Al abrir la puerta del antiguo despacho de su padre en la embajada española de Leonito, sintió un silencio de iglesia vacía en el estómago.
Durante unos segundos permaneció estático, rindiendo su mente a la ausencia de sonidos, y comenzó luego a girar sobre sí mismo con la lentitud de una cámara de cine empeñada en registrar parsimoniosamente los detalles más nimios del decorado. De pronto, al llegar a la tercera pared, su mirada se topó con la de un jovencísimo Aurelio Ferrer.
La pintura debía de medir dos metros por uno y pico, y su autor había renunciado a la servil pomposidad con que los artistas suelen impregnar los retratos oficiales para mostrar a Aurelio como realmente era, y sin duda como había insistido él mismo en posar: sus ojos azules seduciendo al pintor/espectador con la complicidad de su sonrisa más sincera, las manos introducidas en los bolsillos del holgado pantalón, la americana abierta y el cuello de la camisa desabotonado: Aurelio Ferrer a sus anchas; Aurelio Ferrer, feliz y seguro de sí, dispuesto a comerse el mundo. El ángulo inferior derecho de la pintura revelaba la fecha de la obra: 1947. Precisamente, el año en que tuvieron lugar los hechos de El Enigma del Calcetín Morado que Ferrer había venido a rememorar.
– Era un retrato horroroso, pero me lo hicieron como regalo de bienvenida y no iba a decir que no -le había explicado Aurelio, incorporándose sobre los almohadones de la cama de la habitación privada del sanatorio madrileño donde convalecía tras una exitosa operación de apendicitis tardía; los primeros síntomas se habían manifestado de repente la noche del 11 de septiembre de 1973, horas después de conocerse el golpe de estado contra Allende, lo que había permitido a Aurelio bromear sobre la implicación de Pinochet en el complot contra su apéndice-. ¿Te acuerdas del cuadro, Cristina? ¿De lo espantoso que era?
Cristina Ferrer, mientras se arreglaba frente al espejo de la habitación -se disponía a abandonar la clínica; esa noche correspondía a Luis quedarse junto al convaleciente-, advirtió a su hijo sobre la jovialidad de Aurelio.
– Malo, malo, Luis; que no te pase nada esta noche. Cuando tu padre habla del primer día en «su» embajada es que toca sesión de nostalgia -ironizó mientras los besaba a ambos y se dirigía hacia la salida de la habitación-. Mañana me dices si he tenido razón o no.
Ferrer recordaba haber despedido a su madre con malhumorada desgana que le había costado disimular: esa noche tenía previsto disfrutar con Bego -llevaban sólo unos meses de novios, y vivían aún la pasión sexual de los primeros momentos- de las posibilidades eróticas del jardín y la piscina de la casa, aprovechando precisamente que sus padres, uno como paciente y la otra como acompañante, iban a dormir en la clínica; por eso había resultado tan frustrante que Cristina no quisiese eludir la asistencia al improvisado acto de solidaridad con Allende y el pueblo chileno convocado por los amigos sudamericanos residentes en Madrid. Aquella lejana noche, en la que Ferrer había culpado a Pinochet de arrebatarle las habilidades subacuáticas de Bego, derivaría sin embargo en una larga sesión de confidencias que Aurelio había iniciado con unas palabras en apariencia nimias.
– Cosas como lo de ponerme mal el esmoquin a poco de empezar la recepción de turno me pasaban sólo a mí; aquel día de mil novecientos cuarenta y siete, había perdido la pajarita, así que tuve que volver al despacho a por ella. Estaba buscándola cuando escuché un ruido extraño que venía del armario… Y ahí empezó todo.
Aurelio, con gesto grave, se incorporó un poco más en la cama de la clínica. Luis comprendió que tras las referencias a la pajarita del esmoquin y al armario latía el deseo de su padre de contarle algo más, algo importante… Algo que tal vez tenía que ver con el esperado desenlace del calcetín morado.
– La recepción de aquel día era muy importante. Además de los jerifaltes y militares de Leonito con sus señoras, contábamos con la presencia inhabitual de un numeroso grupo de políticos, militares y financieros españoles. Bueno, a lo mejor no era tan numeroso, pero a mí me lo parecía: era mi primera recepción como embajador y estaba especialmente nervioso. Mi padre me había conseguido el puesto movilizando a sus amigos; entre ellos, a Queipo de Llano… Si se mira bien, tiene gracia: podría decirse que por culpa de Queipo comenzó la historia del calcetín morado en julio del treinta y seis, y por culpa de él terminó el uno de mayo del cuarenta y siete, en aquella famosa recepción.
Aurelio Ferrer hizo una nueva pausa y extrajo un paquete de tabaco y un encendedor que escondía bajo la almohada; prendió un cigarrillo después del gesto inhabitual, revelador de su ánimo de ampliar el margen de intimidad, de ofrecerle el paquete a su hijo, y prolongó ceremoniosamente la inhalación y expulsión del humo. Luego, preguntó inesperadamente a Luis:
– ¿Recuerdas que el hoy presidente de Leonito, Teté Larriguera Hill, estuvo una vez a punto de matarme?
Luis respondió con el silencio, no hacía falta otra respuesta: ambos sabían que nunca habría podido olvidar al militar en uniforme de campaña que ocultaba el cigarro mientras fingía ante las cámaras de televisión interesarse por los damnificados del terremoto; desde aquel día, Luis había escrutado, memorizado y analizado obsesivamente cada dato que encontraba sobre Larriguera Hill, el hombre que quiso matar a su padre por causas insospechadas y por ello fascinantes que ahora, en la clínica, parecían por primera vez a punto de desvelarse.
– El uno de mayo de mil novecientos cuarenta y siete Triunviro era todavía un crío, debía de tener diecisiete años -continuó Aurelio-. Pero ya era un hijo de puta de marca mayor. Yo llevaba en Leonito algunos meses, y habíamos coincidido en varias ocasiones. Era nueve años mayor que él, pero a pesar de la diferencia de edad debió de pensar que me caía bien, porque me contaba sus historias, o sea, sus salvajadas, y le gustaba que le llamara Teté, cosa que por entonces permitía a muy pocos. En realidad, pienso en él durante aquella época y lo veo como un crío feroz y malcriado, uno más de los muchos que hay. La diferencia era que éste tenía un poder ilimitado: todos los hombres de Leonito, desde el último campesino hasta el oficial más apreciado por cualquiera de los tres coroneles, temían sus caprichos y sabían que, de una forma u otra, eran sus esclavos. En cuanto a las mujeres, y de eso soy testigo porque más de una vez alardeó en mi presencia, se enorgullecía de haberse acostado con todas; con todas las que merecían la pena, aclaraba enseguida. «Mis yeguas», las llamaba. Sus hombres recorrían cada poco el país en busca de nuevas «yeguas», y ninguna casa estaba a salvo de sus redadas, sobre todo las más humildes. Como, lógicamente, había quienes ocultaban a sus hijas, se inventó una ley según la cual todo recién nacido debía ser inscrito en una especie de nuevo censo. Decía que así, pasados los años, tendría una lista de fichas, firmadas por los respectivos padres, con los nombres de todas las tías que debían encontrarse en cada hogar, esperando a que él fuera a decidir si le apetecían o no; con ese truco, no habría escondite que valiese. Por cada inscripción se regalaba a cada ciudadano no sé qué cantidad, imagino que cuatro perras, y fueron muchos los que picaron sin imaginarse que sentenciaban a sus hijas a una violación a veinte años vista… En fin, un niño sanguinario, sin escrúpulos y con poder. Que no te encuentres nunca uno así. Pero yo era el embajador y tenía que aguantarlo. Y lo aguanté… Hasta aquel primero de mayo. El día había comenzado agitado: a primera hora de la mañana, durante una visita oficial del padre de Teté, el coronel Tomás Larriguera Sáez, a la provincia de Guanoblanco, se había producido un atentado contra él y su séquito, en el que viajaban también dos militares españoles, dos comandantes que venían con la delegación española. El mismo Teté, presente en el lugar del atentado, vino a verme un par de horas después a mi despacho y me lo contó. Teóricamente se trataba de informarme de que los dos españoles estaban a salvo, pero en realidad había sido enviado por su padre en calidad de «íntimo amigo mío» para que en la fiesta de por la tarde yo quitara hierro al asunto. Querían que los españoles minimizaran el atentado y continuaran dispuestos a apoyar económicamente a Leonito, me dijo. Por cierto, el famoso apoyo era un chanchullo de cuatro listos para vender saldos de nuestra guerra al ejército de Leonito, tú me contarás de qué iba España a ayudar económicamente a nadie en el cuarenta y siete. Y por la misma, de qué iban a asustarse dos militares de Franco por ver matar a un campesino. En fin, cuando le prometí, a ver qué remedio me quedaba, que haría todo lo posible, me contó los detalles del atentado. Todavía estoy viéndole en mi despacho, con barro y sangre en el uniforme descolocado, como si pretendiera así dar más dramatismo a la historia. Cuando le vi entrar, pensé que la sangre era suya. Por supuesto, me equivocaba.
Aurelio recurrió de nuevo al paquete de tabaco; se movía con dolorosa torpeza, y Luis reparó en que su mirada profunda, iluminada brevemente por la llamarada del encendedor, estaba anclada en algún inconcreto punto de la penumbra que envolvía la habitación, como si a pesar del proclamado optimismo sobre su operación hubiera entrevisto el fantasma de la fatalidad en algún momento de las largas horas consumidas en el hospital. La expulsión del humo pareció facilitar la afloración de sus recuerdos.Tras servirse una copa, Larriguera se había sentado frente a él: una vez solventado el encargo puramente diplomático, llegaba el turno de la viril confidencia entre amigotes. El intento de magnicidio y la posterior represalia se convirtieron en su boca en la narración arrogante de una jornada de caza o de un audaz lance amoroso. Aurelio había escuchado en silencio, asqueado por lo que no era sino una confesión de asesinato alegremente proclamada por su orgulloso autor, que se sabía intocable.
– Habría que borrar del mapa Guanoblanco, machacarlo con todos los indios que viven allí. Tener cerca su Montaña Profunda les hace muy valientes, y fue mala idea, muy mala idea llevar allí a los comandantes españoles. Entramos a primera hora de la mañana en el poblacho, unos cien braceros de mierda con sus familias, íbamos en los seis coches de la comitiva cuando se nos pone enfrente un cabrón con un fusil. Ni tiempo de verlo tuvimos, tan rápido fue en echárselo a la cara y dispararle a mi padre. No estaba ni a dos metros, tuvo que ser la pura suerte de los Larriguera que al hijo de puta le estallara la escopeta y lo dejara gritando sin cara en el suelo. El caso es que papá salió ileso y continuó camino con los españoles. Yo me quedé para encargarme de todo. Ordené formar en la plaza a todo el pueblo, estaban blancos de miedo hasta los negros, todos mudos menos el cabrón de la escopeta, que seguía con sus berridos en el suelo. Iba a soltarles un discurso antes de ahorcarlo cuando la vi entre la gente. Qué yegüita, Aurelio, que me muera ahora mismo si no se me puso allí mismo el rabo tieso. Durante todo el tiempo, mientras ahorcaban al cabrón y todos miraban, yo no le quitaba ojo. Tenías que haber visto qué piel dorada, qué carnecita más prieta… Qué digo tenías, si ahora enseguida la verás… Es mi invitada de esta noche. Porque me la he traído conmigo, ya ves si me ha gustado. Veníamos en la parte trasera del camión, ella desnuda, toda sudada, atada en aspa, bien abiertita, furiosa como una leona, y yo dudando si joderla o no joderla. No sabía si me apetecía más desfogarme o esperar para hacerlo como Dios manda. Hasta se lo preguntaba a ella, ¿te jodo o no te jodo? Al final, decidí joderla y no joderla, las dos cosas a la vez. Se puede hacer, ¿crees que no? Pues levanta, vente conmigo.
Larriguera apuró la copa, se levantó y se dirigió hacia la ventana, invitando a su amigo a seguirle; Aurelio lo hizo.
Y Luis Ferrer también: se aproximó a la ventana y la abrió, igual que cuarenta y cinco años antes había hecho Larriguera, y como él se asomó a la calle. Continuaba desierta y tranquila, aunque el sospechoso coche negro que le había seguido desde el hotel continuaba esperándole aparcado a unos metros de la entrada principal, alterando la serenidad del entorno como una cucaracha sobre el vientre de un recién nacido. Sin duda, se había dicho mientras conducía hacia la embajada el coche suministrado por el hotel, los hombres de Leónidas conocían ya las noticias sobre su llegada y le acechaban a la espera del mejor momento para llevarlo a presencia del caudillo indio. Haciendo caso omiso de su presencia, Ferrer se esforzó por visualizar lo que Larriguera había mostrado a Aurelio desde la posición en la que él se encontraba ahora: el camión militar aparcado frente a la embajada donde aguardaba la secuestrada desnuda. Se estremeció al aferrar con los dedos el alféizar de la ventana: tal vez su indignado padre había realizado idéntico gesto instintivo mientras escuchaba al exultante Larriguera.
– ¿Te la imaginas, ahí en el camión, debajo de la lona, esperando a que me decida? ¿Te jodo o no te jodo? ¿Sabes cómo hice las dos cosas? Fácil: se la metía y la cabalgaba con cuidado; no veas qué estrecha, qué virgencita era. La cabalgaba y me salía en el último segundo, justo cuando notaba que iba a descargar, y para no hacerlo me ponía a pensar en la cosa más imbécil, qué sé yo, mi madre haciendo los postres o escucharle misa al obispo. Y al poco otra vez dentro y así hasta varias veces. La última no hará ni media hora, justo cuando aparcábamos ahí abajo… Ahora, en cuanto baje, lo primero que voy a hacer es repetir. Así jugando hasta esta tarde. Pienso hacer que me la vistan de reina y traerla a tu fiesta. Será mi princesa. Si ves que en algún momento nos ausentamos, como dicen ustedes los diplomáticos, ya sabes por qué… para joderla en cualquier esquina y ponerme a pensar en mi mamá haciendo postres en cuanto no pueda más. Cuando esta noche por fin la ate a la cama… ¡Ay, amigo!
– Anda, Luis, dame otro paquete de tabaco; están ahí, escondidos en el doble fondo de la caja de bombones… Antes de montarse en la parte trasera del camión, Larriguera me miró y se frotó las manos como un niño goloso. -Aurelio tomó el paquete que le tendía su hijo y encendió un cigarrillo, el enésimo de la noche; el humo se había ido acumulando en la habitación de la clínica y Luis abrió la ventana para que el aire tibio del exterior la ventilase-. Recuerdo que también encendí un cigarrillo entonces; encendí un cigarrillo y me quedé en la ventana quieto, sin hacer nada, odiándome por no haberle dicho a Larriguera lo que pensaba de él, mirando como hipnotizado el camión alejarse y preguntándome cuántas veces habría soportado la prisionera la tortura del «te jodo o no te jodo».
– Once. Once veces -dijo sorpresivamente una voz femenina. Luis y Aurelio se volvieron hacia la entrada de la habitación. Cristina Ferrer los miraba desde el quicio de la puerta con expresión inusualmente severa. Debía de llevar un rato escuchando; luego les explicaría que el acto de solidaridad con el pueblo chileno había sido prohibido y por eso había regresado a la clínica-. Las conté muy bien. Siete veces cuando me tenía atada en el camión y otras cuatro después, en el palacio presidencial, mientras una sirvienta me bañaba y me vestía para la fiesta de la tarde.
Luis tardó unos segundos en comprender la magnitud exacta de las palabras de su madre y, cuando lo hubo hecho, permaneció expectante.y callado: sabía que no era él a quien correspondía continuar hablando. Cristina se sentó en la cama junto a su marido y encendió un cigarrillo con naturalidad que contradecía sus prohibiciones previas de introducir tabaco en la habitación del convaleciente; de ese detalle insignificante, y de la gravedad nerviosa con que sus padres le miraron desde la cama en ese instante, dedujo Luis que llevaban años, probablemente los transcurridos desde que alcanzó él la adolescencia, buscando el momento idóneo de revelarle determinadas intimidades de su pasado de pareja, habiendo optado al final por aquel en el que la conversación surgiese de forma espontánea, tal y como acababa de ocurrir ahora.
– Después, dos soldados me llevaron en coche hasta otro edificio y me encerraron en una habitación. Uno se fue mientras el otro se quedaba vigilándome. Pero conseguí huir. -Cristina dio una calada larga al cigarrillo; la premeditada pausa pretendía obviar los detalles de la fuga, y así lo entendió y aceptó Luis, aunque desde entonces no había podido evitar preguntarse en ocasiones si su madre habría tenido que matar al soldado para escapar-. Salí de la habitación, cerré la puerta por fuera, me quité los tacones que me habían obligado a calzarme y busqué una salida. La casa era enorme, un auténtico palacio, y me perdí. Vi de pronto al segundo soldado, seguramente me buscaba ya. Para eludirlo subí unas escaleras, entré en una habitación y cerré la puerta. Enseguida oí ruido, alguien se acercaba, tal vez el soldado me había seguido. Así que me escondí en el único lugar posible: el armario.
Ferrer, evocando en la embajada la narración, se aproximó a la puerta del armario y la acarició, preguntándose si, después de tantos años, la plancha de madera continuaría siendo la misma tras la que se ocultó su madre. La abrió muy despacio, localizó en el interior el único lugar posible donde Cristina pudo haber acurrucado su cuerpo y cedió a la pueril tentación de agacharse y mirar por la mirilla, tal y como había hecho su madre para espiar al recién llegado.
– No era el soldado que me estaba persiguiendo, sino un hombre en mangas de camisa que parecía muy nervioso. Se puso a revolver por la habitación: pensé que no iba a tardar en encontrarme, aunque me tranquilicé cuando comprendí, al verle mirar debajo de los cojines y dentro de los cajones, que tenía que estar buscando un objeto pequeño.
– La famosa pajarita de mi esmoquin. La recepción estaba a punto de empezar y ya te he dicho que no tenía ni idea de dónde la había puesto -aclaró Aurelio. Luis posó un instante la mirada sobre él. Confundido y fascinado, experimentaba a la vez un extraño pudor ante la exposición de la intimidad de sus padres. Volvió de nuevo la vista hacia Cristina.
– Acabó por encontrarla, y se la estaba anudando frente al espejo cuando debí de hacer ruido sin darme cuenta. Entonces se giró hacia el armario. Avanzó cautelosamente, yo lo veía por la mirilla cada vez más próximo, hasta que fue sólo una mancha que taponó del todo la luz de fuera. A oscuras y encerrada, me vi perdida. Tardó unos segundos eternos en decidirse a abrir la puerta. Cuando lo hizo, me apreté todo lo que pude contra el fondo del armario y rogué que no encendiese la luz. Pero no le hizo falta: vi con espanto que, al entornar la puerta, la luz del despacho se colaba y me iluminaba los pies como un foco de teatro. Aunque los retiré a toda prisa, era imposible que no se hubiese fijado en ellos.
Ferrer abandonó su posición tras la mirilla del armario, se puso en pie, dio un paso hasta el otro lado de la puerta, la cerró y la abrió de nuevo, ahora todo lo despacio que pudo, demorándose en la contemplación del rayo de luz de la antigua y señorial lámpara del techo, que se deslizó como había hecho cuatro décadas antes hasta el lugar donde, durante el segundo previo a que Cristina los retirara, vio Aurelio Ferrer unos pies femeninos.
– En ese instante, entró en el despacho el soldado. Y lo que pasó a partir de ahí fue confuso. Tu padre cerró la puerta de golpe. Vi por la mirilla cómo se acercaba hasta un sillón y se dejaba caer en él, como si estuviese mareado. El soldado, con el respeto típico hacia alguien importante y también con mucha precipitación,comenzó a explicar mi fuga, una «peligrosa guerrillera» dijo que era. Pero tu padre no parecía hacerle caso. Miraba cada poco hacia el armario, hasta que de pronto se puso en pie con decisión, le pasó al soldado una mano por el hombro, muy amigable, y fue con él hacia la salida. Antes de salir y cerrar la puerta echó una última mirada hacia mi escondite. El muy cobarde, pensé yo, ni siquiera se atreve a delatarme dando la cara.
– Lógico. En su situación, ¿cómo iba a imaginar las cosas que pasaban por mi cabeza? Por supuesto, vi que había un cuerpo agazapado en cuanto abrí la puerta del armario, porque el rayo de luz, al deslizarse por el piso, captó instintivamente mi atención, y me llevó hasta los pies del suelo. Como ella ha dicho, igual que un foco de teatro. Pensé varias cosas, todo en décimas de segundo: primero me sobresalté, porque la zona de sombra comenzaba enseguida y los pies iluminados quedaban aislados, como si no perteneciesen a ningún cuerpo, como si los hubiesen cortado de un hachazo y dejado ahí; luego pensé que podía ser una broma de Larriguera, le gustaba hacer ese tipo de cosas. Pero todo eso era lo de menos. Lo verdaderamente importante era el vértigo que me asaltó. Justo entonces entró el soldado, y cerré la puerta de golpe para que no descubriera a la mujer. Me sentía asustado por lo rápido que latía mi corazón, tanto que tuve que sentarme. Cuando el soldado me contó lo de la fugitiva comprendí quién era la mujer del armario. Trataba de analizar lo que me había ocurrido, lo que me seguía ocurriendo: reviví cada segundo desde que había abierto la puerta, cada detalle, cada milímetro del recorrido del rayo de luz…
– ¿Y? -se impacientó Luis.
– A la vista de aquellos pies de piel dorada… Ya sé que te va a sonar a gilipollez. -Aurelio, que tal vez nunca había confesado esos sentimientos precisos o que, aunque lo hubiera hecho, los encontraba pueriles e incluso cómicos, indignos de la seriedad supuesta a un adulto, buscó apoyo en su mujer, que le tendió una serena sonrisa plena de complicidad; Luis la captó: evidenciaba tan antigua y profunda compenetración entre sus padres que sintió un asomo de vergüenza, casi sonrojo por su entrometida presencia; pero supo también que lo que Aurelio se disponía a contarle sólo podía ser cierto-. El caso es que me atravesó el cuerpo una corriente de sexualidad: así, como una descarga eléctrica. No una erección, ni una excitación de tipo fetichista, tío, no; no te lo tomes a broma que va en serio… Justo lo que he dicho, una corriente de sexualidad. Por todo el cuerpo, como cuando un día de calor saltas a una piscina y la impresión del frescor te revitaliza. Duró una décima de segundo, porque ya he dicho que tuve que cerrar la puerta, pero fue suficiente. No podía creerlo: ¡había notado una chispa de deseo sexual! ¡De nuevo! Tan claramente como noté que se iba el día de la miliciana de Sevilla. Entonces, unos pies femeninos, todo lo que aquellos pies implicaban, me habían traumatizado, bloqueado sexualmente, puede decirse que eran el símbolo de mi impotencia, de aquello que existía para los demás pero a mí me estaba vetado para siempre. Y ahora, de pronto, así, de forma tan inesperada… No quería hacerme falsas ilusiones y mientras el soldado seguía a lo suyo, hablando sin parar, me esforcé por recordar los pies de Sevilla en todo su horror. Pero fue inútil, maravillosamente inútil: por mucho que me empeñara, seguía fascinado por estos otros pies, los nuevos, los mágicos, a los que el rayo de luzme había guiado como si fuera cosa del destino. Tal vez, si el soldado hubiera tardado un segundo más en entrar, yo habría tenido tiempo de examinar con detenimiento el objeto de mi adoración, y entonces, como pasa con todo en esta vida, me hubiese desengañado. Pero como el flash había sido eso, un flash, me quedé fascinado y ansioso de volver a abrir la puerta del armario. Tenía que ver de nuevo a la desconocida a cualquier precio. Por supuesto, no hice el menor análisis racional del asunto, ni falta que me hacía: era como un niño, la primera vez que siente atracción por el cuerpo de las mujeres. Agradecí la información al soldado y salí con él, tan contento que recuerdo que, en efecto, le palmeé la espalda. Y cerré la puerta por fuera. No quería que «la peligrosa guerrillera» volase. Imagínate: si llego a volver y veo que la mujer del armario ha desaparecido, habría pensado en una alucinación. Me habría vuelto loco, lo mismo me hago asesino en serie -bromeó Aurelio; Luis percibió que su padre comenzaba a relajarse. A Cristina le pasaba igual. Instintivamente, él también se relajó.
– Yo, por supuesto, no entendía por qué el hombre de la pajarita no me había delatado allí mismo. Y tampoco me paré a pensarlo, claro. Abandoné mi escondrijo para escapar, pero me topé con la puerta del despacho cerrada por fuera y descubrí que no había otra salida. Seguía atrapada, así que me armé con lo único que vi a mano, un abrecartas que cogí de la mesa, y me puse a esperar; no sé qué, pero a esperar. Al bastante rato, era ya de noche, me pareció oír algo en la calle… Me asomé a la ventana sin abrirla, apartando las cortinas con mucho cuidado. Frente a la embajada había varios camiones militares y un buen número de soldados formados. Junto a ellos, Larriguera y tu padre, frente a frente, se gritaban; aunque no podía oírlos, veía sus gestos furiosos. Aquello me dio esperanzas, tal vez el hombre de la pajarita no era uno de los cómplices de mi violador. Los invitados habían ido asomando poco a poco, y contemplaban inquietos y muy callados la discusión, que fue subiendo de tono hasta que, de pronto, Larriguera sacó su pistola, apuntó a tu padre muy de cerca, con el brazo extendido y el cañón casi pegado a su cara, y disparó. El fogonazo lo iluminó todo. Grité y me aparté de la ventana horrorizada; traté otra vez de forzar la puerta, que naturalmente continuaba cerrada. Pasado un rato me atreví a mirar de nuevo: en el jardín no se veía ya a nadie, ni militares, ni el cadáver de tu padre, ni nada. Por fin, el agotamiento me fue venciendo y me quedé dormida con el abrecartas bien sujeto, escondida otra vez en el armario. A mitad de la noche, alguien me zarandeó: me lancé sobre él con todas mis fuerzas, con el abrecartas en la mano.
– Era un abrecartas antiguo que apenas tenía filo. Menos mal; si llega a tenerlo, tu madre me habría matado allí mismo.
– ¿Eras tú? ¿Y el disparo en la cara? -urgió Luis.
– Con la ventana cerrada, tu madre no lo oyó. Sólo vio el fogonazo. Pero no era un disparo, sino el flash de una cámara de fotos.
– ¿Una cámara?
– Verás -continuó Aurelio-: yo estaba aterrado, tenía a Larriguera delante, furioso como nunca le había visto antes. Estaba convencido de que escondía a la prisionera y por eso no le daba permiso para soltar a sus perros en el edificio. Me habría disparado de verdad, seguro; pero el fogonazo lo sacó de la locura.
Imagino que valoró la bronca que le iba a caer si mataba al embajador de España, y echó marcha atrás. Aquel fotógrafo me salvó la vida -concluyó Aurelio con gravedad, como si íntimamente estuviese dedicando un agradecimiento a su benefactor; luego, dedicando una mirada cariñosa a Cristina, adoptó un tono irónico-. Aunque de poco hubiera servido si dos horas después no le quito el abrecartas a cierta psicópata… Luchamos hasta que logré arrebatárselo, y luego me pasé toda la noche convenciéndola de que conmigo se encontraba a salvo. Menos mal, porque lo peor estaba por llegar.
– O lo mejor… -añadió Cristina con satisfacción que casi sonrojó de nuevo a Luis. Para sortear el acceso, apremió a sus padres para que le narraran los hechos posteriores.
– Esa hija de puta se va a acordar de mí en cuanto la pille -había amenazado Larriguera durante la visita que realizó a Aurelio a la mañana siguiente; no podía sospechar que Cristina le espiaba acuclillada tras la mirilla del armario-. La muy hijaputa… ¿Dónde habrá podido meterse?
– Ya estará lejos. Después de querer acuchillarme, salió corriendo -había respondido Aurelio, quitándole importancia a la supuesta fuga; y lanzó luego una deliberada socarronería-. Ayer a todo el mundo le dio por intentar liquidarme. Tu guerrillera con un abrecartas, tú a tiros…
– Venga, viejo, eso fue un mal pronto, ya conoces mi carácter -dijo Larriguera apelando de nuevo a la viril camaradería. Aurelio imaginaba que, tras reprenderle por amenazar en público al embajador español, su padre le había ordenado pedir disculpas, y a él le convenía ahora aceptarlas: amigarse con Larriguera podíaser útil para sacar a Cristina del edificio. Con una mueca cómplice, exhibió ante él un rollo de película fotográfica y mintió cínicamente:
– Claro que lo sé. Por eso he recuperado el negativo de la foto familiar que nos sacaron ayer a ti y a mí. Es mejor que no circule por ahí… Toma, agarra.
Aurelio puso en manos de Larriguera un extremo del carrete fotográfico que sacó de su bolsillo y tiró del otro con suavidad. Expuesto a la luz, el negativo fue velándose hasta convertirse en una inofensiva tira ondulada a la que Larriguera prendió fuego con el encendedor.
– Bien pensado, amigo, bien pensado… -susurró satisfecho, depositando sobre un cenicero el amasijo resultante; después caminó hacia la puerta, en posesión de nuevo de su campechana arrogancia-. Ah, y por la hijaputa no te preocupes. Para mí que está todavía dentro de la embajada, en alguna parte.? Mis hombres rodean el edificio. Nadie puede salir ni entrar sin que me entere. Tarde o temprano la pillaré. Te lo jura tu amigo Teté.
– Y, en efecto, «mi amigo Teté» cumplió su promesa. Desde ese mismo momento, un camión militar se situó frente a la puerta de la embajada. Tu madre y yo sentimos terror. Ella porque, al ver a los soldados, entendió que Larriguera conocía su paradero y se proponía iniciar un sádico juego del ratón y el gato; y yo, porque tu madre decidió de inmediato intentar la fuga que, tanto si fracasaba como si no, suponía que no volvería a verla. Y ya estaba enamorado. Así de sencillo, sin remisión: había ocurrido a lo largo de la noche, a pesar de que la situación no era la más óptima. Pero su proximidad física quitaba importancia a todo lo demás. La idea de perderla me resultaba intolerable, y debió de ser esa angustia la que me dio locuacidad para convencerla de esperar hasta que los soldados descuidaran la vigilancia. Lo logré, y cada mañana lo primero que hacíamos era mirar por la ventana, suplicando con todas nuestras fuerzas una cosa.
– Pero una distinta cada uno. Yo, que los soldados hubiesen desaparecido para poder marcharme. Él, que continuasen allí para que no me pudiese ir. -Cristina miró a Aurelio; se sonrieron de una forma especial, plena, que culminaba los callados piropos mutuos previos. Luis intuyó que el propósito inicial de hacerle partícipe de los hechos había ido derivando, casi imperceptiblemente, hacia una rememoración privada y cómplice tras la que latían, en clave indescifrable para terceros, los matices de un pacto de amor que se mostraba vivo como el primer día. Les envidió, y deseó que alguien a quien pudiese corresponder le dedicase algún día a él una sonrisa similar.
– Tardaron en largarse dieciocho días, que vivimos encerrados en el despacho. En realidad, aquella convivencia tuvo cosas de película cómica, muchas veces nos hemos reído después: tras comprobar que nuestros guardianes seguían ahí, yo me encerraba en el armario, tensa y muerta de miedo. Era como mi lugar de trabajo, y en cuanto controlamos un poco la situación tu padre me fue llevando cosas: un pequeño sofá que sacó de otro despacho, un orinal, refrescos y comida… Y desde allí, para matar el tiempo, espiaba todo lo que pasaba en la sala, que era mucho porque Aurelio, para no dejarme sola, comenzó a despachar en ella. Incluso trasladó allí la celebración de dos recepciones, con su orquestina y su grupo de camareros: al son del vals,incluso descubrí algún amorío ilícito, señoras que pasaban notitas a militares vestidos de opereta, y cosas así.
– Ya te decimos, de comedia de Hollywood. Sólo faltaba por allí Cary Grant -bromeó Aurelio.
Luis comprendió que tras esa postiza referencia a detalles vistosos pero nimios se hallaba el deseo de no explicitar el momento concreto en que la relación se hizo adulta, sexual y eterna, y cooperó con sus padres cambiando de tema.
– La pena es que velarais la famosa foto… -dejó caer en tono ingenuo, a sabiendas de que la foto existía: no podía ser otra que aquella a la que su padre se había referido misteriosamente en alguna ocasión.
– ¿Velarla? Parece que no conoces a tu padre… Veló otro carrete, para que Larriguera se quedara tranquilo. Quería la foto a toda costa, y buscó al fotógrafo que le había salvado. Trabajaba para una revista de sociedad y le dio el carrete muerto de miedo, no quería saber nada del asunto. Insistió en que ni siquiera era él quien había disparado la cámara. Por lo visto, en el momento álgido de la disputa un invitado le quitó la cámara y disparó el flash. Nunca averiguamos quién era, pero fuese quien fuese salvó la vida de tu padre. Y la mía. Y puestos así, también la tuya…
Cristina calló, alargó una pausa y adoptó un tono doloroso; Luis comprendió que no deseaba que la historia quedase a medias.
– Cuando Larriguera se hartó y levantó la vigilancia, lo primero que hice fue volver a mi pueblo. Aurelio me acompañó. Durante los dieciocho días de encierro lo que más me había obsesionado, lo peor de todo, había sido pensar en mis padres. Habían visto cómo los soldados me secuestraban, no sabían si estaba muerta o seguía viva, ni dónde y cómo estaría de seguir viva, que puede que fuera lo peor. Imaginarlos en esa angustia es algo que no se me ha olvidado nunca. Pero mi preocupación estaba infundada. Mis padres no habían experimentado la menor preocupación durante mi secuestro. No podían. Estaban muertos -añadió con la naturalidad casi frivola de quien al portar durante mucho tiempo un hecho monstruoso ha terminado por aprender a convivir con él-. Antes de irse del pueblo, los soldados lo habían arrasado completamente. Sólo quedaban ruinas y cadáveres abrasados. Supuse que los dos cuerpos negros y retorcidos que encontré junto a lo que había sido mi casa eran los de mis padres. Pero nunca lo he sabido con seguridad. Sólo pude suponerlo… Me vi perdida y sola, y creo que si tu padre no hubiera estado allí habría muerto. Así de sencillo.
– Pero estaba… Y ya sabes, Luis, lo convincente que soy cuando quiero.
Ahora era Aurelio quien aligeraba la situación con un toque irónico, y Luis, correspondiendo con una sonrisa desganada, dio por concluida su curiosidad: decidió que nunca trataría de conocer aquellas palabras de consuelo, ni de imaginar en qué momento decidió su madre aceptar la propuesta matrimonial del diplomático español que -como ella para él, por otra parte- había caído milagrosamente del cielo para salvarle la vida, enamorarse de ella y amarla para siempre. Conocía ahora el principio y el fin de la historia y era suficiente.
Entonces, como si hubiera sido largamente ensayado, la enfermera del turno de mañana de la clínica irrumpió en la habitación como un inesperado tornadode salud que abrió de par en par las ventanas, se horrorizó ante la caja de bombones colmada de colillas, sermoneó sobre los males del tabaco mientras acompañaba a Aurelio hasta el sofá, deshizo la cama en unos instantes para volver a hacerla en un tiempo aún menor y expulsó a Cristina y a Luis de la habitación mientras disponía sobre la mesa un medidor de tensión, un termómetro y un surtido de pastillas. El momento mágico de Luis con sus padres se había disuelto, pero un rato después, ya en casa, apenas abrieron la puerta y pisaron el vestíbulo, Cristina entró en la habitación matrimonial y regresó de inmediato con un sobre que tendió hacia su hijo. Luis lo tomó por un extremo, pero Cristina no lo soltó aún. Miró a su hijo fijamente a los ojos:
– Antes te lo hemos contado quitándole importancia, como siempre nos habíamos prometido que lo haríamos llegado el día. Pero la violación de Larriguera no fue una broma. En realidad, me hizo daño. Con el tiempo, pude llevar una vida sexual normal. Pero enseguida supimos que nunca podría tener hijos. Nuestra felicidad estaba a medias por su culpa. Toma, la única foto que guardamos de nuestro noviazgo -Cristina dejó el sobre en manos de su hijo y salió; pero a los pocos pasos se detuvo y se volvió.
– Tú fuiste nuestra victoria sobre él -dijo señalando hacia el sobre-. Cuando llegaste, volví a sentirme entera.
Y se fue. Luis tardó unos segundos en reaccionar. Luego abrió y extrajo la fotografía que a lo largo de los años miraría multitud de veces con orgullo, inquietud o rabia; pero en aquella primera ocasión -el día siguiente del 11 de septiembre de 1973: la coincidencia temporal con el golpe de estado en Chile le había permitido precisar siempre la fecha, que adquirió así brillo épico en el calendario de su vida-, la foto despertó en él una súbita y aplastante ola de amor hacia sus padres. Como homenaje a ellos, se propuso entonces que algún día la contemplaría en el lugar desde el que fue disparada.
Y ahora, casi veinte años después, se disponía por fin a cumplir su promesa.
Antes de abandonar el despacho de la embajada, echó un último vistazo a la estancia; luego cerró la puerta silenciosamente, en íntimo respeto hacia los espíritus de quienes, a pesar de las dramáticas circunstancias, fueron allí felices durante dieciocho días de 1947, y se dirigió hacia la escalera con la fotografía en la mano.
Ya en el jardín, ubicó el emplazamiento aproximado desde el que había sido disparada gracias al árbol de tronco retorcido que aparecía en el extremo derecho de la imagen; cerró los ojos, extendió y levantó el brazo hasta la altura de la vista y abrió los párpados lo más despacio que pudo; los excitados latidos del corazón le confirmaron que había sabido adornar el homenaje a sus fallecidos padres con toda la ingenua solemnidad que siempre se había propuesto.
El árbol de tronco retorcido, ajeno al paso del tiempo, era idéntico en la realidad y en la fotografía. Bajo sus ramas, se enfrentaban en la imagen de papel dos hombres jóvenes y altivos; también muy distintos entre sí: Larriguera, en uniforme militar y con expresión furiosa, sostenía la pistola a unos centímetros del rostro de Aurelio, que en mangas de camisa y con la pajarita anudada al cuello irradiaba, a pesar de la imprecisa nitidez nocturna de la fotografía en blanco y negro, la firme resolución de quien no va a renunciar a su dignidad aunque le vaya la vida en ello. El fogonazo del flash teñía la imagen con un fantasmagórico velo teatral que, paradójicamente, le daba su escalofriante autenticidad. Ferrer siempre había jugado a creer que, cuando por fin la contemplase en el jardín de la embajada de Leonito, le sería revelado algún mensaje extraordinario que los rescoldos de los espíritus de Aurelio y Cristina habrían mantenido vivo para él. Pero -como no podía ser de otra manera- el fetiche fotográfico permaneció mudo… La verdadera fotografía, Ferrer lo comprendió de repente, no era la que él sostenía, sino otra que podía captarse en ese preciso instante y en la cual un hombre patéticamente perdido en un jardín desierto buscaba en un trozo de papel inconcretas retribuciones sentimentales que él mismo era incapaz de imaginar. Pero aun así, tuvo su revelación. Dura. Seca. Veraz: «Tu padre está muerto. Tu madre está muerta. Tu mujer está muerta. Y tu hija está muerta: la has matado tú». Angustiado por la contundencia de la voz interior, comprendió que había ido a Leonito en busca de su propia muerte. Y supo que iba a encontrarla. Se apoyó en el tronco del árbol retorcido y palpó en el bolsillo la carta destinada a Marisol, tranquilizándose por el contacto con el sobre: no le importaba morir si, a cambio, se conocía la verdad que había destruido su vida. Es más, deseaba morir para que esa verdad se conociese. El deseo de morir era el único patrimonio legítimo que le quedaba, y retrasar su resolución final era una traición al recuerdo de Pilar y un sufrimiento innecesario.
De pronto, le urgió la necesidad de acelerar su entrevista con el misterioso líder indio. Tal vez ése era el camino que había elegido la muerte para esperarle.Subió al coche y arrancó, satisfecho de comprobar por el retrovisor que el coche negro iba tras él; no intentó aproximarse ni adelantarlo, pero tampoco disimular que le seguía.
Atravesó la verja de entrada y la explanada frontal del hotel, y aparcó frente a la puerta; el coche negro se detuvo junto a la verja, tras cruzarla, y pareció dispuesto a esperar. Ferrer sopesó la posibilidad de aproximarse para precipitar los acontecimientos, pero la norma elemental de no mostrar impaciencia al contrincante se impuso sobre su impaciencia. Tranquilamente, entró al hotel y se dirigió hacia el bar del otro extremo del vestíbulo; a esa hora estaba desierto y silencioso, impregnado de serenidad por la luz caribeña del mediodía: un buen lugar para ser disfrutado por alguien despreocupado y feliz, pensó mientras ocupaba una mesa junto al gran ventanal, desde donde podía observar al coche negro. En ese momento, el director del hotel, reclinado junto a una de sus ventanillas laterales, hablaba con sus ocupantes.
– Señor… Eh, señor Ferrer. ¿Le importa?
Ferrer volvió la vista; una mulata joven y guapa, muy sonriente, con un sencillo vestido blanco con el nombre del hotel bordado sobre el bolsillo a la altura del pecho, sostenía ante él una cámara polaroid. Ferrer se encogió de hombros y la joven lo interpretó como una autorización. Disparó la cámara. Ferrer parpadeó, sobresaltado por el flash.
– Gracias, señor. Es para mi colección de famosos y famosas -comenzó a explicar la mulata-. La quiero completar antes de irme para el norte. Me voy a casar muy prontito, la semana que viene viajo para conocer a mi novio. Supo de mí por agencia, ¿sabe? Vio mi foto y se enamoró. Vive en el norte, no sé si lo dije. Con un bebito. Divorciado, el pobre. ¿Y sabe qué? Muy muy rico, de lo más millonario que hay por acá… ¿Quiere tomar algo? Mi nombre es Lili, soy la encargada del bar.
– Ahora no, gracias -respondió Ferrer, aturdido por la masiva información; Lili regresó discretamente tras la barra. El director del hotel entró al vestíbulo y se dirigió hacia él.
– Señor Ferrer -dijo-. El ocupante del coche negro que aguarda ahí afuera me comenta que desea entrevistarse con usted.
– ¿Se lo ha dicho así, por las buenas? ¿Entrevistarse conmigo? ¿Ahora mismo? Bueno, pues perfecto, cuanto antes mejor.
– ¿Le digo entonces que venga?
– Si hace el favor…
El director asintió y fue de nuevo hacia la salida. Una vez la hubo franqueado, Ferrer clavó la mirada en la puerta del vestíbulo, que desde su posición sólo podía ver de lado. ¿Qué aspecto tendría el Enemigo Público Número Uno de Leonito? O más lógicamente, y considerando el celo lógico que observaría respecto a su seguridad, ¿a quién habría mandado en su nombre? Ferrer se revolvió nervioso cuando vio asomar de nuevo al director del hotel; extrañamente, se demoraba en mantener la puerta abierta para alguien que, por su tardanza en aparecer, debía moverse con torpeza. Todas sus expectativas se desbarataron al ver por fin el aspecto del visitante, un anciano europeo de aspecto venerable en el que creyó reconocer algunos de los rasgos del Marlon Brando gordo y envejecido al que unas semanas atrás había podido ver de cerca, entre focos y técnicos, en su visita al plato de la película sobre Cristóbal Colón que se rodaba por esas fechas. El anciano era igual de lento en sus movimientos, pero también igual de solemne e impresionante en la seguridad que lo animaba. Vestía pantalón ancho de lino blanco y alegre camisa floreada que chocaba abiertamente con su grave mirada de ojos indagadores y francos. Fue esa mirada la que permitió a Ferrer reconocer al hombre; se puso en pie, repitiéndose que lo que estaba viendo era imposible.
El anciano avanzó ayudándose de un bastón; en la otra mano portaba una carpeta. El director del hotel caminaba acompasando su paso al de él, y se encargó de hacer las presentaciones cuando llegaron junto a Ferrer.
– Caballeros, permítanme… Luis Ferrer… Jean Laventier.
Ferrer permaneció callado y boquiabierto, pasmado como un niño tímido ante su ídolo deportivo. La primera impresión no le había engañado: ¡el anciano era efectivamente Jean Laventier!
– ¿Jean Laventier? ¿El… el verdadero? -preguntó con imprevista torpeza.
– No es un nombre tan raro -sonrió el francés, hablando español con suave acento francés-, imagino que habrá muchos otros. Depende de a quién se refiera con eso de el «verdadero».
– Me refiero al psiquiatra y humanista, al investigador de la mente humana y sus mecanismos, al candidato permanente al premio Nobel de la Paz… Mejor dicho, al hombre que ha hecho presión para que se rechace su propia candidatura al Nobel.
La referencia a la distinción sueca agrió casi imperceptiblemente el fondo de la mirada de Laventier. Conuna señal amable, pidió al director del hotel que los dejara solos y ocupó un asiento ante la mesa de Ferrer, que se sentó frente a él.
– Dígame -quiso saber Laventier-, ¿habla usted francés?
– Sí… -acertó a contestar Ferrer; acrecentó su confusión el inesperado fogonazo del flash de Lili, que informada por el director de la personalidad del recién llegado acababa de incrementar su colección de fotografías de famosos-. Pero…
– ¿ Correctamente?
– Tout ce que vous pouvez imaginer. Mon pére était bilingüe, et il voulait que moi aussi je le fuisse. Done, si vous le voulez bien nous pouvons continuer en français…
– No -rechazó Laventier con un gesto-. Nada de hablar francés. Necesito expresarme en español con precisión, y utilizar mi idioma me desconcentraría. Se lo agradezco, pero no. ¿Y leer? ¿Lee francés?
– Ya le digo, como el español.
Laventier suspiró aliviado.
– ¡Gracias a Dios! Por supuesto, es lo que imaginaba. Siendo hijo de diplomático… Pero de pronto, antes, en el coche, he caído en la cuenta de que no estaba seguro… Habría sido un error imperdonable por mi parte. Nos hubiera hecho perder mucho tiempo.
– ¿Tiempo? -aproximó Ferrer su cabeza a la del francés e, instintivamente, bajó la voz-. ¿Para qué?
Como si el tono confidencial hiciera innecesarios otros protocolos, Laventier abrió la carpeta que traía consigo y extrajo de ella un manuscrito.
– Para que lea usted esto. Está en francés, y de ahí mi inquietud ante su posible desconocimiento del idioma.
Ferrer alargó la mano, pero Laventier, con un gesto, le pidió paciencia. La inesperada situación trastocaba el esquema: era Laventier, y no Leónidas, quien le había seguido. Pero ¿para qué? No sabía si sentirse contento o contrariado, inquieto o relajado. Era una de esas veces en que ni siquiera a través de su desenvoltura profesional vislumbró un natural encauzamiento de la conversación. Literalmente, no sabía qué palabra debía decir a continuación. Pero Laventier lo hizo por él. Sin concesiones y directo al grano.
– Me precio de conocer bien a las personas, y con usted me he llevado una decepción, créame. Esperaba, a lo largo de esta mañana, haberle visto encaminarse hacia el hospicio. Dígame, ¿por qué no ha ido?
Ferrer lo miró perplejo.
– ¿Perdone? -acertó a decir.
– El hospicio donde usted y su hermano crecieron… Discúlpeme, comprendo que mis palabras le resulten entrometidas. Pero insisto en que no tenemos tiempo, y eso me obliga a eludir determinados protocolos que, en otra situación, asumiría complacido. Permita que me explique. Hace ya dos años acometí una tarea que ha acabado por traerme hasta la circunstancia presente: estar sentado en este momento y en este lugar frente a usted. Debe saber que conozco su biografía, y por eso di por supuesto que iba a dedicar unos momentos a visitar el lugar del cual salió a la vida hace tantos años…
– ¿Quiere decir que me ha seguido?
– No, no imagine nada parecido. Tan sólo leí en la prensa las notas que se le dedicaban con motivo de su visita a Leonito. Me interesaron e indagué un poco más, eso es todo. Amigo mío, debo reconocerlo: pensé que alguna clase de providencia le traía hasta mí. Una providencia de la que aún ignoro, dicho sea de paso, si es divina o diabólica… Pero permita que no adelante acontecimientos… Podría contarle mi historia desde el principio, pero es más justo y preciso, más riguroso, pedirle a usted que haga el esfuerzo de leerla.
Laventier dio dos golpecitos con la palma de la mano derecha sobre el manuscrito y lo depositó sobre la mesita situada entre ambos, acercándola con sus dedos hacia Ferrer, que no lo recogió ni lo giró hacia sí, prefiriendo exteriorizar cautelosa indiferencia en vez de la curiosidad que comenzaba a sentir.
– Le suplico que lo haga con toda la atención de que sea capaz, aunque me consta que muy pronto su interés estará enteramente captado. Por desgracia será así, se lo aseguro.
Ferrer giró el cuaderno. En la portada sólo había cinco palabras mecanografiadas en la esquina inferior derecha: El Niño de los coroneles.
– Naturalmente -prosiguió el francés-, no es un texto que haya escrito a la ligera, llevo mucho tiempo preparándolo. En realidad, pensaba dar a conocer su contenido de otra manera, públicamente, después de solucionar ciertas… formalidades. Pero su llegada, que más que una asombrosa casualidad ha sido una revelación, me indicó que debo entregarle a usted y sólo a usted este… tal vez legado sea la palabra adecuada. Así que en estos días me he dedicado a retocar el texto sabiendo que lo iba a leer y… Sí, ya sé que no es el mejor momento para pedírselo, conozco los asuntos que ocupan su tiempo. Pero debe prometerme que lo leerá… Le aseguro que esto es infinitamente más importante que la entrevista a cualquier caudillo indio, por muy difícil de encontrar que éste sea…-No sé, comprenderá que me sienta… extrañado.
– Se lo ruego. ¡Léalo! -Laventier adelantó su cuerpo y clavó en Ferrer una mirada repentinamente teñida de crispación. Ferrer suspiró y bebió un sorbo de su copa mientras barajaba en la mente excusas convincentes y a la vez corteses que le permitieran eludir el misterioso compromiso. Pero a la vez, ¿cómo podía pensar en eludirlo?, se recriminó. ¡Se lo estaba pidiendo una de las personalidades del siglo! Ojeó el manuscrito esforzándose por mostrar indiferencia; distraídamente, leyó la primera línea.
«Savez-vous pourquoi les hommes bons sont capables
de tuer, M. Ferrer?»
«¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, Sr. Ferrer?», tradujo instintivamente… La frase le aceleró el ritmo cardíaco, como si estuviese escrita por un inquisidor clandestino que hubiera logrado introducirse en su mente para espiar a placer sus miedos y angustias. Aunque formulada con otras palabras, ésa era una de las innumerables preguntas que le atormentaban desde la muerte de Pilar; también una de las pocas para las que tenía respuesta: sí, él -que se consideraba un hombre bueno- sabía muy bien por qué matan los hombres buenos. Pero esa seguridad no impidió que le invadiese el miedo: ¿era posible que Laventier supiese que había matado a Pilar? La respuesta parecía ser: no, no podía saberlo.
Pero ¿y si lo sabía?
Levantó la vista hacia el francés para tratar de averiguarlo, consciente de que alguna muestra exterior de rubor o azoramiento habría delatado inconcretamentesu excitación. Pero el sorprendido fue él: Laventier también le miraba con excitación, con apremio, con súplica sincera. Fue de pronto evidente que toda su imponente presencia física, todo lo que Ferrer conocía y admiraba de él, toda su carrera y su éxito carecían ahora de importancia: Laventier, en esos momentos, era tan sólo el desdichado portador de una tragedia personal grandiosa que necesitaba compartir con alguien. Concretamente, con él. Ferrer se conmovió sin saber por qué.
– De acuerdo -prometió; y era sincero-. Lo leeré.
El alivio pareció rejuvenecer el rostro del francés.
– Gracias -visiblemente emocionado, apretó las manos de Ferrer entre las suyas-. Muchas gracias. Esto, aunque no pueda creerlo ni entenderlo en este momento, une para siempre nuestros destinos.
El tono de Laventier era grave pero de ninguna manera ridículo: si Ferrer hubiese observado la escena desde fuera, o se la hubiese contadomn tercero, habría expresado dudas sobre la seriedad del francés; pero teniendo a éste delante tal posibilidad resultaba frivola e incluso ofensiva. Laventier sacó una tarjeta de visita, la de otro hotel de la ciudad, y apuntó en ella el número de su habitación.
– Aquí es donde me hospedo. Cuando llegué a Leonito puse buen cuidado en ocultarme, pero pronto se reveló una cautela inútil… Disculpe, le estoy inquietando innecesariamente. Llámeme en cuanto lea el manuscrito, volveremos a reunimos entonces. Ahora debo dejarle -añadió poniéndose en pie con ayuda del bastón-. Tengo una cita muy importante. Un cita de la que deseo dejarle constancia.
– Usted dirá… -Ferrer caminaba a su lado hacia la puerta del hotel.-Ahora estoy citado… tras cincuenta años sin vernos… con Víctor Lars -dijo Laventier, súbitamente ensimismado.
– ¿Se supone que debo conocerlo?
Laventier inspiró con grave profundidad.
– No. Aún no conoce usted a Lars. Pero pronto lo conocerá, para desgracia suya. Es el autor de buena parte del manuscrito. El resto lo he escrito yo. -Laventier calló y alargó una pausa; luego levantó la vista hacia Ferrer-. Se dispone usted a visitar el infierno, amigo mío. Nunca me perdonaré haber sido yo quien le abra esta puerta. Se lo juro por…
Dudó como si no hubiera en su vida nada lo suficientemente importante para avalar un juramento. O tal vez, pensó Ferrer, lo hubo alguna vez, mucho tiempo atrás… En cualquier caso, el francés no terminó la frase: estrechó de nuevo la mano de Ferrer y salió. El coche negro le aguardaba junto a la puerta; arrancó apenas Laventier montó en él. Ferrer, perplejo, contempló cómo se alejaba y trató de ordenar la información que había recibido de Laventier… El manuscrito y la tarjeta de visita implicaban intenciones solemnes, presentimientos turbios e invitaciones al infierno… Y también una tragedia no por desconocida menos evidente: la que se adivinaba en el rostro de Jean Laventier, el hombre que había rechazado el premio Nobel de la Paz por razones que -Ferrer lo intuyó de pronto- se hallaban en el escrito que sostenía entre las manos.