Eran las primeras horas de la tarde cuando el automóvil dejó a Chris Collins frente al ornamentado edificio rojo que albergaba la Imprenta del Gobierno.
– Estacione el automóvil entre las calles G y H -le ordenó Collins a Pagano, y añadió-: Pase a recogerme dentro de una media hora.
Pasó al lado de un grupo de jóvenes negros que se hallaban conversando junto a la entrada y continuó hacia el interior, pero no se molestó en entrar en la Sala de Publicaciones. Tras consultar su reloj, volvió sobre sus pasos y salió de nuevo a la acera. Miró precavidamente a su alrededor para comprobar que no le seguían. No había nadie sospechoso a la vista. Estaba casi seguro de que Tynan no se habría molestado en hacerle seguir después de la escena del otro día y de su consiguiente rendición. A pesar de ello, le había entregado una llave de su casa al colega de Pierce, Van Allen, para que éste llevara a cabo un registro electrónico de la vivienda y se cerciorara de que aquella noche pudiera hablar tranquilamente por teléfono.
Satisfecho, Collins echó a andar en dirección a la Oficina Central de Correos. Al llegar a la esquina de la calle E, giró a la izquierda y se dirigió hacia la Estación Unión.
La lluvia había cesado y el aire aparecía diáfano. Respirando hondo, Collins siguió andando a grandes zancadas, embargado por el júbilo y la emoción. Iba a ser difícil, lo sabía, pero ahora se abría ante él una posibilidad.
Se estaba acercando a la fachada de estilo clásico de la Estación Unión; pasó junto a la fuente y las estatuas de la plaza, esquivó varios taxis ocupados, hizo caso omiso de la cola de recién llegados que esperaban con sus maletas algún taxi libre y penetró en el edificio.
La espaciosa sala de la Estación Unión -copia de la sala central de las termas de Diocleciano, según había leído una vez-estaba casi vacía. Collins se dirigió hacia el puesto de libros y revistas de la izquierda, miró con disimulo mientras adquiría un ejemplar del Washington Post y dedujo que había sido el primero en llegar.
Habían elegido la sala de espera de la Estación Unión por considerarla un lugar de cita seguro, ya que los agentes del FBI jamás utilizaban el tren para salir de Washington, ni siquiera cuando se trataba de trasladarse a la cercana Filadelfia. Bajo el régimen de Tynan, todos ellos tomaban ahora el avión o el helicóptero. La presencia de un agente del FBI en la estación sería advertida inmediatamente y podrían adoptarse las medidas adecuadas para evitarle.
Collins se acomodó en un asiento desocupado frente a la entrada de la estación y abrió el periódico, aunque no se molestó en leerlo. Por encima del mismo mantenía los ojos clavados en la entrada.
No tuvo que esperar mucho. En cuestión de minutos vio entrar al hombre de cabello color arena. Éste miró hacia Collins, movió muy levemente la cabeza y se dirigió hacia el puesto de libros y revistas. Echó un breve vistazo a las estanterías, eligió un libro en edición de bolsillo, pagó y cruzó la estación en dirección a Collins.
Tony Pierce se acomodó en otro asiento a escasa distancia de Collins.
– Casi no puedo creerlo -dijo Pierce en voz baja-. Es fantástico. ¿Es posible que el muchacho, ese Rick, lo grabara todo con su pequeño cassette?
– Eso dice. Se trata probablemente de un aparato muy bueno. Rick me ha asegurado que la fidelidad de la grabación había sido perfecta.
– ¿Y oyó a Tynan hablar del Documento R?
– Con toda claridad.
– ¿Cómo reconoceremos la cinta?
– Es una cassette Memorex y lleva escrito encima «ASJ» y «Enero», que fue cuando se efectuó la grabación. No tendría que resultar difícil encontrarla entre las cintas de Noah, pues éste utilizaba cintas en miniatura Norelco de quince minutos de duración, cassettes de dos pulgadas y cuarto por una y media, cuando dictaba en casa.
– Ha hecho usted muy bien sus debéres -dijo Pierce, complacido.
– El problema no es cómo identificar la cinta -dijo Collins-, sino cómo llegar hasta ella. Ya se lo he dicho. Se encuentra en el primer cajón de arriba del archivador de Noah, que Tynan conserva ahora en su despacho.
– Yo también he hecho mis deberes -dijo Pierce-. Tynan permanecerá en su despacho hasta las ocho y cuarenta y cinco de esta tarde. Lo abandonará entonces para trasladarse directamente al aeropuerto y tomar el avión de Nueva York; una vez allí, desde el aeropuerto Kennedy tomará el vuelo de las once en punto a San Francisco, desde donde se trasladará en automóvil a Sacramento.
– Hasta ahora, todo bien.
– Su despacho quedará vacío. Nosotros estaremos cerca. En cuanto se nos comunique que no hay moros en la costa, usted y yo penetraremos en el edificio Hoover a través de una entrada que hay en la calle Diez. Ya le dije que disponemos de dos confidentes en el propio edificio del FBI y que uno de ellos es un agente del turno de noche. Bien, pues éste nos franqueará la entrada. Y se encargará también de que la puerta del despacho del director no esté cerrada con llave.
– Pero es posible que el archivador de Noah sí lo esté.
– Lo estará -dijo Pierce-. Es un anticuado archivador Victor Firemaster que cierra por combinación. Lo abriré. Ya le he dicho que nosotros hemos hecho también nuestros deberes. -Estupendo -dijo Collins con admiración.
– Y en cuanto a su esposa…
– ¿Sí?
– Para que se tranquilice, le diré que Jim Shacks sabe dónde se encuentra en Forth Worth. Está bien.
– ¿Dónde se encuentra?
– Shack no nos lo ha dicho. Pero no importa. Lo más importante es que hemos echado un vistazo al expediente de Tynan sobre el caso de su esposa. Hemos averiguado el nombre y la dirección de la testigo que Tynan se está reservando. Una tal Adele Zurek. Ahora vive en Dallas. ¿Le suena ese nombre, Zurek?
– Karen jamás lo ha mencionado.
– Lo suponía. Era una mujer de la limpieza que trabajaba a horas. Cuando la asistenta de su esposa tenía el día libre, la señora Zurek la sustituía. Jim Shack acudirá a verla esta tarde. Si logra averiguar algo, le llamará a usted esta noche.
– Pero es que estaremos fuera.
– Lo sabe. Llamará a partir de las diez y seguirá probando hasta que usted le conteste.
– Gracias, Tony.
– Ahora, hablemos de esta noche. Calles E y Doce. A dos manzanas del edificio del FBI. Hay un establecimiento especializado en hamburguesas con un rótulo de neón en el que puede leerse: «Café hasta el borde». Esté allí a las ocho en punto.
– Allí estaré -le aseguró Collins-. Esperemos que nos vaya todo bien -dijo con inquietud.
– No se preocupe por eso -dijo Pierce-. Lo importante es que el contenido de la cinta merezca la pena.
– Fue Noah quien estableció una relación entre el Documento R y la Enmienda XXXV…, quien advirtió que era peligroso y tenía que darse a conocer. Tendremos que confiar en él.
– Ojalá resulte interesante -dijo Pierce-. Porque es nuestra última esperanza antes de mañana. De ello depende nuestro éxito. -Miró a su alrededor al tiempo que se guardaba el libro en el bolsillo.- Bueno, yo me iré primero. Nos veremos esta tarde.
– Hasta entonces.
Eran las ocho y media de la noche cuando Chris Collins, lleno de inquietud, abandonó el taxi junto a la confluencia de las calles E y Doce. Tres puertas más allá de la esquina descubrió el rótulo de neón rojo y blanco en el que podía leerse: «Café hasta el borde».
La barra estaba llena, pero sólo algunas de las mesas de formica blanca se hallaban ocupadas. En la situada en el rincón más alejado pudo ver a Tony Pierce.
Collins se acercó y se acomodó al lado de éste, que se estaba terminando muy tranquilo un bocadillo de hamburguesa.
– Llega usted muy puntual -le dijo Pierce entre bocado y bocado.
– Estoy hecho un manojo de nervios -reconoció Collins.
– ¿Y por qué va a estar nervioso? -le preguntó Pierce secándose la boca con una servilleta-. Acudirá simplemente a visitar el despacho del director del FBI. Ya ha estado allí otras veces.
– Pero no en su ausencia.
– Tiene razón -dijo Pierce riéndose-. Ahora vamos a estudiar los planes. ¿Qué va usted a hacer cuando tenga el material?
– Bueno, pues, la cinta de Rick tal vez nos diga dónde está el Documento R.
– Es posible. ¿Qué hará cuando tenga la cinta?
– Si se trata de algo tan terrible y perjudicial como Noah dio a entender, llamaré a Sacramento inmediatamente. Localizaré al vicegobernador, dado que es el presidente del Senado del estado de California. Le diré que dispongo de importantes pruebas relacionadas con la votación final sobre la Enmienda XXXV y le rogaré que me permita comparecer ante el Comité Judicial por la mañana, inmediatamente después de que Tynan haya pronunciado su discurso. Abrigo la esperanza de que consigamos alzarnos con el triunfo.
– Perfecto -dijo Pierce-. Es posible que mañana a estas horas podamos celebrarlo en un buen restaurante.
– Falta mucho para mañana por la noche -dijo Collins.
– Tal vez. Ande, tómese un café conmigo. Disponemos todavía de unos minutos.
Les habían servido el café y estaban empezando a bebérselo cuando Pierce señaló hacia la puerta, situada a la espalda de Collins.
– Ahí viene.
Collins volvió la cabeza.
Van Allen se estaba acercando entre las mesas y la barra. Al llegar junto a la mesa, se inclinó y dijo en un susurro:
– Vía libre. Tynan ha salido hacia el aeropuerto hace diez minutos.
Pierce dejó la taza, depositó una propina en la mesa y se levantó.
– Andando.
Una vez Pierce hubo pagado la cuenta, los tres salieron a la calle E y echaron a andar en silencio para recorrer las dos manzanas que les separaban de su destino. No hablaron hasta llegar a la confluencia de la calle E con la calle Diez, en cuya acera de enfrente se levantaba la impresionante estructura color beige del edificio del FBI con sus adornos de columnas.
– Yo les dejo aquí -dijo Van Allen-. Aguardaré al otro lado de la rampa del estacionamiento. Si ocurriera algo y Tynan regresara, conseguiré llegar hasta ustedes antes que él. Buena suerte.
Observaron cómo se alejaba. Pierce tomó a Collins del brazo y le dijo:
– Ahora actuemos con rapidez.
Cruzaron la calle y echaron a andar de prisa por la acera de la calle Diez, junto a la que se levantaba el edificio J. Edgar Hoover. Pierce subió los empinados peldaños de dos en dos, mientras Collins trataba de no quedar rezagado. Junto a la puerta de cristal no se veía a nadie, pero muy pronto apareció una figura entre las sombras del interior. El hombre abrió la puerta.
Pierce le cedió el paso a Collins y ambos penetraron en el vestíbulo. Collins apenas pudo ver al agente que les había abierto la puerta. Era un joven de rostro enjuto, enfundado en un traje oscuro, que le susurró algo a Pierce. Éste asintió con la cabeza, le saludó brevemente y alcanzó a Collins, que se había adelantado unos pasos.
– Espero que se encuentre usted en buena forma -dijo Pierce en voz baja-. No podemos utilizar el ascensor y las escaleras mecánicas no funcionan. Subiremos hasta la séptima planta por la escalera de incendios.
Se dirigieron hacia la escalera y empezaron a subir. Collins se esforzaba por no quedar rezagado. Al llegar al tercer rellano, Pierce se detuvo unos instantes para que Collins pudiera recuperar el resuello, y después ambos siguieron subiendo.
Llegaron a la séptima planta sin haberse tropezado con nadie. A excepción de sus pisadas, mientras iban subiendo alrededor del patio central, reinaba un silencio absoluto.
Llegaron junto a una puerta en la que podía leerse: Director de la Oficina Central de Investigación.
Pierce le indicó por señas a Collins una segunda puerta en la que no figuraba ninguna placa. Acercó la mano al picaporte y abrió la puerta sin dificultad. Pierce entró seguido de Collins. Habían penetrado directamente en el despacho privado de Tynan, tenuemente iluminado por una lámpara que había junto al sofá.
Collins permaneció de pie examinando la estancia. El escritorio de Tynan se encontraba a la izquierda, frente a las ventanas que daban a la calle Nueve cara al edificio del Departamento de Justicia. A la derecha había un sofá, una mesita y dos sillones.
No se veía ningún archivador.
– Se encuentra en el vestidor -le dijo Pierce en voz baja señalando hacia una puerta abierta.
Pasaron por entre la mesita y los sillones y cruzaron la puerta que daba acceso al pequeño vestidor. Pierce buscó el interruptor y encendió la luz del techo. Estaban frente al archivador Victor Firemaster de color verde de Noah Baxter.
La cerradura de combinación se encontraba en el tercer cajón empezando por abajo.
Pierce trató de abrir los cajones. Todos estaban perfectamente cerrados.
– Está bien -dijo-, manos a la obra. Creo que resultará fácil.
Con la habilidad de un experto, Pierce giró el mecanismo de la combinación. Collins le miraba, consciente de que el tiempo iba pasando. Sólo habían transcurrido tres minutos, pero a Collins se le antojaban horas y la angustia estaba empezando a resultarle insoportable.
Oyó que Pierce lanzaba un suspiro de alivio y vio que dejaba entreabierto el tercer cajón.
Pierce se incorporó, abrió el cajón de arriba y retrocedió un paso.
– Todo para usted, Chris -dijo.
Con el corazón latiéndole con fuerza, ,Collins avanzó. Examinó la primera mitad del cajón de arriba, donde podían verse varias cassettes Norelco en sus pequeños estuches de plástico y unas seis o siete de mayor tamaño, del tipo de las que utilizaba Rick.
Estaba acercando la mano al cajón cuando, súbitamente, un haz de potente luz iluminó la estancia al tiempo que se escuchaba el sonido de una chirriante voz a su espalda.
– Buenas noches, señor Collins -le saludó la voz-. No se moleste.
Collins se dio rápidamente la vuelta mientras Pierce hacia lo propio.
La puerta del cuarto de baño aparecía abierta y, llenándola totalmente, podía verse la compacta figura de Harry Adcock. En su rostro se dibujaba una horrible sonrisa.
Adcock extendió la manaza y apareció en su palma una cassette Memorex.
– ¿Es esto lo que ustedes andan buscando, caballeros? -les preguntó-. ¿El Documento R? Bueno, pues aquí lo tienen. Permítanme que se lo muestre.
Tomó la cassette por ambos lados y quitó la funda de plástico. Después, sin dejar de mirarles, introdujo un dedo por la parte interior de la cinta, la soltó y empezó a desenrollarla lentamente. Tras arrojar la funda de plástico sobre la alfombra, les mostró la estrecha cinta marrón.
Collins observó con el rabillo del ojo que la mano de Pierce se deslizaba hacia el bolsillo de su chaqueta, pero la mano de Harry Adcock se movió con rapidez hacia la sobaquera que llevaba bajo la americana y en ella apareció un revólver, un mágnum negro de cañón corto y calibre 35.7, con el que apuntó a ambos.
– No lo intente, Pierce -advirtió-. Tome, señor Collins, sosténgame un momento la cinta -dijo depositando la cinta en la mano inerte de Collins. Avanzando de lado, cacheó a Pierce, le encontró el revólver especial de la policía del calibre 38 y se lo guardó en el bolsillo. Esbozó una sonrisa-. Que la prensa hablara de un tiroteo entre el director adjunto del FBI y el colaborador no oficial del secretario de Justicia no resultaría muy agradable, ¿verdad?
Después extendió la mano y recogió la cinta que Collins sostenía en la palma de la suya.
– Es todo lo más que ha podido usted acercarse al Documento R, señor Collins. -Sosteniendo la cinta en una mano y apuntándoles todavía con el arma, Adcock retrocedió hacia el cuarto de baño.- Échenle un último vistazo -les dijo ya desde el interior-. Jamás fue un documento, ¿saben ustedes? Jamás se escribió sobre papel. Y tampoco hubiera debido grabarse en ninguna cinta. Las cosas más importantes suelen albergarse en las cabezas de los hombres y en ninguna otra parte.
La pierna de Adcock había tropezado con la taza del retrete, sobre la cual hizo oscilar la cinta.
– Espere un momento -le imploró Collins-. Escúcheme…
– Primero escuche usted esto -dijo Adcock dejando caer la cinta en la taza del retrete, inclinándose hacia atrás y presionando el botón de la salida del agua, cuyo rumor pareció divertirle. Sonrió.- Ha desaparecido por el desagüe… igual que sus esperanzas, señor Collins. -Salió del cuarto de baño.- Y ahora, ¿qué deseaba usted decirme, señor Collins?
Collins se mordió el labio y no dijo nada.
– Muy bien, caballeros, les acompañaré a la calle -dijo señalando con el revólver hacia el despacho de Tynan.
Adcock permaneció a sus espaldas hasta que llegaron al centro de la estancia. Después se apartó de ellos y fue hacia el escritorio del director, apoyando su mano libre sobre el gran magnetófono plateado de Tynan.
A continuación, se dirigió a Collins.
– No sé qué tal secretario de Justicia es usted, señor Collins, pero no me cabe la menor duda de que no serviría para agente del FBI. A un buen agente no se le pasa por alto nada. Usted y sus muchachos han desconectado todos los aparatos de escucha instalados en la ciudad para ocultar su visita secreta de esta noche a este despacho, pero han olvidado desconectar uno.
Pulsó el botón de puesta en marcha del magnetófono de Tynan.
Las voces que brotaron del altavoz resultaban claramente identificables.
La voz de Rick: «Cuando el abuelo se puso enfermo, cogí la última cinta, escribí en ella "ASJ", que quiere decir "Abuelo Secretario de Justicia", y "Enero", y después la puse con las demás y las coloqué todas en el cajón de arriba del archivador especial del abuelo junto con las cintas que él tenía grabadas, para que no se perdieran».
La voz de Collins: «Y el archivador del abuelo se lo llevaron de aquí, ¿verdad?».
La voz de Rick: «Sí, pero sólo durante algún tiempo».
Adcock se lo estaba pasando en grande. Ahora apretó el botón y apagó el aparato.
– Usted no tuvo en cuenta a la madre de Vernon Tynan. Ésta se enteró de que usted iba a acudir a visitar a Hannah Baxter y se lo contó a su hijo. Puede usted subestimar al FBI, señor Collins, pero no debe subestimar jamás el amor de una madre, por lo menos la afición de una madre a chismorrear con su hijo… y con sus amigas. -Movió una vez más el revólver en dirección a Pierce y a Collins.- Pueden ustedes salir de este despacho por donde han entrado. Dos agentes que se encuentran en el pasillo les acompañarán hasta la planta baja. Buenas noches, caballeros. Esta vez podrán abandonar el edificio por la entrada principal.
Fue el trayecto más largo que Chris Collins hubiera recorrido jamás hasta su casa de McLean, Virginia.
Abatido, se hundió en el asiento delantero del automóvil alquilado de Pierce mientras éste, que era también la viva imagen de la tristeza, se ponía al volante. En el asiento de atrás, Van Allen aparecía igualmente abatido.
Apenas intercambiaron una palabra hasta llegar a la residencia de Collins.
Mientras apagaba el motor, Pierce dijo:
– Bueno, no todo puede ganarse, pero se ha hecho lo que se ha podido.
– Supongo que esto es el final del camino -dijo Collins-. Mañana el país será suyo.
– Me temo que sí.
– Estábamos tan cerca… -dijo Collins-. El Documento R… he tenido el maldito asunto en la mano.
– El muy sádico hijo de puta -dijo Pierce sacudiendo la cabeza-. Bien, nos han ganado la partida. Pero no acierto a comprender cómo lo han conseguido. ¿Qué es esa historia de la madre de Tynan?
– La madre debió de averiguar, a través de Hannah Baxter, que yo iría a visitar a esta última. La señora Tynan seguramente se lo mencionó a Vernon, y entonces decidieron instalar aparatos de escucha en la residencia de los Baxter. No quisieron correr el peligro de perderse nada. En fin. -Collins abrió la portezuela del automóvil.- Caballeros… ésa es la palabra que ha empleado Harry Adcock, caballeros, siento tantos deseos de suicidarme que esta noche voy a emborracharme como una cuba. Voy a agarrarla buena. ¿Me acompañan ustedes?
– ¿Por qué no? -dijo Pierce quitando el contacto.
Los tres se dirigieron hacia la puerta principal de la casa. Collins sacó la llave, abrió la puerta y cedió el paso a sus acompañantes.
Habían llegado al salón cuando empezó a sonar el teléfono.
– Yo contestaré -dijo Collins mirando a Pierce-. ¿Estoy a salvo? ¿Puedo recibir llamadas a través de este teléfono?
Toda la casa ha sido registrada -le aseguró Pierce.
– Muy bien. Las bebidas están en el aparador y el hielo en la cocina -dijo Collins dirigiéndose hacia el teléfono, que estaba sonando con insistencia-. Y en cuanto a mí -añadió-, prepárenme una cicuta con hielo.
Descolgó el aparato, que estuvo a punto de escapársele de la mano, y por fin se lo acercó al oído.
– ¿Diga?
– ¿Señor Collins?
– ¿Sí?
– He estado intentando localizarle. Soy Jim Shack y le hablo desde Fort Worth. Tengo una buena noticia para usted. No entraré en detalles ahora, pero me he pasado toda la tarde en Dallas con la señora Adele Zurek, la testigo que según Tynan había visto a su esposa cometer el asesinato. Era mentira, una mentira absoluta. Al igual que la supuesta conducta sexual de Karen. Pura invención.
– Gracias a Dios -dijo Collins lanzando un suspiro de alivio.
– He interrogado a la señora Zurek durante varias horas y, al asegurarle que usted la protegería, me ha revelado toda la verdad. Ha confesado que Tynan le había hecho chantaje (existe un episodio de su pasado que la hace vulnerable y que Tynan descubrió, amenazándola con utilizarlo contra ella) y le había asegurado que pasaría todo por alto si colaboraba con él. Estaba asustada y accedió a hacerlo. Pero cuando le he prometido que usted se encargaría de que no le ocurriera nada malo, me ha revelado toda la verdad. Es cierto que oyó discutir a los Rowley. No era nada insólito. Se quedó en la casa, terminó su trabajo y después se fue. Esto ocurrió cuando la señora Collins ya se había ido. Tras haber cruzado la calle, la señora Zurek vio acercarse un automóvil del cual descendió un hombre que ella no pudo ver demasiado bien. Éste se acercó a la puerta de entrada, la forzó y entró en la casa. La mujer estaba aguardando y preguntándose qué podría hacer y por qué habría entrado aquel hombre cuando escuchó un disparo procedente del interior de la casa. Se asustó y echó a correr. Al día siguiente, al enterarse de que Thomas Rowley había sido asesinado, tuvo miedo de acudir a las autoridades debido a aquel asunto de su pasado. No quería meterse en líos, pero Tynan la ha metido. En relación con el individuo que probablemente asesinó a Rowley, parece ser que existen pruebas en el sentido de que Rowley mantenía relaciones con la esposa de ese hombre y fue descubierto. Podríamos investigar después esta cuestión, si usted lo desea.
– En estos momentos me importa un bledo -dijo Collins-. Lo importante es que ha conseguido usted aclarar el asunto. No sabe cuánto se lo agradezco. Mientras Karen se encuentre bien…
– Se encuentra bien. Perfectamente. Está aquí a mi lado esperando hablar con usted.
– Que se ponga.
Collins aguardó y después escuchó su voz y la quiso más que nunca.
Karen estaba llorando de felicidad.
Con voz entrecortada, empezó a contarle de nuevo todo lo que había ocurrido. Él se lo impidió diciéndole que no era necesario. Todo se había aclarado.
– Oh, Chris -dijo ella tratando de controlarse-, ha sido una pesadilla.
– Todo ha terminado, cariño. Olvidémoslo.
– Pero lo importante, lo más importante ahora que no tienes que preocuparte por mí, es Tynan -dijo ella-. Puedes ir a California, dimitir e irte a California para contarlo todo mientras aún haya tiempo. Lo harás, ¿verdad?
El júbilo de Collins se desvaneció y la pregunta de su esposa le devolvió de nuevo al estado de ánimo anterior.
– Ya es demasiado tarde, cariño -repuso él desalentado-. Nada de lo que pudiera decir ahora sería importante. Tynan ha ganado. Al final, ha conseguido burlarme por completo.
– ¿A qué te refieres?
– Es demasiado largo de contar. Te lo diré en cuanto regreses a casa.
– Quiero saberlo ahora mismo. ¿Qué ha ocurrido?
Con voz cansada, Collins le reveló todo lo sucedido, le refirió todos los acontecimientos de aquel largo día con sus puntos culminantes y su caída final. Le contó lo que había ocurrido por la mañana al averiguar accidentalmente que Rick Baxter había grabado el contenido del Documento R. Le habló del plan para recuperar la cinta que el muchacho había guardado en el archivador del coronel Baxter. Le habló de la incursión realizada en el despacho de Tynan en el FBI, de cómo Tynan se había enterado de ello mediante unos aparatos de escucha instalados en la residencia de los Baxter y de cómo Adcock les había estado aguar-dando con la cinta fatídica, destruyéndola ante sus ojos.
– Y eso ha sido todo, Karen -terminó diciendo Collins-. Ahora se ha perdido para siempre la única prueba que hubiera podido salvarnos a todos. -Esperaba que Karen lo lamentara con él, pero, en su lugar, no hubo más que silencio al otro extremo de la línea.- ¿Karen? -dijo-. Karen, ¿estás ahí?
Súbitamente se escuchó la voz de Karen, presa de enorme excitación.
– Chris, la cinta de Rick… ¡no es la única prueba que existe! ¿Me oyes? Escúchame. Podría haber una copia de esa cinta…
– ¿Una copia? ¿De qué estás hablando?
Sí, escúchame. ¿Recuerdas la noche en que cenamos con aquel… cómo se llama… con el escritor anónimo de Tynan… aquel a quien tú hiciste un favor…
– ¿Ishmael Young?
– Sí… la noche en que cenamos con Ishmael Young en el Jockey Club, ¿lo recuerdas? Estaba enojado porque Tynan le había traicionado. Tynan le había prometido que autorizaría la entrada de su prometida en los Estados Unidos si él le escribía la autobiografía. Pero entonces, leyendo cierto material que había copiado de los archivos del coronel Baxter, Ishmael averiguó que Tynan le había engañado y que no tenía el propósito de concederle a su prometida la autorización para entrar en el país. Chris, ¿comprendes lo que te estoy diciendo?
– No estoy muy seguro de entender lo que dices, Karen -repuso él tratando de aclarar sus ideas-. Me parece que me siento un poco aturdido.
– Ishmael Young nos dijo aquella noche… casi recuerdo sus palabras, nos dijo algo así: «Tengo en mi poder una nueva remesa de material de investigación para el libro. Poseo unos documentos y cintas que Tynan me ha dado para copiar. Muchos documentos del difunto secretario de Justicia. He estado copiando este material de investigación para poder devolverle los originales a Tynan». ¿Lo entiendes ahora, Chris? Nos dijo que había copiado muchas cosas pertenecientes al archivo privado del coronel Baxter, que Tynan deseaba que dispusiera de toda clase de material con vistas a la autobiografía… y eso fue antes de que Tynan se enterara de que una de las cintas era la que Rick había grabado. Si Ishmael hubiera efectuado una copia de la cinta, junto con todo lo demás, la cinta que necesitas, el Documento R, existiría todavía y estaría en poder de Ishmael Young. No sé si la copiaría, pero en caso de que lo hiciera…
– ¡Debió de hacerlo! -exclamó Collins-. ¡Eres un genio, Karen! Te quiero… Ahora tengo que darme prisa… ¡Nos veremos a tu regreso!
Ishmael Young no se encontraba en casa.
Tras informar a sus colegas de que tenían una nueva posibilidad de éxito, Chris Collins había buscado en su agenda el número de teléfono de Ishmael Young, pero no había podido encontrarlo. Entonces había recordado que no lo tenía. Rogándole a Dios que Ishmael Young no tuviera un número telefónico que no figurara en la guía, Collins había marcado el número de Información. Recordando vagamente que Young vivía en Fredericksburg, Virginia, Collins le había facilitado la zona a la telefonista. Momentos más tarde tenía no sólo el teléfono de Young sino también su dirección.
Le había llamado esperando nerviosamente escuchar su voz y, al final; había podido escucharla. Pero Young hablaba a través de un aparato de contestación automática. La voz decía: «Buenas noches. Soy Ishmael Young. He salido esta noche. Regresaré hacia la una de la madrugada. Por favor, deje su nombre y número telefónico. No empiece a hablar hasta escuchar la señal».
Collins no se había molestado en dejar su nombre ni recado alguno. Había decidido que sería mejor que los tres se encontraran en Fredericksburg cuando Ishmael Young regresara a casa.
Permanecían sentados en el salón de Collins haciendo conjeturas sobre la posibilidad de que Young hubiera efectuado una copia de la cinta de Rick junto con el restante material procedente del archivador de Baxter. No bebían demasiado. Su última esperanza renacida les había animado enormemente. Miraban el reloj, volvían a hablar de lo mismo y se levantaban y sentaban incesantemente, llenos de nerviosismo.
Hacia las once, Collins perdió la paciencia.
– Hay demasiadas cosas en juego para que nos quedemos aquí cruzados de brazos sin hacer nada. Vamos a Fredericksburg ahora mismo y esperemos allí. Es posible que Young regrese a casa más temprano.
Pierce y Van Allen se mostraron de acuerdo.
Subieron de nuevo al automóvil de Pierce y abandonaron Washington en dirección a Fredericksburg.
Una hora y cinco minutos más tarde se detuvieron ante el pequeño bungalow de Young y estacionaron. Collins descendió del automóvil, avanzó por el camino y llamó al timbre varias veces. Después miró hacia el interior de la casa a través de una ventana cuya persiana no se hallaba bajada por completo.
– Parece que todavía no ha vuelto -dijo al regresar junto a los demás-. Dentro no hay más que una lámpara encendida. Tendremos que esperar otros cincuenta minutos.
A la una menos cinco aparecieron unos faros frontales al fondo de la calle. Se estaba acercando un automóvil deportivo de color rojo. Llegó hasta ellos, giró a la izquierda y empezó a avanzar por la calzada que discurría a lo largo de la casa.
Se abrió la portezuela del automóvil deportivo. Vieron salir trabajosamente una rechoncha figura bajita que rodeó el vehículo, se detuvo sobre el césped mirándoles con curiosidad y después se volvió hacia la puerta.
Collins, que estaba descendiendo del automóvil, se puso en pie.
– ¡Ishmael! -gritó--. ¡Soy yo!.,. ¡Chris Collins!
Young, que estaba a punto de entrar en la casa, se detuvo y dio la vuelta al ver que Collins se estaba acercando, seguido de los demás.
– Vaya -dijo Ishmael Young lanzando un suspiro de alivio-.Ofrecían ustedes un aspecto muy sospechoso. Pensaba que iban a atracarme o algo así. -Miró a Pierce y a Van Allen.- Oiga, ¿qué es lo que ocurre para que venga a estas horas?
– Se lo explicaré -repuso Collins apresurándose a presentarle a sus amigos-. Hemos venido porque quizá pueda usted ayudarnos. Se trata de algo muy importante.
– Pasen -dijo Young.
– Gracias -dijo Collins-. No tenemos un minuto que perder.
Una vez los cuatro se hubieron reunido en el salón, Young se quitó la chaqueta de pana y les miró inquisitivamente.
– Parece muy urgente. No sé qué podré hacer por ustedes.
– Muchas cosas -dijo Collins-. ¿Desea usted que no salga adelante la Enmienda XXXV?
– ¿Que si lo deseo? Haría cualquier cosa con tal de que no se apruebe. Pero no existe ninguna posibilidad, señor Collins. Cuando mañana por la tarde se efectúe la votación en California…
– Existe una posibilidad. Y depende de usted. ¿Dónde conserva el material de investigación para el libro de Tynan?
– En la habitación de al lado, en el comedor. Lo he convertido en estudio. ¿Desean verlo?
Perplejo, Young les acompañó a la pequeña estancia con apariencia de despacho improvisado. Junto a una ventana que daba a la calle había un viejo escritorio atestado de papeles. A su lado, sobre una sólida mesita, descansaba una máquina de escribir eléctrica IBM. Adosada a la pared del otro lado se encontraba la mesa del comedor, llena también de papeles, carpetas y material de oficina. A un lado se observaba un magnetófono Wollensak. Encima de una silla que había junto a la mesa podían verse otros dos magnetófonos, un Norelco de siete pulgadas y un Sony portátil. Dos archivadores de pequeño tamaño aparecían adosados a una tercera pared.
– Está todo muy desordenado -dijo Ishmael Young disculpándose-, pero así es como suelo trabajar. Oiga, señor Collins, espero que recibiera usted la nota que le envié dándole las gracias. Le agradezco muchísimo que me resolviera el problema de inmigración. Emmy y yo estamos en deuda con usted.
– No me deben ustedes nada. Pero sí puede ayudarnos a todos nosotros ahora mismo. ¿Dice que tiene usted aquí el material de investigación? Bien, pues hay una cosa que desearía ver, si es que la tiene.
Young se pasó la mano por la calva con gesto preocupado.
– Quiero ayudarle en todo lo que pueda, claro… pero, como usted sabe, buena parte de este material es de carácter confidencial. Le juré por mi honor a Vernon Tynan que nadie lo vería jamás… Si llegara a descubrir que le he mostrado a usted algo de todo esto… -Se interrumpió.- Al diablo con él. Usted me sacó de un apuro y yo debo hacer ahora lo mismo. ¿Qué desea?
– ¿Recuerda la vez que cenamos en el Jockey Club? Dijo usted de pasada que Tynan le había confiado parte o todo el archivo privado del coronel Baxter para que sacara copias, copias de las cartas y las cintas de Baxter, con vistas a la preparación del libro. ¿Efectuó usted copias de todo lo que había en el archivo de Baxter?
– Prácticamente de todo -repuso Ishmael Young asintiendo-. De todo lo que hacía referencia a Tynan, desde luego. A excepción de las cintas… -A Collins le dio un vuelco el corazón.-Ya está todo hecho -siguió diciendo Young-. He duplicado también las cintas. Por eso tengo dos magnetófonos, porque tuve que alquilar uno. Pero todavía no he terminado de transcribir las. Es una labor muy pesada. Tengo que hacerlo yo personalmente, porque Tynan no desea que utilice los servicios de una secretaria. Hace tres días empecé a transcribirlas.
– Pero, ¿ha duplicado o copiado todas las cintas del archive de Baxter? -preguntó Collins un polo más animado.
– Todo el material que Tynan me confió, y creo que me lo confió todo.
– ¿Cómo copió usted las cintas? -preguntó Collins rápidamente.
– Bueno, como las había de dos tamaños tuve que utilizar do aparatos distintos para poderlas grabar en mi magnetófono Wollensak, que es más grande.
– Exactamente -dijo Collins-. Dos tamaños. Cassettes miniatura Norelco y cassettes normales Memorex. ¿Oyó usted el contenido mientras las grababa?
– Pues no, me hubiera llevado demasiado tiempo. Hay un mecanismo que permite grabar en silencio de un aparato al otro.
– ¿Dónde están las cassettes Memorex de tamaño más grande?
– Se las devolví a Tynan hace algunos días. Eran los originales. Yo copié o volví a grabar unas seis cassettes en unas cintas más grandes que tenía por aquí.
¿Sabe lo que contienen esas cintas?
– No l0 sabré hasta que las transcriba. Pero he identificada cada una de las cassettes y he anotado su situación en las cintas grandes. Todas las cassettes, grandes o pequeñas, disponían de alguna identificación o fecha. He elaborado una especie de índice. -Young se dirigió al escritorio y tomó varias hojas de papel cosidas entre sí.- Puede verlo.
– Estoy buscando una determinada cassette Memorex. Lleva la identificación «ASJ» y «Enero» en el exterior. ¿Le sirve ese para encontrarla?
– Vamos a ver.
Ishmael Young empezó a pasar las páginas de su índice. Collins le observaba como enfebrecido.
– Pues claro, aquí la tengo -anunció Ishmael Young muy contento-. Esa cassette corresponde a la primera grabación de mi segunda cinta.
– ¿La tiene usted? ¿Está seguro?
– Completamente.
– ¡Dios bendito! -exclamó Collins jubilosamente al tiempo que abrazaba al escritor-. Ishmael, no sabe usted la hazaña que acaba de realizar.
– ¿Qué es lo que he hecho.? -preguntó Young perplejo. -¡Ha descubierto usted el Documento R!
– ¿Cómo dice?
– No se preocupe -dijo Collins emocionado-. Pásela. Busque la maldita cinta en la que la copió… colóquela en el magnetófono y pásela.
Los tres se agruparon alrededor del magnetófono Wollensak que había encima de la mesa, mientras Ishmael Young buscaba la cinta y la traía. A continuación la colocó en el magnetófono, hizo pasar la tira más delgada de la cinta a través del aparato y después la ajustó al cilindro de avance.
Ishmael Young levantó la cabeza y miró a Collins, Pierce y Van Allen diciendo:
– No sé de qué se trata, pero, si ustedes están dispuestos, yo también.
– Estamos dispuestos -dijo Collins inclinándose hacia adelante y apretando el botón de puesta en marcha.
La cinta empezó a girar.
Momentos más tarde, la voz de Vernon T. Tynan llenaba toda la estancia.