Sorak observó cómo el que tenía la banca barajaba los naipes y los pasaba al hombre situado a su lado. El mercader de vinos cortó la baraja y la volvió a entregar al que repartía, un comerciante de la caravana llegada de Altaruk. Había cinco hombres alrededor de la mesa, sin contar a Sorak. Y uno de ellos hacía trampas.
Sorak tomó sus cartas, las abrió en abanico, y les echó una ojeada.
La apuesta eran diez monedas de plata. En cuanto todo el mundo hubo puesto sus monedas en el caldero de hierro, el mercader de vinos se descartó de tres cartas, y el que repartía depositó tres nuevas sobre la mesa frente a él. El otro las recogió y las deslizó entre las que ya tenía; su rubicundo rostro mofletudo no mostró nada.
El joven noble de cabellos oscuros tomó dos. El fornido tratante de animales cogió tres. Sorak se quedó con las que tenía, y el medio calvo comerciante en cerámica cogió también dos.
– La banca coge dos -anunció el mercader de la caravana, dándose dos cartas.
El mercader de vinos abrió con diez monedas de plata.
– Veo tus diez monedas y subo otras diez -anunció el noble de cabellos morenos.
– Eso hacen treinta para ti -indicó la banca al tratante de animales. El musculoso jugador lanzó un gruñido y echó una nueva mirada a sus cartas.
– Voy -contestó, contando veinte mon h edas de plata
y arrojándolas al negro caldero situado en el centro de la mesa.
– Yo subo otras veinte -dijo Sorak sin mirar sus cartas, y dejó caer las monedas en el recipiente.
– Demasiado para mí -suspiró el comerciante en cerámica, recogiendo sus cartas y colocándolas boca abajo sobre la mesa.
– Yo veo tus veinte -dijo el mercader de la caravana, sosteniendo la mirada de Sorak-, y subo a veinte más.
El mercader de vinos recogió sus cartas. El tratante de animales y el noble siguieron, lo mismo que Sorak.
– Voy y veo -indicó Sorak.
El mercader de la caravana sonrió mientras extendía sus cartas boca arriba sobre la mesa.
– Llorad y lamentaos, amigos míos -anunció, recostándose cómodamente en su asiento. Tenía un tres y cuatro hechiceros. El tratante de animales maldijo por lo bajo y arrojó sus cartas sobre la mesa.
– Eso me deja fuera -dijo el noble con un suspiro, en tanto que el mercader de la caravana sonreía y alargaba la mano hacia el recipiente.
– Cuatro dragones -proclamó Sorak, y extendió sus cartas. El mercader de la caravana se incorporó de un salto, arrojando su silla al suelo con estrépito.
– ¡Imposible! -exclamó.
– ¿Por qué? -inquirió Sorak, contemplándolo con tranquilidad.
Los otros jugadores intercambiaron miradas nerviosas.
– Es cierto -intervino el noble-, ¿por qué?
– ¡Se lo ha sacado de la manga! -chilló el otro en un desagradable tono acusador.
– No, en realidad, lo he sacado de la parte superior de tu bota izquierda -repuso Sorak.
Los ojos del mercader de la caravana se abrieron desmesuradamente y de forma inconsciente descendieron veloces hacia su bota alta, que le subía hasta más arriba de la rodilla.
– Las cartas que descartaste eran un seis de copas y un dos de cetros -continuó Sorak-. Las cartas que sacaste eran un dragón de espadas y un cuatro de pentáculos. Es por eso que sabías que era imposible que yo tuviera cuatro dragones, porque el dragón de espadas y el cuatro de pentáculos estaban en la parte superior de tu bota izquierda, donde los escondiste al hacer el cambio.
– ¡Embustero! -chilló el que había repartido.
Dos de los guardas semigigantes se colocaron detrás de él sin hacer ruido.
Sorak miró a los otros jugadores.
– Si miráis dentro de la parte superior de su bota izquierda, encontraréis el cuatro de pentáculos escondido aún ahí. Y dentro de la parte superior de la bota derecha hay dos hechiceros. Empezó con cuatro, uno de cada palo.
– Será mejor que comprobemos esas botas -propuso el joven noble con una mirada penetrante al mercader de la caravana.
Los dos semigigantes avanzaron para sujetarlo por los brazos, pero el hombre fue demasiado rápido para ellos. Clavó el codo con fuerza en el plexo solar de un semi – gigante, que quedó sin respiración, y descargó el tacón de la bota con violencia sobre el empeine del otro. Mientras el semigigante aullaba de dolor, el mercader aprovechó para hundirle el puño en el bajo vientre. Había actuado tan deprisa, que todo había sucedido en un instante, y, al mismo tiempo que otros guardas cruzaban la sala hacia él, la espada de hierro del comerciante saltó de su vaina.
La mano de Sorak fue veloz hacia la empuñadura de su espada, pero, mientras sus dedos se cerraban alrededor de ella, el joven sintió repentinamente como si se desvaneciera. Una nueva presencia surgía de su interior, y Sorak notó como si se sumiera en un negro torbellino de oscuridad. Un frío helado le envolvió todo el cuerpo a medida que la Sombra se alzaba como un torrente de las zonas más recónditas de su mente subconsciente.
Justo cuando el mercader de la caravana dejaba caer su arma con un gruñido, dirigiendo un golpe devastador a la cabeza de Sorak, la Sombra desenvainó a Galdra con una velocidad relámpago y detuvo el mandoble. La hoja de hierro chocó contra el acero elfo con un tañido y se hizo añicos como si fuera de cristal. El mercader se quedó boquiabierto, pero se recuperó con rapidez y dio una patada a la mesa que lanzó por los aires naipes, monedas y copas; la mesa redonda quedó volcada, convertida en un eficaz escudo entre él y Sorak. La Sombra alzó a Galdra y la descargó con un violento golpe vertical que partió la mesa por la mitad como si la gruesa madera de agafari no fuera más consistente que un pedazo de queso.
El hombre de la caravana retrocedió precipitadamente, pero se encontró con que un grupo de semigigantes y semielfos armados le cerraba el camino hasta la puerta. Lanzó una maldición y se volvió otra vez hacia Sorak.
– ¡Muere, mestizo! -gritó, sacando una daga de obsidiana y arrojándola contra el joven.
La Sombra se retiró de improviso y la daga se detuvo, paralizada en el aire a pocos centímetros del pecho del elfling al hacer su aparición la Guardiana. Los ojos de Sorak centellearon a la vez que el estilete giraba despacio sobre sí mismo, la punta apuntando ahora a quien lo había lanzado. El hombre se quedó atónito, y muy pronto su asombro se convirtió en pánico cuando la daga salió disparada hacia él como un moscardón furioso. Se dio la vuelta e intentó huir, pero la hoja se enterró hasta la empuñadura entre sus omóplatos, y cayó al suelo, resbalando sobre las baldosas arrastrado por su propio impulso; acabó chocando contra una mesa, que derribó, y se quedó allí hecho un ovillo inerte.
La sala de juego se sumió en un profundo silencio, que muy pronto quedó roto por las sordas murmuraciones de los clientes. Sorak se acercó al lugar donde yacía el cadáver del fullero y lo golpeó con el pie; acto seguido se inclinó y sacó un naipe de la parte superior de la bota del muerto. Se acercó con el naipe a los otros jugadores y lo mostró.
– Podéis repartiros el fondo entre vosotros -dijo-, de acuerdo a lo que cada uno haya puesto. En cuanto a lo que apostó este tramposo, podéis repartirlo en partes iguales. -Se volvió y lanzó o la carta sobre el cuerpo, la cual fue a aterrizar sobre el pecho del fullero-. No se toleran las trampas en esta casa -añadió-. Podéis coger mi parte del fondo y dividirla entre vosotros, a modo de disculpa por las molestias. -Indicó a una de las camareras que se acercase-. Por favor, trae a estos caballeros una bebida, que yo invito -le ordenó.
– Gracias -dijo el mercader de vinos tragando saliva muy nervioso.
El joven noble contempló con curiosidad los restos de la mesa y luego volvió la mirada hacia Sorak.
– ¡Esa mesa era de madera maciza de agafari! -exclamó incrédulo-. ¡Y la cortaste en dos mitades!
– Mi hoja es de acero y tiene un buen filo -repuso él.
– ¿Tan afilado como para hacer añicos una espada de hierro? -intervino el tratante de animales-. Ni siquiera una hoja de acero podría hacerlo; aunque sí una que estuviera hechizada.
El joven guardó la espada y no respondió.
– ¿Quién eres? -inquirió el tratante de animales.
– Mi nombre es Sorak.
– Sí, eso dijiste cuando empezamos a jugar -respondió su interlocutor-. ¿Pero qué eres?
– Un elfling -respondió el joven mirándolo con fijeza.
– No es a eso a lo que me refería -replicó el tratante de animales sacudiendo la cabeza.
Antes de que Sorak pudiera responder, uno de los guardas semielfos se le acercó y le dio un golpecito en el hombro.
– La señora quiere verlo -le dijo en voz baja.
Sorak levantó los ojos hacia el segundo piso y vio a Krysta, que lo miraba a través de la cortina de abalorios de su oficina. Asintió y se encaminó a las escaleras. A su espalda, los clientes empezaron a conversar animadamente sobre lo que acababan de presenciar.
La puerta ya estaba abierta cuando llegó desde el corredor, y los semielfos de la antecámara lo miraron con respetuoso silencio. Atravesó la cortina que cubría la arcada de acceso y penetró en el despacho de Krysta. Ésta se encontraba de pie detrás del escritorio, esperándolo.
– Siento los desperfectos… -empezó él.
– No te preocupes por eso -lo interrumpió ella, saliendo de detrás de la mesa-. Déjame ver tu espada.
– ¿Mi espada? -Sorak frunció el entrecejo.
– Por favor.
El joven la extrajo de su vaina.
– Acero elfo -musitó ella-. Te lo ruego, gírala de modo que pueda ver la hoja plana.
Hizo lo que le pedía y oyó como Krysta aspiraba con fuerza al leer la inscripción de la hoja.
– ¡Galdra! -exclamó o en una voz que apenas era un susurro. Levantó la mirada hacia él, los ojos muy abiertos y atemorizados-. Jamás soñé… -empezó-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– Señora… -dijo uno de los guardas semielfos, apartando la cortina detrás de ellos-. ¿Es cierto?
– Lo es -respondió ella, contemplando a Sorak con expresión de asombro.
El guarda miró fijamente al joven y penetró en la habitación seguido por los otros.
– ¿Qué sucede? -inquirió Sorak-. ¿Qué es lo que es cierto?
– Llevas a Galdra, la espada de los antiguos reyes elfos -explicó Krysta-. El arma a la que nada puede oponerse. ¿Es posible que el viejo mito sea verdad?
– ¿Qué mito?
– El mito que todo elfo considera simplemente un cuento de viejas: «Un día aparecerá un campeón, un nuevo rey que unirá las tribus separadas, y por Galdra lo conoceréis». Incluso los semielfos criados en la ciudad conocen la leyenda, aunque nadie la cree. Nadie ha visto la espada desde hace mil años.
– Pero yo no soy un rey -replicó Sorak-. Esta espada me la regaló la gran señora de las villichis, a cuyo cuidado estuve.
– Pero te la dio a ti -insistió Krysta.
– Pero… sin duda, eso no me convierte en un rey -protestó él.
– Te convierte en el campeón del que hablaba el mito -contestó ella-. El poder de Galdra jamás serviría a alguien que no fuera digno de empuñarla. -Sacudió la cabeza-. No estoy muy segura de creerlo yo misma, pero, si lo hubiera sabido, quizá no habría sido tan insolente.
Sorak se volvió hacia los guardas semielfos, que lo contemplaban con temor.
– Esto es absurdo. Por favor, salid, todos vosotros. ¡Salid, he dicho!
Se dieron todos la vuelta en un amasijo revuelto de cuerpos y salieron por la puerta.
– Cuando esto se sepa -dijo Krysta-, todos los hombres y mujeres de esta ciudad con sangre elfa en las venas empezarán a hacerse preguntas sobre ti, Sorak. Algunos querrán convertirte en lo que no deseas ser; otros, robar la legendaria espada. Y si las tribus nómadas del desierto se enteran…
– Espera -intervino Sorak-. El simple hecho de que haya crecido una especie de mito alrededor de una espada no significa que yo sea su realización. No he venido aquí a investirme de ningún manto de autoridad, y, si he de ser el campeón de alguien, entonces lucharé por el Sabio.
– ¿Y qué sucede con el mito? -preguntó Krysta, en tono divertido.
– ¡Por última vez, yo no soy un rey! -declaró el joven-. ¡Ni siquiera soy un elfo de pura sangre! La estirpe de los reyes elfos desapareció con Alaron, y yo ni tan sólo sé quiénes eran mis padres.
– Y sin embargo conoces el nombre de Alaron.
– Sólo porque oí la historia de labios de una venerable pyreen -replicó Sorak con exasperación-, igual que tú has oído esa leyenda popular. Ésta habrá sido su espada, pero el que yo la tenga no me convierte en el sucesor de Alaron. Y, si me la roba un humano, ¿convertiría eso al humano en rey de los elfos? Si fuera tuya, ¿recaería el título sobre ti?
– Deja que la empuñe por un instante -pidió Krysta, extendiendo la mano.
– Como quieras -suspiró él, entregando la espada.
Los dedos de la semielfa se cerraron alrededor de la empuñadura. La mujer se mordió el labio inferior mientras sostenía la espada, los ojos fijos en la hoja como si fuera algo sagrado, y luego la descargó con todas sus fuerzas en un golpe de arriba abajo sobre su escritorio. La hoja se clavó profundamente en la madera y se quedó allí.
– ¡Por la sangre de un gith! -exclamó Sorak-. ¿Qué haces?
Krysta gruñó mientras intentaba liberar la hoja, lo que consiguió al tercer intento.
– Hubo un tiempo en que luché en la arena -explicó-. No soy una hembra debilucha que no puede manejar una espada. Mis guardas testificarán que ninguno de ellos hubiera podido asestar un golpe más fuerte. Ahora prueba tú.
– ¿Para que servirá dejar más muescas en tu escritorio? -quiso saber Sorak.
– Es un capricho mío.
El joven meneó la cabeza, recuperó la espada, y la abatió con fuerza sobre la mesa. El pesado escritorio se hundió por el centro y se desplomó al partirlo la hoja completamente en dos.
– Según la leyenda, el hechizo de la hoja no servirá a nadie más -manifestó Krysta-. Y, si cayera en las manos de un profanador, se haría pedazos. La magia servirá únicamente al campeón, porque su fe es autentica. A lo mejor tú eres ese campeón. Tú eres el legítimo monarca.
– ¡Pero ya he dicho que no soy un rey! -se quejó él-. ¡No lo creo! ¿Dónde está, entonces, mi fe?
– En la tarea que te has fijado, y en la trayectoria que debes seguir -respondió ella-. El mito también lo menciona.
– – ¿Sí?
– Dice: «Aquellos que creen en el cam m peón lo aclamarán, pero el rechazará la corona, ya que los elfos se han hundido en la decadencia. Tendrán éstos primero que alzarse por encima de su fracaso y merecer a su rey antes de que éste los acepte, pues al igual que Galdra, espada de los reyes elfos, las tribus dispersas deberán recuperar su espíritu y forjarse de nuevo en la fe, antes de conseguir su auténtico temple». Tanto si te gusta como si no, cumples todas las condiciones del mito.
– No soy un rey -dijo Sorak enfurecido-. Soy Sorak y, sea lo que sea que cualquier mito signifique, no tengo la menor intención de convertirme jamás en rey ni de ceñir ninguna corona.
– Como desees -respondió Krysta con una sonrisa-. Pero, de todos modos, puede ser que te encuentres con que te lo imponen. Si no quieres que hable de ello, no lo haré, pero no puedes negar tu destino.
– Cualquiera que sea mi destino -dijo Sorak-, por el momento está ligado a mi búsqueda del Sabio. Dijiste que investigarías sobre la Alianza del Velo.
– Y lo he hecho. Se me ha dicho que se puede encontrar a miembros de la Alianza casi en todas partes, pero que un buen lugar para establecer contactos es en la taberna El Gigante Borracho. No está lejos de aquí. Pero debes ser discreto; no hagas preguntas en voz alta. La señal de que se desea establecer contacto es pasarse la mano por la parte inferior del rostro, como si se indicara un velo. Si hay algún miembro de la Alianza presente, te vigilarán y seguirán, y alguien se pondrá en contacto contigo.
– La taberna El Gigante Borracho -repitió Sorak-. ¿Dónde puedo encontrarla?
– Haré que mis guardas te acompañen -ofreció Krysta.
– No, preferiría ir solo. Sin duda sospecharán de mí ya desde un principio, y si fuera con una escolta no haría más que empeorar las cosas. Quiero sacar a esa gente a la luz, no asustarlos.
– Te dibujaré un mapa -dijo Krysta, volviéndose hacia su escritorio. Contempló las dos mitades de la mesa unos instantes; todo lo que había estado encima se había desparramado por el suelo-. Pensándolo mejor, quizá sea suficiente con que te lo explique.
Una vez que Sorak hubo marchado, el capitán de su guardia regresó ante ella y comentó vacilante:
– ¿Qué debemos hacer? ¿Lo seguimos?
– No creo que eso le gustara -respondió ella, negando con la cabeza.
– Pero si le sucediera algún daño…
– En ese caso el mito sería falso -afirmó ella-, tal y como siempre creí. -Clavó los ojos en lo que quedaba de su escritorio-. Además, no me gustaría estar en el lugar de quien intentara hacerle daño, ¿no crees?
Un grupo de pordioseros estaba sentado contra la pared al otro lado de la calle frente a La Araña de Cristal. A pesar del toldo que pendía sobre sus cabezas, los seis estaban envueltos en sus mugrientas y andrajosas capas con capucha, apiñados unos contra otros para resguardarse del frío nocturno. Cuando Sorak abandonó la casa de juegos, uno de ellos dio un codazo a sus compañeros.
– Ahí va -dijo.
Rokan levantó la cabeza y se echó la capucha ligeramente hacia atrás para poder verlo mejor con el ojo bueno.
– ¿Estás seguro de que es él?
El templario que le había dado el codazo asintió, pero mantuvo la mirada desviada. No quería mirar al desfigurado bandido más de lo absolutamente necesario.
– Lo he estado vigilando, ¿no es así? -respondió el templario en tono irritado, pues le disgustaba tener que tratar con la escoria; cuanto antes hubiera terminado esto, mucho mejor para él-. ¡Ve y atácalo! Está solo.
– Actuaré cuando esté preparado, templario -replicó Rokan con sequedad-. Este mestizo me ha costado mucho y no quiero que muera demasiado deprisa.
– ¡Pero se aleja!
– Tranquilízate -repuso el bandido-. Lo seguiremos, pero a una discreta distancia. Yo escogeré el momento y el lugar.
Tras dar a Sorak una buena ventaja, Rokan hizo una señal con la cabeza a los otros, y todos se incorporaron a una, para marchar en la misma dirección que había tomado el elfling. El templario apresuró el paso tras él, pero Rokan lo agarró por la capa y tiró de él hacia atrás.
– ¿Adó o nde crees que vas? -preguntó.
– Pues, contigo, para ver cómo matas al elfling, claro -contestó éste.
– De claro, nada -dijo Rokan, empujándolo hacia atrás con la fuerza suficiente para que diera con el trasero en medio de la calle-. Quédate aquí y no estorbes.
– Pero tengo que observar…
Rokan se dio la vuelta sin decir nada más y se alejó a grandes zancadas con sus hombres. El templario se levantó del polvo y dirigió una mirada de odio a la espalda del otro. Había habido una época en que nadie se habría atrevido a tratarlo de este modo. Sin embargo, esos días habían pasado ya. Kalak estaba muerto, y los templarios habían perdido su magia. En tiempos del rey-hechicero, el templario había infundido el temor en el corazón de cualquiera al que mirara aunque sólo fuera con severidad; ahora sabía lo suficiente como para tener miedo de un hombre como Rokan, y aquella sensación no le sentaba nada bien en la boca del estómago. Se quedó atrás, observando cómo los bandidos desaparecían calle abajo. A Timor no le gustaría, pero Timor no estaba aquí, y sí Rokan.
Uno de los malhechores se deslizó junto a Rokan mientras seguían a Sorak de lejos.
– ¿Qué sucederá cuando hayas matado al mestizo?
– Entonces el trabajo habrá concluido, y seréis libres de marcharos -respondió Rokan, intentando no perder de vista al elfling en aquel laberinto de calles serpenteantes.
– ¿Cómo sabemos que podemos confiar en este Timor?
– No podéis -dijo Rokan-; pero no temas, Vorlak. Vosotros no le interesáis; somos insignificantes en lo que respecta a sus planes. Tiene algo mucho más importante entre manos y nosotros no somos mas más que instrumentos que utilizará a durante un corto espacio de tiempo para servir a sus necesidades más inmediatas antes de dejar de ocuparse de nosotros.
– Esto ha sido un mal negocio desde el principio -refunfuñó Vorlak-. Para empezar, nunca debiéramos haber venido aquí.
– Nos pagaron bien.
– No lo suficiente para compensarnos por lo que ha sucedido -respondió Vorlak con amargura-. Tampoco nos pagará el resto de lo convenido nuestro cliente nibenés, ahora que se ha descubierto que somos espías. La caravana con destino a Altaruk ha abandonado ya la ciudad, y nos lleva todo un día de ventaja; de modo que, aunque pudiéramos obtener una reata de veloces crodlus, cosa que no podemos, no conseguiríamos alcanzar a los otros a tiempo de avisarles. Atacarán la caravana tal y como se planeó, y caerán directamente en la trampa.
– ¿Crees que no lo sé? -replicó Rokan en tono arisco-. ¿Qué esperas que haga yo?
– No hay nada que hacer -intervino Gavik, otro de los bandidos-. Se ha acabado. Incluso aunque algunos de nuestros camaradas pudiera pudieran escapar, aún les quedarían los altiplanos por cruzar. Y, si el desierto no acaba con ellos, ¿qué les espera a su regreso? ¿Qué nos espera a todos nosotros?
– Todavía tenemos el campamento en las Montañas Me – killot -contestó Rokan-, y aún tenemos a nuestras mujeres y a los hombres que no vinieron con nosotros.
– Un simple puñado -se lamentó Gavik-. Ni siquiera son suficientes para emboscar una caravana pequeña.
– Empecé con menos que eso -repuso Rokan-, y puedo volver a empezar. Nada ha terminado.
– Entonces ¿no piensas aceptar la oferta de este templario para que te quedes a su servicio? -inquirió Vorlak.
– Rokan sólo sirve a Rokan -proclamó el jefe de los bandidos con una voz que era casi un gruñido.
– Pero… ¿y tu rostro? -quiso saber Gavik-. Dijiste que el templario prometió curar las heridas si le servías fielmente.
– Una promesa vana -dijo el bandido con amargura-, que estoy seguro nunca ha tenido la intención de cumplir. Cree que le ha dado un ascendiente sobre mí, pero descubrirá que está muy equivocado.
– Entonces… ¿para qué molestarse con este elfling? -preguntó otro de los bandidos-. ¿Por qué no nos limitamos a aceptar nuestras pérdidas y abandonamos la ciudad ahora mismo?
– Devak tiene razón -dijo Tigan, el quinto hombre del grupo-. Marchémonos de la ciudad ahora, antes de que nos enredemos con la guardia de la ciudad o nos traicionen los templarios.
– Cuando esto termine, el resto de vosotros puede hacer lo que le venga en gana -manifestó Rokan-. Si queréis marcharos, por mí podéis ir a asfixiaros en el Mar de Cieno; pero el elfling pagará por lo que ha hecho. Y, cuando haya acabado con él, regresaré y mataré al templario.
– ¿Enfrentarte a un profanador? -se sorprendió Devak-. No cuentes conmigo.
– Ni conmigo -declaró Gavik-. Sabes mejor que ninguno de nosotros lo que Timor puede hacer, ¿y no obstante sigues pensando que puedes matarlo?
– Creerá que soy su servidor, esclavizado por su promesa de curar mi cara y hacerme rico -explicó Rokan-. Me comportaré como su lacayo y, cuando llegue el momento, le romperé el cuello o le hundiré un cuchillo en las costillas.
– Déjame fuera de esto -dijo Vorlak-. Ya tengo bastante de todo este asunto. Yo ya he acabado.
– ¡Habrás acabado una vez que el elfling esté muerto, y no antes! -exclamó Rokan, agarrándolo por la garganta-. ¡Después de eso, podéis iros al infierno, por lo que a mí respecta!
– Muy bien -refunfuñó Vorlak con voz encogida-. El elfling morirá; pero no quiero tomar parte en el intento de matar al templario.
– Ninguno de nosotros quiere -apuntó Gavik.
– Como queráis -dijo Rokan, soltando a Vorlak y retomando la persecución de Sorak.
El joven se encontraba ya casi fuera de la vista, y tu – vieron que acelerar el paso para acortar distancias. Las calles estaban ya muy oscuras y casi desiertas. Tan sólo en algunas viviendas brillaba la luz de las lámparas. Sorak dobló por otra calle, y ellos apresuraron el paso para alcanzarlo; cuando llegaron a la esquina, descubrieron que había entrado en una estrecha callejuela sinuosa que terminaba en un callejón sin salida. Varios callejones salían de cada uno de los lados, entre los edificios apelotonados. Era el lugar perfecto para una emboscada.
– Acabemos con esto -dijo Vorlak, avanzando al tiempo que acercaba la mano a la espada.
– Espera -lo contuvo su jefe, cogiéndolo del brazo.
Sorak había entrado en una taberna, el único edificio de la calle que aún tenía luces ardiendo en su interior. Varias personas salieron al entrar él, y los bandidos observaron en silencio mientras pasaban por su lado.
– Esperaremos hasta que salga -anunció Rokan-. Vorlak, tú y Tigan os colocáis en ese callejón de ahí. -Señaló el oscuro callejón cubierto de basura situado justo al otro lado de la calleja-. Devak, tú y Gavik apostaos en el callejón del otro lado. Yo esperaré en la calle, junto a la entrada de la taberna, y fingiré estar borracho. Cuando salga, lo dejaré pasar y luego me acercaré por detrás mientras vosotros salís y le cortáis el paso.
– ¿Qué sucederá si no sale solo? -inquirió Tigan-. ¿Y si va alguien con él?
– En ese caso, mala suerte para ellos -respondió Rokan.
Sorak se detuvo unos segundos frente a la entrada de la taberna. Era un vetusto edificio de dos plantas de adobe encalado, y, al igual que muchas construcciones de la zona, gran parte del enlucido se había desgastado o desconchado, lo que dejaba al descubierto los ladrillos y la argamasa de debajo. La entrada no estaba protegida por ningún alero. Un corto tramo de escalones de madera conducía a un portal en forma de arco con una pesada puerta claveteada de madera. Sobre la puerta colgaba un letrero también de madera en el que se veía la imagen de un gigante borracho, toscamente pintada. Había dos ventanas en el muro a cada lado de la puerta, ahora bien cerradas para impedir la entrada al frío nocturno y los enjambres de insectos noctámbulos.
Un par de clientes salieron del establecimiento y pasaron junto a Sorak, los dos andando algo tambaleantes. Al abrirse la puerta para dejarlos salir, el joven escuchó gritos y risas procedentes del interior, y, con paso decidido, subió los escalones y cruzó la entrada.
Se detuvo un instante en el portal y paseó la mirada en derredor. La tienda tenía la forma de un largo rectángulo abierto, con desportillados bancos y mesas de madera a la izquierda y una larga barra de bar a la derecha. Tras la barra se veían toscas y polvorientas estanterías que sostenían toda una variedad de botellas de vino. Unas pocas lámparas de aceite iluminaban la zona del bar, en tanto que grandes velas cuadradas, lo bastante gruesas como para mantenerse en pie por sí solas, ocupaban el centro de cada mesa, derramando cera sobre la madera. Las paredes interiores, al igual que las exteriores, eran de adobe encalado, con el enlucido desconchado en varios sitios. El suelo de tablas de madera estaba viejo y manchado.
Mediaba un abismo entre aquel ambiente y la elegancia del comedor de Krysta, y los clientes parecían hacer juego con la atmósfera. Eran una pandilla de personajes toscos y malcarados, y Sorak detectó un par de forzudos semigigantes en cada extremo de la barra, que no perdían de vista a los clientes; cada uno tenía un garrote a mano, y varios cuchillos de hoja de obsidiana guardados en el cinturón. El que se encontraba más cerca de la puerta sopesó a Sorak con la mirada cuando éste entró o; sus ojos se posaron unos instantes sobre la espada, la empuñadura apenas visible bajo la capa abierta del elfling.
Varias personas levantaron la vista para mirarlo cuando pasó al interior. Sorak se detuvo y miró a su alrededor, luego se llevó la mano a la boca, como si se frotara la barbilla pensativo. Si alguien reconoció la señal, nadie lo demostró. El joven se encaminó a la barra.
– ¿Qué será, forastero? -preguntó el camarero con indiferencia al tiempo que limpiaba el trozo de barra situado frente a él con un trapo mugriento.
– ¿Podría tomar un poco de agua, por favor?
– ¿Agua? -exclamó el camarero, enarcando las pobladas cejas-. Esto es una vinatería, amigo. Si quieres agua, ve a beber de un pozo. Yo tengo un negocio que atender aquí.
– Muy bien -concedió Sorak-. Tomaré vino, entonces.
El encargado elevó los ojos al cielo, y luego indicó las estanterías llenas de botellas que tenía a la espalda.
– Tengo toda clase de vino -dijo-. ¿Cuál te gustaría?
– Cualquier clase.
– ¿No tienes ninguna preferencia?
– Da lo mismo -repuso el joven.
– Bien -suspiró exasperado el camarero-, ¿quieres un vino barato, un vino de precio asequible o un vino caro?
– Lo que pueda pagar con esto -indicó Sorak, depositando un par de monedas de plata.
– Eso puede pagar casi todo lo que quieras de aquí -afirmó el otro, recogiendo las monedas con un movimiento rápido y experimentado. Colocó una copa frente a Sorak y luego tomó un pequeño escabel, dio unos pasos barra abajo, y se subió a él para alcanzar una de las botellas del estante superior. Sopló la capa de polvo que cubría la botella, la abrió, y la puso ante el joven.
– ¿Era eso suficiente para una botella? -preguntó Sorak.
El camarero lanzó una risita divertida.
– Amigo, con eso mucha gente podría beber aquí toda la noche y aún más. No sé de dó o nde eres, y no es que me importe, pero desde luego eres nuevo aquí en la ciudad. Acepta un consejo de amigo: entérate mejor de lo
que cuestan las cosas. Podría haberte estafado con facilidad hace un instante.
– Es bueno encontrar a un hombre honrado.
– Sí, pero eso no me h k a hecho más rico -se quejó él.
– ¿Quieres beber conmigo?
– No tengo ningún inconveniente. -El encargado se hizo con una copa y llenó la suya y la de Sorak-. ¿Por qué bebemos?
Sorak se pasó la mano por la parte inferior del rostro.
– ¿Qué tal por nuevas alianzas?
Mientras lo decía, Sorak se replegó al interior y la Guar – diana tomó el control.
– Me gusta -dijo el hombre; hizo chocar su copa con la de Sorak y bebió-. Me llamo Trag.
– Sorak -repuso la Guardiana. Luego, hablando interiormente a Sorak y a los otros, siguió:
Conoce la señal, pero se muestra cauteloso.
Trag vio que Sorak volvía a dejar la copa sin haber bebido y frunció el entrecejo.
– ¿Propones un brindis y luego no bebes?
– No me gusta el vino.
– Rayos y truenos, entonces ¿por qué has pagado una de mis botellas más caras? -exclamó, poniendo los ojos en blanco.
– Porque no tenías agua y, como dijiste, tienes un negocio que atender.
– Eres un tipo raro, amigo -comentó Trag con una carcajada-. Vienes a una taberna, pero no quieres vino. Compras mi cosecha más cara, pero ni siquiera te dignas probarla. De todos modos, a los clientes que pagan tan bien como tú se les puede permitir que sean excéntricos.
La Guardiana sondeó su mente mientras hablaba. Conocía la existencia de la Alianza del Velo, y había captado el apenas disimulado comentario, pero no formaba parte del grupo clandestino y no tenía más relación con él que saber que su taberna era un frecuente punto de contacto para ellos. Interiormente, simpatizaba con los objetivos de la Alianza, pero ellos lo habían mantenido ignorante de sus asuntos adrede para que no pudiera delatarlos a los templarios si era arrestado e interrogado.
Este hombre no puede ayudarnos, dijo Eyron. Malgastamos el tiempo con él.
El tiempo jamás se malgasta, replicó Sorak. Simplemente transcurre. Trag reconoció la señal, y alguien más puede haberla reconocido también.
– Parece que tienes unos parroquianos muy interesantes -observó la Guardiana.
– Abro tarde y cierro tarde -respondió Trag con un encogimiento de hombros-. Eso atrae a los habitantes de la noche.
– ¿Los habitantes de la noche?
– Aquellos que duermen de día y permanecen despiertos toda la noche -explicó Trag, y añadió con una sonrisa-: Ya veo que no te has criado en una ciudad. En las provincias, la gente se levanta con el sol y se acuesta cuando se pone; en una ciudad, las cosas son diferentes. Una ciudad nunca duerme. A mí también me gusta la noche; es más fresca, y la oscuridad le va mejor a mi temperamento, y los que viven de noche suelen ser más interesantes. Aquí vienen gentes de todo tipo.
– ¿A qué tipo de gentes te refieres?
– Oh, pues casi de cualquier clase que te puedas imaginar -respondió Trag-, excepto la gente supuestamente de la mejor clase: vagabundos, ladrones, mercaderes sin suerte, simples peones, bardos… Una taberna pequeña como ésta no puede esperar competir con lugares como La Araña de Cristal. En un lugar como éste no encontrarás bailarinas ni juegos con apuestas elevadas, puesto que la mayoría de mis clientes apenas si pueden pagarse un vaso de vino para mantenerse calientes. Los mendigos a menudo entran para huir del helado aire nocturno. A mí no me importa, siempre y cuando se gasten una pieza o dos de cerámica. Algunos pagan una copa de vino barato y hacen que dure todo lo posible; otros se gastan todas las piezas que han conseguido mendigando durante el día y beben hasta quedar inconscientes. Corren malos tiempos en Tyr estos días, y, cuando los tiempos son malos, a la gente le gusta beber. -Hizo un gesto de indiferencia-. Claro que, si se piensa bien, a la gente siempre le gusta beber. Hace que el mundo parezca menos agobiante durante un rato. Aunque tú eres la excepción, por lo que parece. No entraste aquí para beber, así que ¿cuál es tu motivo?
– No hay un motivo concreto -respondió la Guardiana-. Soy nuevo en la ciudad, y oí que éste podía ser un buen lugar para hacer contactos interesantes.
– ¿De verdad? ¿A quién se lo oíste?
Desconfí í a, advirtió la Guardiana. Cree que podemos ser un agente de los templarios.
Pero si no sabe nada, ¿qué motivos puede tener para preocuparse?, inquirió Eyron.
Empiezo a aburrirme, interpuso Kivara.
Cállate, Kivara, ordenó Sorak, irritado. Lo único que le faltaba era tener que enfrentarse a la impaciencia infantil de la entidad en un momento como éste.
– Pues, lo oí decir en alguna parte -contestó la Guardiana en voz alta.
– ¿Y dónde fue eso? -insistió Trag en tono indiferente, tomando otro trago.
Recela porque nosotros no bebemos, y porque alguien más ha estado aquí no hace mucho, preguntando por la Alianza del Velo, informó la Guardiana, captando de improvis siv o aquel pensamiento en la mente de Trag. La persona llamaba la atención y era bastante torpe… Espera. Veo su imagen mientras piensa en ella… ¡Era el bandido!
¿Digon?
– En el mercado, creo -dijo la Guardiana, respondiendo a la pregunta de Trag-. Sí, debió de ser uno de los vendedores del mercado.
Trag no pareció reconocer mi nombre, comentó Sorak interiormente.
No, respondió la Guardiana. No lo ha oído antes.
Entonces es que Digon no lo mencionó cuando vino aquí a indagar, repuso el joven. Pero al menos hizo lo que le ordené.
Si llamó la atención y se mostró torpe, no te hizo ningún favor, intervino Eyron. No hay duda de que este Trag está en guardia.
– ¿Qué clase de… contactos te interesa hacer? – - preguntó Trag, mirándolo con atención.
Está pensando en que, si demostramos nuestras intenciones con más claridad, nos pedirá que nos vayamos, dijo la Guardiana. Dirá que la Alianza es una organización casi criminal, y que él no sabe nada de estas cosas, ni desea saberlo, porque él acata la ley.
Hemos inquietado a este hombre, indicó Sorak. Quizá lo mejor sería que nos fuéramos.
¡Perfecto! yo quiero marcharme, exclamó Kivara. Este lugar es aburrido; quiero regresar a La Araña de Cristal y jugar unos cuantos juegos más.
– No había pensado en nada concreto -respondió Sorak, tomando el control otra vez-. Únicamente quería un trago de agua y un poco de conversación amistosa. Sin embargo, como no pareces tener agua, y no le veo el sentido a pagar por un vino que no bebo, tal vez lo mejor sea que siga mi camino. Se hace tarde, de todos modos, y yo, como muy bien has deducido, no estoy acostumbrado a permanecer despierto toda la noche. -Depositó sobre el mostrador otra moneda de plata-. Gracias por tu compañía.
– Guárdala -dijo Trag empujando la moneda hacia Sorak-. Ya has pagado más que suficiente por el vino que no bebiste, y no cobramos por dar conversación.
Sorak recogió la moneda, ya que no deseaba insultar al hombre ofreciéndosela otra vez.
– Gracias.
– Vuelve por aquí.
Mientras le daba la espalda a la barra, Sorak volvió a pasarse la mano por la parte inferior del rostro, y luego se dirigió hacia la puerta. No tenía ni idea de si alguien habría reconocido la señal.
¿Crees que alguien la vio?, inquirió Eyron cuando Sorak salió a la calle e inició el regreso por donde había venido.
Si así fue, no vi la menor reacción, replicó él, dejando que el Vagabundo se ocupara de la tarea de llevarlos de vuelta, por las oscuras y sinuosas calles, a La Araña de Cristal. Poesía silbaba con suavidad mientras andaban, en tanto que Kivara permanecía enfurruñada.
Eso no fue nada divertido, se quejó la entidad.
No se suponía que fuera a ser divertido, Kivara, respondió la Guardiana. Tenemos una tarea que llevar a cabo. Si no puedes contribuir, al menos permanece callada.
¿Por qué tengo que estar siempre callada? Ya ni siquiera me dejáis salir al exterior. No es justo. a
Kivara, por favor, dijo Sorak. Tendrás tu oportunidad de manifestarte y divertirte, lo prometo. Pero no ahora.
Nos siguen, advirtió el Vagabundo, rompiendo su acostumbrado silencio.
¿Quién?, quiso saber Sorak. No puedo ver.
Había un hombre sentado en la calle, apoyado contra la pared del edificio cuando salimos de la taberna, explicó la Guardiana. Parecía borracho.
¿Y ahora nos está siguiendo?, dijo Sorak. Interesante. Quizás hayamos establecido contacto después de todo. Seguiremos adelante como si no supiéramos que nos siguen. Que él haga el primer movimiento.
En la oscuridad del callejón, Vorlak y Tigan aguardaban pacientemente; el primero apostado junto a la esquina del edificio, atisbando a la calle.
– ¿No ves nada aún? -preguntó Tigan, ansioso.
– El elfling se acerca. Y Rokan va justo detrás de él. Prepárate.
Ambos desenvainaron sus armas.
– Sujétalo con fuerza -advirtió Tigan-. Recuerda lo que dijo el templario: el elfling es peligroso.
– Ya está muerto -masculló Vorlak, apartándose de la pared.
Se oyó una especie de silbido producido por algo que volaba por los aires, seguido por el golpe sordo de un objeto que cayó al suelo detrás de Vorlak y rodó hasta chocar con su pie.
– ¡Silencio, idiota! -musitó el bandido, mirando al suelo-. ¿Quieres que…? -Su voz se apagó al ver lo que había rodado hasta su pie: era la cabeza de Tigan.
Lanzó una exclamación ahogada y giró en redondo justo a tiempo de vislumbrar una figura oscura e indefinida de pie a su espalda, y lo último que sintió fue el impacto de una espada al hundirse en su pecho.
Rokan se puso en tensión y maldijo por lo bajo. El elfling había llegado al primer callejón, pero ¿dónde estaban Vorlak y Tigan? Deberían estar lanzándose al ataque. Si aquellos dos se habían dormido allí dentro, les cortaría el cuello. Se llevó la mano a su arma, y entonces vio a Devak y Gavik que salían corriendo del callejón opuesto empuñando ya las armas…
Lo que sucedió después, pasó tan deprisa que casi no pudo seguirlo. El elfling actuó con tal celeridad que la espada pareció materializarse en sus manos. Devak le lanzo un mandoble; el elfling lo paró, sosteniendo su arma con ambas manos, y la hoja de su adversario se hizo pedazos. Sencillamente reventó como si hubiera explotado. En un veloz movimiento, el elfling bajó la espada que sostenía alzada sobre su cabeza, y partió con limpieza a Devak desde el hombro hasta la cadera. El bandido lanzó un alarido mientras su cuerpo se desplomaba en dos pedazos sobre el suelo. Sin detenerse, Sorak volvió a levantar la espada para detener el ataque de Gavik, y volvió a suceder lo mismo. La hoja de Gavik se hizo añicos contra la espada del elfling, estallando en una lluvia de chispas, y acto seguido el malhechor quedó literalmente partido en dos, de la cabeza a la ingle.
La mano de Rokan saltó hacia la empuñadura de su espada, y fue este movimiento el que le salvó la vida. Al ir a coger el arma, se había vuelto ligeramente por lo que la saeta que surgió de la nada se le clavó en el hombro en lugar de hacerlo en el corazón. Lanzó una exclamación de sorpresa, dio un traspié, juró y por fin se dio la vuelta y echó a correr por donde había venido, sujetando la flecha enterrada en su hombro.
La Centinela había lanzado una señal de alarma interna cuando los dos malhechores surgieron del callejón. Sorak experimentó entonces aquella fría y mareante sensación de girar sobre sí mismo que anunciaba que la Sombra se abría paso desde su subconsciente como un monstruo surgido de las profundidades. Apenas había transcurrido un instante, pero fue un instante que Sorak no presenció. Ahora, mientras la Sombra se retiraba de nuevo a las profundidades del subconsciente de las que había salido, el joven permanecía inmóvil en medio de la calle, con los ojos fijos en los espantosos restos de sus atacantes, cuya sangre formaba enormes charcos oscuros sobre el suelo de tierra batida. Por un momento, se sintió desorientado; luego escuchó pasos que corrían a su espalda y se volvió a toda prisa para enfrentarse a la potencial amenaza, aunque sólo pudo vislumbrar a alguien que huía calle abajo y se metía por el callejón situado detrás de El Gigante Borracho.
– Bueno, si ése era nuestro contacto de la Alianza del Velo, me temo que lo hemos asustado -comentó Sorak.
¿Se te ha ocurrido que nuestros así llamados contactos de la Alianza del Vel t o podrían muy bien ser estos hombres que yacen ahí delante en medio de la calle?, dijo Eyron.
– ¿Eso piensas? -replicó el joven-; pero ¿por que querrían atacarnos?
Porque hemos estado haciendo preguntas en la taberna, repuso Eyron. La Guardiana percibió que Trag desconfiaba. Si pensó que eras un agente de los templarios…
No, intervino la Guardiana. Trag no forma parte de la Alianza, y, aunque lo fuera, no habría tenido tiempo de enviar un mensaje a estos hombres para que nos salieran al paso. a Ya nos esperaban cuando salimos de la taberna:
– Eso es cierto -asintió Sorak-. Además, la Alianza utiliza la magia y habría tenido más sentido que hubieran lanzado un ataque mágico. Estos hombres iban armados con espadas y cuchillos. La Sombra es un asesino muy eficiente, pero no se detiene a pensar. Si hubiera dejado con vida a uno de estos hombres, sabríamos quién los envió y por qué.
Se oyó el sonido de un postigo al abrirse y volver a cerrarse luego rápidamente con un portazo. Sorak alzó la vista y vio rostros que lo contemplaban desde varias ventanas con los postigos abiertos. Al ver que él levantaba la cabeza, todos desaparecieron apresuradamente dentro de sus habitaciones.
Será mejor que no nos quedemos mucho por aquí, aconsejó la Guardiana. Resultaría un poco embarazoso si nos tropezáramos con la guardia de la ciudad.
– Fue en defensa propia -protestó Sorak-. Pero tienes razón. No hay motivo para enemistarnos con el capitán Zalcor, ni con el consejo de asesores.
Empezó a andar a buen paso y con decisión por las oscuras y desiertas calles, de regreso a La Araña de Cristal. Nadie lo llamó ni intentó detenerlo. Lo cierto es que, si alguien había presenciado la rapidez con que se había deshecho de aquellos hombres, eso por sí mismo ya debía de haber sido disuasión suficiente. Pero en el mercado elfo la gente acostumbraba ocuparse de sus asuntos, por su propio bien.
Si esos hombres no pertenecían a la Alianza, entonces ¿quiénes eran y por qué nos atacaron?, preguntó Eyron.
– No lo sé. A lo mejor eran simples asesinos que buscaban nuestro dinero -sugirió Sorak.
No parecían asesinos corrientes, respondió la Guardiana. Además iban armados con espadas de hierro.
Pues, si no eran miembros de la Alianza ni asesinos, ¿qué nos queda?, insistió Eyron.
¿Soldados?, apuntó Poesía.
– ¿Soldados? -Sorak se detuvo en seco.
Los soldados van bien armados, al fin y al cabo, manifestó Poesía, y casi inmediatamente perdió todo interés por el asunto y empezó a silbar una vigorosa melodía.
Soldados, se dijo Sorak. Desde luego, aquellos hombres podían haber sido soldados disfrazados. Y eso, claro está, quería decir que los había enviado el consejo, o quizá los templarios. Pero ¿por qué habrían de querer verlo muerto?, ¿para evitar tener que pagarle una recompensa por su información? Sin duda, ésa era una razón demasiado mezquina; debía de existir otra explicación. Si es que eran auténticos soldados, pues él no tenía ninguna prueba de ello, aunque de improviso parecía ser la posibilidad más verosímil. Y ello explicaría que fueran disfrazados de mendigos. No convenía al gobierno que se viera a los soldados de la guardia de la ciudad asesinando a alguien en la calle, y Krysta ya lo había prevenido sobre los templarios. Pero ¿qué tenían que temer de él los templarios?
Los templarios fueron antes servidores del rey profanador, advirtió Eyron. Quizá no han abandonado realmente sus antiguas costumbres.
– Pero se dice que los templarios perdieron su magia cuando Kalak fue asesinado -explicó Sorak-. Y la magia profanadora está prohibida en la ciudad.
Prohibido no significa eliminado, le recordó Eyron. Con Kalak, los templarios disfrutaban de mucho más poder. Hubo un tiempo en que eran la ley en Tyr. Ahora el consejo los ha reemplazado y es probable que no estén satisfechos con su nuevo papel más reducido.
Tenía sentido, se dijo Sorak. Pero seguía sin explicar por qué los templarios lo consideraban una amenaza. A menos, claro está, que supieran que buscaba el avangion, aunque él no lo había mencionado más que a Rikus y Krysta, y sabía que ninguno de ellos habría compartido esta información con los templarios.
De alguna forma, sin pretenderlo, había ido a tropezar con una especie de intriga. El equilibrio de poder en Tyr se columpiaba muy precariamente, y, sin comprender en realidad cómo o por qué, él se encontraba en el fulcro de aquel punto de equilibrio. ¿Cuál era con exactitud la naturaleza de su implicación? La pregunta siguió corroyéndolo mientras regresaba a la casa de juego, y andaba tan absorto en sus pensamientos que no detectó al mendigo andrajoso que lo seguía a una discreta distancia.
El templario se aseguró de mantener toda la distancia posible entre él y el elfling, justo la suficiente para no perderlo de vista. Después de lo que había presenciado, no tenía intención de acercarse más. Había seguido a Rokan y a los otros, ya que era su responsabilidad informar a Timor y, a pesar de lo mucho que temía a Rokan, temía aún más al sumo templario.
Lo horrorizaba tener que regresar junto a Timor y contarle lo sucedido, pero sabía que lo haría: no tenía otra elección. Culparía a Rokan. El malhechor y sus secuaces lo habían fastidiado todo. Mientras acechaba desde las sombras en el otro extremo de la calle, el templario había visto a dos de los bandidos atacar al elfling, y había contemplado la devastadora y espantosa velocidad con que el otro se había deshecho de ellos. Había visto cómo Rokan, listo para unirse a la refriega, daba un traspié en la calle, aunque no había visto la saeta que se había clavado en el cabecilla de los bandidos, y había supuesto que el hombre había tropezado mientras intentaba detener su carrera hacia adelante al ver lo que el elfling había hecho a sus camaradas. El muy cobarde había dado media vuelta y huido, y los otros dos bandidos ni siquiera habían salido de su escondrijo en el callejón. Sin duda, pensó el templario, también habían escapado. Eso era lo que sucedía cuando se utilizaba escoria como aquélla para un trabajo así, observó para sí. Eran criminales, y no se podía confiar en criminales. Pero el elfling…
El templario se había ocultado entre las sombras cuando pasó el elfling y lo había oído hablar consigo mismo; una conversación incoherente, como si conversara con espíritus invisibles. No había oído más que la voz del joven, pero éste parecía estar hablando con alguien y dando respuestas, y el templario se había estremecido al oírlo. El elfling estaba loco o habitado por espíritus; en cualquier caso, resultaba increíblemente peligroso.
El hombre no había visto nunca a nadie moverse con tanta rapidez, y tampoco había visto nunca nada parecido al modo en que las espadas de los malhechores se habían hecho añicos al chocar con la del elfling. ¡Eran hojas de hierro! El hierro no se rompía así. ¡Y aquella espada! Incluso en la oscuridad, el templario había visto la reluciente hoja, ¡y era de acero! Con una forma que jamás había visto antes. Una espada de acero como aquélla valdría una fortuna, y no se trataba de acero corriente, además. El hierro no se partía sobre el acero corriente. El esbirro de Timor sabía reconocer la magia cuando la veía.
Siguió al elfling y lo vio regresar a la casa de juego; luego se encaminó de vuelta al barrio de los templarios. Era muy tarde, y Timor estaría sin duda dormido a estas horas. No le agradaba la idea de tener que despertar al sumo templario, pero esta nueva información no podía esperar, y Timor querría conocerla de inmediato. El templario no sabía quién era este elfling o qué proyectaba, pero desde luego se trataba de alguien muy excepcional, que además se había entrevistado en secreto con el consejero Rikus en la casa de juego.
Esto significaba problemas, problemas seguros para los templarios y para el plan de Timor. Quizás el sumo templario había subestimado a Rikus y a Sadira; principalmente, era posible que hubiera subestimado a Sadira. ¿Qué sabían ellos con exactitud sobre la hechicera? Había salido del total anonimato para convertirse en la mujer más poderosa de Tyr, y, aunque había renunciado a sus antiguas artes profanadoras, poseía una magia muy potente. ¿Qué había hecho para acumular tal poder? ¿Y con qué fuerzas había estado en contacto mientras había estado lejos de Tyr?
Se rumoreaba que había viajado con los Corredores del Sol, una de las tribus elfas más temibles. Y ahora, surgido de la nada, aparecía un elfling en la ciudad, que se hacía pasar por un simple pastor que de forma involuntaria ha descubierto un complot para infiltrar espías nibeneses en Tyr. Y este autoproclamado «pastor» celebra una reunión clandestina con el mul favorito de Sadira, Rikus, y luego de improviso empieza a trabajar en La Araña de Cristal, cuya propietaria es una semielfa. También de repente, en medio de la noche, este personaje se dirige a una taberna conocida por ser un punto de contacto para la Alianza del Velo y, cuando lo atacan, demuestra una maestría en la lucha que ninguno de los soldados de la ciudad podría igualar, y con una espada encantada, además.
«No -se dijo el templario-, aquí se dan demasiadas coincidencias. Rikus y Sadira traman algo sin duda, y este elfling es la clave de todo. Matarlo parecía algo muy fácil, pero ya se ha demostrado que no resultará tan sencillo. La fuerza bruta no servirá para este trabajo.»
Haría falta la magia.