De pie en la tribuna, ante los seiscientos invitados reunidos en el salón de baile color dorado pálido Guildhall del hotel East Ambassador de Chicago, Chris Collins pasó otra página del discurso que estaba leyendo en la reunión anual de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Observó que sólo le quedaba por leer una página y respiró aliviado.
Su discurso estaba resultando soso y, hasta aquellos momentos, estaba siendo acogido con cierta frialdad.
Collins no se sorprendía lo más mínimo. Existían demasiados factores que habían contribuido a debilitar tanto el contenido como la lectura del discurso. Había hablado sin concentrarse, con desaliento y excesiva cautela.
No había logrado concentrarse porque sus pensamientos estaban en otro lugar. En la sala de conferencias de su despacho del Departamento de Justicia, allá donde Vernon T. Tynan le había acosado y le había sometido a chantaje obligándole a guardar silencio a propósito de lo que realmente pensaba. En el dormitorio de su casa, donde tanto él como Karen habían sufrido la revelación del asesinato y del juicio. En su California natal, donde eran las primeras horas de la tarde en Sacramento y donde antes de sesenta minutos la Asamblea del estado se reuniría convirtiéndose en la primera de las dos cámaras del estado en la que se sometería a votación la ratificación de la Enmienda XXXV.
Se había sentido desalentado en el transcurso de su vuelo a Chicago de la noche anterior, durante toda la mañana y en el almuerzo al que había asistido en compañía de sus anfitriones. Todo su discurso había dejado traslucir su derrotado y pesimista estado de ánimo. Se habían desvanecido todas sus esperanzas de derrotar la Enmienda XXXV en California, ya fuera en la Asamblea o bien más tarde en el Senado. La muerte del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, había constituido el más duro de los golpes. Maynard por sí solo hubiera podido invertir el curso de los acontecimientos. Pero había sido despiadadamente eliminado en el último momento. Después, la negativa del presidente a destituir a Tynan, con la consiguiente revelación de las actividades de éste y el consiguiente perjuicio para la enmienda, había sido otro golpe fatal. Su decisión de luchar en solitario contra la enmienda había sido motivo de un cierto optimismo que Tynan había logrado ahogar con gran eficacia. Sólo quedaba el Documento R, y hasta entonces se le había escapado, lejos de su vista y de su alcance. Pero, por encima de todo, la flojedad del discurso se había debido a su cautela. 0 tal vez la palabra más adecuada fuera temor… Sí, la causa de aquella flojedad había sido el temor. Los miembros de la Sociedad de Antiguos Agentes del FBI, a quienes iba dirigido el discurso, eran en su mayoría hombres de Tynan. Bajo J. Edgar Hoover, la sociedad de ex agentes del FBI había contado con diez mil miembros. Muchos de ellos, tras abandonar el FBI, habían iniciado prósperas carreras en la abogacía, la industria y el sector bancario gracias al apoyo y la ayuda de Hoover. Ahora, bajo el mandato de Vernon T. Tynan, la sociedad de ex agentes del FBI contaba con catorce mil hombres y mujeres -pocas mujeres-, la mayoría de los cuales se hallaban todavía sometidas a la disciplina del FBI y le agradecían a Tynan el sello de aprobación que había contribuido al progreso de sus carreras. Para Collins, se trataba de un auditorio hostil. No sabían que él discrepaba de sus opiniones. El único que lo sabía era él, pero este hecho bastaba para inquietarle.
El discurso que había preparado junto con Radenbaugh había sido cuidadosamente endulzado con el fin de complacer al auditorio. Puesto que le constaba que no podría atacar a la Enmienda XXXV, Collins había procurado evitar hacer la menor referencia a la misma. Había hablado dando por sentado que la enmienda se convertiría en ley y se había extendido especialmente en el hecho de que eran necesarias ulteriores medidas encaminadas a poner un freno al crimen y la ilegalidad en los Estados Unidos. Se había referido en amplios términos a las demás reformas que era necesario introducir en el país. Se había referido al crimen y a sus causas. Se había referido a las raíces sociales del crimen. Había comprendido desde un principio que ello no conseguiría hacer vibrar a su auditorio pro-Tynan. Aquellos ex agentes del FBI deseaban que se elogiara con vehemencia la Enmienda XXXV forjada por su director. Deseaban que se proclamara a bombo y platillo la muerte de la obstruccionista Ley de Derechos y el nacimiento del nuevo Comité de Seguridad Nacional, encabezado por Tynan. Pero, en su lugar, les habían arrojado el jarro de agua fría de las reformas sociales. Estaban decepcionados y aburridos.
Collins era también consciente de que el auditorio estaba repleto de espías y confidentes de Tynan dispuestos a informar a su amo de cualquier desviación suya. Anticipándose a ello y tras su confrontación del día anterior con Tynan, Collins había corregido varias veces el discurso durante el vuelo y aquella mañana en su suite de Chicago, aguándolo constantemente hasta dejarlo convertido en un charco. Sabía que el menor asomo de disensión se traduciría en una desgracia para Karen.
Sabía también, como es lógico, que se encontraba entre el auditorio una reducida minoría de personas contrarias a Tynan y contrarias a la Enmienda XXXV. No sabía quiénes eran pero sabía que Anthony Pierce era su dirigente. Hasta había temido ponerse en contacto con Pierce a última hora de la noche anterior y aquella misma mañana. Resultaría muy peligroso para Karen que Tynan se enterara de que había mandado llamar a Pierce y tenía el propósito de reunirse con él en secreto una vez finalizado el discurso, Aquella mañana Collins se había dirigido a una anónima cabina telefónica de la calle con el fin de llamar a Pierce. Había acordado reunirse con éste no en su suite sino en una habitación desocupada del mismo hotel Ambassador -reservada bajo otro nombre.- una vez hubiera finalizado su discurso y abandonado el salón de baile. Habían acordado ver juntos desde aquella habitación la retransmisión en directo de la votación en la Asamblea de California, y, en caso necesario, Collins se arriesgaría a revelarle a Pierce su defección de la postura de la administración en relación con la enmienda y a ayudarle en toda clase de estrategias susceptibles de derrotarla en la votación a que fuera sometida tres días más tarde en el Senado.
Chris Collins había estado pensado en todo ello mientras leía su discurso tratando de infundirle significado.
Había llegado a la última página. Trató de entregarse por entero y de infundirle emoción.
«Así pues, amigos míos, hemos llegado a una encrucijada -prosiguió Collins-. Nos encontramos en el umbral de un dramático cambio en la Constitución del país en nuestro afán de restablecer la ley y el orden. Sin embargo, para preservar una pacífica sociedad de seres humanos, se necesitan otras muchas cosas. He esbozado aquí algunas de esas necesidades. Permítame resumírselas en las palabras de un antiguo secretario de Justicia de los Estados Unidos. -Collins se detuvo, estudió las hileras de rostros que tenía delante y se dispuso a citar las palabras de uno de los secretarios de Justicia que le habían precedido en el cargo.- Nos instó enérgicamente a que recordáramos lo siguiente: ‘Si queremos abordar eficazmente el crimen, es necesario que hagamos frente a los deshumanizadores efectos que ejercen sobre el individuo los barrios bajos, el racismo, la ignorancia y la violencia, la corrupción y la imposibilidad de hacer valer los propios derechos, la pobreza, el desempleo, el ocio, las generaciones de desnutrición, los daños cerebrales congénitos, la desatención prenatal, las enfermedades, la contaminación, las viviendas ruinosas, insalubres y sucias, los hacinamientos de individuos, el alcoholismo y las drogas, la avaricia, la inquietud, el temor, el odio, la impotencia y la injusticia. Ésos son los orígenes del crimen, y pueden ser controlados.’ Es hora va de que actuemos en ese sentido. Nada más. Gracias por su atención.»
No les había dicho el nombre del secretario de Justicia cuyas palabras había citado. No les había dicho que las palabras pertenecían a Ramsey Clark.
Escuchó unos tibios aplausos y finalizó su agonía.
Regresó aliviado a su asiento, estrechó sin fuerza algunas manos y se dispuso a escuchar a los últimos oradores, con cuyas intervenciones finalizarían los actos oficiales de la convención.
Medía hora más tarde se vio libre. Abandonó el salón de baile Guildhall y se reunió con su guardaespaldas Hogan, que le acompañó en el ascensor hasta la suite 1700-01 situada en la esquina del pasillo de la decimoséptima planta. Ya junto a la puerta, le dijo a Hogan que permanecería en la suite toda la tarde. Le sugirió que bajara al Greenery, el café del hotel, y aprovechara para tomar un bocado. El guardaespaldas accedió de muy buen grado.
Una vez en la suite, Collins esperó un poco y después abrió la puerta y echó un vistazo al pasillo. No había nadie. Abandonó rápidamente sus habitaciones, se dirigió hacia la escalera, descendió hasta la decimoquinta planta y se encaminó hacia la habitación desocupada 1531. Cerciorándose de que nadie le hubiera seguido, penetró en la misma dejando la puerta entornada.
Empezó a pasar revista a la habitación. Una cama de matrimonio. Un sillón. Dos sillas. Una mesita de tocador. Un aparato de televisión. Poco adecuado para un miembro del gabinete del presidente, pero le bastaría.
Estuvo tentado de llamar a Karen a Washington aunque no fuera más que para tranquilizarla de nuevo. Pensaba en ello cuando, antes de que pudiera decidirse, escuchó llamar suavemente a la puerta. Giró sobre sus talones dispuesto a recibir a Tony Pierce, pero, para asombro suyo, observó que éste iba acompañado de otros dos hombres.
Collins no había vuelto a ver a Pierce desde que ambos habían sido adversarios en el programa de televisión «En busca de la verdad». Sintió un estremecimiento al recordar su papel y su actuación en aquel programa y se preguntó qué estaría pensando Pierce de él en aquellos momentos.
Exteriormente, no daba la impresión de que Pierce estuviera resentido o no sintiera deseos de celebrar aquel segundo encuentro. Su rostro pecoso y simpático bajo el cabello color arena ofrecía la misma expresión amable y entusiasta de siempre.
– Volvemos a vernos -dijo Pierce estrechando la mano de Collins.
– Me alegro de que haya podido venir -dijo Collins-. No estaba seguro de que lo hiciera.
– Por favor, estoy encantado -replicó Pierce-. Además, quería que conociera a dos de mis colegas. Le presento al señor Van Allen y al señor Ingstrup. Trabajábamos juntos en el FBI y dimitimos de nuestros puestos con un año de diferencia.
Collins les estrechó la mano. Van Allen era rubio y poseía una pronunciada mandíbula y unos ojos inquietos. Ingstrup tenía el cabello castaño y un rostro curtido adornado por un descuidado bigote oscuro.
– Siéntense -dijo Collins. Mientras los demás tomaban asiento en la cama y en las dos sillas, él permaneció de pie-. Estará usted preguntándose por qué le he rogado que se reuniera aquí conmigo -le dijo a Pierce-. Debe de preguntarse qué tenemos en común para poder hablar. A sus ojos, soy el superior del director del FBI Tynan, un miembro del gabinete de la administración del presidente Wadsworth y un intrigante que está defendiendo la aprobación de la Enmienda XXXV. A mis ojos, es usted un duro adversario de la enmienda. ¿No le resulta sorprendente que haya querido verle?
– En absoluto -contestó Pierce sacándose la pipa del bolsillo-. Le hemos estado siguiendo de cerca hasta primeras horas de la tarde de ayer y tenemos conocimiento de que se proponía trasladarse a California con el fin de declarar en contra de la Enmienda XXXV. Sabemos cuál es su postura actual.
– ¿Como lo han podido saber? -preguntó Collins sinceramente sorprendido.
– Puesto que ahora confiamos en usted, se lo podemos decir -repuso Pierce alegremente. Se llenó la pipa de tabaco y prosiguió-: Al abandonar el FBI, cada uno de nosotros siguió su propio camino. Yo monté un bufete jurídico. Van Allen es propietario de una agencia de investigaciones privada. Ingstrup es escritor y tiene en su haber dos comprometedoras revelaciones acerca del FBI. Todos compartíamos una misma creencia. La de que Vernon T. Tynan, a cuyas órdenes habíamos trabajado tanto tiempo, era un hombre peligroso, peligroso para el país. Le vimos convertirse en una amenaza cada vez mayor a cada año que pasaba. Encontramos por todos los Estados Unidos a otros antiguos agentes del FBI que opinaban lo mismo que nosotros. Todos seguíamos poseyendo la disciplina, el buen hacer y la habilidad que habíamos aprendido y practicado en el FBI, y nos preguntamos: ¿por qué no aprovechar en la práctica todos estos conocimientos? ¿Por qué no trabajamos para protegernos unos a otros, para librar al FBI de ese megalómano y para defender la democracia? A instancias mías, organizamos una asociación de ex agentes del FBI capaces de convertirse en investigadores y descubridores de hechos con el fin de hacer frente a quien se dedicaba a vigilar todos nuestros movimientos. No poseemos ningún nombre oficial, pero nosotros nos llamamos el IFBI: los Investigadores del FBI. Disponemos en todas partes de confidentes que simpatizan con nosotros. Hay seis de ellos en el Departamento de Justicia, incluidos dos que trabajan en el propio edificio J. Edgar Hoover. Así es como pudimos ir averiguando su defección en nuestro favor. Ayer supimos que se disponía usted a trasladarse a Sacramento. Basándonos en el expediente que habíamos elaborado acerca de usted, llegamos a la conclusión de que el viaje lo efectuaba con el propósito de romper con el presidente y con Tynan y denunciar públicamente la Enmienda XXXV.
– Es cierto -reconoció Collins.
– Y, sin embargo, ahora no se encuentra usted en Sacramento -dijo Pierce-. Se encuentra aquí en Chicago. Anoche, al encontrarme con su recado, me sorprendí. Temí que el cambio en sus planes de viaje significara que también se había producido un cambio en sus planes políticos. Pero llegué a la conclusión de que no era posible, puesto que, de otro modo, no hubiera usted deseado entrevistarse conmigo.
– Una vez más está en lo cierto -dijo Collins-. Mi política sigue siendo la misma. Estoy sinceramente en contra de la Enmienda XXXV. Tenía intención de desplazarme a Sacramento para combatirla. Pero, a última hora, se presentó algo…
– Se presentó Tynan -dijo Pierce simplemente.
– ¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Collins frunciendo el ceño.
– No lo sé -repuso Pierce-, pero estoy seguro.
Van Allen decidió hablar por primera vez.
– Tynan está por todas partes. No le subestime jamás. Es omnisciente y vengativo. Prosiguió la labor que J. Edgar Hoover había iniciado. ¿Recuerda usted los archivos OC, Oficiales y Confidenciales? Hoover ordenó a sus investigadores que obtuvieran información acerca de la vida sexual de Martin Luther King. Disponía de información personal acerca de Muhammad Alí, Jane Fonda, él doctor Benjamin Spock y por lo menos diecisiete altos funcionarios del gobierno, congresistas y periodistas. Bien, pues todo aquello no fue más que un trabajo de aficionados comparado con lo que Vernon T. Tynan ha hecho. Ha triplicado los archivos OC de Hoover. Los ha venido utilizando regularmente en sus chantajes. Por el bien del país, diría él…
– El patriotismo -terció Ingstrup- es el último refugio de los sinvergüenzas, en palabras del doctor Samuel Johnson.
– Es cierto -dijo Van Allen-. Cuando Tynan me encargó la misión de investigar acerca de la vida privada de varios líderes de la mayoría del Senado y de las Cámaras de Representantes, y esto fue antes de que se presentara al Congreso el proyecto de la enmienda y me imagino que su propósito debía ser el de conseguir su aprobación, acudí a él y puse reparos. Le dije que preferiría que me encargara otra misión. «Tendré mucho gusto en complacerle, Van Allen», me dijo. Y la siguiente noticia que recibí fue que me habían destinado a otra delegación, lejos de la central de Washington. Me notificaron mi traslado a la delegación del FBI de Butte, Montana. Eso es como la Siberia de Tynan. Comprendí el mensaje y dimití de mi puesto.
– Exactamente -dijo Pierce-. Al mencionarle el hecho de que los tres habíamos dimitido del FBI, no quería darle a entender que lo habíamos hecho en plan amistoso. A Van le iban a enviar al exilio y prefirió dimitir, tal como él mismo le ha dicho. Ingstrup fue el principal orador en el transcurso de la ceremonia de graduación de su hija en la escuela superior. Habló del papel del FBI en nuestra democracia y apuntó la necesidad de que se llevaran a cabo algunas reformas en dicho organismo. Tynan se enteró inmediatamente. Ingstrup fue degradado y se vio obligado a dimitir. Pero Tynan seguía sin darse por satisfecho. Al intentar Ingstrup obtener un puesto en las fuerzas del orden, el largo brazo de Tynan le siguió hasta allí. Tynan informó de que Ingstrup poseía un pésimo historial en el FBI. Decidió entonces dedicarse a escribir y su primera obra fue una valoración crítica de la actuación del FBI. Tynan trató de impedir la publicación del manuscrito. Consiguió un éxito a medias, puesto que Ingstrup tuvo que conformarse con un editor de tres al cuarto. Afortunadamente, el libro constituyó un gran éxito de venta.
– ¿Y qué me dice de usted? -preguntó Collins.
– ¿Yo? -dijo Pierce-. Protesté por la degradación de Ingstrup. Le defendí. La única respuesta de Tynan fue un breve memorando en el que se me notificaba mi traslado a Cincinnati, la segunda Siberia de Tynan. Comprendí entonces que en el FBI no tendría el menor futuro. Y dimití de mi puesto. No, Chris, permítame que le llame Chris, nadie puede jugar con Tynan y llevar las de ganar.
– Usted está jugando ahora con él a propósito de la Enmienda XXXV.
– Y no abrigo esperanzas de ganar -dijo Pierce-. De todos modos, lo intentaré. Al decirme usted que efectivamente tenía intención de oponerse a Tynan pero que se había presentado algo que le había inducido a modificar sus planes, he comprendido que ese algo debía de ser alguien llamado Tynan. Me imagino que no va usted a ponerse abiertamente de nuestra parte.
– No puedo -dijo Collins con expresión de impotencia. Estudió a los tres hombres que se encontraban con él en la habitación, a aquellos veteranos de Tynan, aquellos hombres que lo habían perdido todo por haberse opuesto al director del FBI con toda su gigantesca maquinaria, y súbitamente se sintió muy cerca de ellos. Habían conseguido ganarse por completo su confianza. Decidió revelarles cómo, a última hora, Tynan había conseguido inutilizarle-. Bueno, creo que no hay nada que ocultar. Le diré por qué no puedo ponerme públicamente de su parte.-Puede usted confiar en nosotros, Chris -dijo Pierce esbozando una leve sonrisa.
Collins reflexionó acerca de lo que iba a decirles, sin saber siquiera por dónde empezar.
– Ayer acudí a ver al presidente Wadsworth. Le dije que había recibido información en el sentido de que Tynan había sido el responsable del asesinato del presidente del Tribunal Supremo Maynard…
– ¡Cómo! -exclamó Pierce-. De eso no teníamos ni idea. ¿Lo sabe usted con toda certeza?
– Creo que sí. Lo he sabido a través de una persona que se vio mezclada en el asunto, pero no puedo demostrarlo. No pude demostrarle al presidente ni eso ni otras muchas cosas. A pesar de todo, ataqué a Tynan con todas mis fuerzas. Le pedí al presidente que cesara a Tynan. Se negó. Entonces le dije que no tendría más remedio que dimitir de mi cargo y trasladarme a California para manifestarme en público en contra de la enmienda. Y estaba dispuesto a hacerlo, tal como ustedes saben.
– Pero entonces se tropezó usted con el detestable Tynan -dijo Pierce.
– Exactamente. Se plantó personalmente en mi despacho en un abrir y cerrar de ojos.
– Para someterle a chantaje y obligarle a guardar silencio -dijo Ingstrup.
– Sí, estaba dispuesto a someterme a un chantaje -dijo Collins.
– Cuéntenos lo que ocurrió -dijo Pierce volviendo a llenarse la pipa y encendiéndola. Collins accedió a hacerlo, tras una ligera vacilación. Les contó todos los detalles de las pruebas que Tynan había reunido contra su esposa y les habló del nuevo testigo presencial que había conseguido descubrir.
– Lo hizo sin demasiadas sutilezas -terminó diciendo Collins-. Me expuso las condiciones de la rendición. No debería dimitir. No iría a California. No podría oponerme a la enmienda. Si aceptaba las condiciones, Karen estaría a salvo. Su caso de Forth Worth no sería abierto de nuevo. Si le desafiaba y seguía adelante, Karen tendría que volver a comparecer ante un tribunal. No tuve más remedio que doblegarme y aceptar sus condiciones.
– Pero ella le ha dicho a usted que es inocente -dijo Van Allen.
– Pues claro. Es inocente. Creo en ella. Pero no podía permitir que volviera a soportar ese tormento. Tuve que ceder -dijo Collins levantando las manos-. Y aquí estoy… Sansón con el cabello cortado.
Observó que Pierce miraba a Van Allen y que éste asentía imperceptiblemente con la cabeza. Pierce miró después a Ingstrup que también asintió.
– Tal vez podamos ayudarle, Chris -dijo Pierce dirigiéndose de nuevo a Collins.
– ¿Cómo?
– Interviniendo con nuestras pequeñas fuerzas de contraataque, con nuestro IFBI. En Texas tenemos a uno de nuestros mejores hombres: un ranchero llamado Jim Shack. Fue agente del FBI durante diez años, pero se hartó de su trabajo al acceder Tynan al cargo de director. Tenemos, además, a otros dos que todavía son miembros del FBI pero que odian a Tynan. Podrían hacer mucho por usted, y hasta es posible que le proporcionaran a Sansón un peluquín.
– No sé qué podrían hacer.
– En primer lugar, podrían examinar el caso de su esposa y averiguar de qué se trató efectivamente. Después, podrían realizar algunas pesquisas y tratar de averiguar si Tynan posee un nuevo testigo, tal como asegura… o bien si miente y se basa para su chantaje en unas pruebas que no existen.
– No se me había ocurrido pensar en eso.
– Pues es muy posible, no le quepa duda.
– No sé -dijo Collins frunciendo el ceño-. No quisiera correr ese riesgo. Si Tynan se enterara…
– Jim Shack y los demás hombres son muy discretos. Superan a los mejores hombres de Tynan.
– Déjeme pensarlo -dijo Collins preocupado.
– No dispone de mucho tiempo -le recordó Pierce-. La Asamblea de California votará hoy…
– ¡Ah! -exclamó Van Allen levantándose de la silla-. Lo dan por televisión. Ya casi lo habíamos olvidado.
Se dirigió apresuradamente hacia el aparato, que se encontraba instalado sobre la mesa del tocador.
– Sí -dijo Pierce-. Vamos a ver si da resultado la labor de cabildeo que hemos venido desarrollando entre los asambleístas. Si votan en contra, todo habrá terminado para Tynan y habrá finalizado nuestra misión, Pero si votan a favor…
– ¿Cuáles son las probabilidades? -preguntó Collins sentándose en el sillón.
– Según los últimos datos, la Asamblea se inclinaba por la ratificación. La votación decisiva será la del Senado. Aunque nunca se sabe. Ahora veremos.
El aparato ya estaba conectado. Los cuatro hombres que se hallaban en la estancia centraron toda su atención en la pantalla.
La cámara estaba enfocando el lema en letras doradas que figuraba encima del retrato de Abraham Lincoln que colgada sobre la tribuna del presidente de la Asamblea. El lema decía: LEGISLATORUM EST JUSTAS LEGES CONDERE.
– ¿Qué significa? -preguntó Van Allen.
– Significa «El deber de los legisladores es elaborar leyes justas» -explicó Collins.
– Ajá -dijo Pierce.
La cámara se estaba retirando lentamente con el fin de ofrecer una panorámica de los escaños en los que se deliberaba acerca de las leyes y resoluciones. Mostraba ahora a los ochenta asambleístas en sus respectivos escaños, así como los micrófonos situados en los cinco pasillos.
Estaba teniendo lugar la tercera y última lectura de la resolución, es decir de la Enmienda XXXV.
«Artículo 1. Número 1. Ninguno de los derechos o libertades garantizados por la Constitución podrá ser interpretado como licencia para poner en peligro la seguridad nacional. Número 2. En la eventualidad de un claro y efectivo peligro, un Comité de Seguridad Nacional, nombrado por el presidente, se reunirá en sesión conjunta con el Consejo Nacional de Seguridad. Número 3. Habiendo llegado al acuerdo de que la seguridad nacional se halla en peligro, el Comité de Seguridad Nacional declarará el estado de emergencia y asumirá la plenitud de poderes sustituyendo a la autoridad constitucional hasta que el peligro en cuestión haya podido controlarse y/o eliminarse. Número 4. El presidente del Comité será el director de la Oficina Federal de Investigación (FBI).»
– Tynan, la cláusula de Tynan -dijo Pierce sin dirigirse a nadie en particular.
Prosiguió la lectura a través del aparato de televisión.
«Número 5. La proclamación sólo será efectiva mientras dure el susodicho estado de emergencia, y cesará automáticamente por medio de una declaración oficial relativa al término del mismo. Artículo 2. Número 1. En el transcurso del período de suspensión, los restantes derechos y privilegios garantizados por la Constitución se mantendrán inviolables. Número 2. Toda acción del Comité se emprenderá por votación unánime.»
El locutor empezó a hablar en voz baja.
«Está a punto de iniciarse la trascendental votación. Cada asambleísta vota mediante un interruptor de presión instalado en su escaño. Si vota sí, se enciende una luz verde junto a su nombre en el tablero de la pared frontal de la cámara. Si vota no, se enciende una luz roja. Presten atención al tablero electrónico, en él se irán totalizando automáticamente los votos. La enmienda constitucional será aprobada por simple mayoría. Ello significa que si el total de los votos a favor alcanza la cifra de cuarenta y uno la Cámara aprueba la Enmienda XXXV. Un total de cuarenta y un votos en contra significa la derrota de la enmienda. Si la votación fuera negativa, ello significaría la muerte de la discutida Enmienda XXXV. Si fuera aprobada, la decisión final en cuanto a su ratificación o rechazo correspondería a los cuarenta miembros del Senado del estado dentro de tres días. -El locutor se detuvo.- Va a iniciarse la votación.»
Collins lo estaba observando todo como clavado en su asiento. Los minutos iban pasando y las luces se iban encendiendo en el tablero.
Collins estaba contemplando el tablero electrónico y la cuenta. Las luces verdes dominaban la pantalla. La cuenta fue subiendo a treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta y cuarenta y uno.
Pudo escucharse un rugido de júbilo procedente de la tribuna de invitados, mezclado con algunos gritos, y de nuevo la voz del locutor.
«Ya todo ha terminado en la Asamblea del estado de California. La Enmienda XXXV ha alcanzado la mayoría de los votos, cuarenta y uno sobre ochenta. Ha sido aprobada en la primera de las dos cámaras. Su destino se halla ahora enteramente en manos del Senado del estado de California dentro de menos de setenta y dos horas.»
Pierce se levantó de la cama y apagó el aparato.
– Me lo temía. -Estudió a los demás.- Parece ser que nuestra labor no ha resultado muy eficaz. -Se adelantó hacia Collins, que permanecía rígidamente sentado en el sillón.- Chris, necesitamos toda su ayuda. Deje que intentemos ayudarle para que usted pueda a su vez ayudarnos a nosotros.
– ¿Se refiere usted a Karen?
– A su esposa. Al chantaje de Tynan. Permítame que encargue a Jim Shack y a los otros dos que realicen investigaciones en Forth Worth.
Los decepcionantes acontecimientos que acababa de presenciar a través del aparato de televisión indujeron a Collins a adoptar una decisión.
– Muy bien -dijo al fin-, adelante. Le agradezco su ofrecimiento. -Había llegado a la conclusión de que aquellos tres hombres constituían su última esperanza.- En realidad, tal ve pudieran ayudarme también en otra cosa. Se trata de algo que de ser descubierto, podría significar la derrota de la enmienda en el Senado.
– Haré todo lo posible por ayudarle -dijo Pierce volviendo a sentarse en el borde de la cama.
Collins se había levantado.
– ¿Han oído ustedes hablar alguna vez de un documento probablemente un memorando, llamado Documento R?
– ¿Documento R? -repitió Pierce sacudiendo la cabeza-No me suena. No, no he oído hablar de ello.
Van Allen e Ingstrup dieron a entender también que no sabían nada al respecto.
– En tal caso, permítanme que se lo explique -dijo Col lins-. Todo empezó la noche en que el coronel Noah Baxter mu rió. Me enteré de ello pocos días después…
Sin omitir detalle, Collins les describió los distintos personaje y circunstancias de los acontecimientos de las últimas semanas Los tres hombres le escucharon con enorme interés. Collins se pasó una hora hablándoles del coronel Baxter, de la viuda de coronel, del Documento R («peligro… peligroso… tiene que darse a conocer… vi… una trampa… acuda a ver»), del campo de internamiento del lago Tule que Josh le había mostrado (Pierce asintió dando a entender que lo sabía), de los asambleístas Keefe Tobias y Yurkovich, de las estadísticas criminales falseadas, del director de prisiones Jenkins y de la penitenciaría de Lewisburg de Susie Radenbaugh y de Donald Radenbaugh, de Radenbaugh y de la isla de Fisher, del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, y de Argo City, de Radenbaugh y de Ramón Escobar…
Lo reveló todo… menos la prueba más importante: el Documento R, que aún no había podido localizar.
Al terminar, la voz enronquecida, Collins esperaba ver reflejada en sus rostros una expresión de incredulidad. Pero, en su lugar, parecía como si aquellos hombres no se hubieran inmutado lo más mínimo.
– ¿No les sorprende a ustedes? -preguntó Collins.
No -contestó Pierce-. Hemos visto y oído demasiadas cosas, sabemos demasiado acerca de Tynan para que pueda usted sorprendernos.
– Me creen ustedes, ¿no es cierto?
– Por completo -repuso Pierce levantándose-. Sabemos que Tynan es capaz de hacer, y está en condiciones de ello, cualquier cosa que convenga a sus intereses. Es cruel e insensible, y conseguirá salirse con la suya a menos que le opongamos nuestra fuerza. Si usted colabora plenamente con nosotros, Chris, movilizaremos en pocas horas todos nuestros efectivos de ex agentes del FBI e informadores. Me gustaría que esta noche se quedara aquí, Chris. Podrá regresar a Washington mañana por la mañana. Van saldrá por comida y bebidas. Permaneceremos aquí hasta medianoche y elaboraremos nuestro plan. Después, nosotros tres nos separaremos, acudiremos a sendas cabinas telefónicas y estableceremos contacto con los componentes de nuestras fuerzas. Mañana por la mañana todos ellos pondrán manos a la obra. ¿Qué le parece?
– Estoy dispuesto -dijo Collins.
– Estupendo. Los contactos más importantes nos los reservaremos para nosotros. Con la mayor rapidez posible, tendremos que examinar el terreno que usted ya ha descubierto. Ya sé que ha hecho usted un buen trabajo, pero la investigación es lo nuestro. Tal vez consigamos obtener alguna información que a usted se le escapó. Por otra parte, es posible que las personas que usted ya ha entrevistado recuerden algún otro detalle que previamente se les hubiera pasado por alto. Interrogaré personalmente a Radenbaugh. Van Allen se trasladará a Argo City para investigar a fondo la ciudad. Ingstrup interrogará al padre Dubinski. Y creo que debería usted acudir nuevamente a ver a Hannah Baxter, Chris. Creo que resultará más conveniente que hable usted con ella. ¿Le parece bien?
– Volveré a verla -prometió Collins-. ¿Y qué me dice de Ishmael Young?
Pierce reflexionó y después sacudió la cabeza.
– No, estoy seguro de que está de nuestro lado, pero está demasiado cerca de Tynan. Pudiera escapársele algo sin querer. Si ello ocurriera, rodarían todas nuestras cabezas. -Se detuvo.- ¿Hay alguien más?
A Collins se le ocurrió una idea.
La última vez que le vi, Ishmael Young me dijo que Vernon Tynan tiene a su madre en la zona de Washington. Tynan acude a verla una vez por semana.
– ¿De veras? Que Tynan tiene madre. No puedo creerlo.
– Pues es cierto.
– Como es lógico, no nos atreveríamos a entrevistarla. De todos modos… ¿quién sabe? Déjeme pensarlo. ¿Alguna otra idea, Chris?
– No.
Bien, tenemos una base más que suficiente sobre la que actuar… suficiente para mantenernos ocupados en el transcurso de las setenta y dos horas que nos quedan. Ahora, quitémonos las chaquetas y las corbatas y que Van vaya a por unas bebidas; empezaremos a elaborar un plan inmediatamente.
¿Qué queda por planear? -preguntó Collins.
– Nuestras fuerzas exteriores, ¿no lo recuerda? Yo me pondré en contacto con Jim Shack y le diré que acuda mañana a Forth Worth y examine el caso de su esposa. Pero es que tenemos, además, a unos cincuenta hombres y mujeres casi tan hábiles como Shack. Y ellos van a remover todas las piedras bajo las que Tynan haya podido ocultarse. No dejarán nada por remover.
– ¿Cree usted que tenemos alguna posibilidad?
– Sí, si tenemos un poco de suerte, Chris.
– ¿Y si Tynan se enterara?
– No habríamos tenido suerte -repuso Pierce.
Eran las nueve y dieciocho minutos de la mañana cuando Chris Collins regresó a Washington. Su automóvil le estaba aguardando a la entrada del Aeropuerto Nacional. Le ordenó a Pagano que le llevara inmediatamente a su casa.
Tras abrir la puerta principal, entró sin hacer ruido pensando que tal vez Karen estuviera todavía durmiendo.
Cruzó la casa y se dirigió al dormitorio con el propósito de cambiarse de ropa y regresar a su despacho cuanto antes. Observó que la cama estaba hecha. Preguntándose dónde estaría Karen, recorrió de nuevo la casa llamándola y esperando encontrarla en la cocina. Pero no estaba en la cocina.
Collins regresó al dormitorio. La casa aparecía insólitamente silenciosa. Entró en el cuarto de baño y descubrió inmediatamente la nota pegada con cinta adhesiva al espejo. La despegó reconociendo la caligrafía de Karen. Por la hora que figuraba anotada en la misma, supo de que había sido escrita la noche anterior. Preso de angustia empezó a leer:
Cariño:
Espero que no te enojes. Lo hago por nosotros. Me marcho hacia Texas en el último avión.
Estoy apenada por el daño que te he causado. Jamás hubiera debido ocultarte nada acerca de mí. Hubiera debido comprender que, en tu calidad de figura pública, eras vulnerable, y hubiera debido comprender que alguien como Tynan podría obtener esa información y utilizarla contra ti. Te juro que soy inocente.
Me temo, sin embargo, que no he logrado convencerte por completo. El hecho de que no permitieras que se aclarara el asunto y de que te preocupara la posibilidad de un segundo juicio (por mi bien, lo sé) me demuestra que no estás seguro de cuál iba a ser el resultado. Yo no siento temor, pero sé que tú sí lo sientes.
En cualquier caso, dado que no te has atrevido a desafiar a Tynan (por mí), he decidido desafiarle yo por mi cuenta. He decidido trasladarme a Texas, buscar a ese supuesto nuevo testigo y arrancarle la verdad. No he querido esperar a que regresaras a casa. No quería que me obligaras a desistir de mi intento. Quiero demostrar mi absoluta inocencia -a ti, a Tynan y a todo el mundo- independientemente del tiempo que ello me exija, y he pensado que sólo yo podría hacerlo.
No intentes localizarme. Me alojaré en Fort Worth en casa de unos amigos. No me pondré en contacto contigo hasta que haya resuelto nuestro problema. No te preocupes. Déjame hacer las cosas a mi modo. Lo importante es que te quiero. Deseo que tú me quieras y confíes en mí.
Karen
Collins arrojó la nota al lavabo y se tambaleó aturdido. Aquel acto por parte de Karen había sido totalmente inesperado. Le había escrito que esperaba que no se enojara. Había acertado. No estaba enojado. Estaba aterrado. La idea de su esposa encinta, sola en algún lugar de Texas, en algún lugar de Fort Worth, profundamente angustiada y sin que él pudiera establecer contacto con ella, le resultaba casi insoportable. Estuvo tentado de tomar el primer avión con destino a Fort Worth e intentar localizarla. Pero hubiera sido una empresa imposible. Y, sin embargo, algo tenía que hacer.
Antes de que pudiera empezar a pensar en algo, escuchó sonar el teléfono en el dormitorio.
Rezando en silencio para que fuera Karen, corrió hacia el teléfono y descolgó.
No era Karen. Reconoció la voz masculina. Era Tony Pierce. -Buenos días, Chris. He llegado en el vuelo de la American inmediatamente posterior al suyo. Estoy en Washington.
– Ah, hola…
Estuvo a punto de dirigirse a Pierce llamándole por su nombre propio, pero se contuvo a tiempo recordando las reglas básicas que habían elaborado la noche anterior en Chicago. No nombrar a Pierce ni a sus amigos por teléfono.
– Tengo que informarle de una cosa -dijo Pierce-. Se nos acaba de comunicar que Vernon Tynan se trasladará a Nueva York mañana por la noche por un asunto de trabajo y que después se dirigirá a Sacramento. Tiene previsto comparecer personalmente el viernes ante el Comité Judicial del Senado del estado. Se propone darle un buen empujón a la enmienda. Será el último testigo que declare antes de que el proyecto se pase a votación.
Collins se hallaba todavía demasiado trastornado a causa de lo de su esposa y no pudo reaccionar ante aquella noticia ni considerar sus derivaciones.
– Lo siento -dijo-, pero me parece que en estos momentos no sé lo que hago. Acabo de regresar a casa y he encontrado una nota de mi mujer. Va…
– Espere -le interrumpió Pierce-, ya lo adivino pero no lo comente por teléfono. ¿Hay alguna cabina telefónica por su barrio?
– Varias. La más próxima…
– No me lo diga. Diríjase a ella y llámeme. Le estaré esperando. Anoche le facilité mi número. ¿Lo tiene usted?
– Sí. De acuerdo, ahora mismo le llamo.
Collins recogió la nota de Karen y abandonó a toda prisa la casa. El automóvil oficial le estaba aguardando y Collins le indicó al chófer por señas que se quedara donde estaba y después le gritó que volvía en seguida.
Unos instantes después ya había recorrido dos pequeñas manzanas y había dado la vuelta a la esquina para dirigirse a la estación de servicio. Se encaminó hacia la cabina telefónica, cerró la puerta, depositó las monedas y marcó el número de Tony Pierce.
Pierce se puso al aparato inmediatamente.
– Ahora puede hablar -le dijo-. Este sistema es seguro. ¿Ha huido su esposa?
– A Texas. Quiere recuperar su buen nombre.
– No me sorprende.
– Pues a mí sí. No puedo comprender que lo haya hecho. Sé que desea demostrarme su inocencia, pero eso significa desafiar a Tynan. Es una locura. Hubiese debido ser más prudente. Hubiera debido saber que nadie puede vencer a Tynan en su propio juego. Quiere descubrir a la testigo de Tynan para arrancarle la verdad. Karen no se da cuenta de lo arriesgado que eso puede ser.
– Dice usted que le ha dejado una nota -dijo Pierce muy tranquilo-. ¿Le importa leérmela?
Collins se sacó la nota de Karen del bolsillo y se la leyó a Pierce.
Al terminar, dijo:
– Tengo intención de trasladarme hoy mismo a Fort Worth para intentar encontrarla.
– No -dijo Pierce enérgicamente-. Quédese aquí. Nosotros se la encontraremos. Se lo notificaré a nuestro hombre de allí, ya sabe, Jim Shack; le diré que la localice. Ahorraríamos tiempo si dispusiéramos de alguna pista. En su nota dice que se alojará en casa de unos amigos suyos de Fort Worth. ¿Tiene usted alguna agenda suya en casa?
– Tenemos una libreta de direcciones para los dos, pero creo que hay una vieja agenda suya por algún lado.
– Muy bien. En cuanto regrese a casa, busque esa vieja agenda, si es que se la ha dejado. Después… No, será mejor que no me diga las direcciones desde su teléfono. Utilice otra cabina cuando salga hacia el trabajo y léame todos los nombres y direcciones de los amigos de Karen de la zona Fort Worth-Dallas. Yo se las transmitiré a Jim Shack.
– Muy bien.
– Me encargaré también de que Jim Shack localice a la misteriosa testigo de Tynan. Su mujer se pondría demasiado nerviosa y no sabría manejarla. Shack se encargará de la tarea.
– Gracias, Tony. Pero, ¿cómo van a encontrar a la testigo? Tynan no quiso dejarme ver sus fichas.
– No tendremos dificultad. Ya le he dicho que disponemos de dos informadores en el mismo edificio del FBI. Uno de ellos trabaja de noche. Podrá echar un vistazo al expediente de Karen una vez Tynan y Adcock se hayan ido a casa. Me comunicará el nombre de la testigo y yo se lo transmitiré a Shack. Confíe en nosotros. El asunto de su mujer se encuentra en buenas manos.
– No sé cómo agradecérselo, Tony.
– No se preocupe -dijo Pierce-, todos trabajamos con vistas a un mismo objetivo. Me gustaría resolver sus problemas a tiempo para que pudiera usted trasladarse a California y rebatir la declaración de Tynan. Si Tynan es el único testigo del gobierno, conseguirá que los senadores aprueben la enmienda. Abrigo la esperanza de que para mañana podamos descubrir el Documento R. Dentro de las próximas horas vamos a entrevistar al padre Dubinski y a Donald Radenbaugh. ¿Qué va a hacer usted? ¿Piensa acudir hoy a visitar a Hannah Baxter?
– Hoy no le es posible. La he telefoneado esta mañana desde el aeropuerto de Chicago. La he despertado pero no se ha enojado. Ha accedido a recibirme mañana por la mañana. Estoy citado con ella a las diez en su casa.
– De acuerdo. Si hubiera alguna novedad, le llamaría a su despacho. ¿Es seguro su teléfono en relación con las llamadas exteriores?
– Lo será para cuando usted llame. Todas las mañanas hago que lo revisen.
Muy bien. Ya me pondré en contacto con usted.
Por primera vez en muchos años, Vernon T. Tynan acudía a ver a su madre en un día que no era sábado.
Aparte del hecho de ser miércoles, se observaban otros aspectos insólitos en la visita de Tynan a Alexandria. Ante todo, no se había molestado en llevar consigo la carpeta OC acerca de los personajes famosos. En segundo lugar, no tenía el propósito de almorzar con su madre. Y, en tercer lugar, no era la una menos cuarto sino las tres y cuarto de la tarde.
El motivo de aquella visita sin precedentes era una conversación telefónica que Tynan había mantenido con su madre unos diez minutos antes. No solía llamarle muy a menudo, pero sí lo hacía algunas veces y ésta había sido una de ellas.
– ¿Te interrumpo en tu trabajo, Vern? -le había preguntado su madre.
– No, en absoluto. ¿Qué tal estás? ¿Todo bien?
– Mejor que nunca. Quería darte las gracias.
– ¿Darme las gracias?
– Por ser un hijo tan considerado. El aparato de televisión funciona ahora perfectamente.
Tynan no sabía de qué demonios estaba hablando su madre y le preguntó:
– ¿A qué te refieres?
– Quiero darte las gracias por haber mandado que me arreglaran el televisor. El técnico ha venido esta mañana y ha dicho que tú le habías enviado. Has sido muy amable, Vern, al pensar en tu madre y en sus problemas estando tan ocupado.
Tynan había guardado silencio tratando de ordenar sus pensamientos.
– ¿Vern? ¿Estás ahí, Vern?
– Estoy aquí, mamá. Oye, a lo mejor voy a verte dentro de un rato. Tengo unos asuntos que resolver en Alexandria. Pasaré un momento por ahí.
– Ah, eso es estupendo. Gracias de nuevo por mandarme al técnico.
Tras colgar el aparato, Tynan se había reclinado en su asiento procurando aclarar su ideas.
Tal vez se hubiera tratado de un error, de una dirección equivocada. O tal vez hubiera sido otra cosa. Sea como fuere, una cosa era segura: él no había mandado a ningún técnico a reparar el televisor de su madre. Se había levantado del sillón y se había dirigido hacia su automóvil, ordenándole al chófer que le condujera a Alexandria con la mayor rapidez posible.
Ahora, al llegar a casa de su madre, abandonó el asiento trasero del automóvil y penetró en el edificio. Comprobó la alarma, soltó una maldición porque no estaba conectada y entró en el apartamento.
Rose Tynan se hallaba sentada en su sillón frente al aparato de televisión. Estaba contemplando un programa de variedades. Tynan la besó en la mejilla con aire distraído.
– Ah, ya estás aquí -dijo ella-. Me alegro de que hayas podido venir. ¿Te apetece comer algo?
– No te molestes, mamá. Sólo me quedaré un minuto. -Señaló hacia el televisor.- Conque ahora se ve mejor, ¿eh? No me acuerdo… ¿qué le ocurría?
– ¿Cómo? -preguntó ella sobre el trasfondo del estruendo del aparato. Con un gemido, se inclinó hacia adelante y bajó un poco el volumen.
– No recuerdo qué le ocurría al aparato.
– A veces la imagen saltaba.
– ¿Y el técnico ha venido esta mañana? ¿A qué hora? -Pues sobre las once o tal vez un poco más tarde.
– ¿Iba vestido de uniforme?
– Pues claro.
– ¿Recuerdas qué aspecto tenía, mamá?
– Qué pregunta tan tonta -dijo Rose Tynan-. Tenía aspecto de técnico. ¿Por qué?
– Quiero estar seguro de que han mandado al mejor. ¿Cuánto rato ha permanecido aquí?
– Pues cosa de una media hora.
Tynan deseaba proseguir el interrogatorio sin asustar a su madre.
– Por cierto, mamá -dijo con aire indiferente-, ¿le has visto arreglar el aparato? ¿Has visto cómo lo hacía? ¿Has estado en el salón con él todo el rato?
– Hemos hablado un poco pero estaba muy ocupado. Después me he ido a lavar los platos.
– Bueno -dijo Tynan dirigiéndose hacia el sofá y contemplando el teléfono de color negro que había sobre la mesita-. Mamá, ¿dónde puedo encontrar un destornillador?
Su madre se levantó trabajosamente del sillón.
– Ahora te lo traigo. ¿Para qué necesitas un destornillador?
– Quiero echarle un vistazo a tu teléfono, ya que estoy aquí. No te oía muy bien cuando has llamado. A lo mejor puedo arreglarlo.
En cuanto su madre regresó con el destornillador, Tynan separó la base del teléfono. A continuación levantó la caja. Quedó al descubierto el mecanismo interior y Tynan empezó a examinarlo minuciosamente,
Al cabo de unos instantes, lanzó un suspiro y murmuró suavemente:
– Aaaah.
Había localizado el monitor: un transmisor más pequeño que un dedal envuelto en cinta adhesiva y resina, un aparato electrónico de escucha que captaba las voces de ambos extremos de la linea en un receptor de FM oculto en algún lugar de la ciudad en el que podía grabarse la conversación. El aparato era exactamente del mismo tipo que el utilizado por el FBI.
Tynan sacó el monitor, se lo guardó en el bolsillo y colocó de nuevo la base y la caja del teléfono.
– ¿Le ocurría algo? -preguntó Rose Tynan.
– Sí, mamá. Ahora ya está arreglado.
– Lo importante era saber lo que ellos -quienesquiera que fueran- hubieran podido captar desde aquella mañana. Trató de recordar si le había dicho a su madre en el transcurso de los últimos sábados algo de importancia que ella hubiera podido repetirle hoy a alguna amiga por teléfono.
– Mamá, ¿has utilizado hoy el teléfono? No esta mañana a primera hora sino a partir de las once.
– Déjame pensar.
– Piénsalo bien. ¿Te ha llamado alguien? ¿O has llamado tú a alguien?
– Sólo me ha llamado una persona. La señora Grossman.
– ¿De qué hablaron?
– Sólo hemos hablado unos segundos. Sobre una nueva receta que ella había encontrado. Y después te he llamado a ti.
– ¿Nada más?
– Nada más. Espera un momento… ¿ha sido hoy?… sí, hoy ha sido… he mantenido una larga conversación con Hannah Baxter.
– ¿Puedes recordar de qué habéis hablado?
Rose Tynan empezó a referir las cosas de que ella y Hannah Baxter habían hablado. Se trataba de cosas intrascendentes y triviales.
– Intenta distraerse -estaba diciendo Rose Tynan-. Echa de menos a su marido. No está sola porque tiene a su nieto Rick en casa; pero no es como tener a su marido, sobre todo teniendo en cuenta que éste era el secretario de Justicia. Claro que mañana estará con ella el secretario de Justicia…
Tynan la había estado escuchando medio distraído, pero ahora volvió a prestarle toda su atención.
– ¿Qué quieres decir con eso de que mañana estará con ella el secretario de Justicia? Me parece que estás confundida. Noah era el secretario de Justicia, pero ya ha muerto.
– Se refería al nuevo secretario de Justicia… no sé cómo se llama.
– ¿Christopher Collins?
– Sí, ése es. Acudirá a verle mañana por la mañana.
– ¿Por qué? ¿Te ha dicho ella por qué?
– No lo sé. No me lo ha dicho.
– Collins visitando a la señora Baxter -dijo hablando más para sí mismo que para su madre-. Está bien. ¿A qué hora has hablado con Hannah Baxter por teléfono?
– ¿Por teléfono? Yo no te he dicho que hubiera hablado con Hannah por teléfono. He hablado con ella personalmente. Esta mañana se ha dejado caer por aquí para tomar café conmigo.
– Personalmente -repitió Tynan aliviado-. Muy bien. Bueno, ahora tengo que irme corriendo, mamá. Tengo muchas cosas que hacer antes de irme a California. Y una cosa. No le permitas el paso a ningún otro técnico sin antes hablar conmigo. Primero llámame.
– Si eso quiere el director…
– Eso quiero -dijo Tynan besando a su madre en la frente-. Y gracias por la noticia.
– ¿Qué noticia? -preguntó ella.
– Algún día te lo diré -repuso él marchándose a toda prisa.
A la mañana siguiente estaba lloviendo y el cielo de Washington aparecía oscuro y encapotado mientras Chris Collins se dirigía desde el Departamento de Justicia a la residencia de los Baxter en Georgetown.
En el transcurso del viaje, el estado de ánimo de Collins había sido tan sombrío como el tiempo. Raras veces se había sentido Collins más triste. Desde el día de ayer no había recibido ninguna llamada de Tony Pierce, Van Allen o Ingstrup. Al parecer, los interrogatorios e investigaciones que éstos habían llevado a cabo en la capital y las pesquisas realizadas por sus colegas en todo el país no habían permitido dar con ninguna pista que pudiera conducir al descubrimiento del Documento R. Y lo peor era que no se había recibido ninguna noticia de Jim Shack desde Fort Worth en relación con Karen. Al día siguiente por la tarde, en el otro extremo del país, en el Capitolio del estado de California, la Enmienda XXXV sería sometida a la votación definitiva de los cuarenta miembros del Senado. Para su ratificación era precisa una votación por mayoría. Es decir, veintiún miembros. Según el reportaje exclusivo que publicaba el Washington Post de aquella mañana, una fuente cercana al presidente Wadsworth había revelado que el encuestador presidencial Ronald Steedman había informado al presidente de que los más recientes cálculos confidenciales acerca de los senadores californianos habían permitido averiguar que treinta de ellos iban a votar en favor de la ratificación de la nueva enmienda. Mañana por la noche la Enmienda XXXV entraría a formar parte de la Constitución de los Estados Unidos. El futuro nunca se le había antojado a Collins más siniestro.
Se percató de que su automóvil oficial se había detenido frente a la vieja casa de tres plantas de Georgetown. Eran exactamente las diez de la mañana. Llegaba puntual a su cita con Hannah Baxter.
Mientras el agente especial Hogan le abría la portezuela trasera, Collins le dijo a Pagano:
– Puede esperar aquí mismo. -Después añadió dirigiéndose a Hogan:- No creo que tarde. Quédese aquí.
Mientras ascendía la escalinata de barandilla de hierro, Collins se sintió invadido por el desaliento, sin abrigar la menor esperanza en relación con aquella visita. Ya había hablado con Hannah Baxter al principio de su búsqueda del Documento R y ésta no había podido ofrecerle demasiada ayuda. Cierto que le había conducido hasta Donald Radenbaugh, el cual le había sido bastante útil si bien no lo suficiente. Dudaba que esta vez pudiera ofrecerle algo más. Estaba seguro de que constituiría una molestia innecesaria, pero le había prometido a Tony Pierce que lo intentaría de nuevo e iba a intentarlo.
Llamó al timbre. En lugar de la sirvienta, fue la propia Hannah Baxter quien le abrió la puerta.
Su regordeta figura se mostraba tan hospitalaria como siempre.
– Christopher, cuánto me alegro de verte otra vez -dijo. Una vez dentro, aceptó su beso y después retrocedió unos pasos-. Deja que te vea. Estás espléndido… aunque tal vez un poco cansado. No debes trabajar en exceso. Es lo que siempre le decía a Noah. Y tenía razón, ¿sabes?
– La veo mejor que la última vez, Hannah. ¿Qué es de su vida?
– Me las apaño, Christopher, me las apaño como puedo. Gracias a Dios, tengo al pequeño Rick en casa. Cuando por la tarde se va a la escuela, me encuentro completamente perdida. Sus padres regresarán de África la semana que viene. Creo que dejarán que se quede conmigo hasta que finalice el semestre. Y tal vez me lo dejen también durante el verano. ¿Cómo está Karen?
Collins hubiera deseado decírselo, pero lo pensó mejor considerando que complicaría demasiado las cosas y tendría que mencionar a Tynan.
– Pues muy bien -contestó-. Mejor que nunca. Le envía recuerdos.
Habían pasado al salón. Hannah señaló hacia la puerta vidriera, parcialmente oculta por pesados cortinajes marrones a medio correr.
– Fíjate cómo llueve. Lástima que no nos haya salido un día soleado. Hubiéramos podido sentarnos en el patio. Bueno, da lo mismo, nos pondremos cómodos aquí.
Collins esperó a que Hannah se acomodara en el sofá y después tomó asiento en un sillón que había frente a la puerta vidriera.
¿Puedo ofrecerte algo, Christopher? -le preguntó ella-. ¿Café o té?
– Nada, Hannah. Muchas gracias. Quería hablarle de un pequeño asunto. No la entretendré demasiado.
– Pues adelante.
– En realidad, se trata del mismo asunto por el que acudí a visitarla la última vez, poco después de la muerte de Noah. ¿Lo recuerda?
– No demasiado -repuso ella frunciendo el ceño-. Han ocurrido tantas cosas… Creo que se trataba de algo relacionado con unos papeles de Noah que tú tratabas de encontrar, ¿no es cierto?
– Sí. Permítame que se lo recuerde. Estaba buscando un documento que no encontraba, un documento complementario relacionado con la Enmienda XXXV. Noah deseaba que yo lo buscara y revisara. Dijo que se llamaba Documento R. Pero no he conseguido dar con él. Y, sin embargo, es necesario que lo encuentre. La otra vez le pregunté si se lo había oído mencionar a Noah alguna vez. Me dijo usted que no. Esperaba que tal vez pudiera usted recordar alguna otra ocasión en la que…
– No, Christopher, si se lo hubiera oído mencionar, lo recordaría. Jamás le oí hablar de nada llamado Documento R. Noah raras veces comentaba conmigo los asuntos de su trabajo.
Collins decidió utilizar otra táctica.
– ¿Le oyó usted mencionar alguna vez a Noah un lugar llamado Argo City? Es una ciudad de Arizona que ha sido objeto de estudio por parte del Departamento de Justicia. -Repitió lentamente el nombre:- Argo City.
– No, jamás.
Decepcionado, Collins decidió pasar de nuevo revista al viejo terreno ya recorrido.
– La última vez que estuve aquí le pregunté si Noah tenía algún amigo o colega en quien pudiera tener depositada su confianza, alguien que pudiera ayudarme a encontrar el Documento R. Me aconsejó usted que acudiera a ver a Donald Radenbaugh a la penitenciaría de Lewisburg, cosa que yo le agradecí muchísimo.
– ¿Viste a Donald Radenbaugh? -le preguntó Hannah.
– No, murió antes de que pudiera reunirme con él.
– Pobre hombre. Fue una tragedia. ¿Y qué me dices de Vernon Tynan? ¿Le has preguntado acerca del Documento R?
– Lo hice inmediatamente después de haberla visitado a usted, pero no pudo ayudarme.
– En tal caso, me temo que no has tenido suerte con el Documento R, Christopher -dijo Hannah encogiéndose de hombros-. Si Vernon Tynan no ha podido ayudarte, estoy segura de que no habrá nadie más que pueda hacerlo. Tal como tú sabes, Vernon y Noah eran muy amigos… quiero decir que trabajaron en estrecha colaboración en la elaboración de la Enmienda XXXV. En realidad, la última noche de Noah… la noche en que sufrió el ataque, Vernon y Harry Adcock se encontraban en esta misma habitación trabajando con Noah. Ocurrió precisamente mientras estaban hablando. Noah sufrió un repentino ataque, se inclinó hacia adelante y cayó al suelo. Fue terrible.
Collins no tenía conocimiento de aquello.
– ¿Quiere usted decir que Noah se encontraba en compañía de Tynan y de Adcock la noche en que sufrió el ataque? No lo sabía. ¿Está usted segura?
– No es cosa que pueda olvidarse fácilmente -repuso Hannah con tristeza-. Fue una reunión insólita. Noah no tenía por costumbre trabajar de noche. Supongo que lo hacía por mí. Bueno, por su cuenta trabajaba muy a menudo. Pero me refiero a trabajar en compañía de otras personas. Recuerdo que Vernon insistió en verle aquella noche y vino aquí después de cenar.
– ¿Acompañado de Harry Adcock?
– Estoy casi segura -repuso ella vacilando un poco-. De la presencia de Vernon sí estoy segura, claro. Pero… fue una noche muy ajetreada… tal vez esté confundida. ¿Quieres saber si Harry estaba aquí también?
– No sé, probablemente no sea importante…
– No, no me importa comprobarlo -dijo ella levantándose-. En el cuaderno de citas de Noah tal vez figure anotado. Está en su estudio. Voy por él.
Hannah abandonó el salón. Collins se reclinó en el sillón reconociendo que no había conseguido averiguar nada útil a través de Hannah Baxter. Permaneció sentado, sumido en el desaliento, sin saber hacia qué lado volverse, completamente perdido.
Le pareció escuchar un rumor a su espalda… una especie de roce o restregar de pies. Volvió la cabeza y observó que los cortinajes de color marrón se movían misteriosamente. Miró hacia abajo y, a través de los cortinajes ligeramente levantados, vio a un muchacho agachado. Era Rick Baxter, el nieto de Hannah, que se estaba levantando con su perenne magnetófono portátil en la mano izquierda.
– Oye, Rick -le dijo Collins-, ¿qué estabas haciendo ahí, detrás de la cortina? ¿Escuchándonos?
– Es el mejor escondite de la casa -repuso Rick sonriendo y dejando al descubierto las abrazaderas de sus dientes.
– ¿Qué tal funciona el magnetófono? -le preguntó Collins.
El muchacho se levantó, apartándose de los ojos el enmarañado cabello castaño. Dio unas palmadas al estuche de cuero del cassette.
– Funciona estupendamente desde que usted me lo arregló, señor Collins. ¿Quiere oírlo?
Sin esperar la respuesta, Rick comprimió el botón de retroceso, contempló hipnotizado cómo retrocedía la cinta, detuvo el aparato y apretó después el botón de avance.
Rick extendió el aparato hacia el oído de Collins.
– Escuche. Acabo de grabarles a usted y a la abuela.
Collins se inclinó hacia el magnetófono y escuchó.
Pudo oír la inconfundible voz de Hannah, comprobando la fidelidad de la grabación a pesar de haberse efectuado desde detrás de unos cortinajes.
«¿Y qué me dices de Vernon Tynan? ¿Le has preguntado acerca del Documento R?»
Después su propia voz: «Lo hice inmediatamente después de haberla visitado a usted, pero no pudo ayudarme».
De nuevo la voz de Hannah: «En tal caso, me temo que no has tenido suerte con el Documento R, Christopher. Si Vernon Tynan no ha podido ayudarte, estoy segura de que no habrá nadie más que pueda hacerlo. Tal como tú sabes, Vernon y Noah eran muy amigos… quiero decir que trabajaron en estrecha colaboración en la elaboración de la Enmienda XXXV. En realidad, la última noche de Noah… la noche en que sufrió el ataque, Ver-non y Harry Adcock se encontraban en esta misma habitación trabajando con Noah. Ocurrió precisamente mientras estaban ha-blando…».
– Fantástico, Rick -dijo Collins-. Ya he oído suficiente. Voy a tener más cuidado la próxima vez que acuda aquí.
El muchacho apretó rápidamente el botón de detención.
– No se preocupe, señor Collins. No trabajo por cuenta de ningún organismo del gobierno. Esto no es más que una afición que tengo.
Collins simuló estar muy sorprendido.
– Pues lo haces muy bien. Podrías trabajar de agente del FBI.
– No, no tengo la edad. Pero resulta divertido jugar al FBI. Apuesto a que habré hecho unas cien grabaciones desde detrás de esa cortina. Nadie sabe que estoy ahí. Sólo una vez el abuelo me pilló haciéndolo.
– ¿Te pilló tu abuelo? -preguntó Collins.
– Vio mi zapato por debajo de la cortina.
– ¿Se enfadó?
– Pues, bastante. Me dijo que no volviera a hacer esta trampa nunca más.
Collins se removió inquieto en su asiento y contempló al muchacho.
– Perdona, Rick, no he entendido lo que estabas diciendo ¿Qué te dijo tu abuelo cuando te pillo detrás de la cortina?
– Que no volviera hacerlo nunca más, que si alguna vez volvía a verme haciendo esta trampa me iba a castigar.
– Comprendo.
En aquellos momentos Collins no comprendía nada, sólo adivinaba, pero inmediatamente después lo comprendió.
Y permaneció sentado inmóvil.
Las últimas palabras de Noah Baxter, sus palabras de moribundo, acudieron de nuevo a la mente de Collins: El Documento R… es… vi… una trampa… acuda a ver…
Y las palabras que Rick Baxter acababa de pronunciar: Que si alguna vez volvía a verme haciendo esta trampa me iba a castigar.
Noah Baxter: Vi… una trampa.
Rick Baxter: Volvía a verme haciendo esta trampa.
¿Habría intentado el coronel Baxter en sus últimas palabras dirigir a Collins hacia Rick… o hacia la trampa de Rick? ¿Hacia sus fisgoneos desde detrás de las cortinas?
Vi… una trampa… acuda a ver.
¿Habría visto el coronel, en su última conversación con Tynan minutos o segundos antes de sufrir el ataque, habría visto el movimiento de las cortinas o bien la punta del zapato del muchacho asomando por debajo de las mismas, comprendiendo que había grabado su secreto… y lo habría recordado tras salir brevemente de su estado de coma?
¿Habría intentado decirle a Collins: Vi una trampa, refiriéndose a Rick? ¿O habría querido decirle vi la trampa de Rick, acude a verle?
A ver, ¿qué? ¿Si Rick había grabado la última conversación confidencial… porque ésta contenía la clave del secreto del Documento R?
¿Sería posible? ¿Sería acaso posible?
Collins parpadeó mirando a Rick, que se hallaba todavía sentado en el suelo con las piernas cruzadas junto al sillón.
– Oye, Rick, yo quería preguntarte… -empezó a decir Collins con cierta vacilación.
– ¿Sí, señor Collins? -dijo el muchacho levantando la mirada.
– Que esto quede entre nosotros, ¿eh?, pero, a pesar de la advertencia de tu abuelo en el sentido de que no volvieras a hacer esa trampa… es decir, a ocultarte detrás de las cortinas para grabar las conversaciones… ¿volviste… bueno, volviste a hacerlo alguna otra vez?
Pues claro que volví a hacerlo. Lo hice muchísimas otras veces.
– ¿No temías que tu abuelo volviera a pillarte?
– No -repuso Rick muy tranquilo-. Me andaba con mucho cuidado. Y, además, resultaba muy divertido correr ese riesgo.
– Pues fuiste muy valiente -dijo Collins-. ¿Volviste a grabar conversaciones de tu abuelo?
– Pues claro. Casi todas las conversaciones eran del abuelo. Era el que siempre hablaba aquí. Debiera usted oír algunas de las grabaciones que le hice.
Collins miró fijamente a Rick. Ándate con cuidado, le dijo una voz interior… con mucho cuidado. No le asustes.
– Así es que seguiste grabando las conversaciones de tu abuelo. ¿Incluso aquella última noche en que se hallaba en compañía del director Tynan y sufrió el ataque? -preguntó Collins conteniendo la respiración.
– Sí -repuso el muchacho-. Aunque la verdad es que pasé mucho miedo escondido ahí cuando todo el mundo empezó a correr.
– ¿Quieres decir una vez que tu abuelo hubo sufrido el ataque?
– Sí -contestó Rick-. Pero grabé todo lo que se había estado hablando antes.
– No bromees, Rick. No puedo creerlo. ¿De veras grabaste la última conversación de Noah, de tu abuelo, con el director Tynan… lo grabaste todo en cinta?
– Fue muy fácil. Tal como le he grabado a usted hace unos minutos. El director Tynan estaba sentado precisamente donde ahora se encuentra usted. El abuelo estaba donde ahora estaba sentada la abuela. El señor Adcock estaba en aquella silla. Hablaban del Documento R, lo mismo que usted y la abuela hace un rato.
Collins se incorporó despacio en su asiento, advirtiendo que los brazos se le ponían de piel de gallina y que un estremecimiento helado le recorría el cuerpo. Las últimas palabras de Noah Baxter y su propia corazonada habían resultado fructíferas. Trató de conservar la calma.
– ¿Dices que el director Tynan y tu abuelo hablaron del Documento R? ¿Les oíste hablar de eso? ¿No te equivocas?
– El abuelo no habló de él. Quien hablaba era el director Tynan.
– ¿Y eso cuándo dices que fue?
– Antes de que se llevaran al abuelo al hospital. La última vez que el director Tynan estuvo aquí. Estaba hablando con el abuelo cuando se puso repentinamente enfermo.
– ¿Y oíste todo lo que dijo el director Tynan?
– Pues claro -repuso Rick-. Estaba detrás de la cortina, igual que hoy. Y tenía el cassette en marcha. Grabé sus palabras igual que hoy he grabado las de usted.
– ¿Salió bien la grabación? Quiero decir, ¿se podían escuchar las voces con claridad?
– Ya ha oído usted el aparato, es perfecto -contestó Rick con orgullo-. A la mañana siguiente volví a pasar la cinta cuando la abuela se fue al hospital. No me había perdido ni una sola palabra. Todo estaba allí.
– Menudo aparato tienes -dijo Collins chasqueando la lengua-. Me tendré que comprar uno igual. -Se detuvo.- Oye, ¿y qué hiciste con la cinta? ¿La borraste? ¿O la tienes todavía por ahí?
Pareció como sí a Collins se le detuviera el corazón mientras aguardaba la respuesta del muchacho.
– No, nunca borro las cintas -dijo Rick.
– Entonces, ¿la tienes aquí?
– Ya no. No conservo ninguna con la voz del abuelo. Cuando el abuelo se puso enfermo, cogí la última cinta, escribí en ella «ASJ», que quiere decir «Abuelo Secretario de Justicia», y «Enero», y después la puse con las demás y las coloqué todas en el cajón de arriba del archivador especial del abuelo junto con las cintas que él tenía grabadas, para que no se perdieran.
– Y el archivador del abuelo se lo llevaron de aquí, ¿verdad?
– Sí, pero sólo durante algún tiempo.
– Rick, ¿recuerdas lo que había en aquella última cinta que grabaste de tu abuelo y el director Tynan? ¿Recuerdas lo que se dijo acerca del Documento R?
Collins esperó. Y pudo comprobar que era cierta la expresión que se solía utilizar en tales casos: la gente esperaba conteniendo la respiración.
El muchacho hizo una mueca.
– No prestaba demasiado atención… lo único que me interesaba era grabar la cinta. Y a la mañana siguiente, cuando la volví a pasar, sólo quise comprobar si lo había grabado todo.
Pero algo de lo que oíste sí lo recordarás. Antes has dicho que oíste al director Tynan hablar del Documento R.
– Y es cierto -insistió Rick-. Habló de él. Pero ya no me acuerdo. El director Tynan no hacía más que hablar y hablar. Y entonces el abuelo se puso repentinamente enfermo… y todo el mundo empezó a correr y la abuela lloraba… y yo me asusté y apagué el aparato y me quedé allí escondido hasta que vino la ambulancia. Cuando todos se fueron hacia la puerta, salí de detrás de la cortina y subí corriendo a mi dormitorio.
– ¿Y no recuerdas ninguna otra cosa?
– Lo siento, señor Collins, pero…
– Es suficiente -dijo Collins dándole al muchacho unas palmaditas de gratitud en el brazo.
Hannah Baxter regresó al salón.
– ¿Ya está el niño otra vez dándote la lata y molestándote con el magetófono, Christopher?
– De ninguna manera. Hemos mantenido una interesante conversación. Rick me ha sido muy útil.
– En cuanto a Harry Adcock -dijo Hannah-, acabo de echar un vistazo a la agenda de citas de Noah. Sí, tanto Vernon como Harry estaban anotados para la visita de aquella noche.
– Eso pensaba yo -dijo Collins haciéndole un guiño a Rick y levantándose-. Ahora tengo que irme en seguida. Gracias por la molestia, Hannah. Y gracias también a ti, Rick. Si alguna vez buscas trabajo en el Departamento de Justicia, llámame.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Collins pensó que no era posible que siguiera lloviendo y estuviera nublado. Pero así era. La luz del sol brillaba únicamente en el cerebro de Collins. Sólo quedaba una oscura nube.
El archivo personal de Noah Baxter, con la reveladora cinta de Rick, se encontraba en el despacho particular del director del FBI en el edificio J. Edgar Hoover.
– Pagano -dijo Collins al subir a su automóvil-, déjeme en la primera cabina telefónica que vea. Tengo una llamada importante.