Epílogo

Timor se detuvo justo en la entrada de la pequeña sala del consejo y miró a su alrededor. Todos los consejeros estaban ya presentes, sentados a la mesa, y todo el mundo permanecía en silencio, mirándolo. Todos excepto Kor, quien muy significativamente mantenía los ojos fijos en la superficie de la mesa que tenía delante.

– Habrás oído lo que dice la gente -empezó Sadira sin preámbulos, aun antes de que él hubiera tomado asiento-. Toda la ciudad está escandalizada por la profanación de las tumbas en el cementerio -continuó-. La cuenta no es exacta todavía, pero sabemos que se levantó de la tumba a más de sesenta difuntos. Sacados de la tumba mediante magia profanadora -añadió de mala gana, simplemente para recalcar el dato. Rikus estaba sentado a su lado, contemplándolo con expresión furiosa.

Timor hizo intención de contestar, pero Sadira siguió hablando.

– Toda la ladera de la colina y la meseta donde se encuentra el cementerio de la ciudad han quedado completamente yermas merced a ese repugnante hechizo -proclamó, sin apartar los ojos de él ni un solo instante-. Por si fuera poco, los muertos vivientes fueron enviados al interior de la ciudad… ¡dentro de la ciudad misma! Hay docenas de testigos. La gente se parapetó en sus casas presa del pánico; los niños quedaron traumatizados, sin mencionar a aquellos cuyos seres queridos estaban enterrados en ese cementerio, y fueron resucitados para volver a andar bajo la forma de carne putrefacta imbuida de un mortífero y repelente propósito. Toda una dotación de guardas fue asesinada en la casa de juego La Araña de Cristal antes de que miembros de la Alianza del Velo consiguieran neutralizar la amenaza.

– Sí, un acontecimiento trágico -empezó a decir Timor en tono congraciador, meneando la cabeza con expresión de conmiseración-. Es una suerte que… -pero no pudo terminar, porque lo que Sadira dijo a continuación lo dejó sin habla.

– La gente anda diciendo que tú eres el responsable -le espetó, taladrándolo con la mirada..

– ¿Yo? -exclamó el sumo templario-. Sin duda, fue la guardia de la ciudad la responsable, por ser negligente en sus deberes. Los templarios, como tú bien sabes, puesto que fuiste tú quien redactó el edicto, ya no tenemos un papel activo en la aplicación de la ley en la ciudad. Apoyamos a la guardia de la ciudad, desde luego, pero…

– Dicen que fuiste tú, Timor, quien resucitó a los muertos -lo interrumpió Sadira, categórica.

Timor sintió un escalofrío, pero se recuperó con rapidez.

– Eso es absurdo. Todo el mundo sabe que los templarios perdimos los poderes cuando fue asesinado Ka – lak. ¡Sin duda tú, precisamente, no irás a creer tal estupidez!

– Lo que yo crea o no crea no es lo que se discute aquí -replico Sadira.

– ¿Qué es, exactamente, lo que se discute? -exigió él, pero ella hizo caso omiso de sus palabras y siguió hablando.

– También se encontró muerto en el lugar de los hechos a un tal Rokan, del que se dice que era el jefe de los bandidos procedentes de Nibenay, y uno de los espías arrestados por la guardia de la ciudad y entregados a ti para su custodia. ¿Cómo es, Timor, que un criminal bajo tu custodia, un asesino y espía declarado, no sólo podía pasear con toda libertad por las calles de Tyr, sino que pudo hacerlo armado con una daga, una espada y una ballesta? ¿Por qué no se lo condujo enseguida ante el consejo?

«¿Ballesta? Yo no le di ninguna ballesta -pensó Timor-. Debió de obtenerla por su cuenta; sin duda porque temía enfrentarse al elfling cara a cara.» Sin embargo, aquello no importaba. Ahora estaba clara la situación. Buscaban cargárselo todo a él. Era evidente que tenían sus sospechas; pero, si Rokan estaba muerto, no podían poseer ninguna prueba.

– Rokan… -dijo Timor, como si intentara situar al hombre-. No estoy seguro de recordar cuál de ellos era. En cualquier caso, no se me informó de que hubiera conseguido escapar. Evidentemente, la culpa es de aquellos que estaban encargados de su custodia, y me aseguraré de averiguar quién era el responsable.

– Está claro quién era el responsable -intervino Ri – kus en un tono de voz que era casi un rugido.

– ¿Qué estás sugiriendo? -replicó Timor con voz ofendida-. Tu comentario da a entender alguna clase de acusación.

– No necesito dar a entender nada -dijo Rikus-. Está todo muy claro en mi opinión. Los cinco espías nibe – neses fueron arrestados por la guardia de la ciudad. Los cinco fueron entregados a la custodia de los templarios. En concreto fueron conducidos directamente a tu finca, y los cinco muy convenientemente escaparon para intentar atentar contra la vida de Sorak, el elfling. Los restos de los cinco han sido identificados sin lugar a dudas.

– Que consiguieran escapar es lamentable -manifestó Timor con suavidad-, y es evidente que intentaron vengarse del hombre responsable de su captura. Es una suerte que el elfling sepa cuidar de sí mismo; parece que sabe luchar muy bien para ser un simple pastor. Pero no consigo ver qué tiene todo esto que ver conmigo, a menos que queráis hacerme personalmente responsable de la lamentable huida de esos espías. Lo admito, los interrogué, pero luego…

– Te hacemos personalmente responsable de soltar a esos espías con órdenes de matar a Sorak -anunció Rikus-. Y de unas cuantas cosas más.

– Debes de estar loco. ¿Por qué iba a hacer yo tal cosa? Por otra parte, no sé quién inició el pernicioso rumor de que yo era responsable de la plaga de no muertos, pero es totalmente absurdo. No son más que murmuraciones maliciosas y del todo infundadas. No soy ningún hechicero.

– ¿De modo que niegas practicar la magia profanadora? -preguntó el mul.

– ¡Claro que lo niego! ¡Es ilegal!

– ¿Y niegas haber utilizado coacción, magia o cualquier otra cosa, para lanzar a los bandidos contra Sorak?

– Lo repito, ¿qué motivos podía tener yo para hacer tal cosa? ¿Qué podría ganar?

– La muerte del elfling, si es que considerabas que podía ser una amenaza para cualquier complot que estuvieras maquinando -contestó Rikus.

– ¡Ridículo! ¡No he coaccionado a nadie, ni con magia ni con ninguna otra cosa! ¡Me niego a permanecer aquí sentado escuchando estas absurdas e insultantes acusaciones! No es ningún secreto que los dos abrigáis desde hace mucho un resentimiento hacia los templarios. ¡Esto no es más que una estratagema para hacer que los templarios caigan en desgracia ante el pueblo y para expulsarme a mí del consejo!

– Ese tal Rokan estaba terriblemente desfigurado cuando lo encontraron -dijo Sadira.

– ¿Y… qué tiene eso que ver?

– Haced pasar al primer testigo -llamó Sadira.

– ¿Testigo? ¿Testigo de qué? -inquirió Timor colérico.

Un soldado de la guardia de la ciudad entró en la estancia.

– ¿Fuiste tú uno de los que detuvieron al malhechor nibenés, Rokan?

– Sí, señora, lo fui.

– ¿Tenía él alguna clase de desfiguración en ese momento?

– No, señora, ninguna.

– ¿Quedó desfigurado de algún modo durante su captura?

– No, señora.

– ¿Mostraba alguna desfiguración cuando lo dejasteis en los aposentos privados del sumo templario?

– No, señora.

– Gracias; puedes irte.

El soldado se dio la vuelta y salió.

– ¿Y qué? -dijo Timor, cáustico-. ¿Que prueba eso? Sólo que no estaba desfigurado cuando me lo trajeron; sin duda le sucedió durante la huida o quizá poco después.

– Haced pasar al siguiente testigo -ordenó Sadira.

Entró un hombre a quien Timor no había visto en su vida.

– ¿Eres un curandero del mercado elfo? -preguntó Sadira.

– Sí, señora.

– ¿Y trataste al bandido llamado Rokan?

– Él nunca me dijo su nombre, señora, pero lo reconocí cuando me mostraron su cuerpo. Vino a verme en mitad de la noche y me amenazó con rebanarme la garganta si no lo curaba de una herida de flecha. Una saeta lanzada por una ballesta, para ser preciso.

– Para que conste, la noche en cuestión fue la misma en que tuvo lugar el ataque contra el elfling, Sorak -indico Sadira, paseando la mirada por los miembros del consejo-, del que ya han dado fe otros testigos. -Se volvió hacia el curandero-. ¿Estaba Rokan desfigurado cuando fue a verte para que lo curases?

– Sí, señora, de una forma horrible -respondió el hombre-. Su rostro estaba tal y como lo vi cuando me enseñaron el cadáver.

– ¿Mencionó cómo fue que resultó desfigurado?

– Preguntó si podía devolverle su aspecto normal, y yo le dije que estaba más allá de mis habilidades. Respondió que había sido un hechicero quien lo había desfigurado, pero no dijo su nombre.

– ¿Así que curaste la herida de flecha y luego se fue? -inquirió Sadira.

– Realizamos otra pequeña transacción -contestó el curandero-. Quería información sobre venenos. Algo muy fuerte, que matara deprisa. Le dije que yo curaba y no trataba con venenos, pero, como no quería que me degollara, mencioné uno que podría servir. Hubiera podido encontrarlo con facilidad en el mercado elfo, así que, de todos modos, no le conté nada que no hubiera podido averiguar en otra parte; no vi ningún motivo para callar una simple información.

– ¿Cuál fue el veneno que le mencionaste? -quiso saber Sadira, pasando por alto la ambigüedad del curandero.

– Veneno de la araña de cristal, señora. Quería algo para envenenar una flecha.

– ¿Una flecha como esta saeta? -preguntó ella, alzando con cuidado el objeto.

– Sí, señora.

– Esta flecha se recuperó del cuerpo del tigone que pertenecía al elfling -especificó Sadira-. Rokan la disparó contra el elfling, pero falló y en su lugar mató al animal. Curandero, ¿podrías examinar esta sustancia pastosa que se ve sobre la saeta?

El hombre se acercó a ella, se inclinó, y con sumo cuidado olfateó la flecha.

– Es veneno de una araña de cristal, señora.

– Gracias; te puedes ir.

El hombre saludó con la cabeza y abandonó la habitación.

– ¿De qué sirve todo esto? -exigió Timor-. Así que Rokan intentó matar al elfling. ¿Y qué tengo yo que ver con ello? No habéis probado nada con estos supuestos «testigos». Te limitas a traerlos para que añadan una apariencia de solidez a tus infundadas insinuaciones.

– A Rokan lo desfiguraron mediante la magia -afirmó Sadira-. No estaba desfigurado cuando lo llevaron ante ti.

– ¡Bien, pues lo desfiguraron utilizando magia, y eso demuestra que yo no pude hacerlo! ¡No soy un hechicero! Mi poder me lo dio Kalak durante su reinado, porque yo no sabía nada sobre magia. ¡No sé nada de hechizos profanadores!

– Que entre el capitán Zalcor -dijo Sadira.

Al poco rato, el capitán de la guardia de la ciudad penetraba en la sala.

– Capitán Zalcor, ¿has llevado a cabo tu registro?

– Sí, señora.

– ¿Registro? -preguntó inquieto Timor-. ¿Qué registro?

– ¿Y qué has encontrado?

– Esto, señora -respondió Zalcor, sacando un pequeño cofre de debajo de la capa.

Los ojos de Timor parecieron a punto de saltar de las órbitas al verlo.

– ¿Y dónde lo encontraste?

– En los aposentos privados del sumo templario, señora.

– ¿Y qué contenía?

– Una vez rotas las bisagras y abierto el cofre, se descubrió que contenía un libro de conjuros, señora. Este libro de conjuros. -Lo arrojó sobre la mesa de modo que fue a aterrizar frente a Timor.

– ¡Mentiras! -exclamó el sumo templario-. ¡Esto es una conspiración! ¡Han colocado ese cofre en mi casa!

– ¿Quieres decir que no es tuyo? -inquirió Sadira, enarcando las cejas.

– ¡No lo he visto nunca en mi vida!

La consejera hizo un gesto con la cabeza a Zalcor, y el soldado agarró de improviso a Timor por detrás, inmovilizándole los brazos. Mientras el templario protestaba a gritos, Rikus se levantó de su silla y empezó a registrarlo.

– Zalcor no encontró ninguna llave -explicó Rikus-. Pero, con lo que contenía ese cofre, si fuera mío, yo no perdería nunca de vista la llave. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí?

Rasgó la túnica de Timor y mostró la llave que el templario llevaba colgada al cuello. De un tirón, el mul la arrancó y la introdujo en la cerradura del cofre. Encajaba a la perfección. La hizo girar, y la cerradura se abrió.

– Supongo que también colocaron ahí la llave -dijo Sadira con frialdad.

La mujer cerró los ojos unos instantes, aspiró con fuerza, murmuró algo para sí e hizo un gesto con la mano. El libro de conjuros se abrió solo, y las páginas empezaron a girar por sí mismas unos segundos. Luego se detuvieron, y el libro quedó abierto sobre la mesa.

– Capitán Zalcor, ¿serías tan amable de mirar la página por la que el libro ha quedado abierto?

– Es un conjuro para resucitar a los muertos, señora -anunció Zalcor echando una mirada por encima del hombro de Timor.

– Jamás supe que planeara esto -dijo Kor, sin levantar los ojos de la superficie de la mesa. Tragó saliva y sacudió la cabeza-. ¡Lo juro, nunca supe que fuera a llegar tan lejos!

– ¡Kor! -chilló Timor-. ¡Cierra la boca, imbécil!

– Diga lo que diga no cambiará nada ahora -anunció Rikus-. Ya has sido declarado culpable.

Del exterior del edificio, llegó el sonido de un gran alboroto. Innumerables voces que gritaban, el ruido de muchos pies. El sonido de un cántico siniestro que cada vez se oía más próximo. Timor se quedó helado. Entonaban su nombre.

– ¡Ti… mor! ¡Ti… mor! ¡Ti… mor! ¡Ti… mor!

– Al parecer las noticias viajan deprisa -comentó Sadira-. ¿Los oyes, Timor? La misma turba que querías lanzar contra nosotros. La voz del pueblo, Timor. Y te quieren a ti.

– ¿No me entregaréis a ellos, verdad? -inquirió él, palideciendo-. ¡No podéis… no debéis! ¡Me despedazarían!

– Y eso sería una gran desgracia -repuso Rikus en un tono que rebosaba sarcasmo.

La muchedumbre estaba cada vez más cerca. Los cánticos sonaban más fuertes ahora, y más insistentes. Por las ventanas abiertas penetraron varias piedras arrojadas desde la calle, y aquellos que estaban sentados en la línea de fuego se retiraron rápidamente cuando nuevos proyectiles cayeron sobre la mesa y las paredes a su espalda. Los miembros del consejo gatearon para ponerse a salvo, y uno de ellos se arriesgó o a echar un vistazo por una ventana.

– Va a haber un motín -anunció-. ¡Hay cientos de ellos ahí fuera! ¡La guardia no podrá contenerlos!

– Debería estar con mis hombres -dijo Zalcor.

Una nueva descarga de piedras entró por las ventanas, y todo el mundo se agachó. Todo el mundo excepto Ti – mor, que aprovechó la oportunidad para soltarse del aturdido Zalcor y, tras dar un violento empujón al soldado, salió corriendo. Rikus fue tras él, pero el bombardeo de piedras a través de las ventanas lo retrasó. Varios pe – druscos de gran tamaño golpearon al mul en la cabeza, y éste dio un traspié mientras levantaba los brazos para protegerse el rostro.

Timor salió al vestíbulo. No tenía ni idea de adónde podría huir; todo lo que sabía era que no podía permitir que la muchedumbre le pusiera las manos encima. Detrás de él, Kor lo llamó.

– ¡Timor! ¡Timor, rápido, por aquí!

El sumo templario se volvió y lanzó un juramento. Luego, al oír pasos rápidos que salían de la pequeña sala del consejo, comprendió que no tenía más alternativa que seguir a Kor, Doblaron una esquina, y el consejero lo sujetó por el brazo y lo arrastró pasillo abajo.

– ¡Por aquí! -dijo-. ¡Deprisa, deprisa!

– ¿Adónde me llevas? -exigió Timor-. ¿Hacia esa turba vociferante de ahí fuera?

– Sólo intento ayudarte -protestó el otro.

– ¡Ya me has ayudado bastante! ¡Todo lo que te importa es salvar tu miserable pellejo!

– No había nada que pudiera hacer. Estabas acabado antes de entrar en la sala. -Kor lo introdujo en una pequeña salita-. ¡Aquí, rápido!

– ¡Esto no conduce a ninguna parte, idiota! ¡Estamos atrapados!

– No, observa -dijo el consejero. Oprimió un botón oculto junto a la repisa de la chimenea, y la pared posterior de la chimenea se hizo a un lado para mostrar un pasadizo secreto-. ¡Por aquí, corre!

– ¿Adónde conduce?

– Es una antigua ruta de escape que lleva al otro lado de los muros de la ciudad -explico Kor mientras se introducían en el interior y cerraban la entrada del pasadizo detrás de ellos.

– No lo sabía -replicó Timor, avanzando apresuradamente por el estrecho pasillo con el cuerpo inclinado al frente para no golpearse la cabeza con el bajo techo.

– Se le ocultó a Kalak y a los templarios -repuso su compañero-. Cuando Kalak gobernaba, el consejo tenía mucho que temer, de modo que se construyó este pasadizo para permitirles una ruta de escape a la cólera del rey-hechicero en el caso de que se volviera contra ellos.

– ¿Cómo es que lo conoces? -inquirió el sumo templario, maldiciendo mientras apartaba las telarañas que encontraba en su camino.

– Mi abuelo fue el arquitecto que diseñó la pequeña cámara del consejo -dijo Kor-. Era un hombre prudente.

– ¡Si tú conoces este camino, los otros también lo conocerán!

– No, Rikus y Sadira no saben nada de él, y soy el único que queda ahora en el consejo cuya familia hubiera servido en tiempos de Kalak.

– ¡No puedo ver nada en esta infernal oscuridad!

– Limítate a seguir el pasadizo. Conduce hasta una puerta oculta camuflada en una protuberancia rocosa, fuera del muro de los jardines del rey.

– ¿Por qué me ayudas ahora, Kor, cuando me arrojaste a los carroñeros hace un instante?

– Porque yo habría sido el siguiente. Sabían que era tu hombre, y me hubieran hecho compartir tu castigo.

– Vaya, un maldito cobarde hasta el final, ¿verdad? -se burló Timor.

– Tú también huíste huiste. Además, no considero que el deseo de supervivencia sea una cobardía. Y no fui yo quien acabó contigo, Timor. Lo hiciste tú solito. ¡Yo te apoyaba, pero jamás imaginé que llegarías hasta el extremo de lanzar una invasión de no muertos sobre la ciudad!

– ¡No la lancé sobre la ciudad, estúpido! ¡Los envié tras ese elfling bastardo!

– Debieras haberlo dejado en paz -dijo Kor-. Ese elfling ha sido tu perdición.

– Y yo estoy decidido a ser la suya -masculló Timor entre dientes-. ¡No descansaré hasta encontrarlo y hacer que pague por su interferencia! ¡Su muerte será lenta y atroz!

– Espera, ve más despacio -advirtió el consejero justo por delante de él-. Me parece que ya casi estamos. ¡Sí, aquí está la puerta!

Timor aguardó.

– Está atascada -dijo Kor-; no la han utilizado durante años. Aquí, ayúdame a empujar.

Colocándose junto a su guía, Timor apretó el hombro contra la puerta.

– ¡Si esto no estuviera tan cerrado, haría estallar esta maldita puerta fuera de sus goznes!

– ¿Y dar a conocer tu posición a cualquiera que estuviera vigilando desde las murallas de la ciudad? ¿Quién es ahora el estúpido? ¡Empuja!

Ambos hombres gruñeron a causa del esfuerzo, y la puerta fue cediendo poco a poco. Una rendija de luz diurna hizo su aparición, y luego creció a medida que la puerta se abría sobre sus chirriantes bisagras. Una fresca brisa azotó el rostro de Timor, que aspiró con fuerza. El viciado aire mohoso del interior del pasadizo lo había mareado. Atravesó la puerta y se enderezó.

– ¡Aaahhh! La espalda empezaba a dolerme de estar tanto tiempo encorvado…

Con un agudo chirrido, la puerta se cerró tras él. Kor no había salido; seguía en el pasadizo, detrás de la puerta.

– ¡Kor, Kor! ¡Sal! ¿Qué haces?

Buscó un modo de abrir la puerta, pero no encontró nada que pudiera abrirla desde el exterior.

– ¡Kor, abre esta puerta! ¿Me oyes? ¡Kor!

– Tu amigo Kor se ha ido -dijo una voz detrás de él-. Ha realizado su trabajo, y ha regresado por donde vino.

Timor giró en redondo. A su espalda, justo al otro lado del afloramiento rocoso, había un grupo de figuras encapuchadas ataviadas con túnicas blancas, colocadas en forma de semicírculo a su alrededor. Todas ellas llevaban velos. Los ojos del templario se desorbitaron. ¡La Alianza! Kor, ese miserable traidor…

– Si piensas enfrentarte a nosotros con tus hechizos de profanador, inténtalo -dijo el mago protector que había hablado antes-. Nos encantaría que nos pusieras a prueba.

Timor se pasó la lengua por los labios y miró en derredor atemorizado. Ya no tenía su libro de conjuros, y su memoria se negaba de improviso a facilitar ningún hechizo que pudiera ser de utilidad en esta horrible situación. Por otra parte, lo superaban en número, y, aunque podía eliminar a dos o tres, si tenía suerte, los otros no tardarían en acabar con él. El cerebro le daba vueltas en busca de una salida, pero no consiguió hallar una solución. No tenía escapatoria.

Varias figuras encapuchadas se hicieron a un lado, y el elfling se adelantó, acompañado por una hermosa joven sacerdotisa villichi.

– ¡Tú! -exclamó Timor.

Sorak se detuvo y contempló al templario con expresión perpleja.

– ¿Por qué? -inquirió. Y, mientras hablaba, la Guar – diana sondeó la mente del otro y el joven obtuvo su respuesta.

Timor lanzó un grito inarticulado de rabia y se abalanzó sobre el elfling, pero Ryana se adelantó rápidamente y lo golpeó con su b B astón.

¿Así que eso era todo?, se dijo el joven interiormente. ¿Una suposición equivocada?

Atribuyó sus propios motivos siniestros y tortuosos a todos los que lo rodeaban, explicó la Guardiana. Conspiraba contra otros, de modo que creía que ellos también conspiraban en su contra. Estaba ebrio con la idea de tener poder, así que consideraba que los demás no eran diferentes.

Entonces no ha hecho más que recibir lo que merecía, repuso Sorak, bajando la mirada hacia el templario, caído a gatas sobre el suelo.

Timor levantó los ojos hacia él, la sangre manando de la herida en la cabeza que le había infligido Ryana.

– ¡Adelante, mal nacido, bastardo, engendro mestizo! ¡Sigue adelante con ello y termínalo! ¡Mátame, maldita sea, y acaba con esto!

Sorak lo miró y sacudió la cabeza.

– No, templario, no seré yo. Me has provocado más dolor de lo que jamás sabrás, pero su causa tiene prioridad. -Volvió la cabeza para mirar a los hombres cubiertos con las túnicas blancas y los velos.

– ¡No! -chilló Timor-. ¡Ellos no; sé muy bien lo que pueden hacer! -Se aferró a la pierna de Sorak-. ¡Mátame! ¡Acaba conmigo! ¡Fui yo quien resucitó a los muertos y los lanzó en tu contra, fui yo quien envió a Rokan y a sus hombres a rebanarte la garganta!

El joven liberó violentamente la pierna de las manos del templario y se dio la vuelta.

– ¡Noooo! -aulló el otro-. ¡Mátame…, utiliza tu espada! ¡Mátame, maldita sea! Ten piedad de mí y mátame.

Sorak siguió andando, lejos de la ciudad, acompañado por Ryana. Ninguno de los dos se volvió a mirar cuando los encapuchados cerraron su círculo alrededor del templario y éste empezó a chillar con todas sus fuerzas.


Sorak y Ryana estaban sentados en la cima de una colina sobre la que se divisaba la ciudad. Ante ellos, las mesetas desérticas parecían extenderse hasta el infinito.

– ¿Por qué me seguiste? -preguntó Sorak con suavidad mientras levantaba el pergamino que la Alianza del Velo le había entregado.

– ¿Necesitas preguntarlo?

– ¿La señora te dio permiso?

Ryana bajó la mirada y negó con la cabeza.

– Cuando abandoné la torre y me enteré de que te habías ido, supe que tenía que seguirte.

– ¿Estás diciendo que abandonaste el convento sin el permiso de la gran señora?

– Sí -contestó ella-. Rompí mis votos. Ya no puedo seguir siendo una sacerdotisa; ni tampoco deseo serlo. Tan sólo quiero estar contigo.

– ¿Me seguiste?, ¿todo el camino hasta Tyr?

– Soy una villichi -sonrió ella-. Seguir tu rastro por las montañas no fue muy difícil, pero costó un poco encontrarte una vez que llegaste a la ciudad. De todos modos, tu reputación se había extendido con rapidez. Mucha gente hablaba sobre el temible elfling luchador y maestro del Sendero que trabajaba en la casa de juego La Araña de Cristal, y comprendí que sólo podías ser tú. Pero cuando te vi con aquella semielfa, pensé… -Su voz se quebró.

– Tú precisamente no deberías haber dudado.

– Sí, lo sé -asintió ella-. Lo sé perfectamente. Con todo, la abandonaste sin siquiera decir adiós. Estoy segura de que suspira por ti.

– Si realmente suspira, es por un ideal, no por mí -contestó él, echando una mirada a su espada.

– No puedes ir por ahí eternamente solo, Sorak, a pesar de tu nombre. Nadie puede. Me necesitas.

– Sería mejor si regresaras.

– No puedo.

– ¿No puedes o no quieres?

– Ambas cosas -respondió ella-. Puedes decirme que no quieres que te acompañe, Sorak, pero no servirá de nada. Te seguiré quieras o no. Nadie te conoce como yo, nadie te comprende como yo, nadie se preocupa por ti como yo, y nadie puede vigilar tu espalda tan bien como yo -añadió, pensando en los dos hombres que había eliminado en el callejón mientras esperaban para atacarlo. Eso no se lo diría; no deseaba que él se sintiera obligado. Sólo lamentaba que su puntería con la ballesta no hubiera sido mejor. Si también hubiera acabado con Rokan, Tigra no habría muerto. Tampoco le contaría esa parte.

Él le dedicó una débil sonrisa.

– ¿Por qué vas a malgastar tu tiempo en un hombre que no puede amarte debidamente?

– ¿Por qué echarme a perder en un convento villichi, donde nunca veré a un hombre, y mucho menos podré amar a uno? -replicó ella.

– Pero has renunciado a tus votos, y ya no eres una sacerdotisa. Ya no tienes ningún juramento que mantener, en tanto que yo tengo uno que no puedo romper, no importa lo mucho que pudiera desear hacerlo.

– Me daré por satisfecha con lo que me ofrezcas. Si no puedo ser tu amante, seré tu hermana, como lo fui ya una vez.

– Y siempre lo serás -dijo Sorak-. Muy bien pues, hermanita. Puesto que no puedo disuadirte, iremos los dos en busca del Sabio. En algún lugar de ahí fuera.

Dirigió la mirada al inmenso desierto athasiano que empezaba a pasar lentamente del naranja dorado al rojo sangre a medida que el oscuro sol se hundía en el horizonte.


***

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