Capítulo Ocho

B-A-I-L-A-R-I-N-A

«Querida Marisol: si estás leyendo esta carta, yo habré muerto.

»Pero no quería hablarte de mí, sino de Pilar. De lo que pasó realmente.

»¿Te acuerdas del once de junio del setenta y seis, cuando fuimos a Barcelona a ver a los Rolling Stones? Bego estaba ya embarazada, pero fue la que más insistió en hacer el viaje. En el coche (¿recuerdas? Tu viejo Seat 127 amarillo claro) os turnabais las dos conduciendo mientras yo, detrás, desempaquetaba bocadillos, abría cervezas y ponía en el equipo del coche las dos únicas cintas que teníamos, una de Velvet Underground y otra de Mocedades. Me acuerdo como si fuera ahora de las coñas que hicimos con esa combinación tan delirante, igual que me acuerdo de nuestra felicidad de aquel día: al coche parecía empujarlo nuestra euforia, tú dijiste que éramos inmortales y todos pensamos que tenías razón. Tres inmortales, cuatro con la niña que Bego llevaba dentro. Y ya ves, con el paso del tiempo: de aquellos cuatro que no iban a morir nunca sólo quedas tú. Tres a uno a favor de la muerte. Pero si he vuelto de la tumba es porque necesito (es la palabra exacta: el peso del secreto me impide respirar y pensar, a veces hasta caminar) contarte que Pilar no se suicidó, tal y como os he hecho creer a todos. La maté yo, y tienes que saber por qué lo hice: eres la única amiga que tengo. Y la única persona que merece saber la verdad: los otros que merecerían saberla, mis padres y mi mujer, están también muertos. Afortunadamente muertos: me horroriza pensar en su dolor si hubieran conocido lo que vas a saber ahora. Me horroriza y también me obsesiona… el otro día soñé que, en contra de lo que pensamos los ateos, Dios existía, y también la vida después de la muerte, los juicios finales y los castigos eternos. En la pesadilla, yo había muerto y me encontraba en una fila de fallecidos recientes, esperando la asignación de alguna especie de destino. Entonces veía a mis padres y a Bego (en el sueño no salía Pilar; no estaba, no me preguntes por qué, en esa casa de muertos): inquietos y felices por el inminente reencuentro (ellos, por sus buenos actos en la tierra, habían ganado el cielo de la Biblia, que también existía: era limpio, y se flotaba en él con placidez) me esperaban como familiares que acuden al andén a recibir al hijo pródigo. Ignoraban que mi destino era otro, el infierno ganado también a pulso. La idea de tener que explicarles dónde estaba Pilar me empujaba, y me escabullía de la fila de muertos. Comenzaba así un destierro infinito, huyendo durante el resto de la eternidad de los seres que más había amado y respetado en vida, que a su vez (yo lo sabía como se saben las cosas en los sueños: porque sí) iniciaban su propio proceso de angustia: ¿por qué yo los esquivaba?, se preguntaba mi madre con una mirada de tristeza que nunca llegué a verle en vida… Te juro que al despertarme me sentí aliviado de que Dios no exista, aunque la tregua duró poco: enseguida volvió la realidad, enseguida volvió la imagen que permanentemente me taladra la cabeza: Pilar mirándome como aquella última vez, la de sus últimos momentos de vida. También entonces, cuando la vi morir, me habían venido a la cabeza, no sé por qué, Barcelona y la irrupción de los Rolling Stones en escena (¿te acuerdas? ¡cómo rubricó aquel instante nuestra felicidad interna, nuestra euforia, nuestra inmortalidad!) al ritmo de Honky Tonk Woman. Durante años hemos discutido respecto a ese detalle: tú asegurabas que yo estaba equivocado, que la primera canción del concierto había sido otra, no recuerdo cuál (aunque claro está que no era esa cuestión la que me asaltó durante la agonía de Pilar). Con la canción que sonaba en escena, fuese cual fuese, se creó un estado de éxtasis colectivo, y yo (imagino que como todos y cada uno de los asistentes) me sentí bendecido (ojo, bendecido en singular) por los dioses del rock, del universo, por los dioses de la vida: ¡qué felicidad! ¡Cuántas cosas, todas buenas, nos esperaban! Recuerdo que alguien me apretó el brazo: eras tú. Sonreías tocada por la misma gracia, y con un gesto me indicaste que mirase hacia delante, donde Bego bailaba con ese estilo suyo que lograba que le hicieran corro, como de hecho ocurrió aquel día en la Plaza Monumental de Barcelona. Me dijiste (no se me ha olvidado nunca, y eso fue exactamente lo que se me vino a la mente en la muerte de Pilar): "con los genes de la madre, tu hija será bailarina, te lo digo yo". Bailarina… A veces, inesperadamente, la palabra se me deletrea sola en la cabeza, y clava entre letra y letra un guión de separación que me hiere como un cuchillo. Ahora mismo, al contártelo, está sucediendo. Lo lógico es que me ocurriera al pensar en mi mujer, pero no: me pasa al pensar en Pilar. Cuando nos dijeron (¡hace ya cinco años!) que Bego tenía cáncer y que no había que desesperar hasta ver la evolución de la quimioterapia pensé cosas de todo tipo, todas terribles, y cuando murió, sólo supe venirme abajo. Nunca fui capaz de asumir esa brutal injusticia. Lo teníamos todo, éramos felices y lo íbamos a ser siempre. ¿Cómo pudo pasar que en aquella consulta (la visita fue de rutina; tan de rutina que después de recoger los análisis íbamos a ir a cenar y a la inauguración del bar de un amigo) el médico se pusiera serio y dijera que había que repetir, sólo por precaución, una prueba? Pero aunque todo se vino abajo, te hice caso: tenía una hija y no era el momento de derrumbarse, por eso seguí adelante, por eso me volqué en Pilar y en sus proyectos… Hoy me sigue atormentando pensar que, de no haber sido así, nunca habría conocido a la gente de aquel grupo de teatro, no se habría embarcado con ellos (ilusionada de nuevo por primera vez desde la muerte de su madre, qué feliz me hizo verla así) en una función que precisaba de una bailarina (ella: su primer paso profesional) y no les habría acompañado a la función contratada a las afueras de Madrid aquel día fatídico. Sin aquella función nunca se habría subido a la furgoneta (¿viajaría en ella eufórica, inmortal como nosotros en el viejo 127?) que se salió de la carretera. Nunca se habría partido la columna vertebral. Cuando me lo dijeron me defendí quitándole importancia, pensé instintivamente que tendría que llevar un collarín durante algún tiempo y que ahí se acabaría el problema, por eso el médico tuvo que repetirme varias veces que la médula espinal se había roto y que Pilar estaba tetrapléjica. Era tetrapléjica. Me desmayé en el pasillo del hospital, y al despertarme sólo sentía terror: terror por encontrarme solo, por no contar con mis padres o con Bego (o con alguien, con quien fuera) para enfrentar la desgracia. Y terror de decirle a Pilar qué le había pasado, de explicarle que no volvería a caminar, a moverse, a correr sin ayuda, a girar la cabeza, a hacer cualquier cosa que requiriese más movilidad que la de los tres dedos de la mano derecha que el azar del accidente había olvidado destrozar. Allí, en la silla del pasillo del hospital donde tuve que sentarme ante la inminencia de otro desmayo, supe que no había futuro. O peor: que lo había y era espeluznante. Rogué para que mi hija tardase en despertar (o para que no despertase nunca: tal vez había entrevisto ya que lo mejor para ella era estar muerta) y luego, cuando me dijeron que había recuperado el conocimiento, rogué para que lo volviese a perder: tenía miedo de verla, de tener que decirle la verdad. Cuando entré en la habitación, me hundió más que ninguna otra cosa su expresión: angustiada pero llena de esperanza: papá venía por fin a rescatarla. Pero supo enseguida (lo adivinó en mis ojos) que algo iba mal, muy mal. Y cuando le conté la verdad empezó a gritar y no paró hasta dos días después. Dos días, con sus noches y cada una de sus horas. Los sedantes la apaciguaban, pero apenas despertaba y recuperaba la consciencia volvía a comenzar. Atrozmente inmóvil, desgarraba sus cuerdas vocales, aterrorizaba a los internos de toda la planta y apresuraba a la enfermera, una y otra vez, a ponerle una nueva inyección. Cuando por fin calló no fue porque hubiese asumido su destino (¿cómo podría nadie asumir ese destino?), sino porque su garganta era incapaz de emitir otro sonido que un quejido continuo y rasposo, una agonía que escucho todavía hoy, ahora. Ahí, no sé en qué momento del tiempo interminable que pasé con los ojos abiertos al pie de la cama, decidí que era mejor para ella estar muerta. Igual que es mejor para mí estarlo ahora: muerto ya. Muerto por fin. De regreso a casa, Pilar se hundió en un mutismo vegetativo. Yo me esforzaba por cuidarla, por limpiarla lo mejor y más cariñosamente posible, por tratar de aparentar esperanzas que no tenía, pero la idea de que su invalidez era irreversible me asaltaba de pronto, en el momento más inesperado, y me derrumbaba a veces incluso literalmente: en una ocasión el desánimo me golpeó cuando trataba de darle de comer, y perdí el conocimiento sobre la cama y sobre el puré, y me quedé allí durante algunos minutos, inconsciente sobre ella, hasta que me despertaron sus gritos. No eran gritos de alarma o de miedo. Eran gritos de pena… Aquel instante lo marcó todo. Su pena me decidió, nos decidió a los dos. Esa noche apartaba, con ayuda de sus tres dedos, las piedrecitas de un montón de lentejas desparramadas sobre la mesa: el médico nos había recomendado que intentase concentrarse en alguna actividad física, la que fuese, y descubrimos que ésa fue una de las escasas que podía realizar sin mi ayuda. Separar piedrecitas de las lentejas… Lo estaba haciendo y, de pronto se detuvo. Vi el garfio retorcido de su mano repentinamente parado sobre las lentejas y tragué saliva, aterrado por la inminencia de otra crisis de angustia, de nuevos gritos y lágrimas. Pero, aunque con la tensión brillándole en los ojos, estaba muy serena cuando levanté la vista. "Quiero morir", dijo. "Tienes que matarme, papá." Voy a serte muy sincero, Marisol, y a cambio quiero que medites muy seriamente lo que te confieso ahora: creo que mi condena o mi perdón (no sé cuál de los dos merezco) están en lo que sentí ese instante… Fue alivio. Un descanso infinito me corrió por todo el cuerpo dándome, literalmente, felicidad. He analizado aquel sentimiento hasta agotarme, y creo que las palabras de Pilar, tan valientes y perturbadoras, supusieron la puerta abierta que yo no me había atrevido a empujar. Por eso me aliviaron. Yo sabía que la muerte era la mejor solución para Pilar: ¿qué, por ejemplo, sería de ella cuando yo faltase? Una de las más intolerables imágenes que mi cabeza podía concebir era la de mi hija tumbada, sola, sobre la cama de cualquier asilo de incapacitados, esperando los escasos minutos que la enfermera pudiese dedicarle al día. No había duda: contra mi corazón y contra mi vida, Pilar debía morir. Pero su muerte natural, a pesar de las atrofias desencadenadas por la tetraplejia en su organismo, que acabarían por matarla, podía tardar dos décadas en producirse. O tres, así de duro y así de simple lo percibía también ella, a juzgar por la decisión de su mirada al otro lado de la mesa de las lentejas. Volví a tragar saliva; ella lo interpretó como signo de rechazo, duda o cobardía y atacó los obstáculos que mi razón oponía con lucidez inclemente y, a la vista de sus palabras, largamente meditada: no éramos una hija y un padre, sino la que debía morir y quien, por amor, debía ayudarle a hacerlo. "Nadie te culpará de nada. Pensarán que me he suicidado. Con esto." Dirigió la mirada hacia los dedos retorcidos. "Si pueden separar lentejas pueden tomar pastillas. Lo he ensayado. Mira." Actuó con decisión aterradora: mi hija no era una niña, sino una voluntad de morir embutida en un cuerpo igualmente muerto. Sus dedos se cerraron sobre un puñado de lentejas. Las llevó con mucho trabajo hacia la boca, forzando el brazo e inclinando la cabeza para demostrar que su esperanza era viable. Comprendí que sólo para realizar ese entrenamiento, ese ensayo de su muerte, había insistido en dedicarse al absurdo ejercicio de las lentejas. Pero la mano y la boca, desesperadamente tensas, quedaron quietas, separadas una de otra por dos centímetros infinitos. Entonces, ante el fracaso, sí surgió la niña; ahí estaba otra vez mi hija: en la repentina pena, en la patética impotencia, en la súplica de su mirada. La estreché entre mis brazos, la protegí, la besé y me esforcé para que no me viese llorar, porque en ese instante prometí que la liberaría y no quería que la perturbasen dudas sobre mi resolución. Se quedó dormida en mis brazos, relajada por primera vez desde la tragedia, y pasamos así el resto de la noche, los dos absolutamente inmóviles: por nada del mundo me hubiese arriesgado a despertarla del sueño de niña que había sido el único desde la desgracia e iba a ser el último de su vida. Mientras la abrazaba, miraba las lentejas. Y en ellas encontraba fuerzas: efectivamente, ¿quién, una vez muerta Pilar, podría demostrar si sus dedos habían sido capaces o no de recorrer esos últimos dos centímetros? El azar que había destrozado su vida y la mía nos dejaba un resquicio ínfimo, y lo aprovechamos. Te obvio los detalles, basta que sepas que la noche elegida acosté a Pilar, le di las pastillas y me senté a su lado, muy cerca de ella. A veces, durante la enfermedad, había sido meticulosamente detestable y se regodeaba en su amargura como si quisiera hacerla grande y transmitírmela en su integridad (tal vez, un camino para despertar mi odio y conmover mi voluntad). Pero ahora, dulcificada por la proximidad de la muerte, volvía a ser mi Pilar. La volví (ella me lo pidió) para que pudiera reposar la cabeza en mi hombro, y me rodeé con su brazo muerto el pecho. En esa postura, cuando era niña, solía quedarse dormida mientras le contaba historias de aventuras. En esa postura, ahora, murió. Cuando su respiración se apagó, alargué la mano hasta la mesilla y extraje del cajón el segundo bote de pastillas, el que sin revelárselo a ella (antes de comenzar a tragarlas me había hecho jurar que intentaría ser de nuevo feliz) me disponía a tomar para acabar, también, con mi propia pesadilla. Pero la vida volvió a traicionarme porque, llana y terriblemente, me negó el valor concreto de tomarlas. Mi mente y mi cuerpo (o al menos una parte de ellos, en todo caso la suficiente) se negaban a dejar de existir. Pasé la noche entera debatiéndome en esa lucha, con la mirada fija en el techo y empapando de sudor el frasco que apretaba en la mano y que finalmente, al amanecer, dejé de nuevo sobre la mesilla. Todos los remordimientos y todas las angustias surgieron entonces: había abandonado a Pilar en la muerte. Y, según las reglas establecidas por el mundo que me resistía a abandonar, era el peor de los asesinos: el asesino de mi propia hija. Durante horas, traté de asumir ese destino como el más legítimo que podía corresponderme, y para abandonarme a él traté de escribir una confesión completa de lo que había ocurrido, que me propuse fuera tan sincera como lo está siendo ésta. Pero comprendí enseguida que el mundo no eres tú, que sus leyes no son tu amistad, que sus designios no son tu comprensión. Y, como el cobarde que soy (o, mejor dicho, que descubrí en ese instante que era) mi mente fue descartando la idea de la confesión para comenzar a maquinar la trama exculpatoria, la versión del suicidio de Pilar, que ante todos me convirtió de verdugo en víctima. En la ansiedad de esa culpa consolidada he vivido este tiempo, buscando cada minuto de ellos el valor de acabar con todo. En una de esas ocasiones, el otro día, sonó el teléfono y eras tú con tu oferta de viaje a Leonito. Acepté porque tal vez aquí, en mis orígenes, hallase alguna señal de algo, no me preguntes de qué… Espero que perdones a tu pobre amigo Luis (que con nadie más puede sincerarse). Ese perdón, y el último pensamiento que me dediques, será lo único que quede de mí sobre la tierra. Adiós, mi amiga querida. Que sepas que lo daría todo (¡pero no me queda nada! O peor: sólo tengo el deseo de morir, de olvidar que una vez estuve vivo) por volver a encontrarme con Bego y contigo, con Pilar en el vientre de Bego, en aquel 127 amarillo claro donde éramos inmortales. Con la carretera infinita delante de mí y de todos nosotros.»


Jean Laventier volvió el último folio y comprobó que con esa frase concluía el texto.

Volvió a leerla:

– De todos nosotros… -susurró con la mirada posada sobre las palabras últimas de la carta.

Suspiró, aferró la linterna que le había iluminado durante la lectura y con ayuda del bastón se levantó despacio, muy trabajosamente, sintiendo cómo el esfuerzo despertaba de nuevo el sordo dolor que desde las últimas horas le presionaba con insistencia inquietante el pecho. La oscuridad que le rodeaba resultaría absoluta de no ser por el haz en movimiento de su linterna. El olor a humedad era intenso, y desde alguna parte el eco de un goteo líquido rebotaba con cadencia exasperante contra el silencio anómalamente perfecto, casi inverosímil, que reinaba entre las altas paredes de roca negra de la gruta donde se encontraba. Laventier sentía que flotaba en la sala de espera de la muerte, pero no le importaba. En realidad, se dijo, era el lugar que le correspondía. Con lentitud callada, que le permitía escuchar con claridad el roce del aire contra su ropa y contra la carta que aún sostenía en la mano, se aproximó hasta la cama donde reposaba el cuerpo de Ferrer y lo iluminó con la linterna: el haz de luz pintó de matices siniestros la palidez fantasmagórica del rostro apoyado sobre la tela doblada a modo de almohada. No se sentía un intruso por haber decidido leer la carta de Ferrer; en los últimos tiempos su vida se había reducido a la búsqueda obsesiva de Victor Lars, y así, obsesivamente, se lanzaba sobre cualquier pista que pudiese entrañar alguna información sobre su enemigo. Aunque era imposible que el desgraciado Luis Ferrer aportase en su confesión nada nuevo a esa búsqueda, era el hermano del Niño de los coroneles, razón suficiente para que el habitualmente discreto Laventier se hubiese arrogado el derecho de violar el secreto último de un muerto.

Se sentó en la cama y agitó el cuerpo de Ferrer con brusquedad poco hipocrática, reveladora del inhabitual estado de ansiedad que conmovía el corazón del viejo Médico de la Resistencia.

– ¿Señor Ferrer? ¿Luis Ferrer?

Ferrer lanzó un gemido remoto, y Laventier respiró aliviado: los efectos de la anestesia comenzaban a disolverse a la hora que él, al administrarlos, había previsto.

El herido tardó unos segundos infinitos en abrir los ojos y luego se demoró un poco más en enfocar al hombre que tenía frente a sí…

Parecía Jean Laventier, pensó… Se preguntó si, de la misma forma que la desconocida india lo había matado a él, Lars había asesinado a Laventier y ahora se hallaban ambos en un lugar que sólo podía ser el infierno o, peor aún, esa sima de sus pesadillas donde Aurelio, Cristina y Bego acudían a recibirle para preguntarle por Pilar.

El miedo le hizo incorporarse. Por el dolor del pecho y el brazo supo que seguía vivo, y la evidencia de que la frágil luz de la linterna era la única frontera que los separaba al otro fantasma y a él de la negrura más rigurosa acabó de espabilarlo. Laventier, como si hubiera intuido su inquietud, apoyó la mano sobre él para tranquilizarlo. Ferrer vio entonces que sostenía, abierta, la carta para Marisol. Y comprendió que la había leído.

– Quieto, no haga esfuerzos. Sería tentar dos veces a la suerte -dijo el francés.

Ferrer obedeció; se dejó caer hacia atrás inesperadamente relajado, en insólita paz consigo mismo: le embargaba una inexplicable felicidad por el hecho de que alguien, por fin, conociese su secreto. Y agradecía que se tratase de Laventier: el conocimiento de la verdad por parte del reflexivo y humanitario francés no le devolvía a Pilar, pero le dejaba de alguna forma menos desvalido ante su muerte. No tan solo frente a ella.

– ¿Me… reconoce? -interrogó con cautela Laventier.

Ferrer asintió con un asomo de sonrisa y cerró los ojos. Sumergiéndose en esa paz ínfima y a la vez inmensa que le era dado disfrutar por primera vez, preguntó muy despacio:

– ¿Dónde estamos?

– En el interior de la Montaña Profunda.

Ferrer abrió los ojos. La paz había terminado de golpe. Al mirar a su alrededor, encontró lógicos el silencio y la oscuridad: Laventier y él no estaban muertos, sólo bajo tierra. En la guarida de Leónidas, que durante tanto tiempo, y siempre infructuosamente, habían buscado los coroneles. Pero no vio tesoro mítico alguno, sólo negrura insondable y, a la luz insuficiente de la linterna que le permitía vislumbrar a Laventier, observó el camastro sobre el que yacía y también su propio torso desnudo, manchado de sangre. Una burda venda le rodeaba el brazo derecho. La tocó dubitativo, como si el contacto pudiese provocar una hemorragia fatal, e interrogó al francés con la mirada.

– Esa venda se la coloqué yo. Como ve, demuestra claramente que mi especialidad es la psiquiatría.

Ferrer hizo caso omiso de la broma.

– La mujer de la pistola…

Laventier prestó atención con una sonrisa que trataba de ser confortadora. Le satisfacía verificar cómo Ferrer iba controlando sus recuerdos, de regreso a la realidad.

– Me disparó aquí, en el corazón. Y luego siguió disparando. ¿Cómo es que…?

– ¿No está muerto? ¡Por su camisa! ¡Su camisa le salvó! -dijo Laventier a modo de aclaración única y absurda; Ferrer, ansioso de explicaciones precisas, sintió una ligera irritación por la actitud paternal y beatífica del francés.

– ¿Mi camisa? ¿Qué idiotez…? -trató de incorporarse; de inmediato, el dolor intenso que ya conocía le laceró otra vez. Tuvo que dejarse caer de nuevo sobre el camastro.

– Sí. Su camisa. Y no le salvó una vez, sino dos. La primera vez, gracias a esto.

Laventier sacó de su bolsillo una pluma estilográfica y se la entregó: era la que Ferrer recogió del lugar donde asesinaron a Casildo Bueyes. Aparecía abollada en el lugar donde había desviado la fuerza del disparo, y la cubrían los restos de una pastosa suciedad roja: sangre de Bueyes. ¿O su propia sangre? ¿Qué intenciones podría haber tenido el destino para unir esos dos flujos?, se preguntó sin encontrar respuesta, lo que carecía ahora de importancia: la pluma de Bueyes no sólo sirvió para lanzarle el mensaje «¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ…». También le había salvado la vida.

– ¿Y los demás disparos? ¿También los desvió la camisa? -preguntó con ironía teñida de cierta alegría: la euforia instintiva que despertaba de nuevo en sus venas avasallaba al dolor y se imponía sobre las dramáticas circunstancias que le angustiaban.

– Su agresora siguió disparando, sí. Pero la redujeron a tiempo. Sólo pudo herirle en el brazo con el segundo disparo. El tal Leónidas le quiere a usted vivo.

– ¿Fue él quien le trajo hasta mí?

– No personalmente. Ordenó a dos de sus hombres que me buscaran.

– ¿Por qué a usted?

– Su camisa otra vez, la segunda. En el bolsillo estaba mi tarjeta, ¿recuerda que se la di en el hotel el otro día? Ahí figura mi dirección en Leonito y mi profesión. Usted herido, yo médico… Pensaron que era amigo suyo y que aceptaría venir a salvarle.

Ferrer miró al médico: en unas horas le habían salvado la vida dos personas: el indio que desvió el brazo de la mujer y el propio Laventier; eso sin contar la pluma de Casildo Bueyes. El Destino se empeñaba en mantenerlo vivo, y se preguntó para qué.

– ¿Cuánto llevo inconsciente?

– Dos días.

– Dos días… -repitió despacio, sin conseguir experimentar sensación de impaciencia o apremio alguno; un cansancio insuperable le impedía toda iniciativa; se volvió hacia el francés y le habló con sinceridad-. Debo darle las gracias, señor Laventier. Le debo la vida. Se arriesgó a venir hasta aquí.

– ¡Puro egoísmo! Lo necesito para acabar cierta tarea que dejé a medias el otro día -explicó Laventier gravemente, preguntándose si debía aprovechar la agradecida predisposición de Ferrer para plantearle lo que esperaba de él. Pero no, concluyó, aún era pronto; y al percibir que Ferrer, intrigado por su tono, se disponía a indagar más, eligió cambiar de tema. Adoptó un tono festivo mientras señalaba la venda en torno al brazo del herido-. Por otro lado, en ningún momento ha corrido peligro real de muerte. A lo sumo, habría perdido ese brazo. Y ahora, en cuanto pase el efecto de la anestesia, se encontrará bien del todo. Cuestión de minutos. Cuando vi aparecer a los dos desconocidos, pensé que eran sicarios de mi amigo -dudó y se atrevió a rectificar, muy atento a la reacción que su matización pudiese despertar en Ferrer-, de nuestro amigo Víctor Lars. Pero no… Eran estos indios, que me explicaron el problema y me trajeron hasta aquí. Un viaje incómodo para alguien de mi edad. ¡Y mi peso! -continuaba el francés; resuelto al fin a exponer su asunto, extrajo de la parte inferior del camastro las pertenencias de Ferrer y las depositó sobre el suelo; todas excepto el manuscrito, que con cuidado colocó sobre sus rodillas-. Pero debo reconocer que no hubieron de insistir mucho en que les acompañara: ya le he explicado que yo también tenía gran urgencia de hablar con usted. Sobre nuestro manuscrito, que por lo que he visto ha leído casi en su totalidad. Tengo novedades, ¿sabe? Novedades sobre Víctor Lars.

Ferrer estaba confuso: antes de que le hirieran, la situación en la Montaña era, según Roberto Soas y como también él mismo había podido analizar, una bomba a punto de explotar, especialmente tras los últimos ataques de los indios. ¿Estaba el ejército listo para intervenir? ¿Había intervenido ya? Y Soas, ¿logró huir de la ratonera del hotel? Muchas cuestiones cuya respuesta deseaba conocer, y sin embargo fue otra la pregunta que lanzó:

– Y la mujer… ¿Por qué me disparó?

Laventier hizo una nueva pausa. Su expresión se volvió sombría.

– Es obvio, ¿no le parece? -dijo por fin-. Disparó contra usted porque le reconoció.

– ¿Reconocerme? ¡Nunca nos hemos visto! -rechazó Ferrer con seguridad, pero la mirada de Laventier, fija sobre él, logró hacerle dudar. También sentir miedo.

– Usted a ella no -sentenció el francés misteriosamente-. Pero ella a usted sí. Por cierto, se llama María.

– ¿Usted cómo lo sabe?

El francés agitó el manuscrito en el aire significativamente.

– Aquí lo dice. Mientras estaba inconsciente me he permitido indagar sobre el punto al que había llegado en su lectura. Dígame, ¿puede leer por sí mismo?

– Estoy un poco mareado, pero…

– En ese caso, descanse. Leeré yo en voz alta.

Ferrer, aunque intrigado por la actitud de Laventier, se dejó caer sobre el camastro dispuesto a escuchar. María le disparó por una única razón posible: lo había confundido con el Niño de los coroneles. Ferrer se preguntó qué le habría hecho el monstruo creado por Victor Lars para que lo odiase de tal modo.


En la primavera de 1975 ocurrió un suceso extraordinario.

Eran días cruciales para mi actividad: en Chile y Uruguay se asentaba lo que estaba a punto de eclosionar también en Argentina, y Bolivia, Panamá o Guatemala se perfilaban como posibles clientes mientras representantes del sistema represivo paraguayo, de corte tan tradicional y autosuficiente, realizaban las primeras visitas de cortesía al Paraíso en la Tierra… Mi prestigio crecía, me veía imprescindible en el continente. Y en la evolución de todo el proceso, la ferocidad del Niño seguía resultando valiosísima como prólogo introductor a mis cursos, por eso me irritó tanto que le asaltara, en el momento más inoportuno, una de sus crisis depresivas, otra más, manifestada en este caso con un silencio sombrío e inescrutable. Apenas le excitaban las drogas, a cuyos efectos se había habituado, y el alcohol que tan efervescente lo había vuelto en otras ocasiones no era ya sino una adicción incurable que le mantenía permanentemente semianestesiado, le engordaba día a día y hacía En la primavera de 1975 ocurrió un suceso extraordinario.

Eran días cruciales para mi actividad: en Chile y Uruguay se asentaba lo que estaba a punto de eclosionar también en Argentina, y Bolivia, Panamá o Guatemala se perfilaban como posibles clientes mientras representantes del sistema represivo paraguayo, de corte tan tradicional y autosuficiente, realizaban las primeras visitas de cortesía al Paraíso en la Tierra… Mi prestigio crecía, me veía imprescindible en el continente. Y en la evolución de todo el proceso, la ferocidad del Niño seguía resultando valiosísima como prólogo introductor a mis cursos, por eso me irritó tanto que le asaltara, en el momento más inoportuno, una de sus crisis depresivas, otra más, manifestada en este caso con un silencio sombrío e inescrutable. Apenas le excitaban las drogas, a cuyos efectos se había habituado, y el alcohol que tan efervescente lo había vuelto en otras ocasiones no era ya sino una adicción incurable que le mantenía permanentemente semianestesiado, le engordaba día a día y hacía adiposos sus movimientos y rasposa su respiración. El minotauro languidecía en su peculiar laberinto, y ni siquiera sus animalizadas mascotas humanas le divertían ya.

Fue entonces cuando pasó, al regreso de uno de mis viajes a Santiago. Era, como he dicho, la primavera de 1975. Mi magnífico humor por los resultados obtenidos en la neutralización de elementos subversivos (resultados de los que obtenía doble rentabilidad, pues los exhibía orgulloso ante los amigos argentinos a los que ya asesoraba de cara a su inminente asalto al poder) se vio empañado por la noticia que, apenas descendí del coche, me espetó mi edecán: el Niño había sufrido la víspera una crisis terrible. Inicialmente no me preocupé, pues tales ataques -durante los cuales se diría que los gritos de dolor del Niño estuviesen originados en su espíritu, a la postre aún humano, o en su conciencia, que enfrentada en los flashes de clarividencia al destino en el que ya se sumía su vida pedía socorro a quién sabe qué imposible redentor – ocurrían con cierta frecuencia. Pero aquella vez la locura alcanzó límites insólitos, exteriorizándose en epiléptica ansiedad destructiva que tuvo graves consecuencias: fuera de sí, el Niño -en lo que, según algunos testigos, no fue afán premeditado, sino simple rabia desatada- destrozó las cerraduras y liberó a sus mascotitas, que, aunque aterradas al principio, se animaron pronto a seguirle en su huida hacia el exterior. La fuga fue posible porque los guardianes tenían la orden estricta, bajo amenaza de muerte, de proteger y cuidar a cualquier precio la valiosísima vida de mi creación, que gracias a ese reglamento pudo franquear la salida seguido de sus acólitos y perderse en la noche. Afortunadamente, fue recuperado poco después en una operación que no entrañó problemas -mi Niño dormía en el suelo la modorra de la misma euforia alcohólica que horas antes le había animado a la insurrección-, aunque no sería este saldo el más importante arrojado por la frustrada huida.

En cuanto a los ocho cuadrúpedos humanos que sí habían logrado escapar, yo los habría abandonado a su suerte de no ser porque un grupo de turistas europeos se topó con ellos y aireó de inmediato la noticia. «Hombres Perro» fue el apelativo que acuñó la prensa más sensacionalista de Leonito para avivar el interés de los lectores hacia estos fantasmales animales de aspecto humano que «vivían desnudos, se desplazaban a cuatro patas y emitían sonidos guturales e ininteligibles». Cuando algún imbécil ilustre anunció desde su cátedra universitaria que podíamos hallarnos ante una burbuja milagrosamente conservada de los primeros pasos del ser humano sobre la tierra, el interés por los «Hombres Perro» se disparó. Había llegado el momento de actuar: lo último que interesaba a mi academia era que rondasen sus proximidades turistas ansiosos de obtener el premio fotográfico del Reader's Digest. Por supuesto, la zona permanecía, como siempre, acotada; pero preferí no dejar cabos sueltos. Preparé una expedición de caza y captura que dirigí en persona: nunca me ha gustado dejar en manos ajenas la clausura de los asuntos en los que, en mayor o menor medida, me sentía emocionalmente implicado, y no cabía duda que los llamados «Hombres Perro» gozaban de cierto aprecio por mi parte; al fin y al cabo, eran muchos los años de convivencia compartida.

En apenas dos días, los batidores hallaron su rastro en las cercanías de la Montaña Profunda, situada algunos kilómetros al norte del lugar donde se había producido la evasión. Pronto los tuvimos a tiro. Cediendo a una tentadora excitación instintiva, ordené a mis hombres que me dejaran solo para la cacería.

Las presas se hallaban acorraladas en el fondo de un valle sin salida, a merced de la mira telescópica de mi rifle. De tres disparos abatí tres piezas; resuelto a añadir emoción al aburrido tiro al blanco, aguardé la proximidad del anochecer para descender hasta el fondo del refugio. Al valle se accedía por un pasillo angosto que clausuré, una vez franqueado, con teas encendidas: nada aterraba a mis víctimas más que el fuego que en tantas ocasiones había servido para castigarles, y gracias a este recurso fui acotando progresivamente la zona, despacio y con delectación en el juego, de forma que cada nueva antorcha restaba a las bestias espacio por el que desenvolverse. Por último, tuve a no más de veinte metros de mí a los cinco supervivientes ateridos de pánico. Salivando ante su desvalidez, renuncié a la ventaja del sofisticado rifle de mira infrarroja, desenfundé los dos revólveres que llevaba conmigo y arrojé lejos la canana con la munición de repuesto. Como precaución suplementaria, encajé el cuchillo de monte entre la camisa y el cinturón. Las bestias me miraban indecisas y expectantes, como si sopesaran qué posibilidades tendrían si osaban atacar al amo por primera vez alejado de su territorio. Yo, en cambio, no dudé. Amartillé los revólveres y comencé a disparar al dictado de las reglas del juego que me había sugerido la escena: los cinco primeros disparos serían para herir a cada uno de ellos, los cinco siguientes para rematarlos y aún me sobrarían dos balas. El éxtasis duró unos segundos. ¡Pero qué segundos! ¡El umbral de la juventud infinita, entrevisto por un instante! ¡El orgasmo de Dios, eyaculando eternidad en mi cabeza y en todo mi ser! Tal vez, sin darme cuenta, era yo quien gritaba en medio del estruendo de pólvora; aquellos alaridos, sumados al olor de la sangre que me salpicaba, bombeaban a mis venas una fuerza jamás conocida en mis sesenta años de existencia. Me bajó a la realidad el sonido insistente de los percutores golpeando sobre vacío. A mi alrededor, gemidos lastimeros evocaban los coletazos de una orgía que lamentablemente llegaba a su fin. ¡Ah, Jeannot, si la vida fuera eso…! Lo hubiera dado todo por poseer un revólver de fuego inacababable, por tener frente a mí mil, diez mil, un millón de Hombres Perro… Pero sólo uno, al que las balas no habían alcanzado, seguía vivo; al parecer, la excitación de la matanza me había hecho descuidar el cálculo inicial de fuego. Paralizado por el espanto y encogido hasta hacer aún más despreciable su humillada condición, la bestia me miraba con ojos tan abiertos y fijos sobre mí que parecían carecer de párpados. La luz de las antorchas hacía brillar su piel sudorosa allí donde ésta no quedaba cubierta por las greñas de la larga cabellera. ¿Era de sexo masculino o femenino? Su postura me impedía verificarlo, pero tal cuestión resultó nimia ante el deseo furibundo que me asaltó por encima de cualquier explicación racional: la Victoria Ancestral bombeaba sangre salvaje a mi miembro. Escuchando a la fuerza desconocida -¿la esencia del alma humana, que me era desvelada en esta infinitesimal concreción?-, me desnudé y, resuelto a seguir todas las órdenes que me fueran dictadas por el instinto, cumplí las que me recomendaron sostener con la mano izquierda el cuchillo y con la derecha el cinturón enrollado como un látigo letalmente culminado en la hebilla metálica. El pene brutalmente erecto abría la marcha hacia una cópula insólita, desconocida e irresistible, y avancé hacia aquel animal sin saber aún para qué: el Instinto de la Fiera, Jeannot, se había encarnado en mí como se encarnó Dios en su hijo según los argumentistas de la Biblia. Sumido en tal tesitura mística, lo último que podía esperar era que el Hombre Perro sacase fuerzas de flaqueza para adelantarse en el ataque. La sorpresa se alió con él: me derribó, me golpeó, me mordió, me arañó y, en medio del tornado de los cuerpos en lucha, logró arrebatarme el cuchillo y hundírmelo en la pantorrilla. El intensísimo dolor me dio energías para ponerme sobre él y estrangularlo con mis propias manos. Un minuto después, sobre el cadáver que con rabia estéril destrocé a cuchilladas, pugnaba por recuperar la respiración. Era el vencedor, como parecía proclamar mi semen derramado sobre la bestia durante la lucha. Pero estaba aterrado: la cuchillada sangraba con profusión y las antorchas que me salvaguardaban de la oscuridad absoluta parpadeaban agonizantes. La lucidez, imponiéndose sobre las últimas descargas de adrenalina, me ordenó improvisar con la camisa una venda que ajusté a la herida con el cinturón. La hemorragia, al menos, pareció detenerse; respiraba aliviado, dispuesto a meditar el siguiente paso, cuando se apagó la última antorcha. Casi a la vez, como si el fuego hubiese sido un interruptor eléctrico, la vitalidad engañosa se evaporó y me dejó solo ante mí mismo: un sexagenario desnudo, herido y patético en medio de una oscuridad que la ausencia de luna hacía más rigurosa. Desde algún lugar que podía no ser remoto, el aullido de un lobo matizó el miedo.

A ti puedo confesarte que me arrastré indignamente sobre las irregularidades de aquel terreno ignoto que además no podía ver; pero la precaución fue inútil: no sé si cinco minutos o cinco horas después de mi lucha con el Hombre Perro, fui tragado por un desnivel arenoso del terreno y caí en un pozo negro infinito. Manoteé en el aire, desesperado. Las manos y pies se golpeaban y arañaban contra unas paredes cuya estrechez plagada de aristas afilaba el suplicio de la caída. Conseguí agarrarme a un saliente que se clavó en mi mano como una cuchilla; por un segundo pensé que tendría resistencia para sostenerme: ilusión vana, además de dolorosa; tras unos instantes atroces en los que el brazo se dislocaba por el peso de mi propio cuerpo, el frágil asidero se partió y seguí cayendo hasta estrellarme contra el suelo, unos metros más abajo. Me llevó unos minutos comprobar que no tenía nada roto, aparte de las magulladuras y de un calor intenso y lacerante que olía a sangre en la palma de la mano: una esquirla de piedra se había incrustado profundamente en ella, y en la oscuridad no tuve otro remedio que posponer cualquier amago de cura. Con el examen de la situación llegó el pavor: había caído a un pozo del que nunca podría salir por mis propios medios, y mis hombres, suponiendo que me buscasen, jamás darían conmigo. Estaba condenado a morir de hambre y sed en la oscuridad. A morir de angustia cuando apenas unas horas antes era el amo de un mundo que había logrado crear a mi imagen y semejanza… No es fácil que pueda expresarte los sentimientos de rabia e indefensión, la desesperación -más espeluznante porque la apoyaba cualquier análisis racional-, el Miedo…

Y fue entonces cuando comenzó la alucinación. Porque de eso pensé que se trataba… Muy despacio al principio, con cadencia tan imperceptible como innegable, la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios. Reconozco que la incredulidad y la sorpresa lograron imponerse sobre los temores: literalmente, estaba amaneciendo en mi pozo sin fondo. Y no era un espejismo: se trataba de luz, de luz solar asentándose, creciendo, avivando los matices grisáceos del lugar de piedra en el que me hallaba, y que al fin pude examinar.

Era, en efecto, una cueva. En su fondo desembocaba el hueco que me había engullido, y por cuya boca llegaban ahora hasta mí los rayos de sol. ¿Lógico, verosímil, posible…? Sí, excepto por un detalle: de la intensidad de la luz sólo podía deducirse que me hallaba muy cerca de la superficie, prácticamente junto a ella. Pero la caída, aun suponiendo que mis desconcertados sentidos hubiesen desorbitado su duración, había sido de al menos varios metros. Me puse en pie para buscar explicación a la imposible convivencia de los dos hechos aparentemente ciertos y, al apoyarme, el dolor dormido de la mano se reavivó en toda su intensidad. Miré la palma herida con intención de localizar y extraer la esquirla de piedra. Y entonces vi entre la sangre seca el objeto que me había herido. ¡Amigo mío! La gran sonrisa que la fortuna y el Azar tenían asignada a mi vida no era la que iluminó mi huida de París o la llegada a Leonito, tampoco la que había brillado durante mi imparable ascensión en el escalafón de poder liderado por los coroneles. La Sonrisa de mi Vida era la que veía ahora, bordeada por el carmín de la sangre seca de mi mano.

La casualidad me había llevado hasta las entrañas de la Montaña Profunda, y ahora me desvelaba su secreto: el legendario tesoro de los indios invisibles no era un mito.

Existía realmente. Lo tenía ante mí. Y lo iba a hacer mío.

La luz del sol, absurda pero real, me insufló seguridad y me sirvió de guía. Tras demorarme algunas horas en la contemplación del asombroso fenómeno que tenía ante mí, busqué y encontré una salida al aire libre. ¡Prodigiosa Montaña, hermética e inaccesible para el mundo exterior, pero simple y hermosa como una línea recta para los conocedores de su secreto, mágica en su deslumbrante nitidez! No diré que envidié a los salvajes que la habitaban, pero sí afirmo que entendí la furia bélica con la que protegían su regia intimidad, la ferocidad con que se afanaban en retenerla. En su lugar, yo hubiera actuado igual. Y ciertamente, me dispuse a hacerlo.

En trance similar al mío, muchos hombres habrían corrido, serviles o simplemente cobardes, a exhibir ante sus amos el descubrimiento; pero, consciente de que la paciencia es una virtud y el análisis frío de toda situación una condición sine qua non para el éxito, puse buen cuidado en ocultar con celo mi hallazgo, cuyas circunstancias auténticas eres tú el primero en conocer. Los demás, incluidos los coroneles, sólo accedieron a una versión que encontró en la lucha con los Hombres Perro, a la que añadí algún colorido, las justificaciones para mis heridas, mi desnudez y mis treinta y ocho grados de fiebre, que lejos de haberse originado en la prolongada exposición al sol durante el errático camino de regreso tenían su causa en la euforia que, por prudencia, me veía obligado a contener.

Y es que el tesoro era demasiado bello para compartirlo con los simiescos militares. Sí, bello es la palabra que he utilizado y que reivindico una y mil veces para la Montaña, pues si bien es cierto que lo que contiene puede despertar la ambición de todos los hombres, es aún más innegable que lo que ocurre dentro de ella -pues este espectáculo renovado cada día es el verdadero tesoro – constituye la mayor obra de arte que es posible contemplar en nuestro planeta. Pero no te engañes, Jeannot: una cosa es que yo apreciase esa belleza y otra muy distinta que, por darle romántica preponderancia, renunciase a la incalculable recompensa material que sólo era preciso recolectar de sus entrañas. Mi tesoro -o, si lo prefieres, el tesoro de mi Montaña- era un as en la manga que la cautela me recomendaba guardar hasta el momento apropiado, que no tardaría en producirse.

Lo causó ese devenir histórico que no es necesario detallarte porque lo puedes encontrar en los libros e incluso en tus recuerdos: ¿o acaso no fuiste tú, ridículo hombre bueno, uno de los primeros en dar a conocer al mundo las «atrocidades contra los derechos humanos -así llamabais a la efectividad profesional que yo inspiraba- en el Cono Sur»? Gracias a ti y a otros como tú las insignificantes vocecillas de protesta fueron cogiendo cuerpo, envalentonándose y haciéndose dañinas, y acabaron por aportar su peso a la inercia histórica. ¿Quién iba a augurarme, en estos tiempos de la victoria consolidada en Chile e inminente en Argentina, que los tiempos cambiarían con cadencia al principio imperceptible? ¿Cómo suponer que la década de los ochenta comenzaría con la resuelta campaña internacional de prensa contra el régimen chileno, continuaría con la contundente guerra anglo-argentina por las piedrecitas de las Malvinas -que tanta verborrea a favor de la vieja Europa y en contra de los fascismos latinoamericanos generó-, propiciaría en la Isla de Contadora la reunión de los países centroamericanos decididos a iniciar un futuro de prosperidad regido por el humanismo solidario de los nuevos tiempos y concluiría -¡escándalo y oprobio, insulto intolerablemente cínico!-con la invasión armada del hermano mayor americano para detener en Panamá, como si fuese el peor criminal, al intachable colaborador Noriega? ¿Quién podía calcular -y cuando se vislumbró, era ya tarde- que los intereses políticos recomendarían al mundo en general y en particular al gobierno norteamericano, impulsor en el pasado de tantas iniciativas gratas, aparentar un repentino ataque de democrática oposición a las dictaduras sudamericanas que ellos mismos habían alentado? Con estas premisas, ¿cómo no iba a avecinarse en Leonito la correspondiente revolución social, que a mediados de 1987 comenzó a propiciar violentas y constantes agitaciones callejeras y manifestaciones exigiendo las cabezas de los coroneles? ¿Cómo, si nos atenemos a esa lógica, no iban los disturbios a terminar por alumbrar un atentado mortal contra las fuerzas armadas, y luego otro, y luego otro y otros? ¿Y cómo no iba a resultarme obvio, en aquellas Navidades tristes, que los fantasmas de la huida de París -cuando todavía era joven para enfrentarme a la adversidad- planeaban de nuevo sobre mí? En la seguridad todavía inaccesible de mi mansión, comenzaba a notar el aliento sucio del fin, y meditaba gravemente sobre ello… En 1976 tenía sesenta y dos años. En 1987 cumplí -terrorífico, ¿verdad, amigo que compartes conmigo la progresiva humillación de la vejez?- ¡setenta y tres! Y frente a qué panorama: en 1976, los hombres a los que había instruido entraban a patadas en las casas de los sospechosos, impunemente les apaleaban para obtener agendas con más nombres e impunemente, si les apetecía explicitar así la inmisericordia que se avecinaba, orinaban en las caras de sus madres o eyaculaban en las de sus hijitas. Pero en 1989 estos mismos hombres ocultaban inquietos sus identidades y sus pasados, se revolvían ante la presencia de extraños y se sabían vulnerables. Tenían miedo. No es que me importasen lo más mínimo, pero su temor, simplemente lo constato, era tan lógico como legítima su rabia, pues se sabían abandonados por los superiores que habían alentado su regodeo obsceno en la ilegalidad, en la apropiación de bienes, cuentas corrientes y hasta tostadoras de los detenidos, en la violación de las detenidas, en la venta de los bebés que alumbraban entre insultos soeces en las mazmorras. Ya a mitad de la década, la actividad en mis centros había experimentado un retroceso; nada grave, sobre todo teniendo en cuenta que me seguían llegando a través de amigos de todo el mundo nuevos clientes de Beirut, Kinshasa o Madrid, donde, por cierto, el asesoramiento a un grupo golpista que finalmente no llegó a pronunciarse me retuvo en la ciudad durante tres días de 1984 que aproveché para visitar al jovenzuelo al que años atrás había donado mi sangre; conseguí su nueva dirección -se había casado y ya no vivía con sus padres- y una mañana le observé clandestinamente: salía de casa con una niñita en brazos, supuse que su hija; tal vez, pensé, alguna gota de mi sangre había aportado su granito de arena a la erección que, a su vez, posibilitó la eyaculación que fecundó a la yegüita del gemelo de mi Niño.


– ¡Qué hijo de la gran puta!

La cólera por la sucia refererencia a Bego puso a Ferrer en pie como un resorte, sin atender al dolor de la herida. El brusco movimiento le provocó un mareo que también despreció.-¡Pero qué hijo de la gran puta! -repitió a gritos, dando grandes zancadas a un lado y a otro.

– No se lo tome como algo personal, ya que no lo es -le aconsejó Laventier, conciliador-. Y ahora, si no le importa, sigamos. Debe de quedar poco hasta la llegada del amanecer. Tenemos el tiempo justo.

– ¿El tiempo justo para qué? -protestó Ferrer.

Laventier volvió a levantar la vista. Dudó un segundo; parecía buscar las palabras precisas de la respuesta.

– Para que vea usted con sus propios ojos lo mismo que vio Víctor Lars aquel día de mil novecientos setenta y cinco. Lo mismo que vi yo ayer: el tesoro de la Montaña Profunda. Pero aún falta un rato para el amanecer. Por favor, confíe en mí y escuche el resto -rogó el francés; y regresó a la lectura sin dar a Ferrer otra explicación.


Pero en 1987 la situación sí era grave. Entiéndeme, no es que mi futuro me preocupase -mi dinero estaba en Suiza y mi corazón en ninguna parte-, pero el intangible barniz aciago de la nueva disposición del tablero me resultaba irritante: la revolución popular de Leonito se intuía imparable a pesar de mis órdenes de tirar a matar contra las furiosas masas reivindicativas, parecía inmune a la desatada brutalidad de los Pumas Negros y sus grupúsculos paramilitares, y olía a la misma victoria que ya me había alarmado, no hacía tanto tiempo, en Irán y Nicaragua. Los coroneles, empeñados cada uno de los tres en atesorar más cajas de oro que los otros y alborotados ante la perspectiva del exilio, entrecruzaban entre sí órdenes contradictorias que sólo aumentaban la tensión y el desasosiego. Una de las pocas decisiones en las que, sin duda por casualidad, estuvieron de acuerdo fue en evacuar las tropas que mantenían la presión sobre los indios de la Montaña: podían resultar necesarias, dijeron, para proteger el palacio presidencial. Además, recibí instrucciones para clausurar, aunque fuera por prudencia y hasta que cambiaran los vientos, los centros ubicados en el «Paraíso en la Tierra». Sentí el desprecio como nunca antes. ¡Clausurarlos, ahora que había logrado implantar en el mundo entero un revolucionario concepto de las técnicas represivas! ¡Clausurarlos, ahora que mis métodos se expandían ya por Asia y por el mercado salvaje e ingente de África! ¿Así se me agradecía la incalculable ayuda prestada durante décadas al sostenimiento de los coroneles en el poder, al sostenimiento de tantos orangutanes de uniforme en los respectivos tronos diseminados por todo el continente, por todo el mundo?, pensé la noche previa a la culminación del desalojo cuando, cegado por la ira, visité por última vez las instalaciones. Dormitando con sus propios demonios en el fondo del sector del gimnasio que ocupaba en soledad tras la muerte de los Hombres Perro, el Niño de los coroneles era una metáfora precisa del momento: calma triste que no conseguía eclipsar el rabioso vértigo latente. Y ningún futuro: la sutil, la prieta esencia de odio sádico que había logrado crear a partir de un huérfano inservible era la demostración viviente de que se podía lograr cualquier cosa, cualquier esclavo, cualquier monstruo sumiso desde la arcilla de un ser humano. Siempre fiel a mi lema de no dejar cabos sueltos a la espalda, apoyé el revólver en su sien percibiendo el poso de intolerable renuncia a mí mismo en la ejecución de ese ser al que el encierro y la locura habían vuelto irreversiblemente repugnante y hediondo, pero que era gloriosamente mío. Matarlo era mi fracaso, es bien cierto. Pero aun así me disponía a apretar el gatillo… Fue sin duda esa irreconciliable pugna la que me inspiró, aunque la idea debía de llevar bullendo en mi mente desde que Teté, consciente de mi inteligencia superior, me había suplicado que hallase la fórmula mágica que los liberase, a él y a sus socios, del engorroso exilio, que se les antojaba insoportable a pesar de que iba a transcurrir en algún paraíso dorado todavía por definir. La genialidad me visitaba de pronto y allí, en el escenario donde estuvo a punto de representarse mi fracaso asumido, cuando me disponía a disparar contra la creación de mi vida. Rememoré sin convocarla mi noche con los Hombres Perro, reviví mi caída y el repentino impacto de luz del interior de la gruta negra, recordé que había decidido reservar el conocimiento del tesoro de la Montaña Profunda como un golpe de efecto que las circunstancias recomendarían cuándo y cómo utilizar… Pues bien, el momento había llegado. Lo obvio, o lo tópico, sería añadir que alumbré el plan febrilmente y a lo largo de toda la noche; pero no: me llevó sólo una hora; así de sedosa, así de lúcida y genial reinaba mi mente. La osadía de la maquinación, sencillamente, carecía de precedentes en la historia de la humanidad, y la maestría del golpe, caso de resolverse a mi satisfacción, me garantizaba de improviso, sin que yo me hubiese planteado su búsqueda, aquello por lo que todo hombre que sea de verdad íntegro debe luchar: una vejez excitante, que yo tenía al alcance de la mano. Guardé el revólver y regresé a la capital tras encerrar de nuevo al Niño, que se había mantenido aletargado durante todo el proceso en que su vida peligró. ¡Cuántas veces, tras los acontecimientos de los últimos tiempos, me he censurado agriamente no haberlo matado entonces! ¡Qué fácil habría sido evitar así el desastre que el maldito acabaría por desencadenar!

Antes del amanecer, los coroneles ya habían escuchado mi plan, al que les había introducido con la narración -cierta en cuanto a sus hechos cruciales pero falseada en la coordenada temporal, que trasladé a sólo un rato antes del encuentro con ellos que con tanta urgencia convoqué-, de mi descubrimiento del tesoro de la Montaña. Y ese mismo día se puso en marcha el brillante engranaje que, de un solo golpe, salvaba a los coroneles, se reía de la revolución y del mundo entero y, sobre todo, me convertía de nuevo en amo indiscutible de la situación, globalmente considerada.


Laventier cerró el manuscrito con un golpe seco.

– ¿Eso es todo? -saltó Ferrer, alarmado por la resolución del gesto-. ¿Termina así?

– No, pero antes de continuar es necesario esperar al amanecer. Cuando llegue el momento entenderá por qué.

Ferrer hizo un gesto de fastidio que Laventier se apresuró a atajar.

– Mientras tanto -dijo-, es necesario que sepa usted algunas cosas de mi estancia en Leonito. Cuando aterrizó el otro día su avión de Madrid, yo llevaba ya algunos meses aquí. Recuerdo que el primer día de estancia sentí una vaga sensación de ridículo. «Bien», parecía decirme una voz desde el fondo de mi ser. «Ya estás aquí. ¿Y ahora qué? ¿Por dónde vas a continuar?»

– ¿Y por dónde continuó?

– Decidí sentarme a esperar; imaginaba que Lars daría el siguiente paso, como en efecto hizo: me envió un álbum de fotos. Uno clásico, de tapas en piel, lleno de imágenes típicas de familia: celebraciones, bautizos y bodas, fiestas navideñas y de verano… Todo eso.

– ¿Dice que se lo envió?-Sí, con un mensajero.

– ¿Y no le inquietó saber que Lars lo tenía localizado?

– ¡No, por favor! ¡Lo que me habría inquietado es lo contrario! Imagínese, si después de todo el sufrimiento desencadenado por el manuscrito llego a Leonito y Lars no da señales de vida. La sensación de broma macabra habría sido insoportable. Pero sabía que todo era cierto desde que exhumé los restos de Florence del pozo de Loissy. Monstruosamente cierto…

– Me estaba hablando del álbum -atajó Ferrer el asalto de tristeza que se apoderaba de los rasgos del francés.

– Sí -se concentró de nuevo Laventier-, lleno de fotos que iban componiendo una biografía. La de un hombre al que primero veíamos de recién nacido, de niño, de joven, en el colegio, etc…

– ¿Alguien que usted conocía?

– No. O más exactamente: sí, pero aún no caí en la cuenta. Eran las fotos de la niñez y juventud, pues el álbum llegaba aproximadamente hasta sus treinta años, de Óscar Fiorino.

– ¿De quién?

– Óscar Fiorino -repitió Laventier, endureciendo las mandíbulas; Ferrer pensó que su pregunta le había enfadado de veras-. ¿Es que no recuerda quién es?

– Puede que salga en el manuscrito de Lars. Pero ahora mismo…

– Es el infeliz que se arrojó al metro de París cuando, sin sospechar lo que hacía, le dije aquellas palabras terribles, «helado de menta y canela». El hombre que se mató por mi culpa -concluyó gravemente Laventier. Por el fuego que asomó un instante a su mirada, Ferrer supo hasta qué punto había destrozado al francés creerse responsable del desencadenamiento de aquella muerte trágica, absurda y caprichosa. Sólo pudo responder una palabra: -Discúlpeme.

Laventier asintió con un gesto y prosiguió: -El paquete no traía carta explicativa alguna. Sólo las palabras «Álbum familiar de Óscar Fiorino» dibujadas a mano en la portada. Cinco palabras que fueron más efectivas que la peor atrocidad minuciosamente detallada. En el interior, cada página traía seis fotos cuadradas, cada una con su pie de página: «Óscar primer día de colegio. Santiago, septiembre 1946», «Óscar y amigos, verano 53, Valparaíso»… Recuerde que Fiorino era chileno… Y así todo: cosas cotidianas, nada anormal. Por supuesto, estudié las fotos obsesivamente, durante semanas, como si entrañaran algún mensaje oculto. Llegué a memorizarlas, a detenerme horas ante cada una de ellas tratando de adivinar la psicología de los personajes que acompañaban a Fiorino, o los sentimientos que experimentaba él en cada uno de aquellos instantes congelados por la cámara. Hice sin saberlo, y lo que es peor, sin sospecharlo siquiera, justo lo que Lars quería: empaparme de la biografía de aquel desgraciado. Al finalizar el álbum aparecía ya haciendo sus primeros pinitos teatrales, y cortejando a una chica rubia muy guapa, obviamente su novia… Algún tiempo después, tiempo en el que, lo reconozco, no hice otra cosa que esperar y esperar, sin tomar iniciativas de ningún tipo, llegó la segunda parte de la biografía de Fiorino, el segundo álbum. Así se llamaba, «Álbum familiar de Óscar Fiorino II», aunque la primera imagen presagiaba lo más siniestro. Era la única foto sin texto al pie, pero la reconocí de inmediato, como la reconocería usted ahora y como la reconocería cualquiera: el bombardeo del Palacio de la Moneda de Chile durante el golpe de mil novecientos setenta y tres. Fiorino fue detenido ese mismo día, y Lars lo eligió, junto a otros, para poner en práctica el experimento que concluiría trágicamente en el metro de París, casi veinte años después.

– ¿Cómo sabe todos esos detalles?

– Porque los pies de foto del segundo álbum venían escritos de puño y letra por Lars. Iban explicando la vida de Fiorino en el centro de detención, su calvario inimaginable. Se trataba, y me repugna decirlo, de un catálogo completo, matizadísimo, artesanal, de los pasos que un torturador profesional debe seguir para destruir, anímica y físicamente, a su víctima. Allí estaba todo: las brutalidades y las aberraciones corporales, el permanente ensañamiento vejatorio sobre el espíritu… el dolor infinito de todo el ser: alaridos captados por la cámara en su momento álgido, carne renegrida por los golpes, espaldas convertidas en llagas a causa de los latigazos, testículos hinchados como melones por suplicios que sigo siendo incapaz de sospechar. A todo ello, créame, lo hacía más pavoroso la baja calidad fotográfica, el pensar que mientras todos esos horrores eran aplicados a un ser humano había otro ser, a pesar de todo también humano, haciendo fotos tranquilamente, como si fuera un trabajo de oficina. Al principio me estremeció pensar que Fiorino había sido sometido a todo eso sólo para poder elaborar el álbum que luego se me iba a mandar; en definitiva, que hubiera sufrido así por mí y para mí. Pero luego comprendí que no, que las fotos eran del año setenta y tres y siguientes, y que Lars, entonces en la cumbre de su gloria, no podría haber previsto con tanto tiempo de antelación la visita que iba a realizarme lustros después. De todas formas, es aún peor: las fotos, tuve que deducir entonces, se hicieron efectivamente con la intención de realizar ese catálogo, un cursillo para torturadores con apoyo gráfico, ilustraciones y hasta recomendaciones médicas para mantener a la víctima consciente en medio del dolor. En el álbum iba visualizándose el progresivo quebranto de Fiorino: el físico, pues estaba asombrosamente delgado, débil hasta no poder tenerse en pie, entumecido por las ataduras permanentes, y el espiritual, sobre todo el espiritual, perceptible en la única fotografía de su mirada que se incluía: ojos extraviados de horror, liberados durante un segundo, exclusivamente para la ocasión, de la venda que en todo momento le cegaba. Tres años duró la reeducación de Fiorino, pues así, reeducación, la llama Lars en el catálogo: su confesado objetivo último no era el dolor por el dolor ni la tortura por la tortura, aunque él mismo apunta la conveniencia de que quienes aplican los castigos disfruten realmente provocando dolor. «Los verdugos ideales son aquellos que se excitan ante los gritos y los sollozos de angustia, los que eyaculan, imparables, sobre las heridas todavía frescas del gimiente», dice en uno de los comentarios al margen. Pero el objetivo último era esa reeducación siniestra. Hay una foto diabólica en la que un hombre de Lars, sonriente e impecablemente trajeado como si estuviera en un anuncio de televisión, susurra algo al oído del guiñapo humano en que habían convertido a Fiorino. Aprendí de memoria el pie de esa foto. Dice: «Instructor introduciendo el Código Secreto en el sujeto», «código» y«secreto» con la inicial en mayúscula… ¿Adivina a qué código se refiere?

– Lo siento, pero no…

– ¡«Helado de menta y canela»! ¡Es obvio! ¿Comprende, Ferrer? Al susurrarle esas palabras, al «introducirle el código», sus verdugos le hacían saber también que, aunque ahora le permitiesen salir a la calle, estarían siempre sobre él, permanentemente, vigilándole el resto de su vida, listos para castigarle de nuevo. En la mente de Fiorino, las palabras «helado de menta y canela» suponían la inminencia del regreso al centro de detención. El retorno al infierno. Por eso se tiró al metro sin dudarlo. No soportó la idea de que sus verdugos comenzasen a torturarle de nuevo. El terror seguía siendo obsesivo, era el eje principal de su vida. ¡Y habían pasado veinte años! Supone… Supone…

– La demostración de que la técnica de Víctor Lars funciona -dijo Ferrer con voz queda.

Laventier suspiró, desolado.

– Sí, exacto. Ni más ni menos.

Los dos callaron un segundo denso. Laventier continuó:

– En el resto del álbum se mostraban los años posteriores de Fiorino: tras un tiempo sumido en la depresión volvía al trabajo teatral; vienen fotos de una obra que escribió y dirigió en el ochenta y tantos, vienen imágenes de su exilio en París, de sus nuevas amistades, de su nueva vida en suma. De lo que él creía que era su nueva vida. Porque en realidad, no había mucha diferencia con un ratón de laboratorio en su jaula, con un toro castrado, física y además mentalmente castrado. Lars lo compara con una gran herida sangrante y siempre abierta sobre la que el Código Secreto ejerce,en el momento deseado por el manipulador, la función de pimienta recién molida. Lo decía en la foto que cerraba el álbum, la última del «asunto Fiorino»: «Sujeto adecuadamente reeducado».

– ¿La última foto? ¿Qué se veía en ella?

Laventier inspiró profundamente.

– A mí, mirando con espanto el cadáver de Fiorino sobre la vía del metro de París. Con ese impacto visual Lars me demostraba que vigilaba mis pasos desde que envió su primera carta. Y si sabía eso, es obvio que sabía también dónde me encontraba en Leonito. ¡Como si las visitas del mensajero con los álbumes -soltó una risita- no hubieran sido suficientes para dejarlo claro!

– Bien, Lars le vigilaba, sabía que estaba ya aquí, controlaba cada uno de sus pasos… Supongo que, llegados a este punto, se pondría por fin en contacto con usted.

– No, todavía no. Pero con la siguiente carta, la que continúa la historia donde he insistido en interrumpírsela a usted, compareció con un nuevo regalo.

– ¿Otro muerto? -preguntó Ferrer sin ironía.

– No -respondió Laventier igualmente serio-. Esta vez se trataba de un objeto inocuo; al menos, en apariencia.

Sirviéndose de la linterna, buscó en el suelo, junto a la cama, y extrajo una antigua valija de médico, muy ajada, que Ferrer veía por primera vez. Laventier la colocó sobre sus rodillas.

– Me la regaló mi padre cuando viajé a París para estudiar Medicina -dijo acariciándola cariñosamente; trataba de sonreír pero un desánimo vital debilitaba las comisuras de sus labios-. Es para las visitas a domicilio. Un recuerdo muy especial, siempre lo he tenido apunto a lo largo de todas estas décadas. ¿Sabe que sólo la he utilizado dos veces en mi vida? Una ahora, curándole a usted. Y la otra hace cincuenta años, cuando salvé en mi consulta parisina a Jean Moulin. El principio del Médico de la Resistencia… y el fin de Jean Laventier… Ya nunca volveré a utilizarla -Ferrer vio cómo la mente de Laventier amenazaba con anclarse, meditabunda, en negros presagios, y resolvió evitarlo:

– Me hablaba del objeto inocuo de Lars -dijo con la mayor frialdad que pudo.

– Ah, sí. Disculpe…

Laventier abrió la valija, rebuscó en su interior y sacó de él un saquito de terciopelo granate. Tras cerrar la valija con cuidado, volvió a depositarla en el suelo.

– Esto es lo que Lars me envió -dijo luego, depositando en la palma de la mano de Ferrer el saquito de terciopelo. Era más pesado de lo que parecía a primera vista. Ferrer deshizo la cinta que cerraba la boca y extrajo del interior una joya del tamaño de una nuez. Aunque no era un experto, le pareció un diamante; más exactamente, una esquirla de diamante, pues se trataba de un fragmento de piedra preciosa sin forma que parecía arrancada groseramente de un cuerpo mayor. Brillaba a la luz de la linterna, y sobre su superficie resaltaban una manchas oscuras.

– Parecen manchas de sangre… -aventuró Ferrer.

– Lo son -asintió Laventier-. Sangre de Victor Lars.

Ferrer sintió una repugnancia instintiva.

– Extraño obsequio -dijo procurando no exteriorizarla-. ¿Qué significa?

– Lars, en su carta, acaba de referirse a un plan para hacerse con el tesoro de la Montaña Profunda, ¿recuerda? Pues bien -Laventier se puso trabajosamente en pie-, ha llegado el momento de que lo vea usted con sus propios ojos. Es la hora.

Dicho esto, apagó la linterna.

Entonces pudo Ferrer observar el anómalo fenómeno: la oscuridad había dejado de ser absoluta. Esforzando la vista, podía distinguir con cierta precisión la silueta, los rasgos y hasta la mirada de Laventier, que constataba entre complacido e impaciente su sorprendida reacción. Una leve claridad temblaba en el aire de la gruta. Luz natural, pensó Ferrer; concretamente, la luz que se despliega en los primeros instantes del amanecer. Algo así había dicho Lars… Tomó el manuscrito de manos de Laventier y lo abrió; ahora, el trazo de tinta resaltaba sin dificultad sobre el papel blanco: el asomo de visibilidad no era una ilusión sino una evidencia que se asentaba por segundos.


…literalmente, estaba amaneciendo en mi pozo sin fondo…


Confundido, Ferrer se volvió hacia Laventier. El francés, sin decir nada, le invitó a seguirlo tras recuperar el manuscrito. Sin que Ferrer se hubiera percatado, había vuelto a rescatar del suelo la vieja valija, y ahora, portándola mientras caminaba torpemente apoyado en el bastón, ofrecía la extraña, por inadecuada al entorno, estampa de un bondadoso médico de provincias camino de su ronda de visitas, cualquier soleado domingo por la mañana. «Soleado», se dijo Ferrer mirando atónito a un lado y a otro… «Soleado» era la palabra adecuada.

En la entrada de la gruta, aguardaba sentado en el suelo un guerrero indio armado con una bolsa de granadas, dos pistolas encajadas en la cintura y un fusil de asalto que Ferrer, a pesar de su inexperiencia, reconoció porque aparecía en todos los reportajes de conflictos bélicos, fuese cual fuese su localización sobre el planeta. Apenas los vio se puso en pie de un salto y se quedó ante ellos. Su rostro tenía algo de amenazador, pero la ausencia absoluta de miedo en el rostro de Laventier tranquilizó a Ferrer.

– Éste es Anselmo -dijo el francés-. Es el hombre que vino a buscarme al hotel y mi guardaespaldas dentro de la Montaña, podríamos decir. Ahora también es el suyo.

– ¿Anselmo? -miró Ferrer al indio-. ¿Tú impediste que María…?

Anselmo afirmó con un golpe seco de cabeza. Ferrer se limitó a asentir; el hierático rostro del indio le disuadió de pronunciar cualquier fórmula de agradecimiento.

– Anselmo -dijo Laventier-, quiero que Ferrer vea lo que pude ver yo ayer y anteayer.

El indio, sin decir nada, empezó a caminar un paso por delante de ellos, volviéndose cada poco por si el anciano francés pudiese necesitar su ayuda para desplazarse.

Accedieron así a un pasillo de piedra natural por el que avanzaron durante unos minutos sin hablar, mudo de perplejidad Ferrer y respetando el francés su fascinación, que sabía idéntica a la que él mismo había experimentado en el anterior amanecer. Tomaron dos curvas a la izquierda, una a la derecha y otra más a la izquierda. La claridad continuaba asentándose a su alrededor cuando desembocaron en otra gruta de dimensiones gigantescas.

De nuevo buscó a Laventier con la mirada. El francés, mientras él contemplaba extasiado la gran cueva, se había adentrado en ésta unos pasos, hasta ocupar un pequeño alto desde el que ahora reclamaba su presencia.

– Desde aquí -dijo-. Desde aquí lo verá mejor.

Ferrer avanzó hasta encontrarse situado en una especie de plataforma natural desde la que podía observar la gran sima, todavía negra, que se abría a sus pies. Aguardó. El hecho de que Laventier estuviese sustituyendo las gafas que llevaba puestas por otras, graduadas presumiblemente para ver de lejos, le sugirió que debía prepararse para alguna clase de espectáculo y, todavía desconcertado, abarcó con la vista la inmensa gruta de piedra. Entonces escuchó el rumor lejano, pero persistente y enérgico, de una corriente de agua que parecía torrencial, tal vez una gran cascada… Escrutó en su busca las ya dubitativas tinieblas, y tras algunos instantes descubrió el río: efectivamente caudaloso, discurría veinte o treinta metros por debajo de él, bordeando el terreno rocoso que parecía iniciarse desde su orilla hacia un horizonte que sólo pudo precisar cuando la luz de origen inexplicado comenzó a invadirlo todo y le reveló que se hallaba sobre un valle inverosímilmente verde cuya luminosidad se volvía por segundos más y más eufórica.

… la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios.

Ferrer hubo de admitir que la descripción de Lars era singularmente exacta, pues del insólito paisaje natural


… la luz, mágicamente, eclosionaba a mi alrededor y me envolvía como si estuviese en una película de Hollywood o ante un milagro de Dios.


Ferrer hubo de admitir que la descripción de Lars era singularmente exacta, pues del insólito paisaje natural que se extendía ante él emanaba la seductora irrealidad de un decorado cinematográfico cuyas trampas de cartón sólo se pudiesen descubrir mirando hacia arriba: la bóveda de piedra negra que los cubría como una gran quesera negaba con su hermetismo la entrada teórica del sol, que sin embargo se colaba prodigiosamente, alumbrando de vida y color cada resquicio del imposible valle subterráneo que Ferrer tenía ante sus ojos.

Pasados unos segundos, comenzó a sentir un calorcilio tibio que le acariciaba a hurtadillas en la nuca, y sus músculos, alarmados, se tensaron. A sus pies se movió algo que no tardó en reconocer como su propia sombra: por la posición de su lánguido alargamiento, sólo podía entenderse lo imposible: que el sol se encontraba a su espalda. Notaba los latidos del corazón en las sienes, y un calor intenso le ardía en el puño derecho, que instintivamente había crispado a la defensiva.

Iba a girarse para identificar la fuente solar cuando algo le rozó el hombro. Se volvió. Laventier le ofrecía el manuscrito abierto, invitándole a leer por el punto que le señalaba con el dedo. Ferrer comprendió que la respuesta a sus preguntas sobre el insólito fenómeno solar estaba ahí, sobre el papel, y no a su espalda.


¡Diamantes, Jeannot!


Diamantes imposibles, diamantes inexistentes, diamantes inverosímiles… ¡Pero diamantes reales! Ya sé que no eres joyero ni gemólogo, y mis propios conocimientos sobre la materia no van más allá de los imprescindibles para atinar en las operaciones, casi nunca convencionales, que a lo largo de mi vida he supervisado. Gracias a esa experiencia supe que lo que había visto en la Montaña Profunda era un hecho acientífico. Y sin embargo, ahí estaba: un prodigioso capricho de la naturaleza, un engendro genético, si me permites el incorrecto pero didáctico símil. Algo que no podía ser… pero era. Un microclima subterráneo que se encontraría herméticamente cerrado de no ser por los centenares y puede que miles de chimeneas que atraviesan la corteza de piedra y conectan su espacio interior con la superficie. La mayoría de estas chimeneas, estrechísimas, no permiten el tránsito de seres humanos por su interior. Sin embargo, existen unas pocas bocas más anchas gracias a las cuales han podido los indios escabullirse durante tanto tiempo de toda persecución: estas entradas secretas les permitían replegarse tras sus incursiones. Explicado así el secreto de su invisibilidad, quedaba sólo el de la supervivencia. ¿Cómo -se han preguntado a lo largo de los siglos quienes por una u otra razón han acosado a los indios- sobrevivían en una zona de por sí yerma y hostil donde además, en los últimos tiempos, había el ejército sembrando de fuego y sal cada resquicio de tierra donde pudiese llegar a enraizar un cultivo? Gracias a las lluvias tropicales, podían obtener agua en abundancia. Pero, ¿y comida? ¿Tendría razón la tradición que les otorgaba la mágica capacidad de masticar y digerir piedras? ¿Cuál era la causa del aparente prodigio? Tu amigo Víctor lo ha resuelto para ti, introduciendo la respuesta en la bolsita granate que te he enviado. Deten la lectura y mira en su interior con el detenimiento y cariño que el objeto se merece.


– Hágalo -ordenó Laventier, que leía a la vez que Ferrer por encima de su hombro.

Ferrer no comprendió.

– Su mano derecha… -indicó entonces el francés.

Ferrer la abrió. En la palma estaba el diamante enviado por Víctor Lars. Impresionado por el espectáculo del amanecer bajo la bóveda de piedra, Ferrer había apretado con tanta fuerza involuntaria la tosca joya que sus aristas se habían grabado en la piel y su sudor había diluido en algunos puntos la sangre seca, mezclándose con ella. Levantó la joya hasta la altura de los ojos para examinarla.

– Esta piedra -dijo Laventier- llevaba en la Montaña Profunda un tiempo inmemorial. Desde que Lars la arrancó de la pared han transcurrido diecisiete ridículos años. Es la esquirla a la que se agarró en su caída, tras la persecución de los Hombres Perro, el objeto cortante que se desprendió por su peso. Un trozo de pared de la Montaña Profunda, uno de los diamantes que salpican sus paredes. Es uno, sólo uno de los millones de diamantes que cada mañana… Pero siga las instrucciones de Lars… Obsérvelo con detenimiento… Vuélvase y obsérvelo…

Laventier, suavemente, le hizo girarse, ahora sí, hacia la fuente de calor que le cosquilleaba en la espalda. Ferrer levantó la vista: le cegó la luz solar, y alzó el diamante hacia ella.

– Uno de los millones de diamantes -continuó La-ventier- que cada amanecer, desde las paredes de cada una de las centenares, ¿lo oye bien?, centenares de chimeneas naturales que comunican con el exterior, refleja sobre el diamante siguiente la luz que el anterior ha reflejado sobre él. Un conductor natural masivo de luz solar bajo tierra. Literalmente, un sol subterráneo.

Ferrer vio cómo el sol arrancaba destellos a la piedra que sostenía en la mano. Se giró: el gran valle amanecía a sus pies, y la acción de la luz parecía dar nuevos bríos al torrente del río a cuya orilla se levantaba lo que ahora, con la iluminación consolidada, se revelaba como un poblado de chozas de madera y barro rojizo. La Montaña Profunda y las infinitas leyendas que había generado: ninguna tan grandiosa como la realidad.

– Viven aquí -murmuró Ferrer, admirado, a pesar de que ninguna señal de vida o actividad se vislumbraba en el pueblo.

– Siempre -subrayó Laventier-. Siempre han vivido aquí.

A pesar de que había presenciado con anterioridad el fenómeno natural, seguía embrujado por él.

– Pero que yo sepa -objetó Ferrer-, los diamantes en bruto no transmiten la luz…

Laventier, por toda respuesta, le sugirió con un gesto que continuase leyendo. Ferrer lo hizo dubitativo, como si temiese que al bajar la vista el prodigioso espectáculo comenzara a desvanecerse. No había asimilado aún que tal cosa no podía ocurrir: en la Montaña Profunda, simplemente, acababa de comenzar el nuevo día.


Hermoso secreto, ¿verdad? ¡Y útil! Durante décadas -o durante siglos, si nos remontamos a las primeras leyendas sobre el tesoro mil veces buscado infructuosamente- los indios leonitenses pudieron con su ayuda burlar a sus enemigos y hacerlo además con tranquilidad, bañándose en su río privado mientras los otros se preguntaban, furibundos, dónde podían haberse ocultado o eligiendo verduras frescas de la huerta que el sol y el agua les permitía cultivar. Claro está que no me quejo: su secreto era mío y sólo mío, igual que iba a serlo -aunque lamentable pero imprescindiblemente compartido con los coroneles- su fabuloso tesoro de diamantes.

Por supuesto, había tasado en su momento las muestras -tu regalo es sólo una de ellas- que, una vez recuperado de la impresión, extraje de la gruta por la que me precipité años atrás: si las pruebas hubiesen indicado que se trataba de piedras malas me habría entretenido en investigar su inaudita capacidad de conducir la luz sin haber sido previamente pulidos, pero resultaron ser de calidad excepcional, así que ¿a quién le importaban las razones científicas del prodigio? El botín estaba ahí, y sólo había que tomarlo. Hasta aquí, un razonamiento bien sencillo. Hasta aquí, la parte fácil.

Y desde este punto, los problemas.

Pronto resultó evidente que la explotación del yacimiento implicaba la eliminación rigurosa de los indios que habitaban la Montaña, pues si habían demostrado su fiereza en anteriores ocasiones, no hace falta decir con qué tesón se revolvieron ahora contra los primeros grupos de especializadísimos mineros que puse a trabajar. La aventura adquirió, además, auténticos matices épicos ya que, aunque conocía y tenía bien señalizada en mi mapa secreto una de las entradas ocultas de la Montaña, no podía arriesgarme a una invasión militar: nada me interesaba menos que la publicidad involuntaria que habrían dado al asunto los reclutas encargados del asalto, boquiabiertos ante la grandeza del fabuloso prodigio. En los momentos de prerrevolución que vivíamos, esa información podía haber estimulado la presencia de indeseables tiburones financieros o, peor aún, el deseo de engrosar las arcas por parte del patanesco gobierno de inspiración socialista cuya llegada parecía probable. No, en una primera fase del plan, el exterminio debía ser tan clandestino como la existencia del propio tesoro. Los habitantes de la Montaña debían «dejar de existir» ante los ojos del mundo -tan atento, en el momento que nos ocupaba, a las vicisitudes de nuestro continente gracias a los ridículos mensajes de democracia y fraternidad transoceánica preconizados por la proximidad del obsceno Quinto Centenario y sus ramificaciones-, y la prensa, enfermizamente comprometida con esos afanes de paz y libertad que estaban de moda, fue el mejor colaborador de mis planes; también, todo hay que decirlo, el más involuntario.Tal vez recuerdes algunos de estos titulares que ahora he recortado para ti:


EL SOL DE LEONITO.- 10 de mayo de 1989. Ataque fatal de los insurgentes en la provincia de Guanoblanco. «Al menos veinte soldados han sido asesinados en el asalto al cuartel Libertador Andújar, de esta provincia del este. Los atacantes, una turba fuera de sí…»


EL SOL DE LEONITO.- 19 de julio de 1989.

\MUERTE EN LEONITO CAPITAL! ¡VEINTICUATRO HERIDOS EN ENFRENTAMIENTOS! «Las tropas, por orden directa del coronel Walter Menéndez, dispararon contra la multitud que pretendía asaltar el palacio presidencial. El vicepresidente Menéndez, contundente: No consentiremos acá como en Nicaragua en el setenta y nueve.»


EL SOL DE LEONITO.- 1 de enero de 1990.

LA REBELIÓN AMENAZA AL CAMPESINADO EN EL AÑO NUEVO. «La revolución popular, con el Ingeniero Jiménez a la cabeza, proclama la democracia en las tres provincias del sur, y el presidente Larriguera Hill advierte: Los comunistas buscan la guerra civil y pueden encontrarla».


DIARIO DE LEONITO LIBRE.- 6 de junio de 1990.

LOS DICTADORES, ACORRALADOS. LA MATANZA DE ZENCIJOS COLMA EL VASO. «Ciento diecisiete hombres, mujeres y niños de seis poblados de la provincia de Zencijos asesinados por el ejército, que justifica la acción por la búsqueda de rebeldes armados. El pueblo exige la cabeza de los coroneles mientras el presidente provisional de la democracia, Ingeniero Jiménez, pide calma a la población: Prefiero que se vayan sin más (los coroneles) antes que juzgarlos, si con eso vamos a evitar más derramamiento de sangre. ¡Que se larguen de una buena vez!».


El artículo del Diario de Leonito Libre era el primero de los incluidos que se mostraba abiertamente contrario a la dictadura. Ferrer se detuvo, atónito, sobre el nombre del periodista que lo firmaba: Casildo Bueyes. Por primera vez involucrado de forma explícita en la trama de Lars, el periodista degollado era también el autor del texto eufórico que festejaba la derrota de los coroneles, el histórico 10 de agosto de 1990.


DIARIO DE LEONITO LIBRE.- 10 de agosto de 1990.

EL VIENTO DE LA LIBERTAD SOPLA AL FIN EN LEONITO.


«Probablemente, ni Teté Larriguera Hill ni sus compinches Canchancha y Menéndez -asesinos que, cuando todo estaba ya perdido, aún intentaron la indignidad última de encender una guerra civil para prolongar su permanencia en el poder- pudieron llegar a imaginar que las revueltas populares iniciadas en Leonito en 1987 llegarían un día a colapsar su corrupto régimen de terror, que sin embargo, no fue capaz de contener la cólera de un pueblo ansioso de libertad. Los payasos sanguinarios escaparon ayer dejando en tierra a un grupo de la Guardia Pretoriana Presidencial, los siniestros Pumas Negros, para defender su cobarde huida cuando la enfurecida población civil, pobremente armada pero dispuesta a dar la vida para expulsarle a él y a su cuadrilla de sicarios, arremetía ya contra las puertas del lujoso palacio llamado -otra infame afrenta- de la Presidencia del Pueblo. Escapad, siniestros cobardes. Gastad el dinero que robasteis. Dilapidadlo y disfrutadlo… Pero sabed una cosa: si algún día volvéis, os esperará un juicio justo en el que el pueblo de Leonito, ahora sí soberano, os exigirá el pago de vuestros innumerables crímenes».


¡Qué bonito! ¿Verdad, Jeannot? Seguro que se te pone el vello de punta con este libelo de exaltación populista. A mí, aunque te cueste creerlo, también me emocionó ver publicado este artículo; en realidad, ver publicados todos los de esta pequeña selección que he realizado para ti, pues cada uno de ellos reflejaba -sin que el correspondiente medio informativo lo supiese- un nuevo logro de mi escalera hacia el éxito: la revolución popular, la caída y exilio de los coroneles y el advenimiento de la democracia en Leonito fueron, igual que el seguimiento informativo de todo ello, pasos del plan de apropiación de la Montaña Profunda. Cuando se lo expuse por primera vez, Teté y sus socios -también sus respectivos hijos, futuros presidenciables ya con voz y voto- se mostraron desasosegados e incluso hostiles:no les gustaba la idea de abandonar el país aparentando -ellos, tan machos- una huida deshonrosa. Pero los convencí con hechos: mientras todo el país seguía los sucesos de la capital y de las «tres provincias del sur», en las que en secreto consentí primero e impulsé después la eclosión revolucionaria precisamente para que la atención nacional se concentrase sobre ese punto, los Pumas Negros, libres así de miradas indiscretas, exterminaban a los habitantes de los poblachos próximos a la Montaña y realizaban en su interior incursiones de élite que, poco a poco, iban sumando cabezas cortadas de indios. De esa manera, cuando todo hubiese concluido -es decir, cuando la revolución en apariencia triunfante hubiese expulsado a los dictadores- la zona se encontraría limpia de moradores molestos, como de hecho se encontraba el 10 de agosto de 1990, cuando el avión de los tiranos en fuga se perdió en el cielo camino del exilio y las turbas febriles, demasiado ocupadas en intentar discernir si la democracia consiste en que mande todo el mundo a la vez o una persona distinta cada día, no repararon en que los alrededores de la Montaña Profunda habían amanecido ese día, por primera vez, desiertos y mudos, saneados de toda actividad humana.

Por supuesto, estaba previsto que las nuevas autoridades, al descubrir las matanzas de indígenas -los Pumas Negros habían recibido órdenes precisas de dejar bien a la vista los vestigios de sus atrocidades-, se mostraran escandalizadas y chillonas al acusar de genocidas a los coroneles, que desde el exilio proclamaron su inocencia mediante comunicados redactados por mí en persona, dada su extrema importancia: en ellos se afirmaba con arrogancia teñida de honorabilidad herida que los verdaderos responsables de las masacres habían sido los nuevos gobernantes, impulsados por «razones oscuras» que elegí definir así de inconcretamente para hacer más efectivo el calado de la duda. Eso -sembrar dudas y dejar que el tiempo, al transcurrir, les dé credibilidad- es la política, y la revolución de Leonito no tenía por qué ser una excepción. La democracia se consolidó y prueba de ello es que pronto surgió una oposición integrada por nostálgicos del viejo régimen. Pude observar todo el proceso en directo, pues mi fachada de respetable hombre de negocios apolítico aunque generoso con los menos favorecidos por la fortuna -que desde siempre, incluso en los momentos triunfales de la dictadura, me había esmerado en cultivar- era irreprochable hasta el punto de que el presidente de la nueva democracia me pidió que aceptase el cargo de senador -¡Yo, senador demócrata! Me he reído con ganas cuatro veces en mi vida, y ésa fue una de ellas-, que rehusé alegando problemas de salud… Qué lejos estaba de pensar que esas excusas frivolamente improvisadas se materializarían de verdad, presagiadas por el mareo repentino que una tarde, en el asiento trasero del coche, me vació la mente durante unas décimas de segundo aterradoras en las que no supe quién era ni por qué me encontraba allí, tranquilizando con gesto desfallecido las trémulas expresiones del chófer y del guardaespaldas. Rechacé su insistencia en llevarme de inmediato al médico, y fue un error que excuso a pesar de todo: no tenía tiempo que perder, pues mi plan entraba en su segunda fase… Ya había consolidado la democracia. Había llegado ahora el momento de estrangularla económicamente.

No creas que tal empeño es complicado. El grave humanismo crónico que padeces te ha llevado a desatender el conocimiento de disciplinas útiles como la economía. Por eso no voy a cansarte con clases teóricas. Basta que sepas que, dominando determinados resortes -y los coroneles y yo los dominábamos con la colaboración de grupos financieros interesados en el futuro de Leonito-, pudimos en unos meses consolidar la situación ruinosa del país. La incauta democracia, estrangulada además porque el oro del banco nacional había sido sustraído meticulosamente por los coroneles, se moría de hambre y sed. Y entonces -era diciembre de 1990- aparecí yo con panes y peces concretados en la deslumbrante oferta de un grupo internacional que pretendía adquirir los terrenos de la Montaña Profunda para edificar sobre ella un fabuloso centro de recreo que daría empleo a medio país. Dichos inversores, tal vez lo has adivinado ya, eran los propios coroneles disfrazados bajo la piel de oveja de una sociedad anónima con capital panameño, francés, español y venezolano; o, dicho de otro modo, el oro que permitió comer pastel de fiesta a los leonitenses aquel fin de año era el mismo que había sido expoliado de sus arcas unos meses antes. Ahora, además de carecer de él, lo debían. Sin invertir un solo dólar habíamos pasado a ser los propietarios legales de un trozo de piedra que contenía -aunque esto nadie lo imaginaba- una mina de diamantes que en su momento sacudiría a nuestro favor el mercado mundial. Claro está que el acuerdo, tan oportuno para los pobres leonitenses, les iba a exigir el esfuerzo extra de aportar braceros a bajo precio para la construcción del complejo hotelero, a la que, por cierto, también habían contribuido con generosas ayudas a fondo perdido todas las sociedades estatales relacionadas con los quinientos años del hermanamiento entre España y América. Pero no les importó: estaban felices porque su país había logrado liquidez para aguantar otros dos años -mi cálculo era forzar, e insisto en que tenía medios para ello, un nuevo crac económico en 1993- y el futuro les parecía suyo. ¿Por qué la exactitud de esta fecha? ¿Por qué 1993? Ante todo, porque para entonces se habrían apagado ya tiempo atrás los fuegos artificiales de los huecos eventos del 92, y con ellos la atención del mundo sobre los países del centro y sur del continente americano. El mundo olvida pronto, y para esa fecha, te lo aseguro, a nadie llamará la atención que en un diminuto lodazal llamado Leonito el descontento generalizado por la falta de pan alumbre nuevas revueltas que, oportunamente dirigidas por mí, harán tambalear a la democracia autodenominada legítima. Sobre ese escenario surgirán, en el momento adecuado, airadas voces reclamando el regreso de los coroneles, se amagarán un par de golpes de estado premeditadamente fallidos que derrumbarán la moral ciudadana y, merced al correcto salpicado de atentados, enfrentamientos y muertos inocentes, se alentará el fantasma de la guerra civil que acabará por propiciar el regreso de los coroneles, planeado desde el principio como colofón de todo el proceso. Pero esta vez no se ocultarán tras falsas sociedades anónimas: aterrizarán a cara descubierta, triunfalmente, reclamados por su pueblo, al que habrán contentado con dinero de refresco -otra parte, claro está, del oro robado- cuya donación exhibirán como prueba de sus buenas intenciones patrióticas. Adecuadamente asesorados por la mejor empresa de imagen, los nuevos coroneles parecerán políticos solventes, hombres capaces de enfrentar los problemas de una patria también nueva cuyo primer objetivo será aclarar responsabilidades en los sucesos de sangre previos a la revolución de 1990. Tras algún juicio falso, alguna condena a chivos expiatorios y alguna ley de amnistía que se considerará imprescindible para, hermanados en la patria común, «empezar de cero», todo volverá a ser lo que era. Todo, excepto una cosa: los diamantes de la Montaña Profunda serán de nuestra propiedad exclusiva. Entonces -¿verano de 1994? ¿Enero de 1995? ¿Tal vez la fecha de mi cumpleaños de alguno de esos años?- se hará público el descubrimiento «oficial» del fabuloso tesoro. ¿No es una lástima -pensarán, compungidos, mis compatriotas de a pie- que esas tierras de riqueza infinita pertenezcan a una sociedad anónima de capital panameño, francés, español y venezolano en vez de al pueblo de Leonito?

La perfecta resolución de este mi hermoso cuento de Navidad necesitaba de una perfecta coordinación para el perfecto acoplamiento de todas las piezas. Y, sobre todo, exigía precisión cronométrica: quería ver ejecutado mi plan antes de morir. Era el último capricho de un pobre viejo acabado.

Por eso, porque carecía del tesoro del tiempo, me irritó tanto el primer imprevisto: apenas un mes después de la huida de los coroneles -es decir, al principio de todo el plan: cuando todo, aún, podía venirse abajo-, un misteriosamente rebrotado grupo de indios perpetró la matanza de una patrulla del ejército que había osado acercarse a la, en teoría, pacificada Montaña. Los soldados fueron salvajemente torturados hasta la muerte, y de los testimonios espeluznados de forenses y periodistas deduje que un nuevo elemento había venido a interferirse en mi plan: alguien con sed de venganza había decidido tomar revancha de las masacres de unos meses antes. Sin duda, un superviviente de alguna de aquellas matanzas había logrado arrastrarse hasta el corazón de la Montaña Profunda, soliviantando a los indios que, también inesperadamente vivos y activos, debían de quedar todavía en ella. El incidente no habría tenido mayor importancia de no ser porque el vengador misterioso pronto se reveló osado, inteligente e insaciable: tras eliminar con métodos igualmente astutos y brutales a las dos expediciones de castigo que se enviaron contra él, pasó a la ofensiva, y en diciembre de 1990 asaltó un cuartel militar situado en la comarca limítrofe a la Montaña. Por primera vez, los indios atacaban fuera de su territorio. Por primera vez evidenciaban un afán de venganza que se revelaba meditado. Por primera vez difundían un comunicado -eso sí, ridiculamente redactado- reivindicativo de la autoría del asalto, lo que para quien supiera leer entre líneas arrojaba un dato inquietante: por primera vez, tenían un líder… Te aseguro, amigo mío, que sopesé infinitos matices para madurar y ajustar el plan de cuya realización te estoy dando cuenta: pues bien, lo último que me hubiera molestado en considerar era la posibilidad de que un zarrapastroso que comía masa de arroz con los dedos pudiese interferir en mi camino tan seriamente como lo hizo el indio llamado Leónidas.


– Lo sabía -masculló Ferrer. Una alegría absurda le invadía el pecho: la conexión entre Lars y Leónidas, sobre la que él llevaba elucubrando desde la emboscada del Desfiladero del Café, salía por fin a la luz.

Miró a Laventier.

– ¡Lo sabía! -repitió.

El francés, sentado a la sombra sobre una piedra plana, se revolvió al captar su excitación.

– ¿Ha reaparecido ya el Niño de los coroneles? -preguntó señalando el manuscrito. Parecía ser la única cuestión de su interés.

– ¿El Niño…? -Ferrer, por un momento, había olvidado a su hermano, al que de forma inconsciente imaginaba enfermo o moribundo, definitivamente apartado de la historia que en las últimas páginas había adquirido otros derroteros.

En ese instante se produjo una explosión lejana. Ferrer sintió un temblor leve de tierra que habría catalogado como producto de su imaginación de no ser por la celeridad felina con que Anselmo, con el rostro repentinamente ensombrecido por la alarma, se levantó y agudizó el oído.

– Ya ha empezado -dijo.

– ¿Empezado? ¿El qué?

Anselmo sacó unos prismáticos de la mochila que llevaba a la espalda y escrutó la lejanía. Ferrer se acercó a él.

– Disparos -murmuró el indio sin apartar la vista del frente.

– ¿Disparos? -Ferrer se esforzó inútilmente por captarlos.

– El ruido del río impide oírlos. Pero mire allá -Anselmo le entregó los prismáticos señalando con el dedo un punto lejano del valle-. Detrás de la segunda cascada.

Ferrer tardó unos segundos en localizar el lugar. Todo le parecía vegetación y rocas en calma, hasta que atisbo algunos chisporroteos de color anaranjado, intermitentes y frenéticos; pegadas a ellos, las figuritas humanas que apretaban los gatillos: el verde oliva de los uniformes se confundía con los indisciplinados atuendos de los indios, y vista desde la distancia, se diría que la lucha era cuerpo a cuerpo. En el caos de la refriega, Ferrer localizó de pronto la cabellera negra de María: la mujer destacaba como la más ardorosa combatiente.

– Se diría que ella es la que.manda -Ferrer se volvió hacia Anselmo-. Dime una cosa… ¿Dónde está Leónidas? ¿Es que ha muerto? ¿O…?

– Que le conteste él -respondió Anselmo dirigiendo los ojos hacia la espalda de Ferrer.

Se volvió, imaginando por un instante que iba a enfrentarse a una gallarda silueta situada sobre un alto y recortada mitológicamente contra la luz solar, pero ante él había un hombre pequeño y muy delgado, casi enclenque, de más de cincuenta años y rasgos que parecerían subdesarrollados de no ser por la intensidad de una mirada entrecerrada en la que sólo cabían la desesperanza y el dolor.

– Anselmo -dijo Leónidas sin dejar de clavar los ojos sobre los de Ferrer-. Lleva al francés a la salida.

Anselmo asintió y comenzó a tirar con suave firmeza del brazo de su protegido, que se zafó para enfrentarse cara a cara, sin asomo de temor, a Leónidas.

– Un momento, señor. No he venido hasta su montaña para irme sin más. Si usted tiene que hablar con Ferrer, sepa que yo también. ¡Luis! -se volvió hacia él con expresión apremiante-. ¡Termine de leer el manuscrito! Sólo le quedan una páginas. ¡Léalo!

– De acuerdo -susurró Ferrer.

Su promesa le recordó a otra, casi idéntica, que había realizado al francés en el vestíbulo del hotel donde se conocieron, una eternidad de tres días atrás. Antes de que entrara en su vida Víctor Lars. Aparentemente más tranquilo, Laventier aceptó ahora seguir a Anselmo.

Cuando se quedaron solos, Ferrer se volvió hacia el hombre por el que había recorrido medio mundo. No supo por dónde empezar. El otro le ayudó.

– ¿Conoces a Juan Carlos I? -preguntó.

– ¿El rey?

– El rey de España, sí. ¿Lo conoces?

Ferrer, en una multitudinaria recepción, había estrechado una vez la mano del monarca. Pero supuso que Leónidas se refería a una relación más estrecha.

– No -contestó-. No lo conozco.

– Hmmm -asintió Leónidas; y añadió enseguida, con la misma tranquilidad-: Mejor para ti. Si hubieras dicho lo contrario, tal vez te habría matado.

Ferrer no hizo comentario alguno. Leónidas lo miró durante otro segundo interminable, como para tratar de detectar el miedo en el fondo de sus ojos, y continuó:

– Roberto Soas, cuando todavía no sabíamos que era un hombre mentiroso, dijo que me llevaría a España para hablar con el rey.

– ¿Conociste en persona a Roberto? Él me dijo que no.

– Es un hombre mentiroso, acabo de decírtelo. Después de aquello cambió de opinión. Dijo que sería el rey quien vendría a Leonito para conocerme y tratar de la Montaña. Preparó una gran recepción, invitó a mi pueblo, a las mujeres y a los niños. Nos engañó a todos. Pero yo soy el único culpable. Tenía una razón personal para negociar y llevé a mi pueblo al desastre. ¡Lo traicioné! ¡Lo traicioné por una razón personal!

Leónidas no se regodeaba en la rabia, la tristeza ni la melancolía; sin duda, esos sentimientos ya habían atormentado hasta el infinito su corazón. Ahora se limitaba a exponer los hechos. Ferrer se mantuvo expectante.

– Fuimos todos a conocer al rey de España. Aseguré a mi pueblo que no había nada que temer. Creyeron, igual que yo, que el rey querría saber por qué luchábamos contra los que quieren profanar la Montaña con sus hoteles. Creyeron que el rey de España nos escucharía, pero…

– Puedo garantizarte -le interrumpió Ferrer- que el rey de España, como cualquier otro jefe de Estado, no viaja a una zona conflictiva con tanta facilidad, y mucho menos para visitar las obras de un hotel de lujo. Obras que casi ni siquiera habían empezado, además. El rey, a la fecha de hoy, ni siquiera habrá oído hablar de vosotros, te lo aseguro. Eso lo sé yo, lo sabe Soas…

– Y ahora lo sé yo también. Pero entonces le creí… Y resultó ser una emboscada. Aparecieron soldados por todas partes, ametrallando a los míos, a las mujeres y a los niños. A traición… Una matanza. Hace dos meses.

– Pero había ya un gobierno democrático -objetó Ferrer; esta desconocida versión de los hechos le pillaba por sorpresa-. No parece muy verosímil que…

– ¡Dispararon a las mujeres y a los niños! ¡Con ametralladoras y morteros! Y a los supervivientes nos persiguieron con helicópteros, dos helicópteros que disparaban desde el aire a los heridos -aseguró contundente el indio, retando a Ferrer para que osase no creerle-. Y eso no es todo: había militares españoles.

– ¿Entre los atacantes?

– Oficiales con graduación. Vinieron de España para dirigir el ataque. Unos manejando los helicópteros y otros mandando a los soldados leonitenses.

Ferrer expresó un gesto de incredulidad.

– Eso no…

– Capturamos a uno -insintió el indio, y calló hasta que Ferrer volvió a prestarle atención. Entonces continuó-. Un capitán del ejército del aire español. Derribamos su helicóptero y le hicimos hablar.

A Ferrer le asaltó la duda: ¿no había hablado Soas de un helicóptero derribado? ¿Y de las verdades ocultas que genera toda guerra? ¿Era la participación de militares españoles en ésta una de esas verdades?

– El piloto, antes de morir por la tortura, lo confesó todo.

– ¿Lo matasteis?

– Acababa de ametrallar a mi pueblo -Leónidas no se estaba excusando, sólo constataba el hecho-. Por eso declaré la guerra a España.

– Así por las buenas… -Ferrer decidió que podía mostrarse socarrón-. ¿Y cómo la declaraste? ¿Por carta? ¿Llamaste por teléfono o te…?

– Con esto -Leónidas sacó del zurrón que llevaba consigo una ajadísima cartera de cuero. Por su aspecto, había transitado por infinidad de manos en no menos inimaginables peripecias, calculó Ferrer mientras el indio soltaba las hebillas y sacaba del interior una manta doblada que cumplía la función de carpeta protectora. La desdobló con mimo e invitó a Ferrer a tomarla para examinar su contenido: seis hojas manuscritas, tres de viejo papel amarillento y tres folios blancos convencionales. En el primer examen apresurado resultaba evidente que el autor de los folios había copiado, como un amanuense disciplinado, el texto contenido en las páginas amarillas, que venían encabezadas por un titular escrito con grandes letras mayúsculas: ¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!! Así que Casildo Bueyes, con el último acto de su vida, había pretendido hacer pública la supuesta guerra entre España y los indios de la Montaña Profunda.

– ¿Por eso lo mataste? -increpó Ferrer a Leónidas. Le extrañó la virulencia de su propia reacción: supo en ese instante que sentía afecto hacia el cadáver de Casildo Bueyes, indignación de que alguien lo hubiese degollado para dejarlo morir sobre sus propios orines. ¡Sólo por querer decir la verdad! Había juzgado a la ligera al viejo borracho. Le debía una disculpa que ya nunca podría expresarle, pero sí podía cumplir la promesa que le había hecho ante la barra del bar de Lili: publicar su nombre junto a la noticia. «¡¡¡Muerte al rey de España!!!, historia de una guerra imposible», por Casildo Bueyes. Miró a Leónidas, exigiéndole una respuesta.

– ¿Matar a quién? -se sorprendió el indio.

– A Casildo Bueyes. Él sabía esto, ¿verdad? -Ferrer agitó original y copia de la panfletaria declaración de guerra.

Leónidas hizo una mueca despectiva.

– ¿Está muerto? Ni siquiera lo sabía. Bueyes era un borracho, un cobarde y un traidor. Un hijo de puta al que en un tiempo creí amigo mío. No lo maté, pero tendría que haberlo hecho. Él ha enseñado a los soldados el camino… Él es el verdadero traidor. Por su culpa han muerto muchos. Por su culpa vamos a morir los últimos de nosotros…

Ferrer atajó el acceso de ensimismamiento de Leónidas.

– Habíame de esto -dijo agitando las seis hojas de papel.

– Esto -explicó Leónidas mientras las recuperaba para devolverlas a su precaria protección de lana- es la declaración de guerra que redactó en mil ochocientos veintiuno un desertor español. Se llamaba Julián Iribarne, y huyendo del ejército llegó hasta la Montaña y se convirtió en amigo y mano derecha de Leónidas Foz, el caudillo indio de la independencia de Leonito.

Ferrer vio en los ojos del indio una extraña energía que podía interpretarse como locura, pero también como resolución. Decidió ser cauteloso:

– ¿Declaración de guerra? ¿Contra quién?

– ¡Contra Fernando VII! -Había algo de pueril orgullo en la resolución del rostro de Leónidas, que no captó el sarcasmo de Ferrer:

– Ah, contra Fernando VII…

– ¡Y yo he hecho lo mismo con Juan Carlos I! Copiando palabra por palabra la carta de Iribarne. Y sí, Bueyes lo sabía.

– ¿Y Fernando VII qué dijo? -preguntó Ferrer, incapaz de contener la ironía en sus palabras. Leónidas lo miró con gravedad ofendida.

– Aquella guerra fue el principio de la independencia de Leonito, Ferrer. Y ésta va a ser el final. El final de todo. Tú mismo has mirado con los prismáticos, has visto a los soldados. Están entrando por donde les señaló el traidor Bueyes. Y no podemos pararlos. Hoy es el último día de la Montaña Profunda… -Leónidas hizo una pausa emocionada que Ferrer interpretó como particular forma de oración. Pero en la mirada del jefe indio podía percibirse sobre todo el brillo de una decisión irreversible. Continuó hablando con una extraña serenidad-: Julián Iribarne era artillero… Fue él quien señaló los puntos donde había que colocar las cargas de dinamita…

– ¿Qué cargas? -Ferrer se tensó.

– Las cargas para hundir la Montaña Profunda en el fondo del mar. Primero volaré las salidas para atrapar al mayor número de soldados. Y luego haré el resto. Nosotros hemos perdido nuestro hogar. Pero quienes nos lo han quitado no tendrán los diamantes.

Ferrer iba a intervenir, pero le contuvo la solemnidad con que el indio asumía la inmolación.

– Escucha, Ferrer. Éste es mi trato. Yo hundo la Montaña en el mar y tú cuentas al mundo cómo nos han asesinado. Tienes nuestra declaración de guerra. ¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!! Es una gran noticia.

– Pero falsa.

– ¡No! ¡Soas es un militar español!

– En excedencia, está aquí como empleado de una empresa privada. Además…-¿Y los pilotos de los helicópteros? ¡Militares españoles!

– Aunque eso fuera cierto…

– Lo es.

– Aunque eso fuera cierto, se trataría de un caso aislado. Y no tienes pruebas. Lo cual casi es mejor -matizó amargamente-: capturasteis, torturasteis y matasteis a un militar español…

– Para mí, la ejecución de un asesino. El asesino de mi gente. ¿Es que no lo ves? Tu país está en guerra con el mío. Declaré la guerra a España para llamar la atención del mundo. ¡Y España respondió! ¡Nos atacó con helicópteros manejados por pilotos españoles! ¡Estuvo en guerra con nosotros! ¡Lo está todavía! ¿O quién crees que dirige a los soldados que nos están atacando ahora mismo, en este mismo momento? ¡Dime que has tenido alguna vez una noticia mejor!

Ferrer calló… Aunque sólo una parte de la versión de Leónidas fuese cierta… Una guerra durante la celebración del Quinto Centenario. Sí, era sin duda una noticia espectacular… «¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!!, historia de una guerra imposible, por Casildo Bueyes y Luis Ferrer».

– Ahora te acompaño hasta donde te aguarda el francés. Anselmo os acompañará a la capital. Te llevas las declaraciones de guerra, la de Iribarne y la nuestra. Haz con ellas lo que te parezca justo. Escribes en un periódico español importante. Cuando supe que venías pensé que podrías ayudarme y te hice seguir. Primero en la ciudad, luego en el tren que te llevó al Desfiladero del Café y después por el río, cuando…

– ¿Fuiste tú quien mató a los soldados en el Desfiladero del Café?-No.

– ¿Y los quemados vivos del Paraíso en la Tierra? ¿Tampoco fueron cosa tuya?

– Tampoco. Desde que supe que llegabas a Leonito nos limitamos a seguirte. Para hablar contigo, como estamos haciendo ahora.

– ¿No mataste al consejero Arias?

– No.

– ¿Ni lo secuestraste? ¿Ni le hiciste leer un mensaje por televisión?

Leónidas negó con la cabeza.

– Supe por nuestros hombres en la ciudad que ibas a coger ese tren para venir hacia la Montaña y lo aceché para traerte hasta mí, eso es cierto. Pero nada más. Vi desde las rocas cómo os atacaban, no sé quiénes eran. Y luego os seguí por el río. Sólo quería hablar contigo. Contarte todo esto para que tú lo contaras en tu periódico.

– Pero María me disparó… -Ferrer se quejaba; se limitaba a exponer un hecho.

– Te confundió con otro. Fue un error. María -Ferrer captó un inesperado asomo de ternura honda en la pronunciación del nombre- no es ninguna asesina… Pero por eso hice venir al francés, para salvarte y contarte todo esto -abarcó con un gesto del brazo la inmensidad de la Montaña- antes de que se acabe el tiempo. Y se está acabando ya… Debes irte.

– ¿Y luego tú? ¿Vosotros?

– Ésta es nuestra casa -dijo Leónidas. Y calló expresivamente antes de señalar a Ferrer un punto del camino, más allá de una pequeña colina-. Allí, junto a aquel gran árbol, hay una chimenea estrecha que da al exterior. No tardarás más de media hora. Anselmo os llevará al francés y a ti a la ciudad. No te demores. Dentro de cinco minutos comenzaré a volar las primeras cargas. Y en dos horas no quedará Montaña. ¡Te deseo suerte!

Dio dos pasos hacia atrás, se giró y corrió ágilmente entre las rocas. Había desaparecido de la vista cuando Ferrer, con la boca semiabierta, buscaba todavía una palabra de despedida.

Permaneció quieto, callado, embrujado por el aire del interior de la Montaña, cuya densidad húmeda podía percibir en la piel. A los pocos minutos resonó una gran explosión: la primera. Ferrer tuvo la sensación de que disminuía la luminosidad que lo rodeaba… Y comprendió: la voladura había anegado parte de las entradas naturales. Las cargas de Leónidas comenzaban a transformar la Montaña Profunda en una gigantesca tumba sellada.

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