A pesar del discurso que tendría que pronunciar y del maldito programa de televisión, Chris Collins había estado deseando efectuar aquel viaje a California. Se había organizado deliberadamente unos planes muy agradables. Llegaría a San Francisco el jueves por la tarde, se hospedaría en su suite preferida del hotel St. Francis y se reuniría a tomar una copa con dos de los cuatro fiscales encargados de los cuatro distritos judiciales de California. Después esperaría a que Josh, su hijo de diecinueve años, llegara de Berkeley. Llevaba ocho meses sin ver al muchacho. A continuación, se dirigirían juntos al restaurante Erni’s y disfrutarían de una larga y tranquila cena, en cuyo transcurso podrían hablar de sus cosas.
Pero sus planes no habían resultado ni mucho menos así. Dos días antes de su partida, Collins había telefoneado a Josh para quedar con él.
La conversación había comenzado con las obligadas preguntas y las abreviadas respuestas.
– ¿Qué tal estás, Josh?
– Muy ocupado. Mucho trabajo en casa y mucho trabajo fuera.
– ¿Y qué tal los estudios?
– Ya puedes imaginarte. Como de costumbre.
– ¿Sigue interesándote Políticas?
– Sí, pero resulta algo muy aburrido.
– ¿Has visto a tu madre últimamente?
– No la he visto desde el día de su cumpleaños. Estuve dos días en Santa Bárbara. Helen está bien. Pero no me la puedo quitar de encima.
– ¿Qué tal su marido?
– Supongo que van tirando. Yo no le soporto. ¿De qué se puede hablar con un ex profesional del tenis que padece artritis? Y lo peor es que insiste en llamarme «hijo», cosa que no me hace ninguna gracia.
Collins no había podido evitar echarse a reír y, al final, Josh no había tenido más remedio que reírse también. Desde luego el muchacho no carecía de sentido del humor; de hecho, sabía ser muy agudo cuando creía que merecía la pena y se preocupaba mucho por el mundo que le rodeaba. Físicamente se parecía mucho a su padre. Era alto y delgado -medía más de metro ochenta- y poseía un rostro enjuto.
Collins le había preguntado si todavía llevaba barba. Él había respondido que se la había recortado a la mitad. Mary había insistido en que lo hiciera. Sí, seguía viviendo con Mary y gozando de la dicha de ser soltero. Recientemente ella había vuelto a decorar el apartamento que ambos compartían en la calle Stuarty había pintado por sí misma las paredes. Josh se había mostrado lo suficientemente considerado como para preguntar por Karen, a la que sólo había visto en dos ocasiones. Collins había dudado acerca de si decirle o no que estaba embarazada y, al final, le había dicho que tendría un hermano o una hermana dentro de cinco meses. Para alivio de Collins, Josh se había mostrado muy contento y le había felicitado.
– ¿Cuándo los vamos a ver por aquí? -había preguntado Josh.
– Por eso precisamente te llamaba -le había contestado Collins-. Me verás esta semana si estás libre. El jueves me trasladaré a San Francisco.
Después Collins le había explicado á su hijo el motivo de su visita a California.
Tras un breve silencio, Josh había preguntado:
– ¿Vas a hacer propaganda de la Enmienda XXXV en ese discurso, papá?
Collins había vacilado, presintiendo la inminencia de una tormenta.
– Sí, en efecto.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque ése es mi trabajo. Formo parte de la administración.
– No me parece una buena razón, papá.
– Bueno, es que hay otras razones. La Enmienda XXXV tiene también sus cualidades.
– Yo no le veo ninguna -había replicado Josh-. Seré sincero contigo. Te he dicho antes que tenía mucho trabajo fuera. Bueno, pues dedico todo el tiempo libre que tengo a luchar en contra de la aprobación de esta enmienda. Será mejor que lo sepas: me he incorporado al grupo de Tony Pierce; soy uno de los investigadores de la Organización de Defensores de la Ley de Derechos. Vamos a organizar la lucha aquí en California.
– Les deseo suerte. Pero me temo que van a perder. El presidente va a poner todo su empeño.
– ¡El presidente! -había dicho Josh en tono despectivo-. Tiene una cabeza más vacía que un balón de fútbol. Si pudiera, barrería a todo el país bajo la alfombra. El que más nos preocupa es Tynan. Es una copia de Hitler…
– Yo no sería tan duro con él, Josh. Es un policía, y con una tarea muy difícil por delante. No se parece nada a Hitler.
– Yo puedo demostrarte que te equivocas -le había replicado Josh.
– ¿Qué quieres decir?
– Los defensores de la Enmienda XXXV están siempre diciendo que ésta no será invocada más que en casos de grave emergencia, como pudiera ser un intento de derribar el gobierno.
– Y es completamente cierto.
– Papá, creo que las personas que respaldan la enmienda… y no me estoy refiriendo a ti, sino a Tynan y a su grupo, pretenden hacer otras muchas cosas una vez se haya aprobado.
– ¿Otras muchas cosas? ¿Como qué?
– No quiero decírtelo por teléfono. Pero te lo puedo demostrar.
– Demostrar, ¿qué? -había preguntado Collins, tratando de contenerse.
– Ya lo verás. Te llevaré a cierto lugar. Lo hemos investigado todo y se te abrirán los ojos. Hay que verlo con los propios ojos para creerlo. Nosotros, me refiero a los de la ODLD, nos lo estábamos reservando entre otras cosas que vamos a dar a conocer algunos días antes de que los legisladores voten sobre la enmienda. Pero mis amigos no se opondrán a que te lo muestre, teniendo en cuenta quién eres. Tal vez esto te haga cambiar de idea.
– Estoy dispuesto a acoger todo lo que sea razonable. Si no quieres decirme por teléfono de qué se trata, tal vez puedas decirme dónde se encuentra. Como comprenderás, no dispondré de mucho tiempo.
– Merecerá la pena. Te acompañaré allí. Hazme un favor, papá. Hazme este favor.
Collins se había sobresaltado un poco. No recordaba que últimamente su hijo le hubiera pedido ningún favor.
– Bueno, tal vez pueda arreglarlo. ¿Qué hacemos?
– Nos reunimos el jueves al mediodía en Sacramento.
– ¿Sacramento?
– Desde allí iremos en coche hasta un lugar llamado Newell…
Y así fue cómo, porque además de secretario de Justicia era padre, y padre que amaba a su hijo, Collins se había trasladado a Sacramento en lugar de a San Francisco, tras haber acordado reunirse con los fiscales en Los Angeles y no en aquella ciudad.
Había llegado a Sacramento poco antes del mediodía. Josh, aseado, muy moreno y con la barba pulcramente recortada; le estaba esperando lleno de emoción contenida. Tras fundirse en un abrazo, ambos se habían dirigido inmediatamente al Mercury alquilado. Con ellos había ido el agente especial Hogan. El agente Oakes había quedado aguardando su regreso por la tarde, pues Collins tenía previsto volar directamente a Los Ángeles.
Ahora, tras llevar por la carretera lo que había parecido una eternidad, Josh le aseguraba que ya se estaban acercando a su lugar de destino. No había querido decirle cuál era éste.
– Tienes que verlo con tus propios ojos -le había repetido varias veces.
Puesto que el conductor había tomado la autopista 5 en dirección norte hasta Weed y después se había desviado hacia el noroeste por la carretera 97 hasta Klamath Falls, Oregón, para luego volver a penetrar de nuevo en California, Collins experimentaba la creciente sensación de haber sucumbido con demasiada facilidad a lo que posiblemente fuera una empresa quimérica, la paranoica manía de un adolescente. A pesar de lo cual, procuraba no perder el buen humor, dedicándose a fumar y a charlar tranquilamente gozando de la compañía de su espigado hijo.
Josh, por su parte, seguía mostrándose totalmente hermético en relación con lo que deseaba mostrarle a su padre, aunque en modo alguno guardó silencio acerca de lo que él y los componentes de su grupo opinaban a propósito de la Enmienda XXXV.
Ahora estaba atacándola de nuevo.
– Una de las pocas cosas grandes que posee este país es la Ley de Derechos -estaba diciendo-. Las diez primeras enmiendas nos garantizan libertad de religión, de prensa, de expresión, de reunión y de recurso y nos protegen de los registros, protegen a los que están acusados de delitos, prometen juicio por el sistema de jurados, no permiten multas excesivas ni castigos crueles… -Collins se removió inquieto en su asiento. ¿Por qué dan por sentado los hijos que sus padres no saben nada o que lo han olvidado todo?- Y ahora viene esta Enmienda XXXV y suspende todas esas libertades y todos esos derechos. Te aseguro que nos opondremos a ella con todas nuestras fuerzas.
– Todas las leyes de derechos contemplan las libertades como algo relativo, no absoluto -se apresuró Collins a puntualizar-. Como dijo Emerson, las constituciones no son más que las sombras alargadas de los hombres. Las inventan los hombres para protegerse a sí mismos unos de otros. Cuando no logran alcanzar este objetivo, cuando la suerte de la sociedad humana está en juego, los hombres deben adoptar medidas más drásticas en bien de la propia sociedad.
Josh se negaba a aceptar semejante razonamiento.
– Ni hablar -dijo. No hay más que una prueba. Mira a tu alrededor. Todos los gobiernos auténticamente libres poseen una ley de derechos que no puede ser alterada por el gobierno. Sólo las dictaduras, las tiranías, en una palabra, los gobiernos que no son libres, carecen de leyes de derechos o bien poseen unas leyes de derechos que los partidos en el poder pueden restringir o suspender en tiempo de paz. Inglaterra obtuvo la Carta Magna en 1215 y la Ley de Derechos en 1689, y éstas y otras leyes protegieron a los ingleses de las detenciones arbitrarias, les garantizaron juicio por el sistema de jurados, libertad de expresión y recurso, habeas corpus y protección de la vida, la libertad y la propiedad. Francia posee una Ley de Derechos basada en los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789, seis semanas después de la caída de la Bastilla. Y allí estos derechos, de igualdad para todos los ciudadanos, de protección a las mujeres y los niños, a los enfermos y ancianos, de trabajo sin discriminación alguna, de seguridad social y educación, etcétera, tampoco pueden ser restringidos mediante la trampa de una Enmienda XXXV. Lo mismo puede decirse de la Alemania Federal y de Italia. En efecto, en la Alemania Federal su Ley de Derechos no puede ser alterada en la forma en que nosotros pretendemos alterar la nuestra. Si examinas, en cambio, otros países que poseen leyes de derechos, especialmente países comunistas o bien regidos por gobiernos dictatoriales, siempre encontrarás alguna trampa. Fíjate en Cuba. Se garantiza la libertad de expresión, desde luego, sólo que «el gobierno puede confiscar las propiedades caso de que lo estime necesario para contrarrestar actos de terrorismo, sabotaje o bien cualquier otro tipo de actividades contrarrevolucionarias». Fíjate en Rusia. Igualdad de derechos para todos, independientemente de la nacionalidad o el sexo, a excepción de los «enemigos del socialismo». O fíjate en Yugoslavia. Su constitución garantiza la libertad de expresión, prensa y demás, pero después viene el truco: «Estas libertades y derechos no podrán ser utilizados por nadie con el fin de destruir los fundamentos del orden democrático socialista… poner en peligro la paz… difundir el odio o la intolerancia nacional, racial o religiosa, incitar al crimen u ofender de alguna forma la decencia pública». ¿Quién lo establece? Ahora tu presidente y tu director del FBI están intentando introducir una carta falsa en nuestra baraja de libertades. Puedes creerme, si California ratifica la Enmienda XXXV, ello significará el final de la libertad y la justicia para todos nosotros. Diablos, hasta yo podría acabar con mis huesos en la cárcel por hablarte tal como lo estoy haciendo.
Cansado de escuchar a su hijo, Collins dijo en tono hastiado:
– Josh, los horrores que estás prediciendo jamás ocurrirán. La Enmienda XXXV se utilizará para protegerte… y hasta incluso es muy posible que jamás tenga que ser invocada.
– ¿Que jamás tenga que ser invocada? Espera a ver lo que voy a mostrarte dentro de unos minutos.
– ¿Estamos llegando?
Josh miró a través del parabrisas por encima de los hombros del conductor y de Hogan, que ocupaba el asiento frontal.
– Sí -repuso.
Collins contempló la cegadora luz del sol a través de la ventanilla. Norteamérica constituía una mezcla de muchos países con paisajes dramáticamente distintos, y aquél era uno de los paisajes más desolados de Norteamérica. En el transcurso de la última hora no había podido ver más que lagos secos, lechos alcalinos, granjas abandonadas y medio cubiertas por la maleza y alguna que otra estación de servicio con apariencia de ciudad. Ahora estaban atravesando un terreno duro y de desagradable aspecto, integrado en buena parte por viejos ríos de lava y pumita volcánica y sin el menor rastro de vida.
Súbitamente, surgió la vida: algunas personas conversando junto a la entrada de una tienda, otras congregadas alrededor de un poste de gasolina, algunas casuchas y un letrero descolorido por el tiempo en el que podía leerse NEWELL.
Josh dio instrucciones al chófer y, al poco rato, le pidió que se detuviera.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Collins sorprendido.
– En el lago Tule -anunció Josh con aire triunfal.
Collins frunció el ceño. El lago Tule. Le sonaba a un antiguo y conocido lugar.
– Creado en 1942, ocho semanas después de lo de Pearl Harbor, según el decreto 9066 del presidente Roosevelt -dijo Josh-. Los norteamericanos de origen japonés fueron considerados un riesgo para la seguridad. Se detuvo a unos ciento diez mil, a pesar de que dos tercios de ellos eran ciudadanos norteamericanos, y fueron confinados en diez campos o centros de reemplazamiento. El lago Tule era uno de ellos, uno de los peores campos de concentración norteamericanos, en el que fueron internados unos dieciocho mil de los detenidos.
– Ese capítulo de nuestra historia me desagrada tanto como a ti -dijo Collins-. Pero ¿qué tiene que ver con el presente, con la Enmienda XXXV?
– Tú mismo puedes verlo -repuso Josh abriendo la portezuela de atrás del Mercury y descendiendo del automóvil.
Collins siguió a su hijo y permaneció de pie azotado por el seco y cálido viento, tratando de orientarse. Se dio cuenta entonces de que se encontraban junto a lo que parecía ser una especie de enorme granja moderna o una fábrica, una serie de edificios de ladrillo y de barracones construidos en hierro ondulado, situados al otro lado de una alambrada.
– ¿Es eso el lago Tule? -preguntó Collins señalando en aquella dirección.
– Lo era -repuso Josh con aire de suficiencia-, pero ya no lo es. Era nuestro más duro campo de concentración, construido sobre las doce mil hectáreas del lecho seco de un lago. Ahora es otra cosa, y por eso es por lo que te he traído hasta aquí.
– Al grano, Josh.
– Muy bien. Pero antes permíteme mostrarte algo que te lo aclarará todo. -Josh llevaba una carpeta de gran tamaño y ahora la abrió y extrajo una media docena de fotografías, pasándoselas a su padre.- Primero, echa un vistazo a estas fotografías. Nos las ha facilitado la Liga de Norteamericanos de Origen Japonés. Estas fotografías del antiguo campo de concentración fueron tomadas en este mismo lugar hace apenas un año ¿Qué es lo que ves?
Collins estudió las fotografías. Lo que veía eran unas alambradas rotas rematadas por unas herrumbrosas franjas de alambre de púas, levantandas sobre unos soportes de hormigón armado. Al otro lado de las alambradas podían verse los ruinosos restos de unos barracones, algunas viejas estructuras de edificios y una atalaya medio derruida.
– ¿Qué pasa? -preguntó Collins devolviéndole las fotografías a su hijo-. Yo no veo nada en estas fotografías.
– Exactamente -dijo Josh-. Ahí está la cosa. Se obtuvieron hace un año y entonces no se podía ver nada. Sólo ruinas. -Señaló hacia adelante.- Ahora fíjate en el lago Tule en la actualidad; ¿qué es lo que ves? -Collins miró perplejo mientras su hijo añadía:- Una alambrada de seguridad completamente nueva con alambre electrificado en la parte de arriba y levantada sobre una base de hormigón armado reforzado. Una atalaya de ladrillo de nueva construcción con focos de vigilancia incorporados. Tres edificios absolutamente nuevos construidos en cemento y otros cuatro que se están levantando. ¿Qué te dice eso?
– Pues que están levantando unas edificaciones. Nada más.
– Pero, ¿qué clase de edificaciones? Yo te diré qué clase. Es un proyecto gubernamental secreto que se está llevando a la práctica en esta alejada zona. Están arreglando y reconstruyendo el lago Tule. Están preparando un futuro campo de concentración para encerrar a las víctimas de las detenciones en masa que tendrán lugar una vez entre en vigor la Enmienda XXXV.
Esta explicación cogió de improviso a Collins, y se irritó. Había perdido el día y había soportado unas incomodidades innecesarias para ver lo que no era más que el producto de la inmaduray paranoica imaginación de su hijo.
– Vamos, Josh, no esperes que me trague eso. ¿De dónde has sacado esas fantasías?
– Tenemos nuestras fuentes -repuso Josh apretando los labios-. Es un proyecto del gobierno. Es nuevo. Está perfectamente claro que es una especie de campo de internamiento o de prisión. Si no lo fuera, ¿para qué se hubiera construido una nueva atalaya?
Puede haber cientos de proyectos gubernamentales que las incluyan para fines de seguridad.
– No como ésta.
– Maldita sea, no es un campo de concentración o como tú quieras llamarlo. En nuestro país ya no los hay, y jamás volverá a haberlos. Pero hombre, Josh, son las mismas estupideces y los mismos rumores que corrieron en 1971 cuando algunas publicaciones acusaron al presidente Nixon y al secretario de Justicia Mitchell de estar acondicionado los centros de reemplazamiento de japoneses con el fin de transformarlos en campos de detención para los disidentes y manifestantes. Nadie consiguió jamás demostrar semejante cosa.
– Pero tampoco nadie consiguió jamás demostrar lo contrario. Collins observó con el rabillo del ojo que, al otro lado de la alambrada, dos hombres se estaban acercando a la salida.
– Está bien, te voy a demostrar que estás equivocado en relación con este proyecto -dijo con determinación-. Espérame aquí.
Mientras avanzaba hacia la alambrada, Collins observó que losdos hombres -uno de ellos con uniforme militar y el otro vistiendo camiseta y pantalones vaqueros- se estrechaban la mano y se separaban. El hombre uniformado permaneció de pie junto a la entrada, mientras el otro regresaba a la obra.
Collins apretó el paso acercándose al hombre de la puerta, que había estado observándole con mirada inquisitiva.
– ¿Es usted el guarda de las obras? -preguntó Collins.
– En efecto.
– ¿Esta propiedad es privada o federal?
– Es federal. ¿En qué puedo servirle, señor?
– Soy funcionario del gobierno. Me gustaría echar un vistazo a las instalaciones.
El guardia examinó a Collins brevemente.
– Pues… no sé. Claro que, si es funcionario del gobierno… -Giró sobre sus talones, hizo bocina con las manos y gritó:-; Oye, Tim! -La figura que se estaba perdiendo en la lejanía dio la vuelta y regresó.- Este señor dice que es del gobierno. Será mejor que hables con él.
El otro, un hombre corpulento de rostro rubicundo, se estaba acercando.
Collins esperó. Una vez el hombre de los vaqueros y la camiseta se hubo acercado a la entrada, el guarda se apartó a un lado y le dijo:
– Me llamo Nordquist y soy el encargado de las obras. ¿En qué puedo servirle? -preguntó el corpulento individuo.
– Deseaba… deseaba dar una vuelta por las instalaciones. -Collins estuvo tentado de mostrarle la documentación que le identificaba como secretario de Justicia de los Estados Unidos, pero lo pensó mejor. Hubiera podido correr la voz de que había participado en aquella empresa quimérica, en aquella estupidez, y no quería hacer el ridículo.- Pertenezco al gobierno… Departamento de Justicia de Washington.
– Necesita un pase para poder entrar. A no ser que traiga consigo alguna autorización del Pentágono o de la Marina…
– Pues no… -dijo Collins con un hilo de voz.
– Lo lamento pero no puedo franquearle la entrada sin un permiso especial -dijo Nordquist-. Se trata de una zona restringida.
– ¿La Marina ha dicho usted?
– Eso no es ningún secreto -dijo el encargado-. Se trata de una rama del Proyecto Sanguine. Llamada MBF. ¿No tiene conocimiento de ella?
– No… no estoy muy seguro.
– MBF, Muy Baja Frecuencia. Una instalación de la Marina de los Estados Unidos: un sistema de comunicación para ponerse en contacto con los submarinos sumergidos. Si lee usted los periódicos, debiera saberlo.
– Durante mi gira de inspección no he estado muy al tanto de algunas noticias. De todos modos, me da la impresión de que me he equivocado de lugar.
– Eso parece, señor. Pero vuelva con una autorización y gustosamente le mostraremos las instalaciones.
– Bien, gracias de todos modos.
Observó alejarse al hombre. Después, sintiéndose perfectamente ridículo y manejado, regresó lentamente hacia Josh, que le estaba aguardando junto al automóvil.
Procuró no mostrarse resentido con su hijo. Procuró contenerse. Le explicó la situación, repitiéndole exactamente lo que Nordquist le había dicho.
– Ya lo has visto -dijo al final-. Ahora puedes decirle a Pierce y a todos tus amigos que están completamente equivocados. Se trata de unas instalaciones de la Marina y nada más.
Josh no quería darse por vencido.
– Por Dios, papá, no pensarás que iban a llamarlo campo de detención, ¿verdad? ¿Qué son todos esos barracones o prisiones? -preguntó obstinadamente.
– Nadie ha dicho que sean prisiones.
– El personal de la Marina no necesita de esta clase de instalaciones. Sigo preguntándome, ¿por qué la atalaya? ¿Por qué la alambrada electrificada? ¿Por qué tanto secreto?
– Él me ha dicho que no era ningún secreto. Se ha escrito acerca de ello en los periódicos.
– No me sorprende. Mira, papá, disponemos de muy buenas fuentes. Lo que ocurre es que no quieres enterarte de lo que el presidente y el FBI se proponen hacer. Estás haciendo el primo.
– Tal vez el que esté haciendo el primo seas tú -dijo Collins dirigiéndose al automóvil-. Anda, ven, volvamos a la civilización.
Durante el largo viaje de regreso ambos guardaron silencio.
Sólo cuando ya se encontraban en el Aeropuerto Metropolitano de Sacramento y estaban a punto de despedirse -él volvería a Los Ángeles y su hijo regresaría a Berkeley vía Oakland- Collins esbozó una sonrisa y rodeó con el brazo los hombros de Josh.
– Mira -le dijo-, no me opongo a que seas activista. Me enorgullezco de que te preocupes tanto por las cosas. Pero tienes que andarte con pies de plomo cuando hagas alguna acusación. Tienes que estar muy seguro de los hechos antes de divulgarlos.
– Estoy completamente seguro de éste -dijo Josh.
La obstinación del muchacho resultaba exasperante. Haciendo un esfuerzo, Collins consiguió no perder el buen humor.
– Bueno, bueno. ¿Y si yo te demostrara que lo que hemos visto es un auténtico proyecto de la Marina? Si te lo pudiera demostrar, ¿quedarías convencido?
Una sonrisa iluminó por primera vez el rostro de Josh.
– Me parece muy bien. Si tú me lo demuestras, papá, reconoceré que estaba en un error. Pero tienes que demostrármelo.
– Te doy mi palabra de que lo haré. Ahora será mejor que suba a ese avión: Tengo que reunirme con un miembro de la Asamblea del estado que sustenta tu misma opinión. Pero también tendrá que demostrarme ciertas cosas.
Al llegar al hotel Beverly Hills procedente de Los Ángeles, y una vez hubo anunciado su llegada, apenas le dio tiempo a que le llevaran el equipaje a su bungalow de tres habitaciones, situado en la parte de atrás, y a asearse rápidamente y cambiarse de camisa, y salió a toda prisa. Estaba citado con el asambleísta del estado Olin Keefe en el hotel Beverly Wilshire a las diez en punto y ya eran las diez y cinco.
Su guardaespaldas Oakes, que había sustituido a Hogan, le estaba aguardando junto a la puerta del bungalow, y ambos avanzaron rápidamente por los tortuosos senderos que conducían al hotel, atravesaron el vestíbulo y salieron a la calle dirigiéndose hacia donde se encontraba esperando el Lincoln Continental. En un momento cruzaron el boulevard Sunset y se dirigieron al boulevard Wilshire, deteniéndose cinco minutos más tarde frentea la entrada del hotel Beverly Wilshire.
Una vez en el interior, tras haberle preguntado a la telefonista el número, telefoneó a la suite de la cuarta planta e inmediatamente Keefe se puso al aparato.
– ¿Ha cenado usted? -le preguntó Keefe.
– Apenas he tomado un bocado en todo el día. Y en el avión que me ha traído hasta aquí tampoco es que haya comido demasiado. ¿Me está ofreciendo algo?
– En efecto. Ahora mismo lo pido.
– Simplemente un bocadillo de queso y jamón con un té caliente, sin limón. Subo ahora mismo.
– Le esperamos.
A Collins no se le pasó por alto el plural. Le habían inducido a creer que se reuniría a solas con Keefe. Ahora Keefe se encontraba en compañía de otra persona, si bien era posible que se tratara de su esposa.
Al entrar en el pequeño salón de Keefe, Collins se encontró no ante una sino ante dos personas desconocidas levantándose para saludarle, sin que ninguna de ellas fuera la esposa del miembro de la Asamblea del estado.
El afable Keefe, con su rostro de querubín iluminado por una sonrisa, vestía una chaqueta deportiva a cuadros y unos pantalones de gabardina. Estrechó con entusiasmo la mano de Collins y le acompañó inmediatamente junto a sus amigos.
Espero que no le importe, señor Collins, pero me he tomado la libertad de invitar a dos de mis colegas de la Asamblea del estado. Puesto que hemos tenido la suerte de poder gozar de su presencia, he pensado que cuantos más fuéramos mejor… tanto para usted como para todos nosotros.
– Me parece muy bien -dijo Collins algo desconcertado.
– Le presento al asambleísta Yurkovich. -Yurkovich era un joven muy serio, de ceño fruncido, con un tic nervioso en un ojo y un poblado bigote de color herrumbre.- Y éste es el asambleísta Tobias, un veterano de la Asamblea.
Tobias era un hombre de corta estatura, castaños ojos saltones y vientre abultado.
– Venga, siéntese en el sillón dijo Keefe dirigiéndose a Collins-. Tengo la impresión de que necesitará estar lo más cómodo posible.
A Collins tales palabras se le antojaron un presagio de mal agüero. Se acomodó en el sillón, convino en que le sentaría muy bien un whisky con hielo y se encendió un cigarrillo mientras el anfitrión le preparaba la bebida.
– El bocadillo se lo subirán en seguida -dijo Keefe-. Debe usted sentirse muy cansado… en avión todo el día, y además el cambio de horario… Procuraremos no entretenerle demasiado. Empezaremos en seguida.
– Por favor -dijo Collins aceptando el vaso y bebiendo un trago.
Los otros dos se hallaban acomodados en el sofá. Keefe acercó una silla a la mesita y tomó asiento frente a Collins.
– Se trata de algo muy importante para todos los que nos hallamos reunidos en esta habitación, usted incluido -dijo Keefe-. Es posible que ello le abra los ojos, si bien tengo entendido que nuestro amigo común, el senador Paul Hilliard, ya le dijo algo al respecto la semana pasada.
– Sí, desde luego -dijo Collins tratando de recordar. Habían ocurrido tantas cosas desde la cena con Hilliard… Además, se sentía agotado. Para él, era la una de la madrugada, según el horario de Washington. Ingirió nuevamente un buen trago de whisky en la esperanza de que le espabilara-. Sí, deseaba que hablara con usted acerca de ciertas… ciertas discrepancias en relación con las estadísticas criminales correspondientes a California. ¿Es eso?
– Eso es, en efecto -repuso Keefe-. Espero que no se oponga a una discusión libre y abierta acerca de éste y de otros asuntos de interés para usted…
– Pues claro que no. Sean ustedes tan claros y abiertos como deseen.
Keefe se mostró súbitamente menos afable, incluso un poco nervioso.
– Se lo decía porque, si ciertamente está dispuesto a que hablemos con toda franqueza… pues, señor Collins, tal vez no resulte una velada demasiado agradable para usted…
Se trataba de algo inesperado.
– ¿Adónde quiere usted ir a parar? -preguntó Collins sacudiéndose repentinamente la modorra-. Explíquese.
– Muy bien. Intento decirle que nosotros tres, al igual que otros muchos legisladores del estado de California que temen expresar su opinión, estamos gravemente preocupados por la táctica que usted y su Departamento de Justicia están empleando para ganarse el favor de nuestro estado a propósito de la votación de la Enmienda XXXV.
Collins se terminó el whisky y apagó la colilla de su cigarrillo.
– ¿Qué táctica? -preguntó-. Yo no he utilizado táctica alguna para ejercer influencia sobre la votación de aquí. Le doy mi palabra. No he hecho nada a este respecto.
– Entonces habrá sido otra persona -terció Tobias desde el sofá-. Alguien de su departamento está intentando asustar a los legisladores de este estado con el fin de que ratifiquen la enmienda.
– Si eso es efectivamente lo que está ocurriendo, le aseguro que no sé absolutamente nada -dijo Collins mirando enfurecido a su interlocutor-. Están ustedes haciendo unas afirmaciones muy vagas. ¿Les importaría precisar un poco más?
– Déjenme que se lo explique -les dijo Keefe a sus colegas al tiempo que se volvía hacia Collins-. De acuerdo, seremos más precisos. Nos estamos refiriendo a las estadísticas criminalesque están ustedes divulgando y que tanta publicidad están alcanzando aquí. Esas estadísticas relativas a los delitos violentos y a las conspiraciones han sido deliberadamente exageradas por el FBI con el fin de asustar a la gente y a los legisladores de nuestro estado para que voten en favor de la ratificación de la Enmienda XXXV. Desde que el senador Hilliard habló con usted de esta cuestión, me he entrevistado personalmente con más de una docena de jefes de policía de otras tantas localidades. Con catorce, para ser exactos. Más de la mitad de ellos han confirmado que las cifras que envían al FBI no son las cifras que da a conocer el Departamento de Justicia. Las auténticas cifras han sido alteradas, exageradas e incluso falseadas por el camino.
Impresionado por la vehemencia de su interlocutor, Collins dijo:
– Se trata de una acusación muy grave. ¿Puede usted aportar a ese respecto unas declaraciones firmadas por esos jefes de policía?
– No, no puedo -repuso Keefe-. Los jefes de policía no se atreven a llegar tan lejos. Dependen demasiado de la buena voluntad y colaboración del FBI como para enemistarse con él. Y además ocurre que, en el fondo, comprenden los motivos de la Oficina. Trabajan en el mismo sector, y actualmente se trata de un sector muy peligroso. Yo creo que los jefes de policía me hablaron de este asunto por la sencilla razón de que les molesta que les puedan considerar unos ineptos. No, señor Collins, no disponemos de ninguna prueba escrita. Nos ha pedido usted que aceptáramos su palabra de que nada tiene que ver con esta cuestión. Yo le ruego ahora que usted acepte la nuestra en relación con los métodos nada ortodoxos empleados por el FBI.
– Yo podría estar dispuesto a ello -dijo Collins-, pero me temo que el director Tynan se mostraría bastante menos inclinado a aceptar unas pruebas de oídas. Supongo que comprenden mi situación. No puedo ir al director Tynan y contradecirle, enfrentándome a él y a todo el FBI, sin disponer de pruebas escritas susceptibles de confirmar las acusaciones que acaban ustedes de formular. Ahora bien, si lograran ustedes que estos policías accedieran a firmar una declaración…
– No es posible -dijo Keefe en tono abatido-. Lo he intentado, pero ha sido inútil.
– Tal vez lo pudiera intentar yo. Es posible que estén dispuestos a presentar una demanda a través mío, en mi calidad de secretario de Justicia, aunque no se atrevieran a hacer tal cosa con usted. ¿Tiene los nombres de los jefes de policía a los que ha entrevistado?
– Aquí los tengo -dijo Keefe levantándose y dirigiéndose hacia la mesa sobre la cual aparecía abierta una cartera de color marrón.
En aquellos momentos llamaron a la puerta. Keefe fue a abrir e hizo pasar al camarero del servicio de habitaciones, que traía una bandeja con el bocadillo de Collins. Tras firmar el vale y esperar a que se fuera, Keefe se dirigió hacia el lugar en que se encontraba la cartera.
Collins había perdido el apetito, pero sabía que si no comía más tarde se sentiría hambriento. Abrió el bocadillo de jamón y queso, extendió un poco de mostaza en su interior y se esforzó en tomar un bocado. Estaba ingiriendo un sorbo de té en el momento en que Keefe regresó con un cuaderno de notas.
Keefe arrancó tres páginas y se las entregó a Collins.
Los jefes de policía que no quisieron hablar están tachados. Los ocho restantes sí lo hicieron. Ahí encontrará usted sus direcciones y números de teléfono. Espero que tenga suerte. Aunque la verdad es que dudo que lo consiga.
Lo intentaré dijo Collins doblando las hojas y guardándoselas en el bolsillo de la chaqueta.
– La cuestión es que alguna persona o personas no identificadas de su Departamento están organizando una deliberada campaña de terror aquí en California -dijo Keefe volviendo a acomodarse en su asiento-. Al parecer, están decididos a hacernos tragar la Enmienda XXXV a toda costa… a costa de la honradez y a costa de la decencia.
– Si se refiere usted a la manipulación de las estadísticas…
– Me refiero a otras muchas cosas -dijo Keefe.
– Cuénteselo -le instó Yurkovich desde el sofá-, cuénteselo todo.
– Pienso hacerlo -le aseguró Keefe. Esperó a que Collins se tragara lo que tenía en la boca y se terminara lo que le quedaba del bocadillo y añadió-: No es muy bonito lo que vamos a decirle. La manipulación de las estadísticas, señor Collins, es lo de menos. Alguien de Washington está manipulando nuestras propias vidas.
Collins descruzó las piernas y se irguió en su asiento.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Quiero decir que el FBI ha organizado una campaña de intimidación contra ciertos miembros de la Asamblea, asustándonos mediante chantaje…
La palabra chantaje le recordó a Collins su encuentro con el padre Dubinski en la iglesia de la Santísima Trinidad. El sacerdotehabía hablado de chantaje. Ahora aquel legislador de California estaba haciendo lo mismo. Collins se dispuso a seguir escuchándole.
– … un chantaje sutil -estaba diciendo Keefe-, pero un chantaje de la peor especie. Y dirigido sobre todo contra los legisladores indecisos, contra los que todavía no han adoptado una postura en relación con la Enmienda XXXV. El ataque ha estado dirigido especialmente contra los legisladores que… bueno, que son vulnerables.
– ¿Vulnerables?
– Me refiero a aquellos cuyas vidas privadas no son precisamente un libro abierto. Aquellos legisladores en cuyo pasado puede haber algo que no desean que se divulgue. La mayoría de ellos no se han atrevido a protestar. Pero el asambleísta Yurkovich y el asambleísta Tobias… a pesar de no considerar oportuno denunciar al FEI…
– Porque el chantaje es demasiado sutil -terció Yurkovich interrumpiendo a Keefe-. No es claro y directo. Nuestras denuncias hubieran sido rechazadas incluso tal vez refutadas.
– En efecto -dijo Keefe conviniendo con él-. En cualquier caso, y puesto que no podían protestar eficazmente en público, mis dos colegas se han mostrado dispuestos a acudir aquí con el fin de expresarle a usted personalmente sus protestas. Al principio temieron que usted pudiera formar parte del complot. Pero, antes de que lo haya hecho usted, el senador Hilliard me convenció, y yo les convencí a ellos, de que era usted un hombre honrado y digno de confianza, tal vez demasiado nuevo en este cargo para saber lo que alguien se está llevando entre manos a espaldas suyas. -Keefe se detuvo.- Confío en que esta valoración de su persona sea correcta.
Collins buscó un cigarrillo y se lo acercó a los labios. No le sorprendió observar que le estaba temblando la mano.
– Honrado y digno de confianza, sí. Pero, ¿qué es lo que se están llevando entre manos a espaldas mías? Prosiga, facilíteme más detalles.
– Permítame contarle lo que me ha ocurrido a mí -dijo Yurkovich-. Señor Collins, yo era un alcoholizado. Lo fui hasta hace ocho años. Al final, ingresé en un sanatorio y me sometieron a tratamiento. Conseguí curarme por completo y no he vuelto a beber desde entonces. Nadie lo ha sabido a excepción de los miembros de mi familia. Sin embargo, hace una semana dos agentes del FBI, uno de ellos llamado Parkhill y el otro Naughton, me visitaron en mi despacho de Sacramento. Dijeron que necesitaban mi ayuda en una investigación que estaban realizando. Se trataba de una investigación muy difícil. Semejantes investigaciones en relación con la infracción de las leyes federales resultarían considerablemente más fáciles una vez se aprobara la Enmienda XXXV. Pero, de momento, no tenían más remedio que actuar despacio. Precisaban de información acerca de un determinado centro, un centro de rehabilitación de alcoholizados, en el que habían averiguado que un legislador de California había permanecido internado durante cinco meses. Tal vez yo pudiera facilitarles más detalles acerca de los propietarios de dicho centro. -Yurkovitch se interrumpió brevemente, sacudiendo la cabeza con gesto de incredulidad.- Fue una forma diabólica de comunicarme que lo sabían. Mi secreto se hallaba en sus manos. Su comportamiento me resultó repugnante.
Por un momento Collins experimentó también repugnancia.
– ¿Y qué les dijo usted? -preguntó.
– ¿Qué podía decirles? Reconocí que había sido un paciente de aquel sanatorio. Les seguí la corriente en lo de la investigación que estaban llevando a cabo acerca de los propietarios de una cadena nacional de sanatorios que, al mismo tiempo, estaban envueltos en el tráfico de drogas. Yo les referí lo que había visto y oído en el transcurso de mi permanencia en el centro. Cuando todo terminó, me dieron las gracias. Les pregunté si toda aquella información permanecería en secreto. Uno de ellos contestó: «Podría ser llamado a prestar testimonio ante un tribunal.» Yo les dije que no podría hacer tal cosa. El agente replicó: «Eso no está en nuestras manos. Puede usted hablar con el director, si lo desea. Tal vez él pueda llegar a un entendimiento con usted.» Tras lo cual se marcharon. Yo ya tenía el mensaje. La Enmienda XXXV es beneficiosa para el país. Vota en favor de la Enmienda XXXV y el director no divulgará tu hospitalización. Si no colaboras, la divulgará.
– ¿Y qué va usted a hacer? -preguntó Collins.
– He luchado mucho por llegar hasta donde he llegado -repuso Yurkovich con sencillez-. Me gusta el puesto que ocupo. Procedo de un distrito conservador. Fui elegido por unos electores que sólo confían en los funcionarios que no beben. No tengo alternativa. Tendré que votar en favor de la Enmienda XXXV.
– ¿Está usted seguro de que la investigación no era auténtica? -preguntó Collins-. ¿No podría ser que usted hubiera interpretado erróneamente sus observaciones?
– No es probable pero es posible. Juzgue usted por sí mismo. En cuanto a mí, no quiero correr ningún riesgo.
El orondo individuo sentado en el sofá al lado de Yurkovich levantó un brazo.
– Ni yo tampoco -dijo el asambleísta Tobias.
– ¿Quiere usted decir que también le ha ocurrido lo mismo? -le preguntó Collins.
– Casi -contestó Tobias-. Sucedió un día más tarde. Sólo que el FBI no acudió a visitarme a mí. Fueron a… bueno, tengo una amiga y la visitaron a ella. -Lanzó un suspiro.- Soy un buen padre de familia con hijos. Al menos, eso es lo que parece por fuera. En realidad, mi esposa y yo terminamos hace mucho tiempo. Pero, por el bien de nuestros hijos, permanecimos casados, y, una vez nuestros hijos hubieron crecido, decidimos seguir conservando las apariencias. De este modo mi mujer podría disfrutar de una vida social y yo podría conservar mi puesto en el Gobierno. Durante buena parte de estos años yo he mantenido relaciones con otra mujer en una residencia aparte. No lo sabía nadie más que nosotros tres. Y hace una semana el FBI visitó a mi amiga. Recuerdo que el nombre de uno de los agentes era Lindenmeyer. Se mostraron muy amables con ella, al observar lo mucho que la habían asustado. Intentaron tranquilizarla. Se pasaron un rato hablándole de otras cosas, cosas que no revestían carácter personal. Y hasta le hablaron de la Enmienda XXXV… así como el que no quiere la cosa. Al final, fueron al grano. Yo pertenecía a un comité que se ocupaba de contratos suscritos con el gobierno. Estaban realizando una investigación acerca de un miembro sospechoso del comité. Estaban realizando también otras investigaciones de carácter rutinario acerca de otros miembros. Deseaban saber si yo le había hablado alguna vez de los contratos suscritos con el gobierno. Ella intentó decirles que no me conocía demasiado bien, pero ellos hicieron caso omiso de sus protestas. Conocían ciertos hechos. Sabían cuántos días a la semana había pasado con ella a lo largo de un determinado número de años. Al marcharse le dijeron que, en caso necesario… sí, subrayaron lo de «en caso necesario», tal vez tuvieran que llamarla a declarar.
– No puedo creerlo -dijo Collins respirando hondo.
– Yo sí lo creo -dijo Tobias-. No puedo demostrar que lo hicieran con el propósito de obligarme a modificar mi voto. Pero tengo que proteger a mi esposa y a esa mujer. Y supongo que también a mí mismo. Por consiguiente, modificaré mi voto. Me desagrada la Enmienda XXXV. Pero, cuando me toque el turno de votar, diré un «sí» muy alto y muy claro, para que se entere todo el mundo. Eso es, señor Collins, ya lo sabe usted todo.
Collins guardó silencio y experimentó una sensación de repugnancia.
– ¿Le ha ocurrido eso a otros legisladores? -preguntó sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.
– No lo sé -repuso Tobias-. Se trata de algo de lo que no deseamos hablar unos con otros. Todos tenemos nuestras vidas privadas y deseamos que sigan siendo privadas.
– ¿Y a usted, señor Keefe? -preguntó Collins mirando a su anfitrión.
– A mí no me ha visitado nadie, porque saben cuál es mi postura y saben que les echaría de un puntapié. Yo tengo también mi vida privada y me imagino que podrían sacar algo. Pero no me importaría lo más mínimo. No me juego tantas cosas como mis amigos. Preferiría que descubrieran lo que fuera a dejarme vencer por estos bastardos, quienesquiera que sean.
– ¿Quiénes cree usted que son? -preguntó Collins.
– No lo sé.
– Yo tampoco -dijo Collins-. Pueden estar seguros de que la cosa no procede de mi oficina. Si se trata de una campaña deliberada, podría haberla ordenado cualquier persona, desde el presidente hasta el director del FBI o cualquier funcionario a sus órdenes.
– ¿Puede usted hacer algo al respecto? -preguntó Keefe.
– No estoy seguro -contestó Collins levantándose-. Tampoco en este caso disponemos de pruebas que demuestren que esas visitas revistieron carácter intimidatorio. Es posible que se haya tratado de investigaciones auténticas. Y… es posible también que hayan sido una forma de chantaje.
– ¿Cómo averiguará usted de qué se ha tratado? -preguntó Keefe.
– Llevando a cabo una investigación acerca de los investigadores -repuso Collins.
Al regresar al hotel Beverly Hills, el empleado de la recepción le entregó a Collins un mensaje telefónico junto con la llave de su bungalow.
Desdobló la nota. La llamada se había producido hacía una hora, y el texto decía lo siguiente:
El supervisor del lago Tule te ha dicho que las instalaciones no constituían ningún secreto, que se había hablado de ellas en los periódicos. Esta noche nos hemos pasado varias horas tratando de comprobarlo. El Proyecto Sanguine se ha mencionado en la prensa. Pero las supuestas instalaciones de la Marina en el lago Tule jamás han aparecido en la prensa. Jamás se ha publicado una sola palabra acerca de ellas. He pensado que tendrías interés en saberlo. Josh Collins.
Casi lo había olvidado. Le había prometido a su hijo demostrarle que las instalaciones del lago Tule no eran un futuro campo de internamiento. Tenía que encargarse de aquel asunto. Y tenía además que echar un vistazo a aquella cuestión de la manipulación de las estadísticas criminales de California. Y tenía que aclarar también el asunto de los agentes del FBI que habían sometido a investigación a ciertos legisladores de aquel estado. Y, por encima de todo y superando en importancia a los demás asuntos, estaba el Documento R.
Lo primero era lo primero.
Rodeó el mostrador de recepción recordando que las cabinas de teléfono público se hallaban junto a la entrada del Salón Polo. Dio con ellas y descubrió que no estaban ocupadas.
Se encerró en la cabina más próxima y, marcando larga distancia, telefoneó directamente al domicilio de Ed Schrader, el secretario de Justicia adjunto. Sabía que le despertaría -en Virginia serían casi las tres de la madrugada-, pero deseaba conocer los hechos cuanto antes. Al día siguiente estaría demasiado ocupado.
Contestó al teléfono una voz soñolienta.
– ¿Sí? No me diga que se ha equivocado de número…
– No me he equivocado de número, Ed. Soy Chris. Mire, quiero que averigüe unos datos para mañana a primera hora; es decir, para hoy. ¿Tiene un lápiz a mano?
Collins explicó que la Marina poseía un sistema de comunicación con submarinos desde tierra denominado MBF o Proyecto Sanguine. Una de las principales instalaciones del mismo se hallaba en aquellos momentos en avanzada fase de construcción en el norte de California.
– Averigüe todos los datos que pueda a este respecto. No saldré hacia el programa de televisión hasta aproximadamente las doce y cuarto. Por consiguiente, hasta entonces estaré trabajando en mi suite. Llámeme en cuanto disponga de alguna información. Ahora puede darse la vuelta y seguir durmiendo.
Al abandonar la cabina telefónica, se reunió con su guardaespaldas en el vestíbulo, recorrió con él los sinuosos caminos bordeados de follaje que conducían a su bungalow, le dio las buenas noches y entró.
Paseó brevemente por el salón del bungalow quitándose la chaqueta y la corbata; su mente era un hervidero y trató de ordenar los acontecimientos del día, sobre todo su reunión con Keefe, Yurkovich y Tobias. Las acusaciones que éstos habían formulado contra personas desconocidas del FBI, o tal vez contra alguien de más arriba, habían sido muy graves. Trató de determinar la veracidad de los tres legisladores. No podía imaginarse ningún motivo por el cual alguno de ellos tuviera interés en mentir. ¿Con qué propósito se hubieran podido inventar aquellas historias? ¿Con qué objeto? No podía hallar ninguna respuesta. Por consiguiente, debían de haberle dicho la verdad. No obstante, sabía que no podía actuar sobre la base de lo que ellos le habían dicho. Sin una comprobación personal, no podía informar de ello ni al presidente ni a Tynan ni a Adcock. No estaba seguro de por dónde debía empezar. Esperaría al día siguiente, cuando tuviera el cerebro más despejado.
Desabrochándose la camisa, penetró en el dormitorio medio a oscuras y pasó al cuarto de baño y encendió la luz. Se desnudó, se lavó, se cepilló los dientes, se examinó las ojeras y extendió la mano hacia la percha de detrás de la puerta en la creencia de que allí se encontraba el pijama. Pero el pijama no estaba allí y entonces pensó que la camarera lo debía de haber extendido sobre la almohada de la cama de matrimonio.
Apagó la luz del cuarto de baño y se dirigió desnudo y a tientas hacia la cama, en la que una franja de luz que se filtraba por la semicerrada puerta del salón iluminaba directamente su pijama. Iba a ponérselo, deseoso de meterse inmediatamente en la cama y echarse a dormir, cuando, en el momento de agacharse, advirtió de pronto que algo cálido y carnoso le rozaba el muslo derecho.
Sobresaltado, emitió un jadeo entrecortado y bajó rápidamente la mano, percibiendo que otra mano estaba ascendiendo por su muslo.
El corazón empezó a latirle con fuerza.
– Pero, ¿qué demonios…? -balbució.
– Ven a la cama, cariño. Te estaba esperando -le dijo una suave voz femenina.
Collins estaba demasiado ocupado buscando desesperadamente el interruptor de la lámpara y no podía apartar la mano de la mujer, que ahora le estaba aprisionando el miembro.
A los pocos instantes la débil luz de la lámpara arrojó sobre la cama un semicírculo amarillo é iluminó a la muchacha. Ésta se estaba acercando al borde de la cama y le miraba sonriente, al tiempo que extendía la mano entre sus piernas y le acariciaba. Collins estaba como petrificado, demasiado desconcertado como para poder hablar o actuar. La muchacha era joven, de poco más de veinte años, con largo cabello rojizo, rojos labios fruncidos, palpitante pecho, vientre plano y un alargado triángulo de vello púbico.
– Hola -le dijo con vocecita de chiquilla-. Me llamo Kitty. Ya pensaba que no ibas a volver nunca.
– ¿Quién demonios es usted? -estalló por fin Collins bajando la mano y asiendo la de la muchacha para obligarla a soltarle el miembro-. Se ha equivocado. No es aquí…
– Éste es el número de bungalow que me han dado. Me han dicho que esperara al señor Collins.
Entonces no se trataba de un error. ¿Cuál de sus amigos de los viejos tiempos habría sido capaz de gastarle aquella clase de broma pesada?
– ¿Quién le ha dicho que viniera aquí? -preguntó.
– Soy un regalo de un amigo suyo.
– ¿De qué amigo?
– No me ha dicho su nombre. Jamás lo hacen. Pero me ha pagado en efectivo. Doscientos dólares. Soy muy cara. -La muchacha esbozó una sonrisa.- Me ha dicho que era una sorpresa, que a usted le iba a gustar. Le prometo que le gustará, señor Collins. Ahora, venga aquí como un buen chico…
– ¿Cómo… cómo ha podido entrar?
– Algunos empleados de aquí ya me conocen. Doy buenas propinas. -La muchacha le examinó.- Menudo encanto es usted. Me gustan los hombres altos. Pero habla demasiado. Ahora venga aquí con Kitty. Le prometo que pasará un buen rato. Me quedaré toda la noche.
– ¡Ni hablar! -dijo Collins casi gritando, agarrándola por la muñeca en el momento en que ella iba a extender de nuevo la mano. Consiguió apartarle el brazo-. Ahora váyase, salga de aquí ahora mismo… No quiero aquí ni a usted ni a nadie. Alguien ha querido gastarme una broma, una broma infantil…
– Pero es que me han pagado…
– ¡Váyase! -Collins la asió por ambos brazos y la obligó a incorporarse.- Vístase y márchese de aquí inmediatamente.
– Nadie me había tratado así.
– Pues lo hago yo -dijo Collins cogiendo el pijama-. Cuando salga del cuarto de baño quiero que ya se haya vestido y marchado.
Furioso, se dirigió al cuarto de baño y se puso los pantalones del pijama y se abrochó la chaqueta.
Cuando salió, la muchacha se acababa de poner la blusa y se estaba poniendo una falda azul marino.
– Dése prisa -le dijo él…
– Su amigo ha dicho que al principio, era posible que usted se comportara así, pero que no me lo tomara muy en serio -dijo la muchacha ladeando la cabeza, sonriendo y acercándose de nuevo a él-. Está bromeando, ¿verdad?
Collins la cogió bruscamente del brazo y la llevó hacia la puerta.
– Vamos, lárguese -le dijo.
– Suélteme, me hace daño
Él aflojó la presión pero siguió empujándola hacia el salón y hacia la puerta de salida.
Una vez junto a la puerta, la soltó y dijo jadeando:
– Lamento que alguien la haya utilizado de esta forma. Ha sido una equivocación y lo siento. Buenas noches.
Ella se irguió procurando marcharse con cierta dignidad.
– No importa dijo. De todos modos, lo más probable es que no se hubiera parado.
Collins abrió la puerta y, mientras la muchacha salía, vio aparecer una figura borrosa desde detrás de un seto que había frente al bungalow. Era un hombre que estaba levantando una cámara fotográfica. Collins se apartó instintivamente de la puerta en el momento justo en que se iluminaba el flash. Se dejó caer sobre la puerta y la cerró apoyándose contra ella; estaba completamente seguro de que el sujeto había fotografiado a Kitty pero no había logrado captarle a él.
Al cabo de un rato, cerró la puerta con llave. Aturdido, se dirigió a trompicones hacia la mesita donde estaban las bebidas y se preparó un trago.
No estaba seguro de lo que había ocurrido aquel día, pero en cambio sí estaba completamente seguro de lo que acababa de ocurrir aquella noche. No había sido una broma pesada a cargo de algún conocido o algún viejo compañero de estudios. Había sido algo mucho más diabólico. Alguien había intentado tenderle una trampa y comprometerle.
Pero, ¿quién? Y, ¿por qué? ¿Los partidarios de la Enmienda XXXV? Increíble, puesto que hasta aquellos momentos él había estado públicamente de su parte. A menos que quisieran asegurarse de que siguiera estando de su parte. ¿Los enemigos de la enmienda? Resultaba igualmente increíble que unos hombres como Keefe o Pierce llegaran hasta aquellos extremos con el fín de obligarle a cambiar.
Es absurdo, pensó. Después, todavía aturdido, se preparó otro trago, en la esperanza de que la llegada del día le permitiera ver las cosas con mayor claridad.
En efecto, la llegada del día le permitió definir con mayor precisión las sombrías ideas que habían cruzado por su mente en el transcurso de su agitado sueño.
La mañana le trajo cierta iluminación.
Durante el prolongado desayuno con los dos fiscales de distrito despachó varios asuntos de rutina relacionados con el Departamento. Su reunión con una delegación integrada por tres abogados de la Asociación Norteamericana de Abogacía revistió un carácter eminentemente social. La entrevista que le concedió a una joven reportera del Los Angeles Times constituyó en buena parte un ejercicio de habilidad para procurar no defender con excesiva vehemencia la Enmienda XXXV, refiriéndose, en cambio, a las reformas a largo plazo que sería necesario introducir en el sistema judicial norteamericano y tratando de enterarse de las opiniones de la prensa acerca de la escalada del crimen en el sur de California.
Al final, Collins se quedó a solas, con el teléfono.
Su intención había sido la de hablar con los ocho jefes de policía que se habían quejado ante el asambleísta Keefe del hecho de que el FBI hubiera falseado, exagerándolas, las cifras relativas a la criminalidad en California. Pero sólo había hablado con tres de ellos, y después ya no había efectuado ninguna otra llamada. Tras asegurarse de que estaban hablando con el secretario de Justicia, los tres se habían mostrado muy recelosos y sólo habían contestado con evasivas. Uno de ellos reconoció la existencia de una «ligera discrepancia» entre las cifras que él había enviado al FBI y las que habían sido dadas a conocer, pero la atribuyó a un «probable error de la computadora»; y los tres se negaron a reconocer que habían protestado ante Keefe a propósito de las exageraciones contenidas en las estadísticas del FBI. De un modo u otro, los tres vinieron a decirle que el asambleísta Keefe había interpretado erróneamente sus palabras.
O bien los jefes de policía habían protestado efectivamente ante Keefe pero después lo habían pensado mejor y no habían querido atacar al FBI ante el secretario de Justicia, o bien Keefe había interpretado erróneamente sus palabras. En cualquiera de los dos casos, su investigación telefónica había resultado infructuosa.
Pero después se le ocurrió a Collins otro sistema. La noche anterior, mientras escuchaba a los legisladores, había anotado los nombres de los agentes especiales del FBI que habían visitado a Yurkovich y a la amiga de Tobias. Buscó la hoja de papel en la que se hallaban los nombres de los agentes: Parkhill, Naughton, Lindénmeyer.
Collins se preguntó acerca de la conveniencia de localizarles a través de las delegaciones del FBI en California o bien llamandoa Adcock o a Tynan directamente. Decidió actuar con mayor circunspección. Al cabo de un rato llamó directamente a su secretaria Marion.
– Marion, quiero que efectúe una comprobación en el FBI. No debe saberse que la he solicitado yo. Digamos que se trata de una comprobación rutinaria para alguien de la sección de Asesoría Legal. Hable con algún funcionario de bajo nivel dentro del FBI. ¿Tiene un lápiz? Bien, dígales que pregunten sí dos agentes especiales del FBI en California, uno llamado Parkhill y el otro llamado Naughton, entrevistaron la semana pasada al asambleísta del estado Yurkovich. -Le deletreó este último apellido.- Dígales después que pregunten si un agente especial apellidado Lindenmeyer entrevistó… -Se percató entonces de que no conocía el nombre de la amiga del asambleísta Tobias.-Mmm, entrevistó a alguien de Sacramento en el transcurso de una investigación sobre un comité de la Asamblea del estado del que forma parte el asambleísta Tobias. Estoy en el hotel. Llámeme en seguida.
Mientras esperaba, estuvo paseando un rato por el salón del bungalow y después tomó una copia de su discurso y modificó algunas frases del mismo. Al cabo de un cuarto de hora sonó el teléfono y era Marion.
– Es muy raro, señor Collins -dijo la secretaria. En el FBI dicen que entre los agentes que tienen en California no hay ninguno que se llame Parkhill, Naughton o Lindenmeyer. Es más, que no tienen a ningún agente con esos apellidos en ningún lugar del país.
El esfuerzo había resultado inútil, al igual que buena parte de todo lo demás. No había ningún agente apellidado Parkhill, Naughton o Lindenmeyer. Y, sin embargo, el asambleísta Yurkovich había sido entrevistado por Parkhill y Naughton y la amiga de Tobias lo había sido por Lindenmeyer. Ello podía significar que tanto Yurkovich como Tobias habían entendido mal los apellidos. Imposible. O que ambos le habían mentido. Absurdo. O podía significar también otra cosa, igualmente improbable pero mucho más siniestra.
Podía significar que el FBI poseía un cuerpo especial de agentes -un cuerpo secreto, los nombres de cuyos agentes no figuraran en nómina- utilizado para intimidar a los legisladores de California.
Collins reflexionó acerca de esta posibilidad. Collins solía ser una persona de mentalidad positiva y realista, poco dada a las fantasías y a los melodramas. Normalmente, hubiera rechazado esta posibilidad de existencia de un cuerpo secreto considerándola demasiado siniestra como para ser tomada en serio… de no haber sido por una cosa.
Su predecesor en el cargo había reservado sus últimas palabras para advertirle a propósito de un terrible peligro… un peligro llamado Documento R. Si se podía aceptar como un hecho la existencia de un documento susceptible de poner en peligro… ¿qué?, ¿la seguridad del país?, bien, pues si así fuera, también se podía aceptar la posibilidad de unos desconocidos agentes del FBI que estuvieran amenazando a los asambleístas de California, del mismo modo que uno bien conocido había amenazado al padre Dubinski.
A Collins no le gustaba el asunto. Mientras se dirigía al dormitorio para cambiarse de ropa antes de salir a grabar el programa de televisión con Pierce y a pronunciar su discurso ante la ANA, pensó que no le gustaba nada la idea de haber sido elevado a una posición en la que se suponía que tenía que saberlo todo acerca de la delincuencia del país. Y, sin embargo, estaban teniendo lugar a su alrededor ciertas actividades, actividades que tenían toda la apariencia de delitos, y sobre los cuales no sabía apenas nada. Y todo ello, en una u otra forma, se había debido a la atmósfera creada por la Enmienda XXXV. Santo cielo, pensó, ¿qué iba a ocurrir caso de que la enmienda acabara convirtiéndose en una de las leyes del país?
Acababa de terminar de cambiarse cuando empezó a sonar el teléfono del salón. Se dirigió a toda prisa hacia el mismo y lo levantó a la quinta llamada.
Escuchó la voz de Ed Schrader desde Washington.
– Chris, le llamo a propósito del encargo que me hizo anoche.
Casi había olvidado su llamada a Schrader la noche anterior. Había sido acerca de las instalaciones del lago Tule que su hijo le había mostrado, acerca de la construcción de una nueva rama del Proyecto Sanguine de la Marina. Le había pedido a Schrader que le confirmara la existencia de aquellas instalaciones de la Marina con el único fin de poder demostrarle a Josh que se había equivocado con su manía de los campos de internamiento y hacer así que el muchacho recapacitara.
– Sí, Ed. ¿Qué ha averiguado usted?
– Lo he averiguado a través de autorizadas fuentes del Pentágono. El Proyecto Sanguine de la Marina, o MBF, tal como ellos lo llaman, concluyó por completo hace tres años. En la actualidad no se están construyendo nuevas instalaciones ni se está reconstruyendo ninguna. No disponen de ninguna instalación en las proximidades del lago Tule.
Collins no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
– ¿Me está usted diciendo que la Marina no posee ningún proyecto con base en el lago Tule?
– Ninguno en absoluto.
– Pero si el encargado de las obras me dijo… Bueno, no importa. De cualquier modo, qué demonios, algo están construyendo allí. Y es un proyecto gubernamental. Están construyendo algo.
– Pues no es nada de lo que le han dicho, desde luego.
– No… no, supongo que no -dijo Collins lentamente. Muchas gracias, Ed.
Por primera vez reconoció la posibilidad de que su hijo Josh pudiera estar en lo cierto.
Y de que Keefe, Yurkovich y Tobias también pudieran llevar razón.
En el transcurso de los veinte minutos que duró el trayecto hasta los estudios de la cadena de televisión, Collins fue pasando revista a las cada vez más abrumadoras pruebas de aquel siniestro plan. El Documento R, peligro que era necesario dar a conocer.
Estadísticas criminales falseadas en California. Un campo secreto de internamiento en el lago Tule.
Pero, en último extremo, lo que más le había inquietado había sido el más insignificante de todos aquellos acontecimientos.
Recordó al fotógrafo apostado frente a su bungalow con el fin de fotografiarle en compañía de la prostituta que habían introducido en su habitación. Aquello no había sido el producto de unos rumores. Aquello lo había podido comprobar directamente.
Experimentaba una viva sensación de recelo y desconfianza hacia quienes le rodeaban, hacia los defensores de la Enmienda XXXV y hacia la enmienda propiamente dicha. Y, por encima de todo, no le apetecía lo más mínimo verse obligado a defender la enmienda a través de la televisión nacional. Le repugnaba el papel que tenía que interpretar. Hubiera querido dar media vuelta y echar a correr.
Pero ya era demasiado tarde. Habían llegado al boulevard Beverly y ya se divisaba el edificio de los estudios.
Collins se encontraba sentado en un sillón de la sala de maquillaje, con una especie de babero ajustado al cuello y contemplándose reflejado en el espejo mientras el maquillador aplicaba una ligera capa de polvos marrones sobre sus curtidas facciones.
A través del espejo pudo ver también a la productora de «En busca de la verdad», una elegante joven llamada Monica Evans, en el momento en que ésta volvió a aparecer por la puerta.
– ¿Qué tal va eso, señor secretario de Justicia? -le preguntó ella.
– Creo que ya estoy casi listo -repuso Collins.
– Sólo unos minutos, Monica, y lo tendrás a tu disposición -prometió el maquillador.
– Espero que no se produzcan retrasos -dijo Collins-. En cuanto acabe la grabación tengo que dirigirme al hotel Century Plaza a pronunciar un discurso ante la Asociación de Abogacía. Tendré el tiempo muy justo.
– Saldrá de aquí con tiempo más que suficiente -le aseguró Monica Evans-. Tony Pierce se encuentra ya en el estudio con Brant Vanbrugh, nuestro moderador. Ya están maquillados. Podremos empezar en cuanto usted esté listo.
Collins experimentó un ligero alivio. Le hubiera fastidiado tener que permanecer en aquella sala de maquillaje en compañía de Tony Pierce y verse obligado a conversar con él antes de que se iniciara el programa. Bastante le molestaba tener que discutir con Pierce ante las cámaras. Una conversación particular con él le hubiera resultado insoportable.
– Le esperaré en el pasillo para acompañarle al estudio -le dijo Monica Evans saliendo.
Collins siguió estudiándose en el espejo, y no se mostró nada satisfecho de su aspecto. A pesar de los cosméticos, las cremas y los polvos que llenaban una por una todas las arrugas y grietas de sus facciones, parecía un cadáver al que un empleado de pompas fúnebres estuviera intentando acondicionar para que resultara más presentable.
¿Por qué, se preguntó, había acudido allí a defender una bomba que haría saltar en pedazos la Ley de Derechos de la Constitución? ¿Qué le había inducido a ponerse de la parte de unos antiliberales como el presidente Wadsworth y Vernon T. Tynan? ¿Cómo era posible que se hubiera convertido en el paladín de aquella espantosa Enmienda XXXV?
Bajo la intensa iluminación de las bombillas que rodeaban el espejo, lo vio súbitamente todo con mayor claridad. Hasta aquellos momentos había conseguido explicarse racional y obstinadamente su postura. Él era un bueno entre los malos, capaz de modificar el curso de los acontecimientos. Sin embargo, no había conseguido tal cosa; en realidad, ni siquiera lo había intentado. En su calidadde miembro del gabinete, había decidido seguir en la brecha porque le quedaban muchas cosas por hacer, es decir, llevar adelante su sistema de resolución del problema de la criminalidad, sistema mucho más humano y decente. A pesar de lo cual, no había actuado en este sentido. Como secretario de Justicia, hubiera podido llevar a la práctica cosas mucho más importantes que la Enmienda XXXV. Pero le constaba que toda su otra labor carecería de significado comparada con la suprema importancia de la nueva enmienda.
En resumen, que todos sus razonamientos no habían sido más que una sarta de tonterías.
Sabía por qué estaba allí. Sabía qué era lo que le había llevado allí. Sabía cómo había ocurrido todo.
Ante la claridad del espejo, lo veía todo con precisión y estaba en condiciones de establecer de qué se trataba.
Era la ambición. Sí, la ambición había sido el motor que le había dirigido hacia el camino equivocado.
La ambición de llegar a alguna parte, de darle una lección a su padre. De llegar por sí mismo a alguna parte. Freud elemental, simplemente. Dejar de ser lo que era con el fin de abrirse camino. Y darle una lección a su padre. Ser alguien al precio que fuera. Pero en aquellos momentos resultaba ridículo. No podía darle a su padre ninguna lección. Su padre había muerto. Sólo estaba él, y ahora su personalidad se estaba reduciendo a bien poca cosa.
– Bueno, señor Collíns -estaba diciendo el maquillador al tiempo que le quitaba el babero-, ya está usted listo para ir.
Ir, ¿adónde? Se puso en pie.
– Gracias -dijo.
Una vez en el pasillo, encontró a Monica Evans y la siguió rápidamente hasta el espacioso estudio de televisión. Pasaron por detrás de una hilera de tramoyas y Collins se encontró en un brillante cuadrado iluminado por los focos. Había tres enormes cámaras, dos de ellas móviles. Los técnicos iban de un lado para otro. La atención de todo el mundo se centraba en una pequeña plataforma que se había levantado con el decorado de una biblioteca con tres sillones giratorios colocados alrededor de una mesa. Dos hombres se hallaban conversando en la plataforma.
– Permítame que le presente a nuestro moderador, Brant Vanbrugh, y a Tony Pierce -le dijo la productora.
Aunque no le conocía personalmente, Collins reconoció a Pierce en seguida a través de las fotografías publicadas en los periódicos y de sus anteriores apariciones en televisión. Pierce en persona le decepcionó. Collins hubiera deseado ver a un bellaco y, en su lugar, se encontró ante un simpático y agradable ser humano. Pierce poseía cabello color arena y un juvenil y pecoso rostro iluminado por una expresión rebosante de entusiasmo. Era flexible y bien proporcionado, debía de medir algo menos de metro ochenta e iba enfundado en un traje a medida de botonadura sencilla.
A Collins se le abatió el ánimo. Había esperado encontrarse no sólo ante un bellaco sino también ante un enemigo, y ahora el único enemigo con quien tenía que habérselas no era con otro que él mismo.
Monica Evans se adelantó y efectuó las presentaciones.
– Me alegro de conocerle por fin, señor Collins -dijo Pierce-. Lo poco que sé acerca de usted lo he conocido a través de lo que he leído y por medio de su hijo Josh. Es un excelente muchacho.
– Se hace lenguas de usted -dijo Collins, completamente seguro de que Pierce le estaba examinando en un intento de descubrir cómo era posible que de semejante padre hubiera salido semejante hijo.
– Señores -les interrumpió el moderador-, me temo que no disponemos de mucho tiempo.
Era un joven enérgico, con la falsa apariencia de un dirigente juvenil pero con la mentalidad (Collins había visto el programa otras veces) de una trampa de acero. Ambicioso, pensó Collins. Pero después pensó: mira quién habla.
Vanbrugh les acompañó a sus respectivos asientos, situados a ambos lados del suyo.
Mientras alguien le ajustaba el pequeño micrófono alrededor del cuello, Collins oyó que Vanbrugh les dirigía de nuevo la palabra.
– Empezaremos a grabar dentro de un par de minutos. Este programa de «En busca de la verdad» se emitirá de costa a costa esta noche. Saldrá todo lo que ustedes digan y hagan aquí. No habrá ninguna corrección. Habrá dos pausas comerciales. El esquema será el siguiente. Yo empezaré con el tema objeto del debate: «¿Debe California ratificar la Enmienda XXXV?» Presentaré todo el material introductorio relativo a la enmienda. Diré de qué se trata y comentaré la situación en que actualmente se encuentra. La cámara me enfocará en primer plano. Después la cámara le enfocará a usted, señor Collins. Le presentaré a los espectadores como el secretario de Justicia de los Estados Unidos y facilitaré algunos datos acerca de su persona. Después la cámara nos enfocará al señor Pierce y a mí y yo le presentaré a usted, señor Pierce, como ex agente especial del FBI, abogado en ejercicio y líder del grupo que defiende la Ley de Derechos y se opone a la ratificación de la Enmienda XXXV. Después tendrá usted la palabra, señor Collins. Dispondrá de unos dos minutos para efectuar una exposición inicial. Le sugiero que se centre en el porqué apoya usted la Enmienda XXXV. Me imagino que deseará usted pintar un panorama muy negro de la actual situación en cuanto a criminalidad en Norteamérica y que defenderá la necesidad de unas drásticas medidas con el fin de preservar a nuestra sociedad. Después le tocará a usted el turno, señor Pierce. Dispondrá también de dos minutos para efectuar una exposición inicial. No discuta todavía con el señor Collins. Limítese a exponer simplemente sus puntos de vista relativos al porqué de su oposición a la Enmienda XXXV. Tras lo cual, improvisaremos. Podrá iniciarse el debate. Se puede interrumpir al interlocutor, pero procuren no pisotearse mutuamente las frases. -Levantó la mirada.- Estamos a punto de empezar. Cuando se encienda la luz roja de encima de la cámara de en medio, empezaremos a grabar. Buena suerte, señores. Procuremos que la discusión resulte animada.
La luz roja sobre la cámara central empezó a brillar.
Sintiéndose medio enfermo y aturdido, Collins apenas pudo escuchar las observaciones iniciales de Vanbrugh. Escuchó su nombre y comprendió que estaba siendo presentado. Esbozó una débil sonrisa mirando hacia la cámara.
A continuación escuchó nombrar a Tony Pierce. Miró hacia el otro lado del moderador. El pecoso y abierto rostro de Pierce mostraba una grave expresión.
Volvió a escuchar su nombre e inmediatamente después la pregunta.
– Se oyó hablar a sí mismo como desde muy lejos.
– En ningún momento desde que finalizó la guerra civil han estado nuestras instituciones democráticas tan amenazadas como en los tiempos actuales. La violencia se ha convertido en un lugar común. En 1975, diez de cada cien mil norteamericanos murieron asesinados. En la actualidad, mueren asesinados veintidós de cada cien mil estadounidenses. Hace unos años, tres matemáticos del Instituto de Tecnología de Massachusetts, tras realizar un estudio acerca del creciente índice de criminalidad, llegaron a la conclusión de que, y son palabras textuales, «un muchacho de una ciudad norteamericana nacido en 1974 tiene más probabilidades de morir asesinado que las que tenía de morir en combate un soldado norteamericano en la segunda guerra mundial». Hoy en día esta cruel posibilidad se ha duplicado. Precisamente de la necesidad de poner freno a esta espiral de violencia que estamos viviendo, en la que se incluye el asesinato, ha surgido la idea de la Enmienda XXXV.
Siguió hablando trabajosamente hasta ver la tarjeta de los quince segundos y, aliviado, puso término a su declaración inicial.
Ahora oía hablar a Tony Pierce. Cada una de sus frases era como un golpe contundente y Collins decidió cerrarse en sí mismo procurando no escucharle.
Tras dos largos minutos, comprendió que se había iniciado el debate.
Escuchó hablar a Pierce una vez más.
– Los seres humanos llevan luchando por la libertad, por la libertad de la tiranía, desde hace al menos dos mil quinientos años. Y ahora, de la noche a la mañana, si la Enmienda XXXV es ratificada, en Norteamérica finalizará esta lucha. De la noche a la mañana, y por capricho del director del FBI y de su Comité de Seguridad Nacional, podría suspenderse indefinidamente la Ley de Derechos…
– Indefinidamente, no -le interrumpió Collins-. Sólo en caso de emergencia, y sólo durante un breve período, tal vez de unos cuantos meses.
– Eso dijeron en la India en 1962 -señaló Pierce-. Se produjo una situación de emergencia y suspendieron la Ley de Derechos. La suspensión se prolongó por espacio de seis años. Y después volvieron a suspenderla en 1975. ¿Quién nos puede garantizar que tal cosa no vaya a ocurrir aquí? Y, si ocurre, significará el final de nuestra libre forma de vivir. Disponemos de pruebas. Tal cosa ya ha ocurrido con anterioridad en los Estados Unidos, y siempre ha significado un desastre.
– ¿Qué está usted diciendo, señor Pierce? -terció Vanbrugh-. ¿Está usted diciendo que ya en otras épocas de nuestra historia se ha suspendido la Ley de Derechos?
– Con carácter oficioso, sí. Nuestra Ley de Derechos ha sido suspendida, pasada por alto o ignorada, con carácter oficioso, numerosas veces en nuestro pasado, y, cuando ello ha ocurrido, hemos tenido que sufrir profundamente.
– ¿Puede usted citarnos algún ejemplo concreto? -preguntó el moderador.
– Ciertamente -repuso Pierce-. En 1798, tras la Revolución Francesa, los Estados Unidos temieron una infiltración de conspiradores radicales franceses que pudieran intentar derrocar nuestro gobierno. En una atmósfera de histerismo, el Congreso hizo caso omiso de la Ley de Derechos y aprobó las leyes de Extranjería y Sedición. Cientos de personas fueron detenidas. Los periodistas que escribieron en contra de tales leyes fueron enviados a la cárcel. Los ciudadanos normales y corrientes que se manifestaron en contra del presidente John Adams fueron igualmente enviados a la cárcel. Y gracias a que Thomas Jefferson organizó una campaña contra esta locura, contra esta suspensión de la Ley de Derechos, y la gente recapacitó y le eligió presidente.
»Abundan los ejemplos. En el transcurso de la guerra de secesión se hizo caso omiso del habeas corpus y los juicios civiles cedieron el lugar a los juicios militares. Tras la primera guerra mundial, el secretario de Justicia A. Mitchell Palmer evocó la «amenaza roja» y llevó a la práctica una caza de brujas que condujo a la detención sin el uso de órdenes judiciales de tres mil quinientas personas y a la deportación de setecientos extranjeros. El presidente del Tibunal Supremo Charles Evans Hughes calificó dichas detenciones de «una de las peores prácticas de la tiranía». A comienzos de la segunda guerra mundial, los ciudadanos norteamericanos de ascendencia japonesa fueron privados de sus propiedades y confinados en campos de internamiento. No mucho tiempo después, en 1954 para ser más preciso, el senador Joseph R. McCarthy acusó temerariamente a doscientos cinco funcionarios del Departamento de Estado de ser miembros del partido comunista, fomentando de este modo otro «pánico rojo». McCarthy, que era un implacable demagogo ávido de publicidad y un alcoholizado sin remedio, difamó y destruyó a incontables norteamericanos inocentes calificando a la disensión y a la no conformidad de traición. Al final, y como consecuencia de sus excesos, se destruyó a sí mismo ante la nación durante los treinta y seis días que duró la vista Ejército-McCarthy.
»Más recientemente, el Decreto de Control del Crimen Organizado, el sueño dorado del presidente Richard M. Nixon y del secretario de Justicia John N. Mitchell, suspendió prácticamente la Ley de Derechos al contemplar el arresto preventivo de los presuntos delincuentes, la entrada sin mandamiento judicial en los domicilios privados, la limitación de los derechos de los acusados a examinar las pruebas ilegalmente obtenidas contra ellos y la instalación de aparatos electrónicos de escucha durante cuarenta y ocho horas sin mandamiento judicial y durante un período más largo con éste. Al comentar este Decreto de Control del Crimen Organizado, el senador Sam J. Ervin, de Carolina del Norte, lo calificó de «cubo de la basura de la más represiva, miope, intolerante, injusta y vengativa legislación con que el Senado haya tropezado jamás… Mejor sería calificar a este decreto de ‘ley destinada a derogar las enmiendas IV, V, VI y VIII de la Constitución’.»
– Y, sin embargo, la democracia ha sobrevivido -dijo Collins.
– Por los pelos, señor Collins. Es posible que algún día no consiga sobrevivir a semejantes ataques contra nuestra libertad. Como Charles Péguy señaló en cierta ocasión, la tiranía siempre está mejor organizada que la libertad. Si todos los horrores a que he hecho referencia se cometieron estando en vigor la Ley de Derechos, imagínese lo que puede ocurrir sin ella, una vez la Enmienda XXXV sea ratificada. Señor Collins, nuestra Constitución, con su Ley de Derechos, ha sobrevivido durante mucho más tiempo que cualquier otra Constitución escrita de la Tierra. No vayamos a destruirla con nuestras propias manos.
– Señor Pierce -dijo Collins-, habla usted de nuestra Constitución como si ésta hubiera sido grabada en piedra o nos hubiera caído llovida del cielo… como algo inflexible y no susceptible de modificación. En realidad, nuestra Constitución actual no es más que el producto de una solución de compromiso. Antes de que fuera firmada, hubo muchas versiones de la misma, fue muchas cosas, y puede ser todavía muchas cosas…
– No se trata de eso, señor Collins -le interrumpió Pierce-. Se trata…
Vanbrugh intervino rápidamente.
– Un momento, señores. Me gustaría que el secretario de Justicia Collins explicara lo que estaba a punto de decir. Estaba usted diciendo, señor Collins, que hubo muchas versiones de la Constitución…
– Y también de la Ley de Derechos -añadió Collins.
– … antes de que se firmara la versión definitiva. Lo considero muy interesante. Es posible que muchos de nuestros espectadores no se hayan dado cuenta. ¿Nos lo quiere usted explicar?
– Con mucho gusto. Lo único que pretendo es demostrar que no estropeamos nuestra Constitución por el mero hecho de intentar modificarla. Digo que ésta fue muchas cosas antes de entrar en vigor y que puede seguir siendo otras muchas cosas. Es por eso por lo que disponemos de las enmiendas. La palabra enmienda procede del latín emendare, que significa corregir un defecto o bien modificar algo para mejorarlo.
– Pero, ¿qué nos dice de aquellas distintas versiones de la Constitución y de la Ley de Derechos? -le aguijoneó Vanbrugh.
– Sí. Bien, tal como ustedes saben, un grupo de cincuenta y cinco personas pertenecientes a doce estados se reunieron de mayo a septiembre de 1787 en la Casa del Estado de Pennsylvania, actualmente Edificio de la Independencia, con el fin de redactar una Constitución que uniera a trece estados individuales en una sola nación. El promedio de edad de aquellos hombres era de cuarenta y tres años. Tal vez patriotismo y supervivencia no fueran los únicos móviles de aquellos delegados. La mitad de ellos eran propietarios de efectos públicos. Caso de que lograran redactar una Constitución por medio de la cual se creara un nuevo gobierno, dichos efectos aumentarían de valor. Y, en todo caso, si consideran ustedes que la presidencia, tal y como la conocemos hoy en día, es sagrada, recuerden que Alexander Hamilton propugnaba una presidencia vitalicia mientras que Edmund Randolph y George Mason deseaban que la presidencia la ocuparan tres hombres al mismo tiempo y Benjamin Franklin se mostraba partidario de que el gobierno de los Estados Unidos lo ejerciera un consejo. La Convención votó cinco veces en favor de un presidente nombrado por el Congreso. Fue la delegación de Virginia la que primero apuntó la idea de un solo «ejecutivo nacional». Ni siquiera le llamaron presidente. El mismo Randolph se opuso a este cargo ocupado por un solo hombre describiéndolo como «el feto de la monarquía». -Collins miró al moderador.- ¿Dispongo de tiempo para seguir?
– Siga usted, por favor -le instó Vanbrugh.
– Tal vez muchas personas piensen que la creación del Senado, tal y como aparece en la Constitución, es también sagrada. Sin embargo, no fue así al principio. Algunos miembros de la Convención se mostraban partidarios de que las legislaturas de los distintos estados nombraran a los senadores. Hamilton deseaba que el cargo de senador revistiera carácter vitalicio. James Madison se mostraba partidario de que los senadores ocuparan el cargo durante nueve años. Al llegarse al acuerdo de que los senadores deberían ser elegidos por el pueblo, algunos delegados se referían a cierto tipo de pueblo, al pueblo entendido como conjunto de personas propietarias de bienes y, por consiguiente, estables. Fue John Jay quien dijo: «El pueblo que posee el país es el que debe gobernarlo». Al final, se llegó a una solución de compromiso. Las legislaturas de los estados podrían elegir a los senadores y éstos ocuparían el cargo durante seis años. Esta situación no se modificaría hasta el año 1913, cuando la Enmienda XVII concedió a todos los ciudadanos el derecho a elegir a los senadores. En cuanto a la Ley de Derechos, no existía en absoluto, ni nada que se le pareciera, cuando se firmó la Constitución. La mayoría de los padres de la patria consideraban que la Constitución ya era en sí misma una Ley de Derechos, al igual que pensaban que no era necesario añadir enmiendas. Lo repito, los hombres más prudentes de la Norteamérica de aquel entonces consideraban que no hacía falta ninguna Ley de Derechos. A la luz de nuestro pasado, no veo qué daño puede causársele a nuestra Constitución en el siglo actual añadiéndole una Enmienda XXXV que sólo suspendería temporalmente la Ley de Derechos en caso de que ello fuera necesario para preservar a nuestro país.
– Señor Vanbrugh. -Era Tony Pierce que intentaba hacerse escuchar.- ¿Puedo responder a la versión de la historia norteamericana que nos ha ofrecido el secretario de Justicia?
– Le corresponde a usted el turno, señor Pierce -dijo el moderador.
– Señor Collins -dijo Pierce-, a pesar de todo lo que usted ha dicho, hoy en día poseemos una Ley de Derechos. ¿Cómo la obtuvimos? Ha omitido usted referirse a este punto. La obtuvimos porque el pueblo la quiso, porque el pueblo consideró que la Convención Constitucional cometió un error al excluirla. Los distintos estados deseaban que se especificaran claramente los derechos del pueblo y los derechos de los estados; deseaban que éstos se especificaran antes de proceder a la ratificación de la Constitución. Patrick Henry, de Virginia, sugirió veinte enmiendas, entre ellas las diez primeras que más tarde se adoptaron. Massachusetts era partidario de las diez enmiendas. Otros estados también lo eran. Cuando se reunió el primer Congreso en 1791, Madison propuso doce enmiendas. El Congreso aceptó diezy las envió a los trece estados con vistas a su ratificación. Fueron ratificadas y la Ley de Derechos entró en vigor en diciembre de 1791.
– Está usted dando a entender que todos los estados se mostraban partidarios de una Ley de Derechos -dijo Collins-, lo cual no es cierto en absoluto. Tres de los trece estados iniciales se negaron a ratificar la Ley de Derechos. De hecho, no lo hicieron hasta el año 1939, es decir, un siglo y medio más tarde.
– Me temo que está usted saliéndose por la tangente, señor Collins -replicó Pierce-. Lo importante aquí es que desde un principio tuvimos una Ley de Derechos que garantizaba a todo nuestro pueblo tres derechos fundamentales: libertad religiosa, libertad de expresión y libertad de juicio. Fue Thomas Jefferson quien insistió diciendo: «Una Ley de Derechos es lo que el pueblo necesita frente a cualquier gobierno de la Tierra, general o particular, y lo que ningún gobierno justo debe rechazar u obstaculizar». Nuestra Ley de Derechos era importante y lo sigue siendo. Sin duda Jefferson se hubiera opuesto a la Enmienda XXXV con la misma vehemencia con que yo me estoy oponiendo a ella. Lo que usted está defendiendo es una enmienda susceptible de anular la Ley de Derechos, y yo le digo que hacer eso equivale a anular la democracia misma.
Collins se sentía acorralado e impotente, y, puesto que se sentía acorralado e impotente, reaccionó por medio de la cólera.
– Señor Pierce, estoy defendiendo la Enmienda XXXV precisamente para preservar la democracia -dijo acaloradamente-. Lo que anulará la democracia es el hecho de seguir permitiendo que siga ascendiendo en espiral nuestra actual plaga de ilegalidad y anarquía hasta que perdamos totalmente su control, el hecho de seguir permitiendo que los asesinatos, los secuestros, la colocación de artefactos explosivos, las conspiraciones, las muertes y las revoluciones nos desborden por completo. Dentro de algunos años no habrá democracia alguna. Ni siquiera habrá país. ¿A quién le va a conceder usted derechos cuando el país haya desaparecido?
– Prefiero la desaparición de nuestro país a que éste se convierta en un país sin libertad -replicó Pierce-. Pero existirá el país mientras existan las personas, personas libres y no esclavas. Hay medios mejores que la dictadura para controlar la delincuencia. Podríamos empezar por ofrecer al pueblo comida, trabajo, vivienda, justicia, comprensión e igualdad.
– Yo también creo en todas esas cosas, señor Pierce. Pero en primer lugar es necesario impedir los asesinatos. La Enmienda XXXV lo conseguirá. Después, una vez restablecido el orden, podremos empezar a atender nuestras restantes prioridades.
Pierce sacudió la cabeza.
– No podremos intentar nada una vez hayamos perdido nuestros derechos humanos. Y, no lo dude, bajo la Enmienda XXXV perderemos nuestros derechos. Anoche justamente estaba volviendo a leer un libro -dijo Pierce tomando un libro en edición de bolsillo que había encima de la mesa y abriéndolo-, un libro titulado Sus libertades: la Ley de Derechos, escrito por Frank K. Kelly, vicepresidente del Fondo para la República. Escuche lo que éste nos dice: «Si perdiéramos nuestra Ley de Derechos, ¿qué le ocurriría a nuestra forma de vida? He aquí algunas de las cosas que le ocurrirían: el gobierno podría prolongar indefinidamente el servicio militar de los jóvenes sin necesidad de explicar o justificar tal medida; los jóvenes y las jóvenes, al finalizar sus estudios, podrían ser enviados a trabajar a las industrias en las que, según el gobierno, hicieran falta obreros; podrían ser obligados a aceptar esos puestos; los estudiantes que protestaran contra la política gubernamental… podrían terminar en las prisiones federales por orden del presidente; los norteamericanos, jóvenes y adultos, podrían ver expropiadas sus propiedades para uso público sin la menor indemnización… los nombres de las personas que escribieran a sus congresistas cartas de crítica podrían ser facilitados a la policía, y tales personas podrían ser detenidas y enviadas a prisión… los directores de periódicos que permitieran la publicación de artículos de crítica al gobierno podrían ser arrestados a cualquier hora del día o de la noche».
Pierce seguía hablando, y Collins empezó a encogerse instintivamente en su asiento. La lucha que había intentado simular se le había escapado de las manos. No estaba en el lugar que le correspondía, no estaba del lado del que aparentemente estaba, y aborrecía con toda el alma al otro hombre que se albergaba en su interior, al monstruo de ambición que le había conducido hasta allí.
Esperó. Siguió escuchando. Intentó a regañadientes defender débilmente su posición. Cumplió con su deber. Pasaron los minutos, los interminables treinta minutos, y, por fin, terminó la tortura.
Se desprendió torpemente del micrófono mientras Vanbrugh y Pierce se levantaban, ambos con los rostros animados de una expresión cordial, dispuestos a seguir charlando un rato.
Collins no les hizo el menor caso.
– Perdone -le dijo a Vanbrugh-, ¿dónde están los lavabos?
– Al otro lado del pasillo, a la izquierda.
Collins giró sobre sus talones, cruzó apresuradamente la sala, salió al pasillo y torció a la izquierda.
Encontró los lavabos y entró apresuradamente. Afortunadamente, no había nadie más. Llegó junto a la taza del retrete justo a tiempo.
Se inclinó sobre la misma con el rostro ceniciento.
Y vomitó.
Al cabo de un rato, se lavó el rostro y las manos y trató de recuperar la compostura. Se miró al espejo.
Si en aquellos momentos se hubiera preguntado cuál era su postura en relación con la Ley de Derechos, lo hubiera sabido. Y lo más curioso era que no se lo había dicho su conciencia. Se lohabía dicho su estómago.
Había transcurrido una hora, y Collins ya había decidido lo que iba a hacer. No era todo lo que deseaba hacer, pero constituía un comienzo… un buen comienzo.
Al abandonar el ascensor que le había conducido dos plantas más abajo del vestíbulo principal del hotel Century Plaza, comprendió que ya había adoptado una decisión definitiva sobre los próximos pasos a tomar. Mientras sus guardaespaldas y los agentes de policía locales le ayudaban a abrirse paso entre la muchedumbre de fotógrafos de prensa y espectadores, Collins cruzó el espacioso vestíbulo inferior y penetró en el salón Los Ángeles del hotel.
Escoltado a lo largo de la primera hilera de mesas, se dio cuenta de que no se había preparado para el impacto de todos aquellos cuerpos apretujados en aquel salón iluminado únicamente por la enorme araña central y por un aplique de cuatro brazos situado en el extremo más alejado del mismo. Apretando en su mano izquierda la cartera de cuero que contenía su discurso, avanzando con torpeza, consiguió por fin llegar al estrado, en el que los directivos de la Asociación Norteamericana de Abogacía se levantaron para darle la bienvenida. En la sala todavía no le había reconocido todo el mundo, pero algunos aplausos dispersos le acompañaron hasta su asiento.
Conversación intrascendente y frases amables le siguieron hastasu sitio, al lado del presidente del Tribunal Supremo John G. Maynard.
Mientras estrechaba la mano del presidente del Tribunal Supremo, Collins se sintió una vez más fascinado por el ídolo de su juventud. Maynard era una de las pocas figuras públicas de Norteamérica que parecían hechas ex profeso para desempeñar sus papeles. Su abundante cabello blanco, sus profundos e inquisitivos ojos bajo las pobladas cejas, su nariz aguileña y sus cuadradas mandíbulas le conferían el aspecto de un César honrado. Su erguido porte le confería un aire de vigor y juventud insólito en un hombre de setenta y tantos años.
A Collins iba a resultarle muy difícil el próximo paso. Apenas conocía a Maynard. Le habría visto como unas tres veces, siempre en el transcurso de recepciones ofrecidas por el gobierno, y jamás había mantenido con él una conversación prolongada. En realidad, le había visto una vez más muy recientemente:la vez en que, como presidente del Tribunal Supremo, Maynard le había tomado el juramento de su cargo de secretario de Justicia en la Casa Blanca.
Al percatarse de que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía se había acercado a la tribuna y de que los actos estaban a punto de comenzar, Collins experimentó la necesidad de actuar inmediatamente. Buscó la atención de Maynard; observó que éste se hallaba ocupado conversando con la dama que tenía a su izquierda y, atento, se quedó a la espera. A los pocos momentos, Maynard dejó de hablar con la dama y empezó a prestar atención a las frases de presentación.
Collins le rozó la manga y se inclinó hacia él:
– Señor Maynard…
– ¿Sí? -repuso Maynard inclinándose a su vez hacia Collins. -… ¿podría hablar con usted cinco minutos en privado cuando salgamos de aquí?
– No faltaba más, señor Collins. Ocupamos unas habitaciones en la tercera planta. No regresamos a Washington hasta esta noche, y mi esposa ha salido de compras; por consiguiente, podremos hablar a solas.
Complacido y tranquilizado, Collins volvió a reclinarse en su asiento. Pero, al escuchar la pomposa presentación que le estaban haciendo en su calidad de primer orador, sus pensamientos volvieron a centrarse en la Enmienda XXXV, y la sensación de opresión volvió a nublarle el cerebro.
Sobre sus rodillas descansaba el discurso que pasaba revista a la aceleración de la criminalidad en los Estados Unidos y a las formas en que la ley y el poder judicial se habían desarrollado y modificado con el fin de hacerle frente. Al comienzo y al término del discurso se abogaba en favor de la necesidad de una revisión constitucional, si las circunstancias lo requerían, haciendo especial hincapié en la importancia y el valor de la Enmienda XXXV. Pensando en las afirmaciones que muy pronto tendría que hacer, Collins se sintió incómodo.
Sacó la pluma y buscó rápidamente las tres citas de las primeras páginas.
Examinó la primera:
Tal como afirmó el presidente George Washington en su discurso de despedida a la nación en septiembre de 1796, «la base de nuestro sistema político es el derecho del pueblo a forjar y modificar sus constituciones de gobierno»
Collins tachó el párrafo y examinó el siguiente:
Y, tal como Alexander Hamilton dijo doce años más tarde en un discurso dirigido al Senado de los Estados Unidos, «las Constituciones deberían estar integradas únicamente por disposiciones generales; ello se debe a su necesidad de ser permanentes y al hecho de que no puedan prever los posibles cambios de circunstancias». Es precisamente el carácter general de los artículos lo que permite que las enmiendas puedan enfrentarse a las emergencias de la historia. Y es el carácter general de nuestra Ley de Derechos lo que puede permitirle incorporar la Enmienda XXXV, de tal forma que puedan resolverse los problemas de esta generación, sin alterar la integridad del documento en su conjunto.
Collins recorrió rápidamente este párrafo con su pluma, tachándolo también.
Pasó a la tercera página.
En 1816, Thomas Jefferson le escribió a un amigo lo siguiente: «Algunos hombres contemplan las constituciones con santurrona reverencia y, al igual que el Arca de la Alianza, las consideran algo demasiado sagrado como para que pueda tocarse. Atribuyen a los hombres de épocas precedentes una sabiduría sobrehumana y creen que lo que ellos hicieron no es susceptible de reforma». Jefferson opinaba que nuestra Constitución era susceptible de revisión…
Mediante rápidos trazos, Collins eliminó también este párrafo.
Tras estas supresiones, lo que quedaba seguía siendo una defensa de la flexibilidad, de la posibilidad de considerar nuevas leyes con las que poder abordar los nuevos problemas, pero la defensa resultaba ahora más suave, más diluida… era, sobre todo,una sugerencia susceptible de discusión.
Oyó que Maynard le susurraba al oído:
– A eso se le llama escribir hasta el último momento.
Se me han ocurrido unas ideas a última hora -repuso Collins mirando a Maynard.
Después escuchó que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía decía desde la tribuna:
Señoras y señores, ¡tengo el placer de presentarles al secretario de Justicia de los Estados Unidos, Christopher Collins!
Mientras le aplaudían, Collins se levantó disponiéndose a hablar.
Dos horas más tarde, habiendo dejado a sus espaldas su ampuloso discurso, y mientras todavía resonaba en sus oídos la brillante alocución del presidente del Tribunal Supremo, Collins se encontraba sentado en el borde de una silla en la silenciosa suite de Maynard tratando de expresar con las palabras más adecuadas las ideas que habían estado hirviendo en su cerebro durante toda la tarde.
– Señor Maynard -empezó a decir Collins-, voy a decirle por qué he querido hablar con usted a solas. Iré directamente al grano. Me gustaría conocer su opinión acerca de la Enmienda XXXV. ¿Qué piensa usted de ella?
El presidente del Tribunal Supremo se reclinó en el sofá mientras se llenaba la pipa con tabaco procedente de una petaca de cuero y levantó la cabeza frunciendo el ceño.
– Su pregunta… ¿se la ha inspirado la rama ejecutiva o es de su propia cosecha?
– No me la ha inspirado nadie. Es de mi propia cosecha y arranca de una preocupación de carácter personal.
– Comprendo.
– Yo respeto mucho su opinión -prosiguió Collins-. Estoy deseoso de conocer su punto de vista acerca de lo que posiblemente sea la más controvertida y decisiva ley jamás presentada ante el pueblo norteamericano.
– La Enmienda XXXV -murmuró Maynard encendiéndose la pipa; dio unas chupadas durante unos segundos y después estudió a Collins-. Tal como usted probablemente se imagina, soy contrario a la misma. Soy completamente contrario a una legislación tan drástica. Caso de que se aplicara indebidamente, podría sofocar nuestra Ley de Derechos y convertir nuestra democracia en un estado totalitario. Es indudable que en nuestro país tenemos planteado un grave problema. El crimen y la ilegalidad proliferan como jamás lo habían hecho a lo largo de toda nuestra historia. Pero la restricción de las libertades no conduce a ninguna solución permanente. Es posible que traiga la paz, pero es la paz que sólo lleva consigo la muerte. Sabemos que la pobreza es el origen del delito. Si acabamos con la pobreza, nos acercaremos a la solución del problema del crimen. No hay ningún otro medio. Estoy de acuerdo con Franklin: si te desprendes de la libertad con el fin de alcanzar la seguridad, no te mereces ni la libertad ni la seguridad. La Enmienda XXXV es posible que nos proporcione la seguridad. Pero será a costa de la libertad personal. Es un mal negocio. Yo me opongo rotundamente
– ¿Por qué no lo declara usted públicamente? -preguntó Collins.
El presidente del Tribunal Supremo se reclinó en el sofá dando chupadas a la pipa y mirando a Collins con astucia.
– ¿Por qué no lo hace usted? -replicó-. Es usted el secretario de Justicia. ¿Por qué no se manifiesta en contra de la enmienda?
– Porque dejaría de ser secretario de Justicia.
– ¿Y tanto le importa eso?
– Sí, porque creo que puedo desarrollar una labor mucho más eficaz desde el cargo que ocupo. Además, mi voz no sería tan escuchada como la suya. Excepto por el cargo que ocupo, soy relativamente desconocido. No suscito tanta confianza. Sin duda habrá usted leído la reciente encuesta llevada a cabo en el estado de California acerca de los norteamericanos más admirados. Usted obtuvo el ochenta y siete por ciento. La gente le haría caso, y lo mismo ocurriría con los legisladores del estado.
– Un momento, señor Collins -dijo Maynard dejando la pipa en un cenicero-. Me temo que ha conseguido usted confundirme completamente. Al preguntarme usted que por qué no me manifestaba en contra de la enmienda, yo le he contestado dirigiéndole a usted la misma pregunta. Me parece que esperaba que me respondiera usted que no se expresa en contra de ella porque es partidario de su aprobación. Pero, en lugar de ello, me ha dado usted a entender que está de mi parte. Es más, que quiere que sea yo quien la denuncie públicamente. Sinceramente, no le comprendo. Creía que usted, el presidente, los líderes del Congreso y el director del FBI eran todos partidarios de la aprobación de la enmienda. Incluso en el discurso que hoy ha pronunciado ha insinuado usted la conveniencia de estudiar atentamente la enmienda. Resulta desconcertante.
Collins asintió.
– Tal vez porque yo también estoy desconcertado. El discurso ya estaba escrito, y lo he pronunciado a requerimiento del presidente Wadsworth. Ayer empecé a experimentar crecientes recelos en relación con la enmienda y a temer que ésta pudiera ser aplicada indebidamente. Creo que ahora estoy totalmente de acuerdo con usted a este respecto. Creo que antes dimitiría de mi cargo que volver a defenderla. Pero, de momento, prefiero seguir en mi puesto. Me quedan todavía algunos asuntos por resolver. Quiero resolverlos antes de adoptar una postura definitiva. Entre tanto, se nos está acabando el tiempo aquí en California. Es necesario que se escuche la voz de alguien en quien la gente y los legisladores tengan depositada su confianza. Por eso es por lo que le insto a que exprese su opinión. Sólo usted puede destruir la enmienda.
– Tal vez se destruya sin mi ayuda.
– Lo dudo. No es eso lo que se desprende de las encuestas realizadas para el presidente.
– Está bien, le diré por qué no puedo manifestarme en contra de la enmienda -dijo Maynard-. No sé si usted tiene conocimiento de ello, pero hace año y medio los magistrados del Tribunal Supremo llegamos a un acuerdo ético. Ninguno de nosotros discutiría, de palabra o por escrito, ninguna materia legal que algún día pudiera presentarse ante el Tribunal. Me sería imposible discutir en público una enmienda que tal vez más tarde fuera llamado a interpretar mientras ocupara el cargo.
– Sí, lo comprendo -dijo Collins abatido-. Supongo que no debe haber ningún medio de que usted le diga al público lo que piensa realmente acerca de la Enmienda XXXV.
– No se me ocurre ninguno -dijo Maynard lentamente-. Por lo menos; mientras pertenezca al Tribunal Supremo. -Reflexionó unos instantes.- Desde luego habría una solución. Podría retirarme del Tribunal. Podría dimitir. Entonces podría expresar libremente mi opinión. -Sacudió la cabeza.- Pero, en las actuales circunstancias, no me parece oportuno dar semejante paso.
– En las actuales circunstancias -repitió Collins-. Pero, ¿puede suponer usted alguna circunstancia futura que pudiera inducirle a dimitir y a manifestarse en contra de la enmienda?
Maynard consideró la cuestión.
– Pues, sí, supongo que podría haber varias posibilidades que pudieran inducirme a actuar. Desde luego, si tuviera el pleno convencimiento de que los hombres y los motivos que hay tras la Enmienda XXXV son perversos, si me constara con toda seguridad que la Enmienda XXXV, en las manos de éstos, pudiera constituir un auténtico e inmediato peligro para el país, dimitiría de mi cargo y hablaría. Hoy por hoy no me consta nada de todoeso. Pero, caso de que me constara, dimitiría y levantaría mi voz inmediatamente. En resumen, si hubiera alguna otra cosa aparte de lo que salta a la vista…
En aquel instante, Collins pensó en el Documento R, en el peligro que no saltaba a la vista pero que era auténtico según la advertencia hecha por Noah Baxter en su lecho de muerte.
– Señor Maynard -le interrumpió Collins-, ¿ha oído usted hablar alguna vez de algo llamado Documento R?
– ¿Documento R? No, creo que no. ¿De qué se trata?
– No estoy muy seguro. Permítame explicárselo. Collins le relató lentamente las circunstancias de la muerte del coronel Baxter y sus misteriosas últimas palabras.
– Según mis deducciones, parece ser que existe un documento o un proyecto destinado a… a complementar en cierto modo la Enmienda XXXV. Como le decía antes, se trata de algo que Baxter consideraba peligroso. Es posible que sea ese algo relacionado con la Enmienda XXXV que no salta a la vista.
– Es posible -dijo Maynard-. Desde luego, parece que se trata de algo siniestro.
– Si yo lo descubriera y probara ser un peligro, ¿le induciría ello a actuar?
– Tal vez -repuso Maynard cautelosamente-. Dependería de su contenido. Primero, deje que lo vea… y entonces le daré la respuesta.
– Me parece muy bien -dijo Collins levantándose-. Proseguiré mis investigaciones. En caso de que descubra el Documento R, usted será el primero en enterarse de ello.
– Espero recibir pronto noticias suyas -dijo Maynard poniéndose también en pie-. Cuando usted me haya comunicado de qué se trata, podré adoptar una decisión.
Al abandonar la suite de Maynard, Collins se sentía más seguro. Por fin sabía dónde se hallaba respecto a la Enmienda XXXV. Sabía que podría contar con un aliado que le ayudaría a combatirla caso de que hallara la prueba que faltaba.
Y conocía una fuente que tal vez le pudiera facilitar la pista del eslabón que faltaba.
Tenía que regresar a Washington. Y, a la otra semana, tenía que visitar a alguien que se hallaba recluido en la penitenciaría federal de Lewisburg, Pennsylvania.
A la mañana siguiente, tras la puerta cerrada del despacho del director del FBI en el edificio J. Edgar Hoover de Washington, dos figuras inmóviles se hallaban sentadas escuchando la grabación de una cinta que iba girando lentamente en el gran magnetófono plateado colocado sobre la mesita de café.
Vernon T. Tynan y Harry Adcock llevaban casi un cuarto de hora escuchando en silencio. La grabación estaba llegando a su fin.
Las voces brotaban del altavoz con toda claridad:
«‘Como le decía antes, se trata de algo que Baxter consideraba peligroso. Es posible que sea ese algo relacionado con la Enmienda XXXV que no salta a la vista.’
»‘Es posible. Desde luego, parece que se trata de algo siniestro.’
»‘Si yo lo descubriera y probara ser un peligro, ¿le induciría ello a actuar?’
»‘Tal vez. Dependería de su contenido. Primero, deje que lo vea… y entonces le daré la respuesta.’
»‘Me parece muy bien. Proseguiré mis investigaciones. En caso de que descubra el Documento R, usted será el primero en enterarse de ello.’
»‘Espero recibir pronto noticias suyas. Cuando usted me haya comunicado de qué se trata, podré adoptar una decisión.’»
Se hizo el silencio, un silencio total, a excepción del zumbido del resto de la cinta en blanco.
– ¡Grandísimo hijo de puta! -exclamó Tynan con el rostro lívido al tiempo que se levantaba-. ¡Ese maldito Judas revolviéndose contra nosotros de esta forma! ¡Apague ese cochino magnetófono, Harry!
Adcock apagó rápidamente el aparato y al volverse observó que su jefe estaba paseando por el despacho.
Tynan se golpeó con un cuño la palma de la otra mano.
– Ese sucio y podrido hijo de puta. Esto le va a costar el cuello. No irá a ninguna parte en su intento de desbaratar nuestros planes, porque lo voy a quitar de en medio inmediatamente. El que más me preocupa es Maynard. Ese repugnante liberal comunistoide es el que de verdad puede provocarnos dificultades si regresa a California para despotricar contra nosotros y contra la Enmienda XXXV.
– Sin disponer de pruebas no podrá hacerlo, jefe. Ha dicho que no lo haría sin disponer de pruebas.
– No me fío nada de él. Es posible que decida fastidiarnos. No quiero correr ningún riesgo… con ninguno de los dos. Vamos a darles a Maynard y a Collins su merecido.
– Nos resultará fácil desprendernos de Collins -dijo Adcock-. Basta con que le lleve usted la cinta al presidente… Wadsworth despedirá en un santiamén a su secretario de Justicia.
Tynan levantó la mano.
– No, Harry. Usted y sus muchachos han hecho un buen trabajo en Los Ángeles. Las cintas son todas muy valiosas, pero no considero oportuno que el presidente pueda llegar a tener conocimiento de los métodos que utilizamos. Podría ser un hombre recto. Además, lo ha dejado todo en nuestras manos. No quiere verse mezclado. No, creo que es mejor que nos encarguemos del señor secretario de Justicia, Collins, y del señor presidente del Tribunal Supremo, Maynard, a nuestro modo.
Adcock le vio acercarse con aire pensativo al sillón giratorio de detrás del escritorio. Esperó y después preguntó:
– ¿Se le ocurre alguna idea, jefe?
El director asintió.
– Algunas, sí. No sé si esos dos van a seguir adelante. Collins ha dicho que sí, pero no creo que tenga ningún sitio adonde ir. De todos modos, ambos resultan potencialmente peligrosos para el país… y para nosotros. Hemos recibido una advertencia previa. Ahora tenemos que empuñar las armas y estar preparados para cualquier eventualidad. Una vez dispongamos de las municiones, las podremos tener a punto, y utilizarlas sólo en el caso de que nos veamos obligados a hacerlo.
– Estoy completamente de acuerdo con usted, jefe.
– Creo que podríamos empezar por nuestro secretario de Justicia Collins. Quiero que se lleve a cabo una discreta investigación acerca de su persona.
– Ya se realizó una investigación exhaustiva antes de que el Congreso le confirmara en el cargo -protestó Adcock.
Tynan hizo un gesto con la mano como si rechazara aquel primer esfuerzo.
– Rutina, aquella primera investigación fue pura rutina. Quiero unas fuerzas escogidas, un grupo especial integrado por nuestros mejores agentes. Escójalos usted con sumo cuidado, Harry. Que sean hombres capaces de manejar un discreto asunto de la máxima prioridad. Hombres en quienes se pueda confiar por completo, hombres que sean absolutamente leales a su director. Quiero que se realice una investigación diez veces más exhaustiva que la de la primera vez.
– ¿Hasta dónde podemos llegar?
– Hasta el fondo. Investiguen a todas las personas que se hayan relacionado con él a lo largo de toda su vida. Investiguen a su primera esposa, Helen Collins… o como ahora se llame. Investiguen a su hijo. Investiguen a su segunda esposa, Karen Collins, y a la mujer de la limpieza. Lleven a cabo una investigación acerca de los parientes más próximos. No olviden a los amigos como el senador Hilliard. No olviden a nadie.
Adcock había adoptado una posición casi de firmes.
– Así lo haremos. Puede contar con ello, jefe.
– Una semana. Quiero que la investigación esté acabada en el plazo de una semana.
– Una semana -le prometió Adcock.
– Muy bien. Y después pasaremos a John G. Maynard. Creo que merecerá la pena realizar una minuciosa investigación acerca de nuestro ilustre presidente del Tribunal Supremo. Sé que eso ya se hizo antes de que fuera confirmado en el cargo. Pero eso fue… fue…
– Hace quince años,
– Que nuestro grupo especial realice acerca de él una exhaustiva investigación como si jamás se hubiera realizado ninguna. Que examinen sus amigos y enemigos, sus compañeros, su familia y los contactos que haya mantenido con todos ellos en el transcurso de los últimos siete años. Quiero que investiguen todos los pasos que Maynard haya dado, todas sus declaraciones, todas sus cartas, inversiones y actividades, y que todo se analice con lupa. Si Collins se manifestara públicamente contra nosotros, tal vez nos perjudicaría un poco en California, pero no demasiado. Ahora bien, si Mayraard decidiera volverse en contra, podría destruirnos. Quiero estar preparado. Nada más que eso, Harry… simplemente estar preparado.
Adcock se acercó al escritorio.
– Jefe, si me permite que le exprese mi opinión, aunque descubriéramos algo acerca de Maynard, jamás sería suficiente para impedirle hablar una vez hubiera decidido oponerse a la Enmienda XXXV.
– Pero podríamos desacreditarle.
– Tal vez. Pero ya ha visto usted a través de las encuestas lo mucho que le admiran.
– Lo sé. Bueno, procuremos descubrir lo que podamos y ojalá se trate de algo suficientemente grave. -Tynan reflexionó acerca del asunto.- Tiene usted razón, Harry. A Collins sería fácil quitarle de en medio. Maynard es otra cosa. Tal vez nos lleve más trabajo. -Pareció como si hablara consigo mismo.-Si dimitiera con el fin de oponerse a nosotros, nada podría detenerle. Iría hasta el fondo. -En el rostro de Tynan se dibujó una expresión sombría.- Y entonces también nosotros tendríamos que ir hasta el final. Y sería él o nosotros. Hay una cosa…
Tynan se perdió en sus pensamientos.
– ¿Sí, jefe? -le aguijoneó Adcock.
– Hace falta pensarlo un poco -dijo Tynan moviendo la mano-. Y hace falta también conseguir mucho dinero… muchísimo dinero.
– El presidente dispone de unos fondos…
– No. dijo Tynan interrumpiendo a su colaborador-. Resultaría demasiado notorio. Además, tal como ya le he dicho, no quiero mezclar al presidente. Nosotros haremos nuestro trabajo y él recogerá los frutos. Necesitamos que los fondos procedan de una fuente… que no pueda localizarse. -Súbitamente se golpeó la palma de la mano con el puño.- ¡Santo cielo, Harry, ya lo tengo! -Galvanizado por la idea, Tynan rodeó el sillón, se acomodó en el mismo y estableció comunicación con su secretaria a través del teléfono interior.- ¿Beth? Vamos, coja el teléfono… Muy bien, tráigame en seguida a mi escritorio el expediente de Donald Radenbaugh.
Después se reclinó en su asiento contemplando a su colaborador con expresión radiante.
Adcock estaba perplejo.
– Radenbaugh se encuentra encerrado en la prisión de Lewisburg -dijo.
– Lo sé.
– Creía que necesitaba usted mucho dinero.
– Y lo necesito -dijo Tynan esbozando una sonrisa-. Y sé quién dispone de él y quién no hablará. Espere, Harry, tenga un poco de paciencia y confíe en el viejo Vernon T. Tynan. No le defraudaré, se lo aseguro.
Al momento apareció Beth con el expediente.
– Esto no es más que un resumen del caso. Tenemos un expediente mucho más completo…
– Es suficiente, Beth. Muchas gracias.
A solas con Adcock de nuevo, Tynan abrió la carpeta y empezó a hojear las páginas mecanografiadas que ésta contenía. De vez en cuando se detenía y repetía en voz alta lo que estaba leyendo.
Radenbaugh, Radenbaugh… Extorsión… Entregar el dinero en Miami Beach, según Hyland… No había dinero… Después el juicio… Culpable. Quince años… Mmm, ya ha cumplido dos años y ocho meses… Sí. -Cerró la carpeta y miró a su ayudante con aire de satisfacción.- Perfecto -dijo-. Si esto da resultado, podrá decirse que soy un genio. Si nuestro presidente del Tribunal Supremo se entremete, estaremos preparados.
– No lo entiendo, jefe.
– Pronto lo entenderá. En estos momentos, limítese a cumplir las órdenes. Podrá iniciar la investigación acerca de Collins una vez haya hecho esto. Primero haga usted esto. -Tynan se detuvo reflexionando.- Haga lo siguiente. Enciérrese en su despacho y llame al director de la penitenciaría federal de Lewisburg, Bruce Jenkins. Llamada confidencial. Dígale a Jenkins con toda confianza que la cosa debe quedar entre nosotros. Podemos fiarnos de él. El director me debe muchos favores. Bueno, dígale que quiero ver a uno de sus reclusos, Donald Radenbaugh, fuera de los muros de la prisión pasada la medianoche, digamos que a eso de las dos de la madrugada. Y que busque algún lugar discreto en el que pueda hablar en privado con Radenbaugh. Nos jugamos muchas cosas, Harry, nos lo jugamos todo; así que hágalo todo como es debido.