7

Hacia la media mañana del día siguiente, el presidente Wadsworth había efectuado dos llamadas telefónicas en quince minutos.

Por primera vez que él recordara, el director Vernon T. Tynan se había negado a contestar a una llamada del presidente de los Estados Unidos. A puerta cerrada, y en compañía de Harry Adcock, había estado profundamente ocupado escuchando la grabación de una cinta que su ayudante le había entregado. Era la grabación de la conversación telefónica particular que se había efectuado una hora antes entre el presidente del Tribunal Supremo Maynard y el presidente Wadsworth. La llamada la había hecho el presidente del Tribunal Supremo, y su breve conversación con el presidente no había durado más de cinco minutos.

La primera llamada del presidente a Tynan se había producido en el momento justo en que Adcock llegaba al despacho con la importante grabación.

– Dígale que todavía no he llegado -le había ordenado Tynan a su secretaria-. Dígale que intentará localizarme.

La segunda llamada del presidente había tenido lugar mientras Tynan se hallaba aún escuchando la grabación.

– Dígale que no he llegado -le había dicho a su secretaria-, pero que lo haré de un momento a otro.

Ahora acababa de escuchar la grabación por completo.

Adcock apagó el aparato.

– ¿Quiere escucharla de nuevo, jefe?

– No, con una vez me ha bastado -repuso Tynan reclinándose en su sillón giratorio-. Debo decir que no me sorprende. Tras recibir ayer el informe de Kiley, sospechaba que iba a ocurrir. Ahora ya ha ocurrido. Bueno, será mejor que llame al presidente y lo escuche todo de nuevo.

Segundos más tarde Tynan establecía comunicación con el Despacho Ovalado de la Casa Blanca.

– Siento que no me haya encontrado aquí -dijo Tynan jadeando-. Acabo de llegar. Tenía dos citas fuera y olvidé decírselo a Beth. ¿Se trata de algo urgente?

– Vernon, estamos perdidos. Se acabó lo de la Enmienda XXXV.

– ¿Qué está usted diciendo, señor presidente? -preguntó Tynan fingiendo asombrarse.

– Poco antes de llamarle a usted he recibido una llamada del presidente del Tribunal Supremo, Maynard.

– ¿Sí?

– Deseaba saber si había oído hablar alguna vez de una localidad de Arizona llamada Argo City. El nombre me ha sonado inmediatamente. Es el lugar de que usted me habló anoche al informarme acerca de las más recientes actividades del FBI. Le he contestado a Maynard que sí, que había oído hablar de ese lugar, que se trataba de una comunidad que el FBI llevaba varios años investigando. Le he dicho que usted personalmente había estado dirigiendo la investigación de los delitos federales en aquella ciudad y que muy pronto sometería los resultados de sus estudios a la consideración del secretario de Justicia, Collins.

– Exactamente.

– Bueno, pues parece ser que Maynard sustenta otra opinión acerca de las actividades que ha estado usted desarrollando en Argo City.

– No lo entiendo -dijo Tynan fingiendo asombrarse-. ¿Qué otra opinión podría sustentar?

– Tiene la impresión de que ha estado usted utilizando Argo City como terreno de prueba de la Enmienda XXXV. Y los resultados, que tal vez a usted le hayan complacido, a él le han horrorizado.

– Eso es absurdo.

– Yo también le he dicho que era absurdo… ni más ni menos. Pero el muy terco no ha dado su brazo a torcer.

– Delira -dijo Tynan.

– Tal vez, pero está en contra nuestra. Ha dicho que jamás se había manifestado públicamente en contra de la Enmienda XXXV pero que ahora estaba dispuesto a hacerlo. Después ha intentado someterme a un chantaje.

– ¿Someterle a usted a un chantaje, señor presidente? ¿De qué modo?

– Ha dicho que si yo retiraba públicamente mi apoyo a la enmienda, gustosamente accedería a guardar silencio. Pero que si me negaba a hacerlo, si me negaba a modificar mi postura, entonces hablaría.

– Pero, ¿quién demonios se ha creído que es, amenazando así al presidente? -exclamó Tynan indignado-. ¿Y usted qué le ha respondido?

– Le he dicho que siempre había apoyado con firmeza la Enmienda XXXV y que seguiría haciéndolo. Le he dicho que creía en ella y que deseaba que se ratificara como parte de la Constitución.

– ¿Y él cómo ha reaccionado? -preguntó Tynan con inquietud simulada.

– Ha dicho: «En tal caso, me obliga usted a actuar, señor presidente. Voy a dimitir de mí cargo y a entrar en liza para poder hablar mientras aún esté a tiempo.» Ha dicho que esta misma tarde emprendería viaje a Los Ángeles y que se pasaría todo el día de mañana en su residencia de Palm Springs. Pasado mañana se dirigiría de nuevo a Los Ángeles. «Convocaré una conferencia de prensa en el hotel Ambassador para anunciar mi dimisión del cargo de presidente del Tribunal Supremo y anunciaré mi propósito de comparecer como testigo ante los comités judiciales de la Asamblea y del Senado del estado de California con el fin de expresarme en contra de la aprobación de la Enmienda XXXV», me ha dicho finalmente.

– ¿Está dispuesto a hacer efectivamente lo que dice?

– Sin la menor duda, Vernon. He intentado hacerle recapacitar pero ha sido inútil. Dentro de unas horas saldrá para California. Y nosotros estaremos perdidos. En cuanto empiece a hablar en contra de la enmienda, todo estará perdido. Provocará una conmoción entre los legisladores. ¿Quién hubiera podido imaginarse que iba a ocurrir semejante cosa? Todos nuestros esfuerzos y esperanzas destruidos por la intervención de un solo hombre. ¿Qué podemos hacer, Vernon?

– Podemos combatirle.

– ¿Cómo?

– No estoy seguro. Trataré de pensar algo.

– Piense usted algo… lo que sea.

– Lo haré, señor presidente.

Tynan colgó, contempló el aparato sonriendo, levantó la cabeza y le dirigió a Adcock una sonrisa.

– Claro que pensaremos algo, ¿no es cierto, Harry? -dijo guiñándole el ojo.


Aquella noche Chris Collins se sentía alborozado. Por primera vez se sentía libre de la tensión que le había agobiado en el transcurso de las últimas semanas y podía descansar.

Poco después de regresar del trabajo, había recibido la anhelada llamada de Maynard. El presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos había llegado hacía escasos minutos al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles y, antes de dirigirse con su esposa a Palm Springs, deseaba informar a Collins de lo que había ocurrido aquella mañana. Había conversado telefónicamente con el presidente. Le había rogado que modificara su postura en relación con la Enmienda XXXV. El presidente se había negado a hacerlo. Maynard le había dicho entonces que se iría a Los Ángeles y que allí anunciaría su dimisión del cargo de presidente del Tribunal Supremo y su propósito de expresarse en Sacramento en contra de la aprobación de la enmienda. Se pasaríatodo el próximo día en su estudio de Palm Springs redactando su discurso de dimisión y su enérgica declaración ante los comitéslegislativos.

– Espero que sea suficiente -había dicho.

– Lo será, lo será sin duda -le había dicho Collins muy emocionado-. Muchas gracias, señor Maynard.

– Gracias a usted, señor Collins.

Karen había estado escuchando sus palabras con expresión inquisitiva. Tras colgar el teléfono, Collins se había levantado, se había acercado a ella y había hecho ademán de levantarla del suelo, pero entonces, acordándose de su embarazo, se había limitado a abrazarla y besarla.

Rápidamente, Collins le había explicado a Karen -sin entrar en detalles y sin referirse para nada a Argo City- la decisión del presidente del Tribunal Supremo de manifestarse públicamente en contra de la Enmienda XXXV.

Karen se había alegrado muy sinceramente.

– Qué estupendo, cariño. Buenas noticias, por fin.

– Vamos a celebrarlo -había dicho Collins. Se sentía ligero de cabeza y de cuerpo como si le hubieran quitado varios kilos de encima-. Vamos a cenar fuera. Elige el sitio.

– El Jockey Club -había dicho Karen- y turnedos Rossini.

– Vístete. Yo reservaré la mesa. Nosotros dos solos. Nada de trabajo, sólo placer, te lo prometo.

Media hora más tarde, tras haberse duchado juntos, se encontraban en el dormitorio ya casi vestidos.

Collins se estaba poniendo los pantalones de su mejor traje azul marino cuando sonó el teléfono.

– Ponte tú -le dijo Karen desde la mesita del tocador-. No se me ha secado todavía el esmalte de las uñas.

Collíns se acercó a la mesita y rezó para que no fuera ningún asunto de trabajo. Había muy pocas personas no relacionadas con el Departamento de Justicia que conocieran su número de teléfono particular. Descolgó el aparato.

– ¿Diga?

– ¿Señor Collins?

– ¿Sí?

– Soy Ishmael Young. No sé si me recuerda…

Collins esbozó una sonrisa. Como si resultara fácil olvidar aquel nombre.

– Pues claro que le recuerdo. Es usted el escritor de la autobiografía del director Tynan.

– Espero que no se me recuerde precisamente por eso -dijo Ishmael Young con voz muy seria-. Pero no importa. Estoy escribiendo la autobiografía de Tynan y tuvo usted la amabilidad de recibirme el mes pasado. -Young vaciló, buscó las palabras más adecuadas y después dijo en tono de urgencia:- Sé que está usted muy ocupado, señor Collins, pero, si fuera humanamente posible, tendría que verle esta noche. No le entretendré mucho rato…

Collins le interrumpió mirando a su esposa.

– Me temo que esta noche estoy ocupado, señor Young. Si usted pudiera llamarme a mi despacho el lunes, podríamos…

– Créame, señor Collins, no me atrevería a molestarle si no fuera importante. Tanto para usted como para mí.

– Pues, no sé…

– Se lo ruego.

El tono de voz de Ishmael Young hizo capitular a Collins.

– Muy bien. En realidad, mi esposa y yo teníamos intención de irnos a cenar al Jockey Club.

– Lo lamento. Pero…

– No se preocupe. Estaremos allí a las ocho y media. Puede usted reunirse con nosotros.

Tras colgar el aparato, Collins observó que Karen le miraba inquisitivamente.

– Es el que le está escribiendo la autobiografía a Vernon Tynan -le explicó a su mujer encogiéndose de hombros-. Quiere verme esta noche. Siento curiosidad por saber de qué se trata. En realidad, es un sujeto muy simpático. Espero que no te importe, cariño.

– Tonto, no esperaba que fuéramos a cenar los dos solos -dijo ella indicándole el aparato-. Será mejor que llames al Jockey Club y reserves mesa para tres. Además, siento tanta curiosidad como tú.


El Jockey Club, situado en el hotel Fairfax de la avenida Massachusetts, estaba ya abarrotado de gente a las nueve de la noche. A pesar de ello, la mejor mesa del restaurante había sido reservada para Chris Collins y sus acompañantes.

– Mira, eso de ser el secretario de Justicia tiene también sus ventajas -le había susurrado Collins a su mujer.

– Se tienen las mismas ventajas ofreciendo generosas propinas -replicó ella.

Ishmael Young les había estado aguardando en la calle y se había mostrado insólitamente nervioso, sin dejar de disculparse ante ellos desde que habían llegado.

Ahora, una vez les hubieron servido las bebidas, Young acarició con aire ausente el vaso de Jack Daniels con soda y se deshizo nuevamente en disculpas.

– Siento muchísimo haberme entremetido en una velada particular como ésta.

– Estamos encantados de tenerle en nuestra compañía -dijo Collins alegremente. Se sentía muy dichoso y levantó su whisky con agua en un brindis burlón-. Por la derrota de la Enmienda XXXV. -Esperó a que Karen levantara su vodka con tónica y a que el escritor se uniera al brindis y bebió. Tras dejar el vaso, le dijo a Young:- No sabía usted que ya no apoyo la Enmienda XXXV, ¿verdad?

– Pues sí, lo sabía -repuso Young.

Collins no pudo ocultar su asombro.

– ¿Cómo es posible? Ha sido una decisión personal. No la he dado a conocer públicamente, y no la daré a conocer mientras pertenezca a la administración. -Ladeó la cabeza mirando a Young.- ¿Cómo se ha enterado usted?

– Olvida que estoy trabajando con el director Tynan -dijo Young-. El director lo sabe todo. Y yo soy su «sombra». Collins se puso muy serio.

– Comprendo. O sea, que él también lo sabe, ¿verdad?

– Sí.

– Debería haberlo imaginado. -Ingirió un buen trago de whisky.- Siempre tiendo a subestimarle. Debería recordar que es extraordinario.

Se produjo un breve silencio. Ishmael Young empezó a juguetear con su vaso; parecía como si intentara hallar las palabras más adecuadas para expresar lo que deseaba decir. Al final, decidió hablar.

– He querido verle esta noche por… por dos razones. Una de ellas tiene que ver con usted. La otra tiene que ver conmigo. Me referiré en primer lugar a la suya.

Vaciló unos momentos y Collins tuvo que aguijonearle.

– Y bien, ¿de qué se trata?

– Quiero hablarle de Tynan.

Collins pareció exasperarse.

– Un momento. Si quiere usted decir que desea hacerme más preguntas acerca de lo que opino de Tynan con vistas a su libro, no tengo nada más que decirle.

– No, no se trata de eso -se apresuró a decir Young-. No tiene nada que ver con el libro. No me he entremetido en su cenapara preguntarle acerca de Tynan. He venido porque deseo hablarle de Tynan. Quería…

– Hablarme, ¿de qué? -le interrumpió Collins impacientándose-. ¿De qué quiere usted hablarme?

Karen extendió la mano y rozó el brazo de Collins.

– Por favor, Chris, déjale hablar.

Ishmael Young le dirigió a Karen una mirada de gratitud, se arregló nerviosamente el nudo de la corbata y se alisó los cabellos que le cubrían la calva.

A pesar de sentirse irritado ante el hecho de que el escritor se mostrara reacio a ir al grano, Collins obedeció a su esposa y esperó.

– No le gusta usted nada, ¿sabe? -dijo Young.

– ¿A quién? ¿A Tynan?

– En efecto. No le gusta usted absolutamente nada -repitió Young.

– No me sorprende -dijo Collins-. Pero, ¿cómo lo ha averiguado usted?

– Le veo en su despacho todas las semanas. Voy allí, sí, pero últimamente muchas veces parece como si no se percatara de mi presencia. Habla y habla. Contesta al teléfono. Efectúa llamadas. Deja notas y memorándos por allí. Casi no se da cuenta de mi presencia. Parece como si yo no fuera una persona. Tal vez tenga razón. No soy más que una especie de papel secante.

– Así es que no le gusto -dijo Collins.

– Y he llegado a la conclusión de que, si a él no le gusta, me tendrá usted que gustar a mí. Cualquier cosa o persona que no le guste a Tynan tiene que ser buena. Tal como le dije la primera vez que nos vimos, Tynan no es santo de mi devoción. Y he llegado a pensar que tampoco lo es de la suya. He comprendido, tanto si a usted le gusta como si no, que estamos del mismo lado. Por eso he querido verle inmediatamente, para advertirle de algo.

Karen pareció inquietarse, pero Collins permaneció impasible.

– Prosiga -dijo.

– Muy bien -dijo Young bajando la voz-. Tynan y el FBI han estado llevando a cabo una investigación acerca de usted.

– Oh, Chris -exclamó Karen con voz entrecortada.

Collins le hizo un gesto para que guardara silencio y le dijo al escritor:

– Eso no es ninguna novedad. Si no es más…

– Yo creía…

– Naturalmente que el FBI ha llevado a cabo una investigaciónacerca de mí. Es su trabajo. Tuvieron que iniciar una investigación acerca de mi persona en cuanto el presidente me nombró para el cargo de secretario de Justicia. Lo hacen siempre.

– No, usted no me ha entendido, señor Collins. Ya sé que realizaron una investigación sobre usted hace algunas semanas. Ya sé que lo hacen siempre. Lo que yo quiero decirle es que Tynan inició el otro día una nueva investigación secreta acerca de usted. La están realizando en estos momentos.

Collins parpadeó mirando a Young como desconcertado, y finalmente lo comprendió. Lanzó un suspiro y dijo:

– Bueno, pero… -Después añadió:- ¿Está usted seguro, Young?

– Completamente. Y tampoco es la primera vez que Tynan realiza averiguaciones acerca de usted. El mes pasado le oí hablar por teléfono acerca de Baxter y de la iglesia de la Santísima Trinidad y hacer una referencia al asunto de Collins…

– Eso ya lo sé -dijo Collins interrumpiéndole-. Pero lo de ahora es más importante. ¿Dice usted que está seguro? ¿Oyó usted que Tynan me estaba sometiendo nuevamente a investigación?

– Sin lugar a dudas. Ayer me pasé con él mucho rato. Recibió una llamada. Cuando estamos trabajando, sólo suelen pasarle las llamadas del presidente y de Adcock. Pero la llamada no era del presidente. Mientras él hablaba por teléfono, yo me fui al lavabo… pero dejé la puerta entreabierta. Pude oír lo que él de-cía. El nombre de usted no se mencionó. Pero hubo una referencia, no recuerdo exactamente cuál, que me permitió comprender claramente que estaban hablando de usted. Se relacionaba con una investigación actualmente en curso. Al final, Tynan le dijo a Adcock: «Bueno, pues siga intentándolo. Y no pierda de vista a los demás».

– ¿Los demás? -preguntó Karen perpleja-. ¿Qué quiso decir con eso?

– No tengo ni la menor idea -repuso Ishmael Young. Después se dirigió a Collins:- Pero no cabe la menor duda de que el tema de la conversación era usted. ¿Le parece lógico? ¿Puede haber alguna razón para que estén realizando una investigación sobre usted?

– Tal vez… sí, es posible -repuso Collins lentamente.

– He pensado que debía advertirle cuanto antes para que se ponga usted en guardia -dijo Ishmael Young.

– Se lo agradezco -dijo Collins con sinceridad-. Gracias… Ishmael. -Miró distraídamente a su alrededor, vio al camarero y le hizo señas.- Me parece que esto exige otra ronda.

Una vez el camarero se hubo marchado, Karen se aproximó a su esposo.

– ¿Qué significa todo eso, Chris? -le dijo tratando de reprimir su inquietud.

– No estoy seguro, cariño. Probablemente nada -repuso él procurando tranquilizarla-. No todas las investigaciones tienen un carácter siniestro. A veces se hacen para investigar a alguna persona relacionada conmigo al objeto de protegerme.

– Así podría ser, en efecto -se apresuró a decir Young en un intento de calmar a Karen.

– Pero lo menos que podría hacer es decírtelo -le dijo ésta a su marido-, no hacer esas cosas a espaldas tuyas. Al fin y al cabo, tú eres un superior suyo. Ciertamente es un hombre horrible.

Llegó la segunda ronda de bebidas y Young levantó su vaso.

– Por eso sí voy a beber, señora Collins -dijo mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie le estuviera escuchando-. Él, ya saben ustedes a quién me refiero, es el peor hijo de puta, y perdónenme la expresión, el peor ególatra y el bastardo más inmoral que jamás me he echado a la cara.

Bebieron y, antes de que pudieran reanudar su conversación, apareció el maitre para anotar los platos.

Todos se mostraron de acuerdo en pedir de primer plato sopa de cebolla gratinada. Después, Collins pidió turnedos Rossini para Karen, esperó a que Young terminara de examinar la carta y, finalmente, pidió para éste bistec a la Stroganoff y pollo al vino para sí mismo.

Ishmael Young tomó otro trago de Jack Daniels.

– Hablando de Tynan -dijo dirigiéndose a Karen-, son sólo conjeturas, desde luego, pero no se me ocurre pensar en nadie que le aprecie, a excepción de su madre y de Adcock. Todos los demás o bien le respetan o bien le odian o le temen.

Collíns estaba empezando a mostrarse interesado.

– A excepción de su madre y de Adcock, ha dicho usted. ¿Ha sido una broma eso de su madre o hablaba usted en serio? ¿Acaso tiene a su madre aquí?

– Le cuesta creerlo, ¿verdad? Que Vernon T. Tynan pueda tener madre… Pues la tiene. A un tiro de piedra de aquí. Rose Tynan. Ochenta y cuatro años de edad. Vive en Alexandria. Nadie lo sabe a excepción de Adcock y de mí, pero acude a verla todos los sábados. Sí, el monstruo tiene una madre en toda regla.

– ¿La ha visto usted? -preguntó Collins.

– Desde luego que no. Está prohibido. Una vez en que le estaba entrevistando a propósito de sus años juveniles, Tynan no conseguía recordar no sé qué cosa, pero dijo que su madre sí se acordaría y que ya se lo preguntaría. Yo entonces le dije que no sabía que su madre viviera, y él me contestó: «Ya lo creo, pero no hablo de ella por motivos de seguridad, por su propia seguridad». Me ordenó que no dijera en el libro que estaba viva, rogándome, sin embargo, que me refiriera a ella y dijera cosas agradables acerca de su persona. Y entonces me habló un poco de su madre. Así es como lo supe.

– Interesante -dijo Collins.

– No me puedo imaginar a un Tynan con madre -dijo Karen-. Eso le confiere una apariencia casi humana.

– No se llame usted a engaño -le dijo Ishmael Young-. Calígula también tenía una madre. Al igual que Jack el Destripador.

Collins se mostraba simplemente interesado, pero Karen se lo había tomado muy en serio y deseaba seguir hablando de Tynan con Ishmael Young.

– Señor Young, si tanto le desagrada el director Tynan…

– Yo no he dicho que me desagradara. Le odio.

– Muy bien, pues si le odia, ¿por qué trabaja con él en su autobiografía?

– ¿Pór qué? Voy a decirle el porqué… -Pero no lo hizo en seguida, porque el camarero se había acercado con un carrito en el que traía la sopa de cebolla y estaba empezando a servírsela en unos cuencos. En cuanto el camarero se hubo marchado, Young siguió hablando:- Cuando conocí a su esposo le dije que me habían obligado a escribir este libro. Ahora me gustaría explicárselo mejor, si me lo permiten. -Se dirigió a Collins.- En realidad, existe otro motivo por el cual deseaba verle esta noche. Le he dicho que el primer motivo tenía que ver con usted y que el segundo tenía que ver conmigo. Espero que no le importe que le moleste con un problema que se me ha planteado. Guarda relación con Tynan y con el Mein Kampf que le estoy escribiendo.

– Prosiga, por favor -dijo Collins.

– Me obligaron a escribir este maldito libro -dijo Young-. Yo no quería pero Tynan me obligó. Lo que ocurrió fue… Bueno, yo estuve algún tiempo viviendo en París, donde me dediqué a realizar estudios sobre un libro que tenía intención de escribir, no por cuenta de terceros sino firmado con mi propio nombre, un libro sobre la Comuna de París. Entre las personas que entrevisté entonces, hace dos años, se encontraban un profesor británico exiliado y su esposa. El profesor Henderson, un experto en el tema de la Comuna, había sido deportado hacía tiempo desde los Estados Unidos por su participación en actividades anarquistas. Los Henderson tenían una hija, Emmy, de la que me enamoré perdidamente. La primera y única vez de mi vida. Y ella se enamoró de mí. Y decidimos casarnos. Lo malo era que yo… estaba casado. Separado desde hacía algún tiempo, pero casado. Teníamos previsto que yo regresara a Nueva York, me divorciara y después mandara llamarla y me casara con ella. El divorcio resultó bastante complicado…

– Conozco el tema -dijo Collins tomando la mano de Karen.

– Al final, tuve un poco de suerte. Conseguí escribir un libro de bastante éxito y, entregándole todos los beneficios a mi esposa, conseguí divorciarme. Me disponía ya a llamar a Emmy. Pero, entre tanto, Vernon T. Tynan me había descubierto y había llegado a la conclusión de que yo era la única persona capaz de escribirle su autobiografía. Me negué. A Tynan no le gusta que le hagan un desaire. Realizó una investigación acerca de mí. Se enteró de lo de Emmy y sus padres. Se enteró de que Emmy, al igual que sus padres, había sido una anarquista declarada, si bien, a diferencia de sus padres, se trataba de una anarquista pasiva, de tipo intelectual. Es una persona dulce y amable, una teórica política, pero nada más. Pues bien, Tynan ya pudo disponer del material que le hacía falta y me lo echó en cara. Si me negaba a colaborar con él en su libro, impediría la entrada de Emmy en Estados Unidos sobre la base de que era una extranjera indeseable. En cambio, si colaboraba con él, se olvidaría de todo y le permitiría entrar en el país en cuanto se hubiera terminado de escribir el libro. Ése fue el anzuelo que me lanzó. ¿Qué podía hacer? Tenía que morderlo. Por eso accedí a escribirle el libro.

– Es espantoso. Qué terrible manera de obligarle a hacerlo -dijo Karen.

– ¿Cuál es pues su problema? -preguntó Collins.

– El problema es que… Tynan me ha engañado. Hace dos semanas estuve examinando una nueva partida de material para el libro: papeles, grabaciones, qué sé yo. Tynan me lo facilitó para que lo copiara. Parte del material pertenecía al difunto secretario de Justicia Baxter y parte pertenecía a Tynan. Lo he estado copiando todo con el fin de poder devolverle los originales a Tynan. Pues bien, ayer, mientras repasaba esos papeles, me encontré con un memorando que Tynan le había escrito a Baxter y que, al parecer, debió olvidar que se lo había enviado. En él le advertía de que a Emmy Henderson, entre otras personas, habría que prohibírsele la entrada en los Estados Unidos por ser una extranjera indeseable. El memorando había sido escrito después de haberme Tynan prometido que autorizaría su entrada. Sigue empeñado en castigarme por haber rechazado su ofrecimiento al principio. Puede usted imaginarse mi reacción. Hubiera deseado echarle en cara esta traición, pero temía hacerlo. No sabía qué hacer. Entonces pensé que una copia del memorando tal vez se encontrara en los archivos del Servicio de Inmigración y Naturalización, y que éste se halla controlado por usted. Éste es el segundo motivo por el cual deseaba verle esta noche. Deseo pedirle que me ayude.

– Sí -dijo Collins sin vacilar-, el Servicio de Inmigración es uno de mis departamentos. Puedo decidir acerca de la admisión de extranjeros en el país. Estaré encantado de buscar la ficha de su Emmy. Por su parte, envíeme usted los documentos que posea relacionados con su instancia. Revisaré el caso. Si es lo que usted me asegura que es…

– Le garantizo que está limpia.

– …entonces anularé la recomendación de Tynan y me encargaré de que se le autorice la entrada.

– Señor Collins, no sabe usted lo feliz que me hace. No sabe cuánto se lo agradezco y lo mucho que ello significa para mí. Estoy en deuda con usted.

– Soy yo quien la tengo contraída con usted -dijo Collins sonriendo-. Pero no se trata de eso. Es una cuestión de pura justicia.

Karen era la única persona de la mesa que aún se mostraba preocupada.

– Quiero que lo hagas, Chris. Pero tengo miedo de lo que pueda hacer Tynan. No le gustará. Podría vengarse.

– No te preocupes -le dijo Collins a su esposa-, sé cómo manejar el asunto. -Miró a Young.- Siga usted escribiendo el libro como si no supiera nada. Me encargaré de ello discretamente. Tynan no se enterará siquiera.

Karen respiró aliviada. Pero seguía sin tranquilizarse en cuanto a Tynan.

– ¿Hace eso muy a menudo? Me refiero al director Tynan. ¿Entremeterse en la vida de la gente? ¿Comportarse de ese modo? Es increíble.

Ishmael Young sacudió la cabeza antes de seguir prestando atención a lo que tenía en el plato.

– No hay nadie que le iguale. Con su máquina de investigación, es capaz de saberlo absolutamente todo. Estoy seguro de que no hay nada de su vida, señora Collins, ni de la suya, señor Collins, o de la mía que Vernon T. Tynan no sepa. He llegado a la conclusión de que es el hombre más poderoso del país. Y, si no lo es, lo será en cuanto la Enmienda XXXV sea aprobada.

– No será aprobada -dijo Collins pausadamente-. Pasado mañana la enmienda será derrotada y de nuevo podremos gozar de la vida. Así es que no se preocupe por Tynan. Comamos, bebamos y alegrémonos. Esta noche tenemos que celebrarlo.


Cuando Karen Collins, enfundada en su vaporoso camisón azul pálido, penetró en el domitorio procedente del cuarto de baño, todas las luces estaban apagadas a excepción de la de la lámpara dela mesilla de noche. El reloj eléctrico de debajo de la lámpara marcaba la una menos diez de la madrugada. En el otro lado de la cama, su esposo, ya acostado, se encontraba tendido con la cabeza profundamente hundida en la almohada y de espaldas a ella.

Karen se metió en la espaciosa cama e incorporándose un poco se inclinó hacia él. Collins mantenía los ojos cerrados.

– Gracias por esta velada tan maravillosa, cariño -le dijo ella en un susurro.

– Mmmm -murmuró él con expresión fatigada.

Karen inclinó la cabeza y le besó en la mejilla.

– Buenas noches, cariño. Estás muy cansado. Que duermas bien.

Le pareció oír que le decía buenas noches.

Le estuvo contemplando unos instantes y, finalmente, volvió a incorporarse y se tendió boca arriba en su lado de la cama, sin apagar todavía la luz de la lámpara. Se quedó un rato mirando pensativa hacia el techo.

Su mente regresó a la velada en el Jockey Club y a aquel escritor regordete llamado Ishmael Young.

Young había dicho al principio: «El director lo sabe todo».

Más tarde había dicho: «Estoy seguro de que no hay nada de su vida, señora Collins, ni de la suya, señor Collins, o de la mía que Vernon T. Tynan no sepa».

Pensó en todo ello mientras miraba hacia el techo y recordó aquella vez en Fort Worth, Texas.

Se fue agitando por momentos y súbitamente fue presa del miedo.

Volviendo la cabeza sobre la almohada, contempló la parte posterior de la cabeza de su esposo y se humedeció los resecos labios. Aún estaba a tiempo de hablar. Tal vez no fuera un tema muy apropiado para la alcoba, tal vez no resultara adecuado estando él tan cansado… pero tenía que hablar.

– Chris -dijo-, Chris, cariño, tengo que hablarte de algo… algo que jamás había tenido ocasión de decirte. Creo que debo decírtelo ahora. Hubiera debido hacerlo antes, pero… en fin, es algo que tienes que saber. Escúchame, cariño. Déjame hablar. ¿Lo harás, cariño?

Calló esperando la respuesta… y pudo escucharla.

Collins estaba roncando suavemente.

Demasiado tarde.

Con un suspiro de angustia, se dio la vuelta, extendió la mano para apagar la lámpara y después dejó caer la cabeza sobre la almohada manteniendo los ojos abiertos en la oscuridad.

Se estremeció. Recordaba el pasado; pensaba aturdida en el futuro.

Cerró los ojos permaneciendo despierta un rato hasta que el sueño la envolvió en las tinieblas.

Tal vez, pensó, y fue su último y consolador pensamiento antes de dormirse, me estoy comportando como una chiquilla tonta a la que asusta la noche. Aquí no hay monstruos. Sólo personas. Personas como tú y como yo. Buenas noches, Chris. Juntos estamos a salvo, ¿no es cierto?

Tras lo cual se fue hundiendo cada vez más profundamente en ese lugar en el que comienzan los sueños.


En el edificio J. Edgar Hoover, Harry Adcock, tras haberse tomado un almuerzo ligero, abandonó su despacho de la séptima planta y se dirigió hacia el ascensor. Su destino de aquel domingo por la tarde, el mismo de todos los días desde que su jefe le había encargado aquella misión de alta prioridad, era el complejo de computadoras situado en la parte de atrás de la primera planta.

Mientras descendía en el ascensor, Adcock recordó las palabras textuales de la misión que le había confiado Tynan.


empezar con nuestro secretario de Justicia, Collins. Quiero que se lleve a cabo una discreta investigación acerca de su persona…Quiero que se realice una investigación diez veces más exhaustiva que las de la primera vez… Investiguen a todas las personas que se hayan relacionado con él a lo largo de toda su vida.


Adcock no había perdido el tiempo y había organizado dos equipos de fuerzas de choque de la más alta eficacia. El mayor de ellos, integrado por agentes especiales exteriores cuidadosamente seleccionados entre diez mil, trabajaría sobre el terreno. Dichos agentes habían sido elegidos no sólo por su experiencia y habilidad sino también por su personal lealtad al director. El grupo más pequeño estaba integrado por agentes escogidos entre el personal de más confianza y discreción de la central, y su labor consistiría sobre todo en el llamado trabajo de oficina.

Las dos fuerzas se habían lanzado inmediatamente a investigar acerca de Collins. Habían realizado su labor en silencio y con la mayor discreción -en la medida de lo posible-, y, en el transcurso de los días que llevaban trabajando, habían conseguido obtener una enorme cantidad de material. La vida de Collins había sido examinada minuciosamente, al igual que las de todos sus parientes, conocidos y amigos.

Hasta la fecha, por lo menos hasta el día anterior, los resultados habían constituido para Adcock una triste decepción. Todo lo que se había averiguado acerca de Collins y sus allegados había resultado legal, correcto, honrado y decente, confirmando los hallazgos de la primera investigación realizada por el FBI. Se habían abierto casi todas las puertas de los armarios. En ninguno de ellos se había descubierto ningún esqueleto. Resultaba asquerosamente ilógico y Adcock no acertaba a creerlo. Llevaba mucho tiempo en aquel trabajo, había podido ver lo peor de los seres humanos, para creer en la pureza. Si se escarbaba lo suficientemente hondo y durante el tiempo suficiente, se descubría alguna suciedad… más tarde o más temprano se descubría alguna suciedad.

Como es natural, había mantenido a Tynan al corriente de los progresos de la investigación. Puesto que a Tynan jamás le interesaban los detalles sino únicamente los resultados finales, Adcock no le había hablado a su jefe de sus fracasos diarios en su intento de descubrir algo que poseyera cierto valor de carácter práctico. Sólo le había revelado las cosas que marchaban por buen camino, las pistas que se habían estado siguiendo desde Albany a Oakland.

Esperaba que hoy tuviera mejor día y que descubriera algo satisfactorio y útil, algo de interés para su jefe.

Al llegar al primer piso, Adcock salió del ascensor y pasó frente a la fuente ornamental en dirección al complejo de computadoras del FBI.

Una vez dentro, leyó el rótulo que decía Centro Nacional de Información Criminal y se tranquilizó inmediatamente. Al pasar la mirada por los aparatos electrónicos que llenaban la vasta sala -el teclado de introducción de datos, el tablero de control, las unidades de cinta magnética, la impresora de mil cien líneas por minuto- su sensación de seguridad se hizo total. No había impureza humana que pudiera escapar a la detección por parte de aquellos aparatos, del mismo modo que no existía debilidad humana que pudiera escapar al olfato de los persistentes sabuesos del exterior.

Adcock empezó a buscar por la sala a Mary Lampert. Era la funcionaria de comunicaciones de mayor categoría y su principal contacto allí abajo. Al no verla, se detuvo para preguntarle a otra empleada dónde estaba. Le dijeron que acababa de salir y que regresaría en seguida.

Adcock se acomodó en una silla, dispuesto a esperarla.

Mientras contemplaba una vez más las cadenas de computadoras, recordaba la División de Identificación de arriba y pensaba en los agentes del exterior, no le cupo a Adcock la menor duda de que más tarde o más temprano dispondría de alguna buena noticia para su jefe. No era más que una cuestión de tiempo.

El lenguaje de la cabeza de Adcock era el lenguaje de las implacables estadísticas. Para animarse un poco, empezó a pasarles revista.

Cadena de computadoras. El sistema se alimentaba a través de las cuarenta mil agencias federales, estatales y locales de cincuenta estados. Se recogían y almacenaban datos no sólo acerca de personas con antecedentes penales y delincuentes o alborotadores en potencia, sino también acerca de disidentes en general, de congresistas, de funcionarios gubernamentales, de elementos que se hubieran destacado en su crítica a las instituciones de los Estados Unidos… prácticamente de cualquier persona de más de diez años de edad. Bastaba pensar en los archivos de detenciones. Aproximadamente un cuarenta y nueve por ciento de la población era detenido una vez en su vida, contando ciertas infracciones de tráfico. En el transcurso de su vida, un noventa por ciento de los varones negros eran detenidos por lo menos una vez, y un sesenta por ciento de los varones blancos lo era también. Todas estas detenciones figuraban en el banco de datos. Dado el índice de criminalidad, y aun pasando por alto las infracciones de tráfico, aproximadamente unos nueve millones de personas serían detenidas aquel año. Aproximadamente la mitad de ellas no serían procesadas o bien su juicio sería sobreseído o bien serían juzgadas y absueltas; pero todas ellas acabarían figurando también en el banco de datos. Aparte de los datos procedentes de doscientos setenta y cinco millones de expedientes policiales, estaban también los datos procedentes de trescientos cincuenta millones de historiales clínicos, de doscientos noventa millones de historiales psiquiátricos y de ciento veinticinco millones de expedientes comerciales.

División de Identificación. Cada día, todos y cada uno de los días, llegaban al FBI treinta y cuatro mil nuevas huellas dactilares, quince mil de las cuales procedían de los organismos policiales y unas diecinueve mil de los organismos gubernamentales, de los bancos, de las compañías de seguros, de las oficinas de concesión de permisos de conducir y de otras fuentes. Todos, absolutamente todos los días. En 1975, el FBI disponía de dos-cientos millones de huellas dactilares en sus archivos. En la actualidad tal vez fueran doscientos cincuenta millones. Un tercio de las fichas figuraba en los archivos criminales y los dos tercios restantes en los archivos civiles.

Agentes exteriores del FBI. Había más de diez mil, incluidas las fuerzas de choque que estaban trabajando en aquella investigación. Las fuerzas de choque habían estado entrevistando a los amigos, parientes, conocidos y personas relacionadas con el objetivo, y habían visitado escuelas, clubs, comercios, bancos, médicos y abogados. Habían intervenido teléfonos e instalado aparatos de escucha, habían seguido a los interesados, habían colocado confidentes y habían sacado fotografías. Penetraban en los apartamentos y viviendas cuando no había nadie, revolvían los cubos de la basura e inspeccionaban y volvían a cerrar la correspondencia.

Maravilloso. ¿Quién podría escapar al ejército de Tynan? Las impurezas que hubiera se descubrirían, vaya si se descubrirían.

Harry Adcock se alegraba de haber efectuado aquel inventario mental. Se estaba sintiendo mejor por momentos.

Sus ensoñaciones fueron interrumpidas por un rostro femenino muy cerca del suyo. Aspiró el perfume y oyó que le decían en un susurro:

– Hola, Harry.

Levantó la cabeza. Mary Lampert había regresado.

– ¿Lleva mucho rato esperando? -preguntó ella.

– No, no. ¿Qué es lo que tenemos hoy?

– Venga al despacho.

En el austero despacho, Adcock se acomodó frente al escritorio. La vio acercarse al archivador a prueba de incendios y abrirlo. Le gustaba observarla, y no tuvo más remedio que admirar una vez más el buen gusto de su jefe. No parecía una funcionaria de comunicaciones. Aunque tampoco es que tuviera que parecerlo, puesto que éste no era más que uno de sus trabajos, recordó Adcock. Siguió observándola mientras abría un cajón del archivador. Mary Lampert tenía treinta y dos años y medía un metro setenta de estatura. Lucía un peinado ahuecado y poseía unos fríos ojos verdes, una corta nariz de caballete ancho y unos húmedos labios sensuales. El vestido se ajustaba a su busto, que era alto y firme, y a sus generosos muslos revelando la línea de las bragas.

El acneico rostro de Adcock adoptó una expresión complacida. Ella se le estaba acercando.

– Aquí tiene -le dijo entregándole una carpeta de cartulina gruesa-. Son los más recientes datos referentes a las veinte horas últimas.

Adcock abrió la carpeta y empezó a hojear las páginas. Al terminar, su expresión de complacencia se trocó en una expresión de desagrado.

– Maldita sea -dijo-. Nada.

– Eso es lo que yo he pensado -dijo Mary asintiendo-. Parece un informe de vigilancia de los scouts.

– Tenemos que seguir intentándolo, Mary. El jefe espera… Sonó el teléfono y Adcock interrumpió su frase mientras Mary se ponía al aparato.

– ¿De veras? -dijo ésta-. Subo ahora mismo.

Adcock la miró inquisitivamente.

– División de Identificación -dijo ella-. Espéreme aquí. Vuelvo en seguida. Tiene que ver con nuestro caso. No sé de qué se trata.

Mary se dirigió hacia la puerta. Adcock volvió a observarla mientras se marchaba con el contorno de las bragas dibujándose sobre sus nalgas por debajo del vestido. Tendría que recordar decirle que se pusiera aquel vestido la próxima vez que viera al jefe.

Adcock volvió a pensar en Vernon T. Tynan, en su responsabilidad ante Tynan, en lo mucho que siempre se había esforzado en complacer a Tynan y tenerle contento y en lo imposible que ahora sería que fracasara en aquella investigación acerca del muy traidor de Collins.

Jamás le había fallado a su jefe y no quería fallarle ahora, precisamente ahora, cuando tantas cosas se hallaban en juego.

Tynan siempre se había cuidado de él y, qué diablos, él estaría dispuesto a dar la vida por Tynan, si fuera necesario.

Sabía muy bien lo que la gente de aquella cochina ciudad decía acerca de las relaciones entre ambos, es decir, entre él y Tynan. Siempre había sospechado que hablaban, pero había conseguido establecerlo con toda certeza aquella noche en que instalaron aparatos de escucha en los salones en los que se iba a celebrar una fiesta social de alto nivel -congresistas, funcionarios del Departamento de Estado y gente de ésa- y había descubierto en la cinta a un grupo que chismorreaba y se reía. Les había oído chismorrear y reírse de Vernon T. Tynan y de Harry Adcock, «aquel par de viejos maricas». Siempre había sospechado que hablaban pero entonces pudo saberlo con toda certeza: Tynan y él, unos maricas.

Se enfureció a más no poder.

No es que le importara demasiado, pero es que se trataba de algo falso e injusto.

Cierto que Adcock amaba a Tynan, pero tal como un hombre puede amar a otro hombre sin ser homosexual. Por lo demás, Adcock había amado en cierta ocasión a una mujer -hacía ahora demasiado tiempo y ya no podía recordar sus facciones-, pero ésta había muerto antes de que pudieran casarse, en una época anterior a su incorporación al FBI. Tynan no la había sustituido a ella sino más bien al padre que Adcock jamás había conocido, dado que en su juventud sólo había conocido un orfanato. En realidad, en el transcurso de sus primeros tiempos en el FBI había habido otras mujeres, aunque sólo fueran como compañeras de lecho; pero, tras ascender de categoría en la organización y tras haber accedido Tynan al cargo de director, ya no había habido ninguna otra. Adcock se había entregado por entero al FBI -a Tynan y al FBI- y se había olvidado de todos y de todo. Se había comprometido a conservar el celibato como si el FBI fuera la orden religiosa de su vida.

En cuanto a Vernon T. Tynan, ¡santo cielo! Aquellos imbéciles no se percataban de que Tynan era normal con las mujeres, sólo que actuaba con tacto y discreción, habida cuenta del importante puesto que ocupaba. Tynan había sido visitado una vez por semana por alguna mujer que le enviaba una agradecida alcahueta de Baltimore, y ello desde hacía tanto tiempo como Adcock podía recordar. No se atrevía a enredarse demasiado con aquellas mujeres y procuraba mantenerse siempre a cierta distancia. Se acostaba con ellas pero nada más.

Y hacía unos tres años, al morir o retirarse aquella alcahueta, Tynan había buscado otro medio de satisfacer sus necesidades sexuales. Tenía que mostrarse precavido, pero afortunadamente había dado con una brillante solución. El FBI estaba empezando a incorporar a personal femenino en calidad no sólo de secretarias y administrativas sino también de agentes especiales y operadoras de computadoras. Al producirse una vacante en la sección de comunicaciones, Tynan le sugirió a su colaborador Adcock que entrevistase personalmente a las aspirantes y llevara a cabo una investigación acerca de las mejores de ellas en cuanto a experiencia laboral… y condescedencia sexual, contratando a la de mayor talento.

Mary Lampert obtuvo el puesto. Su trabajo consistía en cinco días a la semana en la central del FBI y una noche a la semana en la residencia particular de Vernon T. Tynan, situada en las afueras de la ciudad. Una noche de cada siete -todos los viernes por la noche-, Mary Lampert, camuflada con unas carpetas bajo el brazo, acudía a la casa de estilo georgiano fuertemente vigilada de Tynan, cerca del parque Rock Creek. Tomaba unas tres o cuatro copas en compañía del jefe. Le desnudaba. Después se desnudaba ella. Ambos jugaban en la cama y después ella introducía la cabeza entre las piernas de su jefe. Con precisión matemática, una vez a la semana, todas las semanas a lo largo de tres años. ¿Qué diablos se habían creído que eran aquellos imbéciles para decir que Vernon T. Tynan no era normal?

Santo cielo, pensó Adcock, cómo se sorprenderían aquellos imbéciles de la capital si supieran lo normales que eran el director y el director adjunto, probablemente los únicos seres normales de aquel depravado país (con la excepción del presidente). Y resultaba igualmente normal que él se sublimara en Tynan, que él fuera el más leal y seguro servidor del hombre auténticamente más grande de los Estados Unidos de Norteamérica.

Por eso no podía ahora decepcionar a Tynan en aquella cuestión tan importante de la investigación acerca de Collins.

Y, sin embargo, a pesar de toda su concentración y de todos sus esfuerzos, no había conseguido alcanzar todavía ningún resultado positivo.

Se estaba entristeciendo y desanimando una vez más, cuando se percató de que la funcionaria de comunicaciones Mary Lampert se encontraba de pie ante él contemplándole con expresión radiante.

Con una reverencia, Mary depositó sobre sus rodillas una tarjeta de registro de huellas dactilares y varias hojas de papel.

– Buenas noticias, Harry -le dijo.

– ¿De qué se trata? -preguntó él sobresaltado.

– De la investigación sobre Collins -repuso ella-. Acabamos de descubrir algo. Véalo usted mismo.

Adcock tomó los papeles, estudió las huellas dactilares y, poco a poco, empezó a examinar los papeles uno a uno. Su perplejidad se desvaneció de inmediato.

– ¡Santo cielo! -exclamó con expresión radiante.


Eran las ocho menos diez de la mañana y Chris Collins se encontraba de pie ante el espejo del cuarto de baño terminando de afeitarse. Se enjabonó el rostro una vez más y después se inclinó sobre el lavabo, recogió agua caliente con ambas manos y se enjuagó el jabón de la cara.

Se irguió y empezó a canturrear examinándose ante el espejo. Últimamente el espejo había reflejado un rostro alargado y enjuto perpetuamente enfurruñado que parecía el de un hombre de más edad. Pero esta mañana su rostro era -o al menos parecía-tan saludable y terso como el de un joven deportista.

Tal vez la transformación se debiera a su júbilo.

Desde que hacía dos días había recibido la llamada del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, en la que el jurista le había comunicado que iba a dimitir de su cargo con el fin de manifestarse en contra de la Enmienda XXXV, Collins se había estado sintiendo continuamente embargado por la alegría. Ni siquiera la más reciente noticia de anteayer por la noche -la advertencia de Ishmael Young en el sentido de que el FBI le estaba sometiendo secretamente a investigación- había conseguido empañar la dicha de Collins. El día anterior, pensando en el comportamiento de Tynan, había estado varias veces a punto de enfrentarse con él y revelarle lo que sabía. Ello hubiera sin duda turbado a Tynan y se hubiera traducido en el término inmediato de la investigación. Pero, al final, Collins llegó a la conclusión de que no le importaba lo más mínimo. Dejaría que Tynan siguiera participando en aquel inútil juego. En primer lugar, Tynan no conseguiría averiguar nada. Ni en la pasada ni en la presente actividad de Collins había nada que ocultar. Y, en segundo lugar, su contienda con Tynan estaba a punto de finalizar. Collins sabía que ahora tenía en sus manos la carta del triunfo.

El hecho de haber logrado persuadir a Maynard para que se manifestara públicamente en contra de la enmienda había constituido su victoria definitiva. Con ello quedaría anulada toda la táctica de la oposición. El sueño dorado de Tynan, su esperanza de alzarse con un poder dictatorial a través de la Enmienda XXXV, se desvanecería en cuanto el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, dejara escuchar su voz en Sacramento y hablara en contra de la enmienda. Hasta podrían olvidarse de la misteriosa arma de Tynan, el Documento R, independientemente de lo que éste pudiera ser. A pesar de la advertencia de Baxter en su lecho de muerte en el sentido de que era necesario darlo a conocer, el Documento R resultaría impotente e inofensivo gracias a las afirmaciones que Maynard iba a hacer hoy en Sacramento.

Tras secarse el rostro, Collins descolgó de una percha una camisa azul limpia y se la puso. Mientras se la abrochaba, calculó el momento exacto de la victoria de la democracia en los Estados Unidos. El reloj de la repisa de azulejos de debajo del espejo del cuarto de baño le decía que eran en Washington las ocho en punto de la mañana. Ello significaba que en California eran las cinco de la mañana. En aquellos momentos, Maynard se estaría levantando de su cama disponiéndose a emprender el viaje de dos horas desde Palm Springs a Los Ángeles. Allí, a las nueve de la mañana, mientras Collins se tomara aquí el almuerzo, Maynard se reuniría con los informadores en una conferencia de prensa y asombraría a la nación con su dimisión, asombraría a toda California al declarar que tenía el propósito de trasladarse a la capital del estado con el fin de instar a los legisladores a que rechazaran la Enmienda XXXV. Y allí, a las tres de la tarde, mientras Collins abandonara su despacho y se dispusiera a regresar a casa para la cena, Maynard leería su electrizante declaración contra la enmienda, primero ante el Comité judicial de la Asamblea del estado y después ante el Comité Judicial del Senado del estado.

Faltaban pocas horas para que la Asamblea de California votara sobre la enmienda constitucional, seguida por el Senado. Pero la enmienda no llegaría al Senado. Sería destruida para siempre en su primera prueba ante la Asamblea. La opinión de Maynard, su influencia y su prestigio conseguirían la victoria.

Collins empezó a tararear el «Gloria, gloria, aleluya», pero de pronto se dio cuenta de que resultaba un poco cursi y se calló. Se había puesto la corbata y se la estaba anudando, disponiéndose a tomar rápidamente el desayuno en compañía de Karen antes de salir a toda prisa hacia el despacho, cuando escuchó llamar a la puerta del cuarto de baño.

– ¿Chris?

– Sí.

– Hay un señor que ha venido a verte. Un tal Schiller, Dorian Schiller. Dice que es amigo tuyo.

Collins abrió la puerta del cuarto de baño.

– ¿Dorian Schiller, aquí?

– No me sonaba el nombre. Por eso no le he hecho pasar. Le diré…

Karen había dado media vuelta para marcharse cuando Collins extendió la mano y la asió por el brazo.

– No, Karen, espera. Es el nuevo nombre que le di a Donald Radenbaugh.

– ¿A quién?

– No te preocupes. Te lo explicaré más tarde. Es un amigo mío. Hazle pasar en seguida. Le recibiré ahora mismo.

Mientras Karen se dirigía a la puerta principal para franquearle la entrada a Radenbaugh, Collins fue por la chaqueta. Al tiempo que se la ponía, se preguntó qué desearía Radenbaugh a aquella hora tan temprana. Desde su regreso de Argo City sólo se había reunido con Radenbaugh una vez, si bien había estado hablando con él diariamente por teléfono. Había instalado a Radenbaugh en una suite de dos habitaciones del Hotel Madison, situado en la confluencia de las calles Quince y M, y le había entregado todas las notas y resultados de investigaciones de que se disponía con vistas a un plan de su invención destinado a combatir la criminalidad y el desorden en la nación. Se trataba de un plan susceptible de sustituir a la Enmienda XXXV, un plan que Collins tenía el propósito de presentar en el transcurso de la reunión del gabinete consecutiva a la derrota de la enmienda en California.

La presencia de Radenbaugh en su casa a aquellas horas de la mañana constituía una sorpresa. Collins le había dicho claramente que no se alejara demasiado de los confines del hotel, que permaneciera el mayor tiempo posible en sus habitaciones. En Washington se le conocía demasiado. A pesar de que su aspecto había sufrido una considerable modificación, era posible que le reconociera alguien que le hubiera conocido muy bien. Ello provocaría dificultades, y hasta podría traducirse en su eliminación. Collins sólo deseaba que permaneciera en Washington el tiempo estrictamente necesario para la preparación de aquel proyecto de ley. Entre tanto, se intentaría encontrarle una ocupación razonable en alguna pequeña localidad de alguna apartada zona del país.

Collins abandonó el dormitorio con aire preocupado y entró en el salón. Esperaba encontrar a Radenbaugh sentado, pero se hallaba de pie paseando muy nervioso por la estancia. Karen se encontraba junto a la mesita colocando la bandeja del desayuno.

– ¿Qué tal, Donald? -dijo Collins saludando a Radenbaugh-. No le esperaba. ¿Conoce a mi esposa…?

Radenbaugh se detuvo como si no le hubiera oído, pero Karen dijo que ya se habían presentado mutuamente. Después añadió:

– Les he traído zumo de frutas, café y tostadas. Ahora les dejo solos para que puedan hablar.

Karen salió de la estancia.

Radenbaugh miró fijamente a Collins con el rostro desencajado por la angustia.

– Malas noticias -dijo al final-, muy malas noticias, Chris.-Antes de que Collins pudiera reaccionar, Radenbaugh prosiguió rápidamente.- Llevan anunciándolo por televisión desde las seis de la mañana. Siempre pongo el aparato cuando me levanto. He intentado llamarle inmediatamente, pero había perdido su número y éste no figuraba en la guía. Por eso he venido en seguida.

Collins permaneció inmóvil. Presentía la llegada de un desastre.

– ¿De qué se trata, Donald? Le veo muy agitado.

– La peor noticia que pueda imaginarse. -Radenbaugh respiraba como un asmático.- Chris, no sé cómo decírselo…

– Maldita sea, ¿qué ha sucedido?

– El presidente del Tribunal Supremo, Maynard, y su esposa…han sido asesinados en sus lechos la noche pasada… asesinados por un vulgar ladrón.

Collins experimentó la sensación de que las rodillas se le licuaban.

– ¿Maynard… asesinado? No… no puedo creerlo.

– En Palm Springs, California, hacia las dos de la madrugada. Maynard y su esposa Abigail se encontraban durmiendo. Según la reconstrucción del crimen, alguien debió entrar a través de la puerta de servicio. La persona en cuestión penetró en el dormitorio. Al parecer, Maynard se despertó. Intentó levantarse de la cama o efectuar algún movimiento. El pistolero efectuó dos disparos con un revólver Walther P-38 de 9 milímetros y le alcanzó en el tórax y la cabeza… matándole instantáneamente. Entonces se despertó la señora Maynard y el asesino le disparó por tres veces…

– ¡Dios mío, jamás había oído nada igual!

– La noticia me ha trastornado. No sabía cómo decírselo.

Desesperado, Collins empezó a pasear por la estancia golpeándose constantemente la palma de una mano con el puño de la otra.

– Qué tragedia, Dios mío. ¿Quién hubiera podido imaginarlo? Me refiero no sólo a este absurdo asesinato de uno de los más grandes hombres de la nación, uno de los más grandes, sin lugar a dudas, sino también a la destrucción de nuestra última esperanza de poner término a esta amenaza potencial de dictadura. Maldita sea, ¿adónde irá a parar este país?

– Querrá usted decir adónde ha ido -dijo Radenbaugh ¿Dónde está el televisor?

– Allí -repuso Collins dirigiéndose hacia el pasillo.

– Supongo que llevan anunciándolo directamente desde Palm Springs desde las seis de esta mañana -dijo Radenbaugh siguiéndole-. Vamos a ver qué dicen.

Entraron en el estudio, cuyas paredes revestidas de madera se hallaban repletas de estanterías de libros. Radenbaugh se acomodó en el sofá mientras Collins conectaba el aparato, esperaba y ajustaba la imagen y el sonido.

Collins acercó un sillón al televisor y contempló anonadado lo que estaba ocurriendo en la pantalla.

La cámara enfocaba la fachada de la casa en la que había tenido lugar la tragedia. Un cordón de policía impedía el acceso a la calzada de entrada de la vivienda. Unos agentes de paisano entraban y salían constantemente por la puerta principal. A un lado podía verse a un numeroso grupo de vecinos, muchos de ellos todavía con prendas de dormir, observando aterrados la escena.

Ahora la cámara de la unidad móvil enfocó en primer plano al reportero de la cadena.

«Éste es el escenario en el que ha ocurrido la tragedia hace escasamente tres horas -anunció el reportero de la cadena-. Aquí, en esta pacífica y tranquila calle de la localidad de recreo más famosa de California, casi abandonada en pleno verano, el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, John G. Maynard, y su esposa, Abigail Maynard, han hallado violentamente la muerte a manos de un desconocido asaltante. -Sosteniendo el micrófono con una mano, el reportero señaló con la otra la fachada de la vivienda, intensamente iluminada por los focos tanto de la policía como de la televisión.- Los cadáveres han sido levantados hace algo más de una hora. No sólo los cadáveres del presidente del Tribunal Supremo y de su esposa, sino también el del asesino, hasta ahora sin identificar, que cayó abatido por los disparos de la policía antes de que pudiera escapar. -El reportero levantó el micrófono mirando directamente a la cámara.- Permítanme resumirles una vez más lo que hasta ahora se sabe acerca de lo que ha ocurrido aquí en Palm Springs, California, a primeras horas de la madrugada…»

Collins escuchaba contemplando la pantalla como hipnotizado.

Al parecer, el intruso conocía la distribución de la casa de los Maynard. Tras penetrar por la entrada de servido, se había dirigido al dormitorio con el propósito de apoderarse de los objetos de valor de la señora Maynard. Su entrada en el dormitorio había despertado al presidente del Tribunal Supremo. La policía creía que Maynard, al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, se había medio incorporado en la cama, había extendido la mano y había pulsado el silencioso botón de alarma de la pared. La alarma había sido instalada por la policía local hacía unos seis años con el fin de proteger a su eminente huésped. Estaba conectada directamente con la jefatura de policía y ésta había sido alertada inmediatamente.

Entre tanto, al ver que Maynard se movía, el asesino había abierto fuego contra él. Al despertar bruscamente la señora Maynard, el pistolero había efectuado contra ella varios disparos. Y después, en lugar de huir, el ladrón había permanecido en d dormitorio para completar su tarea. Sin saber que su primera víctima había pulsado un silencioso timbre de alarma, el asesino había revuelto todo el dormitorio en busca de dinero y joyas. Tras haberse guardado en el bolsillo varios collares y anillos de la señora Maynard, así como la cartera del presidente del Tribunal Supremo, había abandonado la casa por el mismo lugar por el que había entrado. Ya en la acera frontal, se había dirigido hacia el Plymouth (alquilado previamente en Los Ángeles) que había dejado aparcado a dos manzanas de distancia. Súbitamente se había visto iluminado por los faros frontales de un coche patrulla de la policía que se acercaba en dirección contraria. Había echado a correr, se había detenido, había dado media vuelta y había abierto fuego contra los agentes de policía que estaban descendiendo del vehículo. Éstos habían respondido con una ráfaga de disparos y le habían dejado tendido en la acera. Aparte de los objetos robados que guardaba en el bolsillo, no llevaba encima ninguna otra cosa. Su identidad seguía sin conocerse.

El reportero de la cadena terminó el resumen diciendo:

«Regresamos ahora a nuestros estudios de Los Ángeles con el fin de aguardar el desarrollo de los más recientes acontecimientos relacionados con el asesinato del presidente del Tribunal Supremo, John G. Maynard, y de su esposa.»

Sentado en el sillón observándolo y escuchándolo todo, Collins se sumió en la desesperación.

– ¡Qué importa ya! -dijo.

– Tome un cigarrillo -le dijo Radenbaugh ofreciéndole su cajetilla abierta.

Collins sacó un cigarrillo, pero después lo dejó sobre la mesa.

– Será mejor que me tome un café primero -dijo.

Se levantó del sillón, se dirigió al salón, tomó la bandeja del desayuno que Karen les había dejado y se la llevó al estudio. Llenó sendas tazas de café tibio para Radenbaugh y para sí. Tomando un sorbo, Collins volvió a acomodarse en el sillón contemplando la pantalla.

Un locutor de televisión, sentado junto a un escritorio en forma de media luna, había recogido una hoja de papel que acababan de entregarle.

«Una última noticia -dijo-. La llegada del presidente del Tribunal Supremo, John G. Maynard, a Los Ángeles anteayer fue totalmente inesperada. Ni los miembros de su equipo en Washington ni sus colegas del Tribunal Supremo han podido explicar el motivo de este súbito e inesperado viaje. Pero ahora se ha podido aclarar algo. Inmediatamente después de su llegada a Los Ángeles, él y su esposa se dirigieron a su residencia de invierno de Palm Springs. Al llegar a ésta, el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, estableció contacto con un viejo amigo suyo de Sacramento, James Guffey, el presidente de la Asamblea del estado, y le dijo que se trasladaría a la capital al día siguiente, que hubiera sido esta tarde, con el fin de comparecer ante el Comité Judicial de la Asamblea. Dijo que deseaba discutir la Enmienda XXXV con los miembros de la Asamblea antes de que la ratificación de la misma fuera sometida a votación. El presidente de la Asamblea Guffey se mostró muy complacido y le comunicó al presidente del Tribunal Supremo que sería llamado a declarar ante el comité como el último y más destacado de los testigos. Guffey ha declarado esta mañana que no tenía ni idea de lo que Maynard se proponía decir en relación con la enmienda, que Maynard no le había revelado si tenía intención de manifestarse a favor o bien en contra de la misma. Guffey ha declarado que, en el transcurso de su conversación telefónica con Maynard, había reprendido a éste por haberse trasladado a Palm Springs fuera de temporada. ‘¿Qué está usted haciendo ahí?’, le había preguntado Guffey. Maynard había contestado: ‘Necesito un lugar en el que pueda reflexionar con tranquilidad. Mi intención era escribir aquí mi declaración. Pero ahora he decidido pasarme el día descansando y mañana pronunciaré un discurso improvisado ante el comité. Tengo las ideas muy claras acerca de lo que quiero decir.’ La muerte ha apagado ahora la voz del presidente del Tribunal Supremo y jamás sabremos lo que deseaba decir acerca de la trascendental cuestión de la votación de la Enmienda XXXV en California. Se ha sabido también que, antes de trasladarse a Sacramento, el presidente del Tribunal Supremo tenía la intención de celebrar una rueda de prensa en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Si no hubiera muerto, la rueda de prensa hubiera tenido lugar dentro de unas horas. Se nos acaba de comunicar que el secretario de prensa del presidente de los Estados Unidos va a leer un comunicado del presidente Wadsworth en relación con la violenta e inesperada muerte del presidente del Tribunal Supremo. Conectamos ahora con nuestro corresponsal en la Casa Blanca…»

Collins apartó la vista del televisor y miró a Radenbaugh. -Creo que es también nuestro funeral, Donald -dijo. Radenbaugh asintió con aire fatigado.

Collins lanzó un suspiro. Había superado el anonadamiento inicial y ahora se sentía abrumado por la depresión.

– Mire, creo que es lo peor que me ha ocurrido en toda mi vida. -Señaló hacia la pantalla.- Ahora el país es de ellos.

– Me temo que sí -dijo Radenbaugh.

Ambos guardaron silencio concentrándose en la pantalla.

El secretario de prensa de la Casa Blanca estaba terminando de leer el panegírico y las condolencias del presidente. La atención de Collins disminuyó.

La declaración del presidente contenía las habituales observaciones ampulosas, triviales y a menudo falsas: «Cuando muere un gran hombre, muere con él una parte de la humanidad. Que nadie se llame a engaño en relación con la grandeza de John G. Maynard, que ahora se incorpora al panteón de los inmortales que trataron de hacer triunfar la justicia en este país. Allí están Marshall, Brandeis, Holmes, Warren… y, junto a ellos, está con iguales merecimientos John G. Maynard, que ahora ya ha pasado verdaderamente a formar parte de la historia.»

Y junto con Maynard, pensó Collins, la democracia ha pasado también a formar parte de la historia. Muerta. Una reliquia del pasado. Sin Maynard, el futuro iba a ser la Enmienda XXXV -y Vernon T. Tynan-, y la nación tendría que ajustarse a este molde.

Mientras pensaba en Tynan, escuchó pronunciar el nombre de éste por el corresponsal de la cadena destacado en la Casa Blanca.

«… Vernon T. Tynan. Nos encontramos ahora en el despacho del director de la Oficina Federal de Investigación.»

Inmediatamente apareció en la pantalla la pequeña y conocida cabeza de Tynan sobre sus anchas espaldas. Su curtido rostro ofrecía una adecuada expresión de pesar y tristeza. Tynan empezó a leer una hoja de papel que sostenía en la mano:

«El brutal y absurdo asesinato de una de las más humanitarias y destacadas personalidades del país ha significado una pérdida que no puede expresarse con simples palabras. El presidente del Tribunal Supremo, Maynard, era amigo de la nación, amigo personal mío y amigo de la verdad y de la libertad. Su pérdida ha herido a Norteamérica, pero, gracias a él, Norteamérica se fortalecerá lo suficiente como para poder sobrevivir y sobrevivirá a todos los delitos, a todas las ilegalidades y a todas las violencias. No me cabe la menor duda de que, si el presidente del Tribunal Supremo estuviera vivo, desearía que analizáramos esta tragedia desde una perspectiva más amplia. Esta sistemática eliminación de nuestros dirigentes y de nuestros ciudadanos tiene que impedirse de tal forma que los norteamericanos puedan pasear por sus calles y dormir en sus lechos en el pleno convencimiento de que son libres y están a salvo. -Tynan miró a la pantalla y pareció como si sus ojos se cruzaran con los de Collins, que le estaba mirando enfurecido. Carraspeó y siguió hablando.- Afortunadamente, el malvado asesino del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, no ha conseguido escapar. Ha muerto también de manera violenta. Me acaban de comunicar que el asesino ha sido plenamente identificado. Su identidad será revelada en breve por el FBI. Baste decir, de momento, que era un antiguo delincuente, un hombre con un largo historial delictivo que había sido autorizado a vagar libremente por las calles bajo el amparo de las ambiguas y confusas disposiciones de la Ley de Derechos. Si hace un mes se hubiera introducido una enmienda a la Ley de Derechos, tal vez se hubiera podido evitar este terrible asesinato. A pesar de que la Enmienda XXXV no entraría en vigor más que en el caso de conspiración y rebelión, el simple hecho de que fuera aprobada bastaría por sí solo para generar una atmósfera positiva susceptible de relegar al pasado este tipo de asesinatos. Señoras y señores, hoy, en este día de dolor, hemos aprendido una lección. Trabajemos juntos, codo con codo, para hacer entre todos una Norteamérica fuerte y segura.»

El rostro de Tynan desapareció de la pantalla y fue sustituido por el de un reportero de los estudios de la cadena de televisión.

Haciendo caso omiso de la pantalla, Collins volvió su sillón hacia Radenbaugh. Estaba furioso.

– Ese hijo de puta de Tynan, ¿cómo se atreve? ¿Le ha oído usted? Arrimando el ascua a su maldita enmienda con el cadáver de Maynard todavía tibio.

– Y falseando la verdad de tal forma que parezca que Maynard era favorable a la Enmienda XXXV -dijo Radenbaugh señalando hacia la pantalla-. Mire, parece que van a revelar la identidad del asesino.

– ¿Qué más da ya? -dijo Collins.

No obstante, no pudo evitar prestar atención a la pantalla.

«Sí, aquí la tenemos -estaba diciendo el locutor-, la identidad de la persona que ha asesinado al presidente del Tribunal Supremo, Maynard. El asesino ha sido identificado sin lugar a dudas como un tal Ramón Escobar, de treinta y dos años, ciudadano norteamericano de origen cubano, residente en Miami, Florida. He aquí algunas fotografías suyas procedentes de los archivos del FBI…»

Inmediatamente aparecieron en la pantalla dos fotografías, una de cara y la otra de perfil, de Ramón Escobar. Las fotografías mostraban a un joven moreno de rizado cabello negro, largas patillas, mejillas hundidas y una lívida cicatriz que le cruzaba la mandíbula.

– ¡Oh, no! -exclamó Radenbaugh-. ¡No…!

Sorprendido, Collins se volvió en el momento en que Radenbaugh se levantaba tambaleándose. Radenbaugh tenía los ojos muy abiertos, había palidecido y señalaba con el dedo hacia la pantalla como si quisiera decir algo.

Collins se levantó confuso en un intento de calmarle. El dedo con el que Radenbaugh señalaba hacia la pantalla se había convertido en parte de un puño. Radenbaugh estaba agitando ahora el puño en dirección a la pantalla.

Por fin logró articular temblorosamente unas palabras.

– ¡Es él, Chris! -gritó Radenbaugh-. ¡Es él! ¡Es él!

Collins asió a Radenbaugh del brazo.

– Cálmese, Donald -le dijo-. ¿De qué se trata?

– ¡Mírele! ¡El hombre que ha matado a Maynar! Es el que yo vi. ¿Ha oído su nombre? Ramón Escobar. Yo oí ese nombre, lo oí en la isla de Fisher aquella noche. El rostro, es exactamente el mismo rostro, lo reconozco… el hombre de la isla de Fisher, aquel a quien Vernon Tynan me ordenó entregar los setecientos cincuenta mil dólares… el mismo, el que recibió de mí los tres cuartos de millón. Chris, por el amor de Dios, ¿sabe usted lo que eso significa?

El rostro de Ramón Escobar había desaparecido de la pantalla, sustituido por el del locutor de la cadena. Collins cruzó rápidamente el estudio y apagó el aparato. Se volvió aturdido recordando lo que Radenbaugh le había contado de su liberación de Lewisburg, de la recuperación del millón de dólares en los Everglades, de su traslado en una motora con los tres cuartos de millón a la isla de Fisher para entregarlos a los dos hombres que Tynan había designado…

Ahora el asesino de Maynard había resultado ser uno de aquellos hombres.

– Créame, es el mismo hombre, Chris -estaba diciendo Radenbaugh-. Ello significa que Tynan quería el dinero para librarse de Maynard. Significa que me sacó de la prisión con el fin de conseguir el suficiente dinero como para pagar a un asesino a sueldo, un dinero cuyo origen no pudiera establecerse. Tynan ha urdido el asesinato. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de evitar que Maynard destruyera la Enmienda XXXV, estaba dispuesto incluso a asesinar a Maynard…

– Ya basta -dijo Collins con firmeza-. No puede usted demostrarlo.

– Pero, hombre de Dios, ¿qué otra prueba necesita usted? Yo estaba allí con Tynan cuando éste me hizo el ofrecimiento. Me sacó de la cárcel, me facilitó una nueva identidad, me envió a Miami y a la isla de Fisher y me hizo entregar tres cuartos de millón de dólares… ¿a quién? Pues ni más ni menos que al hombre que esta madrugada ha asesinado al presidente del Tribunal Supremo, Maynard. ¿Qué otra prueba le hace falta a usted?

Collins estaba intentado reflexionar y aclarar sus ideas.

– No necesito ninguna otra prueba, Donald -dijo-. Le creo a usted. Pero, ¿qué otra persona iba a creerle?

– Puedo acudir a la policía. Puedo revelar lo que ocurrió. Puedo decir que entregué dinero a ese asesino en nombre de Tynan.

– No daría resultado -dijo Collins sacudiendo la cabeza.

– ¿Y por qué no iba a darlo? Harry Adcock conoce la verdad. El director Jenkins conoce la verdad…

– Pero no hablarán.

Radenbaugh agarró a Collins por las solapas de la chaqueta.

– Óigame, Chris. La policía me creerá. Soy yo mismo. Estuve allí, en aquella isla. Podemos librarnos de Tynan. Puedo revelar toda la verdad.

Collins apartó las manos de Radenbaugh de su chaqueta.

– No -dijo-. Donald Radenbaugh podría revelar la verdad.

– Pero Donald Radenbaugh no existe… el testigo no existe…

– ¡Pero si estoy aquí!

– Lo lamento. El que está aquí es Dorian Schiller. Donald Radenbaugh ha muerto. No existe la menor prueba de que viva. No existe.

Radenbaugh se abatió súbitamente. Por fin lo había comprendido.

– Creo… creo que tiene usted razón -dijo mirando a Collins con desamparo.

Como si hubiera experimentado una transformación que le hubiera infundido nuevos bríos, Collins dijo:

– Pero yo sí existo. Acudiré directamente al presidente. Con pruebas o sin ellas, creo en lo que usted me ha revelado y en todo lo que he podido averiguar y voy a exponérselo todo al presidente. Han sucedido demasiadas cosas para que puedan pasarse por alto. Es necesario que el presidente se entere de lo que está ocurriendo, de que la ilegalidad y los crímenes de este país los está cometiendo Vernon T. Tynan. Es imposible que el presidente evite enfrentarse con la verdad. En cuanto lo sepa, hará lo que el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, quería hacer, es decir, efectuar una pública declaración, repudiar a Tynan, denunciar la Enmienda XXXV y lograr su derrota de una vez por todas. Anímese, Donald. Nuestra pesadilla está a punto de terminar.

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