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La visita había sido más bien inesperada -había olvidado haber concertado la cita y había olvidado cancelarla tras haber prometido cenar con el presidente- y ahora se esforzaba por despacharla con la mayor rapidez y cortesía posibles.

Y, sin embargo, Christopher Collins no deseaba herir a la persona que tenía sentada delante, porque se trataba de un hombre aparentemente simpático, sensible, sensato y amable y en otra ocasión Collins hubiera disfrutado conversando con él. Pero ahora no, esta noche no, porque tenía el escritorio atestado de papeles todavía por leer y porque le aguardaba una tensa y larga velada en la Casa Blanca.

Collins llegó a la conclusión de que tendría que abordar la situación con mucho tacto. No sólo porque no deseaba lastimar los sentimientos de aquel hombre, sino también porque no quería ofender a Tynan, el director del FBI. Estaba claro que el director debía de haber animado a aquel hombre. Era posible incluso que fuera él quien le hubiera dicho que le entrevistara con vistas a la autobiografía que estaban escribiendo en colaboración. Nadie hubiera sido tan necio como para ofender a Tynan, y Collins, en su nueva posición, menos que nadie.

Los ojos de Collins se posaron en el cassette que su visitante había colocado sobre uno de los extremos del escritorio diez minutos antes. El aparato continuaba grabando, si bien nada de importancia hasta aquellos momentos. Después, los ojos de Collins se elevaron hasta aquel hombre de unos cincuenta y tantos años que, consciente de que el tiempo apremiaba, examinaba afanosamente su lista de preguntas en busca de las más destacadas e importantes.

Estudiando a su visitante, Collins se percató súbitamente de la incongruencia existente entre el aspecto de aquel individuo y su nombre, y no tuvo más remedio que esbozar una sonrisa. El nombre no estaba de acuerdo en modo alguno con la persona. Se llamaba Ishmael Young, y Collins pensó que ojalá hubiera dispuesto de tiempo para preguntarle de dónde había sacado semejante nombre. Ishmael Young era bajo y rechoncho, probablemente de Nueva Inglaterra, posiblemente presbiteriano y escocés (con algún antecedente judío en alguna parte), y parecía que estuviera a punto de estallar por todas las costuras de su arrugado traje gris. Era calvo y poseía unos extraños mechones a los lados de la cabeza, mechones que se peinaba lastimosamente por encima de ésta de tal forma que parecía que tuviera patillas en el cuero cabelludo. Poseía, además, doble mentón y principios de un tercero. Su rollizo cuerpo llenaba todo el asiento e incluso parecía colgar por los bordes. Daba la impresión de ser una pequeña ballena varada. Collins llegó a la conclusión de que después de todo tal vez «Ishmael» resultara un nombre adecuado.

Tampoco se parecía en modo alguno a un escritor, pensó Collins. Si se exceptuaban las sucias gafas de montura de concha y la chamuscada pipa de escaramujo, no parecía un escritor en absoluto. Aunque bien era cierto que ya desde un principio le había dicho que era un escritor anónimo, y Collins jamás había conocido a ninguno. Al parecer era un escritor anónimo de mucho éxito, dado que había escrito libros por cuenta de una depravada actriz, un héroe olímpico de color y un genio militar. Collins trató de recordar si había leído alguno de aquellos libros. Creía que él no los había leído pero que Karen probablemente sí. Intentaría acordarse de preguntarle.

Observó ahora que Ishmael Young había levantado la cabeza y le estaba mirando tímidamente, dispuesto a dirigirle la siguiente pregunta. Al escuchar ésta, Collins descubrió inmediatamente una salida, un medio de dar por finalizada la entrevista con rapidez y cortesía. Exigía simplemente honradez.

– ¿Que qué pienso de Vernon T. Tynan? -preguntó Collins repitiendo la pregunta.

– Sí. Me refiero a cuál es la impresión que usted tiene de él.

Collins pensó inmediatamente en el aspecto físico de Tynan: un tipo fanfarrón y vociferante a lo Brobdingnag, casi tan legendario como el propio país concebido por Swift, con unos ojillos escudriñadores y penetrantes situados en una pequeña cabeza redonda colocada encima de un grueso cuello corto sobre un pecho ancho y musculoso, un hombre casi tan alto como él mismo y de voz áspera. Esta imagen estaba muy clara. Pero del Tynan interior no conocía prácticamente nada. Bastaría con que lo confesara así, con sinceridad, para que terminara aquel asunto e Ishmael Young se fuera a buscar información a otra parte.

– Francamente, no conozco muy bien al director Tynan. No me ha dado tiempo a conocerle. No llevo en este cargo más que una semana.

– Lleva usted una semana en el cargo de secretario de Justicia, pero, según mis notas, lleva usted en el Departamento casi dieciocho meses -dijo Young corrigiéndole amablemente-. Según tengo entendido, fue usted secretario adjunto con el último secretario, el coronel Noah Baxter, durante trece de estos meses.

– Es cierto -reconoció Collins-. Pero, en mi calidad de secretario adjunto, veía al director Tynan en muy pocas ocasiones. Él mismo se lo podrá confirmar, si usted se lo pregunta. Quien le veía era el coronel Baxter, y bastante a menudo, por cierto. Eran amigos, por así decirlo.

Ishmael Young arqueó las cejas.

– No sabía que el director Tynan tuviera amigos. Al menos, ésa es la impresión que yo he sacado a través de mis conversaciones con él. Creía que su único amigo íntimo era Harry Adcock, su ayudante. E incluso las relaciones entre ambos se me habían antojado algo de carácter eminentemente profesional.

– No -insistió Collins-, estaba también íntimamente ligado al coronel Baxter, si es que puede decirse que estuviera íntimamente ligado a alguien. Aunque supongo que en cierto modo, tiene usted razón. El director Tynan es un solitario. Si examina usted el pasado, creo que podrá comprobar que los demás directores del FBI han sido siempre unos solitarios. Lo lleva el cargo. En cualquier caso, no he tenido ocasión de verle demasiado ni de conocerle.

El escritor no quería darse por vencido. Se quitó la vieja pipa de la boca y se humedeció los labios con la lengua.

– Pero, señor Collins… -Se detuvo.- ¿Le parece bien que le llame «señor» o debo llamarle secretario de Justicia Collins, o bien dejar lo de Justicia y llamarle simplemente secretario…?

Collins esbozó una sonrisa y contestó:

– Señor Collins es suficiente.

– Muy bien. Lo que yo iba a decirle es que, tras sufrir el ataque el coronel Baxter, lo que ocurrió hace cinco meses, usted estuvo oficiosa y transitoriamente al frente del Departamento de Justicia, hasta que hace una semana fue oficialmente designado para este cargo. Como todos sabemos, el FBI se encuentra a sus órdenes. Tynan, el director del FBI, es un subordinado suyo, y, por consiguiente, habrán ustedes mantenido contactos…

Collins no tuvo más remedio que echarse a reír.

– ¿El director Tynan un subordinado mío? Señor Young, le quedan a usted muchas cosas que aprender.

– Por eso precisamente estoy aquí, señor Collins -dijo Young muy en serio-; estoy aquí para aprender. No puedo escribir una autobiografía del director del FBI sin conocer las exactas relaciones que le unen con el secretario de Justicia, con el presidente, con la CIA, con cualquier persona que ocupe un cargo en el gobierno. Tal vez piense usted que eso se lo debería preguntar al propio director. Lo he hecho, puede usted creerme. Pero se muestra sorprendentemente vago acerca del proceso gubernamental y del puesto que él ocupa en el mismo. Hay ciertas cosas que no consigo aclarar. Y no porque él no quiera decírmelas; lo que ocurre es que no le interesan y suele mostrarse impaciente. Lo que más le interesa es hablar de sus hazañas en el FBI bajo J. Edgar Hoover, y luego de su dimisión y posterior regreso. Esas cosas también me interesan, desde luego. De hecho son la esencia del libro. Pero me interesa también establecer cuál es el lugar que ocupa, en relación con sus colegas, claro está, dentro del conjunto de la estructura del poder.

Collins decidió colaborar en la aclaración de este punto, aunque ello le llevara algunos minutos más.

– Muy bien, señor Young, le diré la pura verdad. Dice en el Manual del Gobierno que el director del FBI está a las órdenes del secretario de Justicia. Según el libro, así es. Pero, de hecho, no es así en absoluto. Según la ley número 90351, título VI, sección 1101, no es el secretario de justicia quien nombra al director del FBI, sino que lo hace el presidente con el consejo y la aprobación del Senado, Aunque el director del FBI consulta conmigo, despacha conmigo y trabaja conmigo, yo no ejerzo la última autoridad sobre él. Eso le corresponde también al presidente. Sólo el presidente puede destituirle sin la aprobación del Senado. Por consiguiente, a no ser en teoría, el director Tynan no es un subordinado mío. Un hombre como Tynan, tal como usted ya debe de saber, no podría ser el subordinado de nadie. Estoy seguro de que Tynan, al igual que todos los directores del FBI, sabe que podrá ocupar el cargo toda la vida, si así lo desea, y considera a todos los secretarios de Justicia como simples funcionarios de paso, Por tanto, y volviendo a su inicial pregunta, o preguntas, ni ha trabajado a mis órdenes ni he tenido demasiados contactos con él… No, ni siquiera cuando desempeñaba el cargo de secretario adjunto o cuando estuve al frente del Departamento tras el traslado del coronel Baxter al Centro Médico Naval de Bethesda. Lamento no poder serle más útil. En realidad, no comprendo cómo es posible que el director Tynan le haya enviado a entrevistarme.

– No ha hecho tal cosa -dijo Young incorporándose levemente de su asiento-. Se trata de algo que he querido hacer por mi cuenta.

Collins irguió también su delgado cuerpo en el giratorio sillón de cuero de alto respaldo.

– Entonces eso lo explica todo -dijo.

Se sentía aliviado. No estaba obligado con el director Tynan. Podía dar por terminada la entrevista sin temor a ofenderle. No obstante, seguía deseando mostrarse amable con Young. Deseaba arrojarle un hueso, aunque fuera pequeño, y despedirle satisfecho.

– De todos modos, y ciñéndonos a lo esencial, deseaba usted conocer mi opinión acerca del director Tynan con vistas a su libro…

– Con vistas a mi libro no, con vistas al libro de Tynan -se apresuró a especificar Young-. Figurará bajo el nombre de Tynan. A través de aquellos que trabajan con él, he estado intentando comprender la estructura que le rodea. Aunque usted no le conozca bien, abrigaba la esperanza…

– De acuerdo, aprovechando el poco tiempo de que disponemos, permítame facilitarle mi impresión acerca de él -dijo Collins tratando de hallar algo que no resultara comprometedor-. Mi impresión acerca del director… es que se trata de un hombre de acción, de un hombre práctico que no pierde el tiempo con estupideces. Es probablemente muy adecuado para este cargo.

– ¿En qué sentido?

– Su tarea consiste en investigar el delito, en investigar las transgresiones de carácter federal. Su tarea consiste en desentrañar hechos e informar acerca de ellos. No extrae conclusiones de sus hallazgos y ni siquiera hace sugerencias. Mi tarea consiste en hacer el resto, en llevar adelante las acusaciones basándome en sus hallazgos.

– Entonces el hombre de acción es usted -dijo Young.

Collins estudió a su entrevistador con más respeto, si cabe.

– Pues en realidad no -dijo. Es posible que lo parezca pero no es así. Yo no soy más que uno de los abogados del Departamento de Justicia. Nosotros seguimos un camino lento y cauteloso; en cambio, Tynan y sus agentes llevan a cabo la labor directa, la labor peligrosa. Y ahora, como última información, le diré que se trata de un hombre que… bueno, que cuando se le mete algo en la cabeza, algo en lo que cree, no ceja hasta conseguirlo. Como en el caso de la nueva Enmienda XXXV a la Constitución, que está en período de ratificación. En cuanto al presidente se le ocurrió la idea, Tynan no cesó de apoyarla…

Ishmael Young le interrumpió.

– Señor Collins, la Enmienda XXXV no se le ocurrió al presidente. Se le ocurrió al director Tynan.

Sorprendido, Collins miró fijamente al escritor.

– ¿De dónde ha sacado usted esa idea?

– Del propio director. Habla de ella como si fuera obra suya.

– Pues, independientemente de lo que él pueda pensar, no lo es. No obstante, lo que usted acaba de decirme constituye una demostración de mis afirmaciones. Cuando cree en algo apasionadamente, convierte este algo en cosa propia. Y es cierto que actualmente constituye la fuerza principal en cuanto a la Enmienda XXXV. Su aprobación se debe a él como al que más, tal vez a él más que a nadie.

– Todavía no ha sido aprobada -dijo Young pausadamente-. Perdóneme pero todavía no ha sido ratificada por tres cuartos de los estados.

– Bueno, pero lo será -dijo Collins impacientándose levemente ante aquella digresión-. Falta solamente la aprobación de otros dos estados.

– Y sólo quedan tres.

– Dos de los tres van a llevar a cabo su votación final esta noche. Yo creo que la Enmienda XXXV entrará esta noche a formar parte de nuestra Constitución. De todos modos, eso no viene al caso como no sea en relación con el papel desempeñado por Tynan en su aprobación. -Se miró el reloj.- Bueno, creo que es todo lo que…

– Señor Collins, una pregunta más, si me permite…

Collins levantó la mirada y observó la expresión de interés que se había dibujado en el rostro de su visitante. Esperó.

– Ya… ya sé que esto no tiene nada que ver con la entrevista -prosiguió Young-, pero me interesaría conocer su respuesta. -Tragó saliva y preguntó:- ¿Le gusta a usted esta Enmienda XXXV, señor Collins?

Collins parpadeó y guardó silencio momentáneamente. La pregunta había sido inesperada. Además, jamás se la había contestado con claridad a nadie, ni aun a su esposa Karen… ni siquiera a sí mismo.

– ¿Que si me gusta? -repitió lentamente-. No demasiado. No mucho. A decir verdad, no he pensado demasiado en ello. He estado muy ocupado reorganizando el Departamento. He confiado en el presidente y… y en el director…

– Sin embargo, se trata de algo que le atañe a usted y a su Departamento, señor.

– Lo sé muy bien -dijo Collins frunciendo el ceño-. De todos modos, pienso que el presidente lleva el asunto perfectamente. Es posible que yo tenga ciertas reservas al respecto. Pero no se me ha ocurrido nada mejor. -Se percató de que el amable señor Young iba resultando cada vez menos amable. Experimentó la tentación de dirigirle una pregunta y así lo hizo:- ¿Y a usted le gusta, señor Young? ¿Le gusta a usted la Enmienda XXXV?

– ¿Estrictamente entre nosotros?

– Estrictamente.

– La aborrezco -contestó Young llanamente-. Aborrezco cualquier cosa que anule la Ley de Derechos.

– Bueno, yo diría que su afirmación es un poco exagerada. La Enmienda XXXV está destinada a modificar, a invalidar la Ley de Derechos, pero sólo en circunstancias muy determinadas, sólo en el caso de una extrema situación de emergencia interna susceptible de paralizar, amenazar o destruir el país. Es evidente que nos estamos encaminando rápidamente en esa dirección y que la Enmienda XXXV nos permitirá restablecer el orden y eliminar el caos…

– Nos dará la represión. Sacrificará las libertades en aras de la paz.

Collins estaba experimentando un ligero hastío y decidió dar por finalizada la discusión. Todo el mundo sabía, al parecer, lo que había que hacer con todo y con todos los problemas, hasta que se enfrentaba con ellos, claro.

– Muy bien, señor Young. Ya sabe usted lo que está ocurriendo en las calles. La peor crisis de crimen y violencia de toda nuestra historia. Fíjese en el ataque a la Casa Blanca por parte de aquella banda de maleantes hace dos meses: colocación de artefactos explosivos, asesinato de trece guardias y miembros del Servicio Secreto, asesinato de siete indefensos turistas, destrozos en el Salón Oriental… nadie había hecho nada semejante en la Casa Blanca desde que en 1814 lo hicieran los marinos británicos. Pero los británicos eran entonces nuestros enemigos y estábamos en guerra. El ataque de hace dos meses lo perpetraron unos norteamericanos… unos norteamericanos. Nada está a salvo. Nadie está seguro. ¿Ha visto usted el noticiario de televisión de esta mañana? ¿Ha leído la prensa de hoy?

Young sacudió la cabeza.

– Entonces permítame que se lo cuente -dijo Collins-. Peoría, Illlinois. La jefatura de policía. Los agentes del turno de día acaban de recibir sus instrucciones y encargos y se dirigen hacia sus motocicletas y coches patrulla… cuando, de pronto, son víctimas de una emboscada que les había tendido un grupo de individuos que aguardaba al acecho. Les han hecho pedazos, ha sido una matanza. Por lo menos un tercio de la fuerza ha resultado muerto o herido. ¿Qué le parece? ¿Y el hecho de que, tal como hoy mismo ha expuesto un matemático, una de cada nueve personas nacidas en Atlanta este año será víctima de asesinato caso de que permanezca en la ciudad? Ya le digo, jamás en toda nuestra historia habíamos padecido una crisis delictiva semejante. ¿Y qué propondría usted para resolverla? ¿Qué haría usted?

Era evidente que se trataba de un tema que Ishmael Young había discutido con anterioridad, puesto que inmediatamente se le ocurrió la respuesta.

– Pondría nuestra casa en orden reconstruyéndola desde abajo. Como dijo George Bernard Shaw,


«el mal que hay que atacar no es el pecado, el sufrimiento, la codicia, el poderío eclesiástico, el poderío real, la demagogia, el monopolio, la ignorancia, el alcoholismo, la guerra, la peste o cualquiera otra de las consecuencias de la pobreza, sino la pobreza misma».


Adoptaría drásticas medidas encaminadas a vernos libres de la pobreza, a vernos libres de la opresión económica, de la desigualdad, de la injusticia… a vernos libres del crimen…

– Ahora no hay tiempo para ese tipo de revisión total. Mire, coincido con usted acerca de lo que básicamente debería hacerse. Todo ello vendrá a su debido tiempo.

– Jamás vendrá una vez se haya aprobado la Enmienda XXXV.

Collins no estaba de humor para seguir discutiendo.

– Por curiosidad, señor Young. ¿Habla usted así cuando trabaja con el director Tynan?

– No estaría aquí si lo hiciera -repuso Young encogiéndose de hombros-. Hablo así con usted porque… porque me parece una buena persona.

– Soy una buena persona.

– Y… espero que no le moleste lo que le voy a decir, pero… no comprendo qué está usted haciendo con esta gente.

Young había dado en el clavo. Karen le había hecho el mismo comentario hacía algo más de un mes cuando él había decidido aceptar el cargo de secretario de Justicia. A ella le había dado algunas explicaciones, pero ahora no iba a molestarse en repetírselas a alguien que era prácticamente un desconocido para él. En su lugar, preguntó:

– ¿Le gustaría ver a otra persona en este cargo? ¿Tal vez a alguien que hubiera recomendado el director Tynan? ¿Por qué cree usted que he aceptado el cargo? Porque creo que las buenas personas pueden terminar primero. -Volvió a mirarse el reloj y se levantó.- Lo siento, señor Young, se ha hecho tarde. Como le dije antes, tengo aún un montón de documentos por revisar. Y después tengo que ir a la Casa Blanca. Mire, sabré muchas más cosas y tal vez pueda serle útil más adelante, dentro de unos meses quizá. ¿Por qué no me llama entonces?

Ishmael Young se había puesto en pie y estaba guardándose el cuaderno de notas y recogiendo el magnetófono.

– Le llamaré. Si todavía está usted aquí, claro. Yo así lo espero.

– Estaré aquí.

– Pues le llamaré. Muchas gracias.

Chris Collins se inclinó hacia adelante y estrechó la mano del escritor, viéndole después alejarse hacia la antesala, que conducía a la recepción y al ascensor del vestíbulo.

Súbitamente experimentó el deseo de preguntarle algo que había olvidado antes:

– A propósito, señor Young, ¿cuánto tiempo lleva usted trabajando con el director Tynan?

Ishmael Young se detuvo junto a la puerta.

– Casi seis meses. Una vez a la semana durante seis meses.

– Bueno, no me lo ha dicho, ¿qué piensa usted de él?

Young esbozó una media sonrisa.

– Señor Collins -repuso-, me reservo la opinión. Puede uno todavía reservarse la opinión, ¿verdad? Este trabajo constituye mi medio de vida. Y eso jamás lo pongo en peligro. Por otra parte, fui casi obligado a aceptar este encargo. Gracias de nuevo.

Y se fue.

Collins se quedó de pie donde estaba, pensando en la conversación que acababa de mantener con aquel hombre, en la crisis en la que se hallaba sumido el país, en la nueva enmienda que iba a terminar con toda aquella situación, en el propio director Tynan… intentando establecer cuáles eran sus opiniones acerca de todo ello. Pero se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde, y le quedaba todavía mucho trabajo por hacer. Al final, se acomodó en su sillón, lo acercó al escritorio y empezó a examinar los papeles que se encontraban sobre el mismo.

Muy pronto se olvidó por completo de su visitante. Su pensamiento quedó completamente absorbido por los casos que exigían su inmediata atención: un secuestro interestatal, una transgresión de la Ley de Energía Atómica, una solicitud de las reservas indias, un juicio antimonopolio, un tremendo caso de tráfico de drogas, el nombramiento de un juez federal, un plan subversivo contra el Congreso, una deportación, varios problemas relacionados con los disturbios, una serie de pistas acerca de cinco conspiraciones cuyo propósito era el de desorganizar o provocar la caída del gobierno…

A pesar de estar enfrascado en el estudio de los documentos, Collins mantenía como siempre su fino oído. En el silencio del enorme despacho de veinte metros de longitud, pudo escuchar el rumor de unas pisadas sobre la gruesa alfombra oriental. Levantó la mirada de los dos montones de papeles que tenía delante y vio a Marion Rice, su secretaria, que se acercaba a toda prisa procedente del despacho de al lado. Traía un sobre de gran tamaño.

– De la acera de enfrente. Acaba de llegar; entregado en mano -dijo.

De la acera de enfrente significaba desde el otro lado de la avenida Pennsylvania, es decir, del edificio J. Edgar Hoover, del FBI y del director del FBI.

– Lleva las indicaciones de confidencial e importante -añadió-. Debe ser del director.

– Es curioso -dijo Collins-. Por regla general, suele enviarlo todo antes del mediodía.

La secretaria le entregó el sobre y quedó indecisa.

– Si no quiere nada más, señor Collins, voy a marcharme…

– ¿Qué hora es? -le preguntó él sorprendido.

– Las seis y veinte.

– Dios mío. No estoy siquiera a la mitad. No hubiera debido entretenerme tanto con ese escritor. -Reflexionó unos instantes.- En fin, tal vez haya resultado útil. Ha sido importante. -Contempló tristemente el primero de los dos montones de papeles que tenía delante.- Me parece que voy a tener que llevármelos a casa. Muy bien, Marion, puede cerrar y marcharse.

– Ya no le queda tiempo para trabajar. No olvide que esta noche tiene una cena a las siete y cuarto en la Casa Blanca.

– Eso también puede ser trabajo -dijo él haciendo una mueca.

La secretaría siguió vacilando; finalmente en su insípido y alargado rostro se dibujó una reticente sonrisa.

– Yo… yo quería felicitarle, señor Collins, al cumplirse su primera semana como secretario de Justicia. Todos estamos muy contentos de tenerle aquí. Buenas noches.

– Buenas noches, Marion. Se lo agradezco.

Una vez se hubo marchado la secretaria, Collins se quedó contemplando el gran sobre de papel manila que ésta le había entregado. En la actualidad raras veces se recibían buenas noticias del FBI, de modo que sólo a regañadientes decidió abrir el sobre.

Sacó lo que parecían ser media docena de páginas de estadísticas mecanografiadas. Había, además, una carta, o mejor dicho, una nota manuscrita. A través de aquella áspera caligrafía que ya le era familiar, de la excéntrica puntuación, de las impacientes abreviaturas, supo que la nota la había escrito el director Vernon T. Tynan aun antes de ver la firma.

Presa de la curiosidad, Collins empezó a leer la nota.


Querido Chris:

Aquí están las últimas cifras relativas a las estadísticas nacionales de criminalidad de los últimos meses, las peores hasta ahora, las peores de toda nuestra historia. Envío una copia al pres y una a usted para que la reciba antes de que veamos al pres esta noche. Observe el incremento de asesinatos, disturbios, robos a mano armada y secuestros interestatales. Vea el apéndice relativo a las pistas de probables conspiraciones y organizaciones revolucionarias, nos hallamos metidos en unos terribles problemas y estaremos todos perdidos si no nos salva la aprobación de la Enmienda XXXV. Rece por ello esta noche. Ya he transmitido telefónicamente estas estadísticas a los legisladores de Albany, Nueva York, y de Columbus, Ohio, para que conozcan la auténtica situación antes de la votación de esta noche. Lamento tener que enviarle este terrible informe pero considero de importancia vital que esté usted al corriente del mismo antes de ver al pres: Eso es un borrador, lo revisaré por completo antes de divulgarlo al público mañana, nos veremos dentro de unas horas en la cena televisiva.

Con mis mejores saludos,

Vernon


Collins dejó la nota y examinó los «Informes de Criminalidad» pasando lentamente las páginas. En el último mes, comparando con el anterior, los delitos violentos, incluidos los asesinatos, habían experimentado un incremento de un dieciocho por ciento, las violaciones habían aumentado un quince por ciento, los robos y los atracos a mano armada un treinta por ciento y los desórdenes en general un veinte por ciento.

Dejó las páginas de Tynan y se puso a revisar otras estadísticas, estadísticas que tenía en su propia mente. Como consecuencia de aquella creciente ola de criminalidad, las cárceles estaban llenas a rebosar. Cinco años antes, había anualmente, en uno u otro momento, cosa de unos dos millones de reclusos en los doscientos cincuenta establecimientos penitenciarios más importantes del país. Ahora, a pesar de los esfuerzos realizados con vistas a poner coto a los transgresores de la ley, a pesar de los cuarenta y cinco mil abogados y agentes del FBI que trabajaban por cuenta del Departamento de Justicia, a pesar de las tres divisiones especiales del ejército a las que el Pentágono había encomendado el control interno, a pesar de los veintidós mil millones de dólares que se iban a invertir aquel año en el obligado cumplimiento de la ley (el presupuesto de 1960 no había sido más que de tres mil quinientos millones), el índice de criminalidad seguía ascendiendo en espiral. Al parecer, ya no era posible hacer remitir el cáncer por medio de la fuerza. Dentro de un año, éste se encontraría en su fase terminal, anunciando la muerte de la sociedad organizada.

Se reclinó en su asiento y se cubrió el pecho con las manos como si rezara. Era el período más oscuro de la historia norteamericana desde la guerra civil, de eso estaba seguro. La anarquía y el terror crecían de día en día. Cuando uno se despertaba por la mañana, no sabía si iba a llegar a ver la noche. Cuando uno se acostaba por la noche no sabía si despertaría por la mañana. Cada día, al despedirse de Karen con un beso antes de trasladarse al trabajo, experimentaba la aterradora incertidumbre de que tal vez no la encontrara viva (ni a ella ni al hijo que llevaba en sus entrañas) cuando regresara a casa.

Sintió que la invisible garra del miedo le aferraba el estómago. No era la primera vez. Momentáneamente, sus pensamientos se apartaron del caos que reinaba en las calles y se centraron en la autocompasión. No había duda de que él, él y Tynan… ocupaban los peores y más desesperados cargos de la Tierra.

La autocompasión le llevó a una especie de mórbida autofascinación. Entonces, ¿por qué él, Christopher Collins, considerado, modesto, discreto, egoísta a veces aunque también podía ser objetivo, había aceptado aquel imposible cargo de funcionario número uno del cumplimiento de la ley y director del más importante bufete jurídico de la nación?

¿Había llegado hasta allí sin firmes convicciones (a no ser, tal como Ishmael Young había sugerido, la de que era necesario reestructurar la sociedad democrática) ni soluciones, sólo por ambición de poder? ¿Lo había hecho para halagar su propio orgullo? ¿Tal vez para cumplir un deber patriótico? ¿Por la desinteresada sensación de que podía desempeñar una buena labor? ¿O tal vez había sido víctima de algún rasgo masoquista o suicida de su personalidad?

No lo sabía. Esta noche, por lo menos, no.

Y entonces percibió el sonido del teléfono. Se volvió hacia la izquierda, de cara al mueble de roble en el que descansaba la hilera de botones, y vio que se había encendido la lucecita correspondiente a las comunicaciones personales (la reservada a las llamadas de Karen y de los amigos, distinta a las que estaban reservadas al presidente, el director o el secretario adjunto Ed Schrader).

– Aquí Collins -dijo descolgando el aparato.

– Cariño, espero no interrumpir nada…

Era la voz de Karen.

– No, no. Estaba simplemente repasando unos asuntos de última hora. ¿Cómo estás?

Ella no le contestó directamente.

– Sé que esta noche vamos a cenar. Quería cerciorarme de la hora en que pasará a recogerme tu chófer. ¿Es a las siete?

– A las siete menos cuarto. Te reunirás conmigo a las siete. Tenemos que estar en la Casa Blanca quince minutos más tarde. El presidente quiere que seamos puntuales. Vamos a presenciar por televisión los programas especiales desde Nueva York y Ohio. ¿Ya te has vestido?

– Estoy vestida por debajo. Y bien maquillada. Sólo me falta ponerme algo encima. ¿Cómo va a ser la reunión? ¿Puedo ponerme el vestido de punto rojo?

– Ponte cualquier cosa sencilla. La secretaria dijo que iba a ser de carácter informal.

– Supongo que bastará el vestido de punto rojo. Será casi la última vez que pueda ponérmelo antes de que se me empiece a ver el estómago.

– ¿Ha habido hoy alguna actividad?

– ¿Dónde? Ah, te refieres a eso. Algunos puntapiés de prueba.

– Estupendo. Los Redskins necesitan un buen delantero. Aún no me has contestado a la pregunta… ¿cómo estás por lo demás?

– Supongo que bien, dentro de lo que cabe.

– ¿Cómo dentro de lo que cabe? ¿Qué quieres decir?

Collins ya lo sabía, pero tenía que preguntárselo de todos modos.

– Bueno, ya sabes mi opinión acerca de estas grandes reuniones protocolarias. Sólo te he acompañado a la Casa Blanca una vez, cuando estuvimos en el Comedor de Gala con los Baxter. Fue más bien enojoso. Pero esta vez… Has dicho que iba a ser una pequeña reunión de carácter íntimo, así que va a ser doblemente horrible. No sabré qué decir.

– No tendrás que decir maldita la cosa. Todos estaremos mirando la televisión.

– ¿Y por qué tienes tú que ir? ¿Por qué es tan importante que vayas?

– ¿No lo recuerdas? Te lo he dicho esta mañana.

– Lo siento…

– No importa. Te lo volveré a decir. En primer lugar, el presidente quiere que vaya. Es una razón más que suficiente. En segundo lugar, soy el secretario de Justicia y esta noche se va a celebrar una votación relativa a la Enmienda XXXV, lo cual cae más bien dentro de mi jurisdicción. Cabe suponer que tiene que interesarme mucho. Esta noche, las cámaras de Nueva York y Ohio van a celebrar unas sesiones especiales que serán retransmitidas en directo por televisión; y, puesto que dos de los tres estados que no han votado todavía van a hacerlo esta noche y sólo es necesaria la aprobación de otros dos estados para que la Enmienda XXXV entre a formar parte de la Constitución, se trata de un acontecimiento sumamente importante. ¿Está claro?

– Sí, lo comprendo. No te enfades conmigo, Chris. No sabía que fuera tan trascendental lo de esta noche. -Se detuvo.- ¿Queremos nosotros que sea aprobada? He leído ciertos comentarios negativos acerca de ella.

– Y yo también, cariño. No lo sé. Francamente, no sé qué será mejor. La enmienda puede ser buena si el país está gobernado por buenas personas. Y puede ser mala si los gobernantes son mala gente. Lo único que puedo decir es que, en caso de que sea aprobada, esta enmienda me facilitará considerablemente la labor.

– Entonces espero que sea aprobada -dijo ella sin demasiada convicción.

– Bueno, tal como dicen en el misterioso Oriente: lo que tenga que ser será. Nosotros nos limitaremos a dar cuenta de la cena que nos ofrezca el presidente, a mirar y a escuchar. -Se miró el reloj.- Será mejor que te empieces a poner el vestido. El chófer debe de estar al llegar. Te quiero. Hasta luego.

Tras colgar el aparato, colocó uno de los montones de documentos en la bandeja de su escritorio marcada con la inscripción «salida» y guardó los demás en su cartera; luego permaneció sentado pensando en Karen. Lamentaba haberse mostrado algo brusco con ella. Se merecía cosas mejores, lo mejor. Sabía que todo lo que tenían por delante iba a constituir un suplicio para ella. Desde un principio Karen se había mostrado contraria al cambio, contraria al cargo de secretario de Justicia adjunto, contraría al abandono por su parte del ejercicio privado de la abogacía en Los Ángeles con el fin de ocupar un cargo público en Washington y más vehementemente contraria si cabe a su puesto en el gabinete en calidad de secretario de Justicia.

Aunque no solía hablar demasiado y fingía ser apolítica, Collins sabía cuál era la opinión de Karen. Todo ello se había suscitado antes de que él ingresara en el Departamento de Justicia. A Karen no le gustaban ni le inspiraban confianza las personas con quienes tendría que tratar, desde el presidente Wadsworth al director Tynan. Además, había intentado decirle que era un puesto irremisiblemente avocado al fracaso. Por importancia que tuviera, acabaría siendo la víctima propiciatoria. El país estaba rodando rápidamente cuesta abajo y él estaría al volante. Tampoco le gustaba el tipo de asuntos que se trataba en su despacho. Y, por encima de todo, a Karen no le gustaba vivir en una pecera, no le gustaban las amistades forzadas, el trato social, la desnudez ante los medios de difusión que llevaba aparejada el cargo… Eran unos recién casados -ambos por segunda vez-, sólo llevaban dos años de matrimonio, y ahora estaba embarazada de cuatro meses y sólo deseaba gozar de intimidad, unión y dicha, sin tener que compartir a Collins con nadie.

Se hizo el firme propósito de no apartarse de su lado en toda la noche, por difícil que ello resultara, y de mostrarse cariñoso con ella. Levantándose de su asiento, se desperezó en toda la extensión de su fibroso metro ochenta y cinco, hasta oír crujir sus huesos. Se estudió rápidamente en el espejo el cadavérico -pero en modo alguno mal parecido- rostro y el enmarañado cabello oscuro, y se percató de que el automóvil acudiría a recogerle dentro de doce minutos. Se dirigió a su gabinete particular, situado al otro lado del despacho de la secretaria, con el fin de lavarse y cambiarse de ropa, al tiempo que se preguntaba si iba a ser una noche memorable y trascendental.


Cuando el Cadillac cruzó la entrada abierta de la verja de hierro de la avenida Pennsylvania y empezó a avanzar por la sinuosa calzada de la Casa Blanca, Collins observó que había gran número de representantes de la prensa en el césped del otro lado de la fachada norte esperando con las cámaras a punto.

Mike Hogan, el agente del FBI que le hacía las veces de guardaespaldas, se dio la vuelta en el asiento frontal y preguntó:

– ¿Desea usted hablar con ellos, señor Collins?

Collins comprimió la mano de Karen y repuso:

– Prefiero no hacerlo, si podemos evitarlo. Entremos directamente.

Tras haber descendido del vehículo frente al pórtico norte, Collins se mostró afablemente vago con la prensa. Tomando a Karen del brazo, siguió apresuradamente a Hogan hacia la entrada de la Casa Blanca. Contestó únicamente a una pregunta antes de entrar.

Un reportero de televisión le gritó:

– Tenemos entendido que esta noche van a ver la televisión. ¿Cuál cree usted que va a ser el resultado?

Collins contestó:

– Vamos a asistir a una proyección de Lo que el viento se llevó. Creo que ganará el Norte.

Una vez dentro, le aguardaban dos sorpresas.

Había supuesto que la reunión tendría lugar en el Salón Rojo o bien en alguno de los pequeños salones del piso de arriba, pero, en su lugar, él y Karen fueron acompañados a la Sala del Gabinete del ala oeste. Se había imaginado que habría unas treinta o cuarenta personas, y se encontró con que sólo había cosa de una docena, aparte de Karen y él.

Junto a la pared que miraba hacia los cortinajes verdes que cubrían las puertas vidrieras que conducían a la rosaleda de la Casa Blanca, al lado de los estantes de libros, se había instalado un gran aparato de televisión en color. Varias personas se encontraban de pie contemplando las imágenes de la pantalla, a pesar de que se había bajado el volumen. La mitad de los negros sillones de cuero que rodeaban la alargada y reluciente mesa oscura del gabinete (que a Collins se le antojó la tapa del féretro del Gigante de Cardiff) se había vuelto de cara al televisor. Al otro lado de la mesa, bajo el emblema de los Estados Unidos situado en la pared este, entre la bandera de la nación y la enseña presidencial, el presidente Andrew Wadsworth mantenía una animada conversación con los líderes de la mayoría en el Senado y la Cámara de representantes y sus esposas.

Aunque Collins había estado en la Sala del Gabinete media docena de veces -cinco veces en su calidad de secretario de Justicia adjunto sustituyendo al enfermo secretario Baxter, y una vez, aquella misma semana, como secretario él mismo- el salón se le antojó súbitamente desconocido. Ello se debía al hecho de que lo habían reorganizado apartando muchos sillones de la mesa del gabinete con el fin de acercarlos al televisor. Al otro extremo de la mesa, ante el retrato de Washington pintado por Gilbert Stuart que colgaba sobre la repisa de la chimenea, unos entremeses se mantenían calientes en unas lustrosas escalfetas de cobre colocadas sobre un mantel de color verde, supervisadas por un chef tocado con un llamativo gorro blanco. El severo salón se había transformado, merced a aquel desorden informal, en un cómodo y espacioso salón de recreo.

Mientras Collins, con Karen aferrada a su brazo, contemplaba la escena, McKnight, el principal ayudante del presidente, se acercó presuroso a darles la bienvenida. Rápidamente fueron conducidos a través del salón con el fin de que saludaran, o bien fueran presentados por primera vez, al vicepresidente Frank Loomis y a su esposa; a la secretaria personal del presidente, señorita Ledger; al encuestador particular del presidente, Ronald Steedman, de la Universidad de Chicago; a Martin, secretario del Interior; después a los líderes del Congreso y a sus esposas, y, finalmente, al propio presidente Wadsworth.

El presidente, un hombre delgado y bien parecido, de modales suaves y amables, casi cortesanos, con el cabello oscuro entrecano en las sienes, nariz afilada y mentón huidizo, tomó la mano de Karen, estrechó la de Collins y se disculpó inmediatamente.

– Martha -se estaba refiriendo a la primera dama- lamenta mucho no poder estar presente esta noche para conocerles mejor. Se encuentra en cama con algo de gripe. Ah, se repondrá en seguida. Ya habrá otra ocasión… Bien, Chris, parece ser que va a resultar una velada agradable.

– Así lo espero, señor presidente -dijo Collins-. ¿Qué ha sabido usted?

– Como usted ya sabe, los senados estatales de Nueva York y Ohio ratificaron ayer a primera hora la Enmienda XXXV. Ahora nos encontramos enteramente en manos de la Asamblea de Nueva York y de la Cámara de Ohio. Inmediatamente después de las votaciones de ayer, Steedman distribuyó a sus equipos de encuestadores por las ciudades de Albany y Columbus, con el fin de tantear a los legisladores de ambos estados. En Ohio parece ser que se alcanzará la victoria. Steedman dispone de cifras que resultan convincentes. En Nueva York la situación es más peliaguda. Podría ocurrir cualquiera de las dos cosas. La mayoría de los legisladores encuestados se mostraban indecisos o no deseaban hacer comentarios, pero, entre los que respondieron a las preguntas, se registró una clara mejoría en comparación con la última encuesta. Las tendencias son favorables. Además, creo que las más recientes estadísticas del FBI que Vernon… hola, Vernon.

El director Vernon T. Tynan se había incorporado al grupo, ocupando todo el espacio vacío con su formidable presencia. Estrechó la mano del presidente y la de Collins y felicitó a Karen por su aspecto.

– Justamente ahora estaba diciendo, Vernon -prosiguió el presidente con su vibrante voz-, que esas cifras que usted ha enviado hace una hora causarán seguramente un gran impacto en Albany. Me alegro de que haya conseguido enviarlas a tiempo.

– No ha sido fácil -dijo Tynan-. Hemos tenido que apresurarnos mucho. Pero tiene usted razón. Seguramente contribuirán a la victoria. Aunque Ronald Steedman parece que no está tan seguro. Acabo de hablar con él. Basándose en sus estudios, Ohio estaría de nuestra parte, pero Nueva York queda un poco en el aire. Parece que no confía demasiado en un voto positivo…

– Pues yo sí confío -dijo el presidente-. Dentro de un par de horas tendremos de nuestra parte a treinta y ocho de los cincuenta estados, y por tanto una nueva enmienda a la Constitución. Tras lo cual dispondremos de medios para defender a este país caso de que ello sea necesario.

Collins movió la cabeza en dirección al televisor que se encontraba al otro lado de la mesa.

– ¿Cuándo empieza, señor presidente?

– Dentro de unos diez o quince minutos. Están preparando el ambiente con la narración de algunos antecedentes.

– Vamos a echar un vistazo y a tomarnos un trago -dijo Collins.

Mientras se alejaba acompañado de Karen observó que Tynan le seguía.

– Creo que a mí también me hace falta tomar un trago -dijo Tynan.

Los tres se dirigieron en silencio hacia el extremo de la mesa del gabinete donde Charles, el camarero del presidente, estaba supervisando las bebidas, las hileras de vasos y botellas, un cubo de hielo y un enfriador de champaña.

Tynan miró a Karen, que se encontraba al otro lado de Collins.

– ¿Cómo se encuentra, señora Collins? ¿Se encuentra usted bien estos días?

Sorprendida, Karen levantó la mano para alisarse el corto cabello rubio y después la bajó automáticamente, acariciándose el flojo cinturón de cadena.

– Nunca me he encontrado mejor, muchas gracias.

– Estupendo, me alegro mucho -dijo Tynan.

Tras haber tomado una copa de champaña y un canapé de caviar para su esposa y un whisky con agua para sí mismo, Collins se encaminó con Karen hacia dos sillones vacíos que había frenteal televisor. Advirtió entonces que Karen le tiraba de la manga e inclinó la cabeza hacia ella.

– ¿Lo has oído? -le preguntó ella en un susurro.

– ¿Qué?

– Tynan. Su repentina preocupación por saber cómo me encuentro… si me encuentro bien. A su manera, nos estaba prácticamente diciendo que sabe que estoy embarazada.

– No puede saberlo -dijo Collins confuso-. No lo sabe nadie.

Él lo sabe -dijo Karen en voz baja.

– Bueno, pero aunque así fuera, ¿qué iba a pretender con ello?

– Recordarte que es omnisciente. Mantenerte a ti y a todos los demás a raya.

– Creo que exageras un poco, cariño. No es tan sutil como supones. Se ha querido mostrar amable, simplemente. Ha sido una observación inocente.

– Claro. Como la del lobo en «Caperucita Roja».

– Sssss. Baja la voz.

Habían llegado a la altura de los dos sillones situados casi directamente frente al televisor y ambos tomaron asiento.

Mientras iba tomando su whisky, Collins trató de concentrarse en la pantalla. El elegante presentador del programa estaba diciendo que se dedicarían algunos minutos a explicar el procedimiento de añadir una nueva enmienda a la Constitución y, más específicamente, a la compleja aprobación de la Enmienda XXXV desde el principio hasta aquellos momentos en que estaba a punto de ser ratificada.

«Existen dos medios por los cuales puede proponerse una nueva enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, empezó diciendo el comentarista.»

Collins dejó el vaso, encendió el cigarrillo de Karen, se encendió el suyo y después se reclinó en el asiento con el fin de escuchar con cierta atención.

«Uno de los medios de introducir una nueva enmienda consiste en proponerla al Congreso. El otro consiste en proponerla a través de una convención nacional convocada por el Congreso a petición de las legislaturas de dos tercios de los estados. Ninguna enmienda se ha introducido jamás a través de este segundo sistema. Todas se han iniciado en el Congreso de Washington. Una vez adoptada la resolución relativa a la propuesta de una nueva enmienda, ya sea en el Senado de los Estados Unidos o bien en la Cámara de Representantes, los comités de gobierno y los comités judiciales celebran sesiones de examen. Si la enmienda es aprobada por estos comités, pasa al Senado y a la Cámara de Representantes. Para ser aprobada, necesita el voto positivo de dos tercios de cada cuerpo legislativo. Una vez aprobada, no precisa de la firma del presidente. En su lugar, se envían copias a la Administración de Servicios Generales, que a su vez distribuye la enmienda a los gobernadores de los cincuenta estados. Los gobernadores se limitan a enviar la enmienda a las legislaturas de sus respectivos estados con el fin de que sea sometida a debate y votación. Si tres cuartos de las legislaturas de los estados -es decir, treinta y ocho de los cincuenta estados- ratifican la enmienda, ésta pasa oficialmente a formar parte de la Constitución.»

Collins apagó el cigarrillo en el cenicero más próximo y volvió a tomar el vaso, sin apartar la mirada de la pantalla del televisor.

«Desde que las iniciales diez enmiendas entraron a formar parte de la Constitución -prosiguió el comentarista-, y desde el año 1789, se han adoptado en el Congreso cinco mil setecientas resoluciones con vistas a las introducción de enmiendas en una u otra forma. Se han sugerido enmiendas de todas clases: sustituir la presidencia por un consejo de gobierno integrado por tres personas, abolir la vicepresidencia, cambiar el nombre de Estados Unidos de Norteamérica por el de Estados Unidos de la Tierra, modificar el sistema de votación del colegio electoral, modificar el sistema de libre empresa de tal forma que ningún individuo pueda poseer más de diez millones de dólares… De entre el escaso número de estas cinco mil setecientas enmiendas que no murió en el Congreso y que pasó a las legislaturas estatales, sólo treinta y cuatro fueron ratificadas por los necesarios tres cuartos de los estados. Por lo general, no suele haber limitación alguna en relación con el tiempo de que disponen los estados para ratificar o rechazar una enmienda. La enmienda más rápidamente aprobada de nuestra historia fue la 26, que concedía el voto a los ciudadanos a partir de los dieciocho años; a los tres meses y siete días de haber salido del Congreso había sido ratificada por tres cuartos de los cincuenta estados. Y esto nos conduce a la más reciente enmienda, la Enmienda XXXV, que esta misma noche veremos rechazada o bien convertida en una de las leyes de nuestro país.»

Collins escuchó movimiento de cuerpos y de sillones y observó que los invitados estaban empezando a congregarse alrededor del aparato de televisión. Después se concentró una vez más en la pantalla.

«La controvertida Enmienda XXXV, destinada a sustituir las primeras diez enmiendas, Ley de Derechos, en determinadas situaciones de emergencia, ha surgido del deseo de los líderes del Congreso y del presidente Wadsworth de forjar un arma con la que imponer la ley y el orden en la nación en los casos en que ello sea necesario.»

– ¿Arma? -exclamó el presidente, que acababa de tomar asiento al lado de Collins-. ¿Qué quiere decir eso de «arma»? En mi vida he escuchado un lenguaje más parcial. Ojalá pudiéramos conseguir la aprobación de una enmienda que ajustara las cuentas a comentaristas como éste.

– Estamos a punto de conseguirlo -tronó el director Tynan desde su sillón situado al otro lado-. La Enmienda XXXV se cuidará de estos perturbadores del orden.

Collins captó la severa mirada de Karen y se removió inquieto en su asiento fijando de nuevo su atención en la pantalla.

«… y, tras salir del comité y ser introducida en calidad de resolución conjunta -estaba prosiguiendo el comentarista-, pasó al Senado y a la Cámara de Representantes para la votación final. A pesar de la vociferante aunque limitada oposición de los bloques liberales, ambos cuerpos del Congreso aprobaron la Enmienda XXXV por abrumadora mayoría, superando con creces los necesarios dos tercios de los votos. La nueva enmienda fue enviada acto seguido a los cincuenta estados. Eso fue hace cuatro meses y dos días. Tras una aprobación relativamente fácil en los primeros estados que efectuaron la votación, la travesía de la Enmienda XXXV se fue haciendo cada vez más tormentosa a causa de la organización de la oposición. Hasta la fecha han votado cuarenta y siete de los cincuenta estados. La han rechazado once de ellos. Treinta y seis la han aprobado. Pero, dado que la enmienda necesita treinta y ocho votos de aprobación, le faltan todavía dos estados. Hasta el momento faltan todavía las votaciones de tres estados: Nueva York, Ohio y California. Nueva York y Ohio concluirán sus votaciones esta misma noche, acontecimiento histórico que será retransmitido por esta cadena dentro de breves momentos y California tiene prevista la suya para dentro de un mes. Pero, ¿será necesaria la votación de California? Si tanto Nueva York como Ohio rechazan esta noche la enmienda, ésta habrá sido derrotada. Si ambos estados la ratifican, la enmienda entrará inmediatamente a formar parte de la Constitución, y el presidente Wadsworth dispondrá de un arsenal con el que combatir la creciente oleada de ilegalidad y desorden que está lentamente estrangulando a nuestra nación. Las votaciones de esta noche en Nueva York y Ohio pueden ser decisivas, pueden modificar el curso de la historia norteamericana durante los próximos cien años. Ahora, tras una breve pausa comercial, trasladaremos a ustedes a la Asamblea estatal de Albany, Nueva York, en la que está concluyendo el debate previo a la votación final.»

El anuncio de un grupo de la industria del petróleo, en el que se declaraba que al menos había una compañía destinada a servir al público y a facilitar y hacer más dichosa la vida de la gente, se ahogó rápidamente en el creciente murmullo de las voces del salón.

Collins se levantó dispuesto a volverse a llenar el vaso. Karen había cubierto su copa de champaña con los dedos para indicar que ya había bebido suficiente. Collins se alejó por tanto y se abrió paso entre los demás invitados en dirección al bar improvisado en el extremo de la mesa del gabinete. Vio que el presidente se encontraba acompañado de Steedman, su encuestador, así como de Tynan y McKnight y supuso que debían estar revisando una vez más los últimos datos relativos a la opinión de la Asamblea del estado de Nueva York.

Al regresar junto a Karen, whisky en mano, Collins se sentó y pudo ver que la pantalla estaba ofreciendo un plano general de la Asamblea de Nueva York.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó a Karen.

– Están a punto de empezar. Está finalizando el debate. El último orador está hablando en favor de la enmienda.

Collins ingirió un buen trago de whisky mientras las cámaras ofrecían un primer plano de un digno caballero, identificado como el miembro de la Asamblea, Lyman Smith, que estaba concluyendo su discurso. Collins le escuchó.

«… y, aunque la Constitución de los Estados Unidos redactada por nuestros antepasados constituye un noble instrumento legal -estaba diciendo el orador-, yo les digo una vez más que no es sacrosanta. No fue destinada a quedar petrificada por el tiempo. Fue destinada a ser flexible, y ésa es la razón de que incluyera una cláusula relativa a las enmiendas; a ser lo suficientemente flexible y modificable como para adecuarse a las necesidades de cada nueva generación y al reto del progreso de la humanidad. Recuérdenlo ustedes, amigos míos: esta Constitución nuestra fue redactada por un grupo de juveniles radicales, hombres que acudieron a su firma en carruajes tirados por caballos, hombres que lucían peluca, hombres que utilizaban plumas de ave para escribir. Aquellos hombres jamás habían oído hablar de bolígrafos, de máquinas de escribir o de calculadoras electrónicas. Jamás habían oído hablar de aparatos de televisión, de aviones a reacción, de bombas atómicas o de satélites espaciales. Y, ciertamente, jamás habían oído hablar de las diversiones de la noche del sábado. Sin embargo, introdujeron en la Constitución un instrumento destinado a adecuar nuestras leyes federales a cualquier circunstancia que el futuro pudiera traer. Y ahora el futuro está aquí: ha llegado el día del cambio, ha llegado el momento de modificar nuestra suprema ley con el fin de que se ajuste a las necesidades de los ciudadanos actuales. La vieja Ley de Derechos,creada por aquellos fundadores que usaban peluca, es demasiado ambigua, demasiado general y demasiado floja para ajustarnos al cúmulo de acontecimientos que están conspirando al objeto de destruir la trama de nuestra sociedad y la estructura de nuestra democracia. Sólo la aprobación de la Enmienda XXXV podrá proporcionar a nuestros dirigentes una mano más firme. Sólo la Enmienda XXXV podrá salvarnos. Por favor, queridos amigos y colegas, ¡voten en favor de su ratificación!»

Mientras el orador regresaba a su escaño, las cámaras recorrieron la Asamblea mostrando los atronadores aplausos de sus miembros.

En la Sala del gabinete Collins también escuchó a su alrededorcalurosos aplausos.

– ¡Bravo! -exclamó el presidente posando su cigarro puro Upmann en un cenicero y aplaudiendo con fuerza. Después volvió la cabeza y llamó a su principal ayudante-. McKnight, ¿quién es este miembro de la Asamblea de Nueva York que acaba de hablar? ¿No sé qué Smith? Compruébelo. En la Casa Blanca nos podría ser útil un hombre así, con las ideas tan claras y además elocuente. -Su vista volvió de nuevo a la pantalla.- Atención todo el mundo. Está a punto de iniciarse la votación.

Ya estaba empezando, y Collins pudo escuchar los nombres delos asambleístas y los «sí» y «no» de éstos. Oyó que el director Tynan predecía que iba a ser como una carrera de caballos. Desde atrás le llegó la voz de Steedman advirtiendo que se tardaría un rato en llegar al veredicto ya que en la Asamblea del estado de Nueva York había ciento cincuenta miembros.

Puesto que se tardaría un rato y puesto que se sentía cansado, Collins decidió apartar la vista de la pantalla. Se puso a observar a Tynan, que se hallaba de pie con su rostro de bulldog arrebolado por la ansiedad y los ojos clavados en la pantalla siguiendo las votaciones. Volvió la cabeza y miró al presidente, que aparecía inmóvil, granítico, impasible, contemplando la pantalla como si estuviera posando para una de las colosales efigies del Mount Rushmore de Dakota del Sur.

Hombres honrados y entregados a su misión, pensó Collins. Por mucho que dijeran los de fuera -los criticones como Young e incluso los recelosos como Karen-, aquellos hombres eran unos seres humanos responsables. Inmediatamente se sintió a sus anchas en aquel círculo de poder. Experimentó la sensación de pertenecer al mismo. La sensación resultaba maravillosa. Pensó que ojalá pudiera agradecérselo a la persona que le había colocado en aquel lugar, al coronel Baxter, que se hallaba ausente, tendido en estado de coma en un lecho del hospital de Bethesda.

Collins había creído que se lo debía todo al coronel Baxter, pero en realidad, si lo examinaba bien, había sido toda una serie de accidentes y errores lo que le había elevado al cargo de secretario de Justicia. Ante todo, estaba el hecho de que su difunto padre hubiera sido compañero de estudios del coronel Baxter en la Universidad de Stanford, así como su mejor amigo en aquellos primeros y difíciles años que siguieron a la graduación de ambos. El padre de Collins, que había tenido intención de ejercer la abogacía, había acabado dedicándose a los negocios y se había convertido en un acaudalado fabricante de componentes electrónicos. Collins recordaba lo mucho que se enorgullecía su padre de él, de su hijo el abogado. Su padre siempre había mantenido al coronel Baxter y a otros amigos al corriente de los progresos y de la creciente reputación legal de su hijo.

Dos hechos distintos, separados entre sí por algunos años, habían atraído ulteriormente sobre él la atención del coronel Baxter. Uno de ellos había sido su breve pero ampliamente divulgada pertenencia a la Unión Norteamericana de Derechos Civiles en su calidad de abogado en San Francisco. Había defendido con éxito los derechos civiles de una organización norteamericana de extrema derecha, de carácter acusadamente fascista, porque creía en la libertad de expresión para todos. Lo había hecho por principios, no por la filiación de sus clientes. El hecho había causado una honda impresión en el coronel Baxter, que era fuertemente conservador, al equivocarse en cuanto a la motivación de Collins. Poco después, cuando ocupaba el cargo de fiscal de distrito en Oakland, Collins había alcanzado renombre nacional por haber encausado a tres asesinos negros que habían cometido unos crímenes especialmente horrendos. Ello había impresionado aún más al coronel Baxter, al demostrarle que Collins no era en modo alguno de ese tipo de personas imprescindibles más inclinadas a mostrarse compasivas con los negros que con los blancos. Lo que no pasó jamás a la letra impresa fue la verdadera opinión de Collins en el sentido de que aquellos pobres negros, que en tan malas condiciones se habían criado y que tan erróneamente habían sido utilizados, eran las verdaderas víctimas, las víctimas de la sociedad. La ley, por desgracia, no tenía previsto ningún atenuante para la desgracia de poseer unos genes equivocados.

Sí, al coronel Baxter le habían causado favorable impresión los éxitos que habían saltado a los titulares de la prensa. El hecho de que Collins, en el ejercicio privado de la abogacía en Los Angeles, hubiera defendido con análogo éxito los derechos y las vidas de distintas organizaciones de negros y chicanos, y de varias docenas de disidentes blancos, había sido considerado por Baxter como una aberración juvenil destinada a acallar la conciencia de un joven abogado. Y así, respaldado por estas credenciales y por la antigua amistad de su padre, Collins había sido llamado a Washington, convirtiéndose más adelante en secretario de Justicia adjunto del coronel Baxter y, por un azar, debido a un fallo en las arterias del coronel, pasando después a ser secretario de Justicia de los Estados Unidos y miembro de aquella élite.

Tuvo la impresión de haber expresado sus pensamientos en voz alta, pero comprendió que ello se debía a que en la Sala del Gabinete reinaba un insólito silencio. Empezaba a mirar a su alrededor cuando de repente observó que el presidente se levantaba de su sillón al tiempo que se escuchaban unos atronadores vítores.

Perplejo, miró hacia la pantalla y después a Karen, que no gritaba, y ésta le susurró:

– Acaba de ser aprobada. La Asamblea del estado de Nueva York la ha ratificado. ¿Es que no oyes al locutor? Está diciendo que sólo falta un estado para que la Enmienda XXXV sea aprobada. Conectarán con Columbus tras una pausa y un resumen efectuado en los estudios de la cadena.

Todo el mundo se había puesto jubilosamente en píe, y Steedman, que se estaba dirigiendo al presidente, le ocultó momentáneamente la pantalla.

– ¡Felicidades, señor presidente! -estaba diciendo el encuestador-. Reconozco que ha sido una auténtica sorpresa. Nuestros porcentajes permitían entrever el resultado, pero no había indicios que hicieran esperar una mayoría tan abrumadora.

El director Tynan asió a Collins por el hombro hasta producirle dolor.

– Gran noticia, muchacho, ¿verdad? ¡Gran noticia! -gritó Tynan con aire triunfal.

– Vernon… -empezó a decir el presidente dirigiéndose a Tynan.

– ¿Sí, señor presidente?

– …¿sabe usted a qué se ha debido? ¿Sabe usted qué es lo que ha inclinado a Nueva York de nuestra parte? Ha sido ese último discurso, el que ha pronunciado ese tal Smith. Ese discurso ha sido perfecto. Parecía que lo hubiera escrito usted mismo.

– Bueno, tal vez lo escribí yo mismo -dijo el director Tynan esbozando una ancha sonrisa.

Todos los que le escuchaban se echaron a reír como si compartieran un secreto. Collins también se rió, porque aunque no lo entendía del todo deseaba seguir formando parte de aquel grupo.

– ¡La cena fría está dispuesta! -gritó una voz estridente. Era la señorita Ledger, la secretaria personal del presidente, que estaba dirigiendo a los invitados hacia el extremo más alejado de la mesa del gabinete-. Preparada especialmente para que puedan apoyar los platos sobre sus rodillas. Nada de cuchillos, sólo tenedores. Será mejor que recojan sus platos antes de que se inicien las votaciones de Ohio.

Collins tomó a Karen del brazo y ambos se pusieron en pie y se encaminaron hacia el extremo de la mesa del gabinete que había sido convertido en «buffet». Eran casi los últimos de la cola, y antes de que pudieran recoger su plato los demás invitados ya corrían a ocupar de nuevo sus puestos. Al parecer, la votación de Ohio, retransmitida en directo, estaba a punto de empezar.

Poco después, con el plato lleno de pechuga de pollo troceada, salmón frío con salsa de pepinos, ensalada variada y fruta fresca -pero sin pan-, Collins siguió a Karen en dirección al semicírculo de invitados que rodeaban el televisor. Vio que el presidente Wadsworth había ocupado su sillón, de modo que guió a Karen hacia dos asientos vacíos que había en la parte de atrás y, una vez sentados, empezó a tratar de ver entre los invitados que tenía delante.

Desde el estrado de la Cámara de Representantes del estado de Ohio alguien estaba leyendo la resolución. Collins desistió de ver y se reclinó en su asiento dispuesto a escuchar mientras consumía la pechuga de pollo.

Una voz estaba tronando desde el televisor:

«Propuesta de una enmienda a la Constitución de los Estados Unidos relativa a la seguridad interna.

»Por resolución del Senado y de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de Norteamérica reunidos en el Congreso, y con la aprobación explícita de dos tercios de cada cámara, se propone una enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que será válida a todos los efectos entrando a formar parte de la Constitución caso de que sea aprobada por tres cuartos de las legislaturas de los distintos estados. Dicha enmienda es la siguiente:

»Las diez primeras enmiendas de la Constitución serán sustituidas en períodos de emergencia nacional interna por la siguiente nueva enmienda:

»Artículo 1. Número 1. Ninguno de los derechos o libertades garantizados por la Constitución podrá ser interpretado como licencia para poner en peligro la seguridad nacional. Número 2. En la eventualidad de un claro y efectivo peligro, un Comité de Seguridad Nacional, nombrado por el presidente, se reunirá en sesión conjunta con el Consejo Nacional de Seguridad. Número 3. Habiendo llegado al acuerdo de que la seguridad nacional se halla en peligro, el Comité de Seguridad Nacional declarará el estado de emergencia y asumirá la plenitud de poderes sustituyendo a la autoridad constitucional hasta que el peligro en cuestión haya podido controlarse y/o eliminarse. Número 4. El presidente del Comité será el director de la Oficina Federal de Investigación (FBI). Número 5. La proclamación sólo será efectiva mientras dure el susodicho estado de emergencia, y cesará automáticamente por medio de una declaración oficial relativa al término del mismo.

»Artículo 2. Número 1. En el transcurso del período de suspensión, los restantes derechos y privilegios garantizados por la Constitución se mantendrán inviolables. Número 2. Toda acción del Comité se emprenderá por votación unánime.»

Collins ya había leído todo aquello muchas veces, pero al escucharlo en voz alta se le antojó más duro, y siguió comiendo con expresión preocupada.

– Aquí está la convocatoria de la Cámara -le oyó decir al presidente-. Están empezando a pasar lista. Bueno, aquí lo tenemos seguro. Hemos ganado. La Enmienda XXXV va a alcanzarla victoria. Muy bien, allá van. Están diciendo los nombres de los noventa y nueve legisladores.

Collins dejó el plato y volvió a prestar atención a la pantalla del televisor. Pudo ver los primeros planos de los distintos representantes de la Cámara de Ohio pulsando los botones de sus escaños. Pudo ver cómo se registraban los votos en uno de los dos tableros que se habían instalado a ambos extremos de la sala. Los «sí» y no» estaban más o menos empatados.

A excepción de las ocasionales interrupciones de la voz del locutor que iba repitiendo la cuenta progresiva, la Sala del Gabinete permanecía en silencio. Los minutos iban transcurriendo. La votación avanzaba implacablemente hacia el final. En el gran tablero quedaban reflejados los votos. Sí. No. No. No. Sí. No. Sí. No. No.

La voz del locutor se superpuso rápidamente a la votación.

– Los votos negativos acaban de tomar la delantera. Es una auténtica sorpresa. Parece ser que la ratificación no podrá alcanzarse. A pesar de las predicciones de los especialistas y de los encuestadores, parece ser que se está fraguando una derrota.

Más minutos. Más votos. Terminó todo con la misma rapidez con que había empezado. La Cámara de Representantes de Ohio había rechazado la Enmienda XXXV.

Los presentes en la Sala del Gabinete expresaron ruidosamente su decepción y desagrado. Inesperadamente, Collins advirtió que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Miró de soslayo a Karen. Ésta mantenía una actitud muy comedida, intentando disimular una sonrisa. Collins frunció el ceño y apartó la mirada.

Todo el mundo empezaba a levantarse. Casi todos estaban cabizbajos. La mayoría se congregaron perplejos alrededor del presidente.

El presidente miró a su encuestador y se encogió de hombros.

– Pensaba que ya lo teníamos ganado, Ronald. ¿Qué ha ocurrido?

– Teníamos prevista una victoria por un amplio margen -repuso Steedman-, pero nuestra última encuesta entre los miembros de la Cámara de Representantes se realizó hace treinta y seis horas. Cualquiera sabe las variables que no se tuvieron en cuenta o lo que ha podido suceder entre los miembros de la Cámara en el transcurso de estas treinta y seis horas.

McKnight, el ayudante del presidente, estaba agitando el brazo.

– Señor presidente, el locutor… parece que tiene una respuesta…

El presidente y sus invitados, Collins incluido se volvieron hacia el televisor. En efecto, parecía que el locutor de la cadena poseía una explicación.

«… y dicha noticia acaba de llegar a nuestra cabina. Todavía no hemos podido confirmarla, pero varios legisladores le han manifestado a nuestro compañero en la cámara que en la pasada noche y a lo largo de esta mañana se había producido una intensa campaña de cabildeo, aquí, en la capital del estado… un esfuerzo relámpago por parte de Anthony Pierce… Tony Pierce, jefe de la ODLD, el grupo nacional conocido con la denominación de Organización de Defensores de la Ley de Derechos, que hace apenas un mes inició una campaña entre los legisladores de los estados en los que más recientemente se ha votado la enmienda y que acaba de alcanzar su éxito más resonante aquí en Ohio. Nos dicen que a las once, Pierce se reunió con numerosos indecisos e incluso con muchos partidarios de la enmienda, demostrándoles, documentos en mano, de qué forma la Enmienda XXXV causaría daños irreparables al país, y, según parece, consiguió que un número suficiente de ellos rechazara la enmienda que hace una hora parecía imbatible en Ohio. Tony Pierce, como recordarán muchos de nuestros telespectadores, es el antiguo agente del FBI que se convirtió en famoso escritor, abogado y defensor de los derechos civiles. Su historial…»

Una voz atronadora apagó el sonido del televisor.

– ¡Ya conocemos su historial! -rugió el director Tynan, adelantándose hacia el aparato y agitando el puño en dirección a la pantalla-. ¡Lo sabemos todo de ese hijo de puta! -Se dio la vuelta con el rostro enrojecido, miró fijamente a los demás invitados y después clavó los ojos en el presidente.- Perdonen mis palabras, pero es que conocemos demasiado bien a ese bastardo de Pierce. Sabemos que fue el cabecilla de un grupo de activistas radicales de la Universidad de Wisconsin. Sabemos que ganó en el Vietnam una medalla que no se merecía. Sabemos cómo consiguió introducirse en el FBI interpretando el papel de héroe de guerra e incluso engañando a nuestro gran director, el señor Hoover, que trató de ayudarle. Sabemos que era negligente en el cumplimiento de su deber, que dejaba en libertad a los delincuentes que hubiera tenido que detener, que falsificaba los informes, que intentaba hacerse el amo y que se insubordinaba. Por eso yo le eché a patadas de la Oficina. Conocemos los nombres de cuatro grupos radicales a los que su esposa está afiliada. Sabemos que uno de sus hijos ha tenido hijos fuera del matrimonio. Sabemos por lo menos de nueve organizaciones subversivas alas que su despacho jurídico ha representado. Conocemos a Tony Pierce perfectamente, y ya sabíamos que era un mal elemento antes de que empezara todo esto. Hubiéramos debido destruirle en cuanto se puso al frente de la ODLD, pero no lo hicimos porque no deseábamos que un ex agente del FBI diera lugar a unos titulares de prensa negativos y perjudicara la imagen de la Oficina… y, además, no creíamos que nadie se tomara en serio a semejante payaso…

– No importa, Vernon, todo eso ya es agua pasada -dijo el presidente tratando de calmarle-. Ya ha causado el daño que pretendía, si es que efectivamente es responsable de lo que hace. Tendremos que encargarnos de que no vuelva a ocurrir.

Observando la escena, Chris Collins se sintió turbado y molesto. Le había pillado por sorpresa el estallido inicial de Tynan.

Había sido un arrebato ponzoñoso y había puesto de manifiesto en el director del FBI una faceta de inquisidor que él jamás hubiera podido imaginarse.

Collins había tomado a Karen de la mano, como para compartir con ella su inquietud, cuando se percató de que el presidente le estaba haciendo señas.

Soltando la mano de su mujer, Collins se abrió paso entre McKnight y el líder de la mayoría en el Senado con el fin de acercarse al presidente, que se encontraba en compañía de Tynan.

El presidente permaneció unos instantes frotándose pensativo la mandíbula.

Bien, caballeros, hemos ganado en un lugar por un revés y hemos perdido en otro también por un revés. Ello nos demuestra lo voluble que es el país. Pero no podemos permitir que esto vuelva a suceder. Sólo nos queda un estado. Todas nuestras posibilidades se encuentran en California. Dentro de un mes. -Se detuvo.- No he prestado demasiada atención a las encuestas relativas a la Costa. Estaba seguro de que esta noche alcanzaríamos la victoria. Ahora será mejor que prestemos mucha atención. Ronald me dice que llevamos la delantera según las encuestas del Golden State. Pero no me basta. California debe preocuparnos. Ya saben ustedes lo imprevisibles que son los de allí. Es nuestro último cartucho y en él se cifran todas nuestras esperanzas. Quiero que usted, Vernon, y usted, Chris, pongan en ello todo su empeño. Tenemos que ganar.

Tanto Collins como Tynan asintieron enérgicamente.

El presidente tomó otro puro y esperó a que Tynan se lo encendiera. Dando chupadas al mismo, se volvió hacia Collins.

– Se me acaba de ocurrir una idea, Chris. Es usted de California, ¿verdad?

– Sí, en efecto. Soy de la zona de la Bahía, pero he ejercido también en Los Ángeles.

– Perfecto. Creo que merecería la pena que regresara usted allí dentro de una o dos semanas. Podrá desarrollar una sutil y eficaz labor de cabildeo en favor de la causa.

– Bueno -dijo Collins angustiado-, no sé si podré ejercer tanta influencia. El único paisano mío que es auténticamente popular, prácticamente un ídolo en California, es Maynard, el presidente del Tribunal Supremo.

El presidente sacudió la cabeza.

– No. Maynard no serviría. Sé de buena fuente que no está de nuestra parte. Además, es una persona muy poco práctica. Y, aunque no lo fuera, no estaría bien visto que un juez se pronunciara acerca de una cuestión política de esta clase.

– Menos mal -terció Tynan-. Yo no me fiaría de él en un asunto tan importante como el de la Enmienda XXXV.

– No necesitamos a Maynard para nada -prosiguió el presidente dirigiéndose a Collins-, pero es posible que le necesitemos a usted. No se subestime tanto, Chris. Al fin y al cabo, es usted el secretario de Justicia. Y eso tiene su importancia. Le prestarán atención las personas que más convengan. Sí, me gusta la idea de enviarle a usted a California. Podemos sacarnos de la manga alguna excusa que justifique su presencia allí. Déjeme pensar.

A pesar de lo mucho que le desagradaba la idea, Collins sabía que no se atrevería a negarse.

– Haré lo que usted mande. Si lo considera importante…

– Tremendamente importante -le interrumpió Tynan-. Nada podría ser más importante. Lo he dicho cientos de veces y lo volveré a repetir. Se trata de la ley más crucial sobre la que jamás hayan votado los estados. Sin ella, nos quedaremos… nos quedaremos sin país.

– Vernon está en lo cierto -dijo el presidente-. Tenemos que enviar a alguien a California. O a usted… o tal vez a alguien de importancia que lleve más tiempo en la administración. -Se detuvo y después añadió con energía:- Ésta no la vamos a perder. No lo permitiré. No dejaré que las cosas sigan el mismo curso que han venido siguiendo. Esta mañana he echado un vistazo al Salón Oriental para ver cómo iban los trabajos. Qué desastre y qué desgracia. Si ni siquiera la casa del presidente está a salvo, ello significa que estamos ante un problema de enormes dimensiones. Y podría volver a ocurrir. ¿Saben esos pastores alemanes y esos dobermans que me hicieron poner en los jardines? Seguridad, me dijeron. Anoche los francotiradores mataron otro, el sexto. Ahora me aconsejan que instale una valla electrificada, que rodee la Casa Blanca, que me convierta en un prisionero en mi propia casa, tal como ha tenido que hacer la mayoría de los ciudadanos honrados de este país, que se han visto obligados a encerrarse tras cerrojos de seguridad y timbres de alarma. Pues bien, caballeros, no estoy dispuesto a que ello ocurra. Con la Enmienda XXXV devolveremos la civilización a este país nuestro. Y lo haremos alcanzando la victoria en California.

– Amén -dijo Tynan.

En aquellos momentos apareció la señorita Ledger.

– Perdón, señor presidente… Señor Collins, su guardaespaldas está en la puerta. Tiene que hablar con usted. Dice que es urgente.

– Gracias -dijo Collins, y añadió dirigiéndose al presidente-: Estoy dispuesto a hacer todo lo que pueda.

– La semana que viene se lo diré Ahora será mejor que vaya y atienda sus asuntos.

Tras rogarle a Karen que se acercara con él al presidente para agradecerle la velada, Collins se despidió rápidamente de los invitados que tenía a su lado.

Precediendo a Karen, Collins cruzó rápidamente la Sala del Gabinete en dirección a la puerta, junto a la que esperaba su fornido guardaespaldas, el agente Mike Hogan.

– ¿Qué sucede? -le preguntó Collins al guardaespaldas.

– El coronel Noah Baxter, señor -repuso Hogan en voz baja-. Ha salido del estado de coma. Ha recuperado el conocimiento, pero se está muriendo.

– Maldita sea, eso es terrible. ¿Está usted seguro?

– Completamente. No hay la menor duda. Ha telefoneado la propia señora Baxter a la centralita del Departamento y me han pasado la comunicación al automóvil. Al recuperar el conocimiento, las primeras palabras del coronel Baxter han sido que deseaba verle a usted. Ha dicho que tiene que verle, que se trata de algo urgente, que quiere comunicarle algo importante. La señora Baxter me ha pedido que le dijera a usted que acuda junto a su lecho antes de que sea demasiado tarde.

Collins tomó a Karen del brazo y salió al pasillo.

– Muy bien, vamos a Bethesda. Será mejor que no perdamos ni un minuto. -Miró a Karen.- Me pregunto de qué demonios se tratará.


El Cadillac había avanzado a toda velocidad por la avenida Wisconsin en dirección norte, había cruzado la frontera de Maryland, había pasado frente al campo de golf del Club de Campo Chevy Chase, había aminorado la marcha al llegar a la zona comercial de Bethesda, había enfilado la tortuosa carretera que conducía al centro hospitalario y, finalmente, se había detenido frente a la entrada de la blanca torre que constituía el principal edificio del Centro Médico Naval Nacional de Bethesda.

Rogándole a Karen que permaneciera en el automóvil en compañía de Hogan y de Pagano, el chófer, Collins corrió hacia el edificio. Al entrar, un oficial de Marina que lucía dos galones en su camisa de cuello abierto le salió rápidamente al encuentro y le preguntó:

– ¿El Secretario de Justicia Collins?

– Sí.

– Sígame, señor. Es en la quinta planta.

Mientras subían en el ascensor, Collins preguntó:

– ¿Cómo está el coronel Baxter?

– Lamento decirle que, cuando bajé hace veinte minutos, su vida estaba pendiente de un hilo.

– Espero llegar a tiempo. ¿Quién está con él?

– Su señora, claro. Y su nietecito, Rick Baxter, que vive ahora con sus abuelos porque sus padres se encuentran de viaje en Kenya por no sé qué asunto de gobierno. Hemos intentado ponernos en contacto con ellos esta misma noche, pero no ha habido suerte. Después hay dos médicos y la enfermera que le atiende. Ah, y también está el padre Dubinski, casi no me acordaba. Pertenece a la iglesia de la Santísima Trinidad de Georgetown, la iglesia que solían frecuentar los Kennedy… Ya hemos llegado, señor.

Mientras avanzaban rápidamente por el pasillo, se cruzaron con varios oficiales médicos uniformados que debían estar a punto de celebrar una consulta. A Collins, Bethesda se le antojaba más una instalación militar que un hospital.

Al llegar a una de las habitaciones particulares cuya puerta permanecía abierta, el acompañante de Collins la señaló con un gesto.

– Por aquí, señor. El coronel ocupa dos habitaciones contiguas y ésta se utiliza como sala de espera. Él se encuentra en la otra.

Al entrar en la sala de espera improvisada, que estaba vacía, Collins escuchó unos ahogados sollozos; se dio la vuelta y observó que la puerta de la otra habitación no estaba cerrada. Sólo podía ver una parte de la cama, pero después distinguió a un grupo de personas en un rincón medio a oscuras. Vio a Hannah Baxter, por quien Collins sentía un gran respeto, con su cabello entrecano, sentada con gesto abatido y llevándose un pañuelo a los ojos mientras lloraba desconsoladamente. A su lado se encontraba el muchacho, su nieto Rick -Collins recordó que tenía doce años-, tomándola del brazo, el rostro pálido, confuso y lloroso. Junto a ellos estaba el sacerdote, vestido de negro.

– Por favor, espere aquí, señor -dijo el oficial que había escoltado a Collins-. Voy a comunicarles su llegada.

Desapareció en la habitación de al lado, cerrando la puerta tras de sí.

Collins buscó un cigarrillo, lo encendió y empezó a pasear nerviosamente por la triste y pequeña estancia. Una vez más, se preguntó qué sería aquello tan urgente que el coronel Baxter tenía que decirle en su última noche en la Tierra. Aunque Collins había llegado a conocer bastante bien al coronel Baxter y a su mujer a través de las ocasionales invitaciones sociales, jamás le había unido con ellos relaciones de estrecha amistad, y la mayoría de los contactos que había mantenido con el coronel habían sido de carácter profesional. ¿Qué podría querer decirle en estos confusos momentos?

Poco después se abrió la puerta de la habitación contigua y Collins apagó automáticamente el cigarrillo y se quedó inmóvil. Salió el oficial, que no volvió a mirarle, seguido de una enfermera y del pequeño Rick. Pasaron junto a Collins sin el menor gesto y salieron al pasillo. Segundos más tarde, el espacio de la puerta de la habitación contigua fue ocupado por una figura vestida de negro. Se trataba evidentemente del padre Dubinski, de la iglesia de la Santísima Trinidad.

Mientras cerraba cuidadosamente a su espalda la puerta de la habitación, el sacerdote saludó a Collins con un movimiento de cabeza; después cruzó la estancia con el fin de cerrar la puerta quedaba al pasillo. Collins le observó: un hombre fuerte y de baja estatura, con el cabello negro azabache, ojos de un sorprendente azul claro, mejillas hundidas y boca serena; debía de tener unos cuarenta y tantos años.

– ¿Señor Collins? Soy el padre Dubinski -dijo acercándose a Collins y bajando por unos instantes la mirada.

– Sí, lo sé -dijo Collins-. Estaba en la Casa Blanca cuando he recibido el mensaje de Hannah… de la señora Baxter, en el sentido de que el coronel se estaba muriendo y deseaba verme con urgencia porque tenía algo importante que decirme. He venido con la máxima rapidez posible. ¿Está consciente? ¿Puedo verle ahora?

El sacerdote carraspeó.

Me temo que no. Lamento decirle que ya es demasiado tarde. El coronel Baxter ha muerto hace apenas diez minutos. -Se detuvo.- Que su alma descanse en paz por toda la eternidad.

Collins no sabía qué decir.

– Es… es una tragedia -dijo finalmente-. ¿Ha muerto hace diez minutos? No… no puedo creerlo.

– Pues es cierto. Noah Baxter era un hombre excelente. Sé lo que usted siente porque sé lo que siento yo. Pero… cúmplase la voluntad de Dios.

– Sí -dijo Collins.

No sabía si resultaría adecuado, en aquellos primeros momentos de duelo, intentar averiguar la causa de que el coronel Baxter hubiera mandado llamarle. Pero, adecuado o no, sabía que tenía que preguntar.

– Óigame, padre, ¿conservaba el coronel la lucidez en el momento de morir? ¿Pudo hablar?

– Habló un poco.

¿Le dijo a alguien, a usted o a la señora Baxter, por qué deseaba verme?

No, me temo que no. Se limitó a decirle a su esposa que necesitaba verle a usted con urgencia, que tenía que hablar con usted.

¿Y no dijo nada más?

El sacerdote jugueteó con el rosario.

– Bueno, después habló un poco conmigo. Le dije que me encontraba aquí con el fin de administrarle los sacramentos de la reconciliación, la extremaunción y el viático, si así lo deseaba. Me rogó que le administrara dichos sacramentos y pude hacerlo a tiempo para que pudiera reconciliarse con Dios Todopoderoso como un buen católico. Casi inmediatamente después, cerró los ojos para siempre.

Collins deseaba abreviar aquella conversación de tipo espiritual.

Padre, ¿me está usted diciendo que se ha confesado en su lecho de muerte?

– En efecto. He escuchado su última confesión.

Bueno, ¿ha habido algo en la confesión que pueda darme alguna idea… alguna idea de lo que con tanta urgencia deseaba decirme?

– Señor Collins -dijo el padre Dubinski frunciendo los labios-, la confesión es materia confidencial.

– Pero, ¿y si le dijo a usted algo que deseaba que yo supiera…?

– No está en mi mano establecer lo que iba destinado a usted y lo que iba destinado al Señor. Se lo repito, la confesión del coronel Baxter debe permanecer en secreto. No puedo revelarle ninguna parte de la misma. Ahora será mejor que regrese junto a la señora Baxter. -Se detuvo unos instantes.- Le repito que lo siento, señor Collins.

El sacerdote se dirigió hacia la habitación contigua y Collins se encaminó lentamente hacia el pasillo.

Minutos más tarde había abandonado el hospital y se acomodaba en el asiento de atrás del automóvil junto a una Karen inquieta y nerviosa. Le ordenó al chófer que les condujera a su residencia de McLean.

Mientras el automóvil se ponía en marcha, Collins se volvió hacia Karen.

– He llegado demasiado tarde. Ya había muerto.

– Es terrible. ¿Has… has averiguado qué es lo que tenía que decirte?

– No, no tengo ni la menor idea. -Se inclinó en su asiento, preocupado y perplejo.- Pero tengo el propósito de enterarme… de un modo u otro. ¿Por qué iba a desperdiciar conmigo sus últimas palabras? Ni siquiera era un íntimo amigo suyo.

– Pero eres el secretario de Justicia. Le has sucedido en el cargo de secretario de Justicia.

– Eso exactamente es lo que estaba pensando -dijo Collins como hablando consigo mismo-. Debía de tener algo que ver con eso. Con mi cargo. O con los asuntos del país. Con alguna de las dos cosas. Debía de ser algo que tal vez fuera importante para todos nosotros. Dijo que era importante cuando me mandó llamar. No puedo dejar esta cuestión sin resolver. Todavía no sé cómo pero tengo que averiguar lo que deseaba decirme.

Advirtió que la mano de Karen le comprimía el brazo.

– No lo hagas, Chris, no lleves las cosas más allá. No puedo explicarte por qué pero me asusta. No me gusta vivir asustada.

– Y a mí no me gusta vivir con misterio -dijo él contemplando la noche a través de la ventanilla.

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