Estaba a punto de amanecer. La casa de juego había cerrado ya, y el personal de limpieza todavía no había empezado su trabajo. Empezarían poco después del amanecer, y trabajarían toda la mañana y la tarde para preparar a La Araña de Cristal para otra noche más de juego, cenas y diversiones. El lugar estaba desierto cuando Sorak entró y ascendió por las escaleras traseras hacia sus aposentos.
Tigra se había sentido nervioso e inquieto durante su ausencia y había destrozado la cama. El tigone había roído también dos patas de una silla, volcado una mesa, desgarrado la alfombra y arrancado las cortinas que cubrían la ventana. Por suerte, Sorak había dejado los pesados postigos de la ventana cerrados y asegurados, y Tigra tampoco había podido abrir la puerta. De lo contrario, los daños habrían ido sin duda más allá de su habitación.
– ¿Qué has hecho? -inquirió el joven al entrar.
El animal dejó de restregarse contra él y lo miró con expresión contrita.
Solitario, le transmitió mentalmente el tigone. Sorak marchado. Dejar Tigra solo.
– Creía que teníamos un acuerdo -dijo él-. Se suponía que te comportarías. Fíjate en lo que has hecho.
Tigra lo siente.
– Bueno, supongo que tendré que pagar por todo esto -suspiró Sorak.
Tigra hambre.
– Muy bien. Bajemos a la cocina y veamos si podemos encontrarte un poco de carne cruda.
Poesía hambre también, intervino Poesía, imitando al felino. ¿Buscar tú carne cruda para Poesía?
– Para ya -protestó Sorak.
De todos modos Poesía no anda muy errado, observó Eyron. El resto de nosotros se ha mostrado muy cooperativo contigo en todo esto, pero la vida en la ciudad no se adapta demasiado a nosotros, como tampoco tu dieta a base de alimento para kank.
Eyron tiene razón, añadió Kivara. Hace mucho que no disfrutamos de un poco de carne fresca.
– Ya sabéis que no como carne -dijo Sorak.
Eso lo elegiste tú, repuso Eyron, o, más bien, lo impuso tu razón. Puedes intentar negar tus necesidades elfos y hal – flings debido a cómo te educaron las villichis, pero el resto de nosotros nunca ha aceptado sus costumbres. El Vagabundo guarda silencio, pero no ha cazado desde que llegamos a esta ciudad, y no se siente a gusto aquí. Chillido también ansí i a sentir el sabor de la carne, como todos nosotros.
– ¿Y la Guardiana? -inquirió Sorak-. ¿Piensa lo mismo?
A mí tu decisión de no comer carne me preocupa menos que a los otros, respondió ésta, pero no es prudente desatender sus deseos y necesidades. Han mantenido siempre sus acuerdos contigo y se han abstenido de salir al exterior sin tu conocimiento o consentimiento.
– Y a cambio les doy acceso a todo lo que sé, siento y experimento -repuso Sorak-, y les concedo tiempo para salir al exterior siempre que es posible.
Pero últimamente cada vez les has dejado manifestarse menos, replicó la Guardiana.
Es cierto, confirmó Kivara. Yo no he salido desde hace mucho tiempo. Estoy harta de verme oprimida. No has sido nada justo.
– Quizá tienes razón -se disculpó Sorak-. Debemos vivir todos juntos e intentar lograr un equilibrio. A lo mejor he sido muy egoísta. Muy bien, pues. Como ha sido Kivara la que más se ha quejado, dejad que se manifieste y comparta una comida con los otros. En cuanto a mí, sabéis que comer carne me ofende, de modo que me replegaré al interior y me dormiré. Ha sido un día muy largo y una noche aún más larga, y estoy agotado.
Abrió la puerta y Tigra salió corriendo al vestíbulo, pero fue Kivara quien abandonó la habitación, no So – rak. En cuanto el joven se replegó y se echó a dormir, Kivara salió al exterior y se desplazó con paso rápido por el corredor detrás del tigone, en dirección a las escaleras que conducían al primer piso y a la cocina.
Exteriormente, nada en el elfling había cambiado, pero un observador agudo que estuviera familiarizado con So – rak habría observado un andar algo diferente y más ligero, casi felino, con una festiva vitalidad en el paso y un porte algo más tímido. También la expresión de su rostro había experimentado un cambio. En tanto que, en la mayoría de las circunstancias, la expresión del joven era hasta cierto punto neutra -si acaso, con un aire de melancolía y contemplación- ahora Kivara le confería a sus facciones un aspecto más animado; una leve sonrisa astuta jugueteaba en sus labios, y los ojos parecían llenos de picardía.
En la cocina encontró algunas aves de caza colgadas en la sala de ahumar y las arrojó al suelo para Tigra, que empezó a engullirlas con glotonería. Sin perder tiempo en sutilezas tales como poner la mesa, Kivara agarró un enorme pedazo de carne cruda de z'tal z´tal y la emprendió con él; no era lo mismo que una pieza recién cazada, y faltaba la emoción de la caza. Tampoco estaba presente la embriagadora sensación de sentir la sangre caliente corriendo garganta abajo, pero el placer de devorar carne cruda ensangrentada aún, sacrificada hacía muy poco, permanecía sin merma. Tanto Kivara como el tigone emi – tía l n sonidos de satisfacción en lo más profundo de sus gargantas mientras deglutían la carne.
– ¿Tomando un tentempié de última hora? -inquirió Krysta.
Kivara levantó los ojos y se encontró con la semielfa de pie en la puerta de la cocina, ataviada con un largo camisón de gasa transparente.
– Creía que no comías carne -dijo con una sonrisa burlona-. Algo sobre un… v V oto espiritual, ¿verdad?
– Tenía hambre -contestó Kivara, incapaz de pensar en una explicación mejor para aquella discrepancia entre sus apetitos halflings y el asceticismo de Sorak.
– Eso veo -repuso Krysta en voz baja, acercándose más. Se humedeció los labios-. Ya te dije que los juramentos se pueden romper… en especial cuando se tiene hambre.
Alzó la mano y acarició con suavidad la mejilla de Kivara, deslizando las puntas de los dedos por la línea de la mejilla hasta llegar a sus labios.
Kivara, deténla, ordenó la Guardiana, y la Centinela se hizo eco de su angustia con una oleada de inquietud.
– Tienes sangre en la boca -dijo la semielfa.
Kivara levantó la mano para limpiarla, pero Krysta la sujetó con la suya.
– No, no. Déjame… -Y acercó más el rostro…
¡Kivara!
… Tanto que Kivara podía percibir su cálido aliento…
¿Kivara, qué estás haciendo? ¡Páralo!
… Y, con gran delicadeza, la lengua de Krysta se movió veloz y lamió la sangre de sus labios.
¡Kivara, no!
La Centinela huyó, abandonando su puesto víctima del pánico para replegarse a las profundidades más recónditas, donde la Guardiana ya no pudiera detectar su presencia. Alarmada, la Guardiana chilló y presionó a Kivara desde dentro, pero la joven tenía el control ahora, y había estado reprimida durante mucho tiempo. La renuencia a ceder el control y la fascinación de las nuevas sensaciones que experimentaba se combinaban par t a crear resistencia. Al mismo tiempo, esa resistencia -la rebelión de un niño contra un padre autoritario- y lo que Krysta hacía con su boca resultaban tremendamente excitantes; se trataba de una experiencia sensual, y Ki – vara era incapaz de dejarla escapar.
Krysta oprimía su cuerpo contra el de ella ahora, y el calor del contacto fluía al interior de Kivara. Notaba la tersa carne prieta bajo la transparencia del camisón, y resultaba suave y agradable al tacto. La piel de Krysta respondió al contacto de Kivara, y la muchacha sintió cómo se estremecía. La lengua de la semielfa tanteaba ahora entre sus labios, y Kivara, interesada por averiguar adónde podría conducir esto, le abrió la boca.
Luchó por conseguir cerrar el paso a las protestas de la Guardiana mientras los dedos de Krysta se enredaban en sus cabellos y le provocaban un maravilloso cosquilleo. Sus lenguas se encontraron, y Kivara se dejó llevar por la otra, aprendiendo con rapidez con un ansia de experiencias que sólo los realmente inocentes pueden experimentar. Las manos de la mujer estaban ahora sobre su pecho, las uñas arañando ligeramente, acariciando, descendiendo…
Sorak se vio arrancado de su sopor por un aguijonazo de la Guardiana. Su primera percepción desorientada fue que todos estaban en peligro, ya que sintió la tremenda agitación y pánico de la Guardiana, y luego de improviso comprendió lo que sucedía. Furioso, arrastró a Kivara de nuevo hacia el interior y tomó el control…
¡No; no, aún no! ¡No es justo!, protestó Kivara, pero Sorak hizo caso omiso al encontrar sus brazos ocupados de repente por una apasionada semielfa que devoraba ávidamente sus labios y hacía restallar su lengua contra la de él. Notó cómo la mano izquierda de la mujer se introducía bajo su pierna, en tanto que los dedos de la derecha manoseaban sus pantalones…
– No -dijo, con voz tranquila pero firme, y la apartó.
– ¿Qué? -inquirió Krysta, mirándolo con repentina sorpresa-. ¿Qué sucede? ¿Qué es lo que está mal?
– Esto está mal -explicó Sorak-. No puedo hacerlo.
– ¿Cómo puede estar mal cuando resulta tan bueno? -quiso saber ella-. Además, lo hacías estupendamente hasta hace un momento…
Se aproximó a él y le rodeó el cuello con los brazos. El joven le cogió los brazos y con suavidad pero con firmeza los retiró.
– Krysta, por favor… No lo comprendes.
Ella se apartó, su expresión de perplejidad trocándose en una de enojo.
– ¿Qué? -exigió-. ¿Qué es lo que no comprendo? Comprendo que hace un instante estabas dispuesto… Más que dispuesto, ansioso, y ahora este repentino cambio de parecer surge de un modo inexplicable. ¿Es por mí? ¿Es que no soy lo bastante buena para ti ahora que sabes quién y qué eres? ¿Es eso? ¿Es que una antigua esclava no resulta una consorte apropiada para un rey?
Sorak sacudió la cabeza y suspiró.
– Eso no tiene nada que ver con esto -contestó-. Ya te he dicho lo que pienso de esta idea tuya sobre que soy una especie de rey elfo mitológico. Es algo totalmente absurdo y lo rechazo.
– ¿Entonces qué? -exigió ella-. ¿Qué es? ¡Dime que no te excitaba! ¡Dime que no me deseabas!
– Tú no me excitaste -suspiró Sorak-. Yo no te deseé.
– ¡Embustero!
– Tal y como he dicho, no lo comprendes. Tú no me excitaste a mí. No era yo quién te deseaba; no era yo quién se excitó ante nuevas y desconocidas sensaciones físicas. Fue Kivara.
– ¿Quién…? ¿De qué estás hablando?
– Kivara -repitió Sorak, aspirando con fuerza-. Kivara es… otra entidad que reside en mi mente y comparte mi cuerpo conmigo. Ella no es yo; es una persona diferente.
– ¿Ella? -Krysta lo contempló boquiabierta.
– Sí, ella. Kivara es una hembra. Una hembra halfling.
La semielfa dio otro paso atrás con una expresión de total desconcierto pintada en el rostro.
– ¿Qué es lo que estás diciendo? -inquirió-. ¿Intentas decirme que crees ser una… mujer?
– No. Yo soy un hombre; pero Kivara es una mujer, como lo son la Centinela y la Guardiana. Mis otros aspectos son todos varones.
– Intentas confundirme -dijo Krysta sacudiendo la cabeza.
– No, sencillamente te estoy diciendo la verdad.
– Entonces… ¿es que estás loco? -preguntó ella con incredulidad-. ¿Es esto lo que intentas decirme?
– Tal vez sí estoy loco, en cierto modo -respondió Sorak-. La mayoría de la gente, al saber lo que soy, sin duda pensaría así; pero mi cerebro no está desequilibrado, Krysta, sólo dividido entre una diversidad de personalidades diferentes. Al menos una docena que yo sepa. Ésa es una de las principales razones por las que las vi – llichis me acogieron. Ya se han tropezado con esta clase de situación en otras ocasiones, aunque resulta extremadamente rara. Ellas llaman a lo que yo soy una «tribu de uno».
Krysta permaneció inmóvil, meneando la cabeza, contemplándolo con asombro.
– Pero… ¿cómo puede ser?
– Las villichis creen que ocurre durante la infancia -explicó él-. A causa de un sufrimiento y unos malos tratos tan intensos que resultan insoportables, la mente busca refugio fraccionándose para crear entidades nuevas y diferenciadas salidas de ella misma, personalidades que son tan reales y manifiestas como lo soy yo. Por eso hice el juramento de castidad, Krysta: porque no soy únicamente un varón. Soy al menos doce personas distintas, algunas masculinas y otras femeninas, que comparten todas la misma mente y el mismo cuerpo; y no todas ellas ven las cosas igual, como Kivara acaba de demostrar por desgracia. Lo siento. No estaba presente cuando sucedió. Dor… dormía. De haberlo sabido, lo habría detenido antes de que empezara. Por favor… perdóname.
Krysta lo observó con expresión herida.
– ¿Me estás diciendo realmente la verdad? -preguntó.
– No te mentiría. Hubo alguien una vez… una joven villichi, que significaba más para mí de lo que puedo expresar. Crecimos juntos como hermano y hermana, aunque no corría la misma sangre por nuestras venas; pero, con el tiempo, los sentimientos entre nosotros se hicieron más fuertes, se convirtieron en amor… una especie de amor, supongo. Yo, Sorak, la quería, al menos, y aún la quiero; pero jamás consumamos ese amor. La Guardiana es mujer, y no podía hacer el amor con una mujer, ni tampoco la Centinela, que también es mujer. En este sentido, mis aspectos masculino y femenino conviven en un eterno conflicto que no tiene solución.
– Pero… has dicho que esta Kivara es una mujer… -empezó a decir Krysta con expresión confusa.
– Sí, pero Kivara es una criatura que no comprende en realidad. Para ella, todo todas las cosas nuevas relacionadas con los sentidos son excitantes, y no puede evitar investigarlas. Sin embargo, se aburre muy deprisa. Si no la estimula cualquier novedad tiende a perder el interés enseguida.
– ¡Pero… fue a ti a quien besé! -insistió ella desconcertada-. ¡No era ninguna… jovencita lo que tenía en mis brazos!
– No, no si te refieres al cuerpo -dijo Sorak-. El cuerpo es de hombre, claro está. Pero el intelecto que lo guiaba, en ese momento concreto, era el de una hembra inmadura. Yo no estaba allí, Krysta. Yo no estaba presente; no era yo. Ni siquiera sé cómo empezó todo. No participaré en ese recuerdo a menos que Kivara o la Guardiana me lo concedan.
– ¿Quieres decir…? Pero ¿cómo… la Guardiana?
– Es ella quien intenta mantener un equilibrio en la tribu interior -explicó Sorak-. Fue la Guardiana la que controló los dados la primera noche que llegué. Yo, por mí mismo, carezco de poderes paranormales.
– Hace que me duela la cabeza sólo de pensar en ello -manifestó Krysta, contemplándolo con asombro-. ¿Cómo puedes vivir así?
– Jamás conocí una manera de vivir diferente a ésta -contestó él, encogiéndose de hombros-. No recuerdo cómo era yo, ni quién era, antes de que me sucediera esto.
– ¡Qué terrible para ti! -se compadeció la semielfa, con tí sincera preocupación-. Si lo hubiera sabido…
– ¿De qué habría servido? -inquirió Sorak-. Ahora mismo, aún no lo entiendes del todo. Tal vez captes la idea general, pero jamás podrás saber realmente lo que se siente. Nadie podría. Por eso debo permanecer solo, aunque, por otra parte, nunca podré estar realmente a solas porque soy una tribu de uno.
– Y es por eso por lo que buscas al Sabio -concluyó Krysta-. Esperas que pueda curarte.
– Busco al Sabio por los motivos que os expliqué a ti y a Rikus. No sé si se me puede curar o si la palabra «cura» es el término adecuado para utilizar en estas circunstancias. No estoy enfermo. Soy sencillamente… diferente; aunque no estoy muy seguro de querer ser de otro modo.
– Pero… si el Sabio pudiera ayudarte, ¿no aceptarías su ayuda?
– No lo sé. Si yo me convirtiera simplemente en Sorak, ¿qué pasaría con todos los otros?, ¿qué sería de ellos, adónde irían? Son parte de mí, Krysta. No podría dejarlos morir.
– Comprendo -repuso ella, bajando la vista- Creo que sí lo entiendo. -Cuando volvió a levantar la mirada, tenía los ojos húmedos-. ¿No hay nada que yo pueda hacer?
– Ya me has dado dos cosas que son mucho más valiosas que cualquier bienestar material: tu amistad y tu comprensión.
– Sólo deseo que hubiera… -Una alarido horrible rompió la quietud de la noche-. ¿Qué fue eso?
– Vino de fuera -anunció Sorak.
– ¡El portero!
Atravesaron el comedor a la carrera y penetraron en la vacía sala de juego. Sorak desenvainó la espada y, mientras lo hacía, la pesada puerta principal salió despedida de sus goznes y tres apariciones espectrales cruzaron el umbral tambaleantes. Estaban cubiertos de tierra, y les colgaban harapos hechos jirones acompañados de carne putrefacta. Unas cuencas vacías, en las que se retorcían innumerables gusanos, se volvieron hacia Sorak. La brisa que penetraba por la puerta arrastró hasta la habitación el hedor rancio de la carne en descomposición. Krysta palideció.
– ¡Son no muertos! -jadeó.
– A mí me parecen muy muertos -dijo Sorak.
Los cuerpos en descomposición avanzaron torpemente hacia ellos.
– ¡Guardas! -gritó Krysta, corriendo hacia las escaleras.
Ninguno de los tres cadáveres le prestó atención y fueron directos hacia el elfling.
– ¡Tigra! -llamó Sorak.
El tigone rugió y de un salto derribó al primer cadáver, que se debatió violentamente mientras el animal lo despedazaba. Los pedazos desperdigados siguieron retorciéndose y agitándose sobre el suelo.
Sorak blandió su espada contra el segundo cadáver que se acercaba dando traspiés, los dedos putrefactos, con los huesos asomando, extendidos hacia él. Galdra silbó en el aire y partió al zombi en dos mitades, y de los lugares por donde había pasado la hoja empezó a desprenderse un humo acre procedente de los convulsos huesos y trozos de carne.
El tercer zombi se acercó a él dando bandazos, la mortaja convertida en jirones podridos, los pies simples huesos, el rostro poco más que una calavera sonriente. Sorak volvió a blandir la espada y le arrancó limpiamente la cabeza de los hombros; una columna de humo brotó del cuello del ser, o más bien de lo que quedaba de su cuello, pero el cuerpo siguió avanzando a trompicones, los brazos extendidos, los esqueléticos dedos intentando agarrarlo. Sorak lanzó un nuevo mandoble que le cercenó un brazo. Éste cayó al suelo envuelto en humo y retorciéndose, pero el cadáver siguió adelante, para desplomarse finalmente al saltar Tigra sobre su espalda y despedazarlo con sus zarpas y colmillos.
Sorak oyó el sonido de pies que corrían; eran guardas que descendían por la escalera. Iba a decirles que ya había terminado todo cuando vio que otros dos zombis atravesaban bamboleantes el umbral, seguidos por un tercero, y luego un cuarto cadáver.
Mientras miraba, los restos desperdigados del primer cuerpo que Tigra había hecho pedazos se arrastraron unos hacia otros por el suelo y empezaron a unirse otra vez.
– ¡Por la sangre de un gith! -exclamó el capitán de la guardia, mientras los no muertos avanzaban dando bandazos hacia Sorak desde el otro extremo de la sala de juego. Y otros dos entraban en aquellos instantes.
Sorak arremetió contra ellos, y los guardas sacaron sus espadas y se unieron a la lucha. Los zombis iban desarmados y no se movían con rapidez, pero a medida que caían, despedazados por Sorak o por uno de los guardas, otro venía a ocupar su lugar. Y, al poco rato, los que habían caído volvían a levantarse, sus cuerpos putrefactos reconstruidos otra vez. Los guardas y Sorak repartían mandobles a diestro y siniestro con sus espadas, y Tigra saltaba de un cadáver andante a otro, desgarrándolos y haciéndolos pedazos.
El elfling se dio cuenta de que aquellos que él mutilaba y derribaba se retorcían unos instantes para luego quedarse quietos, simple carne podrida y huesos en el suelo. Los que no habían sido despedazados por Galdra siempre se reconstruían y volvían a atacar. Un brazo desmembrado se retorcía y luego empezaba a arrastrarse por el suelo para reunirse con el torso al que pertenecía; un cráneo partido en dos volvía a fusionarse mágicamente. Uno de los guardas atravesó el pecho de un zombi con su espada, pero la hoja atravesó las costillas del cadáver sin un efecto aparente, y la criatura siguió avanzando, empalándose en la espada hasta que los esqueléticos dedos se cerraron alrededor del cuello del guarda y empezaron a apretar. El semielfo chilló, pero los otros no podían perder tiempo en salvarlo, y se desplomó bajo el peso del cadáver.
Krysta bajó la escalera a toda velocidad tras haber echado mano a toda prisa de su espada. Varios zombis más aparecieron en la entrada y Sorak cargó contra ellos, abriéndose paso a mandobles, balanceando a Galdra como si fuera una guadaña. Cuando cayeron, descubrió a otros tres en el jardín frente a la puerta; cayeron bajo su ataque y se convirtieron en simple carne podrida y pedazos de hueso sobre el suelo, pero otro avanzaba ya por el sendero en dirección a él.
– ¡Sorak, cuidado! -gritó la voz de Krysta a su espalda.
El joven giró en redondo y lanzó un tajo con Galdra justo en el instante en que otro zombi abandonaba vacilante la sala de juego para lanzarse sobre él. El acero elfo partió el cuerpo en dos, y las humeantes mitades se derrumbaron sobre el suelo.
Sorak vio cómo Krysta se abría paso a mandobles por entre varios de ellos y corría a su lado. Otros tres zom – bis la siguieron hasta la puerta. Juntos, ella y Sorak los derribaron, pero sólo aquellos que Galdra había tocado permanecieron en el suelo despedazados. Al parecer, a los otros no se los podía detener.
– Atravesarlos con la espada no sirve de nada -se quejó Krysta, jadeante-. Puedes despedazarlos, pero los pedazos vuelven a unirse. Cinco de mis guardas han muerto ya, y los otros están en dificultades. Pero es a ti a quien buscan. Mira, aquí vienen dos más.
Mientras lo decía, otros dos zombis atravesaron la puerta tambaleantes y se dirigieron hacia ellos. Con un rugido, Tigra se lanzó tras ellos y aterrizó sobre ambos en un frenesí de zarpas y dientes. Sin embargo, Sorak sabía que se trataba de un aplazamiento temporal; al parecer únicamente Galdra podía ser efectiva contra ellos. A su espalda, dentro de la casa de juego, los sonidos de la lucha disminuían. Se escuchó un alarido, seguido de otro, y otro más a medida que los guardas de Krysta eran abatidos.
– ¡Sangre de kank! -exclamó la semielfa, mirando detrás de Sorak y señalando con el dedo, los ojos desorbitados por el terror-. ¡Mira!
El joven se volvió para mirar en la dirección que le indicaba. Miró al exterior a través de la verja abierta junto a la que yacía el cuerpo estrangulado del portero, y vio que toda la calle que se extendía tras ella estaba repleta de muertos vivientes. Había docenas de ellos que avanzaban por la calle como espectros arrastrando los pies, algunos fallecidos recientemente y reconocibles aún como humanos, otros simples esqueletos. Y, mientras él miraba, los sonidos de lucha en la casa de juego a su espalda se apagaron por completo: el último de los guardas de Krysta había caído. L, ¿ os cadáveres empezaron a regresar al exterior hacia ellos.
– Vamos a morir -dijo Krysta.
«No si despierto a la Sombra», se dijo Sorak, y se preguntó si siquiera él, con toda su osadía, podría enfrentarse a tal superioridad numérica.
– No -respondió el joven en voz alta-, tú no. Es a mí a quien buscan.
– Mataron a todos mis guardas -protestó ella.
– Sólo porque les estorbaban -replicó Sorak-. ¡Apártate de mí, huye y estarás a salvo!
– No te dejaré -afirmó Krysta, alzando su espada al ver que los zombis se iban acercando en ambas direcciones. Tigra derribó a dos de ellos, pero se acercaban más.
– No tengo tiempo para discutir contigo -repuso Sorak; traspasó a Galdra rápidamente a su mano izquierda y, con la derecha, asestó un violento puñetazo a Krysta en la barbilla. La sostuvo para que no cayera al suelo, la arrastró fuera del sendero y la dejó caer detrás de unas rocas del jardín.
– Si tú no lo hubieras hecho, lo habría hecho yo -dijo una voz conocida.
Sorak giró en redondo y se quedó boquiabierto al ver a una joven sacerdotisa villichi detrás de él, vestida para el combate, la blanca melena sujeta a la espalda, la espada en una mano, una daga en la otra.
– ¡Ryana! ¿Cómo…, qué haces aquí?
La mujer lanzó una cuchillada con la espada y deca -. pitó un cadáver ambulante; luego, de una patada, arrojó el cuerpo que seguía andando de vuelta al estanque del que había salido.
– Alguien tenía que cuidar de ti -respondió ella.
– ¡A tu espalda!
Pero, con los bien afilados instintos de una luchadora villichi, ella giraba ya en redondo, blandiendo la espada, y otro zombi se desplomó cuando le rebanó la podrida cintura de un fuerte tajo. -Ya había abatido a éste antes -observó-. No se quedan en el suelo, ¿verdad?
– Lo hacen si es Galdra quien los golpea -explicó él, preguntándose por qué la Sombra no se manifestaba. Se acercaban muchos más, demasiados, incluso para la Sombra.
– ¿Galdra}?
En ese momento Sorak percibió una curiosa y cálida sensación de flotar que se apoderaba de él y lo recubría por completo. Una voz melodiosa que parecía un eco procedente de algún lejano desfiladero llegó hasta él mentalmente y le dijo:
Sorak…, déjate ir.
– Kether -murmuró.
– Sorak…, tenemos mucha compañía -dijo Ryana, y su voz traicionaba su ansiedad a pesar de su bravata exterior.
Déjate ir, Sorak. Déjate ir.
– ¡Ryana! -la llamó el joven-. ¡Utiliza esto!
La joven enfundó rápidamente su daga y agarró la espada que él le lanzaba, y, en cuanto lo hubo hecho, Sorak sintió que se desvanecía poco a poco en una adormecedora y sedante sensación de afecto. Comprendió entonces por qué la Sombra no había respondido a la amenaza. Existía en su interior un poder mayor aún, algo que parecía formar parte de él, y que sin embargo no era parte de él, una entidad que parecía manifestarse por voluntad propia, no proviniente proveniente desde su interior, sino de… alguna otra parte. Mientras su visión se desvanecía en una total pero a la vez reconfortante neblina blanca, pudo oír vagamente cómo Ryana lo llamaba, pero enseguida su voz se desvaneció también.
– ¡Sorak! -chilló la joven.
Lo vio allí parado, totalmente inmóvil, con los ojos cerrados y sin una sola arma en las manos. Y no había tiempo para hacer otra cosa excepto defenderse ella misma y defenderlo a él, mientras cuatro cadáveres avanzaban hacia ellos por el sendero, y otros seis surgían de la casa de juego detrás de ellos. El que había arrojado al estanque se incorporó, chorreando y todavía sin cabeza, y empezó a avanzar por el agua hacia ella. Tigra rugió y saltó sobre el que había en el estanque, pero los otros siguieron aproximándose. Eran demasiados, se dijo Ryana, sujetando su espada en una mano y la de Sorak en la otra. No podía luchar y utilizar a la vez sus poderes paranorma paranormales í es. No había esperanza.
– Venir aquí no fue una idea muy inteligente -murmuró, y asestó un mandoble con la espada de Sorak al cadáver más cercano. La carne del zombi humeó mientras la hoja la atravesaba sin esfuerzo y cortaba el torso en dos. La inerte criatura cayó y no volvió a levantarse. Ryana lanzó un silbido para sí-. Bonita espada -dijo.
Los zombis estaban ya más cerca. Retrocedió en busca de más espacio para combatir, y entonces vio que ellos se desviaban y se encaminaban hacia Sorak, haciendo caso omiso de ella.
El joven seguía allí inmóvil, desarmado, sin hacer nada.
– No -musitó la muchacha.
Los cuerpos muertos lo rodearon, ocultándolo a la vista.
– ¡No! -gritó ella.
Estaba a punto de lanzarse sobre ellos cuando vio algo que la dejó paralizada allí mismo. Los cadáveres sencillamente se caían a pedazos. La poca carne que quedaba sobre sus huesos se desintegraba, y a poco los mismos huesos caían con estrépito al suelo como una lluvia de ramas secas. En un abrir y cerrar de ojos, todos se convirtieron en cenizas que la brisa desperdigó.
Sorak, por su parte, seguía allí inmóvil, donde momentos antes una multitud de no muertos se apiñaba a su alrededor. Los brazos le colgaban inertes a los costados, y su rostro mostraba una expresión de total calma y serenidad.
Ryana comprendió de improviso que no se trataba de Sorak, en absoluto. Era uno de los otros, pero no era la Guardiana o el Vagabundo, ni tampoco Chillido o Poesía… Nunca antes había visto a éste.
La entidad bajo la apariencia de Sorak se encaminó lentamente al sendero. Los zombis siguieron acercándose a él, sin hacer caso de Ryana ahora que no se interponía entre ellos y su presa. Y, a medida que llegaban hasta él y extendían los brazos para agarrarlo, todos ellos se desplomaban y se hacían añicos, se secaban y acababan arrastrados por el viento igual que los otros. Siguieron entrando por la verja, avanzando pesadamente desde la calle, siniestros y aterradores en su descomposición y carencia de vida, y Sorak -o quienquiera que fuera- se limitaba a dejar que se acercaran a él, y, cada vez que uno lo tocaba, sucedía lo mismo.
Ryana permaneció allí, contemplándolo todo con un sentimiento de temor y admiración. ¿Qué clase de poder era aquél? ¿Qué asombrosa entidad lo dominaba ahora?
Había aún docenas de zombis arrastrándose y avanzando por la calle en dirección a la entrada, y fue Sorak quien marchó ahora a su encuentro. Pero, cuando llegó a la verja, la calle situada al otro lado se vio repentinamente iluminada por una brillante luz azul. Pequeñas esferas de fuego azul celeste surgieron a toda velocidad, y en el mismo momento, de varios callejones, chocaron contra los zombis y los envolvieron en refulgentes aureolas incandescentes. Uno tras otro, los cadáveres se consumieron, y la granizada de energía prosiguió durante varios minutos, hasta que la calle quedó otra vez completamente vacía.
Ryana llegó corriendo para reunirse con el joven ante la verja y, al levantar la vista hacia él, se dio cuenta de que se trataba otra vez de Sorak en persona. El rostro tenía una expresión algo diferente, transfigurada, pero era el mismo rostro que recordaba, la misma expresión estoica y neutra de un varón decidido a guardárselo todo en su interior.
– Ya está -anunció él.
– ¿Qué sucedió? -preguntó ella.
– Refuerzos. Mira.
Una docena de figuras salieron de entre las sombras y se plantaron en la calle. Todas llevaban largas túnicas blancas con capucha y velos sobre la mitad inferior del rostro. El cielo empezaba a clarear. Estaba a punto de amanecer.
– La Alianza del Velo -indicó Sorak.
– Tu espada -dijo Ryana, devolviéndosela-. Toda un arma. ¿Sabes dónde puedo conseguir otra igual?
– ¿Funcionó contigo?
– Como ninguna espada que haya empuñado jamás -respondió ella, observando cómo las encapuchadas figuras se acercaban.
– Entonces tu espíritu es fuerte y tu fe sincera -repuso él con una sonrisa-. O bien es eso, o eres el rey de todos los elfos.
– ¿Qué?
– No importa. Ya te lo explicaré luego.
Las embozadas figuras llegaron hasta ellos, y Sorak les dedicó un saludo con la cabeza.
– Gracias -dijo.
– Habríamos venido antes de haber podido -explicó uno de los hombres adelantándose-, pero no recibimos el aviso hasta que el ataque no hubo empezado.
– ¿Aviso? -inquirió Ryana.
– Me han estado vigilando -replicó Sorak-, para ver si demostraba ser digno de su confianza.
– Y lo has hecho -manifestó el que parecía hablar en nombre de los otros. Introdujo una mano en su túnica y sacó un fino rollo de pergamino, atado con una cinta-. Ésta es la información que querías de nosotros -anunció, entregando el rollo a Sorak-. Por desgracia, no te dará la respuesta que deseas, pero es todo lo que sabemos, y tal vez te sirva para ponerte en camino. Quema el pergamino cuando lo hayas leído, y esparce las cenizas.
– ¿De qué habla? -quiso saber Ryana.
– Más tarde -contestó Sorak.
– Sí, puede explicártelo más tarde. Ahora mismo, sería mejor que abandonases la ciudad. Te has convertido en un hombre marcado, Sorak. Lo que ha sucedido aquí esta noche fue tan sólo el principio. Allí donde vayas, cuenta con los miembros de la Alianza como tus aliados. No los encontrarás en ninguna otra parte, me temo. Creemos saber quién desató esta plaga de zombis sobre ti, y, si nuestras sospechas son correctas, entonces…
Algo silbó junto al mago, viniendo desde lo alto a toda velocidad, y Sorak percibió la corriente de aire producida por la saeta al pasar junto a él, sin darle por cuestión de centímetros. Sonó un gañido a su espalda, y Sorak se volvió justo en el momento en que Tigra se desplomaba en el suelo.
– ¡Tigra!
Los miembros de la Alianza se giraron en busca del lugar del que había surgido el ataque, pero Sorak, sin pensar en su propia seguridad, corrió hasta el tigone y se arrodilló junto al animal.
– ¡Ahí; en el tejado! -gritó uno de los magos, señalando un edificio situado al otro lado de la calle.
Rokan ya había vuelto a colocar otra saeta en su ballesta y, mientras tensaba el arco, Ryana sacó y arrojó su daga en un mismo movimiento veloz, guiando el arma con sus poderes mentales hasta su objetivo. La daga se clavó en el pecho del bandido, y el hombre cayó del tejado a la calle.
– Bien hecho -dijo el jefe de la Alianza del Velo, con un gesto de aprobación. Todos avanzaron hacia el cuerpo.
Rokan seguía vivo, pero sólo apenas.
– Maldito hombro -masculló con los dientes apretados-. Me hizo fallar…
– ¿Quién te envió? -preguntó el jefe de la Alianza, inclinándose sobre él-. ¿Fue el templario…, fue Timor?
– Timor… -La voz de Rokan era apenas un graznido-. Hechicero piojoso… Acabó conmigo… Acabó con todo… Matad a ese bastardo… -Sus últimas palabras escaparon en una prolongada y vigorosa exhalación, y murió.
– ¿Quién es Timor? -preguntó Ryana.
– Nosotros nos ocuparemos -contestó el jefe de la Alianza-. Es nuestro problema y nosotros lo resolveremos. Encárgate de que Sorak abandone la ciudad sin sufrir daño. Y cuanto antes, mejor. -Alzó la mano para cerrarla sobre el hombro de la joven-. Ha sido un honor, sacerdotisa. Cuida bien de él.
El grupo se dispersó y desapareció rápidamente en las sombras del amanecer. Ryana regresó junto a Sorak, que permanecía agachado sobre el herido animal.
Sorak…, los pensamientos del tigone eran débiles.
Todo irá bien, amigo, respondió él, acariciando el costado de la enorme bestia. La herida no es mortal.
No poder mover…, Tigra herido… Mucho dolor…
Sorak sintió cómo el cuerpo del animal se ponía rígido bajo su mano, y su mirada corrió veloz hacia la flecha. Había algo untado sobre el proyectil. Lo sujetó con fuerza y tiró para sacarlo, con cuidado de no tocar la parte del astil que estaba embadurnada. Olisqueó la sustancia. Era veneno. Veneno de araña. Paralizaba primero, y a continuación le seguía una muerte rápida pero dolorosa.
– ¡Noooo! -gimió.
Sorak… Sorak…
Percibía la agonía del tigone. Al entrar en contacto con su mente, compartió con él aquel dolor abrasador, y éste lo inundó como una llamarada.
No… Tigra, no…, sollozó, no como protesta por el dolor del animal que compartía, gracias a su vínculo místico, sino por el cruel final de aquel compañero de toda la vida.
Sorak… El dolor que sentía disminuía veloz ahora a medida que la propia vida del tigone se apagaba, y el vínculo entre ambos se volvía más débil. Amigo… protege…
Y entonces el animal expiró.
Sorak sintió cómo moría. Experimentó su muerte, y por un momento se quedó petrificado por la conmoción y la sensación de pérdida, como si una parte de él mismo también hubiera muerto. Y echó la cabeza hacia atrás y aulló, un sonido que era totalmente inhumano, un sonido que surgía de su corazón destrozado y de Chillido, la entidad animal que residía en su interior. El grito resonó por las calles otra vez desiertas, y Ryana permaneció allí inmóvil a su lado, con lágrimas en los ojos mientras el negro sol se elevaba despacio sobre la ciudad.