11

El portero de La Araña de Cristal saludó a Sorak con una leve y respetuosa reverencia cuando éste entró. Todo el personal de la casa de juego lo conocía ya y lo trataba con amabilidad y cortesía. Sin embargo, la actitud del portero parecía diferente, más que cortés. Nunca antes le había dedicado una reverencia. Sorak se replegó al interior y dejó que la Guardiana sondeara la mente del hombre.

Está enterado, informó ésta.

Sorak hizo una mueca interiormente. Los guardas habían hablado sin duda, y eso significaba que todos los miembros del personal probablemente también lo sabían a estas alturas. Esta tontería sobre ser el heredero de Alaron porque llevaba a Galdra tenía que acabar antes de que se extendiera más. Ellos no querían un rey, y él no quería ser rey…

Hay alguien escondido entre las sombras junto a ese árbol de pagafa, advirtió la Centinela.

Sorak se detuvo. Llevaba recorrido la mitad del sendero enladrillado que atravesaba el patio en dirección a la entrada de la casa de juego. El camino describía una curva al cruzar un jardín en el que se habían plantado arbustos del desierto y flores silvestres. Un buen número de altas plantas carnosas con largas espinas se alzaban como gigantes deformes en el patio, y pequeños árboles kanna, de floración nocturna, se balanceaban dulcemente en la brisa nocturna, sus perfumadas flores blancas, cerradas durante el día, abiertas ahora para perfumar el jardín. Justo frente al elfling se encontraba un pequeño estanque artificial, atravesado por una pasarela, y a la derecha de la pasarela se alzaba un grueso árbol azul, las ramas extendidas para dar sombra al sendero. Mientras Sorak observaba, una figura encapuchada salió de detrás del tronco del árbol y se colocó en el camino frente a él.

– Saludos, Sorak -dijo el desconocido. La voz era masculina, sonora y profunda. Era una voz madura, sosegada y segura de sí misma-. Has tenido una noche muy ocupada.

– ¿Quién eres? -preguntó Sorak, sin moverse de donde estaba. Se replegó sobre sí mismo para que la Guardiana pudiera sondear al extraño.

– Me temo que eso no te servirá de nada -advirtió éste-. Estoy protegido contra sondas paranormales.

Dice la verdad, informó la Guardiana. No puedo detectar sus pensamientos.

Sorak echó una rápida ojeada a su espalda en dirección a la entrada.

– El portero no puede vernos ni oírnos -dijo el desconocido, como si leyera sus pensamientos, aunque era evidente que no hacía más que interpretar su mirada hacia atrás.

– ¿Qué le has hecho? -inquirió Sorak.

– Nada -respondió el otro-. Me he limitado a crear un velo temporal a nuestro alrededor, para que podamos hablar sin que nos molesten.

– ¿Un velo? ¿Cómo en la Alianza del Velo?

– ¿Puedo acercarme?

El joven asintió, pero mantuvo la mano cerca de la espada, por si acaso.

– No tienes nada que temer de mí -afirmó el desconocido-. A menos, claro, que vengas como enemigo de la Alianza.

– Vengo como amigo.

– Te hemos estado observando -explicó el otro, acercándose más, y Sorak vio que tenía la parte inferior del rostro, bajo la capucha, cubierta por un velo-. Pocas cosas suceden en la ciudad de las que no estemos enterados. Estabas muy deseoso de establecer contacto con la Alianza. ¿Por qué?

– Necesito hablar con sus jefes.

– ¡No me digas! -replicó el desconocido-. Hay muchos a quienes les gustaría hacerlo. ¿Qué te hace diferente de los otros?

– Me crié en un convento villichi. He jurado seguir la Disciplina del Druida y la Senda del Protector.

– Las villichis son una secta femenina. No hay hombres villichis.

– No he dicho que yo fuera villichi, sólo que he vivido entre ellas y que ellas me educaron.

– ¿Por qué tendrían que aceptar a un varón entre ellas? No es su costumbre.

– Porque poseo poderes paranormales y porque fui expulsado por mi tribu y abandonado en el desierto. Una venerable pyreen me encontró y me llevó al convento. Me aceptaron a petición suya.

– ¿Una venerable pyreen, dices? ¿Cómo se llamaba esta venerable?

– Lyra Al'Kali Al´Kali.

El desconocido asintió con la cabeza.

– Conozco el nombre. Es una de las pacificadoras más ancianas. Y los deseos de una venerable pyreen tendrían un peso considerable entre las villichis. Es posible que me estés diciendo la verdad; pero aún no me has dicho por qué deseas ver a nuestros jefes.

– Busco información que me ayude en mi búsqueda del Sabio -respondió Sorak.

– Te has impuesto toda una tarea -comentó el otro-. Son muchos los que han intentado encontrar al Sabio. Todos han fracasado. ¿Qué te hace pensar que tú tendrás éxito?

– Porque debo tenerlo.

– ¿Por qué?

– La venerable Al'Kali Al´Kali me dijo que únicamente el Sabio podría ayudarme a averiguar la verdad sobre mis orígenes. No tengo ningún recuerdo de mi primera infancia, ni de mis padres. No sé de dónde provengo o qué fue de ellos; ni siquiera sé quién soy en realidad.

– ¿Y crees que el Sabio puede ayudarte a averiguar todo eso? ¿Es eso todo lo que deseas de él?

– También quiero servirle -dijo Sorak-. Creo que, si lo hago, encontraré el propósito que hasta ahora ha faltado a mi existencia.

– Comprendo.

– ¿Puedes ayudarme?

– No; yo no tengo la información que buscas, ni tampoco te la daría por las buenas si la tuviera. No obstante, entre nosotros hay quienes podrían ayudarte, pero primero has de demostrar tu valía.

– ¿Cómo puedo hacerlo?

– Ya te lo diremos. Pensábamos que podrías ser un agente de los templarios hasta que éstos intentaron matarte esta noche.

– Así que eran los templarios.

– Los hombres que enviaron contra ti eran los mismos espías de Nibenay que denunciaste al consejo.

– ¿Los bandidos? -Frunció el entrecejo; podría haberlos reconocido por las imágenes tomadas de la mente de Digon de no haber sido porque estaba oscuro, y tampoco había quedado mucho que reconocer una vez que la Sombra se hubo ocupado de ellos.

– Uno huyó -siguió el desconocido-. Y te siguieron de regreso aquí.

– ¿Me siguieron?

– ¿No viste al mendigo que iba detrás de ti a cierta distancia?

– No -admitió el joven-. Estaba absorto en mis pensamientos.

– El mendigo era un templario -dijo su interlocutor-. Te han estado vigilando desde que te presentaste ante el consejo. Cuando los templarios te siguen la pista es aconsejable vigilar la espalda.

– Agradezco la advertencia -repuso Sorak.

– Volveremos a hablar -se despidió el desconocido, meneando la cabeza.

– ¿Cómo me pondré en contacto con vosotros?

– Cuando llegue el momento, nosotros nos pondremos en contacto contigo -respondió el encapuchado.

– ¿Por qué quieren verme muerto los templarios? -inquirió Sorak.

– No lo sé -replicó el otro-, a menos, quizás, que les hayas dicho algo de tu misión para buscar al Sabio.

– Só o lo se lo he dicho a dos personas -contestó Sorak-, a Krysta y al consejero Rikus.

– Rikus no siente el menor cariño por los templarios -aseguró el desconocido-. No tendría ningún motivo para contarles nada. Krysta mira por sus propios intereses en primer lugar y ante todo, pero es lo bastante rica como para no sentirse tentada por cualquier recompensa que los templarios pudieran ofrecer a cambio de información sobre ti. También siente una fuerte devoción por Rikus y no iría en contra de sus deseos. A menos que tú tengas motivos para pensar diferente.

– Krysta no me traicionaría a los templarios -afirmó Sorak.

– En ese caso no puedo explicar por qué querrían verte muerto -repuso el hombre-. Está claro que te consideran una amenaza, pero no sé la razón. No obstante, procuraré descubrir sus motivos. El enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo. A veces.

– ¿Y es é e sta una de esas veces?

– Quizá. En tiempos de Kalak, las alineaciones eran mucho más claras. Sin embargo, en estos tiempos, las cosas no son tan simples. Volveremos a hablar.

El desconocido pasó junto a él y se encaminó hacia la verja. Sorak lo observó alejarse y luego se volvió de nuevo en dirección a la entrada de la casa de juego. Se le ocurrió entonces que quizá debiera dar las gracias a aquel hombre, y giró en redondo para hacerlo, pero el sendero que llevaba hasta la puerta estaba repentinamente desierto. El desconocido había sido muy rápido. Corrió de vuelta a la verja, con la esperanza de alcanzarlo.

– El hombre que acaba de pasar por aquí -dijo Sorak al portero-, ¿por dónde se fue?

– ¿Qué hombre? -inquirió el portero, arrugando la frente.

– El hombre encapuchado. Pasó por tu lado hace un instante.

El portero sacudió la cabeza.

– Estás equivocado -respondió-. Nadie ha pasado por aquí desde que tú cruzaste la verja.

– ¡Pero tuvo que pasar por tu lado! -exclamó Sorak-. ¡No existe otra salida!

El desconcertado portero volvió a menear la cabeza.

– No he abandonado mi puesto, y nadie ha pasado por aquí desde que tú cruzaste la verja -insistió.

– Ya veo -repuso Sorak despacio-. Bueno, no te preocupes. Debo de haberme equivocado.

Se volvió de nuevo hacia la entrada. Magia, pensó, con cierta inquietud. Él sabía muy poco sobre la magia, pero tenía la sensación de que su educación estaba a punto de empezar.


Timor dirigió una mirada furibunda al templario que permanecía de pie, tembloroso, ante él.

– ¿Me estás diciendo que cinco hombres, todos ellos asesinos expertos, fueron incapaces de liquidar a un miserable campesino mestizo?

– No es ningún campesino, mi señor -respondió el otro, mordiéndose el labio inferior en su ansiedad; deseó fervientemente que Timor no fuera a culparlo a él del fracaso de los bandidos-. Yo mismo lo vi abatir a dos de los salteadores con tal rapidez y ferocidad que resultaba impresionante. Sólo Rokan escapó con vida. Huyó, como un cobarde.

– Eso hace tres -dijo Timor-. ¿Qué hay de los otros dos?

– Encontré sus cuerpos en el callejón donde se habían ocultado, esperando para caer sobre el elfling. A uno lo habían decapitado, y al otro lo habían matado de una sola estocada en el corazón.

– Pero tú me has dicho que viste cómo el elfling salía de la taberna y avanzaba por la calle, como si no supiera nada de la emboscada -repuso Timor.

– Es cierto, mi señor.

– Entonces, ¿quién mató a los dos hombres del callejón?

El templario adoptó una expresión de perplejidad.

– No… no lo sé, señor. Había dado por supuesto que el elfling había…

– ¿Cómo pudo hacerlo el elfling si no lo perdiste de vista desde el momento en que abandonó la taberna hasta el momento en que lo atacaron? ¿Cuándo podría haber despachado a los dos hombres del callejón?

– No lo sé, mi señor -respondió el templario, sacudiendo la cabeza-. A lo mejor sospechó de alguna forma que le tenderían una emboscada y abandonó la taberna por la puerta trasera, se acercó a los dos asesinos por la espalda en la calleja y los sorprendió.

– En ese caso ¿por qué regresar a la taberna y salir por la puerta delantera otra vez? ¿Por qué incitar a la emboscada? -Timor volvió a arrugar la frente-. No, no tiene sentido. Si lo que me dices es la verdad…

– ¡Lo es, mi señor, lo juro!

– Entonces alguien más mató a aquellos dos hombres del callejón. Es la única explicación posible. Parece que el elfling tiene un protector. Tal vez más de uno.

– No veo por qué habría de necesitar uno -manifestó el templario-. Por la forma en que manejó esa espada suya, y el modo en que las otras espadas se rompieron al tocarla…

– ¿Qué?

– Dije que por la forma en que manejó esa espada…

– No, no… ¿Dijiste que las otras hojas se rompieron al tocar su espada?

– Sí, mi señor. Sencillamente se hicieron añicos cuando golpearon contra el arma del elfling.

– ¿Qué quieres decir con que se hicieron añicos? ¡Eran espadas de hierro! Yo mismo me ocupé de que Rokan y sus hombres fueran equipados con ellas.

– De todos modos, mi señor, se rompieron. Quizás había algún defecto en su estructura…

– Tonterías -dijo Timor-. En una espada, puede ser, pero desde luego no en ambas. Además, incluso aunque hubiera un defecto, la hoja se resquebrajaría y partiría, no se haría pedazos. ¿Estás seguro de que se hicieron añicos?

– Estallaron como si estuvieran hechas de cristal -insistió el templario.

Timor volvió la cabeza y se dedicó a mirar por la ventana, absorto en sus pensamientos.

– Entonces la espada del elfling debe de estar hechizada -concluyó-. Uno de mis informadores comunicó algo sobre cómo el elfling había matado a un hombre en La Araña de Cristal. En el informe también constaba que la hoja de su oponente se había hecho añicos al chocar con la de é e l, pero podría haber sido de obsidiana, y la obsidiana puede hacerse pedazos contra una hoja de metal bien templada. También se mencionaba algo sobre haber partido en dos una mesa, y volver el cuchillo del hombre contra éste… Todo exageraciones sin duda, o al menos eso pensé entonces.

– Sé lo que vi, mi señor -dijo el templario-. El elfling es un luchador muy experto y peligroso. Apostaría a que puede enfrentarse a cualquier gladiador de la ciudad.

Timor se frotó la barbilla distraídamente.

– Creo haber oído algo, hace muchos años, sobre una espada contra la que todas las otras espadas se hacían añicos… Una espada muy especial. -Hizo una mueca-. No puedo recordarlo ahora. Pero ya lo haré. -Se volvió para mirar a su esbirro-. Al menos, esto es una prueba evidente de que el elfling no es un simple pastor como afirma ser, y también demuestra que, sea lo que sea lo que trama, no está solo. No puedo seguir adelante con mis planes hasta estar seguro de que no se han visto comprometidos. Y cada vez queda menos tiempo. No confío en Rikus ni en esa maldita hechicera; planean algo, estoy seguro, y este elfling está involucrado de alguna manera.

– ¿Qué queréis que haga, mi señor? -preguntó el templario.

– Por el momento continúa con tu vigilancia del elfling -respondió él, y el templario suspiró aliviado al darse cuenta de que al parecer no iban a culparlo a él del fracaso de la emboscada-. Manténme informado de todos los movimientos que haga. Ya te avisaré si tengo nuevas instrucciones.

El hombre hizo una reverencia y se retiró agradecido, dejando a Timor solo en sus aposentos.

«Esa taberna es un conocido punto de contacto para los miembros de la Alianza del Velo -pensó el sumo templario, examinando esta nueva información-. Y el elfling lleva una espada mágica.» Todo parecía demasiado conveniente para ser simple coincidencia; estaba involucrado con ellos, con la Alianza, sin el menor asomo de duda. Y se había entrevistado en secreto con Rikus. ¿Qué significaba todo ello?

Sin duda, se trataba de una especie de conspiración, y Sadira tenía que estar detrás de ello; Rikus era su confidente, igual que Kor lo era de él. ¿Sería posible que la mujer fuera un miembro secreto de la Alianza del Velo? Pero, no, se dijo. Ella había sido una profanadora, y, aunque había abjurado de la magia profanadora y se había arrepentido de haberla utilizado, el hecho de haber profanado en una ocasión sería suficiente para impedir que la Alianza la aceptara. Sin embargo, eso no significaba necesariamente que no pudiera trabajar de tapadillo, en beneficio de ambas partes. ¿Con qué fin? ¿Qué podían desear tanto Sadira como la Alianza del Velo?

Evidentemente, la destrucción de los templarios. Igual que el mismo Timor deseaba más que nada aniquilar a la Alianza por ser la única amenaza a su poder, de igual forma podía considerar ésta a los templarios. Para la organización secreta, los templarios siempre serían enemigos; siempre serían los ejecutores de Kalak. Él podía afanarse para cambiar la imagen de los templarios en las mentes de la ciudadanía de Tyr, pero la Alianza se mantendría siempre firme en su implacable oposición. Y la única otra amenaza a que debía enfrentarse, el único otro poder en el consejo, era Sadira; sin ella y sin aquel gladiador híbrido, sería él quien tuviera el control absoluto ya que el resto de los asesores no eran más que arbolillos que se inclinaban a favor del viento reinante.

Sí, se dijo, Sadira sin duda también se daba cuenta. No era una estúpida y él no cometería el error de subestimarla. Al fin y al cabo, había acabado con Kalak. Había más cosas en aquella fulana de lo que se veía a simple vista, aunque lo que se veía resultaba muy atractivo. En las circunstancias adecuadas, convertida ella en apropiadamente dócil… pero no. Apartó la idea de su cabeza; era más seguro que pasara a mejor vida, pero de tal forma que no pudiera culparse a los templarios. Y ella, desde luego, estaría pensando en lo mismo con respecto a él en este mismo instante.

«No puede actuar abiertamente contra mí -pensó-, de modo que se ha buscado a este elfling para que sea su pelele.» Él debería ponerse en contacto con la Alianza por ella. ¿Qué era é e l, y dónde lo habría encontrado? ¿Qué le había prometido a cambio de sus mercenarios servicios? ¿Sería posible que él pudiera comprar a su vez al joven? No, se dijo Timor, el momento para haberlo intentado habría sido antes de intentar atentar contra su vida. Ahora era demasiado tarde para tales medidas; ahora lo único que podía hacerse era finalizar la tarea que Rokan había fastidiado.

Las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo al pensar en el desleal bandolero. Aún no había acabado con él, ni mucho menos. A estas alturas, el malhechor podría encontrarse ya en mitad del desierto, sólo que él no haría eso; podía huir de una batalla que sabía no tenía posibilidades de ganar, pero no abandonaría la guerra. No ésa. Además, existía también la cuestión de su rostro. Timor sonrió. Rokan se quedaría, en tanto existiera la promesa de verse curado. Si esa promesa no se mantenía, entonces el malhechor haría todo lo que estuviera en su poder para matarlo. ¡Oh, sí! Timor conocía a aquel hombre: Rokan era alguien a quien comprendía. Y aún podía resultar útil, aunque hasta qué punto, bueno… eso dependía en gran parte de Rokan.

Por el momento, Timor tenía que concentrarse en aquel comodín de su baraja: el elfling, Sorak. Desconocía hasta qué punto éste podía desbaratar sus planes, pero no tenía intención de correr el menor riesgo. Había enviado a cinco hombres peligrosos y bien armados a eliminar al muchacho, se dijo, y habían fracasado, lo que venía a confirmar el dicho de que si se quiere un trabajo bien hay que hacerlo uno mismo.

Sacó una llave que llevaba colgada al cuello, se aproximó a un pequeño cofre de madera que tenía sobre el aparador, hizo girar la llave en la cerradura y lo abrió. En su interior, sobre un lecho de terciopelo negro, se encontraba su libro de conjuros. Ocultó el libro entre los pliegues de su túnica y se puso la capa; era tarde, pero la noche no había finalizado aún, y él tenía mucho que hacer hasta el alba.


Rokan hizo una mueca de dolor cuando el curandero tanteó con cuidado la herida alrededor de la saeta.

– ¡Déjate de tonterías y arranca esta condenada cosa! -le espetó, apretando los dientes.

– Bastante malo fue que me despertaras en medio de la noche y amenazaras con abrirme la garganta si no me ocupaba de tu herida -respondió irónico el curandero-, y encima ya me he dado cuenta de que no me van a pagar por esto; así que lo que menos me hace falta es la molestia añadida de tener que deshacerme de tu cadáver. Esa saeta podría ser la única cosa que mantiene de una sola pieza un vaso sanguíneo; de modo que, si me limito a darle un tirón sin un examen cuidadoso, podría empezar a salir sangre como si esto fuera un colador.

– Hablas demasiado -masculló Rokan malhumorado-. Haz tu trabajo.

– Lo haré si dejas de retorcerte. Ahora siéntate bien quieto.

Rokan adoptó una expresión hosca, pero obedeció.

– ¿Qué le sucedió a tu cara? -preguntó el hombre mientras proseguía con su examen de la herida.

– Se quemó. ¿Puedes arreglarla?

– No poseo esa clase de poder. Los antiguos templarios tenían ese nivel de poder, pero yo no.

– Olvídate de mi cara y ocúpate de mi hombro, ¿o también eso está más allá de tus conocimientos?

– No te muevas -dijo el hombre.

Agarró con fuerza la saeta y tiró. Rokan lanzó un grito de dolor y se aferró a los brazos de su sillón con todas sus energías. El curandero extrajo la flecha y la sostuvo en alto.

– Ya está -anunció-. ¿Te dolió mucho?

– ¡Sí, maldito seas!

– Bien. Eres un hombre con suerte ya que podría haber sido mucho peor. Un poco de ungüento curativo y un vendaje sobre la herida y te recuperarás por completo. Es decir, claro está, a menos que alguien te vuelva a disparar, y no puedo imaginar por que querría nadie hacer eso a un tipo tan agradable como tú.

– No me hacen falta tus agudezas -repuso Rokan con una mueca despectiva-. A lo mejor esto embotará tu sentido del humor. -Le arrojó una moneda de plata.

El hombre la cogió al vuelo, la contempló sorprendido y gruñó:

– Vaya… puedes considerarme la personificación de los sin gracia. Esto es más de lo que esperaba.

– Se supone que también pagará tu silencio.

– Esto es el mercado elfo, mi fastidioso amigo -respondió el curandero en tono seco-. Veo heridas parecidas, y aún peores, cada día. La discreción es parte del tratamiento; de lo contrario no duraría mucho en este negocio.

Rokan dio un respingo cuando el otro aplicó el ungüento sobre la herida.

– ¡Puaff! ¡Huele peor que los excrementos de kank!

– No es nada comparado con el olor que desprendería ese agujero en unos pocos días si no le aplicara el ungüento -replicó el otro-. Te daré un poco para que te lo lleves. Lava la herida y aplícate un poco cada día, tal y como lo hago yo ahora, y cámbiate el vendaje antes de que se ensucie. Si tienes problemas ven a verme o, mejor aún, ve a amenazar a otro en plena noche. Ya está. Eso debería ser suficiente.

Rokan echó una mirada al vendaje y a modo de prueba movió brazo y hombro.

– ¿Eres zurdo? -preguntó el curandero.

– No, diestro.

– Excelente; si tienes que matar a alguien, utiliza el brazo derecho e intenta no mover demasiado el izquierdo.

– Te estoy agradecido, curandero.

– Agradezco que me paguen -repuso éste encogiéndose de hombros-, y tan generosamente, por añadidura. Hace que no me importe tanto perder el sueño.

– Hay más monedas en el mismo lugar de donde salió ésta -dijo Rokan.

– ¿Las hay de verdad? ¿Y qué vileza debería realizar para obtenerlas?

– ¿Qué sabes sobre venenos? -inquirió el bandido.

– ¿Un hombre de mi profesión, en este vecindario? Mucho; pero no te suministraré ningún veneno para matar a nadie. Al fin y al cabo yo curo a la gente.

– Lo encuentro justo; sólo pido información. Puedo encontrar el veneno en otra parte.

– En el mercado elfo, podrías conseguirlo en casi cada esquina -declaró el curandero con frialdad-. En cuanto a la información que necesitas, eso valdría al menos otra moneda de plata.

– – Hecho.

– Humm. Debiera haber pedido dos. ¿Con qué propósito quieres ese veneno?'

– Necesito algo que pueda untar en una saeta, como ésta -explicó él, tomando la ensangrentada flecha que el curandero había arrancado de su hombro-. Y tiene que ser potente, lo bastante potente como para tumbar a un kank en seco.

– Comprendo -dijo el hombre-. No soy experto en venenos, pero conocí a un bardo que me enseñó un poco. Yo recomendaría el veneno de la araña de cristal. Es lo bastante espeso para untarlo sobre una flecha, aunque yo no lo haría con los dedos, y paraliza al instante. La muerte ocurre a los pocos instantes.

– Veneno de una araña de cristal -repitió Rokan con una sonrisa que proporcionó a su rostro una expresión repugnante-. Qué apropiado. -Arrojó otra moneda de plata al curandero-. Ahora ya puedes volver a dormirte.


Timor atravesó la Puerta Principal montado en el kank y desapareció en la oscuridad que se extendía al otro lado de las murallas. Los centinelas de guardia en la puerta lo dejaron pasar sin hacer comentarios sobre su salida de la ciudad a una hora tan inusual. No eran ellos quiénes para interrogar a un templario y mucho menos al sumo templario en persona; y, si se preguntaron qué asunto se llevaba entre manos en mitad de la noche, se guardaron mucho de hacer la pregunta en voz alta.

Envuelto en su capa para protegerse del frío nocturno, Timor hizo girar al kank y siguió la muralla exterior de la ciudad; pasó junto a los jardines del rey y el barrio de los templarios, y dejó atrás el estadio y el zigurat de Kalak, en dirección a las fábricas de ladrillos y los antiguos corrales de esclavos, ahora vacíos. Se encaminó hacia el este, lejos de la muralla, y siguió por una carretera de tierra varios kilómetros más allá de las granjas correccionales hasta que el camino empezó a ascender en dirección a las colinas.

La carretera no seguía al interior de las montañas sino que se detenía a sus pies, en una vasta meseta que se extendía bajo las estribaciones de la cordillera. Durante el día casi nadie iba allí, y por la noche el lugar estaba siempre solitario. Los únicos sonidos eran el silbido del viento sobre el desierto y el escarbar de las zarpas de escarabajo del gigantesco kank sobre el duro suelo. Timor golpeó ligeramente las antenas del animal con un látigo y saltó de su lomo; tras soltar el látigo, ató las riendas de la criatura a una excrecencia rocosa. El kank se limitó a permanecer allí, dócil, las enormes pinzas abriéndose y cerrándose mientras examinaba el suelo a su alrededor en busca de comida.

Timor contempló el desierto cementerio. Era éste el lugar donde Tyr sepultaba a sus muertos, en sencillas tumbas en forma de túmulo señaladas tan sólo por lápidas de arcilla roja con los nombres de los difuntos grabados sobre ellas. Los túmulos de tierra amontonada se extendían por la vasta meseta y ascendían por la ladera de la colina. Una fresca nube de polvo que realizaba fantasmales ondulaciones a impulsos de la brisa nocturna ocultaba a muchos de ellos.

El sumo templario descubrió un montículo rocoso y se subió a él; echó hacia atrás la capucha de su capa y sacó el libro de conjuros. Si no podía encontrar hombres vivos que realizaran el trabajo de matar al elfling, sacaría a los muertos de sus tumbas para que lo hicieran. Paseó la mirada a su alrededor cautelosamente. No tenía motivos para esperar que hubiera nadie por allí a aquellas horas, pero no le convenía ser visto no tan sólo practicando la magia profanadora, sino profanando tumbas además. Únicamente los guardas de la Puerta Principal lo habían visto abandonar la ciudad, y, a su regreso, él les lanzaría un hechizo para que lo olvidaran, asegurando de este modo que su parte en todo esto permanecería ignorada. Los muertos no hablarían.

Abrió el libro por la página apropiada y repasó con rapidez los pasos que debía seguir. Luego alzó o los ojos al cielo y empezó a salmodiar las palabras del conjuro en voz sonora. El viento ganó fuerza, y se escuchó un lejano retumbar como reacción a la perturbación del éter; la nube de polvo que flotaba sobre el suelo empezó a girar sobre sí misma, como agitada por una corriente surgida de debajo de ella.

El kank levantó la quitinosa cabeza e hizo girar las antenas de un modo curioso en respuesta a las extrañas vibraciones que de improviso impregnaban la atmósfera. El viento fue subiendo de intensidad; tiró de la capa de Timor, provocando que se agitara a su alrededor, y al tornarse más fuerte empujó la capa hacia atrás como si se tratara de un manto. Se oyeron truenos, y relámpagos difusos iluminaron el cielo. Flotaba un olor a ozono en el aire… y algo más: el creciente hedor penetrante del azufre. La nube de polvo a ras del suelo, contraviniendo toda ló ó gica, el sentido común y las leyes de la naturaleza, empezó a hacerse más espesa, a pesar de que el fuerte viento debiera haberla disipado.

Timor levantó la mano derecha por encima de la cabeza como si extrayera extrajera poder del cielo, luego la bajó despacio con una aureola de chisporroteante energía azul recorriendo sus dedos, y apuntó con el brazo extendido, la mano colocada de manera que la palma mirara al suelo y los dedos bien separados, en dirección al suelo a sus pies. Su voz se elevó más potente, el viento aumentó, y la aureola de energía que crepitaba alrededor de sus dedos extendidos fue tornándose alternativamente más potente y más apagada. La energía empezó a palpitar con regularidad, en una sucesión de latidos cada uno más brillante que el anterior, cada uno extrayendo más cantidad de energía de la vegetación que lo rodeaba.

Los ondulantes pastos marrones que habían crecido encima y alrededor de los túmulos y por toda la meseta se ennegrecieron y consumieron hasta convertirse en estiércol vegetal. Las flores silvestres que crecían en las laderas de las colinas y obsequiaban con una colección de brillantes colores a este mundo yermo se marchitaron y murieron al serles absorbida la energía vital.

El sumo templario se estremecía a medida que la energía robada a la vegetación de los alrededores fluía al interior de su mano extendida y se distribuía por todo su cuerpo. Se sentía vivificado, vibrante de poder. La energía vital de las plantas lo inundaba, lo recorría, lo llenaba de un calor y vitalidad que creaban adicción; deseaba más. No quería que se detuviera jamás.

Las carnosas plantas del desierto, los cactus de largas espinas que eran cuatro veces más altos que un hombre y necesitaban al menos dos siglos para alcanzar la madurez total, se ablandaron y se tornaron fláccidos, y acabaron por desplomarse sobre el suelo con fuertes golpes sordos para descomponerse en cuestión de segundos. Los arbustos de color verde jade se encorvaron y se despojaron de sus hojas carnosas en forma de aleta al adquirir primero un tono pardusco parduzco, luego negro y finalmente desmoronarse sobre el suelo como montoncitos de ceniza. Los árboles azules de pagafa que crecían en las laderas, sus gruesos y espesos troncos y ramas casi tan duros como la roca, perdieron las diminutas hojas azul verdoso y empezaron a resquebrajarse a medida que les era arrebatada la humedad, y, en medio de sonoros chasquidos, se astillaron y cayeron como golpeados por rayos invisibles. En una amplia extensión de terreno alrededor del templario, todo se marchitó, murió y se descompuso, dejando atrás una desolación aún más terrible que los arenosos territorios del altiplano.

Timor no pensó en absoluto en la destrucción sin sentido que acababa de provocar. En aquellos momentos estaba totalmente concentrado en el puro y lascivo placer de sentir toda aquella cálida energía vivificadora recorriendo su ser. Éste era el atractivo de la auténtica hechicería, se dijo, el embriagador torrente de poder sensual que los protectores, con su patética y débil filosofía, jamás comprenderían. ¡Esto era lo que significaba sentirse realmente vivo!

Era un placer que tan sólo podía percibirse vagamente al consumir una comida excelente preparada por los mejores cocineros o en la exquisita liberación de la realización sexual. He aquí la medida exacta de la satisfacción que podía encontrarse al saciar por completo los sentidos; se trataba del desenfreno definitivo, la embriaguez que únicamente un auténtico mago podía experimentar jamás. Era lo que impulsaba a los reyes-hechiceros a seguir la dolorosa senda de la metamorfosis que los convertiría en dragones, cuya capacidad de poder era mayor porque su ansia y su necesidad de él eran también mayores. No quería que terminara nunca.

Pero tenía que terminar. Aún no era rey, y sólo podía contener una cantidad limitada de energía. Cuando le pareció que ya no podía absorber más, se detuvo y se quedó allí inmóvil durante un buen rato, deseando alargarlo, vibrando con el poder que lo inundaba, poseído de tan violentos espasmos en todos sus músculos que parecía como si se le fueran a quebrar los huesos. Todas las fibras nerviosas de su cuerpo zumbaban con un dolor intenso. Tenía los labios distendidos hacia atrás mostrando las encías, las facciones torcidas en una expresión de éxtasis mientras permanecía con la cabeza echada hacia atrás, jadeante y tembloroso. «Aún no, aún no -se decía-. ¡Hazlo durar! Resiste sólo un poco más…»

Y por fin, cuando ya no pudo soportarlo por más tiempo, se vio obligado a soltarlo todo o arriesgarse a ser consumido por él. Con un supremo esfuerzo, bajó la mirada hacia su libro de conjuros -la mano le temblaba tanto que apenas conseguía mantenerlo inmóvil-, revisó las últimas palabras del hechizo, cerró los ojos, finalizó el sortilegio y liberó el poder.

La energía brotó o a través del brazo extendido y salió a borbotones de sus dedos como una cortina de llamaradas azules. Chocó contra el suelo y abrió hendiduras en la tierra que se propagaron como un fino tejido de venas y capilares por todo el cementerio. Timor se quedó sin aliento y todo empezó a dar vueltas a su alrededor mientras se balanceaba en los límites de la conciencia; era igual que la más profunda liberación sexual, sólo que aumentado cien veces. Lo embargó una sensación de agotamiento total al tiempo que caía de rodillas y aspiraba ansiosamente para llevar aire a sus pulmones. Sus dedos se hundieron en el yermo suelo como si intentara aferrarse a la tierra para evitar salir flotando, y su pecho se agitó convulsionado mientras intentaba respirar. Y, durante un tiempo, apenas si fue capaz de conseguir siquiera eso.

Recuperó las fuerzas poco a poco, pero era aún una sensación insignificante comparada con la fuerza bruta que había surgido de su interior momentos antes. A medida que se iba recobrando, regresó a su estado normal, un estado endeble comparado con lo que acababa de experimentar, y se sintió traicionado, abrumadoramente decepcionado y, sobre todo, estafado. Esto no era vida. Lo que había sentido cuando toda aquella energía había corrido por su interior, ¡eso sí era vida! Pero había sido una experiencia tan breve…

Se obligó a incorporarse. Era necesario controlarse, se dijo. Para un mago, el autocontrol lo era todo, y no se atrevía a intentarlo de nuevo tan pronto: no sobreviviría a ello. Tampoco sobreviviría si permanecía allí mucho más. Se quedó unos instantes, respirando con dificultad. El hechizo estaba casi terminado; ahora era necesario dirigirlo. Visualizó mentalmente al elfling mientras pronunciaba las palabras que obligarían al hechizo a hacer su voluntad. Había esperado casi demasiado tiempo, ya que, apenas acabadas de pronunciar las frases, el suelo alrededor de los túmulos funerarios empezó a requebrajarse resquebrajarse y pandearse.

Recogió el libro de conjuros y regresó a toda prisa al lugar donde había dejado atado al kank. La cuerda estaba toda deshilachada; al parecer el animal había tirado de ella como un poseso para soltarse durante el punto álgido del conjuro. Por suerte, los kanks eran insectos estúpidos, pues hubiera podido cortar fácilmente las ataduras con sus pinzas de haber poseído la inteligencia para hacerlo. El sumo templario desató al animal y montó; luego instó a la bestia colina abajo por el sendero que conducía a la ciudad. La criatura no necesitó que la azuzaran demasiado. Mientras iniciaba el descenso por la ladera, la primera de las tumbas se abrió violentamente, y una mano huesuda cubierta con jirones de maloliente carne descompuesta apareció abriéndose paso hacia el exterior.

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