El presidente de los Estados Unidos se hallaba sentado muy erguido en el negro sillón giratorio de cuero tras el escritorio Buchanan del Despacho Ovalado de la Casa Blanca.
– ¿Destituirle? -repitió elevando ligeramente el tono de su voz-. ¿Quiere usted que despida al director del FBI?
El presidente Wadsworth, sentado tras el escritorio, y Chris Collins, acomodado en una silla de madera negra que había arrimado a éste, llevaban unos veinte minutos hablando. Mejor dicho, Collins había estado hablando y el presidente le había estado escuchando.
Al solicitar Collins aquella mañana ser recibido, le indicaron que el programa del presidente estaba completo. Collins había señalado que se trataba de una cuestión de «emergencia» y el presidente había accedido a concederle media hora después del almuerzo, a las dos de la tarde.
Al entrar en el Despacho Ovalado, Collins había prescindido de los habituales preámbulos, se había plantado ante el presidente y había comenzado una apasionada explicación.
– Creo que debe usted conocer ciertas cosas que están ocurriendo a espaldas suyas, señor presidente, cosas horrendas -había empezado a decir Collins-. Y, puesto que no va a haber nadie que le hable de ellas, creo que voy a tener que hacerlo yo. No será fácil, pero allá va.
Después, casi como en un monólogo, Collins había relatado los incidentes y situaciones que se habían producido desde la advertencia del coronel Baxter en relación con el Documento R hasta la identificación por parte de Donald Radenbaugh del asesino del presidente del Tribunal Supremo. Lo había revelado de carrerilla, con la claridad de un abogado, sin omitir el menor detalle.
Y había concluido diciendo:
– No puede haber ningún motivo que justifique la transgresión de la ley para preservar la ley. El director ha sido el principal impulsor de todo este asunto. Basándome en las pruebas que acabo de exponerle, señor presidente, creo que no le queda a usted más alternativa que destituirle.
– ¿Destituirle? -repitió el presidente-. ¿Quiere usted que despida al director del FBI?
– Sí, señor presidente. Tiene usted que librarse de Vernon T. Tynan. Si no para castigarle por sus acciones criminales, para restablecer el liderazgo de la presidencia y salvaguardar el sistema democrático. Ello le costará a usted la Enmienda XXXV pero preservará la Constitución. Y después podremos elaborar un plan mejor encaminado a garantizar la ley y el orden en este país, basándonos no en la represión y la tiranía potencial, sino en el mejoramiento de las estructuras sociales y económicas de nuestra sociedad. No obstante, nada de todo ello será posible mientras Tynan permanezca en su cargo.
El presidente había escuchado todo el relato de Collins con extraordinaria impasibilidad. Si se exceptuaban los gestos de alisarse el cabello entrecano, frotarse la nariz aguileña o cubrirse la huidiza mandíbula con una mano, había escuchado en silencio y sin dar muestras de la menor emoción.
Su expresión seguía siendo ahora impasible. Su único movimiento consistió en tomar un artístico abrecartas, sopesarlo en una mano y volverlo a dejar después sobre el escritorio.
– ¿Así es que cree usted realmente que el director Tynan merece ser destituido? -preguntó.
Collins no podía estar seguro de si el presidente estaba de su parte o bien se estaba limitando simplemente a analizar la situación más a fondo.
Probaría una vez más con un argumento decisivo.
– Sin la menor duda -contestó enérgicamente-. Los motivos para su destitución son innumerables. Tynan debiera ser destituido por conspiración, por abuso de las atribuciones de su cargo en el intento de conseguir la aprobación de una ley que le investiría de un poder extraordinario. Debiera ser destituido por chantaje e ingerencia en procedimientos legales. De lo único de lo que no le acuso es de asesinato, y eso porque no puedo demostrarlo. Lo demás está muy claro. Con su destitución, sobre la base de lo que usted pueda elegir de entre las distintas pruebas que mi oficina someterá en cuanto antes a su consideración, la Enmienda XXXV se hundirá por su propio peso. Pero, en realidad, podría usted deshacer todo el mal que Tynan ha cometido hasta la fecha emprendiendo personalmente la acción que el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, deseaba llevar a cabo, es decir, manifestándose públicamente en contra de la enmienda de tal forma que California la rechace. No creo que ello fuera necesario una vez se hubiera usted librado de Tynan, pero constituiría una medida muy prudente que le granjearía un mayor respeto.
El presidente permaneció en silencio unos instantes como si reflexionara acerca de lo que acababa de escuchar. Inesperadamente, se levantó del sillón de cuero negro, se volvió de espaldas a Collins, se dirigió muy erguido hacia la ventana de la izquierda enmarcada por unos verdes cortinajes y se quedó de pie contemplando el césped de la Casa Blanca y la Rosaleda.
Collins permaneció sentado aguardando en tensión. Cruzó mentalmente los dedos. El jurado del caso Tynan se había retirado a deliberar. Pronto se anunciaría el veredicto. Un veredicto adecuado lo resolvería todo. Collins aguardó esperanzado.
Tras lo que pareció un inacabable intervalo, el presidente se apartó de la ventana y regresó de nuevo a su sillón. Se detuvo detrás de éste, apoyó ligeramente los brazos sobre el respaldo, entrelazó los dedos y dirigió su mirada hacia Collins.
– Bueno, pues… -empezó a decir, y continuó-: He estado considerando todo lo que usted me ha dicho. Lo he estado examinando con mucho cuidado. Permítame decirle lo mucho que me ha dolido. Permítame ser con usted tan sincero como usted lo ha sido conmigo.
Collins hizo un rápido gesto de asentimiento y esperó.
– Veamos los motivos que usted me ha indicado para la destitución del director Tynan -dijo el presidente-. Chris, tratemos de ser lo más objetivos posible. Conoce usted la ley mejor que nadie. Es usted el primer abogado del país. Usted sabe que una persona es inocente hasta tanto no se demuestre que es culpable. La teoría, los rumores, las insinuaciones, los comentarios, las deducciones no constituyen pruebas auténticas e irrefutables. Sus pruebas no son más que una urdimbre de palabras, no de hechos.
Collins se inclinó hacia adelante como para hablar, pero el presidente levantó ambas manos.
– Espere, Chris -dijo Wadsworth-. Permítame que siga. Déjeme que le diga lo que quiero decirle. ¿Cuáles son las acusaciones directas que lanza usted contra el director Tynan? Veámoslas. Tynan ha falseado las estadísticas criminales relativas a California. ¿Puede usted demostrarlo sin lugar a dudas? Tynan ha construido campos de internamiento por toda la nación. ¿Puede demostrarlo? ¿Puede decirme qué empresa es la que se está encargando de construirlos? ¿Puede usted demostrarme que dichas instalaciones están destinadas a los disidentes? Tynan ha cerrado un trato con Radenbaugh liberando a este recluso de Lewisburg y facilitándole otra identidad. ¿Puede demostrarlo? ¿Puede demostrar que se cerró el trato, que fue Tynan quien lo cerró y que Radenbaugh no ha muerto tal como anunció la prisión? Tynan ordenó que se entregase dinero al asesino de Maynard. ¿Lo puede demostrar? Tal como usted mismo ha reconocido, no lo puede demostrar, ¿no es cierto? Tynan ha utilizado a los habitantes de una ciudad de empresa de Arizona en calidad de conejitos de Indias en relación con la Enmienda XXXV. ¿Puede demostrarlo? Sabemos que Tynan había estado llevando a cabo investigaciones acerca de esta localidad, pero, ¿puede usted demostrar que en realidad la estaba utilizando con vistas a algún objetivo nefasto? Tynan es algo así como el profesor Moriarty, el célebre personaje de Conan Doyle, de alguna siniestra conspiración encarnada en algo, en una especie de plan llamado el Documento R. ¿Puede demostrarlo? ¿Puede usted afirmar que se lo oyó decir personalmente al coronel Baxter? ¿Puede demostrar la existencia de ese documento? Y, caso de que exista, ¿puede demostrar que es peligroso? ¿Puede decirme de qué se trata y dónde se encuentra? -El presidente Wadsworth respiró hondo y prosiguió:- Chris, ¿qué es lo que tiene usted como no sea una urdimbre formada por especulaciones y conjeturas fantásticas? Basándose en estas acusaciones, sin aportar pruebas irrefutables, ¿desea usted que destituya al director del FBI, a uno de los hombres más eficientes y populares del país? Chris, ¿acaso ha perdido usted el juicio? ¿Destituir a Tynan? ¿Por qué? Su petición es imposible, Chris, imposible.
Collins se había ido desanimando mientras escuchaba estas palabras y ahora se sentía derrotado y abatido. Había albergado la esperanza de que el presidente dudara y discutiera, no que le atacara con tanta decisión.
Intentó desesperadamente recuperarse.
– Señor presidente, las pruebas pueden revestir muchas formas. Sé que, si dispusiera de tiempo, podría aportar pruebas que le dejarían plenamente satisfecho. Pero no disponemos de tiempo. Quite primero de en medio a Tynan. Es peligroso. Más tarde ya encontraremos delitos de que acusarlo. Le digo, basándome en lo que me han dicho y lo que he visto, que Tynan hará cualquier cosa, lo que sea, para anular la Ley de Derechos, conseguir la ratificación de la Enmienda XXXV y destruir nuestra democracia.
El rostro del presidente se había petrificado.
– Es que yo también deseo la ratificación de la Enmienda XXXV -dijo éste-. ¿Acaso ello significa que deseo destruir nuestra democracia?
– No, por supuesto que no, señor presidente -se apresuró a reconocer Collins-. No quiero dar a entender que todos los partidarios de la aprobación de la Enmienda XXXV están en contra de un gobierno democrático. De hecho, yo también la he apoyado durante algún tiempo y me he manifestado públicamente a favor de la misma. Por lo que a la gente respecta, sigo apoyándola puesto que no la he denunciado públicamente, y no pienso hacerlo mientras pertenezca a la actual administración.
– Me alegra oírselo decir, Chris -dijo el presidente ablandándose un poco-. Me alegra que posea usted el sentido de la lealtad.
– Por supuesto que lo poseo -dijo Chris-. Pero falta saber si Tynan lo posee también. Se trata de algo más que eso. Se trata de lo que representa la democracia. Usted y yo lo sabemos. Pero, ¿lo sabe Tynan? En nuestras manos, la Enmienda XXXV no sería erróneamente utilizada. Pero, ¿y en las suyas…?
– No existe la menor prueba de que él tuviera que interpretar la ley de un modo distinto a como lo haríamos usted o yo.
– A la luz de todo lo que acabo de revelarle, ¿puede usted decir eso? Aunque no pueda demostrarle nada, tiene usted que reconocer…
– Es inútil, Chris -le interrumpió el presidente rodeando el sillón y acomodándose en el mismo con aire decidido-. Lo lamento, Chris. Respeto los hechos. Escucho los hechos. Basándome en lo que usted me ha dicho, no me parece que los hechos avalen su punto de vista. No veo suficientes motivos para destituir a Tynan. Haga un esfuerzo por verlo desde mi perspectiva. La reputación de patriota de Tynan es impecable. Destituirle con unas pruebas tan confusas sería como detener a George Washington por fomentar el desorden o encarcelar por subversión a Barbara Frietchie, la heroína que desafió a los rebeldes del Sur. Destituirle constituiría un mal servicio al país y significaría también mi suicidio político. El público confía en Tynan. La gente cree en él…
– ¿Y usted? -preguntó Collins-. ¿Cree usted en él?
– ¿Por qué no? -replicó el presidente-. Siempre le he visto deseoso de colaborar. Ha sido en todo momento uno de nuestros mejores funcionarios públicos. En algunas ocasiones tiende a ser excesivamente celoso en su intento de alcanzar sus objetivos. Pero, bien mirado…
– Va usted a conservarle en su puesto y a seguir apoyando la Enmienda XXXV -dijo Collins-. Nada de lo que yo diga le disuadirá de su propósito. Está dispuesto a seguir respaldándole.
– Sí -dijo el presidente con decisión-. No tengo más remedio, Chris.
– En tal caso, yo tampoco tengo más remedio, señor presidente -dijo Collins levantándose muy despacio-. Si apoya usted a Tynan, tendrá que prescindir de mí. No tengo más remedio que dimitir de mi cargo de secretario de Justicia. Ahora regresaré a mi despacho y redactaré mi carta oficial de dimisión. Me pasaré las próximas veinticuatro horas luchando contra la enmienda en la Asamblea de California, y, si fracaso allí, dedicaré todas las horas que me queden a combatirla en aquel Senado.
Saludó al presidente con un gesto y se estaba dirigiendo hacia la puerta que tenía más cerca cuando oyó que Wadsworth le llamaba por su nombre. Collins se detuvo ya junto a la puerta y volvió la cabeza.
El presidente le estaba mirando auténticamente apenado.
– Chris -le dijo-, antes de hacer algo que después pueda lamentar, piénselo dos veces. -Se removió inquieto en su sillón.- Se trata de un período crítico… tanto para nosotros como para el país. No es momento de agitar la embarcación.
– Yo abandono esta embarcación, señor presidente -dijo Collins-. Me hundiré o bien nadaré por mi cuenta. Buenos días.
Tras lo cual, abandonó el Despacho Ovalado.
El presidente Wadsworth permaneció largo rato con la vista clavada en la puerta una vez Collins se hubo marchado. Final-mente, descolgó el teléfono y estableció comunicación con su secretaria personal.
– ¿Señorita Ledger? Llame al director Tynan al FBI. Dígale que deseo verle a solas cuanto antes.
Al regresar a su despacho, lo primero que hizo Chris Collins fue llamar a su esposa.
Hasta aquella mañana no había mantenido a Karen al corriente de los acontecimientos que habían estado teniendo lugar en su vida en el transcurso de las últimas semanas. Desde la noche en que había sabido de la existencia del Documento R, le había revelado algún que otro detalle de vez en cuando. Pero aquella mañana, tras contemplar por televisión los reportajes relativos al asesinato de Maynard, y una vez Donald Radenbaugh hubo regresado finalmente a su hotel, Collins se había dirigido a la cocina y se lo había referido todo.
Karen se había quedado de una pieza.
– ¿Qué vas a hacer, Chris?
– Voy a entrevistarme con el presidente a la mayor brevedad posible. Se lo voy a revelar todo. Le pediré que destituya a Tynan. Karen se habla atemorizado de inmediato,
– ¿No te parece peligroso? -le preguntó.
– No, si el presidente se muestra de acuerdo conmigo.
Al salir hacia su trabajo, Collins había dejado a Karen convencida de que el presidente Wadsworth se mostraría de acuerdo con él.
Ahora, cuatro horas más tarde, comprendía que se había equivocado de medio a medio.
Karen contestó al teléfono con voz muy nerviosa.
– ¿Qué ha sucedido, Chris?
El presidente no ha estado de acuerdo conmigo.
– Pero, ¿cómo es posible? -dijo ella en tono de incredulidad.
Ha dicho que no podía demostrarle nada. Me ha dado a entender que me consideraba un idiota paranoico. Ha respaldado a Tynan de un modo total.
– Es terrible. ¿Qué vas a hacer ahora?
– Voy a dimitir, ya se lo he dicho. He pensado que sería mejor que lo supieras.
– Gracias a Dios -dijo ella suspirando aliviada.
– Terminaré rápidamente mi trabajo, escribiré mi carta de dimisión y la enviaré. Iré un poco tarde a cenar.
– No pareces muy satisfecho, Chris.
– Es que no lo estoy. Tynan sale bien librado. La Enmienda XXXV se convierte en ley. Está por resolver la cuestión del Documento R. Y yo me veo impotente y me quedo sin trabajo.
– Saldrás adelante, Chris -le aseguró ella-. Se pueden hacer muchas cosas. Venderemos la casa. Regresaremos a California… quizás el mes que viene…
– Esta noche, Karen. Regresaremos a California esta noche. Tomaremos el último avión. Quiero estar en Sacramento mañana por la mañana. Quiero desarrollar un poco de labor de cabildeo. La Enmienda XXXV se someterá a votación por la tarde en la Asamblea. Si caigo, por lo menos caeré combatiendo.
– Lo que tú digas, cariño.
– Hasta luego. Tengo muchas cosas que hacer.
Tras colgar el aparato, Collins pensó en el trabajo que tenía acumulado sobre el escritorio. Antes de poner manos a la obra, tenía que hacer otra cosa. Llamó a su secretaria.
– Marion, a propósito de mi programa de citas, anula todas las que tenga para hoy, las que tenga para el resto de la semana y las que se hayan concertado para las semanas venideras. -Observó que ella arqueaba las cejas.- Se lo explicaré más tarde. Se lo explicaré antes de que salgamos esta tarde. Ahora diga a todo el mundo que estaré ausente de la ciudad. Ya nos pondremos en contacto con ellos. Otra cosa, Marion, reserve plaza para mi esposa y para mí en el último vuelo a California de esta noche… en el último vuelo a Sacramento. Ya buscaré yo mismo el hotel.
– Pero, señor Collins, esta noche iba usted a Chicago.
– ¿A Chicago? -repitió él sorprendido.
– ¿Lo ha olvidado usted? Mañana tiene que pronunciar un discurso en la convención de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Será usted el principal orador. Una vez acabado el discurso, va usted a reunirse con Tony Pierce.
Lo había olvidado por completo. En el transcurso de su primera semana en el cargo había accedido a pronunciar un discurso en la convención de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Tras su decisión de oponerse a la Enmienda XXXV, había decidido también reunirse con Pierce, su antagonista en el programa de televisión y dirigente de la Organización de Defensores de la Ley de Derechos. A través de su hijo Josh, había localizado a Pierce, el cual había accedido a reunirse con él en la convención de ex agentes del FBI:
– Me temo que tendré que cancelar el viaje a Chicago, Marion. Tengo que ir a Sacramento.
– Eso no les gustará, señor Collins. No tendrán tiempo de encontrar a otro orador que le sustituya.
– Siempre hay alguien -dijo Collins bruscamente-. Vamos a hacer una cosa… será mejor que hable yo con ellos personalmente. Les llamaré cuando haya adelantado un poco el trabajo que tengo. En cuanto a Tony Pierce, usted misma podrá resolver el asunto. Llame a sus oficinas de la ODLD de Sacramento, localícele, dígale que he anulado mi viaje a Chicago y ruéguele que me espere en Sacramento. Dígale que le veré en Sacramento mañana por la mañana. Le llamaré a primera hora de la mañana para concertar la cita. ¿Lo ha entendido?
– Llamaré al señor Pierce -repuso ella asintiendo con la cabeza. Después preguntó en tono vacilante:- ¿De veras desea usted que anule todas las citas?
– Todo. Ya basta de preguntas. Tengo muchas cosas que hacer.
Una vez Marion se hubo marchado, Collins empezó a abordar el trabajo que tenía acumulado sobre el escritorio: informes y sumarios que tenía que leer y documentos para firmar. Se alegró al comprobar que uno de los memorandos estaba dirigido al Servicio de Inmigración y Naturalización: se trataba de su autorización personal a la entrada en los Estados Unidos, procedente de Francia, de Emmy, la futura esposa de Ishmael Young. Lo firmó y se lo entregó a Marion ordenándole que lo enviara de inmediato y que remitiera una copia a Ishmael Young.
Al regresar a su despacho, se detuvo ante la chimenea pensando en lo que todavía le quedaba por hacer en aquélla su última tarde como secretario de Justicia de los Estados Unidos. A continuación, redactaría la carta de dimisión. Después sacaría todas sus pertenencias de los cajones del escritorio y recogería lo demás que hubiera en el saloncito del otro lado del despacho de Marion. Y, finalmente, llamaría a Chicago y anularía el discurso que hubiera tenido que pronunciar al día siguiente.
Ante todo, la carta de dimisión.
Se acercó al jarro de plata que había sobre la mesita del teléfono al lado de su escritorio, se llenó un vaso de agua y bebió. Contempló las repletas estanterías adosadas a la pared y empezó a pasear por el espacioso despacho tratando de bosquejar la carta. ¿Sencilla o grandilocuente? Ninguna de las dos cosas. ¿Agresiva o defensiva? No, ni lo uno ni lo otro. Al final, consiguió dar con el tono más adecuado. Dimitía de su cargo de secretario de Justicia por apremiantes motivos de conciencia. Tras reflexionar detenidamente, había llegado a la conclusión de que no podía seguir mostrándose de acuerdo con la administración en su apoyo a la Enmienda XXXV. Consideraba que podría servir mejor los intereses de su conciencia y de su país dimitiendo de su cargo con el fin de dedicar, libre de trabas, todos sus esfuerzos a combatir la aprobación de la Enmienda XXXV. El tono adecuado.
Se sentó apresuradamente junto al escritorio, tomó una hoja de papel oficial y puso rápidamente por escrito lo que ya había formulado mentalmente.
Después decidió que, en lugar de enviar la carta manuscrita a la Casa Blanca, la mandaría mecanografiar y la firmaría. Los medios de difusión podrían manejar más fácilmente las copias de una carta mecanografiada que las de una carta manuscrita. Sí, le diría a Marion que la pasara a máquina y mandaría sacar fotocopias.
Volvió a leer la carta de dimisión y después se levantó tratando de hallar algún medio de mejorarla. Empezó a pasear una vez más por el despacho y después se dirigió a la contigua sala de conferencias. Pisando la alfombra roja estampada, se detuvo ante el retrato de Alphonso Taft, secretario de Justicia bajo el presidente Ulysses S. Grant. Se preguntó por qué demonios estaría allí, pensó que al día siguiente ordenaría que lo retiraran y entonces recordó que quien iba a retirarse al día siguiente iba a ser él.
Siguió paseando por la estancia bordeando la alargada mesa de conferencias con sus dieciséis sillones de cuero rojo. Se detuvo hacia la mitad de la pared del otro lado frente al busto de mármol blanco de Oliver Wendell Holmes. Su secretaria Marion le alcanzó precisamente junto a aquel busto de mármol.
– Señor Collins -le dijo sin aliento la secretaria-. Está aquí el director Tynan y desea verle.
– ¿Tynan? -preguntó él-. ¿Aquí?
– Se encuentra en la sala de espera.
Collins se sentía confuso. Aquello resultaba totalmente inesperado. En el transcurso de la breve permanencia de Collins en el cargo, Tynan no había acudido ni una sola vez a visitarle personalmente al Departamento de Justicia.
– Bueno, dígales que le hagan pasar.
Hizo conjeturas acerca del asunto que podría motivar la visita del director. De una cosa estaba, sin embargo, seguro: Tynan era la última persona a la que hubiera deseado ver aquel día. Aguardó con hastío la llegada del director.
Casi inmediatamente vio aparecer junto a la puerta de la sala de conferencias la enorme mole de Vernon T. Tynan. Tynan, con su musculoso cuerpo enfundado en un ajustado traje azul marino de doble botonadura, se le acercó caminando a grandes zancadas. Las tensas facciones de su rostro presentaban su habitual expresión desdeñosa sin permitir adivinar lo más mínimo acerca de la misión que le había traído.
Al llegar a la altura de Collins, dijo:
– Siento interrumpirle de esta forma, pero me temo que es importante. -Dio unas palmaditas a la cartera de documentos que llevaba bajo el brazo.- Se trata de algo que tengo que discutir con usted ahora mismo.
– Muy bien -dijo Collins-. Vamos a mi despacho. Tynan no se movió.
– Creo que no -dijo sin inflexión alguna en la voz. Miró a su alrededor-. Creo que será mejor aquí. -Después añadió:- No quisiera que nadie pudiera escuchar lo que vamos a discutir. Y no creo tampoco que usted lo quiera.
Collins lo comprendió.
– Vernon, no tengo el despacho intervenido. No creo en la necesidad de grabar las palabras de mis visitantes.
– Pues se pierde usted muchas cosas -dijo Tynan con un gruñido; después colocó la cartera sobre la mesa de conferencias frente al sillón más próximo al de la cabecera-. Sentémonos. Lo que tengo que decirle no nos llevará mucho tiempo. Seré muy breve, señor Collins.
Molesto, Collins alcanzó el sillón de cuero rojo de la cabecera de la mesa y se acomodó a escasa distancia del director del FBI. Mientras esperaba, tomó su tabaco, le ofreció a Tynan un cigarrillo que éste rechazó, sacó uno para sí mismo y lo encendió. Tras dar un par de chupadas, se acercó un cenicero de cristal y preguntó:
– Bueno, ¿a qué debo el honor de su visita?
Tynan apoyó las manos sobre la mesa.
– Iré inmediatamente al grano -contestó-. El presidente me lo acaba de contar todo hace un rato. He sabido que ha acudido usted a verle. He sabido que tiene usted intención de dimitir de su cargo… y he sabido el porqué. -Tynan se reclinó en su asiento, miró a Collins de arriba abajo y sacudió la cabeza.- Ha sido una estupidez por su parte -dijo esbozando una sonrisa torcída-. Intentar conseguir la destitución de Vernon T. Tynan ha sido una verdadera estupidez. Le creía mucho más listo.
– He hecho lo que tenía que hacer -replicó Collins tratando de controlarse-. Usted lo está haciendo ahora, ¿no? Bueno, pues yo también lo he hecho.
Con enloquecedora deliberación, Tynan empezó a abrir la cartera de documentos.
– Sí, lo estoy haciendo -repitió en tono burlón-. Y, puesto que se ha estado usted entremetiendo en mis asuntos… y lo ha hecho…
– Ciertamente que sí -dijo Collins.
– … he pensado que sería justo que yo me entremetiera también un poco en los suyos.
– Estoy perfectamente al tanto de sus recientes actividades -dijo Collins-. Sabía que me estaba usted sometiendo a una nueva investigación.
-¿De veras? -preguntó Tynan mirándole-. ¿Lo sabía y no hizo nada al respecto?
– No había motivo para que lo hiciera. No tengo nada que ocultar.
– ¿Está seguro? -Tynan había estado examinando el contenido de la cartera y ahora extrajo de la misma una carpeta de cartulina.- Bueno, sea como fuere, he pensado que le halagaría a usted saber que le hemos estado investigando con gran cuidado… con amoroso cuidado.
– Le agradezco su interés -dijo Collins-. Ahora sorpréndame, por favor. ¿Qué ha averiguado usted?
La despectiva mueca del rostro de Tynan se acentuó fuertemente.
– Le diré lo que he averiguado. He averiguado algo que usted ha ocultado deliberadamente al público… o tal vez algo que le han ocultado a usted. -Abrió la carpeta, estudió brevemente lo que había en su interior y miró a Collins a los ojos.- Se propone usted destruir la única ley capaz de salvar a este país de la ruina. Ha estado usted hurgando en las vidas de mucha gente, incluida la mía propia. Pero no se ha tomado la molestia de cerciorarse de que todo estuviera en orden en su casa. Bueno, pues antes de que se presente usted al público en calidad del señor Limpio, será mejor que se cerciore de que su vida y las vidas de quienes le rodean son absolutamente puras.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Quiero decir que está usted casado con una mujer cuyo pasado reciente resulta muy sospechoso. Creo que merecerá la pena discutir el pasado de su esposa.
Collins advirtió que le invadía la cólera contra aquel hombre cuya misión consistía en escarbar en las vidas privadas de los demás. Su cólera superó la inmediata curiosidad que experimentaba en relación con lo que Tynan hubiera logrado descubrir.
– Vernon -dijo-, no sé qué demonios quiere dar a entender, pero le diré de entrada que no tengo la menor intención de discutir con usted acerca de mi esposa o de cualquier otro miembro de mi familia. El Senado celebró sesiones acerca de mi persona. Mi vida forma parte de los expedientes públicos. El Senado me confirmó en mi cargo. No hay ninguna otra cosa que discutir.
– Me temo que hay algo más que discutir -dijo Tynan muy lejos de darse por vencido-. Y creo que deseará usted hablar de ello. Se trata de un pequeño detalle que se nos pasó por alto en nuestra primera investigación acerca de usted, un detalle que tendrá mucho interés en conocer.
– No quiero que mezcle a mi esposa con nuestras diferencias.
– Allá usted, Chris -dijo Tynan encogiéndose de hombros-. O me escucha usted y me dice qué hacemos o su esposa tendrá que contárselo de nuevo a un juez y a un jurado. -Se detuvo.- ¿Me permite ahora que siga?
Collins advirtió que el corazón le latía con fuerza. Esta vez, guardó silencio.
Tynan examinó una vez más los papeles y dijo:
– Su esposa era viuda cuando usted la conoció. Eso fue hace algo más de un año. Se llamaba Karen Grant. Su marido se llamaba Thomas Grant. ¿No es así?
– Así es. Sabe usted que es así, por consiguiente…
– No lo es y sé que no. Su nombre de soltera era Karen Grant. El nombre de su marido era Thomas Rowley. Su nombre de casada era Karen Rowley.
Collins lo ignoraba, pero se apresuró a defender a su esposa.
– ¿Y qué? No es nada raro que una viuda utilice su nombre de soltera.
– Tal vez no -dijo Tynan-. O tal vez sí. Vamos a ver… la conoció usted en Los Ángeles, donde ella trabajaba de modelo. Antes había vivido con su marido en…
– Madison, Wisconsin.
– ¿Eso es lo que ella le dijo? Pues le informó mal. Vivía con su marido en Forth Worth, Texas. Su marido murió en Forth Worth.
Collins retiró la silla como para ir a levantarse y dar por terminado aquel interrogatorio inquisitorial.
– Vernon, todo eso me importa un comino.
– Pues sería mejor que le importara -dijo Tynan fríamente-. ¿Sabe cómo se quedó viuda su esposa?
– Por el amor de Dios, su marido murió en un accidente.
– ¿En un accidente? ¿De veras? ¿Qué clase de accidente?
– Jamás se lo he preguntado. No es que sea precisamente un tema muy agradable de comentar -repuso Collins-. Creo que fue alcanzado por un automóvil. ¿Está usted satisfecho ahora, Vernon?
– No, no lo estoy. Según los archivos del FBI de Forth Worth, no fue alcanzado por un automóvil. Fue alcanzado por una bala… disparada a bocajarro. Le asesinaron.
A pesar de que Collins ya se había dispuesto a recibir una información desagradable, la revelación constituyó para él un golpe inesperado que le hizo perder el aplomo. Tynan siguió hablando implacablemente.
– Todas las pruebas acusaban a su esposa del asesinato. Fue detenida y juzgada. Tras cuatro días de deliberaciones, el jurado no logró ponerse de acuerdo. Posiblemente gracias a la influencia de su padre, que era un destacado político de la zona, ahora ya fallecido, las autoridades decidieron no someterla a un segundo juicio y la pusieron en libertad.
– No lo creo -protestó Collins.
Tynan y la sala de conferencias habían quedado como desenfocados ante sus ojos, y Collins se esforzó por recuperar el dominio de sí.
– Si tiene usted alguna duda -prosiguió Tynan fríamente-, estos documentos se la disiparán. -Tomó unos papeles de la carpeta y los colocó cuidadosamente frente a Collins.- Es un resumen del caso, basado en los sumarios judiciales y con el correspondiente número de identificación. Y unas fotocopias de tres recortes de periódico. Reconocerá en ellas a Karen Rowley. Ahora vayamos al meollo de la cuestión… -Collins hizo caso omiso de los papeles que tenía delante y siguió mirando a su adversario en espera de que éste le revelara cuál era el fondo de todo aquello y Tynan añadió:- El jurado no declaró culpable a su esposa. Pero tampoco la declaró inocente. Se pasaron cuatro días discutiendo sin conseguir resolver sus diferencias y llegar a un veredicto. Se declararon en desacuerdo. Tal como usted sabe mucho mejor que yo, ello deja el caso sin resolver y arroja una sombra de duda sobre el comportamiento de su esposa. Ése es el punto que me interesó. Les ordené a nuestros agentes que investigaran más profundamente. Y así lo hicieron. Reconstruyeron el asesinato, interrogaron nuevamente a los testigos… y, en el transcurso de sus investigaciones, consiguieron dar con una nueva pista, una pista que ha resultado ser muy valiosa. No acierto a comprender cómo es posible que las autoridades locales la pasaran por alto. Pero es que a veces esa gente es muy descuidada. Como usted sabe, el FBI jamás lo es.
Collins esperó sin hacer comentario alguno.
– Hemos descubierto a un nuevo testigo, un testigo que entonces se pasó por alto. Se trata de una mujer que afirma haber visto a Karen Rowley… o Karen Grant o Karen Collins, como usted prefiera; un testigo presencial que afirma haber escuchado un altercado en cuyo transcurso Karen le dijo a Rowley que desearía matarle. La testigo decidió alejarse de la casa de los Rowley, pero, al hacerlo, pudo ver fugazmente a Karen empuñando un arma, de pie junto al cuerpo de su marido. -Tynan se detuvo.- Y aún hay más -añadió bajando la voz-. Me molesta tener que decírselo, aunque, de todos modos, saldría a la luz en el caso de que la testigo fuera llamada a declarar antes los tribunales. Es bastante desagradable…
Collins advirtió como una opresión en el pecho, pero siguió guardando silencio.
Tynan prosiguió eligiendo lentamente las palabras.
– Muchos fines de semana, su esposa solía acudir sola a visitar a su padre. O, por lo menos, eso decía ella. Al final, Rowley, su marido, empezó a sospechar. Mandó que la siguieran. Y se enteró… no sé cómo decírselo… se enteró de que Karen participaba activamente en las orgías de un grupo de Houston. Se reunían, se desnudaban y se entregaban a orgías sexuales. Y ella participaba… a veces con varios hombres, a veces con mujeres, relaciones sexuales normales, perversiones… no quiero entrar en detalles, pero…
– ¡Eso es una sucia mentira y usted lo sabe! -gritó Collins medio levantándose del sillón.
Tynan no se inmutó.
– Ojalá lo fuera, pero no lo es. Nuestra testigo oyó a Rowley acusar a Karen de todo eso. -Su mano se acercó a la carpeta. -¿Quiere usted leer la declaración que ha formulado la testigo en privado?
– No, muchas gracias.
– Sea como fuere, al terminar la escena, la testigo oyó un disparo de arma de fuego y pudo ver fugazmente a Karen de pie junto al cuerpo de Rowley. -Tynan estudió brevemente a Collins y, a continuación, siguió hablando.- Ahora bien, esta testigo no declarará por su libre voluntad. No quiere meterse en líos. Pero, en caso de que se obligara a declarar bajo juramento, lo haría. Ello se traduciría en un segundo juicio. Y esta vez no es probable que el jurado se declarara en desacuerdo. No obstante, tengo el gusto de informarle de que no permití que mis colaboradores sometieran estas nuevas pruebas a la consideración del fiscal de distrito de Forth Worth. Me pareció que no sería correcto sin antes consultárselo a usted. Además, a pesar de las… las debilidades de su esposa… sólo Dios sabe qué pudo inducirla a comportarse como lo hizo… yo siento cierta simpatía por la señora Collins. Su marido era un sujeto sin escrúpulos. Iba por su dinero, por el dinero de su padre, y la explotó. Es probable que la amenazara con revelar sus extravíos sexuales con el fin de sacarle más dinero. Algunos tal vez opinaron que tuvo motivos más que sobrados para hacer lo que hizo. Eso pensé yo precisamente al ordenar que se detuvieran las pruebas. Finalmente, y tal vez sea ésta la consideración más importante, preferiría no tener que poner en un aprieto a un miembro de la administración, a un miembro del equipo del presidente, en unos momentos tan cruciales como los que estamos viviendo. Creo que lo comprenderá usted. Creo que todas las personas relacionadas con este asunto va han sufrido bastante y que no es necesario exponerlo todo de nuevo a la luz pública. En determinadas circunstancias, todo ello podría quedar olvidado fácilmente.
Collins estaba asqueado. Y no sólo por la información acerca de Karen y por la amenaza que pesaba contra ésta, sino también por el descarado chantaje a que Tynan le estaba sometiendo. La repugnancia que experimentaba hacia aquel hombre le estaba quemando por dentro. Hasta entonces, jamás se hubiera considerado capaz de matar a un ser humano. En aquellos momentos, sin embargo, hubiera deseado apretarle a Tynan el cuello con sus propias manos. Pero se impuso la cordura.
Collins permaneció sentado en silencio, temblando sólo por dentro. Al final, consiguió hablar.
– ¿Dice usted que estaría dispuesto a olvidar en determinadas circunstancias?
– Exactamente.
– ¿Y cuáles serían esas circunstancias? ¿Qué desea usted de mí?
– Sólo su colaboración, Chris -repuso Tynan amablemente-. Muy poca cosa, en realidad. Digamos que lo que desearía de usted es su promesa de que permanecerá en el equipo con el presidente y conmigo y seguirá apoyando la Enmienda XXXV hasta el final. Lo que no desearía de usted sería un comportamiento destructivo, como, por ejemplo, su dimisión en estos momentos o una declaración pública en la que se manifestara en contra de la enmienda. Éste es el precio. Muy razonable, creo.
– Comprendo -dijo Collins observando cómo Tynan cerraba la carpeta y se la volvía a guardar en la cartera de documentos-. ¿No va usted a permitirme que vea el resto de las pruebas?
– Las guardaré yo, para más seguridad. Le he dicho lo suficiente. Tiene usted a su esposa. Ella le podrá contar lo que yo no le haya dicho.
– No, me refiero al nombre de la testigo que ustedes han descubierto. Quisiera saber eso, por lo menos.
– Creo que no es posible, Chris -dijo Tynan sonriendo-. Si quiere ver a la testigo, tendrá que ser en una sala de justicia. -Cerró la cartera.- Me parece que ya le he dicho todo lo que tenía que decirle. Dispone usted de suficientes datos. De usted dependerá lo que ocurra a partir de ahora.
– Vernon, es usted el peor hijo de puta que jamás me he echado a la cara.
Tynan siguió sonriendo.
– No creo que mis padres se mostraran de acuerdo. Si tengo algún defecto -dijo muy serio- es el de amar demasiado a mi país. Si usted tiene algún defecto, es el de amar un poco menos a su país. Y es por mi país por lo que le pido que adopte ahora una decisión.
Collins le dirigió una mirada de odio. Al final, desistió de seguir luchando, se dio por vencido, y se hundió en su asiento.
– De acuerdo -dijo con voz cansada-, usted gana. Repítamelo de nuevo… ¿qué desea exactamente que haga?
Había sido la primera vez desde que se había casado que no había deseado regresar a casa junto a su esposa.
Tras la marcha de Tynan, no había logrado seguir trabajando, pero había permanecido deliberadamente hasta muy tarde en el Departamento de Justicia porque deseaba estar solo y pensar. Se había estado debatiendo entre sentimientos contradictorios. Se había escandalizado al conocer los antecedentes de Karen. Estaba decepcionado porque ésta le había ocultado los detalles de su reciente pasado. No sabía si era culpable o inocente de la muerte de su marido (un jurado había deliberado durante cuatro días enteros y no había conseguido establecer su inocencia). Temía que resultara perjudicada ahora que Tynan estaba dispuesto a abrir de nuevo el caso.
Había tratado de rechazar la imagen que Tynan le había ofrecido de la secreta vida sexual de Karen. Las orgías de personas desnudas. La promiscuidad. La cadena de perversiones.
Collins no lo creía. Ni una sola palabra. Pero las imágenes persistían y no lograba apartarlas de su mente.
No sabía qué pensar, qué actitud adoptar con ella, cómo abordar el asunto. En su despacho no había logrado resolver estas cuestiones, y ahora, mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta principal de su casa y la abría, todavía no las había resuelto.
Hubiera deseado evitar la confrontación, pero le constaba que sería imposible.
Al parecer, ella le había oído entrar.
– ¿Chris? -le llamó desde el comedor.
– Sí. Un momento -repuso él avanzando por el pasillo en dirección al dormitorio.
Se había quitado la corbata y estaba a punto de quitarse la camisa cuando apareció ella.
– He estado en ascuas todo el día -dijo Karen-. Desde que me has llamado he estado aguardando a que me contaras lo que ha ocurrido. He empezado a hacer el equipaje. Nos vamos a California, ¿verdad?
– No -repuso él en tono sombrío.
Ella se le estaba acercando para darle un beso. Se detuvo en seco.
– ¿No? -preguntó frunciendo el ceño y estudiándole cl rostro-. No has dimitido, ¿no es cierto?
– No, no he dimitido.
– No… no lo entiendo, Chris.
– Había escrito la carta de dimisión, pero después la he roto. Tras recibir la visita de Vernon Tynan. Al marcharse él, la he roto. He tenido que hacerlo.
– Has… has tenido que hacerlo -repitió ella-. ¿Lo has tenido que hacer por… por mí? -preguntó abatida.
– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó él asombrado.
– Porque sabía que podría ocurrir. Sabía que Tynan haría cualquier cosa con tal de impedir que te opusieras a él. La otra noche en la cena, cuando ese escritor, Ishmael Young, dijo que Tynan llevaba a cabo investigaciones acerca de todos los que le rodeaban y lo sabía todo de las personas que rodeaban a quienes le interesan, lo comprendí, lo comprendí, sí. Comprendí que tal vez te persiguiera a ti y… me encontrara a mí. Me asusté mucho, Chris. Aquella noche, cuando estábamos a punto de dormimos, decidí, por centésima vez, contártelo todo. Tenía intención de decírtelo. Empecé a hacerlo, pero tú ya te habías dormido. Después, al día siguiente, ocurrieron otras cosas y me olvidé. Hubiera debido decírtelo. Santo cielo, qué estúpida he sido. Un secreto tan estúpido. Hubiera debido revelártelo.
– Yo hubiera debido saberlo, Karen, aunque no hubiera sido más que para poder protegerte.
– Sí, tienes razón. Pero no para protegerme a mí. Para protegerte a ti mismo. Ahora que Tynan te lo ha contado… No sé lo que Tynan te habrá contado, pero será mejor que escuches mi versión.
– Ahora no deseo escucharla, Karen. Tengo que salir de la ciudad para pronunciar un discurso. Cuando regrese de Chicago…
– No, escúchame -dijo ella acercándose más-. ¿Qué es lo que te ha dicho Tynan? ¿Que mi marido murió de un disparo en nuestro dormitorio de Fort Worth? ¿Que me habían oído decir más de una vez que ojalá se muriera? La verdad es que habíamos tenido otra terrible pelea. Una de tantas. Yo me marché y me fui a casa de mi padre. Después decidí regresar a casa, intentar una vez más hacer las paces. Y me encontré a Tom en el suelo. Muerto. No tenía ni idea de quién le había matado. Y sigo sin tenerla. Pero varias personas nos habían oído discutir y me habían oído decir a mí que ojalá se muriera. Era cierto. Lo había dicho muchas veces. Como es lógico, me acusaron. Las pruebas eran muy confusas y circunstanciales, pero teníamos a un nuevo fiscal de distrito que estaba deseoso de crearse una buena reputación. Me juzgaron. Fue un tormento espantoso. ¿Es eso lo que Tynan te ha contado? ¿Te ha contado todo eso?
– Casi todo. Ha dicho que el jurado se había declarado en desacuerdo.
– En desacuerdo -dijo ella en tono despectivo-. Once de los miembros del jurado se mostraron favorables a declararme inocente desde un principio. Sólo un hombre, el número doce, insistió durante cuatro días en considerarme culpable, hasta que los demás se dieron por vencidos. Aquel tipo lo que quería era declarar culpable a mi padre, no a mí. Supe después que mi padre le había despedido. La oficina del fiscal de distrito no quiso volver a juzgarme porque tanto las pruebas como el jurado estaban abrumadoramente de mi parte. Sabían que era inútil y me pusieron en libertad sobreseyendo el caso. Para huir de la notoriedad, dejé de utilizar mi apellido de casada y abandoné la ciudad. Me fui a trabajar a Los Ángeles, donde te conocería aproximadamente un año más tarde. Y eso es todo, Chris. No te lo había contado porque ya era agua pasada, porque ya lo había dejado atrás y yo sabía que era inocente y, al enamorarme de ti, no quise que nada empañara nuestras relaciones y te indujera a dudar. No quería que este sórdido asunto ensuciara un amor tan limpio. Deseaba empezar de nuevo. Hubiera debido decírtelo. Hubiera debido, pero no lo hice y cometí un error. -Respiró hondo.- Me alegro de que al final te hayas enterado. Ahora ya conoces toda la historia.-No toda la historia, según Tynan -dijo Collins-. Tynan ha descubierto un nuevo testigo, una mujer que afirma haberte visto de pie junto al cadáver de Rowley empuñando un arma. La testigo afirma haberte oído disparar.
– ¡Eso es mentira! Yo no lo hice. Es una auténtica mentira. Yo entré y me encontré a Tom muerto. Tom ya había sido asesinado.
Mientras la escuchaba y la observaba de cerca, Collins comprendió que estaba escuchando y observando la verdad. Pero las imágenes seguían persistiendo en su mente. Karen desnuda, Karen enloquecida en una habitación llena de hombres y mujeres desnudos. Karen entregada a toda clase de perversiones con hombres y mujeres.
– Hay otras cosas, Karen -empezó a decirle. No tenía intención de hablarle de las orgías, no quería creer en ello, pero experimentó el impulso de decírselo-. Yo no creo nada de todo ello pero tengo que decírtelo. La testigo le reveló a Tynan…
Y se lo dijo todo.
Karen se horrorizó. Cuando él terminó, pareció como si fuera a desmayarse.
– Oh, no -exclamó gimiendo-. No, no… qué mentiras tan terribles… todo inventado, todo falso. Embustes. ¿Yo, comportarme así? Tú me conoces, Chris, tú me conoces en la cama. Soy tímida, yo… Oh, Chris, no es posible que lo creas…
– Y no lo creo, ya te lo he dicho.
– Te lo juro por la vida del niño que vamos a tener…
– Sé que no es cierto, cariño. Pero hay una testigo que declarará bajo juramento que sí lo es, eso y el asesinato…
– ¿Quién es esa testigo? -preguntó Karen pareciendo recuperarse.
– No lo sé. Tynan no ha querido decírmelo. Pero es la amenaza que sostiene sobre nuestras cabezas. Me ha amenazado con abrir de nuevo el caso a no ser que acceda a seguir el juego. Y he cedido permanecer en el equipo.
– Oh, Chris, no. -Karen se arrojó en sus brazos y le estrechó con fuerza.- ¿Qué te he hecho?
– No tiene importancia, Karen, cariño -dijo él tratando de calmarla-. Lo importante eres tú. Creo en ti, y jamás volveremos a hablar de ello. Olvidémonos de Tynan…
– No, Chris, tienes que luchar contra él. No puedes permitir que haga eso. No tenemos nada que temer. Soy inocente. Dejémosle que abra de nuevo el caso. A la larga, no podrá causarnos daño. Lo que no debes permitir es que te someta a un chantaje y te obligue a guardar silencio. Tienes que luchar contra él, hazlo por mí.
– No voy a luchar contra él, no lo voy a hacer precisamente por ti -dijo Collins apartándose-. No quiero que vuelvas a pasar por ese suplicio. Vamos a olvidarlo todo y a seguir viviendo nuestra vida como si nada hubiera ocurrido.
Collins fue a alejarse pero ella le siguió cruzando la estancia.
– No podremos seguir viviendo como antes. Chris, si temes enfrentarte con él, es que te crees su versión de los hechos y no la mía…
– ¡No es cierto! Es que no quiero verte padecer de nuevo ese calvario.
– ¿Vas a darte por vencido, vas a guardar silencio mientras la Asamblea de California ratifique mañana la Enmienda XXXV y el Senado haga lo propio tres días más tarde? Chris, por favor, no permitas que eso ocurra.
Collins se miró el reloj de pulsera.
– Mira, Karen, dispongo de veinte minutos para cambiarme, cenar, terminar de hacer el equipaje y llamar a Tony Pierce a Sacramento, antes de que llegue el chófer para llevarme al aeropuerto. Mañana pronunciaré un discurso en la convención de ex agentes del FBI en Chicago. Tengo que ir. Tengo que darme prisa. -Estrechó a Karen en sus brazos y la besó.- Te quiero. Si hay algo más de que hablar, hablaremos de ello mañana por la noche.
– Sí -dijo ella casi hablando para sus adentros-. Si es que hay un mañana por la noche.