Capítulo Tres

UN CABALLERO FRANCÉS.

¿Sabe usted por qué matan los hombres buenos, señor Ferrer? ¿Alguna vez lo ha sospechado, imaginado, vislumbrado en las personas cuyo trato ha frecuentado o en aquellos a los que profesionalmente ha realizado entrevistas? Yo, por desgracia, conozco bien la respuesta a esas preguntas, pues considerándome un hombre bueno -e incluso habiendo consagrado mi vida a la defensa de la bondad como razón principal y objetivo último de la existencia humana-, vi crecer dentro de mí, en un fatídico momento, el odio irracional que me llevó a planear la intriga criminal a la que estoy ahora dedicado. Pero no es ésa -no es sólo ésa – la razón por la cual le envío este puñado de folios. Créame, aunque inicialmente le parezca absurdo, que usted es el único destinatario posible de su contenido, pues su vida -al igual que la mía, al igual que la de quién sabe cuántos más, entre quienes sin duda se halla el desdichado Niño de los coroneles-, ha sido sin que usted lo sospeche marcada brutalmente por la existencia de Victor Lars, el hombre más feroz, inteligente y, por desgracia, seductor de todos los que he conocido, y tal vez de todos los que han poblado la Tierra. Le ruego que no abrigue inmediatos recelos sobre mi seriedad o cordura ante el melodramatismo de esta afirmación y me preste atención, aunque sólo sea por cortesía hacia las referencias que sin duda tiene usted de mi trabajo y persona. Le pido también disculpas por los aspectos de mi biografía que a continuación le narro, y que prometo exponer con la mayor brevedad que pueda: su conocimiento es imprescindible para la comprensión de los hechos que, por desventura, tanto nos interesan a usted y a mí.

Me llamo Jean Laventier, y nací en 1912 en Bárreme, pequeña ciudad del sureste francés, en el seno de una familia dedicada desde generaciones atrás al negocio del vino. Tengo por tanto ochenta años, de los cuales he dedicado a la Psiquiatría más de sesenta, pues si bien no comencé mis estudios en París hasta 1932, no me añado ni resto méritos al afirmar que desde algún tiempo antes, ya cuando mi padre se empeñaba en enseñármelo todo sobre el negocio familiar y los compañeros de colegio comenzaban, como se suponía debía hacer yo, a interesarse por el sexo y los problemas prácticos de la vida, ocupaba la actividad de mis días una fascinación tan inexplicable como férrea por aquello que ahora mis colegas y yo llamamos «motivaciones del ser humano». ¿Quién tuvo la culpa de esa tendencia que amigos y clientes de confianza de mi padre, además de algún educador de miras estrechas, definieron como «deformación anormal»? ¿Mi madre, cariñosa y frágil de salud, cuando, sentados en el porche de la casa mientras caía la tarde, me relataba las novelas que marcaron su juventud, poniendo buen esmero en aclararme que D'Artagnan no era sólo el héroe fabuloso ni Quasimodo sólo el monstruo despreciable y despertando así en mí la obsesiva convicción de que tras cada hombre siempre se esconde otro u otros? ¿Mi autoritario padre, seco y distante siempre a la hora de la comida familiar, repugnante en su semiclandestina lascivia con las mujeres del pueblo y riguroso, casi malvado en la relación con sus empleados -normalmente, además, maridos o hermanos de esas mujeres-, y sin embargo, y contradiciendo ese rudo carácter que a mí me hacía rehuir y temer su presencia, desvalido y hundido, profundamente emocionado el día que murió mi madre y él, inesperadamente, me sorprendió explicándome mientras atardecía entre los viñedos que los campos que nos rodeaban estaban vivos y lo estarían siempre, mucho tiempo después de que él y yo mismo muriésemos, transmitiéndome en ese momento un desasosiego vital que desde entonces jamás me ha abandonado? ¿O fue la tragedia de Fabien? Fabien era un empleado de mi padre, un hombre que siempre había vivido en la naturaleza y que no hacía otra cosa que trabajar en los campos y compartir sus momentos de ocio con los muchos amigos que tenía, pues era un individuo alegre y sencillo, muy querido por todos. Un día avisaron a mi padre con carácter de urgencia. Quise acompañarle hasta la casa donde Fabien había vivido solo toda su vida, y allí descubrimos que se había ahorcado en su habitación. Nadie imaginó nunca la razón del suicidio, y con el tiempo su recuerdo se fue diluyendo entre la gente del pueblo, pero en mi mente infantil se grabó a fuego la imagen de su corpachón balanceándose silenciosamente al extremo de la soga que pendía del techo, y siempre pensé que aquella traumática y enigmática estampa fue, con el paso de los años, concluyente para reafirmar mi incipiente vocación y decidirme por fin a plantear a mi padre el irrevocable deseo de estudiar la carrera de Medicina en su rama de Psiquiatría.

Y así, tras una pugna entre su obsesión por obligarme a perpetuar el negocio familiar y mi firme resolución, llegué a París al amanecer del 9 de julio de 1932. De las ciudades hermosas, como de las personas amadas, albergamos siempre la osada convicción de que tan sólo nosotros conocemos determinado aspecto de su personalidad, como si ese secreto tesoro hubiera estado aguardando nuestra llegada para revelarse. Esa mañana, apenas deposité el equipaje en la pensión elegida al azar como residencia, corrí literalmente por París, aunque debería decir mejor que volé, si atiendo a la vertiginosa euforia de mis recuerdos. La ciudad era mía, y me entregaba el regalo de bienvenida de la inmortalidad, que sentí de pronto galopar por mis venas. Puede parecerle ridículo, pero sigo creyendo hoy que la soleada luz de aquella mañana estuvo reservada en exclusiva para mí por alguna suerte de dioses. ¡Tal era el color dorado del aire, tal la vibrante belleza de cada rincón, de cada sonido y cada silencio, de cada mujer, de cada olor y cada color, tal la violencia con que latía mi corazón y el torrente de vida con que el aire inundaba mis pulmones! ¡Tal mi ilusión juvenil de adentrarme por fin en el mundo tantas veces soñado! Sí, el momento más hermoso de mi vida… así lo decidí solemnemente cuando, saciado de felicidad, me detuve a recuperar el aliento en uno de los puentes sobre el Sena. Instantes antes, me había extasiado ante la fachada de Notre-Dame, más impresionante aún por la ausencia de visitantes a tan temprana hora, y luego la había rebasado, avanzando por la orilla del río sin volver la vista atrás, retrasando a propósito el momento, elogiado por mi difunta madre hasta la mitificación, de situarme en el centro de alguno de los puentes, girarme y disfrutar del hermoso espectáculo que desde ese punto ofrecía la parte trasera de la catedral. Por fin, cuando supuse que había avanzado bastante, me adentré en el puente que allí cruzaba el río y, situado en su centro, me dispuse a volver la vista atrás. Una emoción profunda me invadió al dedicar a mi madre aquel instante.


Ferrer abandonó por un momento la lectura. La imagen del joven Laventier ingenuamente eufórico frente a Notre-Dame le simpatizó y le llevó a evocar su propia primera visita a la catedral del Sena.

En la primavera de 1975, Bego y él decidieron invertir una inesperada entrada de dinero viajando durante tres días a París, ciudad que ninguno de los dos conocía aún. Decidida a demostrar a sus amigos y al resto del mundo que la ciudad puede conocerse en su totalidad en ese corto tiempo, Bego elaboró un completísimo recorrido turístico que ejecutaron con tesón maratoniano. Al amanecer del tercer día, tras apenas cuatro horas de sueño, el despertador les recordó que había llegado el turno de Notre-Dame, que según Bego era preciso visitar antes de la irrupción del habitual aluvión de turistas. Somnolientos como quien se dispone a emprender un penoso deber, él sugirió rifar quién abandonaba primero la sensual tibieza de las sábanas, y en la improvisada elaboración de las reglas del juego hallaron alicientes eróticos que resultaron inaplazables. Cuando llegaron a Notre-Dame, la plaza de la catedral estaba ya atestada de visitantes, y renunciaron a la visita. Poco después, en Madrid, supieron que Bego estaba embarazada. En tono jocoso,.-ambos alimentaron durante mucho tiempo la leyenda familiar de que Pilar fue concebida en París, durante aquel momento del amanecer en que ellos debían de haber visitado el entorno desierto de la catedral… Ferrer se inquietó: el discurso del francés le había llevado por segunda vez a pensar en su hija.


¿He dicho ya que era una temprana hora de un día de verano? Sí, recuerdo como si fuera ahora que la placidez era absoluta: costaba descubrir un atisbo de movimiento en el agua del Sena, y en las calles no se veía un alma. ¿Se trataba de un momento mágico, creado efectivamente para mí por París? Excitado, me atreví a creerlo así cuando comprobé que tampoco en las ventanas se apreciaban signos humanos; traté de captar algún ruido, pero el silencio seguía siendo absoluto. Temeroso de romper el hechizo, no me moví, no respiré; comencé a girarme muy despacio, consciente de la presencia de la catedral a mi espalda y con el recuerdo de mi madre en el corazón. Sin embargo, un inesperado intruso irrumpió en mi sencilla puesta en escena, desbaratándola: adosada a una de las columnas centrales de piedra del Puente de la Tournelle -pues de él se trataba-, una placa conmemoraba el día en que fue abierto a la circulación: el 9 de julio de 1928. Me estremecí: ¡también nueve de julio! ¿Qué extraño mensaje entrañaba la coincidencia de fecha entre la inauguración del puente, cuatro años antes, y mi llegada a París? No hace falta decir que mi entusiasmo juvenil adjudicó a tal casualidad tintes místicos o legendarios: ahora se evidenciaba que era yo alguna clase de elegido. Fascinado y orgulloso, eufórico y feliz, imaginándome el centro del mundo, sentí que debía agradecer tan alto honor formulando algún juramento cuando menos homérico: no podía corresponder a París con una medianía. Y entonces, al girarme por fin, vi la catedral: un impacto de emoción me embargó. Sobrecogido, interpreté que Notre-Dame, con sus mil años de grandiosidad, se ofrecía como testigo de mi solemne promesa, fuese cual fuese ésta. Sabiendo que no podía defraudarla, juré que no tendría que arrepentirse de la confianza depositada en mí: algún día, mi trabajo y mi decisión me llevarían a culminar una tarea digna de la catedral que me apadrinaba. Algún día, juré con el corazón en la mano, haría algo realmente importante por el ser humano. Sentí que el espíritu de mi madre se conmovía en alguna parte, y casi lloré de felicidad por la épica de mi decisión… ¡Qué recuerdos despierta en mí la ingenuidad de aquellos sentimientos! Sé que su exposición ante un adulto puede resultar ridicula, pero deseo ser sincero -o tal vez lo necesito-, y sólo pido a quien esto lea que, antes de emitir cualquier juicio negativo, rastree en la huella que hayan dejado en él los primeros sueños juveniles… Notre-Dame me miraba, pensé ingenuamente entonces. Notre Dame me miraba, quiero pensar a pesar de todo ahora, cuando no soy sino un viejo envidioso de aquel joven lleno de ilusión que hace sesenta años abandonó la orilla del Sena dispuesto a ganar todas las guerras contra el mundo, íntimamente convencido de portar un honor depositado por los dioses sobre sus hombros. ¡Qué larga e inabarcable, qué eterna, le pareció en ese instante la vida! ¡Y qué ridiculamente corta me resulta ahora, al volver la vista atrás!

Sí, siempre he considerado aquel momento el supremo, el más feliz de mi existencia, aunque desde los últimos acontecimientos ensombrece su recuerdo la circunstancia de que allí, en mi puente -siempre lo llamé así, osadamente ajeno al hecho de que su construcción esté dedicada nada menos que a la patrona de París-, al que muchos domingos a primerísima hora acudía con la esperanza de disfrutar de nuevo del silencio mágico que también imaginaba sólo mío, conocí a otro joven visitante habitual del lugar, fascinado como yo por él, que resultaría haber elegido también -¡en los meses siguientes, cuántos indicios de predestinación a la amistad eterna hallaríamos en esa casualidad!- la rama de Psiquiatría. Era Victor Lars.

Mi introvertido carácter se sintió de inmediato fascinado por él. ¿Qué decir sin correr el riesgo de parecer un sumiso e incluso ridículo enamorado? Tanto tiempo soñando con mi primera aproximación al estudio de la mente humana y él parecía saberlo o intuirlo todo sobre la materia, hasta ese punto era atrevida la apasionada y apasionante exposición de sus teorías. Aunque de escasa estatura, era apuesto y yo diría que verdaderamente guapo, matizado su atractivo por la profundidad e inteligencia de unos ojos negros que te atravesaban. No era rico, aunque sí ambicioso en extremo, y nuestra relación se basó al principio en el hecho de que la generosa asignación mensual de mi padre podía costear aventuras que mi amigo no podía permitirse pero sí proponer y dirigir. Con él vomité mi primera borrachera y besé a la primera mujer; con él, así lo pensé entonces, conocí el júbilo de la verdadera amistad. Compartíamos casi todo nuestro tiempo y, excepción hecha de los momentos dedicados a las juergas que yo pagaba, hablábamos continuamente de nuestra pasión común por la mente humana. Pero mientras a mí me excitaba profundizar con gravedad en el bien que la Psiquiatría podría hacer a personas enfermas, él se mostraba perplejo y divertido ante las inimaginables imbecilidades, éstas eran sus palabras, que un idiota adecuadamente engañado era capaz de cometer. Tal diferencia de percepción era la causa de nuestras únicas discusiones, siempre intrascendentes porque enseguida las disolvía alguna perspectiva lúdica que compartir. Ambos volvíamos entonces a ser los de siempre: Lars, inmune a los desánimos, líder de las iniciativas y poseedor de todos los secretos; yo, su hechizado y fiel escudero.

Habría pasado algo más de un año desde que nos conocimos cuando entró Florence en nuestras vidas. No exagero al afirmar que, ante su irrupción, París perdió brillo y pasó a ser el mero telón de fondo para las evoluciones de su deslumbrante personalidad. Me enamoré en el preciso instante en que la vi, ejerciendo las funciones de improvisada anfitriona en la entrada del cinematógrafo al que una noche Lars y yo acudimos atraídos por la fama escandalosa del film Un perro andaluz, que allí se proyectaba.

Aquella noche, tras la proyección, logramos sumarnos al grupo de bulliciosos exégetas de Buñuel que Florence capitaneaba. Lars y ella conectaron de inmediato, y dedicaron el resto de la noche a piropearse con brillantez y ambigüedad tales que nadie de los presentes, y yo menos que nadie, dudó que en los días siguientes se consolidaría el idilio. Sin embargo, no me conformé esta vez con el papel habitual de comparsa: estaba decidido a conseguir a Florence, a pugnar al menos por ella. Aunque no era fácil: verlos juntos era descorazonador y a la vez irresistible, se comprendía la admiración que despertaban a su paso: fascinantes, seductores, hermosos y osados, parecían reencarnaciones míticas o carismáticos mensajeros de un futuro que se presentía inmediato y resultaba inconcebible sin las consignas de bohemia modernidad que ambos pregonaban. Ella, musa de cineastas de vanguardia y heredera millonaria, acababa de regresar de un viaje a la India y se disponía a iniciar otro, de resonancias no menos legendarias, a las fuentes del Nilo, expediciones aventureras de halo misterioso y casi mágico que Lars vampirizaba hábilmente, casi hasta el punto de hacerlas pasar por experiencias propias; desde el primer momento, mi amigo buscó en la permanente explosión de vitalidad de Florence la plataforma idónea desde la que epatar a los demás, y tuvo la inmensa suerte de que ella, siempre ansiosa de notoriedad en fiestas y reuniones extravagantes, llevase meses buscando un, llamémoslo así, compañero de baile acorde con su valía, y decidiera distinguirle con tal honor público. Lars logró así incorporar algo de sus admirados referentes Byron y Rimbaud a un personaje, el suyo propio, con el que deslumbraba por igual a compañeros de estudios y compinches de juergas. Ante esa perspectiva, oculté con pudor y cautela mis sentimientos y llegué a sentirme afortunado por el mero hecho de respirar el mismo aire que mi amada, mísera compensación inicial que, para mi sorpresa, pronto se vio premiada por la amistad sincera, basada en sensibilidades insospechadamente paralelas, que fue surgiendo entre Florence y yo.

Tal distinción me llenaba de orgullo y felicidad aun mayores porque en ese terreno sentimental Lars no lograba hacerme competencia. Bien, se decía mi orgullo entre el dolor y la euforia, él llegaría a ser el amante ocasional. Pero yo era el amigo, el amigo leal, el amigo íntimo, el amigo del alma… y lo sería para siempre. Por primera vez, Lars y yo nos enfrentamos abiertamente por los favores de Florence: sin perder la sonrisa, iniciamos uno contra el otro una feroz carrera cuya meta se presentó de golpe, inesperadamente, durante la excursión al campo que, apenas un mes después de conocer a Florence, realizamos los tres. El fin de semana fatídico del caserón de Loissy.

Propiedad de mi familia desde varias generaciones atrás, estaba situado a unos cien kilómetros de París; rodeado de terrenos en otra época ajardinados, había servido de lugar de esparcimiento veraniego a varias generaciones de los Laventier, pero ahora se encontraba deshabitado desde tiempo atrás, y sólo algún empleado de mi padre visitaba de vez en cuando sus grandes estancias vacías para comprobar que el orden del abandono continuase inalterable. Loissy seguía formando parte del patrimonio familiar tan sólo porque mi avispado padre mantenía la teoría de que esos terrenos, por su situación en relación a posibles ampliaciones de la red ferroviaria, valdrían algún día una fortuna, pero para mí tenía tanto interés como un armario lleno de ropa vieja, y jamás hacía mención a él. Un día que, por casualidad, hablé de Loissy a mis amigos, mostraron tal entusiasmo por conocerlo que les invité a pasar un fin de semana en el caserón sin luz ni agua corriente al que la imaginación de Lars enseguida supuso transitado por gemidos patéticos de almas en pena y fantasmales espíritus del mal. Durante el viaje en tren alimentamos todo tipo de tétricas visiones que, para excitación nuestra, parecieron presagiarse como posibles cuando la gran reja metálica, tras la que se recortaba la silueta del caserón contra el cielo rojizo del ocaso, chirrió sombríamente. Fascinados, mis amigos consideraron enseguida que nos encontrábamos en el decorado idóneo para una película vanguardista que Florence podría financiar y protagonizar y Lars, cómo no, escribir y dirigir, y su vehemencia creativa, que enseguida me contagiaron, halló un torrente de posibles motivos arguméntales bajo las telas que cubrían los muebles de los salones, tras los apolillados aromas del gran dosel de la habitación principal, que según los anales familiares convertía en malditos todos los amores que bajo él se declaraban, o en la rotundidad dramática del pozo seco del patio, donde decidimos que indefectiblemente habría de tener lugar el desenlace del film. Nuestra calenturienta imaginación dedicó buena parte de la noche a profundizar en los matices de la película, pero tras la cena y las primeras copas la evidencia de que no éramos tres amigos, sino una mujer y dos hombres enfrentados por causa de ella, fue abriéndose paso hasta imponerse entre silencios más significativos a medida que llegaba el momento de acostarse. Quiso la suerte -los hechos demostrarían después que se trataba de la fatalidad, así de inofensivamente disfrazada, que sin que yo lo sospechase había decidido ya acompañarme durante elresto de mi vida- que alguna frase nimia propiciara una conversación sobre nuestras respectivas familias que desde el principio Lars trató de abortar con comentarios arrogantes e ironías de dudoso gusto; podía tener lógica: en alguna ocasión me había contado las múltiples desavenencias con sus padres y la consecuente ruptura definitiva en que la situación había desembocado un par de años atrás. Pero Florence, en cambio, se mostró repentinamente sincera y entristecida al relatar la muerte en accidente de sus progenitores, que con tan sólo quince años la había convertido en millonaria solitaria. Adiviné en su mirada que habría renunciado a su fortuna por echar el tiempo atrás y recuperar el derecho a la infancia feliz que le había sido arrebatada; su inesperada desvalidez me emocionó, y supe transmitirle mi solidaridad hacia sus sentimientos -y hacerlo con credibilidad que nos aproximó intangiblemente mientras Lars, obstinado en sus comentarios sangrantes, se iba quedando fuera del cada vez más estrecho círculo en el que pronto sólo cabrían dos- al narrarle mi propia historia, la muerte de mi madre y las discusiones con mi padre, mi llegada a París, mis secretos sueños de grandeza junto a Notre-Dame… Ésa, lo vi también en los ojos de Florence, fue la chispa que decidió mi victoria. Lars, acaso consciente también de ello, trató de recuperar su cetro a base de brillantez y referencias a nuestra película imaginada, pero ya era tarde para desbaratar lo irreversible: al poco, Florence y yo le dejamos solo. En la habitación nos besamos con suavidad acorde con el hilo desensibilidad que se había tendido entre nosotros, y recuerdo que para relajar los nervios iniciales bromeé a propósito del dosel de leyenda sombría bajo el cual comenzamos a desnudarnos.

Detesto esa ostentación grosera y despreciable con que algunos hombres se jactan de las intimidades sexuales de sus amantes, pero no es ésa la razón por la que declino desvelar mi noche con Florence, sino el miedo de que, al compartir ese secreto, pudieran perder intensidad mis recuerdos, lo que de alguna manera equivaldría a olvidarlos. Baste, pues, saber que cuando despertamos felices y abrazados, con el sol del nuevo día iluminando ya el campo, nuestros labios fueron sinceros al susurrarse promesas de amor eterno. Del resto de aquel día inolvidable sólo guardo un único recuerdo ingrato: al abandonar la habitación para reunimos con Lars no pregonamos nuestra eufórica nueva relación, pero tampoco la ocultamos, pues ambas cosas, por poco naturales, hubieran sido ridiculas: no obstante, recuerdo aún mi nerviosa expectación por la reacción de mi amigo, al que tanto admiraba y quería, y cuya alegría ante mi felicidad, ante nuestra felicidad, tanto me hubiera complacido. Sin embargo, Lars fingió absurdamente no percatarse de la evidencia, lo que le abocó a una patética actuación de incontinencia verbal e irritabilidad por nimiedades del clima o del horario del tren con las que no conseguía disimular la verdadera causa, no aceptada ante nosotros, de su furia: su incapacidad de afrontar una derrota a la que sólo él -resultaba patente con su actitud- daba y había dado siempre parámetros de competitividad. Florence y yo, comprendiéndolo así, optamos por dejar pasar el día, dolidos y perplejos por el despecho amoroso que nuestro amigo se empeñó en demostrarnos. De regreso a París, tras despedirnos de él, Florence y yo nos sentimos libres para dedicar a las expresiones amorosas reprimidas a lo largo del día el resto de la noche, el resto de todas las noches siguientes… La pasión del primer día, lejos de adquirir visos de fugacidad que no hubieran sido inverosímiles, creció y se ramificó hasta el punto de asustarnos -o sea que era cierto, recuerdo que dijo ella, de pronto, una mañana… ¡íbamos a ser así de felices siempre!-, y la fortuna de Florence permitía que París fuera nuestro: casi obscenamente, jugábamos a derrochar el dinero en el hotel más caro de la ciudad o lo regalábamos al primer borracho incrédulo que nos cruzábamos cuando la vitalidad que ambos nos contagiábamos dirigía nuestros pasos hacia los barrios bajos de París. Durante una semana vivimos aislados del mundo, a solas con nuestro amor, que sólo oscureció ocasionalmente el recuerdo del infantil despecho de Lars; por eso sentimos la mayor de las alegrías cuando, de regreso a la realidad, lo primero que hizo nuestro amigo fue recibirnos con un abrazo y pedir disculpas por su estúpido comportamiento; Florence, me dijo con sana envidia apenas nos encontramos a solas, era un sueño que me había tocado a mí y no a él, que tendría que conformarse con su amistad. Volvimos a ser el trío de siempre, aunque yo me sentía aún más feliz por la recuperación de mi amigo. Un amanecer, durante una de las secretas visitas solitarias que, por encima de amistades y amores, continuaba dedicando a Notre-Dame, me acodé en mi puente y, recordando las palabras de Florence, me sentí infinitamente agradecido con la vida. No era para menos: ¡iba a ser así de feliz siempre!

En esa tesitura eufórica, no me alarmé el día que Florence desapareció durante unos días. ¿Por qué habría de hacerlo si ése era su carácter y, además, pronto me entregó el cartero una misiva en la que explicaba su repentina ausencia? Esas palabras de letra menuda y a veces ilegible, que durante muchos años han sido el único recuerdo de ella que he podido acariciar, se ven ahora reducidas al lóbrego honor de alimentar el motor de mi venganza. A pesar del carácter íntimo de la posdata, la incluyo junto al resto de la carta porque interesa, y mucho, a mi narración:


«Querido Jean: Me vas a matar cuando te enteres (bueno, no podrás matarme porque tú estás ahí y yo aquí, je, je…). Estoy en Roma y me voy a tener que quedar por aquí un tiempo. Gina, ya te he hablado alguna vez de ella (¿o no?, no sé, bueno, es igual, es una amiga íntima), tiene un gran problema con su marido y quiere que esté junto a ella. Yo le digo que no sé en qué la puedo ayudar, pero insiste y no tengo más remedio: una vez hizo mucho por mí. Te escribiré (hemos cogido su coche y estamos recorriendo Italia, así que no puedo darte una dirección fija). Posdata: estoy tumbada en la cama del hotel, tengo una gran terraza al lado, hace sol y calor, me acuerdo de ti, me voy a ir quitando la ropa, un te amo por cada prenda. Te amo… te amo… te amo… te amo…».


Lars, que se encontraba conmigo cuando recibí la carta -que, por respeto a mi intimidad con Florence, nunca le mostré-, alegó el carácter excéntrico e imprevisible de nuestra amiga para disculparla, y logró que no me preocupara durante una semana, casi dos. Pero a la tercera él mismo hubo de admitir su inquietud. Cada nuevo día aumentaba nuestro miedo, nuestra certeza de que algo había ocurrido. Lars, al fin y al cabo menos implicado emocionalmente, asumió la dirección de las pesquisas con una frialdad policial que le recriminé primero y agradecí luego, cuando comprendí que era el único camino efectivo. Pero nuestras únicas pistas -una carta sin remite sellada en Roma y la aguja de un nombre, Gina, en el pajar del censo italiano- se estrellaron contra la biografía aventurera de Florence, cuyo historial de viajes exóticos, lujosos domicilios provisionales y amantes de todas las razas provocaba sonrisas escépticas o paternales encogimientos de hombros en los policías a los que denunciamos la desaparición, e incluso en el detective al que contratamos para que la resolviera. La búsqueda fue tan inútil como sería ahora la pormenorización de las tristezas, dudas y miedos que atravesaron mi corazón: simplemente, los días sin noticias se acumularon en semanas y meses y éstos sumaron años. Para ser exactos, transcurrieron cincuenta y ocho años, cuatro meses y catorce días desde aquel 8 de abril de 1933 en que estaba fechada la carta hasta el 22 de agosto de 1991, el día que volví a saber de Florence.

Cuando el carácter definitivo de su ausencia fue haciéndose evidente, el mezquino instinto de supervivencia me llevó a buscar refugio en la realidad: retomé con energía mis estudios, la amistad con Lars creció, mi padre murió y me convertí en rico heredero, conocí y amé mortecinamente a otras mujeres, compré una casa en París y terminé con brillantez mi carrera, abrí un consultorio de creciente éxito y experimenté un tenue pero perceptible distanciamiento de Lars: nuestro juramento de amistad eterna se había ido debilitando con el paso de los años, pero también, y sobre todo, por mi rechazo hacia la vida cada vez más bohemia y desencaminada de todo rumbo que Lars eligió tras finalizar sus estudios. Sin embargo, no logré olvidar en esos años a Florence, aunque traicioné a veces su recuerdo, pues califico de traición el simple hecho de dar crédito, aunque fuese sólo durante un segundo, a las voces que, con injurias sobre la demostrada frivolidad de mi gran amor y su interés obviamente transitorio hacia mí, trataban de hacérmela olvidar, vulgarizar su memoria deslizando sugerencias que la situaban en cosmopolitas escenarios lejanos, convertida en aburrida esposa o alcoholizada vividora. A veces, la debilidad me hacía dar crédito a esos bulos, y en esos casos acudía al caserón de Loissy, que utilizaba como bálsamo, refugio y capilla: a solas, muchas veces apagando voluntariamente las luces, envuelto en el silencio de la noche o dejándome mecer por la audición obsesiva del vals que ella consideraba nuestro, deambulaba por las salas vacías rememorando nuestra primera noche o, insomne en la cama donde decidimos amarnos siempre, esperaba las luces del amanecer, que en ocasiones tenían la generosidad de regalarme vividos retazos del momento, inolvidable aunque cada vez más lejano en el tiempo, en que abrí los ojos y la vi dormir junto a mí satisfecha y feliz, respirando con la cadencia serena de los bebés que nada saben del mundo y todo pueden esperarlo aún de él… Sí, sólo por esa imagen hubiera puesto la mano en el fuego: Florence se fue de mi lado contra su voluntad. Lo he creído todo este tiempo, aunque sólo ahora lo sé con certeza.

Me volví un hombre solitario e indiferente a cualquier cosa que no fuesen mis recuerdos y mi profesión, a la que me había dado por entero y que por suerte me apasionaba cada vez más, haciéndome todo lo moderadamente feliz que podía aspirar a ser. Muchos domingos, por la mañana temprano, acudía también a mi puente de la Tournelle, que seguía siendo un exclusivo refugio secreto a pesar de que, en ocasiones, despertaba en mí el recuerdo del incumplido juramento juvenil de grandeza; en tales casos, me apresuraba a continuar mi solitario camino, tras catalogar de tontería debida a la inexperiencia aquel sueño que parecía irremediablemente frustrado… Nunca, a lo largo de los años, pude sospechar que tendría una última oportunidad de cumplirlo seis décadas después de haberlo pronunciado, en un lugar perdido llamado Leonito.

Un día de mediados de 1938, la fatalidad llamóa la puerta del gris mundo a medida que había construido a mi alrededor. Aunque, como ya he dicho, en los últimos tiempos me había distanciado casi definitivamente de Victor Lars, seguía queriéndolo como al hermano que nunca había tenido, y por eso me alteró tanto la noticia: había sido condenado a quince años de cárcel por fraude y estafa.

Aterrado, acudí de inmediato a visitarlo. Pero, para mi sorpresa, sonreía tras los barrotes como un anfitrión todopoderoso. ¡Ni siquiera en ese trance se rebajaba a mostrarse frágil, angustiado… desvalidamente humano! Se diría que para él era una cuestión de estilo exteriorizar desprecio hacia el sufrimiento que pudiera aguardarle; al menos, frente a mí: no logré desbaratar su coraza, no pude arrancarle una confidencia de miedo ni una demostración de arrepentimiento -me confesó con desparpajo, incluso acaso con algún matiz orgulloso, que las acusaciones eran ciertas: ¿por qué no podía un hombre pobre como él tomar cuanto necesitase de los mezquinos ricos de cuna?-, ni siquiera logré que aceptara un paquete de tabaco, ¡tan hermética era su torre de frío cinismo, de aislamiento! Cuando terminó nuestro tiempo, parecía que fuese él quien salía libre, mientras yo me quedaba entre aquellas cuatro paredes. Antes de irse, Lars sonrió por última vez.


«Tranquilo, Jeannot -me dijo antes de salir escoltado por el guardián-. No sufras por mí. No estaré aquí mucho tiempo.»


Lars salía de mi vida, sin previo aviso y contra mi voluntad, provocándome dolor por él y por mí,convocando angustiosos fantasmas de tiempos mejores irremediablemente perdidos; el recuerdo de mi amigo enterrado en vida se reunía con el de la mujer que mi corazón no había podido olvidar para hacer aún más oscura mi existencia. Al abandonar la cárcel aquel día, sentí la soledad como un hachazo: intuí, y no me equivocaba, que venía a quedarse para siempre junto a mí. Pero además, podría haberlo considerado también el presagio de otra tormenta de muy distinta índole.

La historia afirma que los alemanes entraron en París a primera hora de la mañana del 14 de junio de 1940 pero, en lo que a mí respecta, es falso: en los días previos sentí la invasión varias veces, todas progresivamente intensas: cuando el veterano general Weygand, defensor de la ciudad, advirtió por radio a los parisinos que vivíamos «el último cuarto de hora», o cuando los aviones alemanes bombardearon París el 3 de ese mes, o cuando, justo la víspera de la ocupación, apareció la ciudad envuelta en un humo negro denso, casi tangible, que los más cabales achacamos a algún incendio o contaminación mientras, en voz baja, nos preguntábamos si no tendrían razón los que con dramatismo bíblico encontraban en ese aire negro la prueba de la tristeza de Dios o del festejo del diablo por lo que se avecinaba. Aquella mañana del 14, cerré puertas y ventanas de la consulta y del piso superior, que me servía de vivienda, y no me atreví a mirar hasta que el ruido, como si se colase por las rendijas, hizo temblar la casa y me obligó a asomarme a la calle en busca de aire fresco. Inicialmente no vi alos invasores, y fue ése el momento de mayor terror: París desierto por un instante eterno, vibrando a causa de un ruido sordo sin origen aparente. Al volver la vista hacia la calle principal me topé con una muralla de espaldas estáticas y calladas, sin duda rabiosas de impotencia, sobre las que, a cortos intervalos, pasaba veloz un cañón erguido, una ametralladora motorizada o el busto orgulloso de un oficial alemán que despreciaba mirar, o lo hacía con arrogancia, a los escasos parisinos vencidos que no habían abandonado la ciudad. Yo era uno de ellos: no tenía a dónde ir y me aterrorizaba, tal vez aún más que la llegada de los invasores, la perspectiva de un éxodo hacia ninguna parte en compañía de una multitud enloquecida. Permanecí encerrado dos días enteros; al tercero llamaron a mi puerta. ¡Qué humillante es el miedo! Aterrado por el rutinario sonido del timbre, congelé en el aire el movimiento que estaba iniciando cuando fui sorprendido y, sin atreverme a posar el pie en el suelo, me volví lentísimamente hacia la cafetera puesta sobre el fuego, suplicándole -sí, así de ridículo, lo recuerdo como si fuera hoy- que no me delatase con su borboteo. Tal vez me habría desmayado si madame Fontaine, mi enfermera, no se hubiera identificado entre susurros. Era una mujer pequeña y gruesa de sesenta años, sencilla y de escasa cultura, pero asombrosamente dotada para ese esmero cariñoso hacia el paciente que todo practicante de la medicina debe poseer, y admiraba mi carrera, mis conocimientos y mi persona hasta un punto de exceso que, cuando se traslucía en sus ingenuos comentarios privados o en sus bienintencionadas alabanzas ante los pacientes, lograba hacerme sonrojar. Fuera de lo estrictamente laboral apenas sabía nada de ella, pues desde que en su día la contraté, impresionado por sus impecables referencias profesionales, se había empeñado en levantar un muro de discreción alrededor de su persona. Ella misma afirmaba, entre risitas y expresivos encogimientos de hombros sofocados por la humildad, que carecía de biografía: era, simplemente, enfermera. Tras la invasión, resultaba mucho más verosímil imaginarla encerrada en su casa, expectante y temblorosa ante los nuevos acontecimientos -cuando no formando parte de cualquier despavorida columna de refugiados-, que aventurándose en las calles del París ocupado. Sin embargo, allí estaba, respirando con agitación, oculta a medias tras las desmesuradas gafas de concha que asemejaban su presencia a la de un buho revoltoso, aguardando las instrucciones que su idolatrado doctor Laventier tuviese a bien dictarle. Haciendo un esfuerzo por sobreponerme, conseguí transmitirle una serenidad de la que yo mismo carecía, y le sugerí que nos limitásemos a esperar. Dos semanas después, evitando meticulosamente cualquier ostentación que pudiera interpretarse como simpatía hacia los invasores, osamos abrir la consulta; lo decidí así porque, aunque carecía de sentido dadas las circunstancias de la ciudad, necesitaba la compañía de ma-dame Fontaine tanto como ella la mía: en aquellos días estar solo resultaba insoportablementeaterrador. Día tras día, con el corazón en un puño, nos esforzamos por escenificar uno para el otro una normalidad improbable a la que la ausencia de clientes agregaba inverosimilitud. ¡Normalidad! ¿Tiene la más remota idea de lo que supone, tras años de basar tu vida en unos conocimientos, unas creencias, unas aspiraciones legítimas y nobles basadas en el respeto al ser humano, encontrarse a merced de una alimaña eufórica para la que esos sentimientos valen menos que un orgasmo o un trago de cerveza? ¡No, por lo que conozco de su biografía no lo sabe! Ni tampoco puede imaginar cómo se rebelaba mi espíritu ante el bárbaro atropello de Europa, en medio del cual yo disfrutaba del privilegio de no ser y no tener: no ser judío ni comunista, no tener propiedades golosas que confiscar ni seres queridos a los que dañar. Era uno de los afortunados a los que se permitía mirar hacia otro lado con la cabeza gacha. ¡Y aún me sentía agradecido! Porque, por mucho que en mi interior condenase a los verdugos, por mucho que mi conciencia gritara y se escandalizase mi mente, el miedo puramente físico que me dominaba era tan ilimitado que muchas veces después me he preguntado, sin osar darme respuesta, a qué simas de delación, de colaboracionismo, de traición hubiera accedido a descender si los alemanes me lo hubieran pedido. ¿Le extraña esta confesión?


Sí, Ferrer debió admitirlo: Jean Laventier tenía un notorio pasado de miembro de la Resistencia, del cual, según sus biógrafos, se habían derivado todos sus posteriores compromisos humanitarios… El instinto profesional le llevó a interrumpir la lectura para buscar en el final del manuscrito una firma que acreditase la validez periodística de la inédita confesión del francés. En la última página encontró algo que superó cualquier expectativa:


El abajo firmante, Jean Albert Laventier Dautry, en plena posesión de sus facultades mentales, declara ser cierto todo lo que en este manuscrito se afirma, y muy particularmente el punto en el que el firmante se confiesa autor del asesinato que aquí se relata.

Dado el atipismo de esta declaración, y por si alguien pudiera dudar de su validez, remito a mi testamento, en poder del notario Robert Constantine, de París, en el que queda cumplida constancia de la veracidad del manuscrito, del cual guarda el citado notario copia que a mi muerte se entregará al heredero único de mi archivo profesional y personal, señor Luis Ferrer Ferrer.


En Leonito, a diez de junio del año mil novecientos noventa y dos.


Ferrer leyó dos veces el párrafo firmado de puño y letra por Laventier; el impulso inicial de llamar al francés para agradecerle el alto honor de nombrarlo su heredero -¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?- se vio desbordado por la confesión de asesinato, de la que por primera vez se hablaba abiertamente. ¿Laventier un asesino? ¿Y él su heredero? ¿Una herencia además fechada pocos días atrás? Retomó la lectura.¿Le sorprende saber que soy un indigno cobarde, que la parte más encomiable de la biografía del gran Jean Laventier es falsa? Y sin embargo…


Una mañana irrumpieron dos soldados alemanes en mi consulta; uno de ellos, un joven de poco más de veinte años, se había cortado accidentalmente la mano y me pidió, en un francés torpe, que le atendiera la herida. Aunque ya había algo de humillante en la simple petición -mi consulta era de atención psíquica, no una enfermería de urgencias-, no era el momento de negarse: con servilismo instintivo que no pude evitar, desinfecté la herida y me dispuse a coser sobre ella un punto de sutura; así se lo advertí al soldado, pero no debió de entenderme o así lo fingió: al pincharle, respingó y me lanzó una mirada de sorpresa ofendida que traté de sedar con una disculpa cobarde: el pinchazo no podía haberle resultado más doloroso que una extracción convencional de sangre, pero a pesar de ello el soldado masculló algo a su compañero -que, indiferente, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo frente al rótulo junto a la ventana que prohibía fumar-, esbozó una sonrisa que correspondí sin poder evitarlo y me abofeteó: una bofetada con la palma abierta, infamante y sonora como la que propina el payaso listo al payaso tonto; ruborizado, no supe qué hacer: tragué saliva, observé de reojo a madame Fontaine, que por respetuosa discreción dirigió la mirada hacia otro lado, y volví a mirar al alemán: feliz y orgulloso de su dominio de la situación, puso la mano frente a mí y me instó a proseguir; traté de controlar el temblor de colegial que me asaltó y volví a introducir la aguja; el soldado gritó de nuevo, exagerando esta vez a propósito el supuesto dolor, y con una sonrisa socarrona en los labios volvió a abofetearme. Por un instante, me asaltó la idea de que la situación se iba a prolongar por el resto de la eternidad. Madame Fontaine, acaso intuyéndolo también, se ofreció a terminar la tarea, pero el alemán la rechazó y me obligó a continuar hasta que, tras otras dos bofetadas que lograron poner en mis ojos lágrimas de rabia, pude concluir torpemente el punto de sutura y cerrar la herida. Sólo entonces se dirigieron hacia la salida; el segundo soldado ni siquiera nos había mirado. Traté de limpiar las gotas de sangre que manchaban mi bata, pero parecían dotadas de algún poder maligno, pues las frotaba y volvían a aparecer como si estuviesen previniéndome burlonamente del carácter irreversible de la vejación que acababa de sufrir. Madame Fontaine se aproximó y me aplicó una gasa sobre la nariz: en mi ofuscación, no me había dado cuenta de que la sangre no provenía de la mano del alemán, sino del rasguño que una de las bofetadas me había producido en el labio. De inmediato comenzó a atormentarme el orgullo herido; de nada servía el alivio que rae ofrecía la evidencia: ¿acaso había tenido otro remedio que agachar la cabeza ante la ignominiosa agresión? ¿Quién no hubiera hecho lo mismo? La bondadosa enfermera me estaba haciendo esa pregunta cuando regresó el soldado. Sin perder la sonrisa, advirtió que volvería en los próximos días para que le cambiara el vendaje. Y añadió que entonces debería recibirlo adecuadamente vestido, con traje y corbata en vez de bata blanca. Acto seguido, se fue. Comprendí que no era un hombre malvado, sino un niño caprichoso vengándose en mí de quién sabe qué afrentas por parte del mundo de los adultos, y esa noche, como si yo también fuera un niño sometido a un poder arbitrario imposible de comprender, fui incapaz de dormir, acuciado por una angustia que, al día siguiente, cuando me preparé para acudir al trabajo, se concretó frente al espejo: yo, por comodidad y algún vestigio bohemio de mi primera juventud, había adquirido la costumbre de no llevar corbata. Era un hábito, conocido por mis pacientes y allegados, que casi se había convertido en un inocuo signo de identidad personal. Aquella mañana, tras infinitas dudas, me anudé ante el espejo la corbata oscura que guardaba para ciertas ocasiones y ajusté el nudo al cuello mimosamente, para evitar que el jovenzuelo uniformado que podía aparecer en cualquier instante interpretase como acto de rebeldía un involuntario descuido de mi aspecto. Confieso -y es la primera vez que lo hago; nadie, excepto usted ahora, conoce este detalle- que durante un segundo medité si debía lucir un alfiler sobre la corbata. El detalle no es nimio; al contrario, revela la esencia del miedo humano, su indignidad: ¿y si el soldado consideraba insuficientemente protocolaria una corbata sin alfiler?, me planteé con seriedad vergonzante; pero ¿y si entreveía alguna clase de burla hacia él en el hecho de portarlo? No se ría, Ferrer. Fue terrible ese rato en el que, para colmo, me vi obligado a contemplar mi rostro humillado y vencido. Cuando dejé el espejo atrás y bajé hacia la consulta, dolorosamente dispuesto a enfrentar la primera consecuencia de mi cobardía -la reacción de madame Fontaine-, encontré un inesperado recibimiento: la buena mujer adoptó un tono maternal para alabar mi juiciosa decisión, e incluso -el detalle me emocionó- había pedido prestada una corbata a un vecino por si mi mala cabeza me había recomendado la imprudencia de aparecer con el cuello desabotonado. Gracias a ese episodio, comencé a establecer con madame Fontaine una relación de confídencias íntimas impensable antes de la guerra. Fue por entonces cuando ella, que apenas escribía y leía lo justo para haber accedido tras mucho esfuerzo al título de enfermera, ex-plicitó su rendida admiración.por mí y por mi especialidad. Con tan rendida oyente -y animado por el hecho de que pasaban los días y las semanas y el soldado no aparecía, a pesar de lo cual acaté la cobardía de llevar corbata durante el resto de la ocupación- no tardaron en brotar en mi mente afanes de justa revancha. Era preciso enfrentarse al enemigo nazi a cualquier precio y sin miedo, razonaba yo ante la atenta enfermera. Sin duda, aquel anónimo soldado nunca imaginó que por su causa me adherí moralmente a la lucha clandestina que, según confusas noticias, se estaba organizando por toda Francia. Mi corazón y mi razón, afirmé ante la ingenuidad expectante y emocionada de madame Fontaine un día que recuerdo solemne, estaban irreversiblemente con la Resistencia, y sólo esperaba poder demostrarlo. Sin embargo, la oportunidad de pasar a la acción se hizo esperar unos meses.

Estaría cercano el final de 1941. Me encontraba en el despacho, aprovechando la tranquilidad nocturna para revisar unas notas, cuando un ruido procedente de la consulta despertó mi atención. Extrañado más que temeroso -los nazis no necesitaban recurrir a la discreción para sus irrupciones-, salí a investigar, y descubrí en la oscuridad de la consulta a madame Fontaine: aunque inhabitualmente nerviosa, sonreía con un orgullo cuyo origen no identifiqué a primera vista; junto a ella se hallaban dos hombres de paisano tensos y ansiosos, acaso hostiles. Uno de ellos trataba de ocultar bajo la chaqueta la sangre que manchaba su camisa; el otro empuñaba un revólver. La enfermera, entre atropellos verbales, comenzó a explicar lo innecesario: era obvio que la Resistencia se encontraba en mi casa. Los latidos del corazón se aceleraron bajo mi pecho. Desde la calle, la ráfaga de un motor pasando veloz rompió el silencio tenso de nuestras miradas cruzadas. Miré por la ventana: un furgón alemán desaparecía en ese instante por la esquina y, antes de salir apresuradamente tras él, algunos soldados a pie, linterna en mano, buscaron durante unos segundos el rastro de la presa perdida que, por mediación de madame Fontaine, se encontraba en mi casa. Examiné al hombre herido percibiendo cómo la excitación pugnaba por contagiarse a mi pulso: la herida, un rasguño de bala, no era grave, y en las horas que restaban a la noche había tiem po suficiente para practicar la cura. Me sentía asustado pero pletórico. Salvar a aquel hombre iba a ser algo más que mi contundente respuesta moral al agravio del soldado alemán: representaba también mi enfrentamiento al fascismo, mi alineación con sus enemigos, mi pasaporte definitivo como ser humano digno de tal nombre. Previendo que la luz de la consulta pudiera despertar sospechas, subimos a mi casa por la escalera interior. Mientras el hombre del revólver se apostaba frente al acceso de la escalera, madame Fontaine y yo instalamos sobre la cama al herido, que, relajado al sentirse en manos amigas, se había desvanecido. La cura fue limpia y ejemplar porque la impulsaba algo más que la simple pericia técnica. Supongo que a causa de la confianza que le produjo mi decidida actuación, la enfermera, plena también de orgullo, me confesó que había traído a la consulta a los dos hombres porque colaboraba con la Resistencia a raíz del incidente con el soldado alemán. La indignación por el atropello a la ciencia y la dignidad humana que yo representaba le había resuelto a ofrecer sus servicios a unos vecinos cuya militancia había sospechado desde el principio de la ocupación; ahora, amparada en su inofensivo aspecto, hacía pequeños recados para el ejército de las sombras. Lo relató con encendidas palabras antifascistas torpemente calcadas de las mías; habría movido a risa de no ser por el peligro real que, en parte por respeto a mí, corría la leal enfermera. La miré atónito, emocionado por su valor. Animada por la admirada expresión que no pude disimular, selanzó a planificar los pasos a seguir: habíamos curado al herido; ahora, lo acomodaríamos en la habitación de invitados hasta que se recuperase por completo; después… Sus palabras me hicieron regresar a la realidad. Interrumpí su euforia: me veo aún agarrándola por los brazos, pidiéndole en voz baja que se tranquilizara y me escuchase: el amanecer se aproximaba y el herido debía marcharse, su presencia podía ponernos en peligro, una cosa había sido salvarlo y otra arriesgarnos así… ¡No he olvidado, a pesar de las décadas transcurridas, cómo la decepción transformó el rostro de madame Fontaine! Ante la contundente elocuencia de su silencio, los razonamientos sobre nuestra seguridad y la cautela que ésta exigía fueron perdiendo fuerza en mis labios y acabaron por sonar a excusas reiteradas, inconsistentes, cobardes, inadmisiblemente contradictorias con mis hermosos discursos sobre la libertad. La mirada del rostro decepcionado fue transformándose en acusación concreta: todas mis arengas eran pura palabrería; mi mente, que comprendía, razonaba y exigía la necesidad de luchar junto a la Resistencia, se retiraba acobardada ante el terror físico que provocaban en mi cuerpo el sufrimiento y la muerte que la lucha podía conllevar. Fue un instante terrible: mis balbuceos se habían agotado y madame Fontaine continuaba obstinada en su silencio entristecido por la evidencia. Entonces despertó el herido; aprovechando la casual tregua, acudí junto a la cama. El hombre se encontraba bien y podía andar, y quería irse cuanto antes: su presencia era requerida en otro lugar, y él mismo dijo -para mi alivio frente a la enfermera – que su presencia podía comprometernos. Cuando antes del amanecer los dos hombres se fueron por fin, respiré aliviado; sin embargo, sentí durante el resto del día el mudo reproche de madame Fontaine. Al igual que tras el incidente con el soldado alemán, no hizo comentario alguno sobre mi comportamiento, pero su mutismo triste, roto apenas para dar los buenos días y las buenas noches o atender escuetamente a las cuestiones profesionales, fue una acusación que comenzó a obsesionarme; para otros tal vez habría sido fácil minimizar u olvidar la expresión pintada aquella noche en el rostro de la enfermera, algunos incluso habrían sabido neutralizar cualquier amago de remordimiento amparándose en el hecho irrefutable de que mi actuación, a la postre, había salvado al herido. Pero yo no podía engañarme: sabía -porque lo había demostrado ante la enfermera y ante mí mismo- que, en la guerra que nos había tocado vivir, me encontraba entre los cobardes que callan y dejan hacer al más fuerte.

Pasó el tiempo, un año y luego otro, sin que remitiera la opresión del remordimiento por mi actitud. La presencia de madame Fontaine era el fiscal, y afuera, en el París sojuzgado, el dominio nazi, que parecía efectivamente destinado a durar un milenio a pesar de los confusos rumores sobre victorias aliadas, se constituía en el juez que ratificaba mi condena de arrastrar a perpetuidad la cobardía que envilecía mi vida.

Un día en que todos esos sentimientos se revolvían de forma particularmente desasosegante, acudí en busca de alivio a mi capilla privada de Notre-Dame. Pero la catedral, lejos de socorrerme, se volvió un espejo desde el cual la imagen de mi propio pasado feliz me recriminó, con fuerza incontestable, la renuncia a los lejanos sueños juveniles; avergonzado por ser quien era y por no haber logrado ser quien había soñado ser, traté de restar importancia a mis frustradas aspiraciones catalogándolas de ensoñaciones adolescentes o propuestas irresponsables cabalmente rechazadas por la madurez, pero la abyecta argucia, al no lograr vencer a quién sabe qué último poso de íntima sinceridad, ensombreció aún más el reproche de Notre-Dame. A los treinta y dos años, me iba volviendo viejo y pequeño, melancólico e infeliz. Ni siquiera tenía a quién contarle mis tristezas ni, tal y como iban encaminadas las cosas, lo tendría nunca. ¿Merecía la pena adentrarse en un futuro que se presagiaba así de terminal?, parecían preguntarme las aguas revueltas del río… Entonces escuché el disparo. Instintivamente, me aferré a la barandilla del puente y busqué con la mirada: en París, por aquellos tiempos, cuando sonaba un disparo rastreabas el origen del tiroteo para alejarte en dirección contraria. Yo, al menos, así lo hacía. Pero aquel día no vi nada, lo que aumentó mi inquietud y me forzó a aguzar el oído mientras enfilé con cautelosa premura la orilla del Sena en dirección a Notre-Dame. ¡Qué grandeza de espíritu: un segundo antes coqueteaba con la idea del suicidio y ahora apretaba el paso hacia la protectora multitud anónima que caminaba frente a lacatedral! Entonces dispararon de nuevo: esta vez, detrás de mí. Aunque no osé volverme, los sonidos a mi espalda dibujaron la escena: pasos apresurados aproximándose sobre el asfalto y angustiadas palabras en francés, al menos dos hombres; más allá, gritos en alemán y un motor cada vez más cercano. Y nuevos disparos: dos de pistola tan próximos que parecieron explosiones en mis oídos, y una ráfaga de ametralladora más lejana que parecía no cesar. El terror me paralizó al comprender: cuando unos segundos después pasasen a mi altura, los fugitivos contra los que disparaban los alemanes me convertirían en blanco involuntario de los disparos. Cerré los ojos: Notre-Dame fue lo último que vi, y me hizo pensar en mi madre; también, inesperadamente, distinguí el rostro dulce de Florence, su primer despertar en Loissy. Recuerdo que me sorprendió la irrupción de esa imagen ante el trance de la muerte. La ametralladora continuó disparando, el motor del coche rugió, prácticamente encima de mí. Luego el silencio y, enseguida, alguien abofeteándome: ¿el alemán de la consulta me recibía así en la eternidad del infierno? Abrí los ojos: un soldado me apremiaba para que le indicase el camino que habían emprendido entre callejuelas los fugitivos; con los ojos cerrados no había podido verlo y, entre sus gritos y golpes, traté, sin conseguirlo, de explicarle que nada podía contarle. Supongo que me habrían detenido de no ser porque el oficial ordenó al soldado que se sumara a la persecución de los patriotas, cuya pista, al parecer, habían recuperado. Me quedé solo, quieto y confuso, excitado por el terror pero también por la felicidad de seguir vivo. Unos pocos parisinos, entre ellos una niña de no más de doce años de pelo rizado que portaba un cesto con unas pocas frutas y flores, me observaban en silencio. Apremiado por sus miradas, que interpreté despectivas hacia mi actitud colaboracionista, y también por la posibilidad de que los alemanes regresasen a por mí, me alejé lo más rápidamente que pude, improvisando de camino una despedida visual de Notre-Dame, a cuyas proximidades no era prudente que me acercase en un tiempo que se adivinaba largo. ¡Hasta el santuario de mis sueños me arrebataba la vida!

Durante los días siguientes busqué, sin hallarla, cualquier referencia en la prensa a la captura o abatimiento de dos miembros de la Resistencia junto al Sena y, por supuesto, no mencioné a madame Fontaine el incidente. Nuestra vida cotidiana continuaba; utilizo el plural porque sería necio negar que a estas alturas, cumplidos casi cuatro años de ocupación, parecíamos un matrimonio mal avenido al que las circunstancias obligasen a continuar unido: ella necesitaba el sueldo y yo sus servicios, pues mis pacientes, una vez aclimatados a los nuevos amos de la ciudad, habían ido recuperando paulatinamente el ritmo de sus visitas. Aunque es obvio que no se lo pregunté, supuse que madame Fontaine continuaba trabajando para la Resistencia, lo que le daba sobre mí una posición de dominio que aprovechaba llevándose de la consulta, siempre con mi mudo consentimiento, pequeñas cantidades de medicinas o recetas que yo, porque pensaba que tal vez estaba así ganándome la redención, nunca me negaba a firmar a pesar de que cada rúbrica despertaba en mí el fantasma de la detención, la cárcel y la tortura. Sin embargo, recuperar el respeto de esa mujer era una fuerza que pesaba más en la balanza, de forma que puede justamente decirse que, durante aquellos años, la Resistencia sacó dosificado provecho al título de doctor en medicina que yo detentaba y madame Fontaine administraba.

Los meses pasaban en ese estancado entorno malsano. Casi nos habíamos resignado a él cuando de pronto, en la misma consulta, ante mis ojos, sufrió madame Fontaine un inesperado infarto. El funesto suceso me permitió, gracias a una fulminante actuación, salvar la vida de la enfermera y situarla así en una posición deudora que suavizó parcialmente mis remordimientos. Durante el mes que permaneció convaleciente en mi casa, término éste en el que insistí argumentando que sola no podía valerse, llegaron esperanzadoras noticias que ayudaron notablemente a la recuperación de la paciente: los norteamericanos habían desembarcado con éxito en Normandía y, según los más optimistas, entre los que se encontraba madame Fontaine, el fin del yugo nazi se aproximaba, y la liberación de París era cuestión de días. Exactamente, los ochenta que mediarían hasta el 25 de agosto de aquel año 1944.

Ningún análisis posterior sobre ambiguas intenciones del mando aliado, ninguna hipótesis sobre rencillas y desacuerdos entre los libertadores podrá nunca ensombrecer la memoria de aquel momento para quienes lo vivimos. Habíamos permanecido en la oscuridad y veíamos de nuevo el sol. París volvía a ser París y era de nuevo nuestro: cuando huyeron los últimos alemanes, la incontenible euforia que se adueñó de la ciudad empujó a todos sus habitantes a ocupar las calles el día del desfile del ejército de liberación. Yo llevaba años ansiando ese momento, pero a la vez lo esperaba con secreto miedo: ¿y si madame Fontaine, resultando ser uno de esos mezquinos espíritus revanchistas que ya habían alentado innobles apaleamientos y rapados de pelo por la ciudad, hacía pública mi actuación en la ya lejana noche del resistente herido? La inquietud que me atenazaba se concentró físicamente cuando la enfermera entró en la consulta aquel radiante día de la parada militar. Nos miramos en silencio, un instante de tensión sólo comparable a aquel otro en que ella y yo supimos que Jean Laventier era un cobarde. Pero madame Fontaine, con generosidad sincera que no he podido olvidar, se limitó a tenderme la mano para invitarme a disfrutar con ella de la fiesta de las calles. Aún no sé si me emocionó más la repentina liberación de mis temores o la grandeza de aquella mujer sencilla, inculta y valiente a la que interesaba la libertad y no los infames ajustes de cuentas. Aceptar su mano fue un honor que me llenó de renovado respeto al ser humano. En las calles reconocimos nuestra propia excitación en todos los rostros, en todas las lágrimas de felicidad, en todos los abrazos. Aparentemente, nada podía enturbiar el día. Sinembargo, desembocábamos entre la locura de la gente en los Campos Elíseos, vibrantes por el rugido de los carros de combate, cuando madame Fontaine me apretó la mano con una descarga de inesperada fuerza seca. Al volverme, comprendí en el acto la causa de la presión desmesurada que tensaba su pequeño cuerpo. Esta vez fueron inútiles mis intentos: el nuevo infarto la fulminó sin misericordia en medio de la fiesta con la que llevaba cuatro años soñando. Allí, entre la gente alborozada y el temblor provocado por los tanques, fui testigo de cómo el corazón de madame Fontaine, que había vencido al horror, era incapaz de resistir su finalización. Murió sin decir una palabra, sin emitir un suspiro que yo, arrodillado junto a ella, pudiese interpretar como gesto que viniese a explicitar el perdón sugerido minutos antes en la consulta. Me incorporé con ella en brazos, amagando en medio de la asfixiante euforia generalizada unos dubitativos pasos sin dirección concreta, hasta que la presencia de la muerta dejó de pasar desapercibida y, como el cuchillo al rojo en la manteca, nos fue abriendo paso entre las caras progresivamente graves y enmudecidas. Alguien, de pronto, reconoció el cadáver de madame Fontaine y lo gritó: ¡la muerta era la enfermera que llevaba años entregada a la liberación! Fue la chispa que empujó a la marea humana a rodearnos con un fervor que pareció obstinado en aplastarme. Sentí que me ahogaba, los fogonazos de una cámara me cegaron y confundieron, y acabé por perder el conocimiento. Cuando desperté, me encontraba acostado sobre el mostrador de un bar próximo; en una mesa yacía el cadáver de madame Fontaine; parecíamos pasajeros de un vuelo siniestrado al que sólo yo había sobrevivido. El propietario del local no pudo ocultar su alegría al susurrarme, como si fuera un secreto del que sólo él y yo pudiéramos sentirnos orgullosos, que el mismísimo Chaban Delmas -entre otros muchos luchadores de la libertad: la noticia de la muerte de la anónima heroína había corrido como reguero de pólvora- había desatendido durante unos minutos los actos de celebración de la victoria para rendir respeto al cadáver de la enfermera. Al parecer, el prestigio de madame Fontaine entre sus correligionarios era más grande de lo que yo había sospechado. Aún confuso, estreché manos y acepté abrazos -los primeros de mi nueva existencia, que tanto llegaría a odiar- sin comprender las efusiones que todos me brindaban: al fin y al cabo, me había limitado a fracasar en el intento de reanimar el corazón de la heroína, como repetí una y otra vez a los periodistas que ese día insistieron en hablar conmigo hasta el agotamiento. Cuando les pedí que se fueran, uno de ellos puso sobre la mesa una última cuestión: ¿era cierto que yo firmaba las recetas que, según rumor de algunos camaradas de la muerta, suministraba ésta a la Resistencia? Dichoso por el hecho de que la pregunta que mil veces había temido oír de labios de un torturador nazi proviniera de un reportero francés, no pude imaginar las consecuencias que tendría aquel simple «Sí, era yo quien las firmaba».

La noche de aquel interminable día no logré espantar al insomnio. La consulta, donde me empeñé en esperar el amanecer dedicando mis pensamientos a madame Fontaine, estaba extrañamente vacía sin su presencia, pero a la vez parecía ocupada por ese espíritu que el destino había enviado a mi vida tan sólo para hacerme saber que yo era un cobarde, para enfrentarme a la desoladora evidencia de que mi ideario personal, tan férreo de apariencias, se desbarataba ante la menor mirada agresiva. De no haber muerto, madame Fontaine habría seguido trabajando conmigo; antes o después, el paso del tiempo hubiera disuelto el recuerdo de mi comportamiento durante la ocupación y, con él, cualquier posible reproche cuyo rigor, además, sería discutible: yo no había colaborado con los fascistas; me había limitado a no luchar contra ellos. Jean Laventier habría pasado a ser uno más de los cientos de miles de hombres y mujeres cuya dignidad, digámoslo así, no salió por completo airosa de la prueba de la guerra. Pero la muerte de la enfermera me tenía asignado otro papel.

«JEAN LAVENTIER, EL MÉDICO DE LA RESISTENCIA». El sensacionalista titular de prensa fue al día siguiente el cebo que atrajo las miradas de los franceses hacia la historia impresa del doctor que, bajo la inocente fachada de su consulta psiquiátrica, suministraba medicinas y recetas a la Resistencia a través de su enfermera. Reproducida a cuatro columnas, mi imagen portando el cadáver de la mujer que ya nunca podría decir la verdad constituyó la guinda emotiva de una aventura épica que la opinión pública, ávida de héroes, de inmediato mitificó. La espiral se desató cuando la pequeña florista que había sido testigo de mi aventura junto al Sena reconoció mi fotografía. De aquel día yo sólo recordaba los disparos que me rozaron y el terror que me paralizó, pero la muchacha -y tras ella, los demás testigos en cascada, autoestimulados por el reconocimiento del rostro del «Médico de la Resistencia» en el periódico- tenía grabada a fuego la imagen de un hombre valiente -yo- aguantando gallardamente el acoso del soldado alemán para no denunciar a los patriotas que huían. No tardó en visitarme un representante del recién instaurado gobierno para reclamar mi colaboración. Por pudor, por moralidad y por respeto a la muerta me opuse, pero él esgrimió los conceptos de patriotismo, deber y disciplina para negarme tal derecho: a mi pesar, posé para imágenes propagandísticas, discurseé en escuelas y hospitales y visité a heridos y convalecientes de mil afrentas. Mi consulta, tal vez no haga falta decirlo, adquirió notoriedad, y en la antesala se apelotonaban periodistas y curiosos -también nuevos pacientes: la impostura comenzaba a regalarme prestigio profesional- junto a comerciantes con proposiciones publicitarias insólitas y muchachas deseosas de besar al hombre que había aliviado el dolor de su novio, herido en el frente de la clandestinidad. No podía negarme a escucharles o estrechar sus manos, pero cada noche, en la cama, la usurpación del destino de madame Fontaine me roía la conciencia como el crimen no confesado que de alguna forma era, y de nada servía que brindara asu memoria cada momento de gloria que vivía como falso héroe. Resignado a convivir con esa esquizofrenia, me aferré a la esperanza de que, al capitular Berlín, el regreso paulatino a la normalidad iría disolviendo en la memoria colectiva el recuerdo, para mí ignominioso, del legendario «Médico de la Resistencia», pero unos días antes del primer aniversario de la liberación de París fui requerido para abrazar ante las cámaras a otro miembro del ejército de las sombras al que, según me anunciaron, conocía bien. El nerviosismo que me solía invadir antes de estos actos -calificado invariablemente por la prensa de encomiable modestia-, se alertó ante la posibilidad de que, por alguna razón, el recién llegado estuviera en disposición de descubrir mi engaño: explicar a estas alturas la falsedad de mis heroicidades me habría abocado a un aspecto nuevo, y esta vez público, de la infamia. ¿Quién podía ocultarse bajo el nombre de guerra de Boisset, cuyo historial patriótico incluía atentados contra los nazis y peligrosas tareas de espionaje para los aliados, pero también cárcel, tortura y una pena de muerte finalmente frustrada gracias a la oportuna irrupción de los libertadores? La incógnita -más inquietante porque Boisset había expresado su deseo de darme un abrazo «después de tanto tiempo»- iba a desvelarse para colmo en público, frente a las cámaras de los periodistas y la mirada de los proceres de la nueva Francia. El miedo a perder la inmerecida fama -¡de nuevo, contradicciones de la mezquindad!- me atenazó durante la noche previa al evento, se intensificó por la mañana durante el recorrido, pleno de inexplicables augurios negros, del coche oficial que me trasladó hasta los Campos Elíseos y se volvió insoportable cuando, al subir a la tarima, alguien me llevó hasta Boisset. Durante unos segundos, estudié los ojos inquietantemente familiares que a su vez me estudiaban a mí, pero era difícil o imposible reconocer las facciones de tiempos mejores bajo los trazos que la tortura y el sufrimiento psíquico habían dibujado en el rostro de Boisset. Sonrió: una hendidura entre cicatrices que no logró afear la intensidad de la emocionada mirada que se revelaba amiga. Con lágrimas en los ojos, me abrazó; cautelosamente, le correspondí. Las cámaras captaron el momento, pero ambos flotábamos ajenos a ellas: Boisset apretado a mí y conmovido; yo, intentando saber dónde había visto esa cara. Un oficial tomó entonces la palabra para pedir a los presentes que le acompañáramos en un viaje al pasado… 1941, una noche cualquiera del París ocupado. Dos patriotas, uno de ellos herido, huyen por las calles de la ciudad del acoso del enemigo y encuentran cobijo en la casa de un médico francés comprometido con la lucha de la libertad que les acoge y cura al herido, que puede así reintegrarse a la lucha. Gracias a las palabras del oficial reconocí de repente a Boisset: era el acompañante del hombre al que madame Fontaine y yo atendimos la noche maldita de mi flaqueza, el hombre que permaneció todo el tiempo fuera de la habitación, vigilando la entrada, y que por tanto creía ciegamente lo que no había visto pero los hechos parecían evidenciar: que yo salvé a su amigo y le ofrecí el refugio de mi casa. Recorrió mi cuerpo un alivio instintivo -nadie iba a descubrirme- que, con igual celeridad, me reprochó la conciencia. Para apartar de mí la confrontación de sentimientos, abracé de nuevo a Boisset: ahora sí reconocí en él al joven angustiado y luchador. También él me abrazó, más fuerte. Ante nosotros, únicos supervivientes de aquella noche, el oficial declamó entonces una plegaria por los ausentes de toda la guerra, encarnados en la enfermera que calladamente, desde las mismas entrañas de la bestia, luchó y dio su vida por la libertad, y el patriota herido que, «a pesar de los cuidados de este hombre», dijo señalándome, «murió poco después en las trágicas circunstancias que todos conocemos y pertenecen ya a la historia más heroica de Francia. Pido un minuto de silencio por Héléne Fontaine: Y pido un minuto de silencio por Jean Moulin».

Me recorrió un estremecimiento helado. Las sílabas se repitieron en mi mente muy lentamente, como si no quisieran concluir la conformación del nombre al que tuve que acabar por enfrentarme: ¡Jean Moulin! El destino -o la maldición en cuya existencia creí en ese preciso instante-, no contento con regalarme la fama de otro, me condenaba además a la gloria igualmente inmerecida de haber «salvado» no a un patriota cualquiera, no a uno más, sino a Jean Moulin, el mártir, el máximo héroe de la Resistencia francesa, uno de los símbolos mundiales de la lucha guerrillera contra el fascismo. Comprendí con terror que mi vida pertenecía desde ese instante al hecho falso que el azar amañó aquella lejana noche de 1941. La impostura adquiría ahora su verdadera magnitud, su carácter irreversible, su macabro brillo final. ¿Parezco excesivo? ¿Tal vez debería haber elegido consolarme pensando que lo único cierto era que ayudé a Boisset y Moulin, y lo demás eran elucubraciones? Puede ser; o, más decididamente, sin duda sí. Pero en mí pesaba más la propia sinceridad íntima: era consciente -como lo sigo siendo- de que ayudé a Jean Moulin tan sólo porque la presencia de madame Fontaine me forzó a ello, como subrayaba el sueño recurrente que por aquellos días me acosó hasta convertirse en pesadilla: podía ver a Jean Laventier trabajando solo en su consulta aquella fatídica noche… La enfermera se ha ido ya y escucho ruidos cautelosos en la entrada. Con igual prudencia, me asomo a la ventana sin encender la luz y distingo dos figuras, una de ellas ensangrentada, sobre las que no queda duda: hombres de la resistencia, enemigos del amo que castiga con dolor… Me veo sudar frío, correr de nuevo el visillo, regresar al despacho esmerándome en no hacer chirriar el suelo, cerrar la puerta por dentro, sentarme a la mesa y aguardar en la oscuridad, siempre en silencio, siempre aterrado, a que la proximidad del nuevo día obligue a los dos hombres a buscar otro cobijo… Imponiéndose al silencio que cubría los Campos Elíseos, el sollozo apenas perceptible de Boisset por el amigo muerto, por todos los amigos muertos, era un dedo acuciante clavado sobre mí. Quise escapar, confesar la verdad, llorar al menos como el hombre a mi lado… Pero me limité a aguardar la conclusión del minuto de silencio, a corresponder a los abrazos que por doquier me dispensaron emocionados franceses anónimos y a dejar pasar el día temiendo la llegada de la noche, que inevitablemente me abocaría al enfrentamiento con la conciencia. Para acallarla, ensayé un juramento, el de rentabilizar los beneficios de mi supuesta hazaña en favor de las ideas por las que Fontaine y Moulin habían muerto, pero esa inconcreta estratagema no podía esconder el nítido camino único que mi conciencia señalaba: para recuperar la dignidad debía contar la verdad sobre «El Médico de la Resistencia» sin más tardanza, al día siguiente mejor que al otro. Pero la decisión que la noche y la soledad hacían obvia se desdibujaba por la mañana, disminuida su fuerza por el miedo concreto a pronunciar la primera palabra de la confesión, a sentir en la carne, el primero de los muchos desprecios a los que, esta vez sin retorno y hasta el día de mi muerte, me condenaría esa misma sed de héroes de la nueva Francia que tan vertiginosamente me había encumbrado. Resignado a la impostura, creí ver una salida airosa en el ejercicio de mi profesión, pero la carrera contra la gloria de los muertos estaba perdida de antemano. Como si fuera una de las ramas de la maldición, cada paso que humildemente intentaba el psiquiatra Jean Laventier recibía enseguida los apoyos que la entusiasmada patria prestaba al Médico de la Resistencia, y puedo asegurar que uno de los peores momentos de mi vida fue aquel en que acepté, de nuevo ante el amanecer de una Notre-Dame que la paz nos había devuelto a París y a mí, que mi vocación y mi verdadero talento -¿mi talento? ¿Lo podía demostrar? ¿Podía afirmar que lo poseía?- yacían abajo, muy hondo bajo tierra, sepultados por un destino falso al que no tenía el valor de renunciar y por el que, peor aún, estaba desistiendo de mis sueños, mis esperanzas y mi vida. ¿Dónde estaba aquel joven que, en ese mismo escenario, había jurado que haría algo realmente grande por el ser humano? Para no aceptar la desoladora derrota que esa pregunta sin respuesta entrañaba, me decidí a la aventura que llevaba tiempo maquinando, y esa misma mañana, apenas concluyó el rito fortalecedor de la salida del sol sobre la catedral, clausuré la consulta y me presenté ante la autoridad competente con un sencillo proyecto que deposité sobre la mesa. Renunciando a cualquier sueldo, generosidad que permitía mi situación económica personal, solicité las ayudas necesarias para inaugurar el centro Héléne Fontaine, que se especializaría en la atención psiquiátrica a víctimas de los horrores de la guerra: entre el cemento y el acero de la posguerra, una lanza en favor de la fragilidad de los sentimientos humanos. Los rigores financieros de la reconstrucción nacional, que no habrían costeado el proyecto de Jean Laventier, se doblegaron de inmediato ante la fama del Médico de la Resistencia y, cuando un año después abrimos el centro y atendí al primer paciente -una muchacha de mirada perdida obstinada en no hablar-, pude por fin descansar. El resto, público y notorio, coincide con mi biografía de compromiso con las causas humanitarias, compromiso que en señal de respeto a aquellos dos muertos lejanos decidí culminar con la renuncia al premio Nobel -es usted el primero en conocer la verdadera causa de esta renuncia- y con el crimen que, también en nombre de ellos, me dispongo a cometer.

Es imprescindible que sepa que, en paralelo a mi trayectoria oficial -que, lo reconozco, fue arraigando dentro de mí hasta hacerse gratificante, apasionada e irremplazable-, ha sido mi rutinaria existencia la de un hombre entristecido y mediocre que, como me había vaticinado Notre-Dame en los momentos bajos de mi vida, nunca logró encontrar a la persona que borrase el recuerdo de Florence. Dicen que sólo llegan a ser sublimes los idilios truncados contra la voluntad de los amantes antes del primer año de existencia, y yo reflexionaba sobre la veracidad de esa máxima durante los regodeos masoquistas en que indefectiblemente se transformaban las visitas que efectuaba al caserón de Loissy, que como monumento al recuerdo de ella conservé a pesar de las fabulosas ofertas que de continuo recibía por los terrenos, valorados hasta el disparate gracias a la construcción, prevista en su día por mi padre, de una cercana y transitada carretera nacional: podía escuchar su ruido remoto desde la habitación en la que un día, bajo el dosel de cuya maldición me reí entonces insensatamente, palpé por única vez la felicidad verdadera. Tenía ya asumido que había de finalizar así mis días, sumido en la melancolía por ese recuerdo. Sin embargo… Tras anunciar mi renuncia al Nobel, comenzó a llover sobre mí un aluvión de mensajes procedentes de distintos lugares del mundo. Todos pidiéndome que reconsiderara mi decisión.


Todos excepto uno.


Era un paquete rectangular cuidadosamente embalado y protegido por el plástico transparente de la empresa de mensajeros que lo entregó, cuya dirección era el único remite a la vista, y contenía un ejemplar de The end of the Theater, un relato de entre los menos populares de Joseph Conrad que sin embargo fue siempre mi favorito. Se trataba de una primera edición -la fecha de impresión correspondía al año en que fue escrito el libro, 1902-, pero lo que le daba un inesperado valor era la firma dibujada en la primera guarda: nada menos que la del propio Conrad, según atestiguaba una incuestionable certificación notarial que acompañaba al presente. Agradablemente sorprendido, abrí con la mejor de las disposiciones el sobre blanco, carente también de remite, que se hallaba en el interior del libro, y hallé en su interior una carta manuscrita con elegantes trazos de tinta negra; este tipo de misterios inocuos siempre lograban despertar mis simpatías, y me instalé cómodamente para leer el escueto texto de la carta, que decía así (se trata de una copia: el original permanece en la notaría de París, junto a las demás pruebas del crimen):

A principios de este siglo no existía en el mundo honor más grande que ser Caballero de la Orden del Imperio Británico. Tu admirado Joseph Conrad, querido amigo, fue elegido para recibirlo; pero lo rechazó y hoy, en la inscripción de su tumba, sólo puede leerse, desnudo de calificativos, citas bíblicas o panegíricos inevitablemente desmerecedores, su escueto nombre. Y es que «sólo una cosa supera la gloria de aceptar la mayor distinción, y es la gloria de rechazarla». Me alegra que tú, como en su día Conrad, lo hayas comprendido así al desairar a la rancia academia sueca. Recibe mi más cordial enhorabuena por tu noble decisión. Afectuosamente,


Victor Lars.


Victor Lars: nunca tres sílabas habían sido tan contundentes. La firma de mi antiguo amigo me provocó un escalofrío y una extraña excitación, y también un miedo difícil de clasificar: habían pasado más de cincuenta años desde que lo vi por última vez, sonriendo tras la reja de la celda -«Tranquilo, Jeannot. No sufras por mí. No estaré aquí mucho tiempo»- con el mismo aplomo cínico con que ahora, como si nunca se hubiera marchado, como si en realidad siempre hubiera estado cerca de mí, reaparecía en medio de un premeditado halo de secretismo que, si bien me hacía feliz por un lado, despertaba también interrogantes sobre las verdaderas pretensiones de la misiva. Mientras mis dedos, nerviosos, tamborileaban sobre la portada del libro, reparé en que Lars no había perdido su tendencia a marcar las reglas: ninguna dirección, ninguna pista… Me encontraba por tanto a su merced: ¿le asaltaría el capricho de reaparecer otra vez? Y, de ser así, ¿le apetecería satisfacerlo? Molesto por la perspectiva de aguardar la respuesta y por el trasfondo de estúpido forcejeo infantil del juego, me encaminé de inmediato hacia la dirección que figuraba en el albarán de la mensajería que había entregado el paquete. Estaba a unas pocas manzanas de mi casa y era uno de esos días en que el tráfico colapsa París, así que caminé, reflexionando durante el trayecto que me sentía gratamente inquieto por la irrupción del viejo y querido amigo en mi monótona existencia, y mi excitación creció cuando el encargado del almacén de la agencia me mostró un segundo paquete que debía serme entregado una semana después, ocultando también cualquier pista sobre su origen. Fue inútil que tratara de sobornar al empleado: hasta pasados los siete días -que consumí entre la impaciencia y el enfado: al final, Lars había logrado hacerme entrar en su juego; pero no importaba: ansiaba verle. ¡Teníamos tanto que contarnos!- no pude abrir el sobre, que, en este caso, contenía una carta. Ésta:


¿Nervioso, Jeannot?


Inciso para su información, Ferrer: Jeannot era el diminutivo con el que Lars me llamaba cuando pretendía irritarme -así, ya lo he dicho, lo hizo el día de nuestra última entrevista en la cárcel-; pero aquí no era ésa la función del arrogante guiño: el antiquísimo apelativo, de uso exclusivo entre ambos y por tanto secreto, me demostraba que era el verdadero Lars quien sonreía al otro lado del papel.

Dime: ¿cuánto le has ofrecido al mensajero para que te entregue esta carta antes de tiempo? No habrá sido mucho, seguro; la generosidad extrema nunca estuvo entre tus defectos. Pero en fin, aquí la tienes: la prueba de que todo acaba por llegar o por regresar. Mírame a mí: aunque también podría decirse que en realidad nunca me fui… ¿No eras tú el que decía en uno de tus libros que el corazón, o como mínimo una parte de él, siempre se queda allí donde ha amado? Pues entonces, podría decirse que siempre he estado en París. Ahí, junto a ti, junto a la sombra difusa de lo que fuimos. Qué hermosos, aquellos años. ¡Qué felices! Y qué lejanos, más de medio siglo ya. No, la amistad tampoco se olvida. Me consta que también tú lo sabes porque


Sonó el teléfono. Ferrer interrumpió la lectura y estiró la mano para coger el auricular. El manuscrito le estaba creando la desagradable sensación de ser la pelota en un partido cuyas reglas no alcanzaba a vislumbrar, y el duelo dialéctico entre los dos ancianos comenzaba a resultarle indiferente.

– ¿Sí? -contestó.

– ¿Luis Ferrer? -preguntó con elegancia cautelosa una voz masculina cargada de convicción.

– Soy yo.

– Hola, Luis -se transformó la voz en afable y seductora, claramente amistosa-. Soy Roberto Soas.


Soas… El nombre le sonaba; alargó la mano hacia el informe de Marisol y buscó en el sumario el apartado correspondiente, que en este caso carecía de fotografía del personaje: «Roberto Soas, cincuenta y dos años, economista y coronel del Ejército del Aire español. Ahora está metido en el proyecto hotelero de la Montaña».

– Ah… ¿Cómo estás? -respondió Ferrer con cierto fastidio por la interrupción. Curiosa combinación, pensó: «militar y economista».

– Pues ya ves, muy ocupado. Pero llamo para darte la bienvenida.

– Hombre, gracias. La verdad es que todavía estoy un poco perdido -mientras hablaba, Ferrer continuó leyendo; ahora las notas manuscritas de la propia Marisol: «Yo definiría a Soas como una especie de gerente atípico, que lo mismo organiza una campaña publicitaria que da instrucciones al jefe de seguridad; en todo caso, tiene mucho poder y es un trabajador obsesivo, sobre todo desde que su mujer murió en circunstancias trágicas hace unos meses». Viudo: una corriente de simpatía hacia Soas invadió a Ferrer; no sólo porque su propia mujer hubiese fallecido tiempo atrás, sino porque la pérdida de Soas era reciente. Como la de Pilar. Ferrer arrancó la hoja referida a Soas y la guardó en su cartera.

– Precisamente porque te imaginaba perdido -continuaba Soas- me he permitido invitarte a la fiesta de esta noche. Presentamos la maqueta de nuestro complejo turístico en tu hotel, el Madre Patria, y creo que te puede gustar. Además, en el asunto que te ha traído, el de los indios, soy el máximo experto. El que se chupa todos los dolores de cabeza que provocan.

– Sí, estaría bien que me contases -dijo Ferrer sin demasiada convicción; distraídamente, mientras sostenía el auricular entre el hombro y la mejilla, comenzó a ojear el manuscrito. El texto de Laventier se alternaba con las cartas escritas, a mano y también en francés,por Víctor Lars. Mientras hablaba, leyó al azar algunas líneas de éstas.

– Mira -seguía la voz de Soas-, la fiesta es a las diez. Bájate un poco antes y mi secretaria te buscará por el bar. Se llama Marta.

– Vale -admitió Ferrer-, y así hablamos tranquilam…

Se interrumpió de golpe, con la mirada clavada en una frase de Lars. Atónito, leyó un poco más. La voz de Soas era un murmullo que no escuchaba. De pronto, Ferrer sudó frío. Luego sintió, inconfundible en el estómago, la garra de la inquietud y del miedo.

– ¿Luis? ¿Sigues ahí?

– Sí, sí… Roberto, disculpa. Luego hablamos. Hasta ahora.

Colgó. Fue entonces consciente del repentino silencio, que estúpidamente se empecinó en escuchar para retrasar el enfrentamiento con lo que acababa de descubrir y tenía terror de verificar. En un infructuoso intento de dominar la situación, se dijo que lo que había visto era imposible. Pero al analizarlo con objetividad descubrió que las fechas coincidían. Buscó el principio del párrafo y, tras otra pausa cobarde, se atrevió a leer de nuevo las palabras de Victor Lars. Esta vez muy despacio, como si tras cada letra se ocultase un secreto crucial del que pudiera depender su vida.


Llevaba semanas de malvivir en un charco inmundo, un ruinoso país americano de saldo cuyo nombre no te desvelo, tratando de introducirme en el exclusivo círculo de los militares dueños del poder mientras esperaba el momento de largarme a cualquier otro lugar, cuando la suerte me regaló unade sus conjunciones más inhabituales: ya sabes, lugar oportuno y momento oportuno. Fue durante una fiesta nocturna en la embajada española a la que había conseguido ser invitado. Al parecer, una subversiva se había introducido en el edificio y el embajador español negaba el permiso de registro. El oficial que estaba al frente del contingente militar, ante la oposición del diplomático, desenfundó su arma y le amenazó allí mismo, en el centro del jardín, delante de todos; le puso la pistola junto a la cara, y por cómo le ardían de furia los ojos sé que estaba dispuesto a apretar el gatillo. Calculando que la muerte del embajador español sería un engorroso asunto para este país de opereta, me dejé llevar por la intuición y actué deprisa. Arrebaté la cámara a un indeciso fotógrafo que miraba la escena con la boca abierta y pulsé el disparador: la luz del flash lo iluminó todo y, como el chasquido de los dedos de un hipnotizador, devolvió al energúmeno la cordura. El soldadito guardó el arma y se fue con sus hombres. Al día siguiente, suponiendo que mi oportuna actuación me abriría las puertas del palacio de gobernación, solicité audiencia al presidente. Cuál no sería mi sorpresa al averiguar que el oficial de la pistola, el energúmeno, era nada menos que su hijo. El presidente se mostró muy agradecido por mi ayuda, en verdad deseoso de recompensarme. Le hice saber que me encontraba eventualmente sin trabajo. Hablamos… y aquí me quedé. Aquí me quedé y aquí sigo, Jeannot, aguardando


Ferrer leyó el párrafo otra vez y luego otras dos veces más. Buscaba algo que contradijese la casualidad prodigiosa que se materializaba ante sus ojos, pero no lo encontró. Sin apartar la vista del papel, buscó en la cartera la fotografía. Casi con miedo, apoyó sobre la carta de Lars El Enigma del Calcetín Morado y mantuvo la imagen así durante unos segundos durante los que por primera vez en su vida experimentó que su mente, repentinamente vacía, era incapaz de hilvanar pensamientos. Víctor Lars, que acababa de irrumpir en su vida a través de los folios escritos con intenciones todavía oscuras por el ilustre Laventier, era el hombre que con su actuación había impedido, sin saberlo ni buscarlo, que Larriguera matase a su padre la noche del primero de mayo de 1947… Durante toda la lectura, Ferrer se había mantenido en guardia ante la posibilidad de que Laventier pretendiese engañarle de alguna manera, manipularle para lograr de él ese «especialísimo favor que deseo pedirle». Por tanto, era previsible y legítima la utilización de guiños cómplices que atrajesen su atención y su simpatía. Sin embargo, era rigurosamente imposible que nadie, aparte de él mismo y de sus fallecidos padres Aurelio y Cristina, conociese la verdadera historia de la fotografía del primero de mayo, su crucial importancia para la familia Ferrer. Además, parecía evidente que el párrafo de Lars que tanto le había afectado estaba en el manuscrito sólo para dar continuidad al relato global más amplio del que formaba parte. No, si las palabras de los dos ancianos franceses eran ciertas -y, sin conocer a Lars, el prestigio de Laventier y sus descarnadas confesiones le concedían sobradamente el beneficio de esa credibilidad-, ninguno de los dos podía prever -y por tanto, tampoco utilizar- la excitación que en él iba a provocar el conocimiento de lo que no era sino una casualidad asombrosa: Lars estuvo también en la embajada de España en Leonito aquel día de 1947. Y, gracias a los favores obtenidos por su actuación de aquella noche, se había instalado en el país.


Y bien, Ferrer. Antes de dejarle con Victor Lars y lo que de él nos interesa a usted y a mí, una última aclaración. Mi interés porque le alojaran en la habitación en la que ahora se encuentra no era gratuito; respondía a un afán de que, digámoslo así, estuviera usted ambientado mientras leía. Debe saber que, tras muchas pesquisas -pues Lars nunca me dijo desde dónde me escribía-, averigüé que, mientras buscaba un acomodo definitivo, mi amigo ocupó esta suite en la que se encuentra usted ahora. Durmió en su misma cama y contempló el mismo paisaje.

Tal vez su mente había concebido ya al monstruoso Niño de los coroneles.


El mismo paisaje… Ferrer marcó el número de recepción.

– Quería hablar con el director del hotel.

Le pasaron.

– ¿Algún problema, señor Ferrer? -preguntó la amable voz masculina.

– No, al contrario, todo bien. Verá… Tengo una curiosidad… Los libros de registro del hotel, ¿se conservan desde hace muchos años?-Están en la caja fuerte. Son como un diario del establecimiento.

– ¿Podría ver el del año cuarenta y siete?

– No veo por qué no… ¿Algo relacionado con un reportaje para su periódico?

– Sí -mintió Ferrer-. Si me lo bajase después, a la fiesta.

– Ah, ¿va a acudir? Magnífico. Y no se preocupe, yo se lo llevaré.

– Gracias.

– Estaba pensando… si va a sacarnos en el periódico tal vez le interese hablar con Raúl. Es el decano de nuestros camareros. Entró en el hotel de botones, cuando se inauguró en mil novecientos cuarenta y tres. Ahora lleva el restaurante.

– ¿Estará en la fiesta?

– Naturalmente.

– Pues sí, sí me gustaría hablar con él.

– Cuando usted diga.

– La fiesta empieza a las…

– A las diez.

– ¿Podrían avisarme a las nueve y media?

– Ahora daré la orden.

– Gracias. Hasta luego pues. Y dígales también que no me pasen más llamadas.

Ferrer colgó, tomó el manuscrito y se instaló en la mesa ante la ventana. El sol rojizo se retiraba hacia la línea del horizonte. Llegaba la noche… El mismo paisaje que contempló Victor Lars cuando «tal vez su mente había concebido ya al monstruoso Niño de los coroneles»… Ferrer se acomodó y buscó entre las páginas el momento en que comenzaba Lars la narración de su historia.

Загрузка...