Capítulo Cinco

¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ

– Así es, señor. Entré a trabajar en el hotel en el año cuarenta y siete, de botones. Tenía catorce años.

Raúl era un mulato canoso que a pesar de sus kilos de más lucía con elegancia el impecable esmoquin blanco que lo distinguía como jefe de sala del restaurante del hotel. Parecía un hombre de espíritu sereno, satisfecho de sus logros. Ferrer, al estrecharle la mano, había percibido que era feliz o se hallaba cerca de serlo.

– El caso es que estoy escribiendo sobre un hombre que se hospedó aquí por entonces, y quería saber si usted lo recuerda.

– ¿El año cuarenta y siete? -enarcó Raúl las cejas para subrayar la insuficiencia del dato.

Ferrer abrió el libro de registro que le había prestado el director del hotel y fue deslizando el dedo índice por las casillas correspondientes a los meses: Lars, según sus propias palabras, debía de haberse hospedado poco después del primero de mayo. Y, en efecto, no tar-dó en hallarlo, con el apellido ingenuamente maquillado: un nombre anotado con mayúsculas, probablemente por el recepcionista de turno, y a su lado el trazo escueto y puntiagudo de una firma apresurada: Victor Lasa, 4 de mayo de 1947… El francés había aprovechado bien su tiempo: apenas setenta y dos horas después de haber disparado el flash fotográfico en la embajada ya podía permitirse la mejor habitación de la ciudad. Y sin duda se sentía a salvo: Lasa en sustitución de Lars era un disfraz poco sofisticado. Pero tal vez precisamente por eso resultaba más seguro que otros.

– Aquí está -dijo volviendo el libro hacia Raúl-. Ésta es su firma. Lasa. Victor Lasa. ¿Lo recuerda?


Una expresión de franca alegría animó a Raúl.

– ¡Cómo no! ¡El señor Lasa! El Mesié, le llamábamos entre los botones. Aunque hablaba muy bien nuestro idioma, tenía un notable acento francés. Y dejaba espléndidas propinas. Mesié Lasa, claro… -el mulato sonrió ensoñadoramente, como si asociase el nombre a hermosas épocas de su propio pasado; tan expresiva reacción de cordialidad desmanteló el meditado cuestionario que Ferrer había preparado.

– ¿Era… eh… un hombre rico? -improvisó al azar.

– Para mí, entonces, lo parecía. No tenía otra referencia que las propinas de los demás clientes, normalmente mucho más bajas. Y luego comprobé que además de parecerlo lo era.

– ¿Luego?

– A lo largo de los años.

– ¿Es que lo siguió tratando?

– Siempre que venía por aquí, ya como simple visitante. Alguna fiesta, alguna reunión de negocios… En el hotel, como cliente, estuvo… -consultó el libro de registro-. Sí, lo que pone aquí: hasta el final del cuarenta y siete. Y parte del cuarenta y ocho también.

– ¿Recuerda hasta cuándo? -Ferrer se recriminó no haber pedido el libro de registros del año siguiente: podría haber conocido la fecha exacta de cambio de residencia de Lars.

– Principios de verano, más o menos. Luego debió de instalarse en otro lugar, supongo que su propia casa. Pero cuando la ocasión lo requería nos honraba con su presencia. El señor Lasa era un hombre importante. Bueno, y sigue siéndolo.

– ¿Sigue siéndolo? ¿Sabe a qué se dedica?

– Negocios. Y durante muchos años, magníficas relaciones con el régimen de los coroneles… Supo aprovecharlas, supongo.

– ¿Conoce por casualidad su dirección?

– En eso siempre fue extremadamente discreto. Yo le he tratado y le trato sólo en el hotel.

Ferrer sintió un escalofrío.

– ¿Le trata? ¿Quiere decir que aún suele venir?

– Por supuesto; aunque cada vez menos, a causa de la edad. Pero lo normal, en un acontecimiento como el de hoy, sería que estuviera aquí. Le gustan mucho estas reuniones.

Ferrer lanzó una mirada inquieta hacia la entrada del jardín, por la que seguían accediendo los invitados a la fiesta. Raúl consultó expresivamente su reloj y Ferrer captó la indirecta.

– No se preocupe, no le entretengo más. Pero dígame, ¿cómo era el señor Lasa?

– ¿De aspecto físico, quiere decir? No muy alto, apuesto, de pelo blanco… de trato enormemente cordial. Seductor, diría yo. Y también le diré que era, si me permite una opinión puramente personal…

– Por favor…

– Un hombre bueno.

«Un hombre bueno»… Con esa expresión comenzaba Laventier su manuscrito… «¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, señor Ferrer?»

– ¿Bueno? ¿En qué sentido?

– En el único que tiene la palabra. Ayudaba a la gente. Le gustaba hacerlo. Y le sigue gustando. A mí, por ejemplo, me recomendó para un ascenso en al menos dos ocasiones. Al parecer, admiraba mi profesionalidad. Dos ocasiones que a mí me consten, me lo contó al jubilarse el que por entonces era director del hotel. Y le aseguro que lo hizo por pura generosidad. Igual que con todos los demás, hombres y mujeres de Leonito. Necesitaba personal para sus empresas y siempre prefería contratar a gente humilde. Ya le digo, un hombre bueno -concluyó Raúl-. Y ahora, si no desea nada más…

– Únicamente que, si recordase algo que me permitiera localizar al señor Lasa y hablar con él, me lo haga saber.

Raúl asintió con una levísima inclinación de cabeza y se alejó.


Ferrer, ya a solas, caminó hacia el bar de Lili: toda la actividad estaba concentrada en el jardín, y la tranquilidad de la desierta barra en penumbra era lo que necesitaba. Apoyó el libro de registros sobre el mostrador y pasó el dedo sobre la vieja rúbrica de tinta: más de cuatro décadas atrás, sobre ese punto exacto del papel, Victor Lars había garabateado la firma que él rozaba ahora. Le estremeció pensar que, aunque mínimo, se trataba de un contacto físico con él. Como el de estrecharle la mano. Como el de imaginarlo cerca, tal vez en el jardín o a punto de llegar a él… La proximidad de «un hombre bueno». Cerró el libro de registros y sacó del bolsillo el manuscrito de Laventier, preguntándose por qué el francés no respondía a su llamada.


El cadáver de mi pobre Florence fue arrojado a la humedad del pozo completamente desnuda, quemadas las yemas de los dedos y machacada la dentadura a martillazos para evitar posibles identificaciones, sin el menor miramiento, sin el menor atisbo de respeto: un despojo de carne del que convenía librarse, un zapato viejo que por el más monstruoso de los azares permaneció durante medio siglo a dos pasos de la persona que lo hubiera dado todo por rescatarlo, por darle un entierro digno, por ofrecerle la fidelidad inútil de mi dolor eterno… Mientras ella se pudría en su mazmorra de soledad yo bailaba nuestro vals abandonado a la melancolía… ¡Cuántas veces desde el fatal descubrimiento hube de entrever que su espíritu, sobreviviendo irracionalmente y durante décadas al cuerpo descompuesto, revivía por la cruel llamada de esa melodía maldita para, entre patéticos alaridos, suplicarme inútilmente que asomase la cabeza a la boca del pozo! La rabia por esa imagen, sin duda la más insoportable de las que he padecido, fue la que, sobresaltándome puntual apenas el agotamiento me concedía unos momentos de sueño, acabó por espolearme para vencer a la depresión inapetente e insomne que, tras la exhumación, alarmó a mis más cercanos colaboradores durante la larga semana que permanecí encerrado en mi despacho, ejerciendo a la vez de fiscal y defensor de mis sentimientos y mi razón; la rabia por esa imagen, finalmente, iluminó también en mi mente al juez que, a pesar de todo, renunció al afán de condena a muerte contra Lars con el que la pena y el odio me habían tentado y me tentaban: mi enemigo me provocaba para que partiese en su busca dejando que guiase mis actos el primer impulso vengativo. Pues bien, yo iría a por él; pero, lejos de dejarme arrastrar por esa reacción de ira primitiva que sin duda había sopesado él como sutil forma de victoria sobre mis principios, perseguiría tan sólo ponerlo ante un tribunal que juzgase sus crímenes conforme a derecho. Ése sería su peor castigo, su derrota incuestionable ante la justicia de la que siempre se había burlado. Alentado por tal perspectiva, un horizonte de redención para todas las calladas cobardías de mi vida, que ni siquiera la renuncia al Nobel había logrado aliviar, pareció dibujarse por fin, e incluso algún espasmo de mi lejanísimo juramento juvenil revivió por el renovado compromiso con mis principios. ¿Cómo podía sospechar entonces que acabaría por violarlos, arrastrado por un torbellino insólito y atroz, inimaginable entonces pero concretado hoy, mientras escribo, en el arma que aguarda en mi maletín el momento inminente de mirar a los ojos de Lars antes de darle obscenamente muerte? Cuando mi ingenua y civilizada decisión estuvo tomada pedí a Anne Vanel que acudiera a verme. Ella había afirmado saber dónde se encontraba Lars, y le supliqué que contraviniese su obligación de informar a las autoridades de los macabros hallazgos de Loissy hasta que estuviéramos en disposición de detenerlo. Para mi sorpresa, aceptó de buen grado, aunque no lo hizo por dejadez profesional o altruista solidaridad conmigo, con Florence, con el chileno Fiorino, con el misterioso Niño de los coroneles o con todas las otras víctimas que la continuación de la biografía de Lars parecía prometer… Vanel aceptó porque consideraba que la resolución del excepcional caso que tenía entre manos iba a disparar su prestigio y cotización. De hecho, el exhaustivo informe que traía consigo demostraba que había trabajado y estaba trabajando con entusiasmo. Decía así:


AFFAIRE LAVENTIER

París, 30 de septiembre de 1991


Estimado M. Laventier:

Paso a detallar los procesos de investigación que mi equipo ha desarrollado a partir de los escritos firmados por Víctor Lars (en adelante VL) que confió usted a nuestra agencia con fecha 28/8/91.

Los pasos previos de nuestra encuesta estuvieron encaminados a elucidar la veracidad de las cartas de VL: en alguna ocasión las bromas bien tramadas han supuesto para nuestra agencia y nuestros clientes enojosas pérdidas de tiempo, y dedicamos a detectarlas todo el rigor de los primeros esfuerzos (los macabros restos humanos de Loissy, hallados después de la elaboración de este informe, nos habrían ahorrado la sutil cautela). Debo decir que, de tratarse de una broma, habría sido sin duda la mejor urdida de todas las que desde esta casa hemos desenmascarado. Pero lamentablemente el manuscrito de VL no es ninguna broma, como a la postre han demostrado los hallazgos antedichos.

Una vez aclarado este punto, decidimos seguir dos líneas maestras de trabajo:


1.- VÍCTOR LARS EN PARÍS DURANTE LA OCUPACIÓN ALEMANA.


La investigación sobre Louis Crandell, sicario de «Laffont» al que VL confiesa haber asesinado para ocupar su puesto en la entrevista con Reinhard Heydrich que tuvo lugar, según el manuscrito, «en agosto de 1941», figura escuetamente reseñada en los archivos policiales que se conservan de la época. Es un primer punto a nuestro favor: llegado el caso de un juicio, la confesión escrita por VL de aquel remoto asesinato podría ayudar a decidir la balanza en su contra.

El rastreo de los otros «crímenes parisinos» de VL -descartando el de las dos prostitutas anónimas de La Sombra Azul: son «cadáveres inexistentes» y por tanto inservibles como base acusatoria-, acabó por llevamos hasta los denominados «archivizcondesitos de Chándelis». Como el propio VL dice, se trataba de un nombre inventado, pero la sordidez de la historia, sumada al hecho de que el propio VL, caprichosamente, los dejara vivir al término de la guerra, nos empecinó en la búsqueda. A pesar de que VL tuvo buen cuidado en no dejar fisuras en la narración de esos hechos, olvidó un cabo suelto que precisamente a causa de su simplicidad y transparencia tardamos semanas en descubrir, aunque nos llevó por último hasta los «archivizcondesitos» (por tratarse de conocidos miembros, ya fallecidos, de nuestra aristocracia no dejamos constancia escrita de sus nombres auténticos, que sólo le revelaremos en persona, al igual que haremos con esa pista -todavía hoy a disposición de cualquiera que se moleste en consultarla- que acabó por conducirnos hasta ellos).


La pista a la que alude Vanel no es otra que el sumario del juicio que condenó a Lars por fraude y estafa en 1938. Allí, lógicamente, figuraban los nombres de los desdichados aristócratas, que al haber estado implicados en el asunto declararon como testigos. Por respeto al criterio de Vanel tampoco yo dejo escrito sus nombres auténticos, y recurro, como ella, a llamarles Conde ** y Condesa **, y a denominar simplemente Palacio al lugar donde, durante muchos años después de la guerra -y, claro está, sin que Lars tuviera noticia de ello-, tuvo lugar la historia espeluznante que la detective descubrió.


A la fecha de nuestra investigación, los dos nobles habían fallecido ya: el Conde ** en 1955 y su esposa dieciséis años después, en 1971. Sin embargo, tres años después de enviudar, la Condesa ** casó en segundas nupcias con un médico más joven que ella -al que llamaré Doctor **- que vive aún y accedió a recibirme.

La entrevista fue cordial hasta que nombré a VL y exhibí el manuscrito. Entonces, mi anfitrión sufrió un ataque de angustia que obligó a suspender nuestro encuentro. Antes de salir, me dispuse a recuperar el manuscrito, pero el Doctor ** se aferró a él con extraña resolución. Tres días después, fue él mismo quien, con voz que delataba agotamiento o depresión, me llamó por teléfono. Acudí de inmediato a verle, y escuché de sus labios la historia de la que era único superviviente.

El día de agosto de 1944 en que VL huyó del Palacio tras asesinar a todos sus ocupantes, le divirtió dejar vivos a los miembros del insólito menage-á-trois formado por los Condes ** y el patético canalla Tuccio. Fue la Condesa ** quien, apenas se vio libre, tomó la iniciativa: con ayuda del Conde ** redujo y encerró al ya inofensivo Tuccio -la dotación de SS había huido ante el avance aliado- en una de las mazmorras que habían albergado los experimentos de VL. El plan -al que el Conde ** no se opuso: los dos largos años de tortura física y mental lo habían convertido en un pelele depresivo a merced de las pesadillas que desde entonces nunca logró apartar de sí- era aguardar a que la normalidad imperase de nuevo en París y en Francia y poner entonces al detenido en manos de la justicia, pero mientras ese momento llegaba un enfermizo proceso tuvo lugar en la mente de la Condesa **, y la tentación de hacer sufrir a Tuccio lo que él le había hecho sufrir a ella fue irresistible. Primero fue el placer simple y en parte pasivo de observar la angustia por el cautiverio y privaciones a que lo sometió, pero pronto, tras aprovechar su debilitamiento físico para encadenarlo, comenzó a castigarle personalmente, disfrutando de su dolor o del sollozo aterrado que el carcelero convertido en reo emitía cuando el sonido de apertura de los cerrojos le anunciaba la llegada de su torturadora. Así, y aunque la normalidad acabó por regresar a París, la Condesa ** se negó a desprenderse del juguete de su odio. Cuando en 1955 murió el Conde **, la viuda pudo haber hallado en la trágica circunstancia el ánimo necesario para dar por finalizada la pesadilla del sótano, pero los meses de soledad rigurosa que siguieron al fallecimiento del marido acabaron por precipitar su mente hacia la locura. Para entonces -once años después de la liberación de París, once también del calvario de Tuccio-, las posesiones expoliadas por los alemanes le habían sido ya restituidas, y decidió un día reiniciar su olvidada vida social: contrató sirvientes, ventiló de recuerdos del pasado el Palacio y comenzó a ofrecer fiestas y recepciones sin renunciar al secreto placer que le suministraba el sufrimiento de su cautivo clandestino. Cuando sopesó la posibilidad de un nuevo matrimonio, la búsqueda de pretendiente estuvo dictada y dirigida por la demencia que ya regía todos los actos de su vida: el joven y ambicioso doctor carente de fortuna personal con el que se casó, lo hizo sabiendo que se contaría entre sus obligaciones maritales el cuidado y atención del cuerpo enfermo que envejecía entre padecimientos en el sótano… Cuidarlo y atenderlo para que pudiese aguantar más sufrimiento.

El Doctor ** hizo aquí una pausa y respiró profundamente, como si estuviese en realidad aspirando valor para continuar: «A cambio de compartir la fortuna de los Condes **, acepté el pacto monstruoso… Me vendí a él. Logré mantener vivo a Tuccio hasta 1968: en total, sufrió veintitrés años de encierro -nunca salió ni un solo minuto de la diminuta celda disimulada en el sótano- durante los que no se ablandó la ferocidad de mi esposa. De hecho, su vida quedó tras el fallecimiento malsanamente vacía. Vivía para atormentar a Tuccio y creo que acabó por morir, tres años después y con la razón ya por completo desquiciada, a causa de su ausencia. En su lecho de muerte me confesó que se sentía feliz. Podía morir tranquila, dijo. Gracias a mí, que conocía la horrenda historia porque había sido copartícipe de ella, Tuccio seguiría sufriendo, aunque sólo fuese en mi espíritu. En una palabra, seguiría vivo en mí… Cuando me quedé solo, traté de quitar importancia a la maldición, pero no fue posible. Aunque enterré a Tuccio bajo toneladas de cemento que cegaron para siempre su celda, el espectro del desdichado, unido al de mi esposa, ha seguido durante estos diecisiete años aquí… -el Doctor ** se tomó en este punto cierto tiempo para meditar, antes de pronunciarla, su siguiente, simple y terrible palabra- conmigo», concluyó abarcando el Palacio con un gesto de la mano; al principio me sorprendió la aparente inocencia de su frase, pero reparando en su mirada, pura angustia viva en medio del abatimiento acobardado del cuerpo encogido, comprendí su verdadera dimensión terrorífica.


Aunque no lo incluyó en su informe, Vanel me confesó a título personal que abandonó el Palacio apresuradamente, desasosegada por la imagen del Doctor ** hundido en silencio en el sofá del gran salón del Palacio donde, apenas se quedase solo, sus remordimientos volverían para atormentarle… Vanel adjuntó al informe una serie de portadas y reportajes del año 1971 entresacadas de las revistas del corazón: fotografías del esplendor juvenil de la Condesa ** y también de su lujoso entierro, con el ataúd custodiado por el viudo cabizbajo al que ni los compungidos pésames de los representantes de las casas reales europeas parecían poder consolar. Me estremecí al recordar que una vez, mucho tiempo atrás, la Condesa ** y yo fuimos presentados durante una recepción con motivo del 14 de Julio. Aquel día mantuvimos una frivola conversación sobre ópera -lo recuerdo con precisión porque logró irritarme a causa de su insistencia en opiniones extravagantes-, sin imaginar que el espíritu de Víctor Lars, que tan fatalmente decisivo había sido en la vida de los dos, era el nexo que nos unía por encima de las inocuas discrepancias musicales. Y ahora, la Condesa ** me había legado, además del odio todavía insatisfecho que en su día legó también al Doctor **, una pista a utilizar: llegado el caso, podría exhumarse el cadáver de Tuccio. Lars no había sido responsable directo de su muerte, pero sí causa primera de ella, y como en el caso de Crandell, así lo confesaba en su carta. Tal vez los hechos podrían impresionar con efectividad a un juez… Dos circunstancias incriminatorias ciertamente endebles, pero las únicas que, por el lado de París, había conseguido sumar Vanel al osario del jardín de Loissy. La pista americana de Lars fue, afortunadamente, mucho más fructífera.


2.- VÍCTOR LARS EN AMÉRICA (DESDE SU HUIDA DE FRANCIA HASTA HOY).


La narración de VL es meticulosa al ocultar la fecha de su viaje a América, y por tanto no tuvimos otra opción que la de movemos a ciegas: aventuramos que dicha huida habría tenido lugar entre 1944 (liberación de París) y, calculando por lo alto, 1955 (los nazis que para entonces no habían abandonado Europa habían muerto o se encontraban eficazmente ocultos y no necesitaban por tanto huir), y partimos de esta conjetura para el siguiente razonamiento escalonado:

A.- Por la referencia de VL a cienos sucesos que tuvieron lugar en la embajada española del país americano al que arribó, sabemos que dicho país mantenía, a la fecha de los hechos, relaciones diplomáticas plenas con España; la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores español nos facilitó los datos que nos permitieron establecer una primera lista de países a los que pudo viajar VL: Argentina (cuyas relaciones diplomáticas con España fueron establecidas el 26/2/39), Bolivia (relaciones desde el 2/2/50), Brasil (23/3/50), Colombia (6/5/50), Costa Rica (26/4/51), Cuba (17/7/52), Chile (14/7/51), Ecuador (4/8/50), El Salvador (5/10/50), Guatemala (15/11/54), Haití (6/10/49), Honduras (21/11/50), Uonito (1/3/47), Nicaragua (11/46), Panamá (27/10/51), Paraguay (9/9/48), Perú (12/1/50), República Dominicana (14/4/50), Uruguay (22/1/53) y Venezuela (4/49). En total, veinte países.

B.- Al narrar los anteriormente referidos sucesos de la embajada española del país que lo acogió, VL dice en un momento concreto: «… el exclusivo círculo de los militares dueños del poder…». Estedato redujo la primera lista a trece nombres: Argentina (Juan Domingo Perón llegó al poder a través de las urnas en 1948 y gobernó hasta 1955, en que fue derrocado por el general Onganía; se trata pues de siete años de proceso teóricamente democrático, pero determinadas crisis internas y el hecho de que Perón gobernase de hecho como un dictador nos aconsejaron no descartar inicialmente que éste hubiera sido el destino de VL), Bolivia (Junta militar del general Ballivián Rojas en 1951-52), Brasil (general Eurico Gaspar Dutra, 1946-51), Colombia (entre 1950 y 1953, dictadura de Laureano Gómez y guerra civil, y entre 1953-57, dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla), Cuba (1952-59, dictadura de Fulgencio Batista; la llegada de Fidel Castro hace virtualmente imposible que un fugado nazi permaneciera en la isla, pero pudo saltar desde allí a otro país. Por el momento, no desechamos la pista cubana), Haití (dictadura de Paul Magloire entre 1950-56), Honduras (dictadura de Tiburcio Carias entre 1933-1949), Leonito (triunvirato de los coroneles Larriguera, Canchancha y Menéndez durante todo el período que nos interesa), Nicaragua (dictadura de Anastasio «Tacho» Somoza durante todo el período que nos interesa, aunque en 1947 se suceden dos presidentes-títere del dictador: L. Arguello y B. Lacayo), Paraguay (dictadura de Higinio Moríñigo entre 1940-1948 y desde 1954, dictadura del general Alfredo Stroéssner), Perú (dictadura de Manuel Odría entre 1948-1956), República Dominicana (dictadura familiar de Trujillo durante todo el período que nos interesa) y Venezuela (dictadura del coronel Carlos Delgado Chalbaud entre 1948-1950). Trece países y una extensión territorial equivalente, de puro inmensa, a no tener nada. Aunque:

C- El concepto geográfico nos permite eliminar de la lista a Paraguay: a pesar de las condiciones óptimas que la dictadura de Stroéssner ofrecía a los nazis huidos, el país carece de mar (y VL dice: «… apenas desembarqué, fui atracado y apaleado por un grupo de maleantes, probablemente compinchados con algún miembro de la organización que me llevó a América.-»).

D.- Y es precisamente el mar el que nos lleva al punto crucial.

«… existe frente a la entrada de la bahía próxima a mi propiedad un faro cuyo haz, con los colores de la bandera nacional por quién sabe qué delirio de supuesta actividad lúdico-turística, completa su giro, día y noche, exactamente cada sesenta segundos (…) Acaba de hacerlo en este instante: luz azul mientras escribía los puntos suspensivos, rojo ahora, mientras acabo esta frase: otro giro y otro minuto menos, decididamente no tengo tiempo que perder».

VL escribe estas palabras en un momento psicológicamente bajo en el que se detectan tendencias melancólicas por el paso del tiempo e incluso depresión por la proximidad de la muerte. Durante ese leve ataque de desaliento baja la guardia y nos da -o se le escapa- un concepto clave: los colores rojo y azul que, solos o en compañía de otros colores, forman parte de la bandera del país donde se oculta. De un golpe, este dato reduce drásticamente nuestra lista a seis países: Colombia, Cuba, Haití, Leonito, República Dominicana y Venezuela.Pero además, la existencia de «un faro de actividad lúdico-turística» nos permite descartar a Haití, paupérrimo territorio despreciado por las rutas turísticas, mientras que la referencia a una «bahía próxima a mi propiedad» no parece conciliable con el régimen cubano, especialmente si, como ya anotábamos más arriba, ese hacendado fuese a la vez un improbable nazi oculto en la Cuba castrista.

Éste fue el punto que marcó el tránsito a la investigación sobre el terreno. Nos dispusimos a viajar a los cuatro países -Colombia, Leonito, República Dominicana y Venezuela- que podían albergar un faro de haz azul y rojo, pero no fue necesario: una rutinaria visita a las oficinas de turismo correspondientes nos permitió averiguar que al principio del verano de 1970 seis faros «con los colores de la bandera nacional en su haz luminoso» fueron encendidos por primera vez en otras tantas entradas marítimas a sendos complejos turísticos inaugurados en esa época en la costa caribeña de Leonito. En estos momentos, sólo esperamos autorización de usted para trasladar hasta allí a un equipo que localice el faro que se divisa desde la propiedad de VL (adjunto copia de presupuesto suplementario con los gastos de desplazamiento).

Pero sea cual sea su decisión, es preciso que reflexione sobre un punto que he dejado para el final por su importancia, en mi opinión, capital.

Como acabo de decir, VL «baja la guardia y nos da -o se le escapa- un concepto clave», el del faro. Pero ¿se le escapa realmente? Me veo en la obligación de anotar la posibilidad de que no sea así. La opción uno -la lógica, la aparente- sería por tanto:

DI.- A VL, espontáneamente deprimido, se le escapa el dato del faro gracias al cual le descubrimos sin que lo sospeche. Correcto; pero sería ingenuo no proponer:

D2.- VL, fingiendo estar espontáneamente deprimido, nos hace creer que cae en ese error. De esta manera, mientras lo imaginamos desprevenido, él sabría que le acechamos. Esta opción, que reconozco retorcida, me ha sido sugerida por el innecesario derroche detallista («… un faro cuyo haz, con los colores de la bandera nacional por quién sabe qué delirio de supuesta actividad lúdico-turística…») con que VL, tan directo en sus descripciones, tan escueto y escurridizo siempre, nos regala de forma aparentemente distraída.

Esa profusión tan oportuna, sumada a mi intuición profesional, es la que me obliga a formular la cuestión con la que concluyo este informe:

¿Sabe VL que estamos sobre su pista?

Más aún:

¿Ha sido él quien ha propiciado su localización?

Y, de ser así:

¿Nos está esperando?


– ¡Ah, los libros! Todas las preguntas tienen veraz respuesta en los libros…

La voz masculina, impostada y solemne, sobresaltó a Ferrer; cerró instintivamente el manuscrito y se giró en guardia: un anciano de mirada beoda le obsequiaba con una sonrisa torcida de dientes amarillentos que resultaba siniestra a pesar de sus intenciones amables o tal vez a causa de ellas.-…a menos que quien escribiera esos libros desease engañara la posteridad… ¿Le gusta la cita? Es de Balzac -el anciano depositó sobre la barra la copa que sostenía en la mano derecha y extendió ésta hacia Ferrer-. Permita que me presente, señor Ferrer. Mi nombre es Casildo Bueyes.

Ferrer no pestañeó ante el nombre. Se limitó a estrechar la mano extendida procurando mostrarse áspero y cortante para no propiciar la verborrea del borracho: el apretón de Bueyes fue inesperadamente fibroso y cordial para alguien cuya lengua resbalaba al vocalizar. Ferrer miró a los ojos del anciano: brillaron con fuerza sincera por un instante, como si sólo fueran capaces de sobreponerse al aturdimiento etílico una vez y quisieran que fuera ahora, cuando apretaba la mano de su interlocutor. Ferrer, a pesar de la prevención, quiso recompensar el esfuerzo con una amabilidad:

– Encantado. ¿Nos conocemos?

– Lo dudo, aunque yo… decían que era el mejor periodista de Leonito. En otra época… -explicó con voz cavernosa-. Ahora prefieren decir otras cosas…

Apuró la bebida con ansiedad que a Ferrer le pareció teñida de melodramatismo con un punto masoquista; esa teatralidad, pausada a causa de la inseguridad etílica, le confería un halo patético y a la vez irreal, como si fuera un personaje milagrosamente trasplantado a la realidad desde una película de terror de los primeros tiempos del cine sonoro. De pronto, una alegre voz femenina increpó con afecto al viejo periodista.

– No me sea tostachón, don Bueyes. ¡Alto el ánimo! -Lili, llevando una bandeja con restos de bebidas, llegó hasta ellos. Tras depositarla sobre el mostrador apoyó la mano sobre el hombro de Bueyes en un mohín solidario que frivolizó con tono cantarín-. ¿Quién le dice esas cosas malas? ¡Gente flemona y pinche! ¡Ni caso!

Bueyes alzó su vaso vacío.

– Sin rellenarme la copa, Lilita, esa amabilidad se queda en nada. Y sirve también a mi amigo español -dijo señalando a Ferrer.

– ¡Ah, don Bueyes! ¡Cuánto echará de menos mis copas cuando me case y me instale en el norte! ¡Ni un vaso de agua más voy a servir! Menos a mi novio, a ése le serviré lo que quiera y hasta lo que no quiera. Bueno, novio no, marido; ya para entonces marido… -Lili guiñó un ojo a Bueyes y se volvió hacia Ferrer-. ¿Y usted, don Ferrer? -preguntó pegándose a él y jugueteando con el cuello de su camisa como una muñequita melosa y deliberadamente estúpida; de pronto, le lanzó una mirada de inteligencia y señaló con un seco gesto de las cejas hacia Bueyes:

– Cuidado, el alcohol lo encabrita de pronto y ya no se le puede sujetar -advirtió en voz baja y precisa antes de pasar al otro lado de la barra.

– Lo de siempre para mí -pidió Bueyes a Lili; la petición, a pesar de su trivialidad, adquirió en los labios del periodista el mismo tono sórdido que empañaba toda su actitud-. Y para mi amigo, lo que él quiera.

– Pues… -Ferrer no quería beber con el viejo, pero intuía que si se negaba provocaría su insistencia-. Gin tonic, por favor.

– Bien, amigo Ferrer -dijo el periodista-. Me perdonará que le haya abordado así, pero luego, en la vorágine de la fiesta, iba a ser más difícil saludarle.

– Tranquilo -minimizó Ferrer con un gesto mientras calculaba la edad de Bueyes: ¿habría tratado a Lars en el cuarenta y siete? ¿Y después, en cualquier otro momentó de su vida? Decidió probar suerte-. De hecho, yo también deseaba conocerle. No sé si sabe que estoy aquí para escribir sobre Leónidas. Pero es que además… -tomó de la barra el libro de registros; Bueyes no le dejó concluir.

– ¡Justo de eso quería hablarle! -atajó; la referencia de Ferrer había devuelto a su mirada el puntual brillo de serenidad-. De Leónidas y de la Montaña Profunda.

Lili depositó las copas frente a ellos; Bueyes la tomó como si encerrara un presagio favorable y la izó en un desmañado brindis que Ferrer secundó con desgana, arrepentido de haber dado pie a la conversación del borracho.

– ¡Por la verdad! -clamó Bueyes.

Ferrer consintió con una sonrisa forzada.

– ¡Quietos! ¡Así, sin pestañear! -Lili, con la cámara polaroid en las manos, se agachaba en busca de un buen ángulo para inmortalizar el momento. Apenas la mulata disparó la cámara, Ferrer miró de nuevo a Bueyes.

– Pero antes de hablar de la Montaña, dígame… ¿Conoció o conoce, o ha oído hablar de un tal Lasa? Víctor Lasa.

– ¿Lasa?

– Francés de origen. Un hombre de negocios bastante afecto al régimen de los coroneles. Y, según tengo entendido, bien conocido aquí.

Lili disparó de nuevo el flash y, acto seguido, puso entre los dos hombres la primera fotografía que había generado la polaroid.

– Recuerdito, cortesía de la casa -anunció sonriente antes de regresar al trabajo.

– Lasa… -Bueyes seguía rebuscando en su memoria vacía.-En realidad se apellidaba Lars.

– Así, por el nombre… Tendría que consultar mis archivos.

– ¿Me hará ese favor? -preguntó Ferrer con gravedad.

– Claro… -aceptó Bueyes de buen grado, consciente de que disponía ahora de un inesperado comodín que le garantizaba la atención de Ferrer-. Mañana, cuando nos citemos, tendrá datos sobre… -Bueyes sacó su pluma del bolsillo de la camisa, tomó la polaroid de la forzada pose de brindis y se dispuso a escribir sobre su dorso-. ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Victor Lasa. O Víctor Lars. Sé que llegó a Leonito en mil novecientos cuarenta y siete. En concreto, en el mes de mayo ya estaba aquí.

Bueyes raspó inútilmente el plumín contra el papel: el cargador de tinta estaba vacío. El periodista se quedó consternado, casi asustado, como si hubiera descubierto en el hecho nimio un augurio nefasto; durante unas inacabables décimas de segundo miró la pluma con tan terca fijación que a Ferrer le estremeció: no pudo evitar verse a sí mismo junto al cadáver de su hija, acobardado ante el folio en blanco en el que nunca llegó a escribir la confesión del crimen. El mismo pánico en estado puro que entonces se había adherido para siempre a él latía ahora en la mirada de Casildo Bueyes.

– Seca… -musitó el periodista, extraviado de pronto en algún olvidado pozo de su vieja película de terror-. Y vacía…

Ferrer, impaciente por romper su propia percepción siniestra, sacó un bolígrafo del bolsillo.

– Use éste. ¿Y dice -preguntó, apresurándose a cambiar de tema- que vamos a citarnos mañana?-¿Mañana? -Bueyes anotó las dos opciones del nombre de Lars en la polaroid y la guardó en el bolsillo. La tarea, aunque mínima, pareció cumplir la función de trasladarlo de regreso a la vida-. Sí, sí, debemos vernos mañana sin falta. Tiene que conocer la historia. Tiene que publicarla.

– ¿Yo? Es una historia suya…

– ¡Mía…! -lanzó Bueyes otra risita, ésta nítidamente siniestra-. No, yo estoy ya fuera de juego. Hace falta un periódico de verdad, no como los de aquí. Y un periodista también de verdad… ¡Cuidado! -lanzó una mirada alarmada sobre el hombro de Ferrer-. ¡Ya vienen!

Ferrer se volvió: una joven menuda y sonriente, elegantemente ataviada con un liviano traje crema, se acercaba desde el jardín hacia la barra del bar. Su apariencia afable negaba la supuesta amenaza sobre la que pretendían advertir los ojos desorbitados del borracho, de cuya fiabilidad volvió Ferrer a dudar.

– Bien, sea como sea… -se apresuró a preguntarle-: ¿Cuál es esa historia?

El borracho dudó antes de decidirse a aproximar su rostro al de Ferrer y hablarle en voz baja.

– Lo que está pasando en la Montaña Profunda. Lo que está pasando pero, sobre todo, lo que ha pasado ya.

– ¿Qué tal si va a por esa información sobre Lasa ahora mismo, regresa y adelantamos la reunión de mañana a dentro de un rato?

– ¿Y todo esto? -Bueyes abarcó con un gesto la amplitud de la fiesta-. ¡Es usted el invitado de honor!

– Cuestión de prioridades. Me parece más importante lo que me ofrece usted.

La mirada del viejo periodista agradeció, incluso emocionada, el inesperado reconocimiento. Bueyes se puso en pie; su cuerpo se movió con torpeza, pero su mirada vencía de nuevo al embotamiento alcohólico.

– Eso sí, si se llega a publicar… Si llega a publicarla, me gustaría que citara mi nombre. Sólo eso, citar mi nombre. Dándole la importancia que considere oportuna. ¿De acuerdo? -la cuestión parecía crucial para Bueyes. Ferrer fue sincero al comprometerse.

– De acuerdo -dijo; y le tendió la mano derecha, que Bueyes estrechó de nuevo con resolución-. Una cosa más… He oído hablar de una atracción turística, seis faros con las luces de la bandera de Leonito… ¿Le suena?

– El turismo es para la gente feliz, amigo. Vuelvo en diez minutos, ni uno más. Mi casa está aquí al lado.

Bueyes caminó hacia la salida: un solitario desecho de película en blanco y negro en medio del espectacular colorido de la fiesta tropical, ajeno a ella como ajenas a la euforia publicitaria del consorcio turístico habían sido sus palabras… «Lo que está pasando en la Montaña Profunda. Pero, sobre todo, lo que ha pasado ya»…

– ¿Señor Ferrer? -dijo la joven del traje crema plantándose frente a él-. Soy Marta, la secretaria de Roberto Soas.

– Ah, sí… -reconoció Ferrer poniéndose en pie-. Me habló de ti. ¿Qué tal?

– Disculpe que me haya demorado en recogerle, pero…

– No importa.

– En estas cosas siempre hay problemillas de última hora. Sólo problemillas, ¿eh? Nada serio… ¿Vamos hacia nuestra mesa? Roberto todavía tardará un poco, pero me ha insistido mucho: Marta, cualquier cosa que necesite el señor Ferrer…-Sí, sí hay algo que necesito -dijo Ferrer mientras comenzaban a caminar hacia el jardín; Marta lo miró con sonrisa expectante-. Es cierta información. ¿Has oído hablar de seis faros iguales, con los colores de la bandera de Leonito…? Una cosa de turismo…

Marta se plantó frente a él y comenzó a temblar en una caricatura de paroxismo terrorífico que desconcertó a Ferrer:

– ¡Brrrrrr…! ¡Sangre y muerte! ¡Espíritus malignos! ¡La maldición de los Hombres Perro!

Desorbitó un instante los ojos antes de recuperar su perfecta sonrisa. Ferrer la imitó.

– ¿Qué es? ¿Una leyenda, o algo así?

– Más o menos -explicó Marta mientras reiniciaba la marcha; comenzaron a atravesar la masa de invitados alegres que hablaban, bebían o bailaban; el volumen de la orquesta caribeña obligó a la joven a levantar la voz-. Ocurrió cuando estaban los coroneles en el poder, en las ruinas de los faros uno y dos que antes me preguntaba, los que destruyó el ciclón del año setenta y uno. Todos los hoteles de lujo que había fueron arrasados, y como nunca se reconstruyeron, esa zona quedó abandonada.

– ¿Y los otros cuatro faros?

– Siguen tal cual. En sus alrededores viven muchos de los ricos de Leonito. De los muy ricos, para ser exactos.

– Pero los faros uno y dos -insistió Ferrer- han estado abandonados desde entonces.

– Nadie se acerca por allí, sólo algunos turistas con ganas de pasar aventuras. Como la pareja de italianos que vieron a la manada de Hombres Perro. Mire, ya estamos.La mesa estaba situada al pie de un pequeño escenario de madera sobre el que había un micrófono y, al fondo, junto a la detallada maqueta de lo que sería el complejo La Leyenda de la Montaña, una gran pantalla de vídeo. Ferrer sólo se sentó tras comprobar que podía vigilar la barra de Lili, donde se había citado con Bueyes. Marta ocupó el asiento a su izquierda. Sobre el mantel había únicamente cubierto para tres, lo que dio a Ferrer una idea del trato preferente que, por razones todavía ignoradas, le reservaba Soas.

– Roberto no ha vuelto aún -Marta señaló la silla vacía a la derecha de Ferrer, frente a la que reposaban sobre el mantel, junto a una botella abierta de buen vino y una copa a medias, unos papeles y un bolígrafo que alguien había abandonado precipitadamente-. Siempre está de aquí para allá, liadísimo.

– ¿Cuándo fue? Lo de los Hombres Perro.

– Yo tendría diez años. Sobre el setenta y cinco.

– ¿Qué pasó exactamente?

– Nada especial, la verdad es que nada. Se limitaron a aparecer. Eran seis o siete, estaban desnudos, con el pelo de la cabeza muy largo, casi cubriéndoles el cuerpo, y se movían a cuatro patas, con mucha habilidad. Como perros. O lobos… Lobos con aspecto humano.

– ¿Atacaron a los italianos?

– ¡Qué va! ¡Estaban muertos de miedo! Salieron huyendo.

– ¿Nada más? ¿Salieron huyendo y ya está?

– Pues sí. Se habló del asunto sólo porque los italianos le dieron mucho bombo. No se les volvió a ver, pero desde entonces, para asustar a los niños, se hablaba de los Hombres Perro. Aunque en la manada había también mujeres, y eso sí que de pequeña me daba miedo… ser una Mujer Perro. No sé qué me imaginaba…

Las luces se apagaron y se conectó la pantalla de vídeo. La orquesta concluyó su tema y un foco cenital iluminó el micrófono del centro de escenario. Desde las bambalinas, derrochando alegría falsa de presentador de concurso televisivo, un hombre corpulento caminó hasta él y aguardó que el público acabara de ocupar sus asientos y le prestara atención.

– Buenas noches a todos -dijo, satisfecho al parecer por la potencia con que la megafonía expandía su voz-. Bienvenidos a este acto de presentación de La Leyenda de la Montaña. Antes de nada, me gustaría decirles que ésta es una velada de virtualidad televisiva. Desde esta pantalla va a saludarnos, en directo desde la cima de la Montaña Profunda, el consejero delegado del proyecto, señor Arias, que se ha trasladado hasta allí para supervisar el inicio de las obras, que recomienzan de forma definitiva mañana. ¿Señor Arias? ¿Buenas noches?

El presentador se volvió hacia la gran pantalla de vídeo, que permanecía muda. De pronto, surgió desde la megafonía un intenso zumbido que se mantuvo en el aire durante unos instantes, al cabo de los cuales desapareció dejando tras de sí un reguero de miradas alarmadas que trataban de no parecerlo. Recobrado el silencio, sobrevoló el jardín una generalizada risita nerviosa que el presentador alentó desde el micrófono.

– Nuestro consejero delegado siempre encuentra la forma de hacerse escuchar… ¿Señor Arias? ¿Sí? ¿Buenas noches? -el presentador, sosteniendo una gran sonrisa de falsa tranquilidad que a veces dirigía hacia el público, formulaba sus preguntas hacia la inmisericorde pantalla muda mientras una gota de sudor se deslizaba por su frente-. ¿Nos escuchan allá?

Ferrer observó que el desconcierto del presentador se contagiaba paulatinamente al público. La mayoría de los espectadores se miraban sin saber qué hacer cuando una pastosa voz masculina que Ferrer conocía inundó con segura suavidad la megafonía.

– Lo que ocurre es que nuestro amigo Arias sabe cuántas mujeres hermosas se encuentran hoy aquí, y quiere hacerse esperar -el tono irónico se hizo de inmediato con la simpatía de los presentes-. Propongo que, para darle aún más envidia, escuchemos un poco de música. Maestro…

Encadenando literalmente con la última sílaba de la voz, la orquesta atacó una pieza de salsa mientras los camareros, sincronizados con la alegre melodía, comenzaron a recorrer las mesas rellenando vasos vacíos. Marta se reclinó hacia Ferrer.

– Ese que ha hablado era Roberto.

– Sí, he reconocido su voz. De antes, cuando hablamos por teléfono.

– Ya ha visto, siempre está al quite.

– Marta -Ferrer decidió aprovechar la pausa concedida por el fallo técnico-. ¿Dónde están situados los faros?

– ¿Conoce bien el mapa de Leonito?

– Sólo por encima.

Marta meditó un instante, se levantó y fue hacia una de las mesas promocionales de La Leyenda de la Montaña. Ferrer, al seguirla con la vista, vio a Casildo Bueyes al otro lado del jardín, en el vestíbulo, indicándole por señas que le esperaba en el bar de Lili; devolvió al periodista un signo de asentimiento. Marta regresó con un prospecto publicitario en cuyo dorso podía verse un sencillo plano de la costa atlántica de Leonito; sobre él, en rojo, se había resaltado la situación del que sería futuro centro turístico.

– Mire… Están aquí, justo al sur de la Montaña Profunda -marcó con el roce de la uña una zona del mapa de Leonito.

– Casi pegados a ella… -murmuró Ferrer. Levantó la vista hacia la pantalla de vídeo; continuaba muda y oscura, pero a la luz del dato que acababa de conocer le pareció siniestramente animada: apenas unos pocos kilómetros separaban el ancestral refugio de Leónidas de la guarida en la que, también durante décadas, Víctor Lars se había ocultado. Y se ocultaba aún.

Una prisa repentina por escuchar a Casildo Bueyes, que tal vez disponía de información más solvente sobre los Hombres Perro, le impulsó a levantarse. Se preguntaba cómo librarse de la amable Marta cuando el chirrido de la pantalla de vídeo vino en su auxilio. La secretaria de Soas adoptó por primera vez una actitud ligeramente preocupada.

– Lo siento, pero voy a ver si me necesitan…

Se alejó tratando de mantener la sonrisa.

Sin pérdida de tiempo, Ferrer atravesó en sentido inverso la masa de invitados ahora enmudecidos, llegó al bar de Lili y buscó al viejo periodista con la mirada. Pero la barra estaba desierta.

– ¿Y el señor Bueyes? -preguntó a la mulata-. Acabo de verle venir hacia aquí.

– Se encontró con un amigo y marcharon juntos. Pero tranquilo, don Ferrer, dijo que era un momentito. No se preocupe, le digo yo que volverá enseguida. Ha olvidado esto.Lili sacó del mostrador interno de la barra un whisky casi aguado: los cubitos de hielo, flotando casi disueltos, parecían huérfanos a punto de perecer abandonados. Ferrer, sin saber por qué, se quedó mirándolos fijamente por unos instantes.

– ¿Hay por aquí un teléfono público? -preguntó a Lili; era el momento de intentar encontrar de nuevo a Jean Laventier.

– Junto a la puerta de los servicios. Va con fichitas, ¿tiene?

Ferrer negó con la cabeza. Lili salió de la barra.

– Voy a recepción a por ellas.

Ferrer decidió ocupar la espera con el manuscrito. Cuanto más avanzase en la lectura, mejor podría encauzar la conversación con Bueyes.


¿Sabe VL que estamos sobre su pista?

Más aún:

¿Ha sido él quien ha propiciado su localización?

Y, de ser así:

¿Nos está esperando?


Reconozco, Ferrer, que la posibilidad tan cabalmente planteada por Vanel me inquietó. Pero muy irrelevante habría sido mi objetivo de justicia si hubiera flaqueado ante la innegable verosimilitud de la amenaza; de forma que, reafirmado a pesar de todo en mi afán, sopesé una única cuestión: ¿encargaría a Vanel la búsqueda concreta de Lars en el pequeño país centroamericano o viajaría yo mismo hasta él? Esta segunda opción, a pesar de las disuasorias circunstancias de mi edad y precaria salud, emponzoñó mi voluntad como el virus de una enfermedad o la magia de una irresistible drogadicción, si bien acepté las argumentaciones de Vanel, que aconsejaban delegar en manos jóvenes y experimentadas la acción ejecutiva de la primera aproximación a Lars.

Dos solventes especialistas franceses, hombre y mujer que cubrían a la perfección la apariencia de matrimonio en viaje turístico, aterrizaron en Leonito a principios de 1992.

A los pocos días enviaron ya su primer «Informe de faros».


Ferrer examinó la detallada documentación gráfica de los franceses, que Laventier reproducía en su manuscrito; los faros, situados al sur de la Montaña Profunda tal y como había señalado Marta, venían numerados de norte a sur y del uno al seis; por tanto, el faro número seis era el más alejado de la Montaña, y los números uno y dos los más próximos a ella.


Erigidos al dictado de los accidentes geográficos, los seis faros, separados unos de otros por distancias que median entre los 5.413 y los 8.167 metros -en el menor y mayor de los casos, respectivamente-, cubren una distancia costera de treinta y nueve kilómetros.

El área abarcada por los faros tres, cuatro, cinco y seis alberga hoteles de lujo y selectas residencias privadas de militares, millonarios y miembros destacados del régimen (entre los que VL podría perfectamente, e incluso probablemente, encontrarse). Sin embargo, la inestable situación política del país, al provocar que se extremen las medidas de seguridad en la zona, ha impedido por el momentoverificar la localización: nuestra solicitud de hospedarnos en cualquiera de los lujosos hoteles aludidos ha sido denegada por razones de seguridad, y una excursión en barca por la costa, de la que esperábamos obtener alguna información de interés, fue acremente interceptada por una patrullera de la Armada de Leonito.

A la espera de hallar una forma de acceso efectiva, nos disponemos a inspeccionar mañana, si las circunstancias lo permiten, los faros uno y dos. Destruidos en el año 1971 por un ciclón, nunca fueron reconstruidos, y tampoco se reabrieron los hoteles e instalaciones turísticas a las que daban acceso, pero determinados rumores populares sitúan en esos lugares legendarias apariciones de extraños seres vivientes, y la opinión de algún opositor político consultado, al apuntar la posibilidad de que en esas ruinas fuese instalado un temible centro clandestino de represión de enemigos del régimen, nos decide a efectuar una visita.


«Temible centro clandestino de represión»… Supe al leer estas palabras que Lars estaba ahí, que siempre lo había estado. Y que efectivamente me estaba esperando… a mí solo, como puntualizó brutalmente su siguiente mensaje.

Era una típica caja cilindrica de sombreros, de color malva, a la que estaba prendido un sobre; se percibía la sutileza de algún caro perfume, y todo podía recordar a la mimosa puesta en escena de un festejo amoroso. Abrí la carta.


¡Qué hermoso es tener amigos comunes, Jeannot! Hoy, mientras paseaba por los alrededores de mi finca, recogiendo setitas y grosellas que primorosamente atesoraba en un delicado cestito de mimbre, me he topado con una encantadora pareja de recién casados que, asómbrate, han resultado ser conocidos tuyos. Por supuesto, los he invitado a tomar el té y, mientras el mayordomo disponía el servicio y seleccionaba la cocinera las mejores pastas y agasajos, hemos hablado del faro que ilumina mi propiedad. Me halaga y sorprende, Jeannot, que unas volátiles palabras mías, inocentemente redactadas en un momento de especial sensibilidad, hayan despertado en tus amigos y en ti tanto interés; por contra, debo también expresarte mi decepción: ¿por qué no te has dignado a venir en persona? ¿Los achaques te recomendaron eludir la duración de un vuelo transatlántico? ¿O me tenías -y me tienes- miedo? ¿A mí, a tu viejo amigo, al anciano que sólo espera de ti la benevolencia de una mínima atención? ¿No comprendes que, con tu actitud, me obligas a tirar del sedal? Tus amiguitos se resistían al principio a conversar sobre el tema, pero cuando he insistido para que tomaran un segundo té, éste sí realmente helado, han aceptado hablarme de tus planes. Según me explican, sí tienes previsto viajar hasta Leonito (ya que lo has descubierto, puedo mencionar el nombre del país que me acogió) para visitarme, pero siempre después de que ellos -para eso han venido- hubieran compilado un dossier que incluyera, además de todos los datos posibles sobre mi actual filiación, pruebas sobre mis actividades del pasado que permitieran solicitar una extradición… ¡Ah, Jeannot! ¡Abre bien los oídos y escucha la magnánima prueba de mi amistad! Tan ansioso estoy de verte que, a fin de que decidas cuanto antes reunirte conmigo, voy a abreviar tal gestión dándote todas esas pruebas que necesitas. Para empezar, voy a entregarte un dato del que carecías: mi mansión se halla situada frente al tercero de los faros que tan amplio revuelo han armado en tu pacífica existencia. No es necesario, pues, que envíes a nadie más para precisarlo.


Ferrer localizó y señaló el tercer faro en la detallada reproducción topográfica de los detectives franceses: estaba a menos de treinta kilómetros de la Montaña Profunda. Y a trece del primer faro y seis del segundo, que habían albergado el centro de represión de infausta memoria y también la aparición -¿de repente, tal vez no tan improbable?- de los Hombres Perro.


A fin de ahorrarte trabajos y sinsabores, te voy a regalar un crimen nuevo, exclusivo para ti, que me dispongo a cometer ahora y que grabaré en un vídeo que te entregaré cuando nos reunamos. Con él en las manos, no tendrás que esforzarte en localizar pruebas: te aseguro que cualquier juez del mundo lo aceptará como tal, y sólo será ya cuestión de venir a recogerme como fruta madura. Mientras, y a modo de aperitivo, te incluyo en la sombrerera un adelanto de lo que en el vídeo se recoge. Guárdalo con cariño, ha sido creado para ti por un reputado artesano; confío en que constituirá, a la vez, un hermoso recuerdo de tus amigos, que tan amena velada me han deparado. Por cierto, que sepas que han cometido el pecadillo de insistir en una inofensiva mentira, la de que son marido y mujer; mi intuición no les ha creído, pero, generoso como siempre, he decidido otorgarles la oportunidad de evidenciar que era yo el equivocado, y nada me ha parecido más lógico que pedirles, dado que ambos son jóvenes y sanos y viven además los primeros e irrepetibles momentos de la pasión erótica, que demuestren la veracidad de su intimidad realizando el acto sexual ante mí y los amigos que, a medida que departíamos al calor de las deliciosas pastas caseras, se han ido sumando a la reunión. Tal vez la propia curiosidad suscitada ha sido la culpable del bloqueo sexual de mi joven invitado y por eso, al sentirme en parte culpable, decidí ayudarle irrigando un poco de sangre a las venas de su miembro viril.


Abrí la sombrerera: en su interior, un pene humano disecado en erección penetraba en una vagina quirúrgicamente diseccionada y manipulada también por un taxidermista. Un engarce mecánico permitía dotar de movimiento a la repulsiva parodia de cópula. A un lado, cortadas con pericia y entrelazadas en cruel caricatura de gesto amoroso, reposaban las sendas manos derechas gracias a las cuales pudimos verificar la identidad dactilar de los protagonistas de la macabra unión sexual.

Fue la única vez que vi a Vanel asustada e indecisa: quería claudicar, y tuve que hacerle ver que ahora, por fin, disponíamos de un doble asesinato sobre el que apoyar una acusación formal contra Lars. Como él mismo sugería, sólo se trataba de recogerlo como fruta madura. Pero esta vez iría yo. Sabiendo que el ojo invisible de Lars me vigilaba, renuncié voluntariamente a toda cautela y rechacé los diversos planes que Vanel me propuso para llegar a mi destino sin ser visto: el día 11 de enero de 1992 -el diario que a estas alturas ya llevaba me permite ser preciso con las fechas de mi empresa- embarqué en el aeropuerto de Orly con destino Leonito. Como si Lars hubiera podido leer en mi mente, tres días antes de la partida llegó una nueva carta cuyo contenido reproduzco ahora. Creo poder afirmar que le empujará a ayudarme en mi empeño vengador.


En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me sentí como Robinson en la Isla sin Inteligencia.

Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete años a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vastago, que ni siquiera alcanzaba la mayoría oficial -no digamos ya la mental- de edad, y mientras debía mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que había decidido distinguirme, en presencia de su heredero -apodado, para afilar la afrenta a mi dignidad, Teté- no tenía otro remedio que despabilar mi energía, mi sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para


– ¡Restablecieron la comunicación con la Montaña! -gritó Lili a su lado, sobresaltándole-. ¡Ya van a hablar desde allá! Tenga sus fichas, yo voy a escuchar.

Depositó sobre la barra unas fichas de plástico y corrió hacia el jardín. Ferrer se encaminó hacia los lavabos y localizó el teléfono junto a la puerta del servicio de caballeros. Lo descolgó e introdujo la ficha, marcó y esperó: el recepcionista del hotel Atlántico le informó de que Laventier no había regresado aún. Colgó, irritado, y se dispuso a regresar al jardín. Entonces reparó en la sangre.

Se deslizaba con suavidad por debajo de la puerta del servicio. Ferrer se acercó con cautela y golpeó la puerta con los nudillos, sintiéndose remotamente ridículo. Dudó y abrió por fin la puerta; confiaba en que alguna razón inocua lo explicase todo, pero supo por la injustificada resistencia con que topó su empuje que había un cuerpo al otro lado. Paralela a la conciencia repentina del miedo le asaltó una inesperada determinación: empujó hasta que la puerta cedió y entró.

El cuerpo de Casildo Bueyes, que se hallaba sentado en el suelo con el hombro izquierdo recostado contra la puerta, se inclinó por el impulso hacia el otro lado y quedó en quebrado reposo, apoyado el cuello sobre el borde de la taza del primer inodoro, con la cara colgando hacia su interior. La herida que seccionaba el cuello había dejado de sangrar minutos atrás, y parecía ahora una fea boca sorprendida a mitad de una obscena imprecación muda: todo era silencio -a excepción de un goteo regular que resonaba en alguna parte-, y sin embargo flotaba inexplicablemente en el aire el eco de la lucha que Bueyes había mantenido con su asesino o asesinos; prueba física de ella era la tubería de la cisterna, desencajada de su hueco en la pared, desde donde crecía en dirección al suelo una inexorable mancha oscura de humedad. Ferrer buscó en los ojos abiertos del periodista alguna clase de angustia metafísica, pero sólo halló la evidencia de un dolor carnal infinito por el pavoroso trance hacia la nada que le había tocado en suerte. En los últimos instantes, sin embargo, una obcecación que a Ferrer le emocionó por heroica se había sobrepuesto al dolor: la mano derecha de Bueyes aún agarraba con desesperación la pluma seca y sin tinta que apenas un rato antes, en el bar, se había quedado mirando extrañamente conmovido; ahora caían desde el plumín, a intervalos de uno o quizá dos segundos, gruesos goterones de sangre cuya colisión contra el charco del suelo provocaba el metódico ritmo que rompía el silencio. Ferrer no pudo evitar pensar en el whisky a medias, último de su vida, que Bueyes había dejado sobre la barra y, a modo de homenaje al muerto probablemente ingenuo y sin duda inútil, tomó la pluma de la mano helada del muerto, recuperó el capuchón del suelo y lo colocó sobre el plumín. Sin saber por qué, al cabo de unos instantes de vacilación acabó por guardarse la pluma en el bolsillo derecho de la camisa, sobre el pecho, y luego buscó con la mirada el mensaje que Bueyes había escrito con su propia sangre. Lo encontró en la pared, junto a la taza del inodoro, un poco por encima de ella, en medio de una maraña de convencionales grafismos escatológicos: torpes trazos rojos hacia los que se aproximaba amenazadoramente la mancha de humedad de la pared eran la patética memoria única del paso de Casildo Bueyes por la tierra. Más que el afán de interpretarlos, a Ferrer le asaltó la urgencia de dar al cadáver la dignidad de ser extendido sobre una camilla, y tras limpiarse toscamente la sangre de los zapatos abandonó a toda prisa los servicios para comunicar a Lili el macabro hallazgo y traspasarle así la iniciativa de informar al director del hotel, que a su vez se responsabilizaría de recibir a la policía.

Salió en busca de la mulata, pero Lili, como todos los presentes en la fiesta, continuaba ante la pantalla de vídeo, que a juzgar por el entusiasmo del presentador a través de la megafonía parecía al fin capaz de conectar con la Montaña Profunda. El contraste entre el festejo y la soledad del cadáver de Bueyes, cuyas referencias a los sucesos de la Montaña cobraban ahora inesperada importancia, inspiró a Ferrer una súbita ocurrencia y también la necesaria osadía para acometerla; se coló tras la barra de Lili sin dejar de vigilar el mar de espaldas atentas a la pantalla. Abrió el cajón donde la mulata guardaba su polaroid, cogió la cámara, la llevó al lugar del crimen y fotografió el mensaje de Bueyes justo a tiempo: tras disparar la placa, la mancha de humedad pasó sobre las palabras escritas con sangre, que pronto desaparecerían para siempre, convertidas en diminutas piezas del rompecabezas de la pared descascarillada.Con la imagen a salvo en su bolsillo, devolvió la cámara a su lugar, regresó al lugar que le correspondía frente a la barra y apuró de un trago la copa que su mano encontró en primer lugar: sólo al depositarla de nuevo sobre la barra, ya vacía, comprendió que se trataba del whisky de Bueyes. No concedió importancia al macabro detalle. Inspiró un par de veces y, más sereno, buscó con la mirada al director del hotel, que atendía, como el resto del público, a la pantalla.

Ferrer se adentró en el jardín para informarle de su descubrimiento. En ese instante se apagaron las luces del jardín y la imagen del consejero delegado Arias provocó un espontáneo aplauso entre los presentes. Ferrer miró hacia la pantalla.

Arias era un triunfador de rasgos impecables y anodinos cuyo traje a medida desentonaba con la sensación de paupérrima improvisación que transmitía la luz de un único foco manual dirigido sobre su rostro, que a pesar de todo lucía recién peinado e inmaculadamente afeitado.


– Soy Carlos Arias, consejero delegado de La Leyenda de la Montaña -dijo con un extraño temor en la voz que intrigó a Ferrer y le obligó a detenerse y prestar atención.

– Y bien que se hizo esperar -apostilló el presentador, provocando una generalizada sonrisa cómplice.

Arias no fue partícipe de ella.

– Estoy aquí como invitado de los indios leonitenses, legítimos propietarios de la Montaña Profunda que nosotros hemos atacado y saqueado, y a la cual pretendemos masacrar salvajemente -dijo sin poder evitar que algún tartamudeo evidenciase su desasosiego; convocado por sus palabras, el silencio planeó sobre el jardín con solidez casi física-. Ellos han interceptado el coche en el que yo viajaba para pedirme que envíe este mensaje de paz y justicia. Quieren que les haga saber que también obra en su poder, por completo operativa, toda la dinamita y explosivos robados a la compañía a lo largo de estos meses.

– ¡Y hablan de paz y justicia! -se indignó una voz entre el público.

– Pero -prosiguió Arias como si hubiera escuchado al espontáneo y quisiera apaciguarlo- dado que no desean la guerra, van a mostrar por última vez su afán de buena voluntad. Ahora voy a leerles un comunicado de Leónidas.

Arias tomó una hoja de papel que alguien le pasó desde detrás de la cámara y leyó:

– «Los capataces de la compañía constructora saben bien que disponemos de explosivo suficiente para hacer mucho daño. Y lo vamos a hacer a menos que cesen los ataques contra nosotros. Mucho daño. Y ahora, si quieren volver a ver vivo a Arias -al leer su propio nombre, un gallo grotesco que no despertó sonrisa alguna entre los presentes surgió de la garganta de Arias- deben entregarme a un hombre. Un hombre que no debe temer nada de mí. Mañana por la mañana quiero a mi lado al periodista español Luis Ferrer. Debe tomar el tren de suministros que sale de Leonito esta noche y aguardar a que yo le recoja en un punto del camino que naturalmente no voy a desvelar».


Ferrer, en el centro de la masa de espectadores, sintió cómo todas las miradas se clavaban en él. Un rubor casi colegial le asaltó, y agradeció que Arias continuase leyendo y acaparara de nuevo la atención:

– «Ferrer es un periodista de reconocida seriedad, y esta vez queremos contar lo que aquí está ocurriendo a alguien que nos escuche de verdad. Y una última cosa: no duden de nuestra capacidad de acción, se lo advierto. Sigue operativa al cien por cien, como a todos los asistentes a esa fiesta les resultará evidente a las doce en punto de la noche».

La conexión terminó de golpe. Todos los presentes se miraron con impaciente expectación, y más de uno consultó maquinalmente el reloj: quedaban cinco minutos escasos para las doce; el instinto profesional de los cámaras se revolvió en la búsqueda infructuosa de algún objetivo concreto que fotografiar; sobre el escenario, el presentador soltó una absurda risita nerviosa y sintió que era su deber decir algo.

– Bien, sugiero que mantengamos la calma.

– ¡Un cadáver! ¡Hay un cadáver! -oyó Ferrer gritar a su espalda-. ¡En los servicios! ¡Un hombre degollado! ¡Hay sangre por todas partes!

El director del hotel corrió hacia el lugar del que había provenido la alarma; los invitados le siguieron en masa y, tras consultarse unos a otros con la mirada, los músicos y camareros abandonaron también sus puestos para presenciar de cerca el morboso acontecimiento.

Ferrer se quedó solo en el jardín, fija todavía la mirada en la pantalla de vídeo ahora muerta. Se apoyó en el borde de una mesa cercana y cogió al azar una de las copas olvidadas sobre ella: el color de la cerveza mediada, tibia y sin espuma desde rato atrás, le recomendó devolver el vaso a su sitio. Despacio, como si no quisiera alterar con sus movimientos la desasosegante quietud de la fiesta abortada, metió la mano en el bolsillo y extrajo la polaroid: los colores y formas, fijos ya sobre el papel, reproducían el mensaje garabateado por Bueyes. Era ilegible a primera vista. Ferrer, consciente de que, absorbidos por la humedad los trazos de la pared del servicio, era el único depositario del macabro testamento, se sentó a la mesa, puso la fotografía frente a sí y bolígrafo en mano comenzó a descifrar letra por letra las dos líneas que componían el texto: eme, u, e, erre, te, separación, a y ele en la primera línea, y -más confusas y débiles a medida que la vida escapaba de las venas de Bueyes- erre, e, i griega, separación, de, e, separación, e, ese, pe, a y eñe. «Muerte al rey de Españ»

El mensaje, inacabado pero comprensible, le decepcionó por absurdo -¿qué animadversión, tan fuerte además como para dedicarle los últimos instantes de vida, podía alentar a Casildo Bueyes contra Juan Carlos de Borbón?-, pero un detalle enigmático llamó poderosamente su atención: abrían el texto, justo antes de la primera letra, tres tajantes signos de admiración que convertían una imprecación dubitativa e incluso estúpida -«Muerte al rey de Españ»- en la resuelta declaración de una adivinada enemistad eterna: «¡¡¡Muerte al rey de España!!!». ¿Por qué desperdiciar para trazarlos una décimas de segundo que podrían haber sido preciosas en la aportación de otros datos?

Entonces le sobresaltó la cómica explosión: un breve chisporroteo de traca infantil o festejo popular proveniente de la maqueta de La Leyenda de la Montaña le hizo volverse a tiempo de ver cómo una lengua de fuego, mínima pero zigzagueante y veloz, recorría silenciosamente la construcción en miniatura haciendo arder a su paso los hoteles de lujo, toboganes acuáticos y playas privadas a escala. Mientras se aproximaba a la maqueta en llamas, Ferrer pensó que se habría tratado de un atentado ridículo de no ser por la precisión y pericia que su ejecución implicaba: Leónidas o sus hombres, tras entrar en la fiesta burlando toda vigilancia, habían dispuesto su ingenio incendiario para que, además de eficaz, resultase puntual: superpuestas, las agujas del reloj marcaban exactamente las doce de la noche. Efectivamente, podían hacer daño. Mucho daño.

– ¡Pero qué pedazo de cabrón! Dice que a las doce en punto y a las doce en punto… TLAC: degüella al periodista -voceó alguien enfurecido. Los invitados regresaban en grupitos cabizbajos o airados; entre los semblantes más circunspectos destacaban el del director del hotel y el de su acompañante: un militar, el primero que Ferrer veía desde su llegada a Leonito.

– Leónidas no ha matado al periodista -atajó Ferrer con firmeza. Las miradas de los recién llegados se clavaron gravemente sobre él, y decidió que era más prudente no emitir juicios de resolución que podía resultar sospechosa. Con un gesto señaló hacia la maqueta quemada-. Creo que el atentado al que se refería era ése.

El director del hotel se acercó a los restos humeantes de la maqueta y los observó con íntima desolación, como si fuera el responsable directo de las renegridas miniaturas.

– ¿Me permite un instante, señor? -se aproximó a Ferrer el militar. Era obvio que no surgía de la fiesta; vestía traje de campaña e iba desarmado, aunque incomprensiblemente lograba transmitir la sensación de que acababa de despojarse del revólver a fin de no alarmar a los civiles con los que tuviera que cruzarse; sus rasgos toscos, de cruces remotos entre indios y españoles, parecían tensos y recelosos, tal vez incluso mortificados por la obligación de tratar con alguien ajeno a la vida cuartelada-. Soy el capitán Rodrigo Huertas. A la vista de la petición de Leónidas, es mi obligación analizar con usted la situación y pedirle, en nombre del gobierno de Leonito…

– Que le acompañe a la Montaña Profunda -Ferrer terminó la frase con una sonrisa, divertido por el desconcierto que provocó en el militar su presta disposición colaboradora-. Le aseguro que estoy deseando hacerlo.

Proveniente del cielo, un ruido ensordecedor se concentró entonces sobre el jardín y levantó una inexplicable tormenta de viento que estremeció a los presentes, insufló movimiento a los manteles y copas de palmeras y arrastró por el aire sillas y vasos. El helicóptero aterrizó sin miramientos en el centro del jardín. El capitán Rodrigo Huertas invitó a Ferrer a acompañarle hasta el aparato; se abrió una portezuela por la que el militar se coló al interior. Ferrer, cohibido por la desmesura de la irrupción, no se decidía aún a seguirle cuando desde el asiento del piloto una mano masculina le tendió un casco, indicándole por gestos que se lo ajustara. Al hacerlo, el atronador rugido de los rotores se convirtió en un tolerable murmullo.

– Disculpa la precipitación -habló en su cabeza una voz que no le era desconocida: la había escuchado un rato antes, atrayendo a los invitados hacia la pista de baile a través de la megafonía del jardín con el mismo tono sereno y seductor con que ahora llegaba hasta él por los auriculares interiores del casco-, pero la situación no nos deja más opciones.

La mano que le había tendido el casco continuaba abierta ante él, flotando enigmática en la oscuridad del interior del helicóptero; la fantasmagórica visión disparó en Ferrer la alarma infinitesimal de una desconfianza instintiva, pero el piloto se inclinó entonces hacia él y la luz del jardín le otorgó los rasgos de un afable rostro de sonrisa y mirada francas enmarcadas también por un casco dotado de micrófono.

– Soy Roberto Soas -dijo la voz en la cabeza de Ferrer, que observó cómo las palabras coincidían con el movimiento de los labios del piloto: el micrófono le permitía hacerse oír con elegante seguridad, como si repartiese cartas en una selecta mesa de juego, incuestionablemente superior a la vibración infernal que sacudía el jardín entero-. Lamento conocerte de forma tan ruidosa.

Ferrer calculó que no habían transcurrido ni quince minutos desde que Leónidas exigió su presencia en la Montaña: la celeridad con que Soas había reaccionado era admirable, aunque los detalles de su vestuario -camisa de seda e impecable pantalón de pinzas, adecuados para una fiesta pero no para pilotar un helicóptero militar- sugerían que Soas se había desplazado a toda prisa, apenas escuchada la exigencia de Leónidas, hasta un aeródromo militar cercano.

Ferrer estrechó la mano en el aire, aceptando el impulso que le ofrecía para ayudarle a subir a bordo. Instalado en el asiento del copiloto, giró para observar la cabina -a su espalda, como para corroborar la primera impresión de Ferrer, el capitán Huertas enganchaba en ese instante la funda de una automática a su cinturón-y miró después a tierra: a unos pasos, alborotados el equilibrio y la corbata por el ventarrón artificial, el director del hotel daba instrucciones a sus empleados mientras el invitado de la voz airada explicaba los pormenores del atentado al círculo de invitados que se había formado a su alrededor: un mundo afable y fácil de dominar que Ferrer se disponía a cambiar por la Montaña Profunda de Leónidas… Por la Montaña Profunda de Victor Lars. Revisó el sucinto equipaje que la celeridad de la partida había dispuesto que llevase consigo: la cartera con sus fotografías, el manuscrito del francés y, en el bolsillo interior de la americana, la carta en la que confesaba a Marisol la verdadera causa de la muerte de su hija. Para su sorpresa, no le aterró ni afligió el estupor de admitir que ésas eran sus únicas posesiones sobre la tierra.

– ¿Listo para despegar? -le preguntó Soas; Ferrer se volvió hacia él y respondió afirmativamente con un decidido gesto de cabeza. Soas sonrió y golpeó con el dedo índice el micrófono del casco de Ferrer-. Habla por aquí. Los inventos están para utilizarlos.

Ferrer asintió y habló al micrófono levantando ingenuamente la voz, como si de todas formas tuviese que hacerse oír por encima de la hélice.

– ¡Listo para despegar! ¡Y encantado de hacerlo! -no mentía: el corazón le latía en el pecho con la fuerza de una promesa desconocida e inimaginada.

– Pues vamos allá… Espero que te guste volar en helicóptero -deseó Soas con la gran sonrisa de seducción que resumía y justificaba su calidad de incuestionado líder de La Leyenda de la Montaña-. Y espero que te guste desentrañar mentiras…

Despegó.

El vértigo de la succión hacia el cielo impidió a Ferrer responder a Soas.

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