5

Las ruinas del viejo castillo se alzaban sobre una loma cubierta de maleza, a trescientos metros por encima del valle y la ciudad de Tyr, y, a medida que descendía por el sendero montañoso en dirección a la loma donde se encontraban las ruinas, Sorak podía ver la enorme ciudad desparramándose por el valle abierto a sus pies. Hacia el oeste, más allá de la ciudad, se extendía el Gran Desierto de Arenas de Aluvión, atravesado por las rutas de las caravanas que conectaban Tyr con las otras ciudades de los altiplanos. Desde Tyr, una ruta conducía a la aldea comercial de Altaruk, situada al otro extremo del desierto en dirección sudoeste, en la punta del estuario de la Lengua Bífida. Al oeste de Altaruk, la ruta describía luego una curva a lo largo de la orilla meridional del estuario, en dirección a la ciudad de Balic.

Otra ruta comercial conducía directamente hacia el este desde Tyr, y se bifurcaba cerca de un manantial en el centro del altiplano. Un ramal iba hacia el norte a la ciudad de Urik, que se encontraba cerca de la enorme depresión conocida como Cuenca del Dragón, luego al este, a las ciudades de Raam y Draj, más allá de las cuales se encontraba el Mar de Cieno. El otro ramal descendía hacia el sur, de vuelta al estuario de la Lengua Bífida, donde volvía a bifurcarse, con una ramificación hacia el sudeste, a Altaruk, y la otra hacia el este, a lo largo de la orilla norte del estuario, hasta que giraba bruscamente al norte, a través de una zona verde en los límites nordestes de las Llanuras de Marfil, en dirección a las Montañas Barrera y las ciudades de Gulg y Nibenay.

Todo esto lo sabía Sorak, pero lo que no sabía habría podido llenar un libro. En realidad, era en un libro donde había aprendido lo poco que sabía hasta el momento. Había encontrado el libro dentro de su mochila, envuelto en tela atada con un bramante, y lo primero que pensó fue que uno de los otros miembros de la tribu lo había deslizado allí sin que él se diera cuenta. Pero eso no parecía probable, puesto que él no poseía libros, ni tampoco creía que uno de los otros lo hubiera cogido del convento. Cada personalidad tenía su propia idiosincrasia, pero ninguno era un ladrón. Al menos, no que él supiera. Entonces se le ocurrió que la única persona que había tenido una oportunidad de deslizar el paquete dentro de la mochila era la hermana Dyona, la anciana portera; sin duda debía de haberlo hecho al abrazarlo cuando él se había despedido. Su sospecha se confirmó cuando desenvolvió el paquete y encontró junto con el libro una nota de la hermana portera. Decía:


«Un insignificante regalo para que te sirva de guía en tu viaje. Es un arma más sutil que tu espada, pero no menos poderosa, a su manera. Utilízala con sabiduría.


Con todo mi cariño, Dyona.»


No había nada escrito en la desgastada cubierta de piel del libro, pero en la primera de sus páginas de hoja de pergamino estaba escrito el título, El diario del Nómada. El autor, probablemente el Nómada del título, no se identificaba de ningún otro modo. A Sorak jamás le había interesado mucho la lectura; sus lecciones diarias allá en el convento habían conseguido que le desagradase, y, tras batallar con los libros de texto sobre artes paranormales y los largos y enrevesados pasajes poéticos de las antiguas obras druídicas y elfas, no entendía cómo nadie podía querer leer en su tiempo libre. Siempre había estudiado sus lecciones obedientemente, pero prefería pasar el tiempo practicando con las armas o en el bosque con Tigra y Ryana o en prolongadas excursiones con las hermanas más ancianas del convento. Tanto en las montañas como en las lomas o las desoladas extensiones de desierto al sur de Tyr, Sorak prefería aprender directamente sobre la flora y fauna athasianas.

Pero ahora comprendió que se encaminaba hacia un mundo del que sabía muy poco, y se dio cuenta del valor del regalo de Dyona. El diario se iniciaba con las palabras:


Vivo en un mundo de fuego y arena. El sol rojo socarra la vida de todo lo que se arrastra o vuela, y tormentas de arena restriegan el follaje del suelo estéril. Caen rayos de un cielo sin nubes y el trueno resuena sin motivo por el inmenso altiplano. Incluso el viento, seco y abrasador como un horno, puede matar de sed a un hombre.

Es ésta una tierra de sangre y polvo, en la que tribus de feroces elfos surgen de las llanuras de sal para saquear las caravanas solitarias, misteriosos vientos cantarines llaman a los hombres a una lenta asfixia en el Mar de Cieno y legiones de esclavos se enfrentan por unas fanegas de grano mohoso. El dragón saquea ciudades enteras, mientras reyes egoístas desperdician sus ejércitos erigiendo palacios ostentosos y sepulturas extravagantes.

Éste es mi hogar, Athas. Es un lugar árido y desolado, un erial con un puñado de ciudades austeras que se aferran precariamente a unos pocos oasis desperdigados. Es una tierra brutal y salvaje, sitiada por las luchas políticas y abominaciones monstruosas, donde la vida resulta lúgubre y corta.


Esto era un tipo de escritura diferente de los textos eruditos a que había estado expuesto en el convento. La mayoría de los rollos de pergamino y de volúmenes polvorientos de la meticulosamente catalogada biblioteca del convento eran textos supervivientes de viejas tradiciones elfas y druídicas, y estaban escritos en un estilo denso y florido que le resultaba trabajoso y agotador. Los restantes escritos de la biblioteca eran aquellos recopilados por la comunidad, relacionados primordialmente con las artes paranormales y la flora y fauna athasiana, y muchos de éstos eran poco más que listas enciclopédicas, que proporcionaban una lectura informativa, pero no muy divertida.

El diario del Nómada era diferente. No debía gran cosa, si es que debía algo, a las tradiciones floridas y rimbombantes de los antiguos bardos y, a excepción de los primeros pasajes bastante coloridos, el libro estaba redactado en un estilo sencillo y sin pretensiones. Leerlo era casi como mantener una conversación informal con el Nómada mismo. El diario contenía mucha información con la que Sorak ya estaba familiarizado por sus estudios en el convento, pero también incluía las observaciones personales del narrador sobre la geografía athasiana, las diversas razas de Athas y sus estructuras sociales, informes detallados sobre la vida en diferentes pueblos y ciudades athasianas, y comentarios sobre la política del país. Estos últimos, aunque bastante pasados de moda, facilitaron no obstante a Sorak un atisbo de la vida athasiana, sobre la que apenas sabía nada.

A todas luces, el Nómada había viajado por todo el mundo y visto y experimentado muchas cosas, sobre las que realizaba sus comentarios con sólidas y bien meditadas opiniones. Por primera vez, Sorak se dio cuenta de que la lectura podía ser algo más que un estudio laborioso de textos arcaicos y polvorientos pergaminos. El Nómada parecía infinitamente fascinado por el mundo en el que vivía, y trasladaba su entusiasmo por el tema a lo que escribía.

Cada noche, al detenerse para descansar, Sorak abría el diario y leía un poco a la luz de la hoguera antes de dormirse. Leer las palabras del Nómada era casi como tener a un guía locuaz y amistoso para su viaje. Esa noche pensaba acampar en el interior de las ruinas de un castillo que había sobre una loma; los desmoronados muros le facilitarían una cierta protección contra los fuertes vientos del desierto que azotaban las colinas. Por la mañana, seguiría camino hacia Tyr y, si se ponía en marcha temprano, calculaba poder llegar a la ciudad a últimas horas de la tarde o antes del anochecer. Qué haría cuando llegara allí, era algo que aún no tenía decidido.

De algún modo, tenía que establecer contacto con la Alianza del Velo. Pero ¿cómo? Lyra no le había dado pistas; no tenía pistas que darle. Los pyreens solían evitar las ciudades, ya que las encontraban decadentes y opresivas, y, al ser protectores, no eran en absoluto bien recibidos. Cada ciudad contenía reductos de subversivos profanadores, que obligaban a la Alianza del Velo a actuar clandestinamente. Aparte de eso, cualquier usuario de la magia, tanto si era protector como profanador, corría peligro en una ciudad athasiana.

Esto era un hecho que el muchacho había aprendido en el convento, y la importancia de la lección había quedado remachada por un incidente descrito en El diario del Nómada. El autor había presenciado cómo una muchedumbre enfurecida había apaleado hasta la muerte a una «bruja» en un mercado, sin que nadie hubiera hecho nada para ayudarla. El incidente había tenido lugar en Tyr, y, al describirlo, el Nómada escribió: «La magia ha convertido Athas en un desierto devastador. Sus habitantes culpan a todos los magos de su ruina, profanadores y protectores por igual. Y no sólo los culpan: también los desprecian. Para protegerse de este odio casi universal, los hechiceros buenos de Athas y sus aliados han creado sociedades secretas, conocidas genéricamente como la Alianza del Velo».

Según el Nómada, la Alianza del Velo no tenía una dirección central. Cada ciudad poseía su propio capítulo, y en ocasiones se formaban otros grupos similares en los pueblos más grandes. Tales capítulos funcionaban todos independientemente, aunque a veces existían contactos entre los grupos de ciudades próximas. Cada capítulo de la Alianza del Velo estaba dividido en células, con un número generalmente reducido de personas en cada célula, entre los tres y los seis miembros. Las células de primera categoría tenían líneas secretas de comunicación con la dirección del capítulo, con otras células de primera categoría, y con las células de categoría inferior situadas inmediatamente por debajo de ellas. Las células de segunda fila mantenían contacto tan sólo con las de primera categoría situadas inmediatamente por encima de ellas y con las de tercera situadas justo por debajo, pero no con otras células de primera, segunda o tercera categoría. Este modelo organizativo facilitaba que, en el caso de violación de la seguridad de una célula, la seguridad de las otras no se viera comprometida, La estructura permitía también que una o más células quedaran «aisladas» en un momento dado.

En las ciudades, explicaba el Nómada, los poderosos profanadores que constituían la élite gobernante -los reyes-hechiceros y los nobles que estaban bajo su protección- tenían templarios y soldados para mantener su seguridad e imponer su opresivo imperio. Era aconsejable pues que cualquier mago, tanto profanador como protector, que no estuviera bajo tal protección mantuviera el anonimato; la revelación podía -y generalmente así era- significar la muerte.

Sorak no tenía ni idea de cómo actuaría una vez que llegara a Tyr. ¿Cómo se podía establecer contacto con una organización secreta? Por lo que Lyra le había contado, parecía como si debiera hacer algo para llamar su atención y así animarlos a entrar en contacto, aunque tenía el presentimiento de que ese contacto podía resultar peligroso. También se daba cuenta de que intentar establecer contacto con la Alianza del Velo llevaría tiempo, sin duda más de un día o dos, y eso planteaba un problema en sí mismo: carecía de dinero.

Las villichis jamás llevaban dinero. En el convento no lo necesitaban; cultivaban su propia comida y confeccionaban todo lo que necesitaban a partir de la materia prima. Durante sus peregrinajes, las hermanas vivían de los frutos de la tierra por lo general, salvo cuando se aventuraban a entrar en pueblos y ciudades. En los pueblos eran alimentadas generalmente por sus habitantes, quienes raras veces ponían reparos ya que las hermanas comían muy poco y no consumían carne; además, si no había ninguna niña villichi en el lugar, seguían su camino tras tan sólo una breve estancia.

En las ciudades no eran tan bien recibidas, pues se las colocaba en la misma categoría que los protectores, aunque, como no tomaban partido en la política, las clases gobernantes no las consideraban una amenaza. Las villichis eran también famosas por su destreza en el combate y sus poderes paranormales, y se consideraba sensato no provocar su hostilidad. En el mejor de los casos, la gente las recibía con pasiva hostilidad; un posadero podía ofrecerles una mesa pequeña y discreta en un rincón y facilitarles un tazón de gachas, tal vez con unos pocos pedazos de pan duro. Se les ofrecía de mala gana, no obstante, ya que aunque el posadero simpatizara con los protectores, no era aconsejable que se lo viera tratando a uno con cortesía y amabilidad.

Sorak no era villichi y no podía esperar siquiera esa clase de tratamiento superficial. Si tenía que permanecer en la ciudad durante un largo período de tiempo, necesitaría dinero, y eso significaba que tendría que encontrar algún tipo de trabajo remunerado. Al no haber pisado nunca antes una ciudad, no sabía qué clase de trabajo ó podría ser ni cómo buscarlo.

Sus pensamientos se vieron repentinamente interrumpidos por la Centinela.

Hay hombres dentro de las ruinas, le dijo.

El joven se detuvo. Se encontraba aún a cierta distancia sendero arriba de la loma donde se alzaban las ruinas, pero ahora vio que la Centinela lo había detectado ya a través de sus sentidos. Una fina columna de humo apenas perceptible se elevaba de detrás de los derruidos muros. Alguien había encendido una fogata, cuyo humo el viento dispersaba rápidamente. Sin embargo, soplaba en su dirección, y ahora pudo oler el débil aroma de estiércol quemado, y un olor desconocido mezclado con el hedor de animales y de carne asada… Comprendió que era el olor del hombre.

Tanto elfos como halflings poseían sentidos más agudos que los humanos, y los de Sorak lo eran de un modo extraordinario, en parte porque era a la vez elfo y halfling, y en parte porque la Centinela estaba inexplicablemente alerta a la evidencia de esos sentidos.

Al contrario que los animales, los seres racionales podían verse distraídos por sus pensamientos y, a menos que realmente prestaran atención, podían pasar por alto cosas que sus sentidos les comunicaban. Ningún hombre era capaz de permanecer en un constante estado de alerta, consciente de toda la información transmitida por sus sentidos, ya que tal estado de concentración resultaría agotador y no dejaría espacio para nada más. Pero Sorak no era un hombre; era una tribu de uno, y el papel de la Centinela en esa tribu era no hacer otra cosa que prestar atención a todo lo que transmitían los sentidos del cuerpo que todos compartían. A la Centinela no se le escapaba nada, tanto si era significativo como si no. En este caso, el ente decidió que la información era asaz importante para avisar a Sorak de lo que sus sentidos ya habían detectado, pero no su propia conciencia. Y, ahora que la Centinela había disparado su vigilancia, los sentidos del joven parecieron tornarse de improviso mucho más agudos.

El olor del hombre. Pero ¿cómo sabía que se trataba del olor del hombre si nunca se había tropezado con uno? La Centinela lo sabía, lo que evidentemente quería decir que en algún momento de su pasado, fuera del alcance de su memoria consciente, él había percibido ese olor y sabido a qué pertenecía. No conocía el porqué, pero, por alguna razón, este olor tenía una asociación desagradable y perturbadora. Las comisuras de sus labios se fruncieron hacia abajo.

– Tigra -dijo en voz baja-. Desaparece.

El tigone desapareció obediente entre los matorrales.

Sorak se aproximó con cautela. De momento no podía verlos, pero, a medida que se acercaba, su olor se tornó más penetrante; el olor de humanos varones, y algo más: sin duda el olor de humanos varones, pero diferentes de algún modo muy sutil. Y también se notaba el olor de animales: crodlus, grandes saurios bípedos con patas gruesas y macizas, y extremidades delanteras largas y finas. Sorak podía verlos ya, atados a un bosquecillo de arbustos justo fuera de los muros exteriores de las ruinas. Se mantenían erguidos sobre sus poderosas patas, los largos cuellos estirados al máximo mientras sus mandíbulas en forma de pico arrancaban hojas y ramas pequeñas a los matorrales. Contó seis de ellos, y vio que cada criatura tenía una silla de montar sujeta al ancho lomo, lo que significaba que se había domesticado a los animales para utilizarlos como monturas de guerra.

Al percibir su cercanía, los animales reaccionaron con potentes resoplidos y pateando el suelo, pero Chillido se hizo cargo de la situación y les respondió con resoplidos, lo que los tranquilizó e hizo que volvieran a mascar follaje.

– Algo está alborotando a los crodlus -dijo una voz masculina justo detrás del muro.

– Probablemente algún animal -repuso uno de los otros-. De todos modos, ahora están tranquilos.

– Quizá debiera ir a echarles un vistazo.

– Tranquilízate, Silok. Te preocupas demasiado. No hay un alma en kilómetros a la redonda. Y, si alguien intentara acercarse a hurtadillas, los crodlus harían mucho más ruido.

Sorak llegó hasta el muro y apretó la espalda contra él para escuchar.

Uno de los hombres lanzó un gruñido de satisfacción sobre la comida y luego eructó ruidosamente.

– ¿Creéis que la caravana saldrá mañana?

– A lo mejor, pero seguramente se tardará más en llenar las carretas y organizar el viaje de vuelta. No temas, Kivor, no nos costará divisar la caravana desde aquí cuando abandone la ciudad. Tendremos mucho tiempo para descender y avisar a los otros.

– Ojalá se dieran prisa con esto -masculló el llamado Silok con irritación-. Malditos sean esos mercaderes holgazanes. Ya llevamos tres días aquí arriba, y ¿quién sabe cuánto más tendremos que esperar? Empieza a ponerme enfermo este lugar.

– Lo que a mí me enferma es que Rokan y los otros se están divirtiendo en Tyr, bebiendo y corriéndose juergas con las señoras mientras nosotros estamos aquí sentados en estas ruinas miserables y helándonos el culo cada noche.

– Zorkan tiene razón -dijo uno de los otros-; no veo por qué no podemos turnarnos en bajar a la ciudad. ¿Por qué es necesario que seis de nosotros monten guardia. esperando a la caravana?

– Porque de este modo podemos alternarnos, y unos podemos ir a dormir o a hacer nuestras necesidades o cazar. ¿Acaso preferiríais quedarte aquí solo, Vitor? Hay más seguridad cuantos más seamos. Nosotros no conocemos estas colinas.

– Ni las quiero conocer -respondió Vitor en tono agrio-. Cuanto antes marchemos de este lugar, mejor me sentiré. Los malditos insectos de aquí arriba me están comiendo vivo.

Mientras los hombres hablaban, Sorak se retiró al interior de su mente; la Guardiana salió entonces al exterior y utilizó sus poderes telepáticos para leer los pensamientos de los acampados.

Se dio cuenta enseguida de que aquellos hombres eran bandidos. Saqueadores de la región de Nibenay. Pero, en ese caso, ¿que hacían aquí? Nibenay se encontraba justo al otro lado del desierto, a los pies de las Montañas Barrera. El ente sondeó más profundamente, abriéndose a todos sus pensamientos, y al instante retiró el contacto. Éstas eran mentes desagradables, bastas y depravadas, absortas en los pensamientos e instintos más bajos. Con una sensación de repugnada repugnancia se obligó a extender de nuevo su conciencia telepática hacia ellos.

Intentó abrirse paso por entre sus ruines pensamientos de codicia y lascivia, apartando las imágenes de actos violentos que estos hombres crueles habían cometido y que atesoraban en su memoria. A medida que iba desentrañando los brutales pensamientos e impulsos de sus mentes, empezó a odiarlos.

Estos hombres eran parásitos, depredadores de la peor especie, sin fe ni escrúpulos. Habían abandonado su campamento base en las Montañas Mekillot y viajado hacia el este, para seguir luego una caravana comercial procedente de Altaruk. Algunos de ellos se habían unido a la caravana fingiendo ser comerciantes. Ahora aguardaban abajo en la ciudad, a la espera de que la caravana iniciara su viaje de vuelta a Altaruk transportando armas para vender en Gulg y las ganancias obtenidas en los comercios de Tyr. Sin embargo, antes de que la caravana llegara a Altaruk, los saqueadores planeaban atacarla. Los hombres acampados en las ruinas eran los vigías; su tarea era cabalgar hasta donde esperaba el resto de la banda en el desierto y avisarles para que prepararan la emboscada.

Pero ¿por qué habían acudido de tan lejos? Si su objetivo era atacar la caravana y saquearla, ¿por qué simplemente no atacarla cerca de Altaruk o Gulg, ambas ciudades mucho más cercanas a las Montañas Mekillot, donde estos salteadores tenían su hogar? ¿Por qué viajar tan lejos? La Guardiana intensificó su sondeo.

Uno de los hombres, una bestia llamada Digon, parecía estar al mando del grupo, y hacia él dirigió su sonda paranormal. Una vez más, tuvo que vencer su repugnancia al entrar en contacto con las zonas más profundas de su mente; las imágenes allí contenidas resultaban repelentes e indignantes.

Por fin encontró lo que buscaba.

Había más en esto que simple bandidaje. De aquellos que se habían unido a la caravana procedente de Altaruk, algunos atacarían desde dentro cuando se hiciera funcionar la trampa, pero otros estaban en Tyr como espías. En aquellos momentos había un gobierno relativamente nuevo en la ciudad, y había llegado a Nibenay la noticia de que Tithian había desaparecido y que sus templarios habían sido destituidos. Tyr era gobernada ahora únicamente por un consejo de asesores, y al parecer este gobierno no era estable.

Existía una alianza secreta entre estos saqueadores y un poderoso aristócrata de Nibenay, del que Digon no conocía la identidad. Al parecer, sólo su jefe, un hombre llamado Rokan, conocía a este noble y mantenía un contacto regular con él. Había llegado a un acuerdo con el aristócrata, a cambio de ciertas retribuciones, para enviar a algunos de sus salteadores a infiltrarse en varias de las firmas comerciales de Tyr y así obtener información sobre la situación del gobierno. Asaltar la caravana añadía a la empresa el incentivo de unos mayores beneficios y daba más importancia a la nobleza de Nibenay, ya que negaba mercancías valiosas a sus rivales de Gulg.

Mientras digería esta información, la Guardiana siguió examinando las mentes de los saqueadores. En su mayoría, se sentían irritados por la pesada tarea de estar a la expectativa de avistar la caravana y se quejaban de cómo sus camaradas que se habían unido a la caravana se divertían en Tyr, bebiendo y participando en orgías, mientras ellos se veían obligados a montar guardia desde aquella loma barrida por el viento. Se preguntaban con impaciencia cuánto tiempo tardaría el viaje de vuelta en estar organizado y en marcha, y esperaban con ansia el momento de desquitarse de sus frustraciones en los indefensos comerciantes y viajeros que componían la caravana. Finalmente, no obstante, dejaron de lado todas estas preocupaciones para dedicarse a una partida de dados.

La Guardiana se retiró con una sensación de enorme alivio y se ocultó, dejando que Sorak volviera a emerger, ahora con toda la información que ella había reunido con sus sondas. Habían transcurrido unos pocos instantes, y Sorak apenas se dio cuenta del tiempo que había estado ausente; no obstante, ahora poseía mucha información sobre la que recapacitar, y se preguntó qué hacer con ella.

¿Por qué deberías hacer algo?, inquirió Eyron. ¿Qué te importan a ti estos hombres? Nada. ¿En qué nos afecta si atacan la caravana?

Puede afectarnos mucho, respondió Sorak mentalmente. Si aviso a la caravana del inminente ataque, pueden prepararse para él e impedir que los cojan por sorpresa. Se salvarán vidas, y los comerciantes evitarán sufrir grandes pérdidas. Ellos estarán en deuda conmigo por la información, y el gobierno se beneficiará al enterarse de la existencia de espías procedentes de Nibenay.

Eso suponiendo que crean en tus palabras y no sospechen que tú mismo eres un espía, replicó Eyron con desconfianza.

Como extranjero, sospecharán de mí de todos modos, dijo Sorak. No conozco a nadie en la ciudad, y no tengo dinero. Sin embargo, acabo de tropezar con una oportunidad de congraciarme con intereses poderosos en Tyr y a lo mejor obtener también alguna clase de recompensa. Es una oportunidad que parece demasiado buena para dejarla escapar.

– ¡Por la sangre de un gith! -exclamó alguien-. ¡Huelo a halfling!

El viento había cambiado, pero Sorak no había creído que los humanos pudieran captar su olor.

– ¡Ya sabía yo que algo preocupaba a los crodlus! -chilló uno de los otros.

Se escuchó un gran alboroto al otro lado del muro al incorporarse precipitadamente los bandidos y coger sus armas, y Sorak comprendió que sería inútil correr. El sendero quedaba al descubierto en ambas direcciones y él resultaría un blanco fácil para sus arcos, o también podían montar y atropellarl d o con sus crodlus antes de que hubiera recorrido cien metros. No tenía más remedio que hacerles frente.

Se apartó rápidamente de la pared para no verse encerrado si aparecían por ambos lados, que fue precisamente lo que hicieron. Tres aparecieron por el lado derecho de la pared, tres por el izquierdo. Dos de los bandidos llevaban ballestas; dos empuñaban lanzas con la punta de obsidiana y escudos redondos de madera envueltos en cuero; uno llevaba un hacha de piedra y un escudo de madera; el último iba armado con un sable de obsidiana y un escudo. Todos llevaban dagas de obsidiana al cinto y en las botas, y los seis se cubrían con ligeros petos de cuero. Cinco eran varones humanos, pero el sexto bandido era un semielfo.

– ¡Quédate donde estás! -gritó el que se llamaba Di – gon, mientras los dos arqueros apuntaban a Sorak con sus ballestas.

– No es un halfling -dijo el que respondía al nombre de Silok-. Tu olfato no funciona, Aivar. Este hombre es humano.

– Te digo que huelo algo halfling en él -insistió el semielfo. Volvió a olfatear-. ¡También es elfo, por el trueno!

– ¿Un mestizo? -inquirió Digon, frunciendo el entrecejo-. Imposible. Elfos y halflings no se aparean.

– Mira sus orejas -indicó Vitor.

– No me importan sus orejas -dijo Zorkan- ¡Mirad esa espada!

Sorak permanecía totalmente inmóvil durante esta conversación, sin hacer ningún movimiento hacia sus armas.

– Si mueves ni que sea un músculo, mis arqueros te matarán aquí mismo -le espetó Digon-. ¿Qué eres?

– Simplemente un peregrino -respondió Sorak con voz serena.

– ¿Con una espada como ésa? -preguntó Digon. Sonrió y sacudió la cabeza-. No, no lo creo. ¿Cuánto has oído?

– Oí hombres que hablaban -repuso Sorak-, y vi vi el humo de vuestro fuego. Antes de eso, había pensado acampar aquí, pero parece que ya habéis ocupado el lugar. No os lo reprocharé; puedo encontrar otro lugar.

– ¿Por qué correr ningún riesgo? -preguntó Vitor-. Deberíamos matarlo y acabar con esto.

– Cállate -le ordenó Digon-. Averiguaremos qué ha oído, y si está solo. Suelta tu bastón, peregrino, y deja en el suelo la mochila.

Sorak hizo lo que le ordenaban.

– Bien -dijo Digon-. Ahora, deja que vea esa espada; pero despacio, te lo advierto, no sea que mis arqueros se pongan nerviosos.

El joven desenvainó poco a poco el arma elfa. La visión de Galdra provocó inmediatamente reacciones de asombro en los salteadores.

– ¡Acero! -exclamó Vitor.

– ¡Mirad esa hoja! -gritó Zorkan-. Jamás había visto algo así!

– ¡Silencio! -chilló Digon, dirigiendo a los otros una rápida mirada. Luego se volvió de nuevo hacia Sorak-. Ésa es mucha espada para un simple peregrino.

– Incluso los peregrinos necesitan protección -respondió él.

– Esa arma es demasiada protección para alguien como tú -replicó Digon-. Arrójala al suelo, frente a mí.

Sorak arrojó la hoja al suelo, justo frente al bandido.

– Eso es ser un buen chico -declaró Digon, con una sonrisa-. Y ahora esas dagas.

Sorak llevó la mano despacio hacia el cuchillo de caza de su cinturón. Al mismo tiempo, el grupo de crodlus atados bajo el bosquecillo de arbustos empezó a resoplar y bramar asustado, pateando el suelo y tirando de sus cuerdas. Cuando los bandidos se volvieron para ver qué los alteraba, Tigra saltó de entre la maleza y cargó contra ellos con un rugido.

– ¡Cuidado, un tigone! -chilló Aivar.

Zorkan se volvió y apuntó con su ballesta; pero, antes de que pudiera disparar, el cuchillo de caza de Sorak se hundió hasta la empuñadura en su garganta. El joven rodó por el suelo nada más lanzar el arma y, al incorporarse, extrajo el estilete de hueso de su bota y con un veloz movimiento lo lanzó contra el segundo arquero. Alcanzó al semielfo en el pecho y le atravesó el corazón; Aivar estaba ya muerto antes de caer al suelo. Para entonces, Sorak había recogido a Galdra del suelo frente a él y se levantó, listo para enfrentarse al resto de sus adversarios. Kivor era el que tenía más cerca. El salteador levantó su hacha, pero no fue lo bastante rápido, y la espada de Sorak se hundió en su pecho y salió luego por la espalda. Kivor lanzó un borboteo horrible mientras escupía sangre por la boca, y su hacha cayó al suelo. El joven lo desi i ncrustó de su espada con el pie y lanzó el cuerpo agonizante contra Digon; el jefe del grupo de facinerosos cayó al suelo con su camarada muerto encima.

Vitor lanzó un grito al saltar Tigra sobre él y derribarlo. Silok alzó su lanza para arrojarla contra el tigone, pero vio que Sorak corría hacia él con la espada levantada y se volvió para detener el golpe, alzando su escudo. Galdra descendió con un silbido, cortando tanto el escudo como el brazo del bandido, que aulló al ver cómo el miembro cortado caía al suelo junto con las dos mitades del escudo. Un surtidor de sangre brotó del lugar donde el brazo terminaba en un muñón. Sorak blandió otra vez la espada, y la cabeza de Silok cayó de sus hombros y aterrizó a sus pies. Mientras el cuerpo del hombre se desplomaba, Sorak giró en redondo y se encontró con Digon que se abalanzaba sobre él, descargando el sable en un golpe desde arriba. Levantó a Galdra justo a tiempo para parar el ataque, y la hoja de obsidiana se hizo añicos al golpear contra el acero elfo.

El salteador abrió los ojos de par en par mientras retrocedía, sosteniendo su escudo levantado ante él. Soltó la espada destrozada y buscó con la mano la daga de su cinto; pero, antes de que sus dedos pudieran cerrarse sobre la empuñadura, el cuchillo saltó repentinamente de su funda y voló por los aires hasta ir a aterrizar en el suelo a unos seis metros de distancia. Casi al mismo tiempo, Digon sintió como si unas manos invisibles le arrancaran el escudo de la mano, y también éste salió volando. Vio que su oponente permanecía allí inmóvil con la espada bajada a un costado, y se volvió para huir.

– Tigra -llamó Sorak.

El tigone salió en pos del bandido.

Haz que se detenga, pero no le hagas daño.

Tigra cortó el paso al salteador y se agazapó ante él, gruñendo. Digon se quedó totalmente inmóvil, contemplando al enorme animal, aterrorizado.

– Si te mueves, Tigra te matará -advirtió Sorak.

– ¡No, por favor! -suplicó él-. ¡Te lo ruego, perdóname la vida!

– ¿Igual que me la habríais perdonado a mí? -dijo Sorak-. Tigra, trae.

El tigone sujetó el antebrazo del bandido entre los dientes y llevó a éste hasta el joven. El rostro de Digon estaba totalmente blanco de miedo.

– ¡Ten piedad, por favor, te lo suplico! ¡Haré cualquier cosa que digas!

– Sí, creo que lo harías -repuso Sorak mientras envainaba la espada.

Se volvió y recuperó su mochila, dagas y bastón, luego se encaminó a las ruinas, donde los salteadores habían acampado. Tigra lo siguió, arrastrando por el brazo a Digon, que gimoteaba atemorizado.

La fogata era casi un rescoldo, de modo que Sorak se inclinó, cogió u ti nos cuantos pedazos de madera, y los arrojó al fuego. Tras examinar rápidamente el campamento, soltó el bastón y la mochila y se acomodó en el suelo, junto a la hoguera.

– Siéntate -ordenó al bandido.

Tigra soltó el brazo de Digon, quien se sentó muy despacio frente a Sorak, con la fogata entre ambos. El hombre tragó saliva con fuerza mientras su mirada iba de la temible bestia situada junto a él a Sorak y viceversa. No podía creer lo que acababa de suceder; habían sido seis contra uno, y ahora él era el único que quedaba con vida. A uno de sus hombres lo había matado el tigone, pero este «peregrino» había despachado a los otros cuatro él solo, y con una rapidez y facilidad que parecía imposible. Jamás se había sentido tan asustado.

– Tengo dinero -dijo Digon-. Monedas de plata y vales comerciales. Déjame con vida y te puedes quedar con todo.

– Me lo podría quedar todo igualmente -respondió Sorak.

– Sí que podrías -reconoció el malhechor, sombrío-, pero, escucha: aún tengo otras cosas que ofrecer.

– ¿Qué cosas?

– Información -respondió él-. Transmitida a la gente adecuada, esta información podría producirte una recompensa mucho mayor de lo que contiene mi bolsa.

– ¿Te refieres a información sobre cómo tus compañeros de pillaje planean atacar la caravana?-inquirió Sorak-. ¿O te refieres a los hombres que vuestro cabecilla envió a Tyr a espiar para Nibenay?

Digon se quedó boquiabierto por la sorpresa.

– ¡Por la sangre de un gith! ¿Cómo rayos lo sabes? -Y entonces recordó cómo le habían sacado la daga de la funda y arrancado el escudo de la mano, como si se tratara de manos invisibles-. Claro -dijo-, tendría que haberlo sabido por la forma en que dominas al tigone. -Suspiró y contempló las llamas con expresión taciturna-. Vaya suerte la mía tropezarme con un maestro del Sendero. Eso significa que no tengo nada con lo que negociar. Voy a morir.

– A lo mejor no -repuso Sorak.

El bandido levantó la cabeza inmediatamente, con una llamarada de esperanza en los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– Tu jefe…, Rokan -dijo Sorak; mientras hablaba, se replegó al interior, y la Guardiana sondeó la mente del ladrón y percibió la imagen del cabecilla que apareció en ella.

– ¿Qué pasa con él? -inquirió Digon, inquieto.

– ¿Quiénes son los hombres que eligió para espiar para Nibenay?

En cuanto oyó la pregunta, Digon pensó en los hombres escogidos para la misión, y la Guardiana pudo ver sus rostros en la mente del facineroso. Y, con sus rostros, surgieron sus nombres.

El Í hombre vio la atención con que lo miraba Sorak, y tragó con fuerza.

– No puedo ocultarte nada. Ya lo sabes, ¿verdad?

Sí, lo se.

– ¿Qué más quieres de mí? -suspiró Digon.

– Cuando tus amigos ataquen la caravana, ¿dónde tendrá lugar la emboscada? -Apenas hecha la pregunta, la Guardiana percibió ya la respuesta en la mente del otro. Sin siquiera esperar a la respuesta, siguió preguntando-: ¿Cuántos son? -Y también esa respuesta apareció al momento, ya que Digon no pudo evitar pensar en ella-. ¿Qué armas tienen?

– ¡Para! -gritó el salteador-. ¡Dame al menos tiempo para contestar! ¡Déjame una pizca de dignidad!

– ¿Dignidad? -repitió Sorak-. ¿En alguien como tú?

Las comisuras de los labios de Digon se torcieron hacia abajo y el hombre desvió la vista para evitar la mirada del joven.

– Vete -dijo Sorak.

El salteador lo miró con incredulidad, no muy seguro de haber oído bien.

– – ¿Qué?

– He dicho «vete».

– ¿Me dejas marchar? -Dirigió una inquieta mirada a Tigra.

– El tigone no te hará daño -indicó Sorak-. Ni tampoco yo. Eres libre de marcharte, aunque mereces morir.

. Sin acabar de creer en su buena suerte, Digon se incorporó despacio, como si esperara que Sorak cambiara de idea en cualquier momento.

– Antes de irte -añadió el joven-, piensa en lo que sucederá si intentas avisar a tus amigos que esperan en el desierto o bajas a Tyr y buscas a Rokan. Un largo viaje realizado para nada, espías descubiertos y los planes para robar desbaratados, todo por tu causa.

– Me matarían -dijo Digon, mordiéndose el labio inferior-. Pero… ¿por qué me dejas con vida?

– Porque puedo -respondió Sorak-, y porque puedes hacerme un favor.

– Sólo tienes que nombrarlo.

– Quiero ponerme en contacto con la Alianza del Velo.

– Sólo he oído hablar de ellos -replicó Digon, negando con la cabeza-. No sé nada que pueda ayudarte.

– Lo sé; pero puedes ir a la ciudad y prepararme el camino. Haz preguntas. Averigua lo que puedas. Y, si se ponen en contacto contigo, háblales de mí. Manté e nte alejado de tus amigos de bandidaje, no obstante; lo digo por tu bien.

– No necesitas recordármelo.

– ¿Lo harás?

– Sabes que lo haré -contestó él con un leve bufido-. Sería inútil intentar engañar a alguien que puede leerte el pensamiento. Lo que pides implica un riesgo, pero ese riesgo no es nada comparado con lo que Rokan me haría, y no es un precio exagerado a cambio de conservar la vida. Cuando hable de ti, ¿qué nombre debo dar?

– Me llaman Sorak.

– ¿Un nómada que anda solo? Entonces Aivar se equivocaba. ¿Eres un elfo?

– Soy un elfling.

– De modo que tenía razón; eres un mestizo. Pero resulta inaudito que halflings y elfos se apareen. ¿Cómo sucedió?

– Eso no te importa.

– Lo siento, no quería ofenderte. ¿Puedo llevarme mi crodlu?

– Sí, pero deja los otros.

– Se podría obtener un buen precio por ellos en el mercado -dijo Digon, asintiendo-. ¿Y las armas? ¿Vas a dejar que me vaya desarmado?

– Te dejaré tu bolsa. Puedes utilizarla para comprar nuevas armas en la ciudad.

Digon volvió a asentir. Sorak lo siguió hasta más allá del muro. Mientras se encaminaba hacia el bosquecillo donde estaban atados los crodlus, el bandido titubeó junto a los cuerpos de sus amigos; luego se inclinó sobre uno de ellos, y Sorak lo vio coger una bolsa de dinero.

– Déjala -ordenó el joven-. La tuya debería ser suficiente para tus necesidades.

– Si debo hacer averiguaciones para ti, tendré que frecuentar las tabernas -protestó Digon-. Eso costará dinero. Y no tendré demasiado tras comprar las nuevas armas, sin las cuales sería una estupidez llevar a cabo tu encargo.

Sorak se dijo que aquello tenía sentido, de modo que, señalando los cadáveres, respondió:

– ¿Llevaban todos bolsas de dinero?

– Como esperábamos poder visitar la ciudad, todos trajimos plata, sí -contestó Digon con amargura-. No suponíamos que nos iban a escoger para esta tarea asquerosa.

– Coge la mitad entonces, y déjame el resto -indicó Sorak.

El otro asintió y empezó a librar a los cuerpos de sus bolsas. Le llevó tres a Sorak y se reservó el resto.

– ¿Está bien?

Sorak sopesó las bolsas. Estaban llenas de monedas tintineantes.

– Muy bien -asintió-. Puedes irte. Pero ten cuidado de no traicionarme; si se te ocurre, recuerda que he tocado tu mente.. Eso me facilitaría la tarea de encontrarte.

– Créeme, no te daré motivos para buscarme -aseguró el malhechor-. Si mi camino no se vuelve a cruzar jamás con el tuyo, me consideraré muy afortunado.

Desató uno de los crodlus, montó sobre el lomo del lagarto y lo lanzó al galope por el sendero que descendía hacia el valle. Sorak contempló cómo se alejaba; luego ordenó a Tigra que cavara agujeros para enterrar los cadáveres. No es que le importara demasiado enterrarlos decentemente, pero no deseaba tentar a ningún miembro de la tribu. Los halflings comían carne humana.

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