A la mañana siguiente Collins se levantó temprano. Se duchó, se vistió y abandonó su residencia de nueve habitaciones de McLean, Virginia, para recorrer los doce kilómetros que le separaban de su lugar de trabajo, sin haberle revelado a su mujer ningún detalle acerca de lo ocurrido la noche anterior en la iglesia de la Santísima Trinidad.
Durante la cena y en el transcurso de toda la noche, experimentó el deseo de contarle a Karen todo el episodio del padre Dubinski. Pero una especie de instinto de protección hacia aquel ser querido le había impedido revelar nada acerca de aquel encuentro. Sabía que el asunto hubiera inquietado y preocupado a Karen porque también a él le había inquietado y preocupado.
Le habló, en su lugar, de la llamada del presidente confirmándole su viaje a California. Sus únicas misiones consistirían en pronunciar un discurso en la Asociación Norteamericana de Abogacía, aparecer en un programa de televisión y, de ser posible, realizar alguna labor informal de cabildeo entre los legisladores del estado. Por lo demás, estaría libre y podría disfrutar del sol de California durante unos días. Le había pedido a Karen que le acompañara. Ella se había resistido alegando como excusa su embarazo y su estado general de agotamiento. Había insistido en que aprovecharía mejor el tiempo viendo a Josh, su hijo, y visitando a algunos de sus viejos amigos. Collins no había insistido. Sabía que podría aprovechar el tiempo viendo no sólo a Josh sino también a la persona que Paul Hilliard tenía interés en que viera, es decir, al miembro de la Asamblea Olin Keefe, el hombre según el cual el FBI estaba falseando las estadísticas criminales referentes a California. A raíz de su encuentro con el sacerdote, Collins había empezado a experimentar ciertos recelos en relación con el FBI.
La noche anterior, al ir a acostarse, encontró a Karen todavía despierta. Al darle un beso de buenas noches, comprendió que ella deseaba que le hiciera el amor. Estaba tan obsesionado con el misterio del Documento R que el amor era lo que menos le interesaba en aquellos momentos. No obstante, puesto que deseaba mostrarse considerado, y, sobre todo, puesto que iba a estar ausente unos días, se entregó de buen grado. Tras varios minutos de juegos se olvidó de todas sus preocupaciones y experimentó tantos deseos como ella de abandonarse al amor. A pesar de su cuidado en no comprimirle el estómago -temía constantemente que pudiera producirse un aborto-, la unión entre ambos fue larga y apasionada, natural y mutuamente satisfactoria como jamás lo había sido con la madre de Josh -¿por qué no podía pensar en Helen, su primera esposa, más que como la madre de Josh?-, e inmediatamente después ambos se sumieron en el sueño.
Pero, al despertar por la mañana, ya no pensaba en Karen sino en el Documento R.
Mientras se dirigía al Departamento de Justicia, reflexionó acerca de la apremiante petición del coronel Baxter en el sentido de que averiguara de qué se trataba y lo diera a conocer. ¿Averiguar y dar a conocer qué? Una especie de trampa que Baxter había observado. Pero, ¿cómo hallarla? ¿Por dónde empezar? Trató de abordar el problema en forma lógica y ordenada. Para averiguar algo, tendría que empezar por algo o por alguien relacionado de un modo u otro con el fallecido coronel Noah Baxter.
Ante todo, estaban los archivos privados de Baxter. Éstos se hallaban separados de los documentos correspondientes al Departamento de Justicia, que se conservaban en los archivadores del despacho de Marion. Tendría que examinar los archivos normales y también los archivos personales del coronel.
Pensó en la tarea. Parecía muy sencilla, pero ¿dónde buscar? ¿Con qué criterio? ¿Tendría que buscar por la R en busca del Documento R? ¿Tal vez por la T del treinta y cinco y por la E de enmienda? ¿O por la S de secreto? ¿O por la P de peligro? No abrigaba muchas esperanzas de que los archivos pudieran resultarle de utilidad. El tono del mensaje de Baxter daba a entender claramente que la información en cuestión no resultaría fácilmente accesible y no se podría hallar en ningún lugar lógico.
Eso en cuanto a los documentos de Baxter. Estaban también las personas más allegadas al coronel: los miembros de su familia, sus compañeros, sus amigos… en definitiva, cualquier persona que en determinado momento hubiera podido oírle mencionar algo llamado Documento R. ¿A quién acudir primero? La persona más adecuada parecía ser el director Vernon T. Tynan. En sus últimas palabras, Baxter no se había referido a Tynan para nada ni había puesto a nadie en guardia contra él. En realidad, parecía que hubiera querido expresar el deseo de que Collins empezara por alguien que tuviera muy a mano. ¿Habría querido Baxter que empezara por Tynan o, por el contrario, que le evitara?
Collins empezó a estudiar cautelosamente la perspectiva de Tynan. Existían dos significativos puntos a considerar. ¿Por qué el coronel no había mandado llamar a Tynan en vez de a él para comunicarle su mensaje? ¿Porque no confiaba en Tynan? No existían pruebas a este respecto. No obstante, se preguntó Collins, ¿era Tynan de fiar? El segundo punto estaba perfectamente claro. Al regresar del cementerio, él había hecho unas inocentes observaciones acerca de la última confesión de Baxter. Inmediatamente, Tynan había enviado un emisario al padre Dubinski con el fin de averiguar, al precio que fuera, incluso por medio de un chantaje, el contenido de la confesión. ¿Buscaba Tynan alguna información que no conocía? ¿O acaso deseaba averiguar si Baxter había divulgado alguna información de alta seguridad que compartía con él? En ambos casos existía la posibilidad de que Tynan conociera el significado del Documento R, en cuyo caso podría explicárselo e un colega y superior del Departamento. Tendría que acudir a verle. No obstante, Collins seguía experimentando recelos. Tendría que actuar con cautela.
Inmediatamente se le ocurrió pensar en alguien menos discutible y más de fiar, alguien que tal vez tuviera conocimiento de los secretos del coronel: Hannah, la viuda del coronel Baxter. Por esta parte no experimentaba el menor recelo. El acceso resultaría fácil y ella se mostraría amable. Collins gozaba de las simpatías de Hannah, quien siempre había adoptado con él una actitud maternal. ¿Qué posibilidades tendría con ella? Al fin y al cabo, su matrimonio con el coronel había durado casi cuarenta años No era probable que Baxter se hubiera embarcado en algo grave sin el conocimiento de su mujer. Por otra parte, si tales hubieran sido las relaciones entre ambos, ¿por qué en su agonía el coronel no se había sincerado con ella en lugar de mandar llamar a Collins? Baxter se había limitado a utilizarla como medio para llegar hasta él. De todos modos, podía haber otra explicación. Era posible que el coronel fuera de ese tipo de personas que creen que el trabajo de hombres es asunto de hombres, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un caso que afectaba a un ex secretario de Justicia y a su sucesor.
Para cuando llegó a su despacho, Chris Collins ya estaba hecho un lío sin saber a qué carta quedarse.
Se sentó junto a su escritorio y, sin prestar atención a las notas amontonadas sobre el papel secante, siguió reflexionando acerca del asunto. Cuando entró Marion con la taza de té cargado, ya había decidido por dónde iba a empezar. Comenzaría por una fuente mucho menos complicada que los seres humanos.
– Marion, los archivos del coronel Baxter ¿dónde están? -preguntó.
– Bueno, tenía dos archivadores distintos…
– Lo sé.
– La mayoría de las fichas, las principales, se encuentran en mi despacho. Después tenía un archivo personal, correspondencia particular, memorandos… en un archivador a prueba de incendios en la estancia contigua a mi despacho.
– ¿Se encuentra allí todavía?
– Oh, no. Aproximadamente un mes después de su ingreso en el hospital, este archivador fue trasladado a su casa de Georgetown.
– ¿Y allí es donde está ahora?
– Sí. Si desea usted ver algo, yo podría ir.
– No, no es necesario. Iré yo mismo.
– ¿Quiere usted que llame a la señora Baxter?
En aquel mismo instante tomó una decisión: ya sabía cuál iba a ser la primera persona a la que acudiría a ver en relación con el Documento R.
– Sí, llámala y pregúntale si esta tarde podría dedicarme unos minutos. -Cuando Marion se marchaba, Collins añadió como por casualidad:- A propósito, Marion, he estado buscando un memorando llamado Documento R. ¿Le suena a usted?
– Me temo que no -repuso ella tras reflexionar un instante: Jamás he archivado nada que se llamara así.
– Era un memorando relacionado con la Enmienda XXXV. ¿Quiere echar un vistazo a nuestros archivos?
– En seguida.
Mientras se bebía el té, Collins fue disponiendo en rápida sucesión los asuntos de la mañana. Discutió por teléfono con el subsecretario de Justicia un informe del gobierno, y después volvió a conversar por teléfono con su secretario ejecutivo acerca de una cuestión relacionada con el personal. Se reunió brevemente con el director de Información Pública, que estaba supervisando la preparación del discurso que tendría que pronunciar en Los Ángeles ante la Asociación Norteamericana de Abogacía. Despachó largo rato con el secretario de Justicia adjunto, Ed Schrader, a propósito de un caso de evasión de impuestos por parte de una sociedad, de unas detenciones que se habían llevado a cabo en el transcurso de unos disturbios en Kansas City y en Denver y de los últimos datos obtenidos acerca de la organización ilegal ALP, es decir, la Asociación pro Libertad Personal.
A mediodía su secretaria le informó acerca de dos importantes asuntos. En primer lugar, Marion había buscado en los archivos generales. Según dijo, en ellos no figuraba referencia alguna a nada que se llamara Documento R. En cierto modo, Collins no se sorprendió. En segundo lugar, le comunicó que había logrado ponerse en contacto con la señora Baxter y que ésta le recibiría gustosamente a las dos de la tarde.
Tras almorzar en su comedor privado en compañía de tres fiscales y atender otras llamadas telefónicas, Collins se dispuso a dar comienzo a sus investigaciones privadas en relación con el Documento R.
En su automóvil, conducido por Pagano y acompañado por Hogan, llegó a la conocida casa de tres plantas, construida en ladrillo blanco a principios del siglo XIX, cuando faltaban cinco minutos para las dos. Dejando al chófer y al guardaespaldas en el automóvil, Collins subió la majestuosa escalinata de barandillas de hierro forjado y llamó al timbre. Le abrió la puerta la jovial sirvienta negra.
– Voy a llamar a la señora Baxter -dijo la sirvienta-. ¿Quiere usted esperar en el patio? Hace un día tan bonito…
Collins accedió, la siguió hasta las puertas correderas de cristal y salió al patio embaldosado. Contempló su imagen reflejada en la piscina y luego se acomodó en un sillón de hierro forjado con un cojín sobre el asiento que se encontraba junto a una mesa de superficie de cerámica y encendió un cigarrillo.
– Hola, señor Collins -escuchó que le decía una joven voz.
Volvió la cabeza y vio a Rick Baxter, el nieto de Hannah Baxter, arrodillado sobre las baldosas y accionando los mandos de un cassette.
– Hola, Rick. ¿Cómo, no has ido hoy a la escuela?
– El chófer se ha puesto enfermo y la abuela me ha dejado quedarme en casa.
– ¿Se encuentran tus padres todavía en África?
– Sí. No pudieron llegar a tiempo para el entierro del abuelo y se van a quedar allí otro mes.
– Parece que tienes dificultades con ese chisme. ¿Le ocurre algo?
– No puedo conseguir que funcione -repuso Rick-. Estoy intentando arreglarlo para esta noche porque quisiera grabar el programa especial de la televisión sobre «La historia del cómic enAmérica»… pero no puedo…
– Déjame ver, Rick. No soy mecánico, pero tal vez pueda ayudarte.
Rick le pasó el aparato a Collins. Era un muchacho de cabello castaño y expresivos ojos con las típicas abrazaderas en los dientes. Collins recordaba que, para tener solamente doce años, era muy inteligente y maduro.
Collins tomó el magnetófono, examinó todos los botones para cerciorarse de que estuvieran en la posición correcta y después abrió el aparato. Descubrió inmediatamente dónde estaba el fallo, efectuó un pequeño ajuste y puso en marcha el aparato. Funcionaba.
– ¡Gracias! -exclamó Rick-. Ahora podré grabar el programa de esta noche. Debiera usted ver mi colección. Grabo todas las mejores entrevistas y programas de radio y televisión. Tengo la mejor colección de toda la escuela. Es mi afición preferida.
– Algún día todo eso tendrá mucho valor -dijo Collins.
La era del cassette, pensó Collins. Se preguntó si alguno de aquellos muchachos, incluso de los más listos como Rick, sería capaz de escribir. Comprendió que la situación se agravaría aún más una vez se aprobara la Enmienda XXXV. La grabación de conversaciones telefónicas, la instalación de aparatos de escucha, los artificios electrónicos gozarían de la pública aprobación.
– Hola, abuela -le oyó decir a Rick.
Collins se levantó inmediatamente y giró sobre sus talones para saludar a Hannah Baxter. Al acercarse ésta, Collins la abrazó y la besó afectuosamente en la mejilla. Era una mujer regordeta y de baja estatura, con un rostro lustroso y cálido de generosas facciones.
– Lo lamento -le dijo Collins-, lo lamento de veras.
– Gracias, Christopher. Pero me alegro de que todo haya terminado. No podía soportar verle sufrir o simplemente vegetar, él que era un hombre todo vitalidad. Le echo de menos. No te imaginas cuánto echo de menos a Noah. Pero así es la vida. Todos tenemos que pasar por lo mismo. -La señora Baxter se volvió un instante.- Rick, entra en la casa y déjanos solos. Nada de televisión ni de magnetófono hasta la noche. Abre tus libros. No quiero que te retrases en los estudios porque de otro modo tu padre se va a enojar conmigo.
Una vez el muchacho se hubo marchado, Hannah Baxter se acomodó junto a la mesa y Collins volvió a sentarse.
Hannah siguió hablando nostálgicamente de Noah Baxter, de cuando éste gozaba de buena salud y de los buenos tiempos que habían disfrutado juntos, pero al final su voz se perdió.
– No me dejes seguir hablando -dijo lanzando un suspiro-. ¿Qué tal te va el trabajo?
– No me resulta fácil. Ahora comprendo las dificultades por las que Noah tuvo que pasar.
– Solía decir que era como tener instalado el despacho sobre arenas movedizas. Por mucho que uno se esforzara, cada vez se iba hundiendo más. No obstante, si hay alguien que pueda afrontar todo eso ése eres tú, Christopher. Sé que Noah siempre confió mucho en ti.
– ¿Es por eso por lo que me mandó llamar la última noche, Hannah?
– Pues, claro.
– ¿Qué le dijo a usted?
– Me encontraba a su lado cuando salió del estado de coma. Estaba terriblemente débil y no articulaba muy bien. Me reconoció, murmuró unas palabras de cariño y después me pidió que le hiciera un favor. «Trae a Chris Collins aquí. Debo verle. Algo urgente. Importante. Tengo que hablar con él», me dijo. Desde luego no hablaba con la misma claridad con que te lo estoy diciendo, pero fue eso lo que intentó decir. Y te mandé llamar. Siento que no pudieras llegar a tiempo.
– Hannah, ¿por qué no le dijo a usted lo que deseaba decirme a mí?
A Hannah jamás se le hubiera podido pasar por la cabeza semejante idea.
– Él no hubiera hecho nunca tal cosa. Estoy segura de que debía de ser un asunto de trabajo. Raras veces comentaba ese tipo de asuntos conmigo. Siempre hablaba directamente con la persona interesada. En este caso, tenía algo que decirte a ti. Lástima que no pudiera hacerlo.
Collins hubiera deseado decirle que sí lo había hecho, por mediación del padre Dubinski, pero, dado que ella no lo sabía, decidió instintivamente no comunicárselo.
– Ojalá hubiera podido hablar con él dijo Collins-. Me hubiera podido aclarar un montón de cosas. Me refiero a mi trabajo. Hay, por ejemplo, unos documentos que no logro encontrar. Hemos buscado en los archivadores que tenemos en el despacho. Mi secretaria dice que un archivador, el archivador personal de Noah, fue trasladado a esta casa cuando él cayó enfermo.
– Es cierto. Lo mandé colocar en su estudio.
– ¿Me permitiría que dedicara unos minutos a repasarlo, Hannah?
– Ya no lo tengo. El archivador ya no está aquí. Se lo llevaron al día siguiente de la muerte de Noah. Me llamó Vernon Tynan. Me lo pidió prestado para uno o dos meses. Me dijo que deseaba examinarlo para cerciorarse de que no contuviera ningún documento de alta seguridad. Yo se lo entregué con mucho gusto. Todo ese material de alta seguridad que Noah andaba siempre manejando me ponía muy nerviosa. Por consiguiente, si necesitas algo, tendrás que acudir a Vernon. Estoy segura de que te ayudará.
Curioso, pensó Collins. ¿Qué buscaría Vernon T. Tynan en los documentos privados del coronel Baxter? Pero no había tiempo para pensar en ello en aquellos momentos.
– En realidad, Hannah, lo que yo ando buscando es un documento del Departamento de Justicia relacionado con la Enmienda XXXV. Tiene un nombre. Se llama Documento R… el Documento R. ¿Lo vio usted, por casualidad, en el archivador?
– Jamás examiné el archivador. No había motivo para que lo hiciera.
– Bien, pues ¿recuerda si Noah le habló alguna vez de algo llamado Documento R?
– No, no recuerdo nada de todo eso -repuso ella sacudiendo la cabeza-. Como ya te he dicho, raras veces me hablaba de asuntos relacionados con su trabajo.
– ¿Se le ocurre alguien, algún amigo tal vez, con quien él hubiera podido comentarlo? -prosiguió Collins, ya decepcionado.
Ella señaló la coletilla de cigarrillos que había sobre la mesa.
– ¿Puedo coger uno, Christopher? -Collins sacó apresuradamente un cigarrillo, se lo entregó y se lo encendió.- Empecé a fumar de nuevo al día siguiente del entierro. -Hannah inhaló profundamente y permaneció pensativa unos instantes.- Noah no tenía muchos amigos íntimos. Era una persona muy reservada, como seguramente sabes. Pasaba mucho tiempo en el despacho con algunas personas, como Vernon Tynan y Adcock, pero era más bien una relación de tipo laboral. Desde el punto de vista personal… ¿un amigo íntimo? -Se interrumpió perdida en sus pensamientos.- Bueno, supongo que si a alguien hubiera que calificar así sería a Donald… Donald Radenbaugh. Él y Noah eran muy amigos, hasta que el pobre Donald se vio envuelto en todas aquellas dificultades.
En un principio aquel nombre no le sonó a Collins, pero después ordenó sus pensamientos y recordó los titulares de los periódicos.
– Tras el juicio, la sentencia y el ingreso de Donald en la penitenciaría federal de Lewisburg -prosiguió Hannah Baxter-, Noah ya no pudo verle, claro. Teniendo en cuenta el cargo que ocupaba Noah, no hubiera sido correcto. Fue lo mismo que ocurrió cuando Robert Kennedy era secretario de Justicia y su amigo James Landis se vio envuelto en aquel caso de evasión de impuestos. Kennedy se negó a entender en el asunto. No podía intervenir. Lo mismo le ocurrió a Noah en el caso de Donald Radenbaugh. Pero Noah siempre creyó en la inocencia de Donald y pensaba que se había cometido con él una injusticia. Sea como fuere, lo cierto es que Donald había sido uno de los mejores amigos de Noah.
– Donald Radenbaugh -dijo Collins-. Recuerdo su nombre. Se oyó mucho entonces… hace dos o tres años… No sé qué escándalo económico, ¿no? No recuerdo los detalles.
– Fue un caso muy enrevesado. Yo tampoco recuerdo los detalles con exactitud. Donald ejercía la abogacía aquí en Washington cuando se convirtió en asesor presidencial de la anterior administración. Fue acusado de complicidad en la defraudación o extorsión, no recuerdo muy bien, de un millón de dólares a unas grandes empresas que habían suscrito contratos con el gobierno. En realidad, el dinero procedía de aportaciones ilegales a la campaña. Al acorralar el FBI a un hombre llamado Hyland, este Hyland aportó unas pruebas con el fin de que se le rebajara la pena y le echó toda la culpa a Donald Radenbaugh. Afirmó que Donald se encontraba de camino hacia Miami Beach para entregar el dinero a un tercer cómplice. El FBI detuvo a Donald en Miami, pero éste no tenía consigo el dinero e insistió en que jamás lo había tenido. A pesar de ello, y sobre la base de la declaración de Hyland, Donald fue juzgado y declarado culpable.
– Sí, lo voy recordando -dijo Collins. Creo que la sentencia fue dura, ¿verdad?
– Quince años -repuso Hannah-. Noah se disgustó mucho. Siempre dijo que Donald había sido utilizado por los ayudantes del presidente como víctima propiciatoria con el fin de conservar limpia la imagen de la administración. Noah no pudo intervenir en el juicio. Intentó rebajar la pena, pero no lo consiguió. Sé que esperaba conseguir la libertad bajo palabra una vez Donald hubiera cumplido cinco años de condena, pero Noah ya no está aquí para ayudarle. En cualquier caso, creo que Donald Radenbaugh es la única persona que podría serte útil… aparte de Vernon Tynan.
– ¿Me está usted sugiriendo que es posible que Radenbaugh sepa algo acerca del Documento R?
– No puedo decirlo, Christopher. Sinceramente, no lo sé. Pero, si ese documento fuera algún trabajo o proyecto en el que Noah se hallaba ocupado, cabe la posibilidad de que lo hubiera comentado con Donald Radenbaugh. En cuestiones difíciles solía pedir consejo a Donald. -Hannah apagó la colilla del cigarrillo.- Podrías visitar Lewisburg oficialmente y entrevistarte con Donald, decir que deseas ayudarle tal como Noah quería hacer. Tal vez colabore contigo y te facilite la información que necesitas. Yo podría escribirle diciéndole que puede confiar en ti, que eras el protegido y el amigo de Noah.
– ¿Lo haría usted? -preguntó Collins vehementemente-. Desde luego yo trataré de ayudarle.
– Pues claro que lo haré. De todos modos, tenía intención de escribirle unas líneas acerca de lo que ha ocurrido. No creo que reciba mucha correspondencia aparte de la de su hija. Tiene una hija encantadora llamada Susie, que ahora vive en Filadelfia. Le diré a Donald que irás a visitarle. ¿Sabes cuándo vas a hacerlo?
Collins repasó mentalmente su calendario.
– Tengo que ir a California a finales de semana para pronunciar un discurso. Regresaré seguramente algunos días después. Bien, puede decirle al señor Radenbaugh que acudiré a visitarle dentro de una semana. No más tarde, con toda seguridad. Me ha facilitado usted una buena pista, Hannah, y se lo agradezco mucho. Se levantó, se acercó a ella y le besó en la mejilla.- Gracias por todo. Cuídese y distráigase mucho. Si hay alguna cosa que Karen o yo podamos hacer, llámenos, por favor.
Mientras salía y se dirigía hacia su automóvil, empezó a sentirse mucho mejor. Radenbaugh constituía una auténtica posibilidad. Pero inmediatamente después empezó a preocuparse. Primero tendría que plantearle a Vernon T. Tynan el misterio del Documento R. No sabía cómo, pero tendría que hacerlo más tarde o más temprano. Lo decidió en el momento en que subía al automóvil. Cuando antes, mejor.
A las diez y media de la mañana siguiente, Chris Collins se reunió con Vernon T. Tynan en la sala de conferencias contigua al despacho del director, en la séptima planta del edificio J. Edgar Hoover.
Collins había abrigado la esperanza de que la entrevista tuviera lugar en el propio despacho de Tynan. Deseaba ver si el archivador particular de Noah Baxter se encontraba en aquel despacho. Pero, cuando Collins llegó a la séptima planta, Tynan le estaba aguardando en el pasillo y le acompañó a la sala de conferencias. Una vez allí, Tynan había insistido en que Collins tomara asiento en el sillón de la cabecera de la mesa, mientras él ocupaba una silla a la derecha del secretario de Justicia.
Mientras Collins extraía de su cartera de documentos la carpeta que contenía las más recientes estadísticas criminales relativas a California, observó al director y le vio bromear con su secretaria, que estaba sirviéndoles té y café. Desde su encuentro con el padre Dubinski en la rectoría de la iglesia de la Santísima Trinidad, Collins abrigaba crecientes recelos en relación con el director del FBI. Pero ahora, mientras contemplaba a Tynan bromeando con su secretaria, sus recelos se le antojaron irreales y fueron esfumándose poco a poco. El agresivo rostro de Tynan aparecía suavizado por una sonrisa. Poseía una franqueza y una sinceridad que desarmaban. ¿Cómo era posible que inspirara recelos el principal encargado de velar por el cumplimiento de la ley en el país? Tal vez el sacerdote hubiera interpretado erróneamente o bien exagerado las amenazas del emisario de Tynan.
– No lo olvide, Beth -le dijo el director a su secretaria mientras ésta se disponía a abandonar la estancia-, nada de interrupciones. -La puerta se cerró, y Tynan se dedicó por entero a su visitante.- Bien, Chris, ¿en qué puedo servirle?
– Es sólo unos minutos -dijo Collins rebuscando entre sus papeles-. Estoy revisando el discurso que voy a pronunciar en Los Angeles. Voy a incluir las más recientes estadísticas criminales del FBI relativas a California…
– Sí, las hemos preparado especialmente para California. Allí es donde tenemos que trabajar. ¿Las ha recibido? Se las envié ayer.
– Las tengo aquí -repuso Collins-. Quiero cerciorarme de que son las estadísticas más recientes. Si se ha producido alguna novedad…
– Está usted completamente al día -dijo Tynan-. Las más graves hasta ahora. Resultarán muy efectivas en su discurso. Hágales usted comprender que son ellos, más que los ciudadanos de cualquier otro estado, quienes precisan de la ayuda constitucional.
Collins estudió la primera hoja que sostenía en la mano.
– Debo decir que estas estadísticas criminales de California resultan insólitamente altas comparadas con las de otros importantes estados. -Levantó la mirada.- ¿Son absolutamente exactas?
– Tan exactas como los jefes de policía de California quieren que sean -dijo Tynan-. Les citará usted las cifras que ellos mismos nos han facilitado.
– Simplemente quiero cerciorarme de que piso terreno firme y seguro.
– Está usted pisando un terreno muy firme. Con estas cifras podrá sentar una perfecta base sobre la que defender la Enmienda XXXV.
Collins tomó un sorbo de tibio té.
– Defenderé la Enmienda XXXV, claro. Pero procuraré no excederme. No quisiera enzarzarme en un debate con nadie a este respecto. No siento el menor deseo de participar en ese programa de televisión. Le diré con toda sinceridad que, desde que me he convertido en secretario de Justicia, no me ha dado tiempo a estudiar detenidamente esta ley en todas sus ramificaciones.
– No me preocupa la forma en que usted va a manejar el asunto -dijo Tynan alegremente-. Habló usted muy bien a propósito de la Enmienda XXXV en sus comparecencias ante el Congreso. Sabe a este respecto todo lo que es necesario saber.
– Pero tal vez… -empezó a decir Collins en tono dubitativo- tal vez no lo sepa todo.
– ¿Qué otra cosa hay que saber? -preguntó Tynan levemente irritado.
Había llegado el momento. Collins cerró mentalmente los ojos y se lanzó.
– Hay algo, una especie como de suplemento, llamado Documento R. ¿Qué hay de eso? ¿Qué tiene que ver con la Enmienda XXXV?
En las finas facciones de Collins se dibujó una expresión de ingenua curiosidad. Observó detenidamente a Tynan co el fin de estudiar su reacción.
Tynan había levantado los párpados. Sus pequeños ojos oscuros se habían agrandado, pero no revelaban la menor cosa. O bien era un actor consumado o bien la referencia al Documento R no significaba para él absolutamente nada.
Collins rompió el silencio y decidió aguijonearlo un poco más.
– ¿Qué debería yo saber acerca del Documento R?
– ¿Acerca de qué…?
– Del Documento R. Pensaba que podría informarme acerca del mismo, porque deseo prepararme a fondo.
– Chris, no tengo ni la menor idea de lo que usted me está diciendo. ¿De dónde ha sacado eso? ¿Qué es?
– No lo sé. Estaba revisando unos viejos papeles del Noah Baxter y en una de las notas referentes a la Enmienda XXXV pude leer ese título. Decía allí que tenía que revisarse en relación con la enmienda. Es lo único que decía la nota.
– ¿Dispone usted de esa nota? Me gustaría verla. Tal vez me refrescara la memoria.
– Pues no, maldita sea, ya no la tengo. Fue a parar al triturador de papeles junto con otras viejas notas de Noah. Pero me quedó grabada en la memoria y pensé que debía mencionársela. Pensé que tal vez usted pudiera ayudarme caso de que hubiera oído hablar de ese documento. -Collins se encogió de hombros.- Pero si no sabe nada…
– Se lo repito -dijo Tynan con firmeza-. No tengo ni la menor idea de a qué se está usted refiriendo. Probablemente debía de ser el sinónimo, o como usted quiera llamarlo, que Noah utilizaba para la Enmienda XXXV. No se me ocurre ninguna otra cosa. En cualquier caso, no sé nada al respecto. Puede usted estar seguro de que dispone de toda la información que le hace falta para realizar un buen trabajo en California. Haga usted su trabajo, nosotros haremos el nuestro y tenga la absoluta certeza de que California ratificará la enmienda. Tenemos que poner toda la carne en el asador para dentro de un mes… Chris, no tengo ninguna intención de perder la partida.
– Ni yo tampoco -dijo Collins empezando a guardar los papeles-. Bien, pues creo que ya lo tengo todo.
Una vez solo en el pasillo, Collins bajó pensativo a la sexta planta, reflexionando acerca del encuentro. La armadura de Tynan no se había resquebrajado en ningún momento. Ni sus respuestas ni su actitud habían permitido adivinar que tuviera conocimiento de un documento conocido con la denominación de Documento R, documento que, en su lecho de muerte, Baxter había calificado de peligroso.
No obstante…
Mientras se dirigía al ascensor, se fijó casualmente en el enorme patio interior situado en el centro del cuerpo del edificio. Se desvió hacia él y levantó la mirada. Carecía de techo. Miró hacia abajo, hacia la plazoleta abierta en la planta baja, donde la gente iba de acá para allá. En el transcurso de su primera visita al nuevo edificio del FBI, le había preguntado al agente especial que le servía de guía por qué había aquella enorme abertura en el centro del edificio y por qué dicha abertura carecía de techo. El guía le había contestado: «Para que la central del FBI parezca menos secreta, menos cerrada, menos siniestra y aborrecible. Lo hemos hecho todo bien abierto para que parezca que nosotros también estamos bien abiertos al público.»
Para que parezca que estamos bien abiertos, pensó Collins.
Tal vez el director había adoptado aquella misma apariencia del edificio, una apariencia de apertura y claridad para ocultar la verdad.
Collins siguió avanzando lentamente hacia el ascensor, junto al cual le aguardaba Oakes, su guardaespaldas del turno de día.
Bueno, pensó, le quedaba todavía California, donde era posible que pudiera averiguar algo más acerca de Tynan y de su operación. Y después aún estaba Lewisburg, donde tal vez aprendiera todavía más cosas acerca de Tynan y del Documento R.
Noah Baxter, justo antes de morir, le había instado a dar aconocer inmediatamente y a toda costa, una trampa llamada Documento R.
¿Habría comprendido Noah, se preguntó Collins, que le enviaba a un laberinto de paredes desnudas? Por otra parte, Noah no le hubiera embarcado en aquella ciega odisea a no ser que hubiera alguna puerta escondida en alguna parte.
Mientras entraba en el ascensor, se hizo el propósito de encontrarla cuanto antes.
De nuevo en su despacho, el director Tynan permaneció sombríamente de pie en el centro de la estancia esperando a Harry Adcock.
Cuando entró Adcock, cerrando suavemente la puerta tras sí, Tynan estaba contemplando la alfombra con aire ausente.
– El señor Collins acaba de marcharse -dijo Tynan sin levantar la cabeza.
– ¿Qué quería? preguntó Adcock acercándose al centro de la estancia.
– Intentaba tomarme el pelo. Ha dicho que había venido para que le ayudara en el discurso que va a pronunciar en Los Ángeles -repuso Tynan con un bufido-. Historias.
– ¿Qué es lo que quería realmente, jefe?
– Quería saber si yo había oído hablar de algo llamado Documento R.
– ¿Y había oído usted hablar de ello?
– Ni siquiera sabía de qué me hablaba -repuso Tynan levantando la cabeza.
– ¿De dónde ha sacado tal cosa?
– No lo sé. Me ha dicho que lo había visto en una de las notas de Noah -contestó Tynan con otro bufido-. Mentía. -Tynan miró a Adcock directamente a los ojos.- Es un muchacho muy curioso, nuestro señor Collins… pero muy curioso. Parece como si andara buscando el medio de armar jaleo. -Adcock asintió.- Siéntese, Harry.
Tynan rodeó el escritorio y se acomodó en el sillón giratorio, mientras Adcock tomaba asiento en un sillón situado frente al mismo.
Tynan se reclinó en el sillón giratorio, cruzó los brazos sobre su abombado pecho y miró hacia arriba.
Al cabo de un rato, empezó a hablar.
– Creía que era un buen muchacho, uno de esos intelectuales de poca monta y escasa experiencia. Pensaba también, puesto que Noah le había traído, que era un hombre de equipo. Pero ya no estoy tan seguro. Creo que se las quiere dar de listo… y creo que tiene el propósito de buscar jaleo.
– ¿Cómo exactamente, jefe?
– ¿Cómo? Pensando, por ejemplo, que puede tomarle el pelo a Vernon T. Tynan. -Tynan se irguió haciendo crujir el sillón giratorio.- Mire, Harry, este edificio es el monumento a J. Edgar Hoover. Yo sé cuál quiero que sea mi monumento. Quiero que sea la ratificación de la Enmienda XXXV como parte de la Constitución de los Estados Unidos. No me importa que no se me recuerde por ninguna otra cosa, basta con que se me recuerde por eso.
– Y se le recordará, jefe -dijo Adcock fervorosamente.
– ¿Sí? Bueno, pues quiero asegurarme de que el señor Collins también lo comprenda. Creo que sería mejor que empezáramos a vigilarle. No sólo aquí… sino también en California. -Se detuvo y su pausa fue casi una amenaza.- Sobre todo en California. Sí. Vamos a hablar un poco de todo eso, Harry, del señor Collins y de California. Se me han ocurrido unas cuantas ideas. Vamos a estudiarlas.