Capítulo Nueve

LA MUJER TREINTA Y DOS VECES MALDITA

Una oscuridad desleída, manchada de inconcretas claridades, lo acosaba y se cernía a su alrededor, más densa a medida que las explosiones iban taponando las entradas de la gran cueva.

La luz que a lo lejos entraba por la ancha hendidura en la piedra hacia la que se dirigía era la mejor brújula posible, y hacia ella corrió aterrado por la posibilidad de terminar encerrado en el laberinto de piedra. Unos minutos después divisó a sus próximos compañeros de viaje, Anselmo y Laventier.

Pero algo terrible estaba ocurriendo.

Esforzó la vista entre las sombras y no tuvo duda: el francés yacia tirado en el suelo y el supuestamente leal Anselmo, sentado a horcajadas sobre él, lo estrangulaba. Ferrer corrió hacia ellos, armándose con una pesada piedra.

Llegaba junto al gran árbol con el brazo levantado y listo para golpear cuando Anselmo se volvió.

– ¡Ferrer! ¡Deprisa, deprisa! -le urgió antes de volver

– ¡Deprisa! -se giró otra vez el indio-. ¡El maletín con las medicinas! ¡Es un ataque al corazón!

Al ver el rostro abotargado de Laventier, Ferrer comprendió. Dejó caer la piedra y, contagiado de pronto de la prisa de Anselmo, abrió la valija médica del francés y se arrodilló junto a ellos.

– La valija… La valija… -suplicaba, en un hilo de voz, Laventier.

Cuando la tuvo a mano, tanteó en su interior hasta hallar un envase del que extrajo dos comprimidos que tragó con ansiedad. Unos segundos después, recuperaba poco a poco la respiración.

– El siguiente susto será el último. Y no tardará en producirse -explicó a Ferrer con pasmosa serenidad; sin embargo, sus obsesiones no flaqueaban ante la posibilidad de la muerte-: ¿Ha podido terminar el manuscrito?

– Aún no -contestó Ferrer, ligeramente irritado por tal insistencia-. ¿No cree que…?

Laventier le interrumpió:

– Cuando salí de París, hace ahora poco más de un año -dijo apretándole el antebrazo con fuerza insospechada-, mi objetivo estaba claro: creía que lo último que iba a hacer en esta vida sería matar a Victor Lars. Pero las circunstancias, ese azar del que tanto le gusta hablar a mi enemigo, han preferido que sea salvarle a usted el acto con el que concluye mi paso por la tierra… ¡Qué giro de las cosas! Tal vez usted y yo deberíamos meditar sobre ello…

Laventier se detuvo a tomar aire. Cerró los ojos…Ferrer miró a Anselmo: el indio no comprendía en detalle las palabras del francés, pero guardaba silencio con respeto instintivo.

– La vida a cambio de la muerte, la luz imponiéndose sobre la oscuridad, el Bien… Sí, ¿por qué no?… El Bien imponiéndose sobre el Mal, derrotándolo… ¡Hermosa teoría! Y adecuadas reflexiones para este lugar, donde la luz que no debería existir reina sobre las tinieblas legítimas… Divago, estoy cansado y divago. Disculpe, procuraré ser más concreto. Tenga, coja… -El francés abrió de nuevo los ojos. Emitían una extraña energía lúcida, a pesar del dolor por su esforzada respiración. Con gran trabajo, se incorporó y apoyó su cuerpo sobre el codo derecho. Sabía que cuando se tumbase para reposar no volvería a levantarse, y el terror a ese punto sin retorno le daba fuerzas-. Coja aquí… En mi camisa…

Señaló con los ojos caídos hacia el bolsillo del pecho. Ferrer lo desabotonó y extrajo del interior un estuche rectangular.

– Ábralo.

Ferrer obedeció. El estuche contenía una estilográfica negra.

– El otro día, cuando usted y yo nos conocimos, tenía una cita con Víctor Lars. ¿Lo recuerda?

– Lo recuerdo. ¿Estuvo con él?

– Estuve, sí… Lars descansaba en una butaca frente al mar. Una butaca de mimbre, ¿por qué se me habrá quedado en la cabeza ese estúpido detalle? -sonrió el anciano. La expresión de su rostro se dulcificaba involuntariamente. Ferrer sabía lo que eso significaba.

– ¿Cómo llegó hasta él?

– ¿Cómo? -Laventier escupió una risita asmática-.¿Recuerda que, en alguna parte de su manuscrito, Lars dice que todo lo trágico tiene una parte cómica, aunque sea un simple chispazo?

Ferrer no lo recordaba, pero mintió afirmando con la cabeza.

– Pues la parte cómica de esta tragedia es mi torpeza. Según Lars, en las cartas que me iba mandando había pistas suficientes para descubrir su escondrijo. Pero yo, que no contaba ya con Anne Vanel para descifrar tales pistas, me había abotargado en mi butaca y seguía allí, esperando. Esperando y comiendo langostas… Por cierto, ¿sabe que Anne Vanel montó un restaurante?

– ¿La detective francesa? -preguntó Ferrer desconcertado. ¿Comenzaba Laventier a desvariar?

– ¡La mejor detective de Francia! -Ahora su tono había sonado satírico, ligeramente grotesco-. Cuando me encontraba en Leonito recibí una carta suya contándomelo. Había vendido ventajosamente su agencia y se retiraba. ¡Incluso me perdonó la minuta que aún le adeudaba…! Un restaurante de pescado, junto al mar. Y de marisco. ¿Le gusta el pescado fresco, el marisco?

Ferrer comprendió que el anciano vivía sus últimos segundos. Decidió poner todo lo que pudiera para que la transición fuera lo más suave posible.

– Sí, me gusta… -dijo, captando de reojo la mirada perpleja de Anselmo, que se había acercado a ellos.

– Los soldados no tardarán en encontrar el camino. Debemos irnos.

– No podemos dejarlo aquí -respondió Ferrer en un susurro.

Anselmo asintió.

– Voy a bajar hasta la primera curva. Vigilaré y cuando los vea volveré. Entonces sí tendremos que irnos.-De acuerdo -aceptó Ferrer, y mientras Anselmo desaparecía entre las rocas volvió el rostro hacia el francés, que proseguía con su particular delirio.

– A mí también… A veces lo tomaba aliñado con… -de pronto, la expresión de Laventier se congeló de terror. Calló, quedó quieto y atónito: acababa de asumir que nunca volvería a disfrutar una comida. Ninguna otra: su tiempo en la tierra se agotaba. Tragó saliva: la proximidad de la muerte le devolvió parte de la lucidez y de las fuerzas. Clavó las uñas en el brazo de Ferrer.

– ¿Sabe de dónde sacó Vanel el dinero? ¡De Lars! Él mismo me envió, hace ya algunas semanas, copia del contrato que habían firmado. ¡Otra de sus estocadas exquisitas…! Lars sabía que Vanel, investigando libremente en Francia, alineada en mi bando, podía ser peligrosa. Y la compró. Así, como suena. Le hizo una oferta económica fabulosa y ella aceptó sin imaginar que se trataba de una forma de soborno. O imaginándolo, quién sabe. ¿Por qué no? Con esta facilidad Lars me dejó aislado, sin apoyo alguno. Recuerdo que sentí miedo cuando Vanel me dijo que se iba a vivir junto al mar. Me quedaba solo, lo que Lars quería: solos él y yo. Pero aún pasarían unas semanas antes de que…

– Bien, pero al fin lo vio -atajó Ferrer, que no perdía de vista la impaciencia con que Anselmo, a intervalos cada vez menos espaciados desde su posición de vigía, le pedía con la mirada que se pusieran en marcha-. Vayamos a ese momento…

– Cuando lea el manuscrito en su totalidad…

Ferrer no pudo evitar un gesto de ansiedad. Laventier lo atajó levantando la mano para pedirle paciencia.

– Cuando lea el manuscrito en su totalidad observará que concluye bruscamente; ello no es debido a ninguna nueva argucia de nuestro amigo, sino a una causa mucho más prosaica: su enfermedad había sufrido un severo empeoramiento. Así me lo anunció el caballero que apareció en mi hotel presentándose como el médico privado de Lars. Fue poco antes de entrevistarme con usted en el hotel. Después de que usted y yo nos separáramos, fue él quien me acompañó hasta la mansión de Lars, en las afueras de Leonito.

– ¿Ya no vivía en el Faro número Tres?

– Al parecer, no. Pero en todo caso carece de importancia. Sería una de sus muchas casas en Leonito. Me llevó allí y punto… Cuando entré a la casa, me registraron. Luego el médico me mostró un largo pasillo por el que debía internarme y se fue, dejándome solo tal y como exigía el protocolo previsto por su cliente. La casa, toda ella de mármol blanco, reflejaba la luz solar, y hacía más identificable el punto negro que se recortaba al fondo del pasillo contra el azul del mar de la playa privada: Víctor Lars. Yo, a pesar del registro, había logrado introducir un arma mortal.

Ferrer no pudo evitar mirarle sorprendido.

– Abra la estilográfica y démela -pidió el francés.

Ferrer lo hizo. Laventier la cogió con torpeza, como un niño su primer tenedor o el asesino inexperto la navaja del crimen.

– Éste fue el último favor de Vanel. Le pedí el nombre de un armero de características especiales y me lo dio. Él me preparó esta estilográfica. ¿Ve cómo el plumín no tiene punto? En realidad oculta una aguja hipodérmica conectada al cargador de tinta, que se ha sustituido por un potente veneno. Para expulsarlo, sólo hay que presionar la base del plumín contra la superficie en la que se quiera inyectar. Es un objeto de alta precisión, costó una fortuna. Hace meses que la llevo conmigo, esperando el momento de matar a Victor Lars.

– ¿Usted? ¿Un asesinato?

– Sí. ¡Yo! -respondió Laventier con amargura.

Devolvió la pluma a Ferrer, que la cerró e instintivamente se la guardó en el bolsillo. Reparó, sin darle importancia ni echar marcha atrás, en que era un gesto muy similar al realizado días atrás junto al cadáver de Bueyes.

– Matar a Lars -continuaba el francés- no era sólo una venganza personal, era también la justicia para todos los inocentes sacrificados por su mano. Lo medité durante largo tiempo, en profundidad, y mi conclusión fue clara: la filosofía y la moral exigían su muerte. Las víctimas que ha ido dejando tras de sí exigían su muerte. El sufrimiento de Óscar Fiorino exigía su muerte. Cada uno de los actos que ha cometido exigían su muerte. Y lo que le hizo a Florence exigía su muerte. Sí, sí, sé perfectamente lo que estoy diciendo. Y lo que significa: nada menos que la vida del gran Jean Laventier tirada por la borda. Al final, no sólo reclamaba para mi enemigo la pena de muerte. También me disponía a ejecutarla sin juicio previo. ¡Gran victoria del Mal sobre el Bien! ¿Y sabe qué es lo más terrible? ¡Me gustaba! ¡Me excitaba! ¡Devolvía la actividad a mi mente y la vitalidad a mi cuerpo! No, no, Ferrer, no pase por alto este concepto. ¡Es esencial y trágico! ¡La asunción del mal me insuflaba vitalidad! ¡Juventud! ¿Y qué podían oponer a esa fuerza irresistible ochenta años de estudio, de ética, de ejercicio del bien, de ley y orden, de compromiso con valores teóricamente eternos, irrenunciables… sagrados? ¡Amigo mío! Preparar una conferencia sobre los peligros del fascismo es una tarea pausada, interesante, tal vez incluso útil… ¡Pero citarse con el artesano que ilegalmente va a fabricar para ti un arma mortal es apasionante! ¡Es arrebatador! Me despertaba al alba, con ganas de empezar un nuevo día… ¡Con alas en el corazón! ¿Quién lo resistiría? ¡Algo así como enamorarse a la vejez! Ante tal embrujo, ¿qué importancia tiene cometer un acto ilegítimo, ilegal, teóricamente monstruoso? ¿Suponía Lars que todos esos sentimientos iban a aflorar en mí durante su persecución? ¿Tan maligna era su sabiduría? Avancé hacia el punto negro… Victor estaba sentado, de espaldas, sobre la butaca de mimbre. Parecía inmóvil, pero a medida que me acercaba pude distinguir que algo se movía a la altura de su regazo. Cuando estuve a un par de metros vi que se trataba de una primorosa criatura infantil que le hacía la manicura arrodillada a sus pies. Lars parecía confortablemente indiferente, tal vez dormitaba. Parado ante él, constaté que era, casi, el mismo hombre guapo de ojos claros, con el pelo abundante de su juventud ahora blanco inmaculado. No aparentaba más de sesenta años, veinte menos de los que en verdad tenía: hasta en eso constituía su persona un monumento a la injusticia. Me miró sin reconocerme, limitándose a sonreírme con candidez que parecía excesiva. Decidí esperar a que fuera él quien hablase, pero no lo hizo. ¿Otro de sus trucos? ¿Trataba de ponerme nervioso? Me aproximé y le apoyé el plumín sobre el cuello. No se inmutó. Tanteé sobre la piel hasta hallar los latidos de la yugular: eran mínimos, remotos…¡ relajados! Justo lo contrario de los míos, que bombeaban sangre imparable, sangre atemorizada por la indiferencia de mi enemigo. ¿Qué pretendía? ¿Qué esperaba para pedir ayuda? El ángel que le arreglaba las uñas me miraba con ojos carentes de criterio, ojos indiferentes, ojos de esclavo bien entrenado. Lars también me miraba: la mirada de un hombre bueno, señor Ferrer, ¿puede creerlo? Alguien definitivamente a salvo de su propia conciencia. La constatación incuestionable de tal hecho me noqueó, desarboló mis intenciones homicidas o justicieras: ¿cómo iba a matar a quien no se defendía? ¿A sangre fría? ¡Impensable! A pesar de la supuesta resolución de mis propósitos, mi mano no accionaba el dispositivo del veneno. Mi renuncia suponía la inmediata victoria de Lars, que como si lo hubiese entendido así no dejaba de sonreír. Irritado por su beatífica superioridad, pensé en todo lo que sabía de él para darme fuerzas, pero fue inútil: no podía matarlo ni podría nunca… Al comprenderlo, tragué saliva: a pesar de las décadas transcurridas y a pesar de mis, según todo el mundo, grandiosos logros en el campo de los derechos humanos, seguía siendo el mismo pusilánime que una noche maldita expulsó de su lado a los luchadores de la libertad acosados por los nazis ¡Seguía siendo Laventier el Cobarde! Ya que no hallaba el valor en las causas universales, lo busqué en las privadas: me forcé a visualizar el esqueleto de mi amada Florence, su violación y su muerte, pero la mano, cada vez más temblorosa, seguía negándose a matar. Me derrumbé y hasta puede que sollozara, pues el pequeño asexuado detuvo un momento su tarea para mirarme con indiferencia despectiva. Luego siguió acariciando los dedos de su amo, que no amagó exteriorización de sentimiento alguno. En ese momento apareció el médico. Coherente con su aura de extrema sedosidad, me dibujó con precisión el cuadro clínico del convaleciente: durante los últimos días, Lars había empeorado de repente, y su estado había desembocado la víspera en un derrame cerebral que explicaba su actual mutismo ausente. Debo reconocerlo, tan asumida tenía la superioridad de mi enemigo que no me había detenido a considerar una verdad inamovible: su cuerpo, como el de todos, es un juguete en manos del paso del tiempo. Un derrame cerebral benigno del que se recuperaba satisfactoriamente, pues tal -«satisfactoria»- era la definición idónea para el estadio en el que a partir de ahora viviría el invicto canalla: un cerebro adormecido -un cerebro sin conciencia alguna del mal causado, un cerebro inmune a los reproches y remordimientos, un pasado limpio… la pureza de un hombre bueno- en un cuerpo con salud razonablemente buena: la corona de laurel que culminaba el monumento de insultos al Ser Humano. El paciente, calculaba el médico, viviría sin problemas otros diez o quince años. Diez o quince años que serían de alguna manera envidiables, explicó misteriosamente a la vez que me entregaba un sobre lacrado: el testamento de Lars. Está aquí, lo he traído conmigo… Déme la valija.

Ferrer obedeció. Laventier, parsimoniosamente resignado a la certeza de que el tiempo se le acababa, revolvió en el interior del viejo maletín hasta sacar de él un sobre blanco. El lacre seguía intacto.

– No está abierta… -constató Ferrer tímidamente.

– No… -los labios del francés dibujaron una sonrisa amarga-. ¡De nuevo Laventier el Cobarde! Llevo conmigo esa carta desde hace días. Y no he tenido el valor de abrirla. La causa es, además del temor permanente a Lars, el enigmático tono que utilizó el médico al entregarme el sobre. Sé que el escrito que aguarda dentro de ese sobre no puede entrañar ninguna sorpresa desagradable para mí, que al fin y al cabo voy a morir. Y sin embargo… no me atrevo a leerla. No a solas. Por eso quiero que… Por eso me gustaría -suavizó el matiz de la súplica mientras alargaba el sobre hacia Ferrer- que usted la leyera para mí…

Los ojos de Laventier, conmovidos y patéticos, suplicaban ese esfuerzo y Ferrer quiso concedérselo.

– Lo haré -dijo Ferrer; el francés era el único hombre que conocía la auténtica historia de la muerte de Pilar. Se lo debía.

– Se lo agradezco -Laventier entrecerró los ojos. Ferrer pensó que, una vez obtenida su promesa, aceptaba por propia voluntad a la muerte que le aguardaba, pero se trataba sólo de un respiro… De pronto, el francés le miró fijamente otra vez. Y otra vez habló con acuciante, renovada intensidad-. Pero antes quiero decirle algo que… Se lo hubiera dicho de todas formas, no quiero que crea que soy un canalla, pero prefiero hacerlo después de saber que va a leerme la carta. Es más caballeroso, más solemne… Algo, digo, que le interesa sobremanera: el lugar donde se encuentra el Niño de los coroneles.

Ferrer tragó saliva y no dijo nada. Laventier continuó:

– Lars relata en su manuscrito, que tras lo que ahora voy a decirle sé que usted concluirá, el final que tuvo su creación. O lo que él creía que fue el final. Ocupado como se hallaba en complejos menesteres que también conocerá por la lectura, descuidó sellar expeditivamente, tal y como solía hacer él, el capítulo del Niño. Sin embargo, dejó una serie de cabos sueltos que me permitieron iniciar una serie de gestiones encaminadas a localizar al patético monstruo perdido.-¿Perdido? -la ansiedad llevó a Ferrer a interrumpir al francés, que de nuevo pidió paciencia con un gesto.

– Sí, finalmente huyó de su encierro. Pero no me haga perder tiempo en relatarle cosas que puede usted leer por sí mismo, y permita que me concentre en contarle la búsqueda… que concluyó satisfactoriamente, pues por una vez la casualidad se puso de mi lado, en un hospital público de Leonito. El Niño, su… su hermano, había escapado de Lars en circunstancias que éste, furibundo, relata en su texto. Gracias a ese relato pude suponer que tras su huida tal vez, sólo tal vez, habría vagado hasta un centro habitado donde alguien, apiadándose de su estado, lo llevaría a un hospital. Y acerté. Tras múltiples llamadas telefónicas y exhaustivas gestiones en busca de un hombre ciego…

– ¿Ciego?

– Cuando escapó, la luz del sol lo cegó para siempre. Habían sido treinta y tantos años inmerso en la oscuridad… El caso, digo, es que lo hallé en un hospital de Leonito capital. ¿Qué podía hacer con él? ¿Qué pretendía? ¡Ni yo mismo lo sabía! ¿Salvarlo? A estas alturas de su vida, parecía ya un empeño harto difícil. ¿Utilizarlo como prueba viviente de las terribles actividades de Lars? Se me antojaba crueldad innecesaria y acaso estéril… Sin embargo, allí me encontré una mañana de hace unas semanas, sentado a la cabecera de la cama del desgraciado Niño de los coroneles. Aunque poco pude hacer ya. Agonizaba cuando lo encontré y murió unos pocos días después de hallarlo yo. Concretamente, se lo especifico porque imagino que deseará memorizar la fecha, el dieciocho de abril pasado, el dieciocho de abril de mil novecientos noventa y dos. Me permití enterrar sus restos en el orfanato del que él, como usted, salió hace cuarenta años. El honorable Panizo, que sigue dirigiendo el centro, no hizo preguntas: si ese cadáver había salido de allí siendo un niño, dijo, allí tenía derecho a hallar descanso eterno, con independencia de los actos oscuros que hubiera podido cometer. Pero lo esencial, lo que debe usted saber, es que allí, en el orfanato, le aguarda también lo que yo me atrevo a calificar como su destino, señor Ferrer. Visite la tumba de su hermano, lea lo que le resta de las palabras de Lars y decida… Decida usted mismo si este viejo moribundo que le habla se ha excedido al considerarle a usted un hombre bueno. Y ahora, por favor, léame la carta.

Mientras asimilaba lo que acababa de escuchar, Ferrer rasgó el sobre lacrado. Debía leer su contenido y cuanto antes lo hiciese, mejor; por eso no se entretuvo. Miró a Laventier, que respiraba con ansiedad paralelamente intensa al fuego de su mirada, y comenzó a leer con la consigna mental de no detenerse hasta el final.


Leonito, 4 de febrero de 1992


Querido Jeannot:


«Química inmersa en el azar: así nacemos y eso somos. Por esa causa morimos»… ¿Recuerdas? Así comenzaba la primera de las cartas que en estos meses te he ido enviando. Química y azar, decíamos en nuestra remota juventud… ¡Injusta química y obsceno azar!, me atrevo a adjetivar ahora, desde el promontorio de teórica sabiduría que admite -ya que no implica- la vejez. Sí, amigo mío, por culpa de la injusta química y el obsceno azar me veo obligado a redactar esta suerte de informal testamento, de -si lo prefieres- coloquial mutis metafísico: mi médico me recomienda dejar bien atados todos los cabos porque en cualquier momento -éstas, ya ves qué desolación, han terminado por ser las palabras más trascendentes de mi existencia: «en cualquier momento»- puedo sufrir ese ataque cerebral que desde hace meses anuncian mareos todavía veniales y lagunas de la memoria intermitentes pero progresivas: para poner fecha a la carta, más arriba, he debido pensarlo, concentrarme durante un instante en el que he pugnado por no perder la serenidad y al final, de todos modos, me he visto obligado a cotejar el calendario. Un lapso brevísimo -aunque, te lo aseguro, estremecedor-, pero sobre todo una advertencia, la de que mi mente puede ausentarse definitivamente del cuerpo sin previo aviso. «En cualquier momento». Por eso escribo: para que no seas tú quien diga la palabra última de esta relación epistolar que culmina nuestras vidas. En realidad, es el único asunto que me queda pendiente, pues como sabes por el resto de mis cartas -o lo sabrás: aún quedan algunas por enviarte-, todo el plan relacionado con la Montaña Profunda sigue ya su propio curso, y puedo decir que confío en los mercenarios que, disfrazados de directivos benignos de la tapadera denominada La Leyenda de la Montaña, vigilan por su puntual cumplimiento. No, esta otra misivaes cosa sólo tuya y mía, y la escribo ahora porque sé que, en el futuro, puede sorprenderme la muerte cerebral a traición, incluso, ¿por qué no? concluyendo una de las cartas en las que te informo de la evolución de ese complejo plan.

Concédeme la gracia de jugar un momento contigo, deja que me ponga en tu lugar y trate de adivinar las inquietudes que en estos tiempos han pasado por tu cabeza: viniste a Leonito -a instancias mías, supongo que estarás de acuerdo conmigo en definirlo así- con una de estas dos intenciones:

A.- detenerme y ponerme ante la justicia.

B.- matarme (sí, hombre bueno, no escondas la cabeza ni te ruborices: matarme. A-se-si-nar-me).

Que la opción fuese A o B dependía únicamente del grado de irritabilidad que hubiesen inyectado a tu mente algunos de mis actos. De la misma forma, que la opción fuese A o B no afectaba al hecho de que, una vez cumplida la que de las dos se tratase, habrías puesto en conocimiento de la opinión pública mis cartas, mi biografía y mi plan de apropiación de la Montaña, regreso de los coroneles incluido. En suma, lo que yo pretendía. Sí, «regreso de los coroneles incluido», no te dejes abrumar por este pequeño matiz en apariencia desconcertante o hasta contradictorio, que paso ahora a explicarte: verás, en los últimos tiempos mi vida evoluciona vertiginosamente hacia la oscuridad.La global visión pesimista que tal circunstancia implica no estaba reflejada en mis primeras cartas -cuando, por lejana, la amenaza de la nada parecía nimia o inverosímil- pero sí pesaba, y de forma determinante, en las últimas. Mientras las escribía -o, lo que es lo mismo, mientras el tiempo de mi vida pasaba y se agotaba- fui comprendiendo que toda fidelidad que no estuviese dedicada a mí mismo era ingenua y absurda, irresponsablemente insana. Incluida, claro está, la fidelidad hacia los coroneles, de los cuales he decidido -como de ti – servirme. Mi punto de vista es el siguiente: mientras mi mente esté en condiciones, serviré con entusiasmo -pues hacerlo me satisface y divierte- al plan de conseguir la Montaña y el país entero. ¡Ojalá -y hablo con el corazón en la mano- pueda verlo llegar a buen puerto! Ese simple hecho -verlo culminar- entrañaría, además de un enorme y gratificante éxito, la prueba de que sigo vivo. Pero sería ingenuo descartar que mi mente también puede morir antes de ese desenlace feliz. Y para el caso de que sea así cuento, amigo mío, contigo: que tú, además de denunciar mi actos «reprobables», saques también a la luz todo lo referido al sofisticado asalto al poder en Leonito no hará sino aumentar mi gloria postuma. Alcanzado ese objetivo, lo que ocurra o deje de ocurrir con los coroneles, con Leonito o con el universo entero carecerá para mí de importancia.Aclarado esto, volvamos a tus dos opciones, A o B. Ya comprenderás que no voy a permitirte llevar a cabo la primera. No me veo detenido y puesto a disposición de la justicia, y esas ridiculas leyecitas -¡qué tontos sois los buenos!- sobre la inmunidad por criterios humanitarios de los criminales octogenarios, aunque favorables en este caso, resultan incompatibles con mi concepto del bienestar, pues de entrada no descartan incomodidades como la comparecencia ante los jueces o el confinamiento domiciliario. Será por tanto inútil que hayas maquinado cualquier complot para ponerme ante la justicia: desde aquí te advierto que mi guardia personal abortará -y la elección del verbo es plenamente premeditada y descriptiva-cualquier intento en este sentido. En cuanto a la opción B, tampoco me preocupa, aunque su peculiar idiosincrasia reclama un comentario aparte. Sí, reconozco que la idea que la alienta me regocija: Jean Laventier, el Médico de la Resistencia, el legendario humanista que rechazó el premio Nobel, maquinando, en su mezquina soledad, el asesinato de un adversario, antiguo amigo suyo, que no comparte su ideología. ¿Pero no eras tú el que llamabas a eso, demonizándolo, Fascismo? Sí, decididamente me gusta la opción B. Me gusta cómo evidencia el pie de barro de tus grandiosas convicciones, cómo te convierte en una contradicción viviente, cómo te confunde y cómo, probablemente,te hace preguntarte si no habría sido más sensato alinearte conmigo en el club donde, al no permitirse la entrada de hombres buenos, todo es más hermoso y mejor, transcurre con más serena cadencia. Me gusta la opción B por todo eso. Y además porque sé que nunca la llevarás a cabo. Simplísima deducción basada, sin posibilidad de error, en el conocimiento de tu cobardía, aunque la resolución de tu dilema puede, en este caso, resolverse de dos maneras que dependerán también del progreso de mi estado de salud. La opción B es sencilla: si mi mente sigue controlando adecuadamente sus actos, no dejaré que nadie me mate, y menos tú. No le dediquemos, pues, más tiempo. Pero la opción B2 me sugiere un juego sofisticado y apasionante al que -careciendo de importancia que aceptes o no, pues igualmente estarás dentro de él- te invito a jugar. Imaginémoslo juntos… Se dan sobre el tablero las dos condiciones siguientes: tú estás firmemente decidido a matarme y a hacerlo además, como mandan las reglas de las venganzas iracundas, por tu propia mano. Y yo, tras sufrir mi ataque cerebral, he quedado reducido al estado semivegetativo pronosticado por el médico. Parece lógico pensar que, para prevenir tal indefensión, hubiera dado órdenes a mis esbirros de acentuar la vigilancia de mi seguridad. Y sin embargo, amigo mío, haré justo lo contrario: despediré a mi guardia y, una vez esguarnecido,ordenaré al médico que se presente ante ti para anunciarte que en un plazo de cuarenta y ocho horas te llevará a mi presencia. Ese plazo temporal tendrá la función de permitir que te maceres en tu propio jugo de duda, contradicción y afán revanchista. También te dará tiempo para afilar el arma que hayas elegido para festejar nuestro reencuentro. Quiero hacer un pequeño homenaje a tu inteligencia, y presupongo por tanto que te habrás procurado una alternativa sofisticada que superará con éxito el registro somero al que, cuando entres en mi casa, te someterán… Y estarás por fin ante mí. Disculparás que no me ponga en pie para estrecharte la mano y abrazarte después de tantos años, pero me lo impedirá mi lamentable estado. Tampoco, me temo, podré reconocerte. Ya estaré más allá de esas terrenas miserias… Tú, probablemente desconcertado por mi indiferencia y acalorado por la excitación criminal, sacarás el arma con cautela innecesaria -habré dado órdenes precisas de que nos dejen solos- y la volverás contra mí: ¿se tratará, me pregunto una vez descartado el empleo de tus débiles manos desnudas, de un arma de fuego? ¿Tal vez una daga oculta en el bastón del que mis espías -y yo mismo en una ocasión en que te observé- te han visto servirte para tus desplazamientos por Leonito? ¿Algún complejo sistema de envenenamiento? Es igual… Lo esencial es que estarás ante mí, listo para-permitámonos la licencia de esta frase hecha- apretar el gatillo. Y entonces se producirá: o no te conozco a ti en particular y al ser humano en general o flaquearás, dudarás, te derrumbarás por la constatación de tu propia cobardía, guardarás el arma y saldrás de la casa, me atrevo a afirmar que impaciente por huir del escenario de tu fracaso irreversible: ni siquiera vales para matar a un muerto.

En la puerta, mi querido pobre amigo, el médico que te ha llevado hasta mí te entregará esta carta tras hacerte partícipe del cuadro clínico que para entonces padeceré: mens insana in corpore sano. ¡Injusta química, obsceno Azar…! Rabia Infinita sobre la que no quiero extenderme ahora. Leerás estas palabras y, a pesar de su nítido cinismo -o tal vez a causa de él-, improvisarás algún airado operativo de caza y captura contra mí. Será de nuevo inútil: debes saber que tan pronto hayas abandonado la casa en la que nos hemos encontrado, seré inmediatamente desplazado por aire al lugar de mi último exilio, una hermosa isla desconocida por los mapas donde el cuerpo de Victor Lars vivirá sin la mente de Victor Lars. Despojado de los placeres de la inteligencia, languideceré como se describe en cierta biblia pagana: «atendido con primor por músicos incansables, danzarinas hermosas y ángeles de sexo joven y dispuesto». Tal vez mi cruel condición de vegetal humano me impida disfrutar de tales exquisiteces, pero opino que es mi deber intentarlo, y previsoramente he dotado a esa mi última morada de todos aquellos siervos bien entrenados que mi capricho, por ahora impredecible, pueda en su momento reclamar. Aparte de tu labor -por la que se inscribirán con letras grandes las palabras Victor Lars en el Libro Negro de los Hombres-, este paradisíaco lugar será lo más parecido a la inmortalidad que hombre alguno haya disfrutado.

Dios no existe, pero yo sí.


Ferrer terminó de leer y dobló la carta todo lo parsimoniosamente que pudo, callado, deseando que fuese Laventier quien hiciese, y cuanto antes, el primer comentario. Pero los segundos de incómodo silencio se agolpaban uno tras otro y terminó por alzar la vista hacia el francés.

Laventier lo miraba fijamente, pero sus ojos nada veían. Ferrer comprendió de inmediato que estaba muerto. Sin embargo, no hizo nada excepto observar la quietud del cadáver. Trataba de establecer si el francés había fallecido al principio o al final de su lectura. Habría preferido que los últimos instantes de Laventier no se hubiesen visto alterados por las crueles palabras de Lars. Aunque ya nada importaba.

– Señor -Anselmo tocó a Ferrer en el hombro con suavidad, como temeroso de importunar al cadáver de Laventier; había regresado tan sigilosamente como partió-. Debemos irnos. Los soldados están subiendo por el camino…

Ferrer miró hacia abajo y los vio en medio de la oscuridad todavía escrutable: diez o doce hombres desperdigados, avanzando con cautela en vanguardia de un grupo más nutrido, de treinta o cuarenta uniformados. Todavía no los habían visto, pero era cuestión de minutos: el sendero que ya habían encontrado desembocaba en su posición.

Ferrer tomó la valija y la colocó entre los brazos de Laventier. Luego, suavemente, cerró los párpados forzándose a creer que la visión última de las pupilas muertas había sido el Sena, la apacible mañana de 1932, anclada ya sin retorno en la eternidad del olvido, en que llegó a París un niño ilusionado por llegar a ser el más grande médico de todos los tiempos.

El primer disparo hizo saltar una esquirla de piedra a dos metros escasos de ellos. Anselmo disparó dos ráfagas con el rifle de asalto, una a la derecha y otra hacia la izquierda, y reptó velozmente por el suelo en busca de una nueva posición de tiro.

– ¡Señor! -gritó-. ¡Hay que irse!

Lanzó dos granadas al azar contra las posiciones de los soldados y se arrastró hacia Ferrer. Las explosiones se produjeron cuando estaba ya junto a él.

– Señor -repitió en voz baja, suplicante-. Tiene que irse…

– ¿Y tú?

– Me quedaré para detenerlos, señor. Para que usted tenga tiempo de salir.

A Ferrer le desbordó la responsabilidad inesperada: ese hombre al que no conocía iba a morir por él.

– Vayase -repitió Anselmo mientras vaciaba su mochila de munición y la iba distribuyendo por los bolsillos. Ferrer, instintivamente, se ciñó a la espalda el zurrón que le había dado Leónidas. Antes de regresar a suposición de tiro, Anselmo se acercó a Ferrer y le apretó el brazo-. Y cuéntelo. Cuente lo que nos hicieron acá. Cuente lo que le hicieron a la Montaña.

Ferrer lo miró atónito: no le exigía una promesa, ni siquiera una palabra de compromiso. Simplemente, confiaba en que contaría la verdad. Y por eso iba a morir. Nunca nadie le había enfrentado de forma tan contundente a su deber. Supo que nunca podría olvidar a Anselmo, y supo que ahora, pasase lo que pasase, tendría que cumplir el juramento mudo que se hizo en ese instante: sí, contaría todo lo que estaba viendo y todo lo que estaba pasando. Contaría la verdad.

Corrió hacia la salida tras dirigir una última mirada al difunto Laventier: deseó sinceramente que los soldados respetasen su cadáver y, mientras salía hacia el exterior, le tranquilizó pensar que no había razón alguna para temer lo contrario.

Las instrucciones de los indios habían sido claras, no podía perderse: tomando el sendero que se abría a unos cincuenta pasos a la derecha, vería el claro donde comenzaban las posesiones de La Leyenda de la Montaña, en las cuales, una vez a salvo, le tocaría mentir a Soas para hacerle creer que había escapado de los indios o ni siquiera había llegado a estar en su poder. Detrás de él, el fragor de los disparos entre Anselmo y los soldados llegaba hasta sus oídos: cada vez más alejado pero frenético y desesperado. Avanzó.

Al poco, se hizo el silencio. No podría asegurar si habían transcurrido unos segundos o una hora desde que salió de la Montaña Profunda.

Y, en primera instancia, tampoco supo si se trataba de una alucinación cuando en el camino frente a él vio al capitán Rodrigo Huertas, sonriente y ufano en su impecable uniforme nuevo. Venía al frente de un grupo de soldados fuertemente armados.

– Luis Ferrer… Viajero infatigable y compañero de aventuras -exclamó el militar entre la socarronería y la euforia impostada; por un instante, pareció que iba a lanzarse a abrazarle como un buen camarada, pero la mirada de Ferrer, macerada por los dramáticos sucesos de las últimas horas, le disuadió, y Huertas volvió a ser el de siempre. Aunque, a la vez, parecía otro hombre. Ferrer pensó que el acobardado paranoico del Desfiladero del Café se habría esfumado al regresar a la civilización, reencarnándose en este gallito con ropa de camuflaje sobre la que aún se apreciaba la raya del planchado; un Huertas feliz porque Roberto Soas, una vez ambos a salvo, seguramente le habría concedido una segunda oportunidad.

– ¿Dónde está Soas? -preguntó.

El capitán ni siquiera pareció haberle oído.

– Vaya, miren a quién tenemos aquí -dijo repentinamente severo, mirando por encima del hombro de Ferrer y obligándole a volverse. Por el camino que acababa de recorrer avanzaba un todoterreno descubierto que maniobró hasta detenerse en una explanada lateral.

Cuatro soldados obligaron a apearse a Anselmo, empujándolo con las culatas. Traía las manos atadas con alambres apretados con alicates, y las muñecas le sangraban abundantemente. Se movía con torpeza por la brutal paliza que en los pocos minutos transcurridos desde su captura habían tenido los soldados tiempo de propinarle, pero para no comprometer a Ferrer evitó mirarle. Descendieron dos soldados más, bromeando a propósito de la valija de Laventier, que uno de ellos traía abierta y volteada hacia abajo. Otro soldado, más allá, registraba con rictus decepcionado la camisa y el pantalón que hasta hace un rato había llevado el francés. Por la carretera se escuchaba el rumor de nuevos camiones aproximándose. Los guardianes de Anselmo ordenaron al indio pararse en un claro y se apartaron de él; el último de ellos le colocó en la boca un objeto metálico del que extrajo algo parecido a una anilla antes de alejarse también, un poco más precipitadamente. La explosión de la granada desintegró a Anselmo, convirtiéndolo en un pantalón vaquero lleno de carne que se sostuvo unos instantes en pie antes de desmadejarse hacia el suelo. Ferrer sintió la rabia dentro de sí. También el miedo: los soldados se comportaban como gélidos asesinos de objetivos claros. Leónidas le había contado la verdad.

Miró a Huertas, horrorizado. El capitán le sostuvo la mirada sin dejar de sonreír y se encogió de hombros.

– ¡Cómo pitó, qué bárbaro! -dijo con un teatral gesto de sorpresa.

– ¿Dónde está Soas? -volvió a preguntar Ferrer, esta vez gritando.

– ¿Te vas a chivar de que hicimos volar a tu amigo?

– Quiero verle. Y supongo que él a mí también.

– En eso acertaste. ¡Soldado! ¡Lleven al civil al campamento! -gritó; y luego, para subrayar que la animadversión hacia él por haber presenciado sus debilidades en la soledad del Paraíso en la Tierra continuaba viva:

– ¡Pero antes me lo registran, no vaya a ir armado!

Y se fue, dándole la espalda.

Un soldado arrancó groseramente el zurrón de la espalda de Ferrer y la registró. No encontró indicios de sospecha en el manuscrito ni en la manta que envolvía el pergamino con la extravagante declaración de guerra. Y mucho menos, siendo Ferrer periodista, en la estilográfica de Laventier: sin proponérselo, había burlado la seguridad militar. Al subir al todoterreno, llevaba consigo un arma mortal.

El campamento donde se había instalado el regimiento se encontraba a diez minutos de recorrido que la inexperiencia del soldado conductor y las irregularidades de la zona convirtieron en ajetreado. Cuando traspasaron la barrera de entrada, el cabo de guardia volvió a pasar por alto la pluma, aunque Ferrer notó cómo se despertaba su codicia ante el hermoso objeto: miró a su propietario como si lo fotografiara mentalmente por si más tarde se encontraba con su cadáver y podía desvalijarlo.

El coche maniobró hasta una estructura de madera de quince o veinte metros de altura sobre la que se asentaba, ideada para seguir la evolución de las obras, una casamata con grandes cristaleras; la atalaya era, según le informó el chófer con la única frase pronunciada en todo el recorrido, la oficina del «señor Soas», al que, siguiendo las instrucciones recibidas, corrió a informar de su llegada.

Ferrer, tras preguntar a un oficial, subió por la escalera hasta el último piso de la torre y exploró la plataforma circular que rodeaba la casamata, avanzando con precaución por la estrechísima superficie de madera a la que sólo separaba del abismo una frágil barandilla metálica. Divisaba las instalaciones que había observado desde el aire al llegar a Leonito y la gran explanada de piedra bajo la que se ocultaba el hogar de los indios… Hacía rato que no se escuchaban disparos, y la tranquilidad más absoluta reinaba en medio de oscuros presagios… ¿Cuándo se produciría la gran explosión de la Montaña? La conciencia de que podía ocurrir en cualquier instante mantenía los músculos de Ferrer involuntariamente tensos.

Tras concluir el recorrido, empujó con suavidad la puerta de la casamata. Estaba abierta, y entró y cerró tras de sí.

El interior le recordó a una habitación de hotel espaciosa y desangelada, con elementos decorativos baratos o simplemente funcionales: había una cama, una amplia mesa de trabajo y otra de despacho. A la espera de Soas, decidió continuar con el manuscrito. Apenas lo palpó, resonó en su cabeza el enigmático adiós de Laventier: «Lea las últimas palabras de Lars y decida si este viejo moribundo se ha excedido al considerarle a usted un hombre bueno».


Ahora no estaba en juego la megalomanía del Canchancha buscador de oro, sino la mía propia: era imperioso, esta vez sí, acabar con los indios de la Montaña. Cada día que sobreviviesen constituía una amenaza a mis planes, y el halo mítico de un caudillo como Leónidas podía convertirse en un indeseable ejemplo que había que eliminar de raíz. Recurrí a dos frentes. Por un lado, la siempre infalible guerra sucia: tras la programada caída de los coroneles, habían permanecido en Leonito algunos centenares de Pumas Negros clandestinamente acuartelados en las otrora bulliciosas instalaciones del Paraíso en la Tierra, cuyos inmuebles y terrenos, no sé si lo había mencionado, constaban como bienes a mi nombre en el Registro Nacional de la Propiedad: un subterfugio legal que además de eludir a los voraces demócratas, que podrían de otra manera haberlos embargado alegando pertenencia al antiguo régimen, me facultaba para prohibir el acceso a su interior. De esta forma, salían desde allí diarias expediciones de exterminio contra Leónidas de las que sólo tenían noticia, en aquellos bulliciosos y caóticos tiempos posrevolucionarios, los indios y mis propios hombres.

Pero además contaba con las cartas que el advenimiento de la democracia había añadido a la baraja, a las que pude recurrir gracias a mis magníficas relaciones con el nuevo gobierno. Hice ver a sus mandatarios la conveniencia de solventar -no hace falta decir que por las buenas, con la Constitución que por aquellos días se improvisaba a toda prisa en la mano- el problema de Leónidas: el líder indio, cuya única motivación era una venganza ciega que en todas partes creía ver la sombra de los coroneles, amenazaba con devenir en cáncer crónico del saludable gobierno democrático: no atendía a razones, golpeaba indiscriminadamente y, lo que es peor, daba pie a reuniones de militares nostálgicos de la dictadura que, ansiosos por pasar a la acción -a cualquier tipo de acción-, podían en el momento menos pensado entregarse a tentativas involucionistas. Por todo ello, los líderes de la joven democracia resolvieron abordar el problema y, con una perspicacia política y psicológica que los honra, vieron en mí a la persona idónea para organizar la mesa de negociación con los indios. Acepté, y tras jurar con la mano alzada y el tono conmovido diversas vaguedades sobre la libertad, la democracia y los derechos humanos, me encontré dirigiendo los dos frentes ya mencionados, que con sus acciones se nutrían mutuamente: los Pumas atacaban a los indios; éstos respondían con incursiones de sangre y fuego; los nuevos desmanes evidenciaban la necesidad de acelerar las conversaciones civilizadas y constitucionalistas; y éstas, a su vez, generaban acuerdos y datos confidenciales que me resultaban de gran interés como jefe oculto de los ilegales Pumas. Las dobles caras de cada una de las caras de este doble juego me obligaban a verdaderos ejercicios de ligereza mental, en los que constituía inestimable ayuda mi inveterada costumbre, jamás traicionada, de dirigir todos los hilos desde la sombra.

Y así, entre las sombras, contraté a Casildo Bueyes. Nunca supo que fui yo quien lo eligió por su inmejorable perfil: periodista en decadencia, borracho, mediocre y no demasiado inteligente, Bueyes había buscado en la revolución la oportunidad de hacer escuchar su voz en el Diario de Leonito Libre del que por los recortes que te he adjuntado tienes noticia, hallando así el reconocimiento profesional que a sus casi sesenta años le habían negado el tesón alcohólico, la inexistencia de talento estimable y la adversidad de la fortuna, resuelta a boicotear sus sueños de acceder, fuese como fuese, a cualquier olimpo de la prensa escrita. Nombré a Bueyes Comisario Especial para Asuntos Indios. Me consta -pues si me equivocase, estaría en entredicho mi conocimiento del ser humano- que se sintió ufano cuando vio esa denominación, concebida personalmente por mí para seducir su vanidad, en el encabezamiento del contrato que, a cambio de una remuneración fabulosa para los empobrecidos tiempos que corrían en el Leonito de las libertades, lo unía con férreas cadenas invisibles a mi causa, por la que brindó con el mejor vino de mi bodega, del que anónimamente le regalé un tentador lote que sólo sería el primero de una costumbre que se volvió crónica: habían llegado a mis oídos sus intentos por dominar al alcohol, y no me convenía en ese momento la eventualidad de una victoria de su voluntad sobre el vicio. Bueyes, que había abordado en algunos de sus patéticos libelos panfletarios temas grandilocuentes relacionados con los derechos de la Montaña y sus habitantes, tenía precisamente por ello más posibilidades que cualquier otro de simpatizar a Leónidas y acabar sentado frente a él, y por eso lo elegí: ya sabes que, manejados adecuadamente, los periodistas de buena voluntad son, sin que ellos lleguen a sospecharlo nunca,una de las mejores y más utilizadas fórmulas para inocular veneno en las venas del confiado enemigo. Y Bueyes lo logró: en enero de 1991, y tras superar los obstáculos escalonados con que los indios trataron de encontrar en él síntomas de intenciones traicioneras que no tenía -al menos, no que él supiese-, dos guerrilleros lo recogieron en su casa un anochecer, vendaron sus ojos y lo llevaron ante Leónidas, que escuchó sus ofertas de paz con interés pero sin aflojar la presión armada. Lógico, pues mientras Bueyes se ganaba su confianza en esas y otras reuniones posteriores, yo espoleaba por otro lado la violencia de los Pumas contra todo lo que respirase en los alrededores de la Montaña. Preciso es decir ahora que los dos hombres se entendían, y que ambos vislumbraron juntos un futuro de paz posible por el que se decidieron a luchar sin imaginar que mis planes eran otros. Bueyes, además, sentía que por fin estaba realizando una tarea importante, y por entonces nunca supo que su papel, como en las películas del oeste baratas, era el del oficial de caballería de buenos sentimientos que compromete su palabra con los indios, ignorante de que políticos y magnates del ferrocarril preparan la gran traición.

Y así estaban las cosas cuando en mayo de ese año 1991 ocurrió un hecho aparentemente nimio que vino a escorarlo todo. Fue capturada, en un golpe casual que al principió achaqué a la suerte, la mujer a la que desde ese momento no he dejado de maldecir.

Al principio pensé que era otra indiecita más que sólo serviría para nutrir de carne los interrogatorios del Niño. Tuvo que ser Bueyes quien, informando ingenuamente a mis colaboradores demócratas sobre la evolución de sus negociaciones de paz, apuntara de pasada que Leónidas se encontraba hundido por la desaparición de su esposa María, que sólo cabía atribuir a los paramilitares.


¿María, esposa de Leónidas? Ferrer trataba de analizar el dato cuando se abrió la puerta de la casamata. Soas, con algunos periódicos y una cinta de vídeo en la mano, entró con toda su batería de dientes blancos alineada en una sonrisa que lograba parecer franca.


– ¡Coño, Luis! ¡Qué de puta madre que estés bien!

Ferrer guardó cautelosamente el manuscrito en el bolsillo lateral del pantalón; se puso en pie y trató de mostrar frialdad, pero la estratagema que había desmontado la alegría falsa de Huertas no funcionó con Soas: abrazó a Ferrer con tal entusiasmo y naturalidad que consiguió obligarle a relajar su postura, incluso a emitir una vaga sonrisa. Tan grande era la convicción de Soas que por un instante le hizo dudar si no habrían sido una simple pesadilla los sucesos sufridos en el interior de la Montaña.

– ¿Qué pasó? Te pillaron allí, en el Paraíso en la Tierra, ¿no? -dijo Soas tras depositar el vídeo y los periódicos sobre la mesa; luego abrió un mueble bar y sacó dos grandes vasos anchos que rellenó de hielo.

Sí -sonrió Ferrer escuetamente; decidió ver las intenciones del otro antes de mostrar las suyas.

– Te dije que era más seguro quedarse arriba, conmigo. En la suite… ¿Cómo se llamaba? ¡La suite Monaco! -recordó mientras cortaba en dos partes una lima verde y exprimía la mitad en cada uno de los vasos; echó ginebra y tónica y agitó la mezcla con una larga cucharilla-. Toma, esto te va a entrar de puta madre.

Ferrer salivó ante el brebaje helado. Cogió el vaso y bebió de un trago la mitad del contenido. El frescor mezclado con alcohol le revitalizó, devolviéndole a la realidad: le habían disparado, había visto morir a Laventier, había visto morir a Anselmo y estaba ante el simpatiquísimo canalla que, si Leónidas no mentía, había organizado meticulosamente el exterminio clandestino de los indios y Leónidas no mentía. Apuró la bebida y devolvió el vaso a Soas en demanda de una segunda copa.

– Joder, macho, sé que los hago bien… ¡Pero vaya sed! ¿Qué pasa? -Soas se puso a preparar la copa pero bajó un punto la falsa jocosidad de su tono; tal vez se disponía a entrar en materia-. ¿Que en la Montaña no había bar?

Ferrer inspiró profundamente y se lanzó al vacío:

– He visto a Leónidas.

El sonido de la cucharilla de Soas agitando el nuevo gin-tonic no sufrió alteración: ni se detuvo ni se aceleró. Nada. Ese sonido único llenó la habitación durante tres o cuatro segundos más, hasta que Soas detuvo la mano, sacudió la cucharilla y extendió la copa hacia Ferrer.

– ¿Y está bien? -dijo como si se refiriera a un antiguo compañero de bridge que llevara tiempo sin dejarse ver por las mesas de juego. Ferrer reconoció que esgrimía la exasperación con mano maestra. Decidió probar la misma táctica. Bebió, esta vez un sorbo.

– Hmmm, está estupendo.

Soas dibujó una sonrisa ambigua.

– Debo reconocer -dijo, dispuesto al parecer a descubrir por fin una carta- que en ningún momento estuvo previsto que tu encuentro con él tuviese lugar. Fue un fallo, un imprevisto. Me jode. Pero tranquilo, sólo un poco.

– No me extraña, porque el resto lo organizaste todo muy bien.

Soas se acomodó en la butaca que había ocupado Ferrer y echó hacia atrás el respaldo. Parecía relajado. Lo estaba.

– ¿Qué es «el resto» para ti?

– A ver, dime dónde me equivoco. Primero el jaleo de la fiesta, la otra noche: la intervención del consejero Arias en la pantalla de vídeo del jardín era mentira, interferencias incluidas. Estaba preparada. Tú nunca hubieras permitido que un comunicado de los indios se emitiese así, en público, sin censurarlo antes.

– Desde luego. Nunca.

– Luego vino tu espectacular entrada en helicóptero y el viaje en tren. Hasta el Desfiladero del Café. Y ahí es donde te pillé.

– ¿Cómo? -abrió Soas las manos con nobleza de deportista superado por el contrincante. Su seguridad lucía de nuevo en todo su esplendor, y Ferrer comenzó a temer que guardaba en la manga alguna carta inesperada.

– Por la barba de Arias. En la emisión, que en teoría era a las doce de la noche, estaba perfectamente afeitado. Y cuando lo encontramos despellejado en el Desfiladero del Café llevaba barba de varios días, descuidada.

– ¡Coño! -Soas se incorporó, sorprendido de veras-. ¡Se me había pasado! ¡Te juro que se me había pasado!

– Ahí no pensé todavía que el responsable eras tú. Lo que pensé es que Leónidas nos había tendido una trampa y que el desfase de la barba era… no sé, porque habría mandado una cinta grabada o algo así. En fin, que había descubierto algo raro que exigía un culpable, pero ni remotamente pensé en ti. Me habías caído muy bien, ¿sabes? En serio -Soas se encogió de hombros, sonriendo, y elevó la copa en un gesto mundano de brindis silencioso-. Además, me parecía muy fuerte que organizases aquella matanza en el Desfiladero sólo para que yo me la creyese. Me parecía y me lo sigue pareciendo. De auténtico hijo de puta, qué quieres que te diga.

– ¿Tú crees? ¿Para tanto?

Ferrer hizo caso omiso del irritante tono irónico y continuó:

– Eran tus hombres los que disparaban desde las rocas. Y ponían buen cuidado en no tirar contra ti ni contra mí.

– Tenían órdenes de no apuntar al oficial al mando, Huertas, ni a los dos civiles, tú y yo. ¿Por qué te crees que me puse ropa tan maricona para ir allí? ¿Porque soy gilipollas? ¡Quería que me distinguieran bien!

– Una cosa que me tiene desconcertado: tú no contabas con que a Huertas le pudiese el miedo, ¿verdad?

– No, eso fue mala suerte. Puta mala suerte. Una pena, era el candidato perfecto para ser mi… hombre de armas, ¿no te gusta esa expresión?, a mí me encanta… Pues sí, era ideal: militar de carrera, nacido aquí… Y además, lleno de odio por lo que los indios le hicieron a su padre.

«Los indios no. Lars», deseó decir Ferrer. Pero calló: lo que sabía por el manuscrito era una fuente de información secreta que el otro no podía imaginar, tal vez el arma que podría inclinar la balanza a su favor cuando Soas mostrase el as que, con toda seguridad, guardaba en la manga.

– ¿Cómo me iba a imaginar que era un cagueta y se iba a desmoronar a la primera? En fin, ahora lo tengo ahí, currando para mí. El tío, para compensar sus miedos y sus meteduras de pata, se ha vuelto una mala bestia. Y estoy contento de él. Aunque manda cojones el viajecito que nos dio por el río… -apostilló, de nuevo en tono de frivola camaradería.

– Eso también estaba previsto… El río, la llegada al Paraíso en la Tierra. Todo. Por eso navegabas tan tranquilo, por eso estabas tan seguro en tu suite Monaco. Sabías que nadie nos amenazaba. Allí, el único que jugó a La Japonesa con aquellos pobres reclutas fuiste tú. Bueno, tú no, que estabas conmigo. Tus hombres… Seis muertos más en tu lista.

– ¿Pero a que te acojonaste? ¡Hostia, me acojoné hasta yo!

– ¡Claro, cabrón, cómo no me voy a acojonar! Nunca había visto a nadie quemado vivo… Pero ahí se torció tu plan. Aparecieron los indios de verdad, cosa que no te esperabas. Supieron que yo iba en ese tren y decidieron presentarse para hablar conmigo directamente, sin mediación tuya. Lo vieron todo, toda la matanza. Y nos siguieron por el río. Me lo contó Leónidas.

– La idea era que, después de nuestra noche en la suite Monaco, tú regresases convencido de que Leónidas, la puta de su mujer -el exabrupto hizo presa en Ferrer como el tirón de un anzuelo-, y los cabrones de sus indiecitos eran y son unos criminales. Así el ataque militar, que por cierto ha concluido con éxito hace un rato, estaría justificado ante los medios de comunicación de todo el mundo, representados por el único periodista adelantado en la zona: el prestigioso Luis Ferrer. Este año están los periódicos y las teles muy pero que muy coñazos con el Quinto Centenario de los cojones. Que si indiecitos étnicos por aquí, que si Amazonas por allá… Había que andar con ojo.

Ferrer seguía anclado en la expresión «la puta de su mujer»: un detalle simple pero esencial, igual que la barba de Arias. Soas sabía que María era la mujer de Leónidas. ¿Quién se lo había dicho, si nadie fuera de la Montaña lo sabía? Nadie no, se corrigió de inmediato: Víctor Lars lo sabía, acababa de leerlo en su manuscrito.

– En una palabra, que en este caso me interesaba tener de mi lado a los putos periodistas.

– ¿Lo dices sólo por mí? ¿O también por Casildo Bueyes?

– Por los dos -rió Soas-. Por ti y por Casildo Bueyes.

– ¿Lo mataste en persona?

– ¿Yo? ¡Qué dices, hombre! Yo no he matado a nadie en persona. Sólo lo ordené. ¡El muy imbécil! Estaba loco por largar las cosas que sabía. Le entró un ataque de conciencia a última hora, ¿sabes? Quería denunciar lo que había pasado en la Montaña, que en parte era culpa suya: se hizo amigo de los indios y los traicionó. Pues macho, a lo hecho pecho… Pero él quiso purgarlo, típica psicosis de redención. Y lo purgó. Lo tenía todo y lo tiró por la ventana. Porque no sé si sabes que yo pago de puta madre… Pagar bien, ésa es la nueva consigna. Antes, en los países como Leonito, se mantenía a la gente trabajando para uno a punta de pistola. Pero es un error, mi mujer me lo hizo ver, tenía grandes ideas al respecto: ¡hay que pagar a la gente!, decía siempre. ¡Pagar de puta madre! Así tampoco se rebelan, y encima te están agradecidos. Y te ahorras el sueldo de los pistoleros. Es todo más limpio. Mira al director del Madre Patria, sin ir más lejos. Se la jugó cuando la revolución del noventa, no sé si lo sabías. Como tantos otros leonitenses, deseaba acabar con la dictadura. Y míralo ahora, va a trabajar de relaciones públicas de La Leyenda de la Montaña, porque el tío es muy bueno en lo suyo. Y Lili, la mulatita. Con sus fotos me tiene al corriente de todo. Supo que Bueyes iba a contarte lo que sabía y corrió a decírmelo.

– ¿También aparecerán muertos algún día? El director del hotel o Lili.

– Mientras ellos no quieran, no… Pertenecen a mi nómina blanca, como yo digo: eficaz, limpieza y legalidad. Los dos están convencidos de que trabajan por el bien propio y el de su país. ¡Pero si supieran de quién es el capital del consorcio…! No te lo voy a decir porque no te interesa, pero te aseguro que tiene su gracia…

Ferrer no exteriorizó que conocía la participación financiera de los coroneles en el proyecto. Por lo que sabía, Soas tenía que ser uno de los hombres de confianza a los que Lars se había referido en su testamento. Uno de los hombres de confianza o directamente su mano derecha. Ferrer se preguntó si conocía también el previsto regreso de los coroneles al poder, teóricamente reclamados por su pueblo, en 1994. Y comprendio que sí, que tenía que saberlo: no se contrata a un profesional de alto nivel como Soas sólo para encubrir una matanza de indios aislados en el confín del mundo. Sí, mejor ocultar todo lo referente al manuscrito: lo contrario podía costarle la vida.

– En fin, que verás lo bien que pago cuando empieces a trabajar para mí.

– ¿Trabajar para ti, hijo de puta?

– Aunque en realidad ya has empezado -dijo Soas cogiendo los periódicos que había traído consigo-. Toma, lee.

Ferrer desplegó El Diario de Leonito Libre de la víspera. «El periodista español Luis Ferrer secuestrado por Leónidas», decía el titular de la primera plana. «Ferrer tuvo tiempo de enviar una crónica antes de desaparecer», era el subtítulo. Y luego, a dos columnas, aparecía «su» artículo, que leyó con ansiedad: «Escribo apenas finalizado el asalto a nuestro tren, en el Desfiladero del Café. Creí en las buenas intenciones de Leónidas, vine a su encuentro lealmente y respondió con una matanza. He visto con mis propios ojos el cuerpo del consejero Arias, empleado de la empresa que sólo pretende traer bienestar y trabajo a los leonitenses y sólo puedo decir…».

– Hijo de la gran puta… -dijo entre dientes.

– ¿Qué pasa? ¿No está bien el estilo?

– Voy a ir a Leonito ahora mismo. Y si quieres impedirlo tendrás que matarme -escupió Ferrer; su propia suplantación le había enfurecido-. Voy a desenmascararte a ti y a todos los hijos de puta que tienes detrás. Voy a contar qué pasa en la Montaña y voy a contar cómo viven Leónidas y María. Y voy a sacarlos en primera plana, diciendo la verdad, y…-No podrás -dijo Soas con calma premeditadamente extremada-. Ni a Leónidas, ni a María, ni a nadie. Están todos muertos.

Ferrer quiso responder pero no supo cómo. Soas introdujo en el vídeo la cinta que había traído consigo.

– Esto se ha rodado hace sólo un rato. Ni siquiera lo he visto aún. Es que mi jefe quería ver morir a María. Un capricho personal, me encomendó hace semanas su realización. Mira…

Ferrer observó a Soas: un capricho personal encargado semanas atrás… Los últimos días habían sido muy ajetreados para el ejecutivo… Sí, era verosímil que ignorase el reciente ataque cerebral de su jefe, como lo era que éste, situado en el grado más alto del escalafón y además obsesionado desde siempre con el anonimato, delegase en otros hablar directamente con su director de operaciones en la Montaña… Miró hacia la pantalla. Con el movimiento torpe de un cámara inexperto, se veía el paisaje después de la lucha: sobre el terreno soleado del exterior de la Montaña, Huertas se dirigía seguido de cerca por el vacilante operador hacia un pequeño grupo de prisioneros entre los que se encontraban, con el estigma de la desesperación y la derrota en el rostro y el cuerpo agotados, María y Leónidas. Huertas sonreía al indio y, como un anfitrión sádico, le señalaba hacia un grupo de soldados que aprestaban los cuchillos. El vídeo carecía de sonido.

– ¡No me jodas! Está sin sonido. ¡ Me cago en la puta! No se va a oír nada -se quejó Soas, sinceramente contrariado. Sus palabras tenían un trasfondo aterrador: quería decir que no se iban a oír los gritos de dolor. Soas subió el volumen con el mando a distancia y, al no obtener resultado, se aproximó al reproductor de vídeo y se arrodilló junto a los mandos. En la pantalla, los soldados armados de cuchillos rodeaban a Leónidas, lo derribaban y comenzaban a ensañarse sobre él con estudiada parsimonia. A pocos metros uno de los soldados manoseaba el pecho de María, y la verificación de su condición femenina provocaba en los verdugos sonrisas cómplices y caricaturas de besos amorosos, el deslizamiento de alguna mano obscena sobre la entrepierna de la prisionera. Le arrancaban la ropa, divertidos por su inútil resistencia, cuando ocurría algo inesperado: Ferrer vio cómo los rostros voraces de los militares expresaban sorpresa y, casi de inmediato, horror o incluso repugnancia. Trató de averiguar por qué la desnudez de María, insuficientemente entrevista en el encuadre, había suscitado esa reacción cuando del otro círculo de muerte conseguía zafarse Leónidas para acudir en auxilio de su mujer. Bajo la mirada divertida y cruelmente consentidora de los verdugos, lograba rozarla; las miradas de ambos se encontraron intensamente antes de que el más fornido de los soldados arrastrase por la pierna a Leónidas, otra vez hacia el suplicio. Uno de los verdugos extraía entonces su miembro erecto y se aventuraba, entre inaudibles obscenidades, a superar la misteriosa repugnancia desatada por la desnudez de la india. Soas apagó el vídeo cuando también los demás se aprestaban a la violación que el cámara había recibido la orden de grabar en detalle.

– Mira que les dije que grabaran el sonido. Pero cuando se es gilipollas, se es gilipollas, y no hay más hostias… -Soas regresó junto a Ferrer y estiró la mano en busca de la copa que había dejado sobre la mesa. Estaba aguada, y se levantó en busca de más hielo. Una vez junto al bar, decidió preparar copas nuevas y comenzó a hacerlo paso a paso. Ferrer seguía mirando la pantalla en negro. ¿Por qué Lars odiaba tanto a María? La respuesta estaba en el manuscrito. Aguardándole a él.

– ¿Te acuerdas de que hablamos de mi mujer y de tu hija, de sus muertes? -dijo de repente Soas como por azar, sin dejar de cortar limones.

– ¿Qué? -acertó a responder Ferrer mientras el desconcierto, dentro de él, se convertía en miedo.

– Mi mujer y tu hija. Comentamos que en sus muertes había coincidencias, ¿te acuerdas?

Ferrer se acordaba perfectamente, pero trató de fingir lo contrario con una mueca inconcreta. Soas, al notarlo, sonrió y sirvió la ginebra:

– Tienes que acordarte. Eso de que las dos murieron de forma ambigua… Eso de que se podía pensar que las matamos -volvió a levantar los ojos-. Yo a mi esposa y tú a tu hija. No, no me entiendas mal: no quiero ofenderlas, bastante sufrieron… Y tú y yo con ellas. Sé que tu hija se suicidó, y ni se me pasa por la cabeza que pudieras haberla matado. Pero -Soas levantó el índice reclamando atención- una cosa es lo que se me pase a mí por la cabeza y otra lo que pueda pensar la gente.

Ferrer siguió sin decir nada. No podía. Y Soas lo sabía. Por eso se permitió prolongar una pausa antes de continuar:

– Estuve dándole vueltas a lo que debe ser estar tetrapléjico. La hostia… Te tienen que meter en la cama, dar de comer… Sentarte en el váter y lavarte luego…

Ferrer lo miró con inesperado odio intenso. Recordó la pluma envenenada de Laventier, que seguía llevando en el bolsillo, y por un momento se vio clavándola en Soas… El odio, lo percibía con nitidez, le estaba dando valor. Y el valor le dio miedo. Sacó la pluma del bolsillo con cautela que la cotidianidad del objeto hacía innecesaria.

– El caso es que rebusqué en el informe médico, y hay algo que me intriga. Parece que tu hija quedó tetrapléjica, ¿no? Y digo yo: entonces, ¿cómo es que pudo tomar las pastillas? Ella sola, quiero decir.

– Tenía movilidad en una mano -Ferrer notaba temblar su cuerpo. Nunca había tenido que dar explicaciones respecto a Pilar. Y la higiénica sonrisa solidaria de Soas era el peor insulto a su hija. De un golpe, desnudó el plumín.

– Pues no es eso lo que me dijo un médico al que invité a comer.

Soas utilizaba perversamente las palabras: «invitar a comer» sugería un ambiente cordial en el que se pudieran abordar temas espinosos como la disponibilidad de un doctor para declarar ante un juez; como la posibilidad de que, a cambio de compensaciones a definir, ese médico matizase en un sentido u otro su declaración. Ferrer supo que si no mataba a Soas en ese momento, estaría a su merced para siempre. Notando la velocidad del corazón en el pecho, se sentó junto a él. La mano que removía los combinados estaba a pocos centímetros del plumín. ¿Serviría clavarlo en la mano, en la muñeca? ¿Sería allí efectivo el veneno? Tal vez daría tiempo a Soas de pedir ayuda, incluso de matarlo a él…

– Según este médico, tu hija no pudo tomar las pastillas. Insisto, sola. Otros opinarán que sí pudo, pero éste no, ya te digo. Creo que la posibilidad de que mataras a tu hija no la puso nadie sobre el tapete porque eres un tío muy querido y muy respetado.El cuello, mejor clavarlo en el cuello… Ferrer comenzó a garabatear sobre un papel: otro acto de simulación innecesario. Miraba fijamente a Soas, buscando en el recuerdo profanado de Pilar las fuerzas necesarias para golpear.

– Y ojo, quiero que sigas así. De hecho, con este médico sólo he hablado yo, ninguno de mis colaboradores sabe nada de este espinoso asunto, ni una palabra. Y si tú colaboras conmigo, no tendrán por qué saberlo. Si llegase a haber un juicio, ya sabemos que saldrías limpio, sí. Pero mientras, imagínate cuánta mierda sobre ti. Y sobre la memoria de tu hija. Insisto: yo sé que eres inocente, y sé que tu hija se suicidó. Pero los negocios son los negocios y… ¡Macho, pero qué te pasa!

– ¿Q… qué?

– ¡Menos mal que no tengo moqueta! -rió Soas señalando la mesa. Ferrer bajó la vista: la tensión le había hecho presionar el plumín contra el papel, y la tinta envenenada se había desparramado sobre la mesa, manchándole también los pantalones. Dejó a un lado la pluma sin molestarse en colocarle el capuchón. La oportunidad había pasado, y sintió un inmenso alivio a pesar de lo que ello significaba.

– ¿Colaborar contigo cómo? -se limitó a decir. Experimentaba en carne propia la frustración de Laventier, que no había sido capaz de matar a sangre fría. Su cobardía era la del francés, como la victoria de Lars era la de Soas.

– Pues escribiendo los artículos que necesito -Soas se acercó a Ferrer y le puso la nueva copa en la mano-. Ahora, con todos los indios muertos, se aproxima un momento de cierta delicadeza… digamos mediática, y me va a venir muy bien una firma prestigiosa como la tuya. Nada, media docenita de artículos. Y pagados de puta madre, que ya sabes: ¡hay que pagar a la gente! ¡Pagar de puta madre! Cuentas cómo caíste en manos de los indios, cuentas lo cabrones que eran, remarcando esto bien, y cuatro chorradas más. En dos meses todo estará olvidado y ya podré trabajar tranquilo. Entonces a lo mejor dejo que te vayas… Pero vamos por partes. El primero de los artículos, si quieres, para mañana mismo. No sé, por ejemplo… ¿Qué tal sobre…?

– ¿Qué tal sobre cuántos militares españoles están contigo en esto? -se atrevió a plantear Ferrer.

– ¿Leónidas también te habló de eso? Bueno, ahora da igual que lo sepas… Cuatro. Todos compañeros míos de promoción. Necesitaba buenos pilotos para los helicópteros.

– Para utilizarlos contra los indios.

– Los pilotos de aquí son bastante malos. Y por eso me decidí a llamar a unos colegas en apuros.

– Oficiales del ejército español dirigiendo misiones de ataque -murmuró Ferrer; pensaba en Leónidas y en ¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!! La guerra hispano-leonitense tenía algo de cierta, pero carecía de importancia: él no lo podía contar.

– Pero ojo -terció Soas como si le leyera el pensamiento-, todos en baja del servicio activo por distintas causas personales. Por cierto, uno murió en combate. Lo derribaron.

Ferrer, que se sabía en sus manos, dijo lo único que podía decir: nada.

Alguien tocó a la puerta.

– Pase -dijo Soas. Estaba de buen humor.

Un militar pidió permiso para entrar y se cuadró ante él con ruidosa ceremonia.-¡El capitán Huertas desea verle, señor!

– Bien… Que suba.

– A la orden, señor.

– Otra cosa. Acompañe al señor Ferrer a la ciudad. Inmediatamente -miró a Ferrer con sorna-. Ha conseguido huir de los indios y se merece un buen descanso.

– ¡A la orden, señor! -repitió el sargento. Ferrer le siguió sin importarle que quedara en el despacho el zurrón conteniendo las declaraciones de guerra a Fernando VII y Juan Carlos I; la primera, se dijo tristemente, tal vez habría alcanzado alguna cotización como curiosidad en las librerías de viejo de Madrid… Junto a la puerta, escuchó de nuevo la voz de Soas:

– Eso es todo, Ferrer -dijo malévolamente, ufano del matiz militarista que con toda intención había dado a esa despedida-. Puede retirarse.

El sargento acompañó a Ferrer hasta un coche militar que partía en ese momento hacia la capital. Ferrer viajó durante dos horas en compañía de un teniente y dos soldados. Estaba vencido. Se sabía vencido. Durante el viaje, los militares comentaron las incidencias de la operación de la jornada. El teniente estaba irritado: él, personalmente, había fallado el disparo contra un indio, y éste, aunque desarmado y desvalido, había logrado refugiarse en las entrañas de la Montaña.

– Pues ahí dentro se va a quedar -dijo a Ferrer ya en la puerta del hotel, hasta donde lo acompañaron-. Pusimos dinamita en la única salida. Más le hubiera valido que le acertara. Pero en fin, se acabaron los fantasmas cabrones. Mañana todo empezará de nuevo.

El coche se alejó. Ferrer dio dos pasos hacia el hotel. El agotamiento de los últimos días cayó sobre él a plomo ante la apetecible proximidad del agua azul de la piscina. Recordó la tentación que le asaltó a la llegada: sumergirse en ella, flotar, dormir… Pero tenía que leer el final del manuscrito y decidió que ése no era el lugar idóneo.

Entró al hotel para pedir al director el coche que ya le había prestado en otra ocasión, pero le sorprendió encontrarse con el vestíbulo sorprendentemente desierto, a merced de un extraño silencio de muerte…

Ferrer contuvo la respiración y se esforzó por escuchar: una remota voz masculina hablaba, angustiada, en alguna parte. Una voz familiar, claramente reconocible. Se dejó guiar por el oído hasta una de la salas de esparcimiento del hotel y entornó la puerta…

Allí estaban todos -el director del hotel, los empleados y los clientes- formando semicírculo alrededor de la entrecortada voz masculina. Ferrer buscó a Lili y no la vio. Tal vez había partido ya hacia el norte para -en teoría- casarse con su misterioso enamorado millonario, ese del que tanto hablaba… La posibilidad, ni siquiera verificable, de que estuviese condenada a un destino de «mamá-nuelita» en manos de los herederos de Lars cerraba el círculo de la omnipresencia del francés.

– Un atentado de los indios, ¿qué otra cosa, sino? -decía la voz masculina-. Pero no podíamos imaginar que serían capaces de esta… monstruosidad. Han muerto seis personas inocentes. Eso, que sepamos.

El capitán Rodrigo Huertas. Los cuerpos lo ocultaban de la vista de Ferrer, pero no necesitaba verlo para reconocer su voz. ¿Qué hacía en el hotel? Lo había dejado en la Montaña, a punto de reunirse con Soas. Desconcertado, se aproximó. Tal vez porque lo reconocieron, o tal vez por el aspecto impresionante con que lo habían marcado los sucesos de los últimos días, todos le abrieron paso hasta el centro del círculo, donde un diminuto transistor a pilas acaparaba el centro de la atención, colocado sobre una silla alta. De su interior brotó ahora la voz de un locutor:

– Mi capitán, ¿se sabe ya qué ha ocurrido? Cuente a nuestros oyentes cómo fue.

– Estábamos inspeccionando la zona -resurgió la voz de Huertas desde el aparato-, porque no sé si sabe que las obras de La Leyenda de la Montaña se iban a reanudar mañana…

¿Se iban a reanudar? Ferrer recorrió con la mirada a los presentes. El director del hotel se acercó a él con gesto de grave preocupación.

– ¡Gracias que está vivo, señor Ferrer! -le susurró con alegría verdadera-. Temimos que… Ha sido terrible, terrible… Y acaba de ocurrir… Un desastre para todos. Mire, estamos oyéndolo por radio. La televisión no tuvo tiempo de llegar.

Con un gesto, Ferrer le pidió silencio y se arrodilló junto al transistor, mirándolo fijamente. Quería tener la sensación de que se hallaba ante Huertas, escrutándole la cara para saber si el tono de su relato era cierto o descubría en las inflexiones de voz alguna nueva treta de Soas.

– … Entonces se ha producido la explosión. En toda mi vida de militar no he oído una cosa igual. Ni tampoco visto… En realidad han sido una cadena de explosiones, pero tan unidas que parecían una sola.

– Para los oyentes que ahora se unen a nosotros, diremos que hoy, a las doce quince del mediodía, hace apenas unos minutos, una explosión ha hecho saltar por los aires el lugar llamado la Montaña Profunda. Literalmente, se ha desintegrado en el aire.Ferrer sintió un golpe de euforia: el indio herido atrapado en la Montaña, el último superviviente de la partida, había podido a pesar de todo explosionar las cargas. Era la victoria, aunque fuese postuma, de Leónidas y de María. El fracaso de Roberto Soas. La alegría agitó la impaciencia de Ferrer.

– El coche que me dejó el otro día para ir a la embajada… ¿Tiene radio? -preguntó al director del hotel, que asintió-. Necesito las llaves otra vez. Ahora mismo, si puede ser.

Sin relajar el gesto ni apartar la mirada del transistor, el director del hotel rebuscó en el bolsillo y le entregó un llavero. Ferrer abandonó la sala. Las palabras del locutor sonaban a su espalda, cada vez más lejanas:

– Donde antes se levantaba el gran bloque rocoso ahora no hay nada. Ha sido hoy, ahora, hace tan sólo…

Ferrer salió a la explanada frontal, subió al descapotable y arrancó. Al conectar el encendido del motor, se puso en marcha la radio. Sintonizó la emisora de noticias y condujo deprisa hacia la salida norte de la ciudad, en dirección a la carretera secundaria cuya ubicación exacta le habían explicado días atrás en el hotel.

– Los primeros expertos consultados dicen que ha tenido que ser una cantidad de explosivo gigantesca… Mi capitán, ¿qué se sabe de los diamantes?

¿Diamantes? La palabra aceleró el corazón de Ferrer.

– ¿Diamantes? -se puso imperceptiblemente en guardia la voz de Huertas al otro lado del micrófono-. ¿Qué diamantes? Ustedes los periodistas siempre buscando patrañas. Eso son tonterías, alucinaciones…

– Testigos oculares aseguran que tras la explosión se levantó en el aire una nube gigantesca de puntos luminosos. Dicen que se mantuvo suspendida unos instantes, como una gran cortina de luz, y se hundió en el mar. Y algunos soldados aseguran que cayó sobre ellos una lluvia de piedras preciosas. Con su permiso, capitán, se habla de diamantes…

– Disculpe, pero pensar en cuentos de diamantes, cuando hay muertos…

– Debemos repetir para nuestros oyentes que entre las seis víctimas hay que lamentar especialmente una. Al parecer se encontraba despachando con nuestro invitado cuando sobrevino la explosión. ¿Qué ocurrió, mi capitán?

– Es un asunto muy lamentable, trágico. Roberto Soas…

Ferrer pegó un frenazo. Los neumáticos chirriaron y el coche quedó cruzado en la carretera desierta, envuelto en la nube de polvo que había levantado.

– … que era íntimo amigo mío, padecía fuertes depresiones desde la muerte de su esposa, una historia de amor muy trágica, mucho, que lo tenía obsesionado… Cuando todo explotó se puso en pie, sobresaltado igual que yo. Ya digo que nos hallábamos en su oficina, sobre una torre de varios metros de altura. Desde allí se oteaban las instalaciones de La Leyenda, el gran sueño de Roberto. Pues bien, cuando se produjo la explosión hubo una gran luz blanca. Mi amigo palideció, se le cambió la expresión, nunca lo había visto tan agitado, tan fuera de sí… Salió a mirar, y yo creo que estaba tan embebido con aquella luz, que de verdad lo llenaba todo y le dejaba a uno ciego, que no vio que se acababa la plataforma. Y se fue abajo, cayó. Murió en el acto, reventado contra el suelo. Lo he sentido como la muerte de un hermano. Roberto Soas era…

Ferrer apagó el motor. La voz de la radio se desvaneció, permitiéndole disfrutar del silencio. Soas muerto… Finalmente absorbido por la «luz blanca» con la que le reclamaba su esposa… Soas muerto: un alivio infinito, de intensidad nítidamente física para Ferrer. Cruzó los brazos sobre el volante y apoyó en ellos la barbilla. Tenía la vista fija en la carretera, donde unos pocos kilómetros más allá comenzaba el camino secundario. Procuró acallar su mente y escuchar el silencio, pero no pudo. Oía a Laventier, y se preguntó si no habría ocurrido todo precisamente para eso, para que él hubiese escuchado de labios del moribundo Laventier -y volviese a escuchar ahora- aquellas palabras:

– Su hermano descansa en el orfanato del que, como usted, salió hace cuarenta años.

«Allí le aguarda también lo que yo me atrevo a calificar como su destino, señor Ferrer. Visite la tumba de su hermano, lea lo que le resta de las palabras de Lars y decida…


Con Roberto Soas muerto, Ferrer ya no tenía excusas para retrasar el destino aludido por el francés. Sacó del bolsillo el manuscrito, reparando en que, a pesar de sus infinitas peripecias, la casualidad -o ese destino: el suyo- no le habían apartado de él; era lo único que había conservado, lo único que llevaba consigo. Era lo único que tenía. Buscó el punto donde había dejado de leer.


Ese mismo día dispuse un régimen penitenciario especial para mi ilustre prisionera María.

Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- había justificado el despliegue que mereció la esposa

Ese mismo día dispuse un régimen penitenciario especial para mi ilustre prisionera María.

Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- había justificado el despliegue que mereció la esposa de Leónidas; creo que hasta el mismo Niño se azoró inicialmente ante


Pero no… No era ése el lugar donde debía leer el resto.

Puso el motor en marcha tras apagar previamente la radio -no quería que las noticias volvieran a importunarlo; no ahora- y buscó la carretera secundaria que llevaba al orfanato.

Cuando atisbo el primer cartel que señalizaba el centro de caridad, redujo la velocidad. A un kilómetro de la reja de entrada del orfanato detuvo el coche y continuó a pie.

La gran casa apareció de repente, tal y como la recordaba él: aislada entre los árboles, imponente tras la misma curva amplia del camino por la que cuatro décadas atrás vio desaparecer, en dirección contraria a la que ahora recorría, el gran coche negro donde su hermano iniciaba, en palabras de Panizo, el «camino hermoso de la felicidad sin retorno».

Llegó a la verja sintiendo que el silencio crecía y se instalaba dentro de él, y se concedió cumplir el oculto deseo infantil con el que durante años había soñado: comprobar si el timbre continuaba en la cara interior de la columna derecha de la verja, el lugar donde lo había pulsado aquella vez en que su hermano y él se extraviaron del grupo de paseo al desviarse en busca de quién sabe qué aventura sugerida por la soledad de las entrañas del bosque… Introdujo la mano entre los barrotes y sintió una honda decepción cuando sus dedos tan sólo rozaron el cemento de la pared. Buscó en el exterior el timbre con mucha calma -la angustia permanente que vivía dentro de él desde la muerte de Pilar se hallaba de pronto apaciguada, en tregua- y, al no encontrarlo, decidió esperar a que alguien entrara o saliera del recinto. No tenía prisa, ninguna prisa, se estaba repitiendo cuando cayó en la cuenta… Se aproximó otra vez a la columna derecha de la verja, se acuclilló y probó a introducir la mano. Ahora sí, comprobó sin poder reprimir una sonrisa; ahora, lógicamente, sí: el timbre estaba donde siempre había estado, allí donde aquella vez él, por su estatura de niño, había tenido que estirar el brazo para alcanzarlo… Lo pulsó. Al escuchar el timbrazo en algún lugar remoto del silencio sintió un mareo súbito: el viaje al pasado se tornó inquietantemente real, casi palpable, cuando vio surgir de la casa la figura, minimizada por la distancia, de una monja menuda de cara color chocolate y hábito blanco que se acercó a la verja muy deprisa, con los puños apretados y la cara inclinada a modo de proa afanada en cortar el aire para mejorar la velocidad. Ferrer jugó a permitirse creer que podía ser la misma que, también corriendo, había venido alborozada para recibir a los hermanos perdidos que sollozaban ante la verja angustiados por la inminente caída de la oscuridad.

Ferrer se puso en pie, se presentó a la monjita sin ocultar que el asilo había sido una vez su hogar y le expresó su deseo de visitar en el cementerio del asilo la tumba del hombre fallecido el dieciocho de abril. La monjita lo acompañó y le explicó, innecesariamente, el sencillo sistema de ordenación cronológica de lápidas.

– También me gustaría hablar con Panizo. Creo que sigue al frente de esto…

– Panizo está esperando la lluvia. Para despedirse. Pero voy a avisarle -explicó desconcertante y confidencial la monja antes de correr hacia la casa, cortando otra vez el viento con la cabeza y los puñitos.

Ferrer se quedó solo ante las tumbas. Sólo los latidos de su corazón se imponían sobre el apacible silencio de los muertos.

Caminó entre las cruces hasta encontrar la lápida. Tal vez, pensó estremecido, el francés se había referido a eso: el destino que le aguardaba, morir solo como su hermano. Acabar enterrado allí. Volver al lugar del que ambos habían salido… En ese instante le asaltó por primera vez la conciencia de que allí yacía, además del desgraciado y terrible Niño de los coroneles, su pobre y querido hermano. Se arrodilló, no por sentido religioso sino por cercanía, intimidad… Leyó el texto de la lápida:


Innombrables dragones

desfiguraron tu rostro,

y nunca tuviste nombre.

Pero siempre sentí latir

desde el otro lado del mar

tu corazón desolado.

Leonito (¿? – 18/4/92)


Laventier se había tomado el tiempo de traducir torpemente unos versos que Ferrer no reconoció pero agradeció igualmente. Ahora se sentó en el suelo, muy cerca de la tumba, y sacó el manuscrito.

«Nunca tuviste nombre»… Ésa era la obsesión de lo huérfanos, y también había sido la suya propia, tal vez por eso siempre había recordado las primeras palabras de su madre al recogerlo en el aeropuerto de Madrid, tantos años atrás…

– Te llamas Luis. Eres mi hijo.


Nunca un reo -normalmente, trozos de carne a los que se arrojaba desnudos al suelo de piedra de la sala de tortura- había justificado el despliegue que mereció la esposa de Leónidas; creo que hasta el mismo Niño se azoró inicialmente ante los focos y las cámaras de vídeo que invadían su maloliente guarida, y para que se relajase hube de pedir al personal que operaba los aparatos que abandonase la estancia y dejase solos a los protagonistas de mi película, el torturador artificialmente estimulado hasta la esencia de su animalidad y la prisionera de altivez y belleza inusuales en este tipo de lances. Que no te parezca gratuito el subrayado de orden estético: de no haber sido por esa característica, nada se habría desencadenado. La belleza de María fue su maldición. Y en parte, también la mía.

Absorto ante el monitor de control que desde otra habitación me permitió seguir aquella primera sesión de tortura, fui testigo de cómo los dientes del Niño rechinaban de crueldad enloquecida hasta el paroxismo por la piel sudorosa y dorada de la india. El placer y el dolor se entremezclaban y resultaban inidentificables: los relinchos de él se confundían con los alaridos de ella, y las embestidas pélvicas masculinas competían en brutalidad con los espasmos que la electricidad desencadenaba entre las piernas abiertas de María. Su cuerpo desvanecido soportaba una última eyaculación cuando irrumpí en la celda para suspender momentáneamente aquel primer tratamiento: la indiecita tenía que durar viva el tiempo suficiente para servir a mis planes. Pero es preciso reseñar aquí que, al imponerle la separación física de su juguete, el Niño se me enfrentó por primera vez en su vida. Lo confieso sin disimulos: mi inteligencia tenía que haber captado en la obcecación de su sexualidad encabritada los síntomas de lo que había de venir… Sin embargo, me hallaba en aquel momento demasiado ocupado con la preciosa cinta de vídeo que me apañé para hacer llegar a Leónidas acompañada de un reproductor portátil de imágenes. Sé, porque Bueyes lo vio con sus propios ojos y trajo la noticia a la ciudad, que el líder indio enloqueció de ira y de dolor. De tristeza. Confirmado el punto de que amaba realmente a su María, no me resultó difícil imaginarlo en las oscuras noches bajo tierra, clavada la cara sobre el punto único de luz del pequeño monitor portátil, sufriendo una y otra vez la escena como una caricatura de turista japonés devenido en alma en pena a la que el sol subterráneo sorprendía lloroso y agotado por el insomne sufrimiento. Fiel siempre al lema de que un torturador no debe jamás mostrar su rostro ante la víctima en previsión de eventuales caprichos del Azar, oculté durante las filmaciones la cara del Niño con una máscara de carnaval entresacada de algún rincón perdido. El toque frivolo adquiría en medio del horror una dureza inusitada, y me propuse potenciar el hallazgo en próximas sesiones. No por piedad, sino porque yo mismo tenía prisa, contravine la regla de dejar a Leónidas macerarse un tiempo en su propia angustia, y le hice enseguida saber que la liberación de su querida esposa pasaba por un pacto de simpleza lineal: su hembra a cambio de la Montaña. Traicionar a su pueblo por amor, si quieres decirlo más solemnemente. A fin de apremiarle, añadí al pliego de condiciones el vídeo del siguiente encuentro amoroso de su María con mi Niño. Pero Leónidas era un hombre lamentablemente digno, y no antepuso sus intereses personales a los de los suyos. Demostrando una entereza que le reconozco, sufrió en silencio y, aparentando la calma que en realidad no tenía, se negó a considerar la fórmula de la traición. Pero en cambio -y así supe que estaba tocada la línea de flotación de su ánimo-, instó a Bueyes a acelerar los procesos de paz que el periodista negociaba con él. Leónidas no quería ceder al rudo chantaje, pero sí aceptaba buscar una salida honrosa para sus indios. De una forma u otra, el camino se iba desbrozando ante mí, aunque no con la suficiente celeridad. El tiempo seguía siendo un enemigo mortal, y nunca mejor dicho: dos desmayos más me habían fulminado desde el primer aviso que me lanzó mi cuerpo, y esta vez sí acudí a los médicos, que me enfrentaron al hecho de que una enfermedad degenerativa devoraba a velocidad de vértigo mis neuronas. Insultante, ¿verdad? Mi cuerpo exultaba una arrogante jovialidad que acabaría por hacer más profunda la humillación final: decían los doctores que podría aún vivir diez, incluso quince años más; pero mucho antes de eso mi mente y con ella el tesoro de mi memoria, con todos sus recuerdos de esplendor, se habría apagado. Dos, tres años a lo sumo… Un cálculo que situaba más o menos en junio de 1994 el cálculo más optimista de mi tránsito a la oscuridad. Claro está que me rebelé. ¿Qué, si no rebelión, es haberte convertido en testigo y propagador de los logros de mi biografía? ¿Qué, si no rebelión, era la aceleración con que cada día impulsaba la búsqueda de una solución definitiva al obstáculo que constituía Leónidas? Quería a toda costa ver cumplido mi ambicioso plan antes de sumirme en la oscuridad y, sabiendo que esa era la única manera de forzar la máquina, enloquecía con nuevos estímulos químicos al Niño y arrojaba en sus brazos a la prisionera para obtener imágenes con las que tambalear la monolítica honestidad de Leónidas. A veces, espoleaba personalmente la ferocidad en la mazmorra nupcial, furioso porque el Niño, embebido en su incansable satisfacción sexual, que literalmente había revivido sobre aquel cuerpo desnudo, descuidaba azuzar el suplicio convencional de la prisionera, cuyos alaridos eran la moneda de cambio con la que negociaba la adquisición de la Montaña. Pero Leónidas no cedía e incluso se revolvía de cuando en cuando con algún zarpazo violento. Y las semanas pasaban. Finalizaba ya junio de 1991, y junto a la inquietud de mis inversores ocultos -los coroneles y sus hijos comenzaban a preguntarse si la globalidad de mi plan no constituía una simple locura que les había costado un país y parte del oro que habían robado de éste- arreciaba también mi enfermedad: tal vez porque estaba ya obsesionado con su dramática evolución, hallaba síntomas de mi decadencia mental en el olvido más nimio o la distracción más justificable… Veía el fin. Mi fin. Pero entonces Dios, en su infinita bondad, bendijo a la apiñada e inusual familia que componíamos Leónidas, María, el Niño y yo con el regalo inesperado del Milagro de la Vida: la prisionera quedó embarazada. El examen médico que había ordenado realizarle para saber si resistiría la tortura no había revelado este dato, lo que quería decir que sólo el Niño podía ser su padre natural, pero jugué la carta de la osadía al hacer saber a Leónidas que María, cuando fue capturada, estaba ya embarazada… «No sólo puedo torturar a tu mujer. También puedo torturar a tu hijo.»

El estado de buena esperanza marcó el principio de la batalla más cruel e inmisericorde: decidido a todo, endurecí las sesiones de tortura de madre e hijo, y las filmaba ahora con recreación en los detalles. El Niño, enmascarado con caretas de personajes de los dibujos animados, era una visión espeluznante que volvió medio loco a Leónidas: de nuevo gracias a su supuesto amigo Bueyes, en el que paradójicamente buscaba consuelo, llegó a mis oídos que, además de mis vídeos de tortura, el desgraciado indio se agenció películas de esos personajes animados, y al parecer las miraba fuera de sí, hallando en los simpáticos cortometrajes quién sabe qué variantes de la locura, favorecedoras en cualquier caso de mis planes. Sabiendo acorralada su lucidez, decidí apretarle las tuercas enriqueciendo el envío de vídeos, de periodicidad ya semanal, con fragmentos de su querida esposa, que cada lunes, a las nueve en punto de la mañana, recibía la visita de un cirujano que le arrancaba una tira de piel antes de entregarla a los desmanes del ansioso Niño. Dichas tiras, apoyadas en una base de terciopelo y convenientemente enmarcadas como si fueran valiosas obras de arte, eran remitidas al indio numeradas y tituladas para su mejor catalogación, y las acompañaba siempre un mensaje recordatorio de que él, y sólo él, era culpable de la maldición que iba despellejando viva a su esposa… «Primera tira, diez centímetros de la espalda, arrancada en la primera semana de embarazo»; «octava tira, ocho centímetros por tres de muslo interior izquierdo, octava semana de embarazo»; «duodécima semana…».

La semana número treinta y dos, la prisionera dio a luz, lo que no impidió, sino que endureció el correspondiente despellejamiento de la llaga humana cuyas heridas, sin embargo, cuidábamos meticulosamente en previsión de posibles necesidades futuras. Además, anuncié a Leónidas que al siguiente lunes, y desprovista ya de piel la madre, empezaríamos con el bebé, una preciosa niña ante la que el degradado Niño, su verdadero padre, no mostró ternura ni interés alguno. Sin embargo, Leónidas -que conoció a su supuesta hija por televisión, merced a una detallada cinta del nacimiento que le hice llegar- vio derrumbarse todas sus resistencias cuando tuvo en las manos el primer trocito de piel de la niñita, entresacado de la mitad de la espalda. Y claudicó.

Sin imaginar -pues su sagacidad estaba demolida- que ello podía implicar el fin de su pueblo, aceptó celebrar una gran conferencia de paz, a la que estaban invitados todos sus indios. Previamente, la víspera del evento, le devolví a su mujer. Pero no a su hija, de cuya llorona presencia me libré endosándosela -¿qué lugar mejor, qué manera más estética de cerrar este ínfimo círculo de la Historia?- al orfanato del que casi cuatro décadas atrás saqué a su padre: ¿cómo podría Leónidas, caso de intentar cualquier ataque suicida para recuperar a su hija, sospechar que ésta se hallaba oculta en el lugar más seguro, la bondad de Panizo?

El Paraíso en la Tierra, bullendo de actividad como en los mejores tiempos, parecía el Infierno en temporada alta: seiscientos seleccionados Pumas Negros aguardaban allí el momento de atacar a los andrajosos de Leónidas, que por la presión de ver sufrir a su esposa, unida a las mentiras que mis ejecutivos le habían hecho tragar -¡creyó que el rey de España iba a venir a fumar con él la pipa de la paz!- por mediación de Bueyes, aceptó salir de su inexpugnable agujero para parlamentar. Así pues, estaban listas las confiadas víctimas y sus capaces verdugos y, con la colaboración de un reducido comando de experimentados pilotos de helicóptero españoles, la matanza sólo podía resolverse adecuadamente a mi favor. Y sin embargo, falló. La causa no deja de ser paradójica…

Desde mi despacho supervisaba cada uno de los detalles de la gran celada, y sentado a su mesa me sorprendió la terrible noticia. Al anochecer de la víspera del día señalado, un incendio fortuito se había originado en algún lugar del Paraíso en la Tierra, comunicándose hasta el arsenal y provocando el cataclismo: la mitad larga de los Pumas, además de una parte sustancial de las armas y municiones almacenadas, perecieron en la deflagración. ¿Sabotaje, azar? No me detuve a meditarlo. Era el tiempo dedecisiones valientes y las tomé. Ordené a pesar de todo el ataque, pero el brutal diezmo de mis pistoleros inclinó la balanza ¡otra vez! a favor del maldito Leónidas que -aunque dejando el campo de batalla sembrado con los cadáveres de casi todo «su pueblos-pudo escapar de la emboscada con un puñado de fieles. El ciclópeo ataque de ira que sufrí no me impidió buscar culpables al desastre de la víspera. Y los encontré; o lo encontré, pues se trataba de uno solo. ¿Cómo podría haberlo imaginado? ¡Mi creación máxima, mi Niño, había sido el ejecutor de mi fin! Víctima de un ataque sin precedentes en su historial, se había rebelado contra sus guardianes, asesinándolos. ¿Por qué? Me aseguró un superviviente que el Niño, fuera de sí, buscaba entre las instalaciones del Paraíso en la Tierra el paradero de María, de cuyo cuerpo desnudo se había enviciado como un tierno enamorado. Enloquecido por la ausencia de la que durante un año había sido su compañera -involuntaria y aterrorizada, pero compañera al fin para la ruda percepción de su corazón condenado a la soledad-, su amor bestial -¿pues cómo, si no amor, debemos definirlo?- le instó a buscar y reclamar a su hembra, y quiso el Azar que en la vorágine de destrucción que inició provocase el fuego que acabó por prender en la santabárbara. Lo busqué -supongo que para matarlo, aunque extrañamente no albergaba odio ni rabia contra él- pero, ciego según algunos testigos a causa del sol que llevaba treinta y cinco años sin ver, el Niño se perdió al amanecer tras haber sembrado el caos. No importa, lo dejaré ir… Las contrariedades provocadas por el desastre son graves, pero no fatales. Motivado por un cierto cansancio, he puesto en manos de mis ayudantes jóvenes los siguientes pasos del proyecto, cuya resolución final -hoy, en este momento, lo estoy percibiendo por primera vez- tal vez no veré. Ahora lucho contra


El manuscrito acababa ahí, tan bruscamente como le había advertido Laventier. Le fascinó pensar que esa era la última palabra que Victor Lars había escrito antes del derrame cerebral que lo transportó al paraíso donde no existía la conciencia.

contra


¿Contra qué?, se preguntaba Ferrer cuando le sorprendió una voz a su espalda.

– Dicen que me buscas.


Se puso en pie. Habría reconocido a Panizo aunque hubiesen pasado mil años, y sólo habían transcurrido treinta y cinco. Su cuerpo había envejecido, pero seguía sosteniéndolo una inamovible resolución de bondad en la mirada. En todo ese tiempo, Ferrer había imaginado infinitas fórmulas para el instante del reencuentro con el hombre que lo había criado. Ahora buscó desesperadamente cualquiera de ellas, pero no lo consiguió. Tampoco fue necesario.

– Dicen que me buscas.

Ayer por la mañana salió un día soleado -se le adelantó el anciano; hablaba con serenidad, con liviana grandeza: Ferrer comprendió que sabía, al menos en un sentido general, intuitivo, por qué se hallaba él allí, ante aquella tumba concreta-. Hice que me subieran al Monte Bajo, yo solo ya no puedo. ¿Lo recuerdas?

– El Monte Bajo… -¿Cuántos años hacía que Ferrer no escuchaba esas palabras? ¿Cuánto que no las pronunciaba?-. Nos gustaba subir porque era tu lugar favorito para contar cuentos. Allí contabas los mejores.

Los dos hombres sonrieron por el reconocimiento mutuo que implicaban sus palabras. Ferrer sentía una paz inexplicable. Panizo sonreía.

– En el Monte Bajo me despedí del sol. Estuve desde el amanecer hasta el ocaso. La pobre hermana -señaló hacia atrás; a veinte metros, sentada en un banco de piedra de la entrada, aguardaba la monjita que había abierto el portalón a Ferrer- tuvo que acabar harta. Pero es importante despedirse del sol. Morir sin hacerlo es una falta de educación. ¿Qué habría sido mi vida sin el sol? ¿O la tuya, la de cualquiera?

– ¿Estás enfermo?

– Mi cuerpo se muere, sí… Por eso me despido. He pasado la noche despierto, ante mi ventana, mirando las estrellas como tantas veces… Pero ésta ha sido la última, lo sé.

– Por eso esperas la lluvia…

– ¡Claro! ¿Cómo no despedirme de ella? -Panizo, Ferrer se admiraba de ello, no estaba triste ni asustado. Incluso sonreía, incluso era feliz-. Te contaré un cuento, ya que has venido desde tan lejos. Mi último cuento. Al sol y a las estrellas les he dicho adiós con calma interior. Pero la proximidad de la lluvia me acelera elcorazón… -declaró levantando la vista hacia el cielo; Ferrer le imitó: suaves nubes grises venían sin prisa desde el norte-. Y es porque sé que con la lluvia me iré. Incluso te diré cuándo: justo después del primer golpe de agua, cuando suba desde el suelo el olor de la tierra mojada. Entonces moriré. Lo oleré profundamente, hasta adentro, y con ese olor me iré… La monjita se asusta cuando se lo digo. Y me regaña, dice que soy brujo. Pero tú me entiendes y sabes que no miento. También sabes que te estaba esperando.

Ferrer le miró. Panizo no mentía: le estaba esperando. Y acaso él lo había sospechado.

– Era mi hermano -Ferrer acarició la tumba de piedra, cambiando levemente el sentido de la conversación.

Panizo asintió.

– Os fuisteis en el año cincuenta y seis, lo he buscado en los archivos. Tu hermano primero. Tú luego, un día de lluvia. Leí en los periódicos que venías, un periodista español famoso que salió un día de mi orfanato. Me enorgullecí.

La explicación que daba racionalidad a la bienvenida tranquilizó y a la vez decepcionó a Ferrer: le gustaba el halo mágico que hasta ese momento había tenido el encuentro con el anciano.

– He querido ver su tumba, decirle adiós.

– Pensé siempre que había muerto de fiebres, en el cincuenta y ocho.

Panizo, al parecer, ignoraba la verdadera biografía del Niño. Ferrer lo prefirió: el anciano no merecía ver amargados sus últimos momentos con ese conocimiento.

– Pero también he venido a llevarme algo.-Lo sé.

– ¿Sí? Yo no lo sabía hasta hace cinco minutos. Hasta que leí esto -mostró a Panizo el manuscrito abierto.

– El caballero francés me lo dijo. Vino anteayer, acompañado de dos indios. Dijo que iba a buscarte a la Montaña Profunda.

– Me salvó… Y no sólo la vida.

– Y dijo que vendrías. Que aquí estaba tu destino.

– ¿También dijo qué me llevaría?

– También -dijo Panizo, y se volvió para llamar la atención de la monjita con un gesto. Ferrer vio cómo la religiosa se levantaba y venía hacia ellos: apresurada como antes pero sin cortar el aire con los puños. Sus manos se mantenían ahora ocupadas en sostener un bulto contra el pecho-. Parecía un hombre sabio.

– Lo era. Y bueno -se esforzó Ferrer por dar sentimiento a la palabra: su íntimo epitafio a Laventier. Su despedida.

La monjita llegó hasta ellos y extendió los brazos hacia Ferrer. La hija de María, la hija del Niño de los coroneles, dormía feliz. Era diminuta y morena, sin pelo, y Ferrer, al cogerla, puso extremo cuidado en no rozar la llaga de la espalda, que tal vez dolía aún. La monjita acarició la mejilla de la pequeña:

– ¡Ay, chiquilina! ¡Qué suerte! Vas a ir a vivir a Madrid, a España… -le cuchicheó sin otra intención que el jugueteo cariñoso, ajena a que la exteriorización de ese dato por su parte demostraba a Ferrer la veracidad de su intuición: Laventier había insistido tanto para que concluyera el manuscrito porque sabía que, tras leerlo, haría lo que estaba haciendo en ese instante.

– Imagino -dijo- que tendré que firmar algunos papeles…Panizo asintió.

– Burocracia para la adopción, lo mismo que firmaron tus padres cuando te llevaron. Lo haremos en la casa. Vamos.

– Me quedaré un momento más… -Ferrer señaló hacia la tumba. Panizo y la monjita comenzaron a caminar despacio hacia el edificio. Ferrer miró las palabras últimas de Victor Lars.


Ahora lucho contra


¿Contra qué?, se preguntó de nuevo. Decidió librarse del manuscrito y lo depositó sobre la tumba. Como si los elementos quisieran ayudarlo en su propósito, se dibujó en el horizonte el estremecimiento de un rayo lejano que anunció la descarga del cielo. Las gotas de lluvia, primero insignificantes y enseguida recias, arrastraron las letras, las palabras y las frases y humedecieron el papel hasta convertirlo en pasta, hasta desbaratarlo y deshacerlo, hasta volverlo nada… Las biografías de Jean Laventier y Victor Lars se unieron intangiblemente con la tierra, sin retorno. Desde el suelo subió, envolviendo a Ferrer y a la niña, el olor vivo de la humedad desatada. Ferrer se volvió hacia el edificio del orfanato y sonrió al comprobar que Panizo había acertado: a mitad de camino entre el cementerio y la casa, la monjita, arrodillada junto al cuerpo desplomado del anciano, hacía aspavientos de alarma ya inútiles y pedía auxilio con gritos que el ruido de la lluvia convertía en remotos ecos de algún inusual juego infantil.

¿Contra qué?

Ferrer lo ignoraba, pero no quería averiguarlo.Apretó a la niña contra él con cariño que sintió bendecido por sus amados padres muertos, por los espíritus de Bego y, sobre todo, de Pilar. El acto, por ser libre, le asustó. Tragó saliva, notaba las gotas de lluvia deslizarse por sus mejillas. A pesar del miedo, acercó la boca a la orejita infantil y susurró:

– No sé cómo te llamas. Eres mi hija.

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