11

Acomodado muy nervioso en el asiento trasero del Cadillac que le había conducido desde San Francisco a las afueras de Sacramento, Chris Collins se inclinó una vez más hacia adelante para hablar con el chófer.

– ¿No puede correr un poco más? -le preguntó con voz suplicante.

– Estoy haciendo todo lo que puedo con este tráfico, señor -repuso el chófer.

Collins se esforzó en reprimir su nerviosismo mientras volvía a reclinarse contra el respaldo del asiento. Encendió un nuevo cigarrillo utilizando la colilla. del anterior, miró a través de la ventanilla y observó que se iban acercando a la distante ciudad. Se encontraban en la zona oeste de Sacramento y habían penetrado en el nudo de la gran encrucijada viaria. El chófer enfiló el carril correspondiente y pasó a la autopista 275, que muy pronto les conduciría hasta el paseo del Capitolio.

Muy pronto, Collins lo sabía, pero tal vez no lo suficiente.

Pensó que resultaba una ironía que el éxito de su larga lucha pudiera verse comprometido en su momento culminante por culpa de una conspiración de la naturaleza. Daba la impresión de que la niebla se estuviera disipando, pero el Aeropuerto Metropolitano de Sacramento debía de estar todavía completamente cubierto por ella.

En principio, hubiera debido llegar a Sacramento a las doce y veinticinco minutos, hora de California. Estaba citado a la una en punto con el asambleísta Olin Keefe en el Derby Club de Posey’s Cottage, el restaurante en el que los legisladores y cabilderos se reunían diariamente para almorzar. En el caso de que todo se desarrollara de acuerdo con sus deseos, Keefe tendría a mano al vicegobernador Edward Duffield, presidente del Senado del estado, y al señor Abe Glass, presidente en funciones del mismo organismo. Collins tal vez tuviera tiempo para revelar el contenido del Documento R a los líderes del Senado antes de que éste se reuniera a las dos en punto para efectuar la votación.

La votación final se iniciaría minutos después de las dos, según le habían informado. La resolución conjunta tendría que leerse por tercera y última vez. Por acuerdo legislativo, se suspendería el debate posterior. Y se iniciaría la votación, que ya no podría interrumpirse. Una vez hubiera aparecido el resultado en el tablero, no podría cambiarse ni tampoco iniciar una nueva votación. En otros tiempos, incluso tras haber votado negativamente, el cuerpo legislativo de un estado podía estudiar de nuevo un proyecto de ley, volverlo a votar y modificar su punto de vista. Esto era lo que había ocurrido en 1972, cuando la Enmienda XXVII relativa a la igualdad de derechos se había sometido a la ratificación de los distintos estados. Dos de ellos, Vermont y Connecticut, habían votado en contra y después habían cambiado de parecer. Pero eso ya no estaba autorizado en muchos de los estados, y así ocurría en California. La votación que se iniciara a partir de las dos sería definitiva. La Enmienda XXXV se convertiría en una de las leyes del país. Tynan habría conseguido ganar… y el pueblo habría perdido.

Su reloj le decía que eran las dos menos diecinueve minutos.

Mientras daba nerviosas chupadas al cigarrillo, Collins fue recordando los acontecimiehtos de la noche pasada, de la madrugada y de la mañana. Y los recordó como si formaran parte del presente.

Dejaron a Ishmael Young llevándose la cinta, presa de un entusiasmo casi febril. Estaban emocionados. Su misión había pasado a convertirse en una cruzada. Abandonaron Fredericksburg y se dirigieron al Departamento de Justicia a las dos de la madrugada tratando de establecer sus diferentes cometidos. Quedaban muchas cosas por hacer y disponían de muy poco tiempo.

En el despacho de Chris Collins pasaron revista a sus distintas misiones. Collins decidió encargarse de efectuar las llamadas telefónicas. Llegaron a la conclusión de que, con la autoridad que le confería su cargo de secretario de Justicia, conseguiría que le prestaran la necesaria atención. Pierce aceptó la tarea de verificar la autenticidad de la cinta mediante pruebas vocales. Todos ellos sabían que la cinta era auténtica, pero era posible que otros exigieran una prueba definitiva. Van Allen se encargaría de reservarle a Collins los pasajes de avión a California. Habían discutido brevemente sobre la conveniencia de confiscar un aparato militar. Collins se opuso por temor a que su misión pudiera llegar a oídos de quien no debía. Aunque resultara más lento, un vuelo comercial sería más seguro. Van Allen se encargaría también de adquirir un magnetófono portátil. Una vez efectuada la verificación de la voz, tendría que tomar la cinta de Young y grabar la parte de la misma que contenía el Documento R en una cassette que Collins llevaría consigo en su viaje.

Todas las misiones se habían desarrollado sin contratiempos, excepto la de Collins.

Su primera llamada no planteó ningún problema. Despertó al director de una importante cadena de Nueva York, invocó su autoridad, le dijo que se trataba de un asunto urgente y le convenció de que era necesario solicitar la colaboración del director de la cadena en Washington. Una vez hecho esto, Pierce levantó de su cama al doctor Lenart, de la Universidad de Georgetown. Dado que Pierce era un antiguo amigo suyo, el criminólogo accedió a regañadientes a analizar los sonidos en su laboratorio.

Pierce se dirigió a toda prisa a la sede local de la cadena para recoger una parte de la filmación y la banda sonora de una entrevista concedida recientemente por Vernon T. Tynan, así como un «videotape» en el que pasarla. Junto con la cinta de Ishmael Young, Pierce se llevó este material al laboratorio del doctor Lenart de la Universidad de Georgetown. Allí, el célebre experto en identificación de voces, utilizando su espectrógrafo de sonidos, aplicó su equipo a algunas palabras pronunciadas por Tynan durante su entrevista por televisión y a estas mismas palabras tal y como figuraban en la cinta de Ishmael Young. El registrador efectuaba cuatrocientos pasos por las cintas a cada ochenta segundos, reproduciendo visualmente una serie de líneas onduladas que correspodían al tono y al volumen de la voz de Tynan. Finalizado el análisis, resultó evidente que la voz escuchada en la cinta del Documento R era, sin lugar a dudas, la de Tynan. El doctor Lenart firmó un certificado de autenticidad y despidió a Pierce con su prueba.

Entretanto, tras haber conseguido un magnetófono portátil que Collins pudiera llevarse a California, Van Allen efectuó las reservas de pasaje. El primer vuelo a Sacramento salía del Aeropuerto Nacional de Washington a las ocho y diez minutos de la mañana. El aparato dejaría a Collins en Chicago a las nueve y ocho minutos. Allí Collins tendría que aguardar una hora; saldría del Aeropuerto O'Hare de Chicago a las diez y diez minutos para llegar a Sacramento a las doce y veinticinco minutos, hora de California. El horario resultaba perfecto y Collins se mostró muy complacido.

Sin embargo, las mayores dificultades se le plantearon a Collins en la misión que él mismo se había asignado. Había llegado a la conclusión de que sería conveniente comunicar su inminente llegada a los representantes del Senado de California y concertar una cita con ellos antes de que se iniciara la votación sobre la resolución conjunta. Deseaba decirles que poseía unas pruebas terribles en relación con la votación del Senado sobre la Enmienda XXXV. Sólo quería decirles eso y nada más. Sabía que resultaría inútil explicarles por teléfono la clase de prueba que obraba en su poder. Era necesario verlo para creerlo. Y, aunque le creyeran, efectuar revelaciones por teléfono resultaba peligroso. Cabía la posibilidad de que la noticia se comunicara a Tynan, que ya se encontraba en Sacramento, y era indudable que éste haría lo imposible por recuperar el material que tenía Collins y destruirlo.

No. Se limitaría a revelarles a los representantes del Senado de California lo estrictamente necesario para que le dedicaran su atención nada más llegar.

Empezó por telefonear aI vicegobernador Edward Duffield a su domicilio particular. Llamó y el teléfono sonó largo rato sin que nadie contestara. Volvió a insistir varias veces, pero no obtuvo respuesta. Al final, llegó a la conclusión de que lo más probable era que Duffield hubiera desconectado el teléfono para que no se le molestara por la noche. Se dio por vencido y decidió no seguir llamándole.

Después intentó comunicarse con el senador Abe Glass, presidente en funciones del Senado. Las primeras dos llamadas no habían obtenido respuesta. A la tercera, contestó al teléfono la soñolienta voz de una mujer, que resultó ser la señora Glass. Le dijo que su marido se hallaba fuera de la ciudad y no regresaría hasta bien entrada la mañana para acudir a su despacho y preparar la votación.

Decepcionado, Collins trató de hallar alguna solución. Durante unos instantes consideró la posibilidad de llamar a la Casa Blanca, hablar con eI presidente Wadsworth y revelarle toda la verdad. Era indudable que el presidente Wadsworth no tendría la menor dificultad en transmitir el mensaje a Sacramento. Pero a Collins le preocupaba una cosa. Cabía la posibilidad de que el presidente no quisiera transmitirlo y que deseara la aprobación de la Enmienda XXXV e pesar de la existencia del Documento R, pensando que ya se encargaría más tarde a su manera de todo lo demás.

No, llamar al presidente Wadsworth constituiría un riesgo. Y lo mismo ocurriría en el caso del gobernador de California, que era amigo político del presidente.

Collins llegó a la conclusión de que sería mejor llamar a alguna otra persona de Sacramento.

Y entonces se le ocurrió telefonear al asambleísta Olin Keefe, que se puso inmediatamente al aparato.

– Llegaré a Sacramento a la una en punto del mediodía -le dijo Collins a Keefe-. Tengo unas pruebas trascendentales contra la Enmienda XXXV que deben ser examinadas antes de que se inicie la votación. ¿Podría usted localizarme al vicegobernador Duffield y al senador Glass? He estado intentando hablar con ellos toda la noche, pero no lo he conseguido. Necesito verlos urgentemente.

– A esa hora estarán almorzando en el Derby Club, en la parte de atrás del Posey’s Cottage. Estarán allí hasta las dos menos cuarto. Les diré que le esperen. Es más, yo le estaré aguardando también.

– Dígale, sobre todo, que se trata de algo muy urgente -señaló Collins.

– Me encargaré de ello. Procure llegar a tiempo. Cuando se dirijan a la cámara y se inicie la votación, ya no podrá usted hablar con ellos.

– Allí estaré -prometió Collins.

Una vez resuelto el problema, Collins se tranquilizó un poco.

Se tendió en el sofá de su despacho y durmió por espacio de dos horas, hasta que Pierce y Van Allen le despertaron para comunicarle que ya había llegado la hora de trasladarse al Aeropuerto Nacional.

Hasta determinado momento, todo se desarrolló según el horario previamente establecido. Collins abandonó Washington a la hora prevista. Llegó a Chicago a la hora prevista. Salió de Chicago a la hora prevista y lo más probable era que llegara a Sacramento a la hora prevista.

Pero, cuando faltaba una hora para llegar a Sacramento, el piloto del 727 anunció que una inesperada y densa niebla cubría el aeropuerto de Sacramento, por lo que el vuelo tendría que desviarse a San Francisco. Rogando a los pasajeros que disculparan las molestias, añadió que tomarían tierra en San Francisco a las doce y media. Un autobús especial les conduciría a Sacramento, tras haber recorrido los ciento treinta kilómetros de distancia que separaban San Francisco de aquella ciudad.

Por primera vez durante el viaje, Collins empezó a preocuparse. Había recorrido las suficientes veces la distancia que mediaba entre San Francisco y Sacramento como para saber que aquel contratiempo significaba una hora y media más de viaje. Aunque alquilara un automóvil y el chófer condujera a la máxima velocidad, no conseguiría llegar al Pose’s Cottage mucho antes de que Duffield y Glass lo abandonaran.

En el aeropuerto de San Francisco, mientras un mozo corría a buscarle un automóvil particular, Collins se dirigió a una cabina telefónica para tratar de localizar a Olin Keefe. Pero Keefe no se hallaba ni en su despacho ni en el restaurante. Sin desear perder ni un minuto más en su intento de localizarle -o bien a Duffield o a Glass-, Collins abandonó la cabina telefónica y se dirigió hacia el lugar desde donde el mozo le estaba haciendo señas.

Todo ello lo estaba recordando ahora mientras el automóvil cruzaba el centro de Sacramento, desde el que podía distinguirse la dorada cúspide del Capitolio del estado.

– ¿Dónde me ha dicho que era, señor? -preguntó el chófer.

– Es un restaurante que se encuentra a una manzana de distancia al sur del paseo del Capitolio. Se llama Posey’s Cottage o Posey’s Restaurant. Está en la confluencia de las calles Once y O.

– Llegaremos en un minuto, señor.

A su izquierda, Collins pudo ver la vasta extensión del parque del Capitolio: veinte hectáreas que albergaban por lo menos mil variedades de árboles, arbustos y flores, y después, en lo alto de la suave ladera, el edificio del Capitolio, con su deslumbrante cúpula y sus cuatro plantas rodeadas de columnas y pilastras corintias.

El automóvil, que avanzaba lentamente entre el tráfico de la calle N, de dirección única, giró a la izquierda enfilando la calle Once, y al final llegó a la confluencia entre las calle Once y O.

– Busque un sitio donde estacionarse -dijo Collins apresuradamente-. No creo que tarde demasiado. Espéreme frente al restaurante.

Abrió la portezuela del automóvil y, con la maleta de ejecutivo en la que guardaba el magnetófono portátil, descendió rápidamente.

Se detuvo un instante para mirar el reloj. Las dos menos nueve minutos. Llegaba con cincuenta y un minutos de retraso. Se preguntó si Keefe habría conseguido retener a Duffield y a Glass.

Collins penetró en el restaurante y preguntó dónde se encontraba el Derby Club. Le indicaron un salón del fondo en el que había una barra. Al llegar al Derby Club fue presa del desaliento. El salón aparecía vacío, a excepción de una solitaria y melancólica figura sentada junto a la barra.

Olin Keefe le vio desde la barra y descendió del taburete. Sus mofletudas facciones, normalmente afables, mostraban ahora una mueca de preocupación.

Casi pensaba que no vendría -dijo-. ¿Qué ha ocurrido?

– Niebla. Hemos tenido que aterrizar en San Francisco. He tardado una hora y media en llegar. -Collins miró de nuevo a su alrededor.- ¿Duffield y Glass…?

– Han estado aquí. No he podido retenerlos por más tiempo. Han regresado al Senado para preparar la votación. Faltan todavía siete minutos para la lectura final y la votación. No sé… pero podríamos intentar sacarles de la cámara.

– Tenemos que hacerlo -insistió Collins desesperado.

Abandonaron rápidamente el restaurante y a paso rápido empujando a los peatones, bajaron por la calle Once en dirección al edificio del Capitolio.

– La cámara del Senado se encuentra en la parte sur de la segunda planta. Es posible que lleguemos poco antes de que se cierren las puertas.

Llegaron al Capitolio, subieron unos peldaños de piedra y pisaron el mosaico multicolor del gran escudo de California que había a la entrada.

– La escalera está por allí -le indicó Keefe a Collins. Mientras subían, añadió:- ¿Sabía usted que el director Tynan hablaría aquí esta semana?

– Lo sabía. ¿Qué tal lo ha hecho?

– Me temo que demasiado bien. Ha conseguido ganarse a los miembros del Comité Judicial. El comité ha votado por una mayoría abrumadora en favor de la ratificación de la Enmienda XXXV. Y lo mismo ocurrirá en el Senado, a menos que pueda usted superar a Tynan.

– Podré superarle… si tengo la oportunidad -dijo Collins levantando la maleta de ejecutivo-. Aquí dentro traigo al único testigo que puede destruir a Tynan.

– ¿Quién es?

– El propio Tynan -repuso Collins crípticamente.

Habían llegado junto a la entrada de la cámara del Senado.

La mayoría de los cuarenta senadores ya se hallaban acomodados en sus sólidos sillones giratorios de color azul, pero algunos todavía permanecían de pie en los pasillos. El vicegobernador Duffield, con un elegante traje azul rayado, estaba de pie tras la tribuna elevada y el micrófono contemplando a los distintos senadores a través de sus gafas sin montura.

– Vaya -dijo Keefe-, el oficial ya está empezando a cerrar las puertas.

– ¿Puede usted hablar con Duffield?

– Lo intentaré -repuso Keefe.

Keefe se abrió paso a toda prisa, le explicó algo a un guardia que se interpuso en su camino, y siguió avanzando, rodeó los peldaños alfombrados y, desde abajo, se dirigió al presidente del Senado que se encontraba en la tribuna.

Presa de la angustia, Collins observaba lo que estaba ocurriendo al otro lado de la cámara. Duffield se había inclinado hacia un lado para escuchar lo que Keefe le estaba diciendo. Después levantó las manos e hizo un gesto en dirección a la cámara, totalmente llena. Keefe volvió a hablar. Al final, Duffield accedió, sacudiendo la cabeza, a reunirse con él. Keefe seguía hablando y ahora estaba indicando el lugar en el que Collins se encontraba. Durante una fracción de segundo pareció como si Duffield vacilara. Finalmente, decidió a regañadientes seguir a Keefe hasta el lugar en que Collins aguardaba de pie.

Se reunieron junto a la entrada de la cámara y Keefe procedió a presentarle a Collins al presidente del Senado.

El severo rostro de Duffield mostraba una expresión de des-agrado.

– Por deferencia a usted, señor secretario de Justicia, he accedido a abandonar la tribuna. El congresista Keefe afirma que dispone usted de nuevas pruebas en relación con nuestra votación sobre la Enmienda XXXV…

– Unas pruebas que es necesario que usted y los demás miembros del Senado puedan escuchar.

– Eso es imposible, señor secretario de Justicia. Ya es demasiado tarde. Durante los últimos cuatro días se ha escuchado a todos los testigos y se han presentado todas las pruebas ante el Comité Judicial. Las vistas han finalizado esta mañana con la intervención del director Tynan. No habrá debate. Por consiguiente, las pruebas que usted aportara no podrían ser debatidas. Estamos a punto de reunirnos, de escuchar la lectura de la Enmienda XXXV y de someterla a votación. No veo la forma de interrumpir este proceso.

– La hay -dijo Collins-. Escuche la prueba fuera de la cámara. Aplace la sesión hasta haberla escuchado.

– Sería algo sin precedentes, perfectamente insólito.

– Lo que yo deseo mostrar a usted y a los miembros de la cámara es también algo sin precedentes e insólito. Le aseguro que, de haberlo tenido antes, ya se lo hubiera mostrado. Pero sólo pude conseguirlo anoche y me he trasladado inmediatamente a California. La prueba reviste la máxima importancia para usted, para el Senado, para el pueblo de California y para toda la nación. No pueden ustedes votar sin haber escuchado lo que traigo en esta maleta.

El tono vehemente de Collins hizo que Duffield vacilara.

– Aunque revistiera la importancia que usted dice… no sé, francamente, cómo podría evitar que se iniciara la votación.

– No se puede votar si no hay quórum, ¿verdad?

– ¿Desea usted pedirles a la mayoría de senadores que se ausenten de la cámara? Eso no daría resultado. Habría una moción para convocar a la cámara. El oficial traería a los que se hubieran ausentado…

– Pero yo habría presentado la prueba antes de que el oficial pudiera hacer tal cosa.

– No sé -dijo Duffield dudando-. ¿Cuánto tiempo le haría falta?

– Diez minutos, no más. El tiempo que tardaran ustedes en escuchar lo que yo les he traído.

– ¿Y cómo iban los senadores a escuchar esta prueba?

– Usted podría llamarles informalmente… Veinte a la vez, dos grupos de veinte… y rogarles que prestaran atención a lo que usted ya hubiera escuchado. Para entonces, no me cabe la menor duda de que desearía que lo escucharan. Cuando lo hubieran hecho, podrían votar.

Duffield seguía vacilando.

– Señor secretario de Justicia, me está usted pidiendo algo extraordinario.

– Es que traigo una prueba extraordinaria -dijo Collins. Sabía que, en su calidad de miembro del Gabinete, hubiera podido insistir aún más de lo que lo había hecho. Pero también sabía lo celosamente que los funcionarios estatales defendían sus derechos. En forma comedida y apremiante a un tiempo, Collins siguió diciendo:- Debe usted encontrar el medio de escuchar esta prueba. Tiene que haber alguno. ¿Acaso no hay nada que pueda aplazar una votación?

– Bueno, quizá ciertos factores… Por ejemplo… no sé, si pudiera usted demostrar que la resolución conjunta que está a punto de someterse a votación es fraudulenta o bien contiene elementos que pueden ser considerados como una conspiración… si pudiera usted demostrar eso…

– ¡Puedo hacerlo! Tengo pruebas de que existía una conspiración nacional. La vida o muerte de nuestra república depende de que ustedes escuchen esta prueba, de que la tengan en cuenta al votar. Si no la escucha, se llevará hasta la tumba el peso de su error. Puede creerme.

Impresionado, el vicegobernador dirigió a Collins una severa mirada.

– Muy bien -dijo súbitamente-. Voy a pedirle al senador Glass que se encargue de que no haya quórum durante diez minutos. Suba a la cuarta planta y diríjase a la primera sala de comités que encuentre al salir del ascensor. Está vacía. El asambleísta Keefe le mostrará el camino. El senador Glass y yo nos reuniremos con ustedes ahora mismo. -Se detuvo y añadió:- Señor secretario de justicia, espero que se trate de algo que valga la pena.

– Valdrá la pena, se lo aseguro -dijo Collins con expresión sombría.


Los cuatro se hallaban sentados alrededor de la mesa de madera clara que había en el centro de la moderna sala de comités.

Chris Collins acababa de explicarles a Duffield y a Glass las circunstancias bajo las cuales se había enterado de la existencia del Documento R, un complemento de la Enmienda XXXV que, en su lecho de muerte, el coronel Noah Baxter había suplicado que se hiciera público.

– No les cansaré a ustedes con los detalles de mi larga búsqueda del Documento R -dijo Collins-. Baste decir que he conseguido localizarlo esta madrugada y que ha resultado ser no un documento sino un plan verbal que fue grabado accidentalmente en un magnetófono por el nieto del coronel Baxter, un muchacho de doce años. Había tres personas presentes cuando se grabó la cinta en enero pasado. Una de ellas era el director del BBI, Vernon T. Tynan. La segunda, su director adjunto, Harry Adcock. Y la tercera, el secretario de justicia, Noah Baxter. Sólo se escucharán las voces de Tynan y de Baxter en esta cinta que el muchacho grabó como una travesura, sin percatarse de la importancia que revestía. Para tener la absoluta certeza de que en esta cinta se había grabado la voz del director Tynan, mandamos sacar unas impresiones de la voz de éste que figura en esta cinta y de la de una reciente entrevista que concedió a la televisión. Verán ustedes que se trata inequívocamente de la misma voz.

Collins se inclinó hacia adelante, extrajo de la maleta las hojas de las impresiones vocales junto con el certificado de autenticidad del doctor Lenart y se lo entregó todo al señor Duffield. El vicegobernador examinó gravemente el material y después se lo pasó al senador Glass.

– ¿Están ustedes convencidos ahora de que van a escuchar la voz del director Tynan? -preguntó Collins.

Ambos líderes del Senado asintieron con la cabeza.

Collins se inclinó de nuevo hacia adelante y extrajo de la maleta el magnetófono portátil. Ajustó el volumen en la posición de «fuerte» y depositó ceremoniosamente el aparato en el centro de la mesa.

– Pues ya podemos empezar -dijo-. Primero oirán la voz de Tynan y después la de Baxter. Escuchen con atención. Éste es el secreto conocido con el nombre de Documento R. Escuchen, por favor.

Collins extendió la mano, apretó el botón de puesta en marcha y, apoyando los codos sobre la mesa, fijó la mirada en el presidente y en el presidente en funciones del Senado del estado de California.

La cinta estaba girando en el aparato. Se escuchó un sonido a través del altavoz.

Voz de Tynan: «Estamos solos, ¿verdad, Noah?».

Voz de Baxter: «Deseaba usted verme a solas, Vernon. Creo que mi salón es el lugar más seguro de toda la ciudad».

Voz de Tynan: «Faltaría que no lo fuera. Nos hemos gastado miles de dólares desconectando los aparatos de escucha de su casa. No me cabe la menor duda de que resultará seguro para lo que tenemos que discutir».

Voz de Baxter: «¿Qué es lo que tenemos que discutir, Vernon? ¿Qué se propone usted?».

Voz de Tynan: «Pues bien, se trata de lo siguiente. Me parece que ya he conseguido estructurar el último elemento del Documento R. Harry y yo pensamos que es completamente seguro. Pero una cosa, Noah. No me venga con escrúpulos de última hora. Recuerde que acordamos sacrificarlo todo… y, podría añadir, hasta cualquier persona, para salvar a nuestra nación. Usted ha estado siempre de nuestro lado, Noah. Está de acuerdo en que la enmienda es la mejor idea, la única esperanza que nos queda independientemente de los obstáculos que tengamos que superar para conseguir su aprobación. Pero hay otro paso. Recuerde que hasta ahora se ha mostrado usted de acuerdo con nosotros. Ya está demasiado comprometido para echarse atrás. No podría hacerlo aunque quisiera».

Voz de Baxter: «Retirarme, de ¿qué? ¿De qué está usted hablando, Vernon?».

Voz de Tynan: «Se trata simplemente de hacer por el pueblo algo que éste no puede hacer por sí mismo. Devolver la seguridad a las vidas de la gente. En cuanto la Enmienda XXXV pase a formar parte de la Constitución, pondremos en práctica el Documento R: la reconstrucción del país. Llevaremos a la práctica todas las prerrogativas legales que nos concede la Enmienda XXXV…».

Voz de Baxter: «Eso no puede usted hacerlo, Vernon… no puede usted invocar la Enmieda XXXV. Tiene que haber una verdadera situación de emergencia de alcance nacional. Bajo la Constitución y con la Enmienda XXXV, tendría que producirse una verdadera crisis, una situación de emergencia, una conspiración, para que pudiéramos actuar. Si no la hay, no puede usted…».

Voz de Tynan: «Claro que podremos, Noah. Porque habrá una situación de emergencia, una crisis. Ya está todo arreglado, Noah. Yo mismo me he encargado de ello. A menudo es necesario el sacrificio de una persona para salvar a las demás. Uno de nosotros… usted o yo, probablemente usted, anunciará la situación de emergencia en un discurso que retransmitirá la televisión. Se dirigirá usted a toda la nación. Ésta es la esencia del Documento R. Ya tengo preparado el esquema del discurso. Se dirigirá a la nación, empezando por algo así como: ‘Compatriotas norteamericanos, vengo a hablarles en esta hora de duelo. Todos estamos igualmente apenados, todos nosotros estamos sufriendo el más hondo dolor como consecuencia del espantoso asesinato de que ayer fue víctima nuestro amado presidente Wadsworth. Su terrible muerte a manos de un asesino, unas manos dirigidas por una conspiración cuyo propósito era el de trastornar el país, nos ha costado la vida de nuestro máximo dirigente. Pero tal vez su muerte nos sirva a todos en vida, y sirva precisamente para conservar la vida de la nación. Todos unidos debemos procurar que semejante violencia jamás vuelva a producirse dentro de nuestras fronteras. A tal fin, y siguiendo las órdenes de nuestro nuevo presidente, voy a adoptar las necesarias medidas para acabar con el imperio de la ilegalidad y el terror que actualmente nos agobia. Proclamo la suspensión de la Ley de Derechos, de acuerdo con las disposiciones de la Enmienda XXXV, y anuncio que a partir de ahora el Comité de Seguridad Nacional… "».

Voz de Baxter: «¡Santo cielo, Vernon! ¿He oído bien? ¿El presidente Wadsworth asesinado… por orden suya?».

Voz de Tynan: «No se ponga sentimental, Noah. No hay tiempo para eso. Sacrificaremos a un político de vía estrecha para salvar a toda una nación. ¿Lo entiende usted, Noah? Salvaremos…».

Voz de Baxter: «Dios mío, Dios mío, Dios mío… Oooh…».

Voz de Tynan: «Noah, vamos a… Noah… ¡Noah! ¿Qué es eso? ¿Qué le ocurre? ¿Qué ocurre, Harry? ¿Ha sufrido un ataque o qué? Sosténgale. Voy a llamar a Hannah…».

Final de la cinta.

Collins estudió los rostros de Duffield, Glass y Keefe. Todos ellos estaban como paralizados por el asombro.

– Bien, señores -dijo Collins-, ¿podrá la justicia triunfar en los tribunales?

Duffield se levantó con dificultad de su asiento.

– La justicia podrá triunfar -contestó con voz pausada-. Voy a convocar a los senadores.


Ya era de noche en Washington cuando el reluciente Boeing inició el descenso, flotando cada vez a menor altura sobre la pista de aterrizaje del Aeropuerto Nacional.

Chris Collins observó desde la ventanilla cómo se iban acercando las luces de la pista. Poco después el aparato tomó tierra y él se dispuso a enfrentarse con la emoción de la llegada.

Minutos más tarde, siguió a los pasajeros que iban desembarcando del aparato para dirigirse al edificio de la terminal.

A quien primero distinguió fue a su guardaespaldas Hogan, que le estaba mirando con una ancha sonrisa, cosa inédita en él.

– Felicidades, señor secretario de Justicia -dijo Hogan haciéndose cargo de la maleta de ejecutivo de Collins-. Me inquieté al ver que se había marchado sin mí. Pero creo que ha merecido la pena correr el riesgo.

– Ha merecido la pena cualquier cosa -repuso Collins-. No llevo equipaje. Lo único que me hacía falta era la maleta de ejecutivo.

– Chris…

Collins observó que Tony Pierce se había adelantado a saludarle. Pierce le estrechó la mano mientras se dirigían a la escalera mecánica y después se sacó del bolsillo un periódico y lo desdobló ante Collins. Los grandes titulares en tinta negra rezaban lo siguiente:


CONSPIRACIÓN CONTRA EL PRESIDENTE, LA NACIÓN EN PELIGRO, TYNAN COMPLICADO,

LA ENMIENDA XXXV DERROTADA…


– ¡Chris, lo ha conseguido usted! -exclamó Pierce jubilosamente-. ¿Lo vio usted? La votación del Senado de California se retransmitió por televisión. La Enmienda XXXV fue rechazada por cuarenta votos contra cero. Por unanimidad.

– Lo vi -dijo Collins-. Me encontraba en la tribuna de invitados.

– Y después, la rueda de prensa. Las principales cadenas de televisión interrumpieron sus programas para retransmitirla. Duffield y Glass convocaron una rueda de prensa conjunta y revelaron cómo se había producido el cambio de opinión. Revelaron el papel que usted había desempeñado. Revelaron el contenido del Documento R.

– Eso no lo vi -dijo Collins-. Al disiparse la niebla, tomé el primer avión para regresar a casa.

– Bueno, Chris, ha realizado usted una hazaña.

– No, Tony -dijo Collins moviendo la cabeza-. La hemos realizado todos, incluidos el coronel Baxter, el padre Dubinski, mi hijo Josh, Olin Keefe, Donald Radenbaugh, John Maynard, Rick Baxter, Ishmael Young y usted. Todos.

Habían llegado al automóvil, que no era el que solía utilizar Collins sino el del propio presidente, a prueba de balas. El chófer, manteniendo la portezuela trasera abierta, le saludó con orgullo.

Collins miró a Pierce con una mira inquisitiva.

El presidente desea verle. Ha pedido verle en cuanto usted regresara.

– Muy bien.

Collins estaba a punto de subir al vehículo cuando Pierce apoyó la mano en su hombro.

– Chris…

– ¿Sí?

– ¿Sabe usted que Vernon Tynan ha muerto?

– No lo sabía.

– Hace un par de horas. Se ha suicidado. De un disparo en la boca.

Collins reflexionó unos instantes y dijo:

– Como Hitler.

– Adcock ha desaparecido.

– Como Bormann -dijo Collins asintiendo.

Ambos subieron al automóvil. Mientras el chófer se sentaba al volante, Pierce le dijo:

– A la Casa Blanca.

Cuando llegaron al pórtico sur de la Casa Blanca, observaron que McKnight, el principal ayudante del presidente, les estaba aguardando para darles la bienvenida. Collins y Pierce fueron acompañados a través de la Sala de Recepción Diplomática hasta el ascensor de la planta baja. Tomaron el ascensor hasta la segunda planta y se dirigieron al Salón Amarillo, precedidos por McKnight.

Se estaba celebrando una fiesta que Collins no esperaba. Pudo ver al vicepresidente Loomis, al senador Hilliard y a su mujer, a la secretaria del presidente, señorita Ledger, y al secretario de Asignaciones, Nichols. Después, junto a los sillones Luis XVI que había a ambos lados de la chimenea, vio a Karen conversando con el presidente Wadsworth.

Karen se percató de su presencia y, apartándose del presidente, cruzó corriendo el salón y se arrojó en sus brazos.

– Te quiero, te quiero -dijo llorando-. Oh, Chris…

Collins observó por encima del hombro de su mujer que el presidente estaba acercándose. Se separó de Karen y se adelantó para saludar al presidente. En el rostro de éste se observaba una extraña expresión, una expresión que Collins no pudo dejar. de relacionar con la de Lázaro resucitado.

– Chris -dijo el presidente ceremoniosamente, estrechándole la mano con sincera cordialidad-. No tengo palabras para agradecerle que me haya salvado la vida y haya salvado la vida de toda nuestra nación. -El presidente sacudió la cabeza.- Fui un necio. Ahora puedo decirlo. Perdóneme. Estaba muy desorientado. Me parece que cuando se teme perder una batalla, se aferra uno a cualquier excusa y no se da cuenta de que ya está metido en ella. -El presidente esbozó una sonrisa.- Pero esta batalla no se ha perdido, porque la caballería ha llegado a tiempo. -Escudriñó el rostro de Collins.- ¿Se ha enterado de lo de Vernon Tynan?

– Sí. Lamento que haya tenido que terminar así.

– En el transcurso de estos últimos meses no debía de estar en sus cabales. De otro modo, no se le hubiera ocurrido semejante barbaridad. Menos mal que usted no cejó en su empeño. Jamás podré pagarle la deuda que he contraído con usted. Si puedo hacer algo…

– Puede usted hacer dos cosas -dijo Collins sin andarse con rodeos.

– Dígame de qué se trata.

– Hay un hombre a quien, al igual que en su caso, es necesario resucitar de entre los muertos. Ha desempeñado un importante papel y le ha ayudado a usted. Quisiera que ahora le ayudara a él. Deseo que le conceda el perdón presidencial y que le devuelva su buen nombre.

– Prepáreme el decreto y lo firmaré. ¿Cuál es la segunda cosa?

– Lo peor ya ha pasado -dijo Collins-, pero seguimos enfrentándonos con el problema que dio lugar a esta insensata conspiración. El problema del crimen. La represión no será capaz de resolverlo. Tal como dijo un sabio, las hogueras encendidas no iluminan la oscuridad. Tiene que haber una mejor solución…

– Y la habrá -le interrumpió el presidente-. Esta vez vamos a hacerlo bien. En lugar de modificar la Ley de Derechos para resolver nuestros problemas, utilizaremos esta misma Ley de Derechos, como es debido. Mañana a primera hora nombraré una comisión especial, usted y Pierce formarán parte de ella, para que investigue las actividades del FBI, elimine todo lo que haya sido fruto de la influencia de Tynan y elabore una serie de medidas encaminadas a reestructurar la Oficina según unas nuevas normas. Tras lo cual, Chris, tengo el propósito de reunirme con usted para discutir un nuevo programa de medidas económicas y sociales que terminen con la ilegalidad y la criminalidad. Vamos a hacer algo efectivo. Hemos pasado por un momento de peligro, pero ahora vamos a conservar nuestra democracia.

– Muchas gracias, señor presidente -dijo Collins asintiendo-. Mire -añadió vacilando-, durante el viaje de regreso he estado pensando que en Argo City un amigo mío dijo que, cuando el fascismo llegue a los Estados Unidos, será porque los ciudadanos norteamericanos habrán votado a su favor. Esta vez estuvieron a punto de hacerlo. Ahora que saben todo lo que deben saber, quizá no vuelvan jamás a estar tan cerca de ello, Y tal vez nosotros podamos ayudarles a recordar esta lección.

– Lo haremos. Se lo prometo. Vamos a resolver lo que humanamente sea posible resolver. -El presidente tomó a Collins del brazo.- Pero esta noche, no. -Hizo señas a Karen para que se acercara.- Esta noche vamos a brindar por el futuro. Es posible que nos tomemos dos y hasta tres copas. Y veremos la película del último programa de televisión. Descansemos una hora (este lujo, por lo menos, nos lo podemos permitir) antes de reanudar nuestro trabajo.


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