Capítulo Cuatro

…Y OTRO CABALLERO FRANCÉS

«Química inmersa en el azar: así nacemos y eso somos. Por esa causa morimos.» ¿Recuerdas, Jeannot? Era uno de nuestros lemas, uno de aquellos criterios de observación, según nosotros revolucionarios, que íbamos a aportar a la mojigata ciencia de nuestro tiempo. Supongo que, como en los demás «Teoremas Lars & Laventier», también en este caso ensayaríamos un enunciado. ¿Cuál podría haber sido? ¿Algo así como «Reacciones provocadas en el interior de un ser vivo por sucesos que, como consecuencia a su vez de otros sucesos, tienen lugar alrededor o dentro de ese ser»? No me hagas mucho caso, seguro que nuestra definición poseía más solvencia. Aunque la esencia de ese concepto no deja de ser cierta: química inmersa en el azar -sumida, diríamos aquí mejor- éramos tú y yo, acusando cada unosus propias reacciones a los hechos que nos abrumaban, la última vez que nos vimos. Aún recuerdo tu estampa al otro lado de la reja -sería más preciso decir del lado bueno de la reja-, aquel día de 1938: angustiado por mí, solidario pero defraudado a la vez por la inesperada conducta criminal que confesé sin ambigüedades, entristecido por mi futuro pero -y tal vez soy injusto al pensar así- en parte satisfecho, una vez en la calle, de perder de vista al amigo que había coqueteado tan peligrosamente con el mundo del hampa. Seguro que tú también me recuerdas en aquel trance… ¿Permites que dibuje tu última percepción de mí? Probemos: ¿me viste fanfarrón, cínico a pesar de la condena de quince años, aparentemente dueño de la situación bajo el uniforme de recluso? ¡Ah, Jeannot, qué ajeno eres en tal caso al esfuerzo infinito que supuso para mí no suplicar cualquier esfuerzo por tu parte para liberarme! Deduje que, distanciados desde tiempo atrás como estábamos, esa patética actuación, asustándote, sólo hubiera acelerado tu despedida, y por eso preferí encerrarme en el silencio arrogante. Fuese como fuese, allí me quedé: la química de Victor Lars inmersa en el azar, de ramificaciones sólo pavorosas, de la química de la cárcel. Siempre, durante estos algo más de cincuenta años que han transcurrido desde entonces, me he preguntado qué habrías hecho si, prescindiendo de pudores absurdos, te hubiera pedido que me ayudases en nombre de nuestra vieja amistad. Pero no, no te asustes. No me he puesto en contacto contigo para que respondas a esa espinosa pregunta, sino a otra. Ésta:

¿Alguna vez, a lo largo de tu vida, te han detectado una enfermedad grave? De haber sido así, no será necesario que te pida el esfuerzo de recordar: tendrás bien presentes las reacciones de terror y vacío que provoca ese primer contacto con la proximidad de la muerte, y podrás comprender mi torvo estado actual de ánimo. Pero dado que tampoco quiero cansarte con el catálogo de mis síntomas de angustia, paso a exponerte la causa por la que te he escrito tantos años después. En realidad, se trata de una simple cuestión de negocios. Peculiares, ciertamente, pero negocios al fin. Y la culpa, dicho sea con cariño, la tiene tu frenética actitud profesional y humanitaria de todas estas décadas, ésa por la que has llegado al «alto honor de rechazar el premio Nobel».

Lo peor de mi situación -permíteme este pequeño prólogo ambiental- es saber que la muerte se acerca minuto a minuto, que tus días tienen un límite prefijado e ineludible que para colmo desconoces con exactitud. Los últimos meses de reflexión me han permitido concluir que, por lo demás, morir no es malo. Incluso, si ocurre de repente, puede ser bueno: ojalá, cuando llegue tu turno, no tengas tiempo de darte cuenta, puedo asegurarte que soy sincero al desearte esa paz que a mí me ha sido negada. Pero las cosas son como son, y aquí estoy: química a punto de pudrirse por la azarosa enfermedad que pretende frustrar la terminación de mi trabajo… que acabaría por frustrarla de no ser por ti. Porque ocurre que vas a vencer a la muerte en mi lugar. Gracias a tu colaboración, mi obra, que hasta la actual situación dramática he ocultado con celo obsesivo -es lógico: me iba la vida en ello-, obtendrá por fin el reconocimiento que merece. No se trata de un frivolo cambio de criterio: el anuncio del fin ha despertado en mí un inaudito afán de pervivencia, y hacer público mi pasado es la única forma de permanecer, aunque sea como el peor de los hombres, en la memoria colectiva. Tú me darás a conocer y, a cambio, culminarás tu propia carrera de salvador de la humanidad. De alguna manera, lo que soñamos tantas veces en nuestra juventud: los dos cruzando juntos el umbral de la gloria.

Por supuesto, sería más cómodo contártelo todo en persona, pero debo ser cauteloso: quiero la fama, no pasar el resto de mis días en prisión. Por eso debo insistir en llevar la iniciativa de nuestra insólita conversación. Y hablando de eso, basta de charla: ambos sabemos que, efectivamente, una imagen vale más que mil palabras, y ha llegado el momento de darte la primera.

En nuestro querido París, en el 85 de la calle Laigle, vive un exiliado chileno llamado Óscar Fiorino. Tiene cuarenta y cinco años aunque aparenta más, como se puede apreciar en la fotografía que te adjunto, tomada el verano pasado. Por la vida que lleva, podría pensarse que ha superado los traumas de su detención y tortura en Chile entre 1973 y 1976. En la actualidad, colabora ocasionalmente en la prensa francesa y escribe piezas teatrales militantes, de las que, al estar de moda en Europa el tema de los exiliados sudamericanos, ha logrado estrenar dos. Como se imagina a salvo, todas las mañanas -él no sospecha que yo lo sé-escribe o lee en el café situado frente a su portal. Te pido que vayas a ese café llevando contigo un teléfono móvil, que identifiques por la fotografía a Fiorino y que, a prudente distancia y sin perderle de vista, llames al número del café, preguntes por él y, cuando se ponga al auricular, le digas «helado de menta y canela». Sólo eso, «helado de menta y canela». El resto lo verás con tus propios ojos.

El desafío tenía toda la apariencia de los irritantes juegos juveniles de Lars, pero la enfermedad mortal de mi antiguo amigo me obligaba de algún modo al respeto. Además, y como siempre, había sabido apretar las teclas exactas de la intriga: ¿qué, tan aparentemente importante, iban a ver mis ojos tras pronunciar las absurdas palabras?Al llegar al café, marqué el número de teléfono apenas ubiqué a Fiorino, un hombre pequeño y rechoncho de barba canosa, más avejentado que en la fotografía incluida por Lars en su carta, que parecía reposadamente concentrado en sus papeles, dispuestos sobre una mesa cercana al ventanal. Cuando el camarero se acercó a él para comunicarle que le llamaban, tragué saliva: mi actuación tenía algo de mezquina e intolerable, y estuve a punto de colgar y marcharme. Pero era tarde: Fiorino desapareció tras la columna que llevaba a la cabina telefónica y, unos segundos después, escuché por el auricular el leve acento sudamericano de su voz aflautada. Tras una pausa dubitativa, me decidí a pronunciar las palabras mágicas: «helado de menta y canela». De inmediato me sentí ridículo; Lars, creí comprender, aparecería en ese instante carcajeándose de mi ingenuidad, intacta cincuenta años después, y nos abrazaríamos antes de dar paso a la narración mutua de nuestras vidas. Estaba reprochándome la facilidad con que había caído en la trampa cuando Fiorino, sin haber respondido una palabra, salió de la cabina. De inmediato supe que ocurría algo de extrema gravedad: demudado, el chileno miró a un lado y a otro y abandonó el café con precipitación tal que apenas me dio tiempo a seguirle tras recoger las carpetas y papeles que abandonó sobre la mesa. En la calle, lo vi caminar con la prisa decidida de quien conoce con precisión su itinerario; en dos o tres ocasiones tropezó con los transeúntes, y gracias a esos involuntarios retrasos pude seguirlo hasta la boca de metro de Porte des lilas, por la que desapareció a toda prisa. Fui tras él y, con los pulmones al límite, llegué a tiempo de localizarlo en el andén: presa de creciente inquietud, receloso de la cercanía de cualquier viajero, caminaba sin parar, diez pasos en una dirección y otros tantos en la contraria, y miraba cada poco hacia la oscuridad del túnel por donde debía aparecer el tren. ¿A quién esperaba? La angustia de su expresión me decidió a dirigirme a él, y la devolución de sus carpetas era la excusa perfecta para abordarle. Me concentraba en la búsqueda de las palabras que debía utilizar para no despertar su recelo cuando el tren entró por fin en el andén. La gente se aproximó instintivamente hacia los vagones. Fue sin duda ese bullicio humano el que me impidió ver el momento en que Fiorino se arrojó a la vía: sólo escuché el frenazo, un siniestro golpe seco y los gritos aterrados de los testigos. Entonces, como una revelación, comprendí que Fiorino había seguido un plan exacto, previsto -y acaso ensayado durante años- para escapar, con la ayuda de la propia muerte, del espeluznante horror que entrañaban para él las palabras «helado de menta y canela». Huí de la estación como si fuera un asesino -¿Y no lo era? ¿Qué nombre se asigna a los que, aunque sea ignorándolo, dan el paso último para que culmine con éxito un asesinato escrupulosamente estudiado? ¿Y qué, sino eso, era lo que, con mi involuntaria colaboración, había cometido Lars con el chileno?-. A pesar de los muchos atenuantes con que la razón trataba de aliviarme, notaba la conciencia como un dolor físico en el pecho: había empujado a un hombre hacia la muerte. Lo había matado. Pero ¿había sido yo? Es decir, ¿era plenamente responsable de su muerte? Durante los días siguientes, que consumí aterrorizado y hundido, a solas con las reseñas periodísticas del suicidio de Fiorino, leí, en busca de alguna luz, los papeles que éste había abandonado al salir del café: contenían una obra teatral en proceso de escritura; era mediocre y simplista, puede que ridicula en algunos pasajes, pero eso no cambiaba mi implicación en la muerte de su autor. La presencia física de aquellos papeles me desasosegaba: arrojarlos a la chimenea era destruir pruebas -¿pruebas de qué?-, pero guardarlos se parecía demasiado a ocultarlas.

Habían transcurrido quince días de la muerte de Fiorino cuando el mensajero trajo otro paquete sin remite. Lo abrí con ansiedad: como si conociera mi impaciencia y hubiera visto mis desvelos a través de un agujero en la pared,


Lars entraba directamente en materia.


Sorprendente, el coraje del chilenito, ¿eh, Jeannot? E inesperado, además: pocas veces he visto resoluciones tan drásticas.

¿Resoluciones? ¿Así, en plural? ¿Se habían dado, pues, otros casos? La indignación me llevó a devorar la carta a trompicones, saltándome párrafos, dudando si llamar a la policía en ese mismo instante o esperar a la conclusión de la lectura, hasta que me di cuenta de que para comprender ésta en su totalidad debía comenzar de nuevo,desde el principio y sin interrupciones. Pero fueron inútiles los deseos de leer mansamente: abrí un cuaderno y comencé a anotar en él todas las ideas que pudieran servir a la detención de Victor Lars por el asesinato de Óscar Fiorino. No me preocupaba mi implicación, que asumiría con gusto ante cualquier tribunal: la patética angustia del desdichado exiliado chileno exigía justicia. Y yo iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para dársela.

Tal vez de entre los muchos detalles de nuestra última entrevista recuerdes, Jeannot, que juré no permanecer mucho tiempo encerrado. Debo reconocer que, en aquel momento, fue sólo un impulso instintivo con el que pretendí impresionarte, mantener ante ti algún resquicio de orgullo; pero enseguida el horror del encierro haría evidente que, en efecto, tenía que fugarme como fuera. Quiso la suerte que el hampón que se encaprichó sexualmente de mí, un tal Louis Crandell, resultara ostentar cierto poder en nuestra galería; esa circunstancia me liberó de verme forzado a satisfacer a otros amantes no menos repulsivos. Suyo en exclusiva, me obligué a ganar su confianza, y lo hice con tal tesón y habilidad que llegó a creerse depositario de mi amistad sincera. Curiosos mecanismos de la mente: yo mismo, a pesar de la aversión que me despertaba este jabalí primitivo y velludo, desarrollé hacia él una especie de aprecio derivado de la protección que me otorgaba; por la misma razón, le odié cuando, a mediados de 1939, finalizó su condena y me dejó solo, abandonado de nuevo al azar que esta vez aguardaba para mí en los ases de una grasienta baraja con la que se decidió quién pasaba a ser mi nuevo propietario sexual. Llegaron así meses terribles, en los que los enfermizos caprichos de mi nuevo amo, un viejo que reinaba en la galería gracias a los espléndidos sueldos que pagaba a su guardia pretoriana de presos y funcionarios, atormentaron y desquiciaron mi mente hasta el punto de que la guerra con Alemania era para mí un remoto rumor que sólo pasó a primer plano cuando se tuvieron noticias de la capitulación de Francia y de la ocupación de París: esta circunstancia, se ilusionaban algunos condenados a cadena perpetua, podría ser buena para la población reclusa. Y para mí, en efecto, lo fue.

Un día particularmente caluroso del verano de 1940, Crandell entró de nuevo en la galería; pero esta vez no como un convicto reincidente: vestía su corpulencia con un elegante traje cruzado, y sus maneras y aplomo parecían evidenciar alguna clase de ilimitado poder. Traía una orden de indulto a mi nombre y una propuesta que acepté sin apenas darle tiempo a exponerla. Ya en la calle, Crandell me explicó la esencia de los nuevos tiempos: Alemania era la dueña de París y de casi toda Francia, y pronto lo sería del mundo entero. Los invasores estaban reclutando un ejército paralelo, formado por civiles franceses, para actuar contra los últimos focos de resistencia. Crandell, designado para formar uno de los grupos operativos, había pensado en mí. Emocionado por la libertad, fui sincero al agradecérselo de corazón; unas horas después, la primera copa fuera de la jaula, el traje nuevo y el revólver que lastraba mi costado me hicieron sentir el dueño del mundo. Más aún que de los invasores, París era totalmente mío. Aunque, ¿qué importancia tenían en ese momento tales sutilezas? Mis compañeros de grupo, todos reclusos liberados para esta misión, y yo habíamos pasado de ser escoria arrojada por los jueces a un pozo ciego donde se nos apaleaba y violaba a sentir cómo los ciudadanos de bien, que habían alentado y aplaudían nuestra reclusión, temblaban ahora cuando llamábamos a su puerta.

Al poco de mi reclutamiento conocí al jefe de nuestro escuadrón de la muerte; sin duda, habrás oído hablar de Henri Chamberlain.

Por supuesto, conocía a este criminal de la peor ralea francesa; pero usted tal vez no, así que interrumpo su lectura para explicarle que el tal Chamberlain, alias Laffont, era un canalla sin escrúpulos que no dudó en poner su ambición y entusiasmo a las órdenes de la Gestapo. Tal y como cuenta Lars, fue efectivamente Laffont quien, consiguiendo la liberación de un puñado de presos comunes, organizó una banda criminal cuyo cuartel general de la calle Lauriston 93 provoca todavía hoy escalofríos en la memoria de los parisinos. Allí, Laffont y sus secuaces, sin mediar otros alicientes que el dinero y la ascensión personal, secuestraron, torturaron y asesinaron a cientos de antifascistas e inauguraron la lista despreciable a la que se añadirían, igualmente pletóricos y ansiosos de colaborar, Frédéric Martin Ruy de Merode, Georges Delfane Masuy y tantos otros… Nombres que ensombrecen la memoria histórica de Francia igual que ensombreció mi vida saber que a ese batallón infame debía añadir el nombre de quien había sido mi amigo.

Chamberlain era un hombre inteligente y muy ambicioso. Uno de esos elegidos que saben servirse del devenir histórico sin vacilar. Pronto quiso el azar que hiciese amistad con él: creo que distinguió enseguida que tenía en mí a un colaborador que podía aportarle ideas infinitamente más brillantes que las de los matones a los que, sin otra opción, había tenido que contratar; pura canalla que, como Crandell, servían para poco más que avasallar por la fuerza a sus víctimas, cualidad suficiente si el objetivo era tan sólo martirizar a los opositores al régimen nazi y quedarse con sus bienes a cambio, pero escasa cuando asomó en nuestro horizonte la posibilidad de medrar realmente. Supongo,Jeannot, que sabes quién era Reinhard Heydrich.

Por supuesto, como todos los que padecimos la guerra, lo sabía; pero por si usted, de nuevo, no tiene una idea clara del personaje, le cuento quién era. Reinhard Heydrich nació el día siete de marzo de 1904 en Halle, cerca de Leipzig, en una familia…

Aunque no era un experto en la Segunda Guerra Mundial, Ferrer supuso que lo que recordaba de Heydrich -el ambicioso ayudante de Heinrich Himmler en las SS fue un hombre brillante, cruel y carente de cualquier escrúpulo que, desde su despacho berlinés, supo extender la más brutal red represiva por toda Europa -sería por el momento suficiente, y saltó los párrafos que Laventier dedicaba a su biografía para retomar el relato de Victor Lars.


Francia entera debe odiarse a sí misma. Debemos, en el crucial campo de batalla de las ciudades y pueblos del país doblegado, obligar a cada ciudadano a cometer actos de vileza. La opción ideal -y por tanto el objetivo a cubrir- es que cada hombre, cada mujer, cada niño delate, conspire, traicione a su vecino, a su pareja, a su mejor amigo, a sus padres y a sus hijos. Que todos sean viles y sepan que lo han sido y que lo serán para siempre; y que todos, también, conozcan las vilezas de los otros. Que sientan vergüenza de mirarse al espejo y de mirar a quien se le cruce por la escalera o por la calle, que esa vergüenza sea atroz e imperdonable y perdure durante lustros. Una Francia -una Europa-habitada por hombres, mujeres y niños que se sepan indignos de levantar la mirada nunca más tendrá fuerzas, legitimidad moral ni honor para hacernos frente. Ésa es la opción ideal. Ése es el objetivo a cubrir.


Palabras de Heydrich que me parecieron ciertamente inteligentes cuando las leí en una nota interna de la Gestapo que llegó a mis manos junto a la noticia de la inminente visita a París del jefe nazi, interesado, entre otras actividades, en conocer a los principales colaboracionistas de la ciudad. De nuestro grupo, sólo Laffont y su lugarteniente Crandell habían sido invitados a esa reunión, y yo maldecía al ver pasar ante mí, sin poder rozarla siquiera, la posibilidad de acercarme a Heydrich, con el que, estaba seguro, lograría sintonizar. Sin embargo Crandell, apenas se embriagara y abriese la boca, se pondría en evidencia ante el culto Heydrich, que desecharía la idea de encomendar al grupo de Laffont otra tarea que la de apalear compatriotas a cambio de quedarnos con sus neveras: yo seguiría siendo carroña despreciada igualmente por vencedores y vencidos. Y ese rol, al poco más de un año de haber abandonado la cárcel, ya me repugnaba. Quería comenzar 1942 con otras perspectivas, y Crandell era el único obstáculo: sabía, por la simpatía que Laffont me había demostrado en múltiples ocasiones, que de no mediar mi grosero ex compañero de celda sería yo quien lo acompañase a la cena ofrecida por Heydrich. Fríamente, resolví eliminar el problema. Pero era un asunto delicado: Crandell tenía en la banda partidarios que no tolerarían un ataque a cara descubierta. La solución, sin embargo, la sirvió en bandeja mi propio adversario.

En los últimos tiempos, cuando tomaba unas copas de más -circunstancia que se repetía con frecuencia creciente-, Crandell había adquirido la costumbre de hacer chanzas entre los compinches de nuestro grupo a propósito de las relaciones sexuales que, empujado él por el rigor del encierro y yo por la imperiosidad de su protección, habíamos ambos mantenido; paradójicamente, no tenía la jactancia otro objetivo que el de la broma viril entre camaradas, y de hecho era habitual que recurriese a ella antes de las juergas que organizábamos con regularidad en los burdeles de la ciudad, a las que yo había dejado de sumarme precisamente por los humillantes sambenitos que su zafia verborrea amenazaba con acarrearme. Unos días antes de la llegada de Heydrich, todos los miembros de la banda decidimos juntarnos alrededor de una mesa para estudiar nuestros intereses y estrategias de cara a la esperada reunión. Fijada la cita a las nueve, hice creer a Crandell que deseaba confiarle algo importante e íntimo,y aceptó verse conmigo antes de esa hora. Como había calculado, la primera copa a la que insistí en invitarle se convirtió en una segunda y ésta en una tercera. Cuando le rellenaron el vaso por cuarta vez, adopté un tono compungido para suplicarle que no airease en público las felaciones que había aceptado practicarle en el pasado. Su reacción fue también la prevista: rió escandalosamente, con alborozo ya alcoholizado, y comenzó, en ese mismo instante, a hacer chistes al respecto. Mis protestas y súplicas, mi fingido embarazo, sólo sirvieron para desbocar aún más su grosería. Crandell llegó a la cena más borracho de lo habitual; a Laffont le disgustó, y tuvo que mantener fría la cabeza para no censurar a su lugarteniente el desinterés que demostraba por nuestro objetivo: Crandell, sin saberlo, estaba ayudando a mi plan. Una de las veces que el malestar de Laffont se hizo particularmente notorio a todos los presentes, me decidí. Adoptando un tono agresivo, recriminé al borracho su actitud. Crandell no reaccionó entonces, pero sí lo hizo cuando pidió más vino al camarero y se lo volví a censurar. Torciendo la boca en gesto obsceno, afeminando repugnantemente su vozarrón y maneras, comenzó a desvelar todo aquello que yo, con doble intención, le había suplicado que callase. Eché leña al fuego aparentando vergüenza y nervios a punto de desatarse. Envalentonado por el efecto de su ataque,Crandell persistió en él. Laffont, puse buen cuidado en cerciorarme, endureció con disgusto la mandíbula y se decidió a poner orden. Mi humillación pública duró unos pocos minutos, pero a ninguno de los presentes le gustó. Terminada la velada, me ofrecí a acompañar al borracho a casa. Todos pensaron que quería recriminarle en privado su actitud. Salimos en medio de un grave silencio roto sólo por las afeminadas chanzas etílicas de Crandell: junto a la puerta, manoseó mi sexo entre risotadas supuestamente campechanas que nadie le secundó: fue el último favor que me hizo. Ya en la calle, lo maté con el revólver que él mismo me había regalado: un disparo en la boca, mientras se tragaba de rodillas el cañón del arma entre sollozos y súplicas repentinamente serenas, y los otros cinco en el sexo que en el pasado me había obligado a chupar todas esas veces de las que no debería haber alardeado. Que no te sobrecojan la resolución y el valor físicos implícitos en esta confesión: mi supervivencia exigía el esfuerzo, y el endurecimiento verificado en la cárcel me dio fuerzas para llevarlo a cabo. El corpachón de Crandell flotando en el Sena fue mi pasaporte al respeto definitivo del grupo: ninguno de mis colegas volvió a referirse al asunto, y todos vieron en el ensañamiento entre las piernas la evidencia de que lo había matado yo. También Laffont. El día que me invitó a comer a solas hizo alguna referencia cómplice, me atrevería a decir que incluso humorística, a la primitiva personalidad de Crandell, cuya brutalidad a la hora de trabajar, aunque eficaz, no cumplía los requisitos de sutileza e inteligencia que en aquellos momentos precisaba mi anfitrión para impresionar a Heydrich, con el que íbamos a reunimos al día siguiente él y yo; suspiré de alivio: el primer peldaño estaba superado.

Retozón como cualquier otro mamífero, el ser humano tiende a conformarse con los objetivos alcanzados si éstos son suficientemente gratificantes: la reunión en los salones del Grand Hotel entre Heydrich y los fascistas franceses fue una prueba viviente de ello. Muchos de los notorios colaboracionistas allí presentes -que de no ser por determinados matices patibularios podrían haber pasado por honrados comerciantes de ultramarinos festejando las provechosas ventas del año- escucharon las palabras de Heydrich con atención protocolaria, sin captar la invitación a mejorar nuestra prosperidad que subyacía en las palabras del brillante orador al que aplaudieron intercambiando gestos de aprobación. Si enseguida me resultó evidente que aquella caterva de patanes estaba sobradamente saciada con los despojos que arrancaban a latigazos a sus víctimas, ¿cómo no iba a resultárselo al inventor de la represión inteligente? En estas circunstancias, era lógico el gesto de desagrado que Heydrich mantuvo tras su alocución, como también lo fue que, cuando logré sortear el círculo de los que le adulaban y me presenté osadamente como psiquiatra especializado en técnicas represivas, insistiera para que permaneciese a su lado. Influyeron, debo también decirlo, mi dominio del alemán, que me permitía comunicarme matizadamente con él, y, por supuesto, nuestras afinidades estéticas. Si en alguno de los libros de tu biblioteca se reproduce una fotografía de Reinhard Heydrich, abandona por un momento la lectura y búscala. ¿Ves sus manos? Blancas, esbeltas, de elegantísimos dedos sensuales… nítidas, concluiría yo. Manos de violinista -Reinhard lo era, y dicen que muy bueno-que por fuerza debían sentirse asqueadas ante la proximidad de las zarpas peludas y torpes, proclives a la palmada ruidosa y el apretón sudoroso, que pululaban aquella noche a su alrededor. Tras la cena de protocolo llegó el momento de dar paso al agasajo putañero que mi jefe y sus colegas habían organizado para la delegación nazi. Apenas había la orquesta concluido la segunda pieza, Heydrich, enigmático de repente, me apartó del ruidoso trajín de acarameladas mujerzuelas y se ofreció a mostrarme algo que sin duda despertaría mi interés. Picado por la curiosidad, lo seguí tras poner buen cuidado en pedir al suspicaz Laffont autorización para ello, e instantes después recorría, lleno de orgullo, la calurosa noche parisina de agosto de 1941 a bordo del Mercedes descapotable oficial de Reinhard Heydrich, que me hacía cómplice de sus ironías sobre los inconvenientes de las reuniones concurridas como la que habíamos abandonado. El aire que me azotaba el rostro llenaba mis pulmones de hermosas perspectivas de éxito a corto plazo.

Sin duda no has olvidado nuestras ya remotísimas visitas a los burdeles de París. Pocos, de entre nuestros amigos y conocidos, nos creían cuando afirmábamos que la prioridad de tales incursiones no era el sexo, sino, ¿te acuerdas?, continuar exprimiendo juntos la noche con el aliciente que a ésta le daba la disponibilidad de cuerpos femeninos hermosos y anónimos que a veces ni siquiera utilizábamos. El mismo espíritu, puedo afirmarlo, presidió la visita con Reinhard a la para mí hasta entonces desconocida Sombra Azul, exclusivo burdel que dirigía una dama parisina de mirada altiva y apretón de mano firme. «¿Un poco de música para amenizar nuestra charla?», no he olvidado que dijo Reinhard cuando, tras atravesar los pasillos y salones extrañamente solitarios del local, tomamos posesión del lujoso reservado hasta el que la dama nos había precedido. Asentí, y entonces entró la insólita orquesta: dos mujeres desnudas, rubia una y morena la otra, tan hermosas que su irrupción, más que excitarme, me embelesó; para evitar que mi anfitrión pensase que regalaba a un patán, ensayé una sonrisa de suficiencia y pregunté por los instrumentos. «Ellas son los instrumentos», sentenció Reinhard mientras hacía un gesto: de inmediato las putas, sumisas como ingenios mecánicos, iniciaron una coreografía lésbica plagada de sonidos sexuales a la que Reinhard, viniendo a recordar que la interpretación era únicamente música para amenizar nuestra charla, dio la espalda con indiferencia tras mostrarme el sencillo mecanismo que regía la dirección orquestal: chasqueó una vez los dedos y la partitura de gemidos se ralentizó automáticamente; los chasqueó dos veces, y arreció de inmediato hacia un crescendo que otro chasquido devolvió al volumen inicial de sugerente envoltorio sonoro para nuestra conversación. Ésta resultó particularmente instructiva: aunque para entonces yo ya imaginaba que la guerra sólo buscaba instaurar a un nivel sin precedentes una estructura de amos y esclavos garantizada por mercenarios uniformados, jamás me había enfrentado a sinceridad tan descarada como la de mi nuevo amigo. Reinhard concebía la guerra como una empresa -fue la primera vez que escuché un término mercantil aplicado a un proceso político, aunque no sería la última- cuyo motor de arranque había sido el acceso al poder, otorgado a través de las urnas por la manipulable imbecilidad nacionalista de una mayoría suficiente de alemanes, ignorantes del futuo de servidores más o menos bien remunerados que, según su nivel de utilidad, les aguardaba tras la victoria; sin embargo, las tenaces oposiciones que habían surgido y seguían surgiendo en Europa al paso del nazismo obstaculizaban el proyecto. Hombres como los que mientras nosotros hablábamos celebraban su grosera juerga en el Grand Hotel estaban preparados para terminar con los opositores encadenados a los potros de tortura, pero, fiándose en exceso de esa brutalidad, despreciaban temerariamente el valor humano, y no acababan de comprender que sin la erradicación definitiva de la última chispa de rebeldía la empresa nunca se asentaría por completo. Y ahí era donde podía entrar yo, concluyó Reinhard mientras chasqueaba los dedos, esta vez tres veces: las putas acometieron entonces una representación de climax erótico que fui invitado a observar en profundidad. Supe entonces por qué estábamos intimando allí y no en otro lugar: «Una de las dos mujeres es una conocida profesional de la prostitución -reveló mi nuevo amigo poniendo cuidado en ocultar cuál-. Si juega bien sus cartas puede enriquecerse, y lo sabe; la otra, sin embargo, se esfuerza por excitarte por otra razón. Te invito, o mejor, te reto a que averigües cuál. Dispones del resto de la noche». Me dejó entonces con las dos mujeres, y pude disfrutar de ellas: eran perfectas, sublimes; todos sus movimientos,incluso cada uno de sus suspiros, estaban encaminados a profundizar otro poco más en los matices de mi placer, y nada alteraba sus vehementes entregas de objetos sexuales resignados al carácter irreversible de su condición, pero tenían prohibido hablar de cualquier cosa que no estuviera en relación directa con mi satisfacción y, por mucho que escruté en detalle a cada una de ellas, me fue imposible entrever siquiera una aproximación de respuesta para la pregunta de Heydrich, que me desveló el misterio a la mañana siguiente: «La segunda mujer se esfuerza por excitarte porque mantenemos secuestrada a su hija, y la seguridad de la pequeña depende de que tu satisfacción sea la que esperas y no otra inferior», explicó mientras las dos putas, arrodilladas frente a mí a la espera de nuevos caprichos, exhibían en sus rostros una obscenidad irreprochable que impedía averiguar quién era la profesional y quién la angustiada madre; lo absoluto de esa sumisión me excitó con morbo que iba más allá de lo puramente sexual: era el punto más álgido que la posesión de un ser humano podía alcanzar. Reinhard, divertido por mi entusiasta reacción, me dio a las dos putas como regalo de bienvenida a su nuevo equipo y anunció que iba a dar órdenes a su ayudante para que me proveyera de fondos y salvoconductos y pusiera bajo mi mando una pequeña dotación de la Gestapo. ¿Psiquiatría aplicada alas técnicas represivas? Ahora iba a tener oportunidad de demostrarlo… Ignoro si fui capaz de disimular la brutal descarga de adrenalina que la perspectiva del éxito me inyectó. Si manejaba con inteligencia esa oportunidad de oro, podía alcanzar objetivos ni siquiera entrevistos entonces. Por supuesto, no sabía entonces que Reinhard Heydrich financiaba por toda Europa proyectos como el mío, atractivos a pesar de su abstracción, indefinición o incluso inconsistencia esencial, y lo hacía sin esperar de ellos resultados brillantes o siquiera útiles para sus objetivos, sólo porque le divertía contar a su alrededor con una dispersa cohorte de cachorros brillantes dedicados a inventar juegos para él. Sin duda, debí parecerle candidato idóneo para esa exclusiva selección. Me advirtió que deseaba resultados en un tiempo razonable que ciframos en tres meses y se despidió, dejándome a solas con el regalo: la primera orden que como su nuevo propietario di a las putas fue prohibirles que me permitieran entrever el menor vestigio de su verdadera identidad. Ese desconocimiento me fascinaba, y disparó salvajemente mi deseo por ellas durante los largos meses que las disfruté en la Sombra Azul. No creas, Jeannot, que me he demorado en matizar algunos detalles en apariencia superfluos de esta escena por una tardía vocación de pornógrafo: lo que ocurrió aquella noche es crucial para el asunto que ahora nos interesa, pues no es gratuito afirmar que aquellas dos mujeres fueron la madre del Niño de los coroneles. Más exactamente, su primera madre: no sería justo olvidar a las que vendrían después.

Decidido a no renunciar a mi suerte pesase a quien pesase, fui a despedirme de Laffont. Me felicitó con frialdad, pero a los pocos días ardieron misteriosamente los dos amplios pisos del centro de París que mi ya ex jefe me había entregado como recompensa por los primeros trabajos a sus órdenes: ahora, no cabía duda, tenía como enemigo a uno de los hombres más peligrosos de la ciudad, y el mensaje del fuego, que tal vez había sido sólo el aperitivo de represalias más contundentes, me decidió a trasladarme a algún lugar discreto alejado del centro de la ciudad. En concreto, pensé en el hogar de ciertos antiguos socios de los que aún no te había hablado: mis queridos amigos, los alegres archivizcondesitos de Chándelis, inmejorables y legítimos representantes de esa ralea aristocrática que lo ha heredado todo sin merecer nada. Por mi casual amistad con ellos, y gracias a sus relaciones y su dinero, había logrado poner en pie tres años antes un negocio inmobiliario de brillo tentador que yo propuse y los archivizcondesitos avalaron; y gracias de nuevo a ellos -a su cobardía y mezquindad esta vez-, fui la cabeza de turco que pagó los delitos de estafa derivados finalmente de aquel asunto. Eran culpables, pues, de esa estancia en la cárcel que tú ya conoces, y si la deuda no estaba aún saldada era sólo porque no había encontrado una forma de revancha adecuada a su pretendida alcurnia.

Los de Chándelis palidecieron cuando descendí del coche oficial de la Gestapo y los saludé con mi sonrisa más amplia y esos mismos modales plebeyos de los que tan despectivamente se habían reído la última vez que nos vimos, cuando, en el mismo jardín, dos gendarmes me esposaban sin contemplaciones ante sus indolentes miradas de clasista satisfacción. Estreché la mano de él y besé las mejillas de ella, notando en cada contacto sus respectivos desasosiegos: acobardado ante la posibilidad de una represalia inminente, al borde mismo del temblor físico el del archivizcondesito Luc; temeroso pero arrogante, estirado a pesar de la adversidad de las circunstancias el de su frígida consorte Henriette. Pude detectar el mezquino alivio de sus respiraciones cuando, aparentando mundana frivolidad y omitiendo a propósito cualquier referencia al pasado, les expliqué que mis nuevos amigos nazis buscaban un entorno como el que nos rodeaba en ese momento para ubicar la sede de cierto proyecto que yo dirigía; servil como sólo puede serlo un aristócrata despojado de sus prebendas, el archivizcondesito se apresuró a poner su palacio y la ancestral exquisitez de su esposa y de él mismo a mis órdenes, y esa misma noche me instalé en el dormitorio principal, que gentilmente me cedieron.

Al día siguiente comenzaron a trabajar los hombres que, para entonces, ya había puesto Heydrich a mi disposición, y un mes después los sótanos del palacio estaban acondicionados para el propósito de adentrarme en el conocimiento de la tortura, imprescindible para desembocar posteriormente en esa «psiquiatría especializada en técnicas represivas» que había presentado como fruto de mi creatividad: debía familiarizarme con los secretos del dolor físico, que sólo conocía por la asistencia ocasional a los interrogatorios de los calabozos de Laffont, así que una calurosa noche de verano me enfrenté a solas con un joven resistente que, siguiendo mis órdenes, me había sido entregado intacto. Recurrí en primera instancia al acercamiento cordial de cigarrillo compartido y solidaridad paternalista, pero el joven, como yo había esperado, no tardó en escupirme su desprecio. Entonces le golpeé, lo más fuerte que pude, con el revés de la mano. La inefectividad de mi afeminado golpe -recordarás que yo no era un hombre fuerte- provocó un momento absurdo y, a pesar de todo, puede que incluso cómico. Ambos nos miramos a los ojos: él, atónito por mi inesperada inexperiencia o desconcertado por las verdaderas intenciones que ésta podía ocultar, y yo, irritado por el dolor en la mano y la sofocante sensación de ridículo -de no ser por el lóbrego entorno, supe que el prisionero se habría reído-, que me empujó a salir del calabozo en busca de ayuda. Primera lección aprendida, Jeannot: el trabajo rudo y sucio no era para mi sensibilidad, y además no tenía por qué serlo: sólo fue necesaria una llamada para que esa misma tarde comparecieran ante mí cinco especialistas distintos de los que aprendí que el cuerpo humano es una máquina de asombrosa resistencia al que sin embargo, y aunque parezca imposible, siempre se puede exprimir un poco más de dolor. El primero de los torturadores demolió a martillazos los dientes del prisionero, el segundo arrancó con alicates las esquirlas adheridas a las encías y el tercero clavó en éstas largos clavos gruesos que el cuarto utilizó como conductores eléctricos; parecía imposible que el joven, puntualmente reanimado tras cada desvanecimiento, pudiese seguir encontrando fuerzas para gritar, y sin embargo lo hizo cuando el quinto hombre aplicó la llama de un diminuto soplete a las heridas de su castigada boca. Para ese momento, ya había escupido mil veces la información que poseía y suplicado otras mil que le permitiésemos volver a escupirla, pero eso, para su desgracia, carecía de interés para mí. Sólo ordené parar cuando uno de los verdugos me advirtió que el prisionero podía morir, algo que no quería por el momento: si el castigo, hasta entonces aplicado exclusivamente a su boca, había sido tan instructivo, cabía pensar que descender por el resto del cuerpo me permitiría mostrar a Reinhard conclusiones y avances del proyecto que le había logrado vender: esa psiquiatría aplicada al suplicio de la que hasta la fecha, en realidad, yo nada sabía aunque me había comprometido a elaborar para unas semanas después un primer informe de resultados. Pero no era tan sencillo: durante el descanso que hasta la mañana siguiente concedí a los torturadores, visité al detenido en la celda. Sólo veinticuatro horas después de su altivo compromiso con la Francia Libre era un despojo apenas humano que emitía, semidesvanecido y ajeno a mi presencia, un prolongado y tenue lloriqueo. Pero algo no funcionaba: si el resultado obtenido por los cinco torturadores había sido tan indiscutible y contundente, ¿qué falta hacía la psiquiatría en el proceso? En otras palabras, ¿qué falta hacía yo? De pronto, me aterró la visión de un sonriente Reinhard, diciéndome en nuestra siguiente cita que, aunque había sido divertido saludarme, no veía en mi trabajo nada interesante o útil que justificase una prórroga de nuestra relación; me vi en la calle, a merced de la revancha que, no me cabía duda, Laffont sólo aplazaba para no enemistarse con el poderoso jefe nazi. Era imprescindible encontrar algo novedoso, y la clave tenía que estar allí, en ese mismo momento y en ese mismo lugar, ante mis ojos, oculto en alguna parte del fardo de carne sollozante, pensé mientras me acercaba para observar al detenido de cerca. Se encogió contra la pared y dejó de gimotear e incluso de respirar, expectante y tan aterrado que su mirada era incapaz de apartarse de mí. Cada vez más cerca, escruté en profundidad el fondo de aquellos ojos a los que sólo el pavor impedía derrumbarse. Era pavor hacia mí, hacia mi mirada y respiración, hacia mi sonrisa socarrona o hacia el menor amago ceñudo, hacia cualquier manifestación que pudiese denotar la gestación en mi mente de un capricho maligno. Sin embargo, yo sabía que bajo ese pavor latía también el odio, aunque estuviese momentáneamente anestesiado por el sufrimiento. Si en ese instante liberaba al joven, ¿cuánto tardaría en volver a la lucha? ¿Y por cuántas veces habría el odio multiplicado su temeridad y resolución contra nosotros? La única forma de neutralizar la potencial amenaza de ese individuo concreto pasaba necesariamente por su eliminación física: por tanto, nadie que entrase en nuestros calabozos debería salir con vida de ellos y, según eso, la obtención de datos con los que eliminar nuevos enemigos era el objetivo único de la tortura. Sin embargo, me propuse encontrar otro: una terapia que mediante la aplicación científica del sufrimiento físico y mental eliminase del individuo toda capacidad de iniciativa agresiva: en términos coloquiales, la castración del toro trasplantada al terreno de la mente humana. Nuestros enemigos, convertidos en mansos bueyes de los que nada hubiese que temer. Por ahí se barruntaba la aportación personal que me permitiese consolidar mi posición, y a su búsqueda me apliqué sabiendo que no andaba sobrado de tiempo. A fin de que todo el proyecto fuese desde el principio ajeno a logros preexistentes, me propuse encontrar verdugos y víctimas insólitas y, en esa tesitura, quiso nuestro viejo amigo el azar que los pasos de uno de mis habituales paseos nocturnos me llevasen hasta una sombría taberna de los barrios marginales.

El encargado charlaba con los dos únicos clientes, que parecían habituales, mientras ultimaba los preparativos previos al cierre. Al fondo del bar, acodado en la esquina de la barra ante un vaso de vino barato, un borracho de carnes consumidas y estatura ridicula mantenía una agria disputa con alguien invisible situado en el interior de su copa. Pidió otro vaso de vino y, cuando el camarero se amparó en la avanzada hora para eludir servirle, nos sobresaltó a todos con un furioso acceso de insospechada ferocidad: el odio contra el mundo ardía en su mirada, y su voz, rasposa como si el perro rabioso que parecía llevar en las entrañas le hubiese arrancado a dentelladas las cuerdas vocales, consiguió estremecerme. Cuando el camarero, guiñando a los otros clientes un ojo cómplice que delataba la cotidianidad de la escena, le respondió con un bufido amenazador, el hombrecillo, súbitamente acobardado, se retiró como un perro acostumbrado al castigo físico, pero su expresión siguió escupiendo odio demente. Fue ese contraste el que, sin saber muy bien por qué, me empujó a convidar al infeliz en otro lugar. Como había previsto, se mostró receloso al principio, pero acabó por aceptar. Transcurrió así una larga noche en la que, tras algunas sencillas maniobras para despertar su confianza, averigüé que se trataba de un desgraciado con las facultades alteradas por la mezcla precisa de enfermedad mental congénita, soledad y sufrimientos provocados por sus estancias intermitentes en prisión. Por todo ello, Tuccio -así se llamaba: sólo Tuccio. Sin apellido ni pasado. Sin futuro- era una máquina de despecho en estado puro a la que el alcohol provocaba iracundas violencias que, para exacerbar aún más su irritación vital, sólo despertaban la carcajada ajena. Perfecto para un plan todavía inconcreto que, sin embargo, puse en marcha de inmediato.

Los de Chándelis no dieron crédito cuando, en la mitad de esa misma noche, tras obligarles a saltar de la cama y presentarse a la carrera en el salón -cómo me divertía la falsa naturalidad con la que, para no contradecirme ni despertar mi enfado, aparentaban celebrar como verdaderamente ocurrentes estos marciales sobresaltos-, les presenté al inmundo Tuccio, al que había prohibido lavar su ropa o asearse, como mi nuevo secretario, un personaje muy apreciado por las autoridades de Berlín; Luc y Henriette se esforzaron en aparentar que les resultaba verosímil la importancia, a todas luces imposible, del grotesco hombrecillo, e incluso lo presentaron con hilarante protocolo al desconcertado personal del palacio. Al día siguiente, la primera comida en tan grotesca compañía me resultó más grata a medida que Tuccio se embriagaba y volvía la situación insoportable con eructos y ventosidades que los cada vez más inquietos anfitriones trataban de ignorar. Esperé a los postres para anunciar que el palacio, y todas sus dependencias, y todas sus posesiones y personas, pasaban en ese instante a ser propiedad de mi amigo, que podría utilizarlos a capricho: un despojo humano, marginado a palos por la vida, amo y señor de un entorno de cuento de hadas… Los de Chándelis -me satisfizo sobre todo la mirada de escandalizado odio hacia mí que Henriette trató de disimular sin conseguirlo- rieron ruidosamente mi ocurrencia hasta que se produjo la entrada de los seis miembros uniformados de las SS que vigilarían desde ese momento el estricto cumplimiento de la orden. Los comensales -y en particular el propio Tuccio- me miraron consternados y llenos de incertidumbre.

Inicié el Experimento Tuccio -además de por un simple afán de venganza hacia los archivizcondesitos, cuya humillación en esas circunstancias me divertía contemplar- porque intuía que algo interesante para mis investigaciones podía derivarse de la observación de ese cúmulo de despecho viviente convertido en amo del paraíso reservado hasta ahora a otros. Convertir al bufón en rey fue un proceso que encontró serios obstáculos: al principio, el desgraciado no se creía que el mundo hubiese girado tan favorablemente, y el recelo lo llevaba a aislarse como un animal doméstico temeroso de sus amos. Tuvo que mediar un estallido histérico del archivizcondesito para que Tuccio, al enfrentarse a él, descubriese sorprendido que los SS se ponían a sus órdenes. Debió de ser en ese momento cuando despertó su maldad acobardada, humillada y apaleada durante toda la vida. ¡Y cómo lo hizo! Al poco tiempo, el ala del palacio dedicada al experimento era una ciénaga-prisión por cuyos pasillos atestados de excrementos y selectos residuos gastronómicos vagaban los archivizcondesitos y sus sirvientes, obligados por la presencia de los SS a representar exquisita normalidad mientras se esforzaban por esquivar, como alimañas aterrorizadas, cualquier encuentro con el hombrecillo devenido en monstruo de insospechado sadismo con el que, sin embargo, debían sentarse a comer y cenar manteniendo las más encantadoras maneras mundanas. Ya imaginarás que, primario como era, Tuccio basaba su reinado en la humillación física de sus vasallos y en el disfrute sexual de sus vasallas, dedicando especial atención, en los respectivos terrenos, a Luc y Henriette. Obviamente, y por eso mismo, eran también los archivizcondesitos el objeto principal de mi estudio y observación. Hasta sólo dos meses antes habían sido personas seguras de sí y de la inviolabilidad de su exclusivo entorno, seres fuertes, invencibles y superiores a los mortales comunes. Unas cuantas sesiones de tortura física convencional, como las que seguían practicándose en los sótanos, habrían doblegado su espíritu sólo temporalmente: sin duda, una vez devueltos a la normalidad de su castillo habrían terminado por encontrar en él consuelo y refugio donde lamer sus heridas. Mi plan, sin embargo, se había propuesto el quebranto de sus mentes a través de la destrucción de esos refugios últimos, los reales y tangibles y también los imaginarios o recónditos. Mis dos putas de la Sombra Azul me habían dado la idea: ambas -cada una por su propia razón- vivían según la regla diáfana y única de satisfacer mis caprichos, que yo, llevado por el afán científico, había ido degenerando hacia límites cada día un poco más crueles y repugnantes en busca de algún conato, por mínimo que fuese, de rebelión. Pero ninguna de las dos había reaccionado, ni siquiera durante las sesiones más duras. ¿La causa de tal abnegación? Sin duda, la claridad de las duras reglas del juego: en sus mentes se había conectado un circuito de seguridad, según el cual todas las depravaciones que les obligaba a ejecutar eran trámites a superar en aras de la supervivencia de la hija, en un caso, y de la mera ambición en otro. Todo tenía una razón lógica -aunque a ellas pudiese parecerles demoníaca-, y eso permitía a mis esclavas no perder la razón: sabían que yo, dictador de las reglas de su vida y de su muerte, buscaba únicamente extraer placer de sus cuerpos, y nunca, por ejemplo, me hubiese divertido despellejando la pierna de alguna de ellas, porque eso hubiera estropeado para siempre mi apreciado juguete. Pero, ¿y si ese caprichoso amo de sus vidas aplicase, en vez de una diabólica lógica, una diabólica ausencia de lógica? ¿Si su capricho fuese efectivamente despellejar la pierna del juguete sin esperar ningún placer a cambio, aunque fuese innecesario, sólo porque sí? ¿No destruiría eso el refugio último en el que se amparaba la cordura de la víctima? Me atrevía a afirmarlo, y el progresivo hundimiento de los archivizcondesitos era la prueba de que me encontraba en el camino acertado. Por supuesto, se trataba sólo de un primer paso, que no llevaba -no aún- a la «castración del toro», y era necesario profundizar en el experimento, trasladarlo a otros estratos sociales, encontrar la fórmulainfalible que lo hiciera extrapolable y garantizase la destrucción de cualquier refugio mental imaginable. Ése era, más o menos, el discurso que había preparado para la próxima visita de Reinhard: aunque consciente de sus fisuras y lagunas, de sus golpes de efecto en algunos casos huecos, contaba a cambio con la espectacularidad de algunos de los resultados obtenidos: sabía que a Reinhard le divertiría la terrible situación del palacio lo suficiente para seguir confiando en mí, incluso para entusiasmarse con mis progresos, y esperaba ansiosamente la llegada de mi jefe y amigo. Todo iba bien, muy bien.

Demasiado bien: en la mañana del 27 de mayo de 1942, dos guerrilleros de la resistencia checa disfrazados de obreros dispararon sobre el Mercedes descapotable de Reinhard. Aquel día sustituía al chófer habitual del Mercedes, enfermo de repente, un soldado inexperto que, al iniciarse el tiroteo, frenó en vez de acelerar. Esa circunstancia lo decidió todo. Aunque Reinhard había repelido a tiros el ataque, alcanzando a uno de los guerrilleros, recibió heridas a consecuencia de las cuales murió el 4 de junio: la Historia, tras seducirme, me traicionaba y abandonaba a mi suerte. El mundo que estaba empezando a construirme se derrumbó a mi alrededor.

Toda aquella noche deambulé meditabundo, solitario, sombrío… de veras asustado; el miedo a Laffont -unas semanas antes, sintiéndome a salvo en mi parcelita de poder, había mostrado en público mi arrogante desprecio hacia él, que no tuvo otra opción que amenazarme abiertamente- y la inquietud por el futuro me angustiaron, cercanos y tangibles como nunca. El amanecer me sorprendió caminando cansado y entristecido por las solitarias orillas del Sena junto a las que, ¿lo recuerdas?, tú y yo nos conocimos.

Y fue entonces cuando te vi.

Sí, amigo mío. Al principio pensé que la vigilia me provocaba alucinaciones. Pero no, Jeannot: eras tú; más gordo y avejentado, como cansado y con algo de derrotado pero sin duda tú, acodado en el pretil del Puente de la Tournelle y, al parecer, sumido también en negros pensamientos. Sinceramente emocionado, sentí el impulso de aproximarme y abrazarte, pero la intuición me aconsejó cautela. Poniendo buen cuidado en no ser visto te observé y luego, cuando echaste a andar hacia Notre-Dame, la curiosidad me movió a seguirte. Conocí así la existencia de tu consulta -«Jean Laventier, doctor en psiquiatría», rezaba la humilde placa de la fachada: ¿era ésa la patética culminación de tus sueños de gloria?- y las ventanas de la que debía de ser tu casa, y deduje que la mujeruca que a la hora del almuerzo salió del inmueble era tu ayudante. ¿O se trataba de tu esposa? Tal vez, durante nuestros intensos meses de separación, te habías casado con esa, discúlpame, antípoda de las diosas sexuales que siempre habías imaginado que te depararía la vida: una existencia vulgar y acaso -¿por qué no?- feliz, pero tan alejada de tus anhelos juveniles como contraria a tus gustos estéticos era la impecable corbata que, para mi sorpresa, lucías en tu cuello, tan reacio a esa sumisión social… Digo «tus» anhelos, pero debería hablar en plural. Porque, apostado frente a tu puerta en ese momento adverso de mi vida, me resultó imposible no verme de algún modo reflejado en la placa que simbolizaba tu éxito mediano, irrelevante, estancado y gris (entonces desconocía que esa fachada era el hábil disfraz que te permitió, durante tanto tiempo, ocultar a la Gestapo tus hoy míticas actividades clandestinas). Al poco, abandonaste la casa y subiste a un viejo automóvil. Ya emocionalmente enredado en el espionaje de tu persona y circunstancias, utilicé mis credenciales para requisar otro coche en el que te seguí con discreción. Un par de horas después, tomamos el desvío del viejo caserón de tu familia que yo había visitado en una ocasión. ¿Qué podías hacer allí tú solo?, me pregunté. ¿Una amante? ¿En tan inhóspito lugar? Abandoné el coche a una distancia prudente de la verja de entrada y me acerqué con cuidado hacia la casa. No logré verte durante el resto de la tarde, hasta el anochecer, cuando las luces de la sala principal me permitieron identificar tu silueta. Casi enseguida escuché la música: un viejo vals que, según creía recordar, estaba entre tus favoritos. ¿Me equivoco al afirmar que lo bailaste solo, tomando entre tus brazos al aire por pareja? La noche había caído ya sobre el caserón solitario, aislado como una tumba en medio del campo, y únicamente destacaba en la oscuridad tu silueta moviéndose en el centro del rectángulo luminoso de la ventana; el sonido fantasmagórico del vals, repitiéndose una y otra vez, acabó por estremecerme. Impelido por un miedo súbito e inexplicable -no supe a qué: ¿a la oscuridad nunca temida antes? ¿Al desvarío mental que parecía anunciar tu espectral pareja? ¿A mi futuro? ¿A los tiempos felices de la juventud que, irreversiblemente perdidos, habían degenerado en ese siniestro baile con la nada que espiaba separado de ti por la oscuridad?- corrí hacia el coche y no dejé de conducir hasta que, con las nuevas luces del alba, entré en París. El desasosiego, en contra de lo que había esperado, no se diluyó a medida que el día, al asentarse, me devolvía a la inquietud por mi situación personal.

Curiosamente, ninguna orden de Berlín había venido a despojarme, tras la muerte de Reinhard, de las prebendas oficiales: mis subalternos seguían cuadrándose cuando aparecía ante ellos y las dos putas seguían siendo de mi propiedad. Con rabiosa decepción, estaba a punto de aceptar que mi insignificancia en el escalafón de la Gestapo era tal que ni siquiera justificaba el despido, cuando el piloto de un vuelo especial se presentó ante mí con la orden de trasladarme a Berlín: Heinrich Himmler quería verme. Él en persona.

Seis horas después, el todopoderoso nazi me invitaba a sentarme frente a él en un amplio sofá que no había elegido únicamente por su comodidad: sobre una mesita, muy cerca de nosotros, se encontraba la máscara mortuoria de Reinhard Heydrich. Supe después que Himmler, del que se decía que podía haber instigado el atentado contra su ambicioso subordinado, conservó ambiguamente esta reliquia durante meses: ¿tributo al camarada muerto o trofeo de caza recordatorio del poder absoluto de su poseedor? Sin mediar pausas que permitiesen elucubrar una respuesta a la cuestión, Himmler puso sobre la mesa la agenda que había sido de Reinhard y la abrió por la página en la que mi difunto protector, durante nuestra primera entrevista en la Sombra Azul, había anotado mis datos sin otra intención que la de entregárselos a su ayudante. Para un paranoico de la fiscalización como Himmler, los círculos de tinta que rodeaban las palabras «Víctor Lars» -había querido el azar que Reinhard los trazase mientras me enunciaba las ventajas de pertenecer a su equipo-, más el hecho de que en los ficheros sobre colaboradores de las SS había una carpeta con mi nombre que nada contenía en su interior -lógico, pero nadie más que yo y el muerto podíamos saberlo-, sólo podía significar que el aprecio de Reinhard hacia mi trabajo y mi persona eran acordes al tan celoso secretismo que Himmler quiso imaginar y agigantó. ¿Quién era ese Victor Lars que tan clandestinamente colaboraba con el fallecido?, me interrogó con amabilidad. ¿Cuál era mi trabajo? Heydrich había fallecido antes de que pudiese entregarle una sola línea de mis, por otra parte, inexistentes conclusiones, y no podía desaprovechar ese factor… Me atreví a mirar a Himmler a los ojos, adopté un tono grave y, poniendo por testigo a la máscara mortuoria que ninguna de mis mentiras podía enmendar, presenté el balbuciente experimento Tuccio -del que, a mi conveniencia, sólo revelé difusas líneas maestras- como un proyecto asentado que entusiasmaba a Heydrich y del que no había constancia escrita a causa precisamente de su envergadura, de la importancia que él le había concedido. Enardecido por mi propio discurso, al que daban alas el interés de mi oyente y su mirada ocasionalmente aprobatoria, logré transmitirle mi entusiasmo, y esa misma tarde regresaba a París con un encargo personal de Himmler, que tal vez vio en la absorción de mi talento una victoria póstuma sobre su ambicioso ayudante fallecido. Fuese como fuese,debía presentar lo antes posible un informe amplio sobre mis avances en el campo de «la aplicación del dolor mental como alternativa al dolor físico». No tenía tiempo que perder: había vendido algo que no existía y tenía que inventarlo a toda prisa. Pero no fue difícil. Tú recuerdas mi convincente oratoria, y entenderás por tanto que, con el adecuado apoyo de fotografías y películas filmadas en mi laboratorio de torturas, el primer informe que envié, «La tortura como arma de futuro», resultase convincente: me fueron concedidos más fondos, el grado de capitán de las SS -como tal vez ignoras, Himmler era muy proclive a premiar con graduaciones militares a los civiles cuyo trabajo e iniciativa le resultaban satisfactorios-, y recibí la invitación personal de mi nuevo jefe para acompañarle en algunas de sus visitas a los campos de concentración. Tal y como haces ahora en tus cotizadas conferencias, arengaba yo en esos casos a los oficiales que los dirigían o iban a dirigirlos; por supuesto, tus charlas eran distintas de las mías en lo superficial -tú, por ejemplo, te explayabas y te sigues explayando sobre la importancia que adquiere la educación infantil en la erradicación del racismo, y yo hablaba de lo conveniente que resultaba, como primer trauma de choque, obligar a las más recatadas de entre las prisioneras recién llegadas a exhibirse desnudas, una por una, ante los oficiales del campo-, pero idénticas en lo esencial: los dos dábamos a nuestros oyentes lo que querían oír; los dos sacábamos halagos, aplausos y beneficio económico de ello; los dos éramos lo mismo: charlatanes de maneras elegantes. Y tú, reconócelo conmigo, mucho más que yo, que al fin y al cabo trabajaba forzosamente apartado de la vida pública. ¡Qué bien rentabilizaste tu apoyo a la Resistencia! Y qué bien, no tengo más remedio que admitirlo, supiste ocultarlo durante los años de la ocupación. Aunque también fue cuestión de suerte: coincidió que nunca hiciste nada sospechoso -y por tanto nada sospechoso pude yo ver- durante las semanas que te seguí. Porque has de saber que, después de aquel casual encuentro junto al Sena, y una vez estuvo mi prosperidad asegurada por Himmler, me empeñé en saber más de ti. Imagino que buscaba materializar el reencuentro de nuestra amistad, y por eso, durante aproximadamente tres meses, eligiendo días o noches al azar, me apostaba frente a tu consulta y espiaba tu actividad. Eras, como yo, un hombre solo; puede que eso te salvara: distraído por esa solidaridad, no fui meticuloso en la observación de otros detalles que hubieran podido llevarme a conocer tu actividad clandestina. Pero eras tan rutinario y mediocre… Pronto deduje que la mujeruca no era tu esposa, sino tu empleada, y que no tenías hijos, ni amigos relevantes, ni siquiera conocidos con los que compartir una conversación estimulante. Sólo destacaban tus ocasionales visitas, siempre en fin de semana, al viejo caserón familiar: el vals, tu baile con el fantasma… rigurosamente solo en el centro de la oscuridad, Jeannot… ¿Practicabas alguna forma de brujería o te aguardaba tras el baile una niñita atada a la cama?, me preguntaba yo, apoyado en el árbol del jardín que había convertido en punto de observación. ¿Rezabas o estabas simplemente chiflado? La curiosidad me llevó una mañana a inspeccionar el caserón, tras comprobar que estabas ocupado en la consulta y no podrías por tanto interrumpirme: no hallé nada, excepto mis propios recuerdos de aquella noche que pasamos tú y yo en compañía de cierta dama de la que ambos estábamos enamorados, y fue ese momento el que marcó mi progresivo desinterés hacia ti: tal vez porque te dibujabas como un hombre prematuramente envejecido y aburrido, abandoné la idea de propiciar un encuentro contigo y fui abandonando tu estéril vigilancia. Además, a finales de aquel año 1942, comenzaron a reclamarme otros asuntos.

Siempre me he preguntado si fui yo el primero en entrever el desastre. Supongo que no, pero puedo asegurarte que sí fui uno de los más diligentes en planear mi salvación personal, azuzado por la disposición sobre el tablero que adquirían las fichas de la partida bélica. En octubre y noviembre,las catastróficas derrotas de El Alamein y Stalingrado habían venido a sumarse a la de principios del verano, cuando el intruso americano había machacado en Midway a nuestro socio japonés. Mis aspiraciones de lograr un puesto de privilegio en el nuevo orden que surgiría tras la guerra pasaban por la victoria. Pero ¿y si perdíamos? Aunque seguía trabajando con normalidad -de hecho, diseñé métodos que fueron aplicados con éxito en los campos de concentración, lo que aumentó la estima que Himmler me tenía-, comencé a librar, sobre ese supuesto adverso, mi propia guerra. Una derrota del Reich, razoné, convertiría Europa en un campo de tiro contra los nazis y sus simpatizantes. No habría ningún sitio seguro en el territorio europeo ni en el del enemigo americano, y las posibilidades quedaban reducidas a Asia, África y América del Sur, lugares en los que las sospechas que un ciudadano francés pudiese despertar serían acalladas, mejor que de cualquier otra manera, con dinero: en concreto, y para no ser erróneamente optimistas, oro, joyas o dólares. No podía contar con los inmuebles a mi nombre, que me serían arrebatados tras la eventual derrota, ni con la saneada cuenta bancaria en una moneda, la legal, que perdería en tal supuesto todo su valor. No, necesitaba recaudar fondos en cualquiera de esas tres monedas universales, y la astucia recomendaba hacerlo con cautela y sin compartir con nadie mis inquietudes: yo mismo había apoyado con entusiasmo -y ejercido en dos ocasiones- la invitación de Himmler a denunciar a todo aquel cuya voluntad de victoria flaquease. Por todas estas perspectivas brindé el primer día de 1943; por todas ellas puse en marcha mi plan de salvación, en el que, ya te lo adelanto, tu involuntaria colaboración sería crucial.

Era una trama compleja, porque a la ya referida discreción que debía guardar se sumaba la necesidad de seguir desempeñando con normalidad mis funciones, que exigían la emisión de puntuales informes cuya elaboración no podía eludir. Mi objetivo, al ser doble -salir indemne caso de que ganáramos, pero también caso de que perdiéramos-, parecía sugerir una vida igualmente doble: la primera, la del comandante -recibí el ascenso como regalo de Navidad- Víctor Lars, continuó su curso con aparente normalidad: en lo profesional, seguía entregado a mi laboratorio, cuyos resultados mostraba a los militares y científicos interesados en el especial decorado de Chándelis, donde los archivizcondesitos y su celador Tuccio componían, además de un instructivo experimento sobre los límites de la degradación humana, una introducción al tema tan llamativa y amena como pueden resultar las atracciones de un zoológico previas a una conferencia sobre vida animal; sobre todo desde que arrebaté a Tuccio la llave de la bodega para que, rabioso por una abstinencia que sólo yo podía aliviar, endureciera a mi satisfacción las condiciones de vida de sus anfitriones. En lo personal, inicié relaciones de noviazgo con una necia berlinesa y con su madre; la afirmación no es gratuita: Vera hija siempre se desplazaba acompañada por Vera mamá, que sin duda fue la que le inculcó la adoración por el uniforme alemán en cuyo alto estado mayor había servido hasta su muerte el marido y padre de esta Vera bicéfala. Me casé con ella en octubre de 1943. Mi esposa era tan escasamente agraciada que parecía víctima de alguna clase de sordo retraso mental, pero eso no me impidió lisonjearla en público -y hacerlo meticulosamente: formaba parte del plan-, escribirle durante mis ausencias pegajosas cartas de amor que, no me cabía duda, Vera madre leía y exhibía orgullosa ante sus amistades, y, claro está, montarla hasta lograr el embarazo imprescindible para mis intenciones: la flor y nata de la familia militar alemana no podía sino creer que formábamos una familia feliz. A la vez, mi vida clandestina me permitió -por razones que te oculto de momento porque están relacionadas con tu participación en los hechos- reunir la ansiada fortuna en oro y joyas. Excepto algún detalle de orden menor, mi fuga estuvo lista justo a tiempo: la cuenta atrás se puso en marcha el 6 de junio de 1944, cuando los norteamericanos desembarcaron en Normandía.Comenzaron a proliferar a mi alrededor los sudores fríos, las desbandadas y los chantajes del Führer a sus oficiales destacados fuera de Alemania: como yo había previsto, las familias de los militares de alta graduación comenzaron a servir de aval que persuadiese a éstos de incumplimiento de órdenes o tentaciones de deserción. En ese sentido, el comportamiento de mi familia fue ejemplar, si bien es cierto que nunca llegaron a saberlo: el día que decidí escapar, Vera madre, Vera hija y la mofletuda Vera nieta -que nació a tiempo para que pudiese yo exteriorizar, durante la ceremonia del bautizo, una adoración paternal que no dejó dudas a la Gestapo sobre la efectividad que sobre mí tendría su chantaje- se quedaron en Berlín para garantizar que mantendría mi fidelidad al Führer. Gracias a su abnegación tuve libertad de movimientos para regresar a París en agosto de 1944, pocos días antes de la liberación de la ciudad.

Para no tentar a la adversidad, borré con extremo cuidado mi rastro. Comprobé que en Chándelis se habían eliminado elementos identificativos del laboratorio de tortura y supervisé personalmente la eliminación de los testigos; por alguna razón que en ese momento no alcancé a comprender, perdoné la vida de Tuccio, Luc y Henriette: no me impulsó la piedad, sino la certeza de que su hilarante relación no había llegado al límite. También asistí a la desintegración de la Sombra Azul, cuya artificiosidad de paraíso falso quedó patente en los detalles de la precipitada fuga del otrora impecable encargado del bar: sudoroso y sin peluquín -la primera vez que lo veía sin él: el detalle adquirió la extraña capacidad de compendiar el derrumbamiento del Reich-, se esforzaba, con ayuda de una pupila también acalorada, en el absurdo empeño de arrastrar hacia el coche que aguardaba en la puerta un gigantesco reloj de pared que, de pronto, comenzó a cantar la hora. El hombre y la mujer callaron como si hubieran sido sorprendidos en el peor de los actos, se miraron con angustia, más aterrorizados y hundidos a medida que sonaban campanadas y, cuando el reloj enmudeció, lo dejaron caer y se dirigieron hacia la salida desolados como autómatas a punto de agotar las baterías. Mis dos putas -la curiosidad por los sentimientos que experimentaría al verlas por última vez me había empujado hasta el burdel – habían desaparecido sin dejar rastro. En la celda vacía de sus presencias, las sábanas de seda de la cama -que, inexplicablemente, alguien había dejado impecable, como lista para albergar una noche de boda- y las argollas y látigos engarzados a las paredes me parecieron lúgubres vestigios de otra época: de pie junto a la entrada, sin decidirme a adentrarme en la habitación o conectar siquiera la luz, me sentí visitante del museo de un pasado, el mío propio, al cual pertenecían mi juventud y el ejercicio del poder que la había hecho gloriosa. Un pasado que se me escapaba, que se me había escapado ya entre los dedos… No podía sospechar entonces que mis dos putas -así, indisociadas e indisociables: una sola persona en mi percepción- habrían de merecer, en ese balance último que los viejos con tendencia a la introspección autobiográfica no podemos evitar bosquejar, el rango más alto de mi aprecio, el de la mejor mujer, la más importante, la única jamás olvidada de mi vida gracias -así he terminado por concluirlo- a su fascinadora condición de objetos carentes de voluntad, al hecho de que, una por la simple seriedad profesional y la otra por el amor a una hija que tal vez, sólo tal vez, seguía aguardando en alguna parte, lo entregaban todo sin exigirme a cambio que fuese puntual a la hora de la cena, satisficiese su instinto maternal o las obsequiase con patéticos detalles cotidianos de cariño. Un día, más de un año después de la debacle parisina, volví a ver a la mitad rubia de mi maravillosa mujer: yo era ya un fugitivo de mi pasado; tras haber permanecido unos meses escondido, aguardaba por fin un tren en el andén de una estación que no voy a nombrarte porque sería irresponsable y desagradecido dar pistas sobre las etapas del éxodo americano que tantos utilizamos después de la guerra. La vi de pronto: sola y tensa, asiendo con las dos manos una pequeña maleta desvencijada, hermosa como siempre a pesar de que iba vestida, mataba el tiempo en el andén como cualquier otro viajero solitario. No me vio, pero aun así levanté, inquieto, el cuello del abrigo, y noté cómo se apoderaba de mí, más que el miedo, una extraña tristeza: averiguar de esa forma su identidad ignorada a propósito durante tanto tiempo -cosa que ocurriría al ver quién acudía a recibirla en el punto de destino- se me antojó deprimente y casi físicamente doloroso, como si fuera yo un marido ingenuo descubriendo de repente la infidelidad de su esposa adorada, aunque en ese momento acaparara mi atención el peligro que la puta rubia podía representar: no podía arriesgarme a viajar durante seis horas -era obvio que esperaba el mismo tren que yo, un pequeño convoy de sólo tres vagones: una ratonera donde por fuerza acabaríamos por toparnos- con alguien capaz de reconocerme que, de poder, lo haría además con feroz satisfacción. ¿Las posibilidades de eliminarla en el populoso andén? Ninguna. ¿Arrastrarla hasta la puerta del vagón, una vez iniciado el viaje, y tirarla en marcha? Imposible sin que opusiera resistencia. Nuestro tren maniobró hasta situarse en la vía; comenzaron los viajeros a subir a él tras despedirse de sus acompañantes. Ella seguía quieta, sin hacer el menor ademán de subir al tren; entonces consultó nerviosamente la hora y miró con impaciencia hacia la entrada de la estación… Tal vez, pensé, esperaba a otra persona. Y en efecto: una mujer de unos setenta años y aspecto humilde, pequeña y regordeta, llegó hasta ella gestualizando las causas de algún retraso imprevisto. La puta rubia recriminó cariñosamente su retraso mientras la acompañaba hacia el vagón. Respiré aliviado -mi compañera de viaje era la otra- y, ya tranquilo, las observé: había emoción en las miradas de ambas, y un sentimiento intangible de tristeza intensa -la ausencia de un tercero o terceros a causa de la guerra, me pareció lógico suponer- flotaba sobre la despedida. La vieja subió al tren; yo también, un par de vagones más allá. La máquina arrancó; los acompañantes de los viajeros comenzaron a despejar el andén tras algún saludo último con la mano; la puta rubia -¿había un principio de lágrimas en su mirada?- fue la única que caminó unos pasos aferrada a la mano de la otra, levantando la voz para hacer audibles sus últimas frases entrecortadas; cuando el tren comenzó a tomar velocidad, tuvo que soltarse, pero aún avanzó unos pasos con el brazo extendido y luego, una vez parada, permaneció en pie en el andén ya desierto, inmóvil, como si estuviera concentrada en convocar deseos de felicidad y esperanza para la otra. Un impulso me lanzó a atravesar corriendo la longitud del convoy. Desde la plataforma del furgón de cola, la vi mirar por última vez el tren antes de girarse con parsimonia melancólica y caminar hacia la salida. Me quedé observándola, tratando de hacer mía la ilegítima sensación de que era yo la persona a la que había ido a despedir, que a mí estaba dedicada la tristeza ligeramente desolada de sus pasos desganados, que me quería a su lado y sufría por mi ausencia… Pero no lo conseguí: todo lo que tenía de ella -todo lo que me pertenecía de ella- era, además del recuerdo del placer que me había dado, el enigma todavía hoy fascinante sobre su verdadera identidad.

La ley de la oferta y la demanda es clara e infalible como pocas: tanto da que la apliques a la adquisición de obras de arte o de abono natural, a la trata de blancas o la compraventa de títulos nobiliarios. Durante los tiempos que siguieron al desastre del Tercer Reich, fue también inflexible con los huidos: la cotización de los oficiales nazis, y particularmente la de los entusiastas y brillantes como yo, había bajado en picado, y para ninguno de nosotros fue sencillo encontrar un lugar donde ubicarse con garantías de seguridad y satisfacción. En mi caso, me encontré además con un obstáculo inesperado: apenas desembarqué, fui atracado y apaleado por un grupo de maleantes, probablemente compinchados con algún miembro de la organización que me llevó a América. Me arrebataron el oro, abandonándome medio muerto en las cercanías del poblacho perdido donde, teóricamente, debía aguardarme el coche que me trasladaría al siguiente punto de destino. Durante días convalecí en un hospital público, y cuando recibí el alta pude sobrevivir gracias a la reserva de dólares que había ocultado en el interior de mi corbata. Por supuesto, en todo ese tiempo no dejé de buscar remedio a mi situación, que resultaba más irritante porque en Francia seguía, intacta en su escondite, la jugosa parte de mi fortuna que no había podido llevar conmigo. Llevaba semanas de malvivir en un charco inmundo, un ruinoso país americano de saldo cuyo nombre no te desvelo, tratando de introducirme en el exclusivo círculo de los militares dueños del poder mientras esperaba el momento de largarme a cualquier otro lugar, cuando la suerte me regaló una de sus conjunciones más inhabituales: ya sabes, lugar oportuno y momento oportuno. Fue durante una fiesta nocturna en la embajada española a la que había conseguido ser invitado. Al parecer, una subversiva se había introducido en el edificio y el embajador español negaba el permiso de registro. El oficial que estaba al frente del contingente militar, ante la oposición del diplomático, desenfundó su arma y le amenazó allí mismo, en el centro del jardín, delante de todos; le puso la pistola junto a la cara y, por cómo le ardían de furia los ojos, sé que estaba dispuesto a apretar el gatillo. Calculando que la muerte del embajador español sería un engorroso asunto para este país de opereta, me dejé llevar por la intuición y actué deprisa. Arrebaté la cámara a un indeciso fotógrafo que miraba la escena con la boca abierta y pulsé el disparador: la luz del flash lo iluminó todo y, como el chasquido de los dedos de un hipnotizador, devolvió al energúmeno la cordura. El soldadito guardó el arma y se fue con sus hombres. Al día siguiente, suponiendo que mi oportuna actuación me abriría las puertas del palacio de gobernación, solicité audiencia al presidente. Cuál no sería mi sorpresa al averiguar que el oficial de la pistola, el energúmeno, era nada menos que su hijo. El presidente se mostró muy agradecido por mi ayuda, en verdad deseoso de recompensarme. Le hice saber que me encontraba eventualmente sin trabajo. Hablamos… y aquí me quedé. Aquí me quedé y aquí sigo, Jeannot, aguardando insomne el momento fatídico, asomado a la misma atalaya desde la que durante tanto tiempo he visto la vida a mis pies, sometido a la rigurosa crueldad de un reloj peculiar aunque, como todos los relojes, indiferente al tiempo que segundo a segundo me va robando: existe frente a la entrada de la bahía próxima a mi propiedad un faro cuyo haz, con los colores de la bandera nacional por quién sabe qué delirio de supuesta actividad lúdico-turística, completa su giro, día y noche, exactamente cada sesenta segundos, como calculé y comprobé a,lo largo de los años mientras, aquí mismo acodado, reflexionaba sobre los próximos pasos de mi carrera americana o celebraba los éxitos de ésta; ahora, cada vez que los rayos de luz recorren la barandilla de mi terraza con su inagotable precisión, sólo sirven para recordarme que me queda un minuto menos… Acaba de hacerlo en este instante: luz azul mientras escribía los puntos suspensivos, rojo ahora, mientras acabo esta frase: otro giro y otro minuto menos, decididamente no tengo tiempo que perder. No tenemos, amigo mío, tiempo que perder. La renuncia al premio Nobel, golpe publicitario genial ante el que me descubro, te ha puesto en la primera plana de periódicos y programas de televisión: ese revitalizado prestigio es el vehículo idóneo para que, a través de ti, se hagan públicas mis actividades de las cinco últimas décadas. Tal vez te estés preguntando si no debo fidelidad a algún equipo, empresa u organización. La respuesta es afirmativa y negativa a la vez: reconozco que respetar hasta el último momento la fidelidad pactada sería, además de sancionable por la otra parte, lo éticamente justo; pero no me permitiría cumplir el deseo de verme reconocido. La traición no me preocupa: ¿qué harán mis jefes -en realidad no son exactamente jefes. ¿Socios? Tampoco; tampoco exactamente- cuando lo cuente todo antes de morir? ¿Matarme? Mi trabajo -que, te lo aseguro, nunca ha consistido en aplicar corrientes eléctricas a un cuerpo inmovilizado- te intrigará e interesará sobremanera. En realidad, ya lo ha hecho: ¿o has podido quitarte de la cabeza la muerte del chilenito Fiorino? Seguro que no. Espero tu respuesta y ansio el momento de que nos reunamos de nuevo. Inmerso en mi narración me olvidaba de subrayar que será un enorme, enorme placer, volver a ver a una de las pocas personas interesantes que he conocido.


Un abrazo.


Ésta es la carta que Lars -explicando luego el tortuoso sistema que debía utilizar para comunicarme con él- me escribió. Tal vez usted, al leerla influenciado por el hecho de hallarse en la misma habitación que ocupó él hace años, sostiene en estos momentos mi escrito como en su momento sostuve yo el suyo: lleno de perplejidad e indignación.

Había terminado de leer con las primeras luces del alba, y tal vez eso afiló mi energía. Los recortes sobre la muerte de Fiorino y la obra de teatro que el desdichado ya nunca terminaría me recordaron el deber que inicialmente me había impuesto: poner a Lars ante la justicia. Para ello era imprescindible seguirle el juego, pero su intolerable arrogancia me llevó a actuar por instinto antes que con frialdad y análisis y, casi a renglón seguido, redacté y envié al desconocido número de fax que Lars me facilitaba una respuesta iracunda y contundente en la que exponía -con nobleza absurda que no debí cometer- mi intención de denunciarle y perseguirle con todos los medios legales a mi alcance, y le escupía además todos y cada uno de los puntos de mi cólera y desprecio. Tal vez esto último, el desprecio explicitado a un canallesco psicópata, fue lo que lo provocó todo. Según mi abogado, al que puse al corriente de la situación, la carta de Lars no era prueba de indicio claro de delito, pues podía también tratarse de la broma bien armada de alguien retorcido en cuya localización, dificultosa y puede que imposible, no cabía esperar que se implicasen los sobresaturados y pragmáticos servicios policiales. Siguiendo su consejo, solicité opinión a un profesional de la investigación; para alguien que, como yo, jamás se había planteado contratar a un detective y por tanto sólo tenía de esta figura las tópicas referencias cinematográficas, fue una sorpresa comprobar que, según las solventes fuentes que consulté, era una mujer la mejor detective de París. De cincuenta y tantos años, corpulenta y pequeña, con el brillo de la auténtica inteligencia en la mirada, Anne Vanel dirigía con voz suave y maneras educadas a un nutrido equipo de profesionales jóvenes, hombres y mujeres, que parecían reverenciarla: Vanel coincidió con mi abogado en que la policía no dedicaría un minuto al peculiar asunto y se comprometió a elaborar un primer informe del mismo en el plazo de dos semanas. La espera se me antojó interminable y, como si en esa indagación pudiese hallar pistas que aportar a la efectividad de la detective, dediqué el tiempo a rememorar mi ya lejanísima amistad con Lars. La evocación fue imponiéndose imperceptiblemente,casi diría que a traición, sobre el enfado y el afán de justicia, y desembocó en una depresiva añoranza del propio pasado que acabó por enfrentarme, a pesar de mi estado de salud razonablemente bueno, a la idea de mi propia muerte, que por simple ley natural no podía acechar demasiado lejos. Contra esos lóbregos pensamientos me esforzaba por rebelarme cuando llegó una nueva carta de Lars. Era seca y no menos iracunda que la mía. Pero no era eso lo peor.


No has querido por las buenas, Jeannot. A ver por las malas: ¿es que no he sido claro al pedirte tu colaboración, al explicarte que te necesito? ¿Es que no has entendido que, para darme a conocer, nadie reúne el nivel profesional, de un lado, y el conocimiento de mi pasado y persona, por otro, que reúnes tú? ¿Qué crees, que no he indagado otras posibilidades? ¡Claro que hay periodistas de fama mundial que pagarían millones por lo que yo deseo revelar! Pero no me conocieron como tú, y sería el suyo un retrato incompleto, frío e incomparablemente inferior; eso, sin contar con la probabilidad de que concediesen en sus escritos más importancia al impactante tema que a su genial autor; también hay jueces e historiadores, científicos y humanistas… pero ¿quién de ellos ha rechazado el Nobel? Esa catapulta mediática fue lo que, tras mucho meditarlo, me decidió a escribirte. Ahora no puedes rechazarme. Aunque quieras. Así que, ya que no he conseguido inflamar el supuesto afán justiciero -que, ahora lo veo, poca consistencia tiene- del «Médico de la Resistencia», apelaré al instinto de hombre, de ser humano que se pretende digno, de Jean Laventier. Apelaré a tu odio, Jeannot; lo avivaré… Dime, ¿dónde prefieres que te hiera? ¿En el sentido del honor de médico y caballero? ¿En ese tan cacareado valor que te convirtió en heroico pacifista francés y mundial? ¿En el corazón de tu imperio humanista? Pero no, que tú decidas nos llevaría tiempo y carecemos de él, así que permíteme que sea yo quien elija… Olvidemos por un momento tus dedicaciones humanitarias, la grandeza de tu espíritu y lo que representa esa «mirada de un niño desvalido» a la que tanta importancia dabas en algún anuncio reciente de televisión, y centrémonos en tus instintos primarios. Hablemos de Florence.

Al ver escrito el nombre de la mujer que amé, supe que Lars lo había tenido en mente desde el principio. Como el as en la bocamanga del jugador. Sentí miedo de verdad. Miedo físico.


¿O no fue primario tu orgullo cuando, al conseguir por fin poseerla, me restregaste la victoria con maneras ancestrales de macho arrogante? Sé que no la olvidaste cuando se fue a Italia porque tú mismo, involuntariamente y sin explicitarlo, me lo permitiste saber durante aquellos días del París ocupado en que te seguí y te vi vagar por el caserón de Loissy (no es que me haya acordado de pronto del nombre; es que en mi anterior carta aparentaba haberlo olvidado) como una sombra herida de muerte. Así supe que el recuerdo de Florence no sólo había sido lo más importante de tu vida: también seguía siéndolo. Supongo que con la edad se habrá remitido aquella pasión, pero aun así probaré a ver cómo reaccionas ante las nuevas noticias. Puede que guardes su última carta; sí, eres de ésos, de los que escuchan el vals que le gustaba a su amada, de los que bailan con su espectro, de los que se regodean en su masoquista desesperanza… De los que guardan las cartas de amor. ¿La tienes a mano? Probablemente sí, ya de joven eras muy fetichista, pero por si me equivoco, permite que te recuerde algunos de sus párrafos, aquellos que, como si así preservases íntegras las posibilidades de su regreso, te negabas a mostrarme. Ya ves que no era necesario. Los conocía bien, los había escrito yo. Aunque no, no es exacto: en realidad, no fue mi mano la que trazó las palabras. ¿No me crees? ¿Quieres que te lo demuestre? ¿Por ejemplo con lo que decía la posdata? Allá va, imagíname caricaturizando un tono afeminado y frunciendo los labios: «Hace sol, estoy tumbada en la cama, desnudándome, un te amo por cada prenda que me quito»…


Ferrer volvió las páginas del manuscrito hasta regresar a la carta que, por indicación expresa de Laven-tier, había dejado señalada.


«Posdata: estoy tumbada en la cama del hotel, tengo una gran terraza al lado, hace sol y calor, me acuerdo de ti, me voy a ir quitando la ropa, un te amo por cada prenda. Te amo… te amo… te amo… te amo…»


No le costó imaginar el mazazo que debió suponer para Laventier la evidencia de que Lars, en circunstancias que sólo cabía imaginar siniestras, había tenido la carta en sus manos antes que él. Ferrer notó removerse y comenzar a latir en las venas la inquietud por la relación de sus padres con Lars.


Y luego repetía varias veces «te amo», ¿verdad, Jeannot? Algo así: lo siento, mi memoria no da para más. Aunque sí recuerdo qué era cierto y qué falso en aquel texto. Por ejemplo, Florence no se estaba quitando la ropa porque ya estaba desnuda. Y hacía sol, sí; pero no donde ella se encontraba (que, desde luego, no era Italia). Y aquí se acaba esta carta, cuécete un poco en su jugo. O, si tienes mucha prisa por saber más, coge el coche y vete a Loissy. Allí, junto al fonógrafo que guardas como una reliquia, te espera otra carta. Sí, no te sorprendas, aunque ahora no pueda desplazarme tengo por todo el mundo colaboradores para estos pequeños encargos que tanto me gustaba hacer personalmente a mí antes de que me atacase un amago de infarto en mi habitual suite de Madrid, durante mi última gira europea.

¡Lars en Madrid! ¡Y no esa única vez, a juzgar por la familiaridad con que se refería a su hotel! Ferrer visualizó tenebrosas ramificaciones del súbito presentimiento que le asaltó: Lars coincidiendo en alguno de los actos sociales que sus padres frecuentaban, sentado incluso a su misma mesa, departiendo amablemente con ellos… preguntándoles con encantadora cortesía por su hijo. La asociación de ideas fue más allá: Lars, desde la seguridad de un coche de cristales ahumados, espiando a Bego mientras llevaba a Pilar al colegio; o departiendo amablemente con ambas tras la fachada de encantador caballero anciano que sin duda era su especialidad impostar.

¿Por qué no? ¿Qué me habría impedido estar allí? Todo está a mi alcance, también -o sobre todo- los más íntimos santuarios de aquel a quien me propongo acosar. Sólo tuve que dar las órdenes precisas y mi mensajero se desplazó hasta Loissy para depositar la carta. Corre a leerla. Florence te espera.

¿Tan poco has tardado, Jeannot? No, no te inquietes, no te estoy observando, carezco de cámaras de control remoto e ingenuidades similares; simplemente, tiene lógica que, apenas terminada mi nota anterior, hayas ordenado a tu chófer que te traiga hasta aquí: ¿me equivoco al pensar que, dentro de los márgenes que te imponen el exceso de peso y ese bastón que siempre llevas en público, has entrado al caserón con precipitación y has corrido hasta el fonógrafo en busca de esta carta? Pues ya la estás leyendo; ahora, despide al chófer con la orden de regresar mañana a recogerte. Bien, ya lo has hecho… Estamos por fin solos: es el momento de confesarte que en mi primera carta larga no te he dicho toda la verdad; en realidad, he mentido con cierta holgura en determinados pasajes. En algunos casos se trataba de una cuestión de seguridad, de impedir que por tus propios medios pudieras aproximarte a mí o a determinados fragmentos de mi pasado: el nombre de Chándelis -tal vez te has molestado en comprobarlo- es falso, aunque no lo que ocurrió en el palacio que requisé para instalar mi laboratorio de tortura; en otras ocasiones te he mentido con el objetivo -no alcanzado, evidentemente- de ablandar tu sensibilidad para predisponerla en mi favor: por ejemplo, en la estación de tren desde la que emprendí la huida no sentí angustia alguna por el futuro de soledad que me aguardaba; y tampoco vi a la puta rubia: igual que a su compañera morena, la maté en el burdel, como el testigo incómodo que era, antes de que los americanos entraran en París. De todos los sentimientos que, a propósito de ella, he reflexionado y matizado, sólo la fascinación que ejerció sobre mí la ignorancia sobre cuál de las dos era la puta profesional y cuál la abnegada madre es cierto; eso, y el hecho de que no hay nada como la sumisión mental absoluta de un cuerpo hermoso desnudo. Pero como ves, se trataba de maquillajes de la verdad de orden secundario. Sin embargo, hay otra mentira verdaderamente importante que, sin duda, ya te intrigó durante la anterior lectura: tu colaboración, involuntaria pero decisiva, en el éxito de mi plan de fuga. ¿A qué me refería?, estoy seguro de que te preguntaste al leerlo… Durante la ocupación de París, coincidiendo con mi conocimiento de la muerte de Heydrich, en junio de 1942, recuerdas que te encontré por casualidad en el Sena, te seguí hasta Loissy y te vi bailar a solas con el espectro que, lo comprendí de inmediato, sólo podía ser de Florence… A partir de aquella visita, Loissy fue mi segunda casa, el cuartel general desde el que ejecuté los preparativos de mi plan de fuga que, como recordarás, debía permanecer oculto para todo el mundo y especialmente para mis colaboradores directos. Consistía este plan en el secuestro y cobro de rescate de personas adineradas. Gracias a Loissy el espacio donde mantener discretamente ocultos a mis futuros prisioneros estuvo resuelto: la amplia bodega del caserón y sus oscuros sótanos eran celdas que nadie descubriría, ya que, como me demostraron las telarañas que cubrían las puertas el primer día que me aventuré a inspeccionar el lugar, tú nunca bajabas a ese subsuelo de moho y oscuridad. Por tanto, tenía ya mis mazmorras secretas y clandestinas: compartes conmigo el honor de haber sido copropietario de la única prisión de Francia que la Gestapo desconocía. Veamos ahora a mis víctimas. Te preguntarás a quién se le podía exigir un rescate en el París ocupado: lógico, yo también me lo pregunté… Todas las fortunas expoliables estaban ya expoliadas, y sus nuevos titulares, al detentar el poder, eran intocables. Entonces, ¿a quién secuestrar? Reconozco que el problema me estancó durante algún tiempo; hasta que un día, mientras me acicalaba en Berlín para acudir a la ópera con Vera madre y Vera hija, el espejo me mostró a la víctima ideal: fascistas franceses que, como yo, estuviesen ya preocupados por la fuga y se dedicasen a atesorar, más o menos clandestinamente, valores con los que iniciar una nueva vida. En una palabra, mis propios colegas. Naturalmente: ¿cómo no lo había pensado antes? Con mis conocimientos y contactos, no fue difícil encontrar a las víctimas concretas o incluso crearlas a medida: en dos ocasiones me encargué de que sendos ayudantes temporales a los que había contratado fueran pagados con oro. Eran hombres jóvenes, sin ataduras, a los que yo mismo hice ver los tiempos difíciles que se avecinaban y las ventajas de ocultar su fortuna en lugares secretos, y fueron los primeros a los que llevé hasta Chándelis con la promesa de una especialísima orgía, los primeros a los que, tras narcotizar sus bebidas, encadené a las paredes de tu bodega. No podía entretenerme en chantajear a los familiares de la víctima con ayuda del convencional goteo del paso del tiempo: en mi particular planteamiento cada segundo contaba. El secuestrado debía entregarme sus bienes en un tiempo mínimo, y la tortura era la herramienta adecuada. Aún recuerdo la primera experiencia: violenta y trabajosa, angustiosa incluso desde mi perspectiva de verdugo; nada tenía que ver observar y dirigir sesiones de tortura con ejecutarlas personalmente; los detalles -desnudar al sujeto para desprotegerlo por completo, amordazarle contra su voluntad, oler de cerca su sudor- se volvían sórdidos y contagiosos en su obscenidad, y la aplicación de dolor con los escasos medios de que disponía, ardua de por sí, veía acrecentada su dificultad por el hecho de que, al menos en dos de los casos, la rabia por mi traición volvió a los prisioneros iracundos y temibles, verdaderamente aterradores a pesar de su inmovilidad: sabían, porque no podía extraerse otra conclusión, que en cuanto hablaran estarían muertos. De hecho, comprendí enseguida que el suplicio debía ser continuo y particularmente espeluznante, a fin de que la víctima, superados pronto sus límites de resistencia al dolor, desease confervor la muerte y, para lograrla, se apresurase a entregarme su tesoro. Los torturaba sin descanso, día y noche, con toda la ferocidad que era capaz de improvisar sobre la marcha, pues allí no disponía de sofisticados ingenios mecánicos. Cuando me cansaba, y para no perder tiempo en desplazamientos, recuperaba el aliento allí mismo, entre los aullidos y excrementos del prisionero, pero otras veces me veía obligado a regresar a París para atender compromisos ineludibles, en cuyo caso los dejaba encadenados y amordazados, lo que espoleaba mi inquietud mientras aparentaba tranquilidad en la reunión o el cóctel que había requerido mi presencia: temía, sobre todo al principio, que el prisionero se liberase por sus propios medios e irrumpiese, furioso y ensangrentado, donde yo me encontraba. También imaginaba que alguna casualidad te llevaba a descubrirlos; porque has de saber que en tres ocasiones coincidiste con ellos; incluso en una de ellas, mientras te regodeabas una y otra vez con el vals que, remoto, llegaba hasta la mazmorra, yo torturaba a una de mis víctimas más tercas, un pistolero gascón. Descubrí así, al amordazarlo para que sus gritos no llegaran hasta ti, que el dolor humano se duplica, se triplica, se multiplica hasta el infinito cuando la víctima no puede gritar: pegado al rostro del gascón mientras separaba la piel de su tórax, pude observar cómo los alaridos obligados a permanecer dentro de su cabeza se hinchaban como un globo y amenazaban con reventar las venas del cuello o hacer saltar lejos de sí los globos oculares. Aquel gascón fue también el último de mis inversores: con él consideré satisfactorio el tesoro reunido y pude abandonar la tensa actividad que, a esas alturas, había llevado ya a la Gestapo a tratar de esclarecer las extrañas desapariciones nombrando a un sagaz investigador especial que incluso llegó a fisgonear peligrosamente en las proximidades de mi entorno: hubiera sido penoso ser fusilado por un ejército vencido, al borde del desastre y la desbandada. Pero en fin, cosa pasada; ahora, Jeannot, baja a la bodega. Los cadáveres de mis víctimas están -supongo que allí siguen- en el gran tonel hueco que hay a la derecha de la puerta; en cuanto a los lingotes de oro que no pude llevar conmigo, deben de continuar bajo la octava baldosa de piedra del suelo, contando desde la entrada. Quédatelos en concepto de alquiler de la mazmorra y sal enseguida al jardín: ahora llega lo verdaderamente importante.

Acércate al viejo pozo que, en aquella lejanísima visita que Florence, tú y yo hicimos al caserón, tan siniestro nos pareció. ¿Sigue seco? ¿Sigue tapada su boca por la cubierta abatible de madera? Si es así, y si tus fuerzas te lo permiten, levántala. O tal vez a estas alturas, verificado el hecho de que no miento por el vistazo que hasechado al interior del gran tonel y bajo la octava baldosa, te imaginas ya quién ha reposado tantos años ahí abajo, al fondo del estrecho agujero de oscura humedad. No quise que ocurriera, pero no me dejó otra opción. Cuando, con la excusa de prepararte una fiesta sorpresa, la convencí para que me acompañara a Loissy, mi única intención era seducirla y satisfacer el deseo intolerable que, azuzado por la circunstancia no menos intolerable de que eras tú quien la poseía, me carcomía sin remedio. Estaba dispuesto a tomarla como fuese, e imaginaba que ella, sensibilizada por mi resolución tanto como por el solitario entorno, acabaría por concederme los favores sexuales que tan liberalmente regalaba a otros. Pero no: tuvo que resistirse; es más, con esa convicción que la caracterizaba, amenazó con denunciarme apenas llegase a París. Vi que hablaba en serio, y claro está que no lo podía consentir. Estaba realmente furiosa, y eso la hacía más bella, más excitante, más codiciable. Fui más fuerte y la violé, y luego, ya relajado, decidí, mientras miraba su cuerpo desvanecido, qué hacer con la inesperada situación. No te entretendré con mis elucubraciones, aunque sí con la conclusión que extraje de ellas, con la que sin duda tuvo que ver algún transitorio estado de ofuscación. La até a la cama y, cuando despertó, seguí montándola. Su rabia crecía y hacía crecer mi deseo. La mantuve así, sujeta a la cama en la que os habíais acostado, un día, y luego dos, y luego tres. En mi mente se iba abriendo camino la necesidad de solucionar de alguna manera el comprometedor asunto, cuya gravedad se hacía más patente por la angustia que te atormentaba y por tu resolución, que como recordarás enfrié con lógica en más de una ocasión, de acudir a la policía, pero ningún amago de raciocinio resistía al deseo que me despertaba la posesión de Florence. Al quinto día -tal vez para entonces mi subconsciente ya había asumido que no podía salir viva de allí- la obligué a escribir la misiva que luego un conocido italiano te remitió a París. Florence fue lista hasta el final: accedió a escribir la carta porque, en su primera versión, introdujo, entre las palabras de contenido sexual que me divirtió dictarle, una referencia a cierto dosel cargado de leyendas bajo el que estaría durmiendo en su alojamiento italiano. La alusión nada me dijo, y probablemente nada hubiese significado tampoco para ti, pero algo de su precisión, de su aroma a contraseña, me recomendó no pasarla por alto. El intento le costó a Florence un castigo: castigar sus intentos de rebeldía era maravilloso, y lo siguió siendo hasta que tu decisión de pasar un fin de semana solo en Loissy me aconsejó quitarla de en medio. Ni siquiera se me pasó por la cabeza ocultarla en la bodega: la estrangulé y la arrojé al pozo desde el que ahora su calavera te mira. Jamás imaginé que tantos años después aquel cuerpo, o más concretamente su esqueleto, me serviría para espolear tu adiposa desidia vital.


Anne Vanel llegó tres horas después de que la llamase, apenas me recuperé del impacto provocado por el descubrimiento del oro enterrado y de los esqueletos envueltos en telarañas del fondo del tonel: algunos de ellos todavía mantenían la mandíbula desencajada en un alarido terrorífico, como si el momento del fallecimiento, lejos de culminarse en un último suspiro apacible, se hubiese producido en medio de un intenso sufrimiento concreto. No quería implicar aún a la policía, pero necesitaba el consejo de un profesional. Vanel controló rápidamente la situación: sus hombres, con ayuda de equipo trasladado desde París, extrajeron al amanecer otro esqueleto, éste fragmentado por el frío paso de las décadas, del fondo del pozo. No detallaré los sentimientos que me anonadaron, pues imagino que son obvios; sólo diré que sigue despertándome entre sudores fríos la idea de que, si Lars no hubiera reparado en la referencia al dosel con la que Florence me lanzaba un desesperado mensaje de socorro, hubiera podido salvarla. Encerrado en la vieja habitación de nuestro amor, donde también había tenido lugar la prolongada violación de Lars, me pregunté, observando hundido desde la ventana a los hombres de Vanel concluir el trabajo, si esa retorcida jugada del destino no justificaba mi rendición definitiva a la tristeza que en esos momentos me invadía. Este día fatídico que vi de nuevo a Florence era, como ya he dicho antes, el 22 de agosto de 1991: la fecha, podía decirse, en que enviudaba de la mujer amada, de la mujer al menos mitificada. Tal vez, si Lars no se hubiese cruzado en nuestro camino, me encontraría en ese momento llorando a la mujer fallecida de muerte natural tras cincuenta años de felicidad común en el castillo de Loissy, donde nos habríamos trasladado al finalizar la guerra… tal vez el césped estaría verde y luminoso, como el resto de la vegetación del jardín que ahora veía desnudo y salpicado de zarzas sobre la tierra seca… Sólo una cosa me impidió decidirme a abandonar mi cuerpo a la muerte: el destello súbito de una palabra jamás pronunciada ni considerada: venganza. «Voy a buscarte, Victor Lars -repetía la ira en mi cabeza; y notaba cómo ese afán insuflaba coraje y juventud a mis venas-. Y cuando te encuentre te mataré»… Sé, sin embargo, que tal afán se habría ido disolviendo con el paso de las horas, apenas mi habitual frialdad analítica se hubiese asentado de nuevo sobre el arranque de odio: en tal caso, usted nunca habría sabido de mí ni de lo que tanto le afecta de Victor Lars… Pero, cuando caía ya la tarde, Anne Vanel golpeó suavemente en la puerta, entró, se sentó junto a mí y, con encomiable delicadeza hacia mi dolorosa circunstancia, me dijo: «Iba a llamarle justo cuando usted lo ha hecho. Hemos estado estudiando el material que me entregó. Y sé dónde se encuentra Victor Lars».


Azuzado por la urgencia, Ferrer dejó el manuscrito a un lado, buscó la tarjeta que Laventier le había entregado por la tarde y marcó con impaciencia el número de teléfono anotado en ella: Laventier había hablado de una cita con Lars, y le aterraba la idea de que se vengase de él, de que lo matara sin darle tiempo a esclarecer la relación que le unió a Aurelio y Cristina.

– ¿Hotel Atlántico, dígame?

– Quería hablar con la habitación doscientos seis. Señor Laventier.

– Un momento…

El telefonista pasó la llamada. Sonó el hilo musical, una versión descafeinada de alguna banda sonora de los sesenta. Nadie levantaba el auricular al otro lado. Volvió a hablar el telefonista.

– Lo siento, señor. No contestan.

Ferrer colgó. El teléfono sonó antes de que hubiese podido retirar la mano.

– Son las nueve y media, señor.

La fiesta… Ferrer pensaba en una excusa para no acudir cuando el recepcionista continuó:

– Me dicen que Raúl le espera.

– ¿Raúl? Ah, sí… Bien, bajaré ahora…

Ferrer colgó, se cambió a toda prisa y salió de la habitación apresurado por el deseo de hablar con el viejo camarero. En su cabeza resonaban las palabras que, estaba cada vez más convencido, afectaban a su vida de forma insospechadamente ominosa.

Voy a buscarte, Victor Lars. Y cuando te encuentre te mataré.

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