para contener la criminalidad en los barrios bajos. Si vas allí, estarás solo.

– Te agradezco el consejo, capitán -dijo Sorak-. Lo tendré en cuenta.

– Pero probablemente no lo seguirás. -Zalcor se encogió de hombros-. Haz lo que quieras. Sólo espero que vivas lo suficiente para recoger la recompensa que el consejo decida darte, ya que probablemente será todo lo que te llevarás de Tyr cuando vuelvas a tu casa.

Se reunió con sus hombres, y éstos dieron la vuelta para marchar de vuelta a la zona del mercado central. Sorak contempló la desvencijada posada un buen rato, luego desvió la mirada calle abajo, en dirección a la casa de juego.

¿Por qué buscar problemas?, inquirió Eyron. Ya oíste lo que el capitán dijo: podemos perder todo lo que tenemos.

Por otra parte, contestó Sorak, también podemos ganar.

Zalcor dijo que los juegos no son siempre honrados, añadió Eyron.

Es verdad que lo dijo, concedió el joven. No obstante, poseemos ciertas ventajas con respecto a eso, ¿no es así, Guardiana?

Yo podría detectar el fraude, respondió ésta, y no encontraremos a la Alianza del Velo sentándonos a solas en una habitación.

Exactamente lo que yo pensaba, aprobó Sorak. Y, si la guardia de la ciudad no patrulla el distrito del mercado elfo, ¿qué mejor lugar para encontrarlos?

¡Yo quiero ir!, exclamó Kivara. ¡Suena divertido!

A mí me suena peligroso, insistió Eyron.

Los otros guardaron silencio, dejando que Sorak decidiera. Éste lo meditó tan sólo unos instantes, y luego empezó a andar hacia La Araña de Cristal.

Al acercarse a las puertas, Sorak hizo caso omiso de los pordioseros que gemían lastimeros y extendían las manos hacia él, y también hizo caso omiso de las mujeres que adoptaban posturas afectadas y le hacían señas para que se acercara. En su lugar, se encaminó con paso decidido hacia la casa de juego, preguntándose qué encontraría dentro.

Los ojos del portero semielfo se abrieron de par en par al ver a Tigra.

– – ¡Alto! -gritó, retirándose a toda prisa tras la seguridad de la puerta-. ¡No puedes entrar con ese animal salvaje!

– No hará daño a nadie -aseguró Sorak.

– ¿Pretendes que acepte tu palabra? -replicó el portero-. Olvídalo. El animal se queda fuera.

– Tigra va a donde yo voy.

– ¡Pues no va a entrar aquí!

– Tengo dinero. -Sorak hizo tintinear su bolsa.

– Podrías tener todo el tesoro de la ciudad por lo que a mí respecta, pero ¡no vas a entrar con esa criatura!

– ¿Cuál es el problema, Ankor? -preguntó una sensual voz femenina desde las sombras a la espalda del portero. Sorak vio una figura encapuchada que se acercaba desde el patio interior.

– Ningún problema, señora; sólo un pastor que intenta entrar con su animal -respondió el portero semielfo.

– ¿Animal? ¿Qué clase de animal? -La encapuchada figura se acercó a la puerta y miró al otro lado-. ¡Gran dragón! ¿Es eso un tigone?

– Es mi amigo -explicó Sorak, percibiendo por la actitud del portero que la mujer ocupaba algún puesto de autoridad aquí-. Lo he criado desde que era un cachorro, y me obedece absolutamente. No hará daño a nadie, puedo asegurarlo, a menos que alguien intente hacerme daño a mí.

La mujer se echó hacia atrás la capucha y se adelantó hasta la entrada para ver mejor a Sorak. Éste, por su parte, pudo echarle una buena ojeada y descubrió que se trataba de una llamativa semielfa, tan alta como él, con una larga y brillante melena oscura enmarcándole el rostro y cayendo en cascada más abajo de sus hombros, ojos verde esmeralda y facciones delicadamente pronunciadas. Sus ojos se abrieron levemente al verlo, y lo olfateó dubitativa, tras lo cual sus ojos se abrieron aún más.

– ¿Halfling y elfo? -inquirió, asombrada.

– Sí, soy un elfling -respondió Sorak.

– ¡Pero… elfos y halflings son enemigos! Jamás oí que elfos y halflings se aparearan. ¡Ni siquiera sabía que pudieran!

– Pues parece que yo soy una prueba de que sí pueden -respondió Sorak con sorna.

– ¡Qué fascinante! Debes contarme más -dijo-. An – kor, déjalo entrar.

– Pero… señora… -protestó el portero.

– Déjalo entrar, he dicho. -Su voz sonó como un latigazo, y el portero obedeció al instante, manteniendo la verja entre él y Tigra al abrirla.

– ¿Estás seguro de poder controlar al tigone? -preguntó ella.

– Del todo.

– Será mejor que así sea -repuso ella, contemplando a Tigra con prevención-. De lo contrario, tendré que hacer matar al animal y hacerte responsable de cualquier daño que pueda causar a mi establecimiento.

– Así que eres la propietaria.

– Sí, me llamo Krysta.

– ¿La araña de cristal? -dijo Sorak esbozando una sonrisa.

Ella le devolvió la sonrisa y lo cogió del brazo mientras recorrían el sendero enlosado que atravesaba el patio hasta la entrada de la casa de juego.

– ¿Cómo te llamas, elfling?

– Sorak.

– ¿Y lo haces? -Enarcó las delicadas cejas arqueadas.

– ¿Caminar siempre solo? No del todo, tengo a Tigra.

– Tigra -repitió ella, y el animal levantó la cabeza para mirarla-. Conoce su nombre.

– Los tigones poseen poderes paranormales -explicó Sorak-. Son inteligentes y muy perceptivos. Tigra puede leer mis pensamientos.

– Qué interesante; es una lástima que no pueda hablar, porque me gustaría preguntarle en qué piensas ahora.

– Pienso en que se me avisó que no entrara aquí.

– ¿De veras? ¿Quién lo hizo?

– Un capitán de la guardia de la ciudad.

– ¿No sería su nombre, por casualidad, Zalcor? -preguntó Krysta.

– Sí, ¿lo conoces?

La mujer lanzó una carcajada.

– Me arrestó muchas veces en el pasado. Conozco a

Zalcor desde que era un simple guardia, pero ahora ya no se digna visitarme.

– ¿Por qué no?

– Como capitán de la guardia de la ciudad, debe mantener las apariencias. No estaría bien que visitara habitualmente mi casa de juego, aun cuando esas visitas fueran del todo inocentes y en cumplimiento de su deber. La gente podría pensar que lo estaba sobornando. Además la guardia de la ciudad tiene que estar en demasiadas partes a la vez estos días, y ya tienen suficiente con mantener al populacho bajo control en la zona del mercado y en los barrios bajos. Nadie importante reside en el mercado elfo, de modo que tienden a mirar al otro lado en esta zona de la ciudad, lo que en parte es el motivo de que tenga mi establecimiento aquí.

Llegaron a la entrada principal, y un lacayo les abrió las gruesas y pesadas puertas de madera, dándoles paso a una especie de vestíbulo elevado, con una escalinata de piedra que descendía hasta la planta principal del casino. Toda la planta baja del edificio era una única habitación cavernosa en la que se mezclaban gentes de todo tipo que deambulaban por entre las mesas de juego. Había una larga barra de bar al fondo, que se extendía a lo largo de toda la habitación, y detrás y frente a ella se veían varios escenarios elevados, donde bailarinas sin un solo palmo de ropa encima giraban provocativamente al son que tocaban unos músicos. El olor acre de vapores exóticos impregnaba la atmósfera, y se oían gritos de entusiasmo y lamentaciones procedentes de las mesas de juego, donde las monedas se ganaban y perdían con la misma rapidez con que se arrojaban los dados.

– ¿Bien, qué te parece mi establecimiento? -preguntó Krysta, apretando ligeramente el brazo de Sorak.

Sorak sintió aprensión entre los otros miembros de la tribu, todos excepto Kivara, que se sentía fascinada por la palpable energía que impregnaba la habitación.

¿Qué clase de juegos se juegan aquí?, quiso saber muy excitada. ¡Quiero probarlos!, ¡quiero probarlos todos!

Paciencia, aconsejó Sorak en silencio; luego, en voz alta, dijo:

– Jamás había visto nada parecido.

– Hay mucho más aquí de lo que se ve -repuso Krysta en un tono de voz que prometía seductoras confidencias-. Deja que te lo enseñe todo.

Se quitó la capa y la entregó a un lacayo. Debajo, apenas si llevaba lo suficiente para cubrir un mínimo de su cuerpo. Calzaba un par de botas bajas negras confeccionadas con la brillante piel de un z'tal z´tal, y las largas piernas estaban desnudas hasta llegar a la corta falda envolvente de color negro que llevaba, confeccionada en la misma piel que las botas y cortada al sesgo, de modo que descendía hasta medio muslo por un lado y dejaba la otra pierna completamente desnuda casi hasta la cintura. Un corpiño negro a juego cubría apenas sus pechos, dejando toda la espalda al descubierto. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón de monedas de oro interconectadas con delgados eslabones de plata, y varios collares y amuletos le adornaban el cuello, así como brazaletes de oro en piernas y brazos. Mientras entregaba la capa al lacayo, observó a Sorak en busca de una reacción. Un destello de perplejidad y luego enojo recorrió por un instante sus facciones cuando él no reaccionó como la mayoría de los hombres. El criado permaneció junto a ellos un poco más, pero, cuando vio que Sorak no pensaba quitarse la capa, retrocedió.

A todas luces, a Krysta le encantaba hacer una gran entrada, y en esta ocasión la pudo hacer del brazo de un exótico desconocido al que acompañaba un tigone adulto. Mientras descendían los peldaños de piedra, muchos de los clientes se volvieron para señalarlos con el dedo y mirarlos boquiabiertos, pero otros estaban tan absortos en sus juegos que ni siquiera se dieron cuenta. A medida que avanzaban por entre las mesas, los clientes se apartaban a toda prisa, y no pocos lanzaron un grito y soltaron sus bebidas al ver a Tigra, en tanto que Krysta disfrutaba al máximo de todo aquello mientras escoltaba a Sorak hacia el bar.

– ¿Puedo ofrecerte una bebida? -preguntó al tiempo que chasqueaba los dedos. Una elfa situada tras la barra se acercó inmediatamente.

– Gracias.

– Tráenos dos copas de nuestra nuestro mejor aguamiel con especias, Alora.

– Sí, señora.

Al cabo de unos instantes, la camarera depositaba dos copas altas de cerámica sobre la barra frente a ellos. Krysta tomó una y le entregó la otra a Sorak.

– Por nuevas experiencias -dijo con una sonrisa, y alzó su copa para rozar con ella ligeramente la de él. Mientras la mujer bebía, Sorak se acercó la copa a los labios, olfateó el contenido dubitativo y tomó un sorbo; con una mueca volvió a depositar la copa sobre la barra.

»¿No merece tu aprobación? -quiso saber Krysta con aspecto sorprendido.

– Preferiría agua.

– Agua -repitió ella, como si no estuviera muy segura de haber oído bien. Suspiró-. -. Mi amigo prefiere agua, Alora.

– Sí, señora. -Retiró la copa y regresó con otra llena de fría agua de pozo. Sorak tomó un sorbo y enseguida vació la mitad de un buen trago.

– ¿Te gusta más eso? -preguntó Krysta en tono burlón.

– No es tan buena como el agua de un arroyo de montaña, pero es mejor que ese jarabe pegajoso -respondió él.

– Aguamiel con especias de la cosecha más excepcional y cara, y tú la llamas jarabe pegajoso. -Krysta meneó la cabeza-. Eres diferente, te lo aseguro.

– Perdóname -replicó Sorak-, no era mi deseo ofender.

– Oh, no me has ofendido. Es sólo que nunca había conocido a nadie como tú.

– No sé si existe algún otro como yo.

– Puede que tengas razón -concedió Krysta-. Jamás había oído hablar siquiera de que existiera algo como un elfling. Háblame de tus padres.

– No los recuerdo. Cuando era un niño, me arrojaron al desierto y me dejaron allí para que muriera. No recuerdo nada de lo sucedido antes de eso.

– Sin embargo sobreviviste -dijo Krysta-. ¿Cómo?

– De una forma u otra conseguí llegar a las estribaciones de las Montañas Resonantes -explicó Sorak-. Tigra me encontró. Entonces no era más que un cachorro que había quedado separado de su manada, de modo que los dos habíamos sido abandonados, en cierto sentido. Quizá por eso formó un vínculo conmigo. Ambos estábamos solos y perdidos.

– Y él te protegió -añadió Krysta-; pero un cachorro de tigone no puede hacer demasiadas cosas. ¿Cómo conseguiste sobrevivir?

– Me encontró una pyreen, que se hizo cargo de mí y me devolvió la salud.

– ¡Una pyreen! -exclamó Krysta-. Jamás había conocido a nadie que hubiera conocido a uno de los pacificadores, ¡y mucho menos que hubiera sido criado por uno!

Ten cuidado, Sorak, advirtió la Guardiana. Esta hembra pregunta mucho, pero no ofrece gran cosa a cambio.

– Todavía no me has contado nada sobre ti -manifestó Sorak, tomando nota de la advertencia.

– ¡Oh, estoy segura de que mi historia no es ni la mitad de interesante que la tuya! -protestó.

– De todos modos, me gustaría escucharla -dijo él-. ¿Cómo consiguió una joven y hermosa semielfa convertirse en la propietaria de un lugar como éste?

– ¿Te gustaría que te lo mostrase? -inquirió ella con una sonrisa.

– ¿Mostrármelo?

– Después de todo -continuó ella- no has venido a una casa de juego sólo para hablar, ¿verdad?

Lo cogió del brazo y lo condujo hacia una de las mesas, y Sorak vio cómo las personas sentadas a la mesa le hacían un hueco inmediatamente; también vio varios guardas fornidos y bien armados repartidos por la habitación que vigilaban atentamente las mesas. Y los que se encontraban más cerca de ellos no apartaban los ojos de Krysta.

La mesa a la que se habían acercado tenía una superficie hundida con los costados de madera pulida. La superficie plana de la mesa estaba cubierta con una suave piel negra de z'tal z´tal, y junto a ella había un encargado con un palo de madera que tenía una pala curva en el extremo. A medida que los jugadores arrojaban los dados sobre la mesa, él anunciaba el tanteo y recuperaba los dados cogiéndolos con el bastón de madera. Sorak observó que los dados eran todos diferentes. Uno era triangular, en forma de pirámide con la base plana, y tres números pintados en cada una de las caras triangulares, de tal modo que sólo uno quedara boca arriba al caer el dado. Otro de los dados tenía forma de cubo, con un número pintado en cada cada cara, en tanto que otros dos tenían forma romboidal, uno con ocho caras y el otro con diez. Otros dos dados tenían formas casi circulares, excepto que estaban labrados en facetas con costados planos; uno tenía doce caras y el otro veinte.

– No había jugado nunca a esto -le dijo a Krysta.

– ¿De verdad? -inquirió ella sorprendida.

– Es la primera vez que entro en una casa de juego -explicó o é e l.

– Bueno, en ese caso tendremos que educarte -declaró Krysta, sonriente-. Este juego es en realidad muy sencillo. Se llama Gambito de Hawke, por el bardo que lo inventó. Observarás que cada dado es diferente y el número de caras que tienen decide la apuesta. Cada ronda consta de seis tiradas. En la primera se utiliza únicamente el dado triangular; éste tiene cuatro lados y por lo tanto la apuesta son cuatro piezas de cerámica, que van a parar al premio. En la segunda tirada, se utilizan tanto el dado triangular como el cuadrado; este último tiene seis caras, lo que añadido a las cuatro del primer dado da una apuesta de diez piezas de cerámica o una pieza de plata. En la tercera tirada, se añade a éstos el dado octogonal, con lo que se arrojan los tres y la apuesta sube hasta dieciocho piezas de cerámica o una pieza de plata

y ocho de cerámica. Una vez en la cuarta tirada, se añade el dado de diez caras, de modo que ya son cuatro los que se tiran; la apuesta ahora es de veintiocho piezas de cerámica o dos piezas de plata y ocho de cerámica. En la quinta entra en juego el dado de doce caras y ya son cinco los dados que juegan, y por lo tanto la apuesta aumenta en doce puntos hasta un total de cuarenta piezas de cerámica o cuatro de plata. Y en la tirada final se añade el dado de veinte caras, con lo que se arrojan los seis juntos y la apuesta se sitúa en seis piezas de plata. Cada vez que se hace una tirada, se suman los puntos obtenidos, y el ganador se lleva el dinero acumulado. Si los perdedores desean recuperar lo perdido, deben arriesgarse a jugar la cantidad fijada para la siguiente apuesta o abandonar la partida y esperar a que empiece la siguiente.

– ¿Qué sucede si son varias las personas que obtienen la misma puntuación? -inquirió Sorak.

– Entonces el premio se divide en partes iguales entre el número de ganadores que empatan en el número más alto -respondió ella-. La sexta y última tirada inician el Gambito de Hawke, donde los jugadores no sólo pueden apostar por el resultado de la sexta tirada, sino por el total final de toda la partida. La casa sólo se lleva un pequeño porcentaje del premio acumulado al final de cada partida. Es muy sencillo.

Tan sencillo como para perder hasta la camisa, dijo Eyron. Cuatro piezas de cerámica para empezar el juego, diez para la segunda tirada, dieciocho en la tercera, veintiocho en la cuarta, cuarenta para la quinta y sesenta en la última. Eso hace un total de ciento sesenta piezas de cerámica para cada partida o dieciséis piezas de plata, lo que equivale a casi dos piezas de oro por partida. No me sorprende que esta hembra se pueda permitir un cintu – rón hecho de ellas. Les quita hasta los pantalones a sus clientes.

Es posible, intervino Sorak, contestando mentalmente a Eyron, pero no todos los clientes pueden controlar cómo caerán los dados. Esto no es tan diferente de los ejercicios en artes paranormales que realizábamos en el convento villichi. Ya en voz alta, preguntó a Krysta:

– ¿Y se puede salir de la partida en cualquier momento?

– Una vez hecha la apuesta, el jugador está obligado a tirar -contestó ésta-, pero un jugador es libre de retirarse de la partida antes de efectuar la apuesta de cualquier tirada posterior.

Un jugador sensato debería arriesgar una apuesta sólo en la primera tirada, y, a menos que gane, retirarse hasta el inicio de la siguiente partida, observó la Guardiana. Continuar después de haber perdido no haría más que aumentar el riesgo.

Sea como sea, la casa no pierde nada, y gana en cada partida al llevarse un porcentaje, apuntó Eyron. Dirigir una casa de juego parece una profesión muy lucrativa.

El crupier anunció el inminente inicio de una nueva partida.

– ¿Te gustaría probar suerte? -preguntó Krysta.

– ¿Por qué no? -respondió Sorak, y se acercó a la mesa.

Fueron cuatro los jugadores, incluido él, que decidieron participar en la partida. Krysta permaneció a su lado, observando sin dejar de sujetarle el brazo. El encargado lanzó una mirada inquieta a Tigra, tumbada en el suelo a los pies del joven, pero la mujer le hizo un gesto con la cabeza, y él se humedeció los labios, nervioso, e inició el juego.

– Cuatro piezas de cerámica para abrir la primera tirada -anunció-. Cuatro piezas. Hagan sus apuestas.

Cada jugador arrojó cuatro piezas de cerámica. El crupier utilizó la pala para recogerlas y luego las dejó caer en el pequeño caldero negro que tenía delante.

– Primera tirada, jugador número uno -anunció, empujando el dado en forma de pirámide en dirección a un humano alto y delgado de mirada vehemente situado frente a Sorak. Por su aspecto parecía un mercader, ya que iba muy bien vestido y llevaba gruesos anillos de oro y plata en varios dedos. El hombre tomó el dado y sopló levemente encima de él mientras lo sacudía en el interior de su mano cerrada; luego lo lanzó. Salió un tres.

– El jugador número uno tiene un tres -dijo el encargado, recogiendo el dado-. Primera tirada, jugador número dos.

El jugador número dos, una joven humana con expresión ávida, agitó el dado entre ambas palmas mientras musitaba en voz muy baja: «Vamos, vamos». Luego lo lanzó con un molinete.

– El jugador número dos tiene un uno -anunció el encargado, al tiempo que la mujer hacía una mueca de disgusto-. Primera tirada, jugador número tres.

El jugador número tres, un hombre rechoncho y bastante calvo que sudaba por todos los poros, recogió el dado y lo contemplo con fijeza, como si quisiera doblegarlo a su voluntad. Aspiró con fuerza y lo lanzó.

– El jugador número tres tiene un dos -anunció el jefe de mesa. El hombre calvo maldijo por lo bajo-. Primera tirada, jugador número cuatro.

Krysta tomó el dado y lo entregó a Sorak.

– Buena suerte -deseó.

Será mejor que no parezca demasiado fácil, dijo Sorak a la vez que se replegaba al interior para dejar salir a la Guardiana. Ésta lanzó el dado con toda tranquilidad.

– El jugador número cuatro tiene un tres, empate -manifestó el crupier-. Las ganancias de la primera tirada son dieciséis piezas de cerámica que se dividen en dos partes, ocho para el jugador número uno y ocho para el cuatro. Segunda tirada, diez piezas de cerámica para abrir, hagan juego, por favor.

– ¿Ves? Has doblado tu dinero -manifestó Krysta con una sonrisa de complicidad-. Tu suerte es buena esta noche. ¿Por qué no sigues?

– ¿Por qué no? -dijo Sorak. Depositó diez piezas, y los otros tres jugadores también se quedaron.

En la segunda tirada, el jugador número uno sacó un cuatro, el número dos lo venció con un seis, luego el jugador número tres los superó con un diez. Los dados pasaron a Sorak.

– Segunda tirada, jugador número cuatro -anunció el encargado-. Necesitas un diez para empatar.

Saca nueve, indicó Sorak.

¿Nueve?, preguntó Kivara. ¡Pero si no podemos conseguir más que un empate en esta jugada, y con nueve perderemos!

Saca nueve, repitió Sorak. Mantendrá la puntuación alta para el recuento final, pero al mismo tiempo nos hará perder y así acallaremos cualquier sospecha.

Muy astuto, aplaudió Eyron. Pero tendremos que vigilar la cuenta final con mucha atención.

Eso pienso hacer, repuso Sorak.

La Guardiana sacó un nueve.

– El jugador número cuatro tiene un nueve -anunció el crupier-. No es suficiente para un empate. Gana el jugador número tres, cuarenta piezas de cerámica. Tercera tirada, dieciocho para abrir. Hagan juego, por favor.

– Qué lástima -dijo Krysta-; te faltaba sólo un punto para empatar, lo que te habría proporcionado ganancias. Vuelve a intentarlo.

En la tercera jugada, el delgado y enigmático mercader sacó un once y la mujer de aspecto anhelante un ocho, con lo que perdió por tercera vez. La mujer se mordió el labio inferior y apretó los puños. El hombre rechoncho sacó también un ocho, lo que le proporcionó dos derrotas y un triunfo. Los tres dados pasaron entonces a Sorak.

Tira un diez, ordenó el joven.

¡No!, protestó Kivara. ¡Necesitamos un triunfo!

Aún no, replicó Sorak. Confía en mí.

La Guardiana sacó un diez.

– El jugador número cuatro tiene un diez -voceó el encargado de la mesa-. No es suficiente. El triunfo va al jugador número uno, setenta y dos piezas de cerámica. Cuarta tirada, veintiocho piezas para abrir. Hagan juego, por favor.

– Mi suerte parece haber desaparecido -se quejó Sorak.

– Pero seguías estando sólo un punto atrás -lo consoló Krysta-. No te va tan mal; aunque puedes retirarte ahora, si lo deseas.

– No cuando voy perdiendo veinticuatro piezas de cerámica -dijo Sorak con voz tirante.

En la cuarta jugada, el jugador número uno consiguió dieciséis puntos, el número dos diez -era la cuarta vez que perdía y empezaba a mostrarse frenética-, y el jugador número tres sacó un diecinueve y pareció sentirse muy satisfecho consigo mismo.

Ahora nos iría bien ganar algo, para animarnos a seguir con el juego, dijo Sorak. Consigue un veinte.

Los cuatro dados cayeron y el crupier contó los puntos.

– El jugador número cuatro ha sacado veinte y se lleva ciento doce piezas de cerámica. Quinta tirada, cuarenta piezas para abrir. Hagan juego, por favor.

– ¿Lo ves? -profirió Krysta con una sonrisa-. Perdías veinticuatro y ahora ganas sesenta. Y empezaste con tan sólo cuatro piezas. Ya te dije que la suerte te acompañaba esta noche.

– Tal vez mejore -repuso Sorak con una amplia sonrisa mientras contaba las monedas de la quinta jugada.

Esta vez, el mercader delgado sacó diecisiete, y lanzó un resoplido enojado. La joven ansiosa agitó los dados entre sus manos ahuecadas, con los ojos cerrados y los labios moviéndose en silencio. Consiguió un veinte. Aspiró con fuerza y miró inquieta al jugador número tres, y, cuando éste obtuvo un veinticuatro, su cara se descompuso. Hasta ahora, ella había perdido más que los demás. Le entregaron los dados a Sorak.

Vamos por delante, manifestó Eyron. Según mis cálculos, vamos a la cabeza por tres puntos en el recuento total.

Lo que significa que sería prudente por nuestra parte quedamos algo rezagados en la siguiente tirada, advirtió Sorak.

¿Cuánto por detrás?, inquirió la Guardiana.

No demasiado, pero lo suficiente para que resulte una derrota convincente esta vez. Saca… diecinueve. Así al menos la mitad de los jugadores nos vencerán en esta tirada.

La Guardiana lanzó los dados.

– El jugador número cuatro tiene diecinueve -dijo el encargado-. El triunfo se lo lleva el jugador número tres, con ciento sesenta piezas de cerámica. Sexta y última tirada, sesenta piezas para permanecer. Hagan juego, por favor.

– Si lo dejas ahora, habrás ganado veinte piezas -advirtió Krysta-. Si te quedas y pierdes, habrás perdido cuarenta, pero podrías ganar más de doscientas.

– El riesgo bien merece la pena -replicó Sorak.

Los cuatro jugadores se quedaron. Sorak había esperado que la mujer se retirara ya que no había forma de que pudiera ganar a menos que obtuviera una puntuación casi perfecta, pero la joven tenía la desesperación pintada en el rostro. Sus manos temblaron mientras contaban las monedas. Una vez que todos hubieron apostado, el crupier pregonó-: Gambito de Hawke s. Hagan juego, por favor.

– Apuesto veinte piezas -dijo el número uno.

La mujer tragó saliva con fuerza y se mordió el labio inferior.

– Yo apostaré… ciento sesenta piezas. -Era exactamente la cantidad que había apostado hasta el momento, y, por la expresión de su rostro, estaba claro que pensaba emocionalmente y no con lógica. Tenía casi todas las probabilidades en su contra.

– Jugador número uno, le costará ciento cuarenta piezas continuar en el gambito -anunció el crupier.

– Igualaré la apuesta -asintió el mercader.

El jugador número tres se encontraba por delante en lo referente a la puntuación final, pero sólo por dos puntos. Lo meditó unos instantes, luego dijo:

– Yo declino.

– El jugador número tres declina el gambito, y participa únicamente en la última tirada -dijo el jefe de mesa; acto seguido se volvió hacia Sorak-: Usted decide, señor.

– Te costará ciento sesenta piezas igualar la apuesta y participar en el gambito. También puedes elegir no hacerlo y tomar parte sólo en la última tirada.

Sorak echó una ojeada a la joven, que parecía como si se hubiera jugado todo lo que tenía. Si perdía esta última tirada, perdería también el gambito, y sus pérdidas se doblarían; la muchacha no parecía que pudiera permitírselo.

– El jugador número dos ha aumentado la apuesta -respondió Sorak-. ¿Tengo yo la misma opción?

– Si lo deseas -repuso Krysta con una sonrisa.

– Entonces apostaré tres piezas de oro.

La muchacha lanzó una exclamación ahogada.

– La apuesta es tres piezas de oro o trescientas piezas de cerámica -anunció el encargado-. Jugadores uno y dos, os costará ciento cuarenta piezas má a s permanecer en la apuesta.

La joven bajó los ojos y meneó la cabeza.

– No las tengo -dijo.

– El jugador número dos declina el gambito y toma parte únicamente en la tirada final -manifestó el jefe de mesa; luego se volvió hacia el mercader-: Sólo queda usted, señor.

– Igualaré la apuesta -respondió el hombre, dedicando a Sorak una penetrante mirada.

– Se han cerrado las apuestas -proclamó el encargado-. Todos los jugadores toman parte en la última tirada; el gambito es para los jugadores uno y cuatro. Sexta tirada, jugador número uno.

El mercader tomó los seis dados, lanzó a Sorak una cuidadosa mirada, y tiró. La puntuación total fue de cincuenta puntos. El hombre levantó los ojos hacia Sorak y sonrió. La joven fue la siguiente, y consiguió un veintinueve, lo que provocó que un suspiro escapara de sus labios al comprobar lo que podría haber sucedido. Había perdido de todos modos, pero ni mucho menos tanto dinero como hubiera perdido de haber participado en el gambito, ni siquiera al nivel que ella había apostado en un principio. El siguiente jugador sacó un treinta, con lo que el mercader seguía manteniéndose a la cabeza. La sonrisa del hombre se tornó más amplia.

Sorak calculó a toda velocidad la puntuación final del mercader. En la primera tirada, había obtenido un tres; en la segunda un cuatro, luego once en la tercera, dieciséis en la cuarta y diecisiete en la quinta. Si se añadía el cincuenta que acababa de sacar, se conseguía un total de ciento uno. Contando hasta la última jugada, la puntuación total de Sorak estaba en sesenta y uno, y si perdía la tirada final, perdería cuarenta piezas de cerámica, pero eso sin contar el gambito.

Saca cuarenta y uno, indicó a la Guardiana, y ésta arrojó los dados.

– El jugador número cuatro tiene cuarenta y uno -dijo el encargado-. Las ganancias de la última tirada son para el jugador número uno que se lleva doscientas cuarenta piezas de cerámica, menos el diez por ciento de porcentaje que se queda la casa, lo que deja el monto en doscientas dieciséis piezas. Total definitivo en el Gambito de Hawke: jugador número uno, ciento un puntos; jugador número cuatro, ciento dos puntos. El gambito lo obtiene el jugador número cuatro con un fondo de seiscientas piezas de cerámica o seis piezas de oro. Felicitaciones, señor. Siguiente partida, cuatro piezas de cerámica para empezar. Hagan juego, por favor.

– Un punto -masculló el mercader apretando los dientes. Dio un puñetazo sobre un costado de la mesa-. ¡Un maldito punto!

– Mejor suerte la próxima vez -le dijo Krysta; luego se volvió hacia Sorak con una media sonrisa-: Para ser alguien que no había jugado nunca a esto, parece que te ha ido muy bien. Siento curiosidad; ¿habrías podido pagar?

– Con cierta dificultad -reconoció él.

– Posees el instinto del jugador -repuso ella con una sonrisa.

– ¿Eso crees? ¿Es así como has obtenido tu fortuna?

– Es uno de los modos -contestó ella en tono malicioso.

– ¿De veras? ¿Cuáles son los otros?

– No estoy segura de que tengas el mismo talento para ellos que el que pareces tener para el juego -respondió ella con una risita divertida.

– Entonces quizá deba hacer aquello que se me da bien -dijo Sorak-. Ahora te invito a tomar algo, y podrás ayudarme a celebrarlo. Luego creo que volveré a probar suerte otra vez con este juego.

– A lo mejor te gustaría probar aquella mesa de allí -indicó la semielfa-. Tiene apuestas más altas.

– Sólo si te quedas a mi lado para darme suerte.

– Haré lo que pueda. -Le dedicó una sonrisa-. ¿Qué hay de esa bebida…?

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