Capítulo Siete

BIENVENIDOS AL PARAÍSO EN LA TIERRA

La escena pertenece a la novela de Jack London The Call of the Wild: Buck, el noble perro perteneciente a una familia adinerada y bondadosa, acaba de ser raptado por una banda de maleantes. Uno de sus captores, encerrado a solas con él, lo domestica a golpes y le muestra la existencia del dolor, el miedo y el odio -sobre todo el odio- hasta ahora inimaginables; una fórmula que me pareció óptima para educar a mi hijo postizo, aunque naturalmente no sería yo quien me lastimase las manos apaleándole.

Hacerme con el cariño del pequeño no fue difícil, pues los niños, obscenos en su permanente ansiedad de agasajos materiales, acaban siempre por rendirse ante quien les obsequia con generosidad, y yo lo hice sin límite y añadiendo además irresistibles dosis de ternura y cariño falsos. Esta impostura paternal me resultaba en parte sacrificada y en parte gratificante: sacrificada porque el rigor de mi experimento exigía dedicar tiempo al pequeño -que afortunadamente era taciturno y sensible en vez de hiperactivo, juguetón o mimoso-, y gratificante porque resultaba divertido ver cómo su cerebrito se abría al mundo a través de mis ojos.

El orfanato pronto fue un recuerdo del pasado, y sólo el amor hacia el hermano perdido, que se percibía auténticamente anclado en el fondo del corazón, oscurecía en forma de melancolías intermitentes la flamante felicidad del pequeño. Instalado en mi exclusiva mansión -o, si lo prefieres, rigurosamente aislado de cualquier otra influencia-, enseguida lo fue absorbiendo su nueva y regalada vida, y la llegada de Manuelita a la finca contribuyó de forma decisiva a ello.

Manuelita era una joven limpiadora del palacio presidencial a la que pedí que aceptase ser la tata de mi hijo adoptado, pues como ya habrás adivinado no entraba en mis planes atender las tareas domésticas. Ilusionada y agradecida por esta oportunidad, correspondió haciéndose con el amor del niño, en cuya mente acabó por asentarse la idea de que por fin tenía algo muy cercano a la madre hasta ahora negada; a la madre y al padre, pues yo me divertía en parecer un catálogo viviente de virtudes paternales: le contaba cuentos de final feliz, lo arropaba cada noche con un beso en la frente y, durante las deliciosas veladas campestres en las que, fascinados o conmovidos, estudiábamos la fauna y la flora de los alrededores de la casa, le descubría los secretos del mundo -aunque falseándolos para probar los límites de su credulidad: «este mar que ves desde la playa es una llanura que no tiene fin», «la Tierra es plana»… «Existen el Bien y el Mal, hijo mío, y los delimita una línea confortablemente nítida»-, ejerciendo estas y otras bondades con despliegue tan seductor que incluso observé regocijado cómo la sensible Manuelita, lectora en sus ratos libres de noveluchas románticas en las que jovencitas de mente limpia y fortuna escasa lograban acceder al amor de príncipes solitarios o millonarios melancólicos, llegaba a enamorarse secretamente de mí, lo que a la postre me inspiró para redondear aún más la postalita de familiar perfección que convenía a mi plan: equidistante entre el tartamudeo y el rubor, le declaré un día mi amor y celebré el «sí» de su mirada, desorbitada por una felicidad más grande que el universo, abriendo a la virgencita la puerta de mi alcoba para rubricar la entrada al paraíso del trío -papá, mamá, hijito- que compusimos durante unos meses, hasta que la nueva vida feliz del huerfanito fue una realidad asentada y decidí que había por tanto llegado el momento de apalear a Buck.

Aquel lunes que sería trágico me reclamaron desde el palacio presidencial falsos asuntos urgentes, y el coche oficial me recogió al amanecer en la entrada de la finca. Como un padre y esposo modelo, besé la frente del niño dormido y abracé a la somnolienta Manuelita, que me acompañó hasta el automóvil para entregarme, solícita, una porción del emplasto de frutas que con sus propias manos había fraguado para mi almuerzo. Cuando partimos, me alivió saber que no soportaría más a la figura paulatinamente empequeñecida por la distancia que, plúmbea hasta el final en su pegajoso cariño, se despedía desde el zaguán agitando la mano en alto. El hogar quedaba en paz.

En la primera vuelta del camino recogimos a los tres Pumas Negros que con tanto entusiasmo se habían presentado voluntarios para la misión de asaltar mi residencia con una consigna explícita: que la ferocidad resultase lo más gratuita posible.

Cuando, al caer aquella noche, regresé a casa, fingí espanto ante la carnicería practicada sobre el cuerpo infinitamente vejado de la difunta Manuelita, y abracé, paternal y consolador, al infantil amasijo de nervios rotos y retinas espeluznadas que se obstinaba en permanecer oculto bajo la cama, tiritando por el contacto de la sangre que le había salpicado. Hube de lucir todo mi amor de padre para lograr que se relajara, se abandonara a las lágrimas, acabara por relatarme entre hipidos todos los detalles, que insistí en sonsacarle no porque los ignorase -enmascarado como los Pumas, había asistido a la orgía, aunque permanecí todo el tiempo en pasivo silencio, concentrado en observar las reacciones que en el espíritu del niño iban marcando las atrocidades perpetradas sobre el ángel maternal que el cielo le había regalado en la persona de Manuelita-, sino porque supe así, y por boca del propio interesado, qué matices del horror le habían traumatizado más indeleblemente. Su recuperación física fue lenta y requirió de toda mi paternal paciencia, y cuando la terapia de fármacos logró imponerse sobre las pesadillas nocturnas y el insomnio, pasé a la fase de conceder a la mente infantil el consuelo de una explicación racional de los hechos. Mi trabajo en pro de la paz y el bienestar del país, le dije gravemente una mañana de algún tiempo después, provocaba la ira de algunos hombres malos a los que sólo satisfacía la comisión de crímenes terribles como el de nuestra querida Manuelita. El niño escuchaba atónito, tan tercamente mudo como se había mostrado desde el día de autos, y llegué a pensar que mi deseo de sembrar en él el odio y el afán de venganza se resolvería de forma negativa.

Pero todo cambió la mañana en que, tras anunciarle que los asesinos de Manuelita habían sido capturados, lo llevé a la mazmorra del palacio presidencial en la que nos aguardaban, colgados de las paredes, cuatro presos desnudos cuyos rostros habían sido cubiertos con caretas como las que llevábamos los Pumas y yo el día de autos. Imaginaba que ante los supuestos asesinos de Manuelita el niño se mostraría, a lo sumo, temeroso o llorón. Sin embargo, supe por la tensión repentina que lo sacudió que el burdo disfraz de los reos había hecho diana en su corazón y sus recuerdos.

Alentado por esta insospechada reacción, reviví para su mente los detalles de la escabechina sin escatimar matices macabros ni alegóricas referencias a una Manuelita llorosa y sufriente que anhelaría, atrozmente anclada en el limbo, cualquier venganza liberadora. Sin embargo, el niño no reaccionaba. ¿Debía rendirme y admitir que los sentimientos infantiles son a pesar de todo virtuosos, humanos… buenos? ¿O es que requerían de un esfuerzo mayor para ser erradicados? Me demoraba en el análisis de la cuestión cuando ocurrió… La mirada del pequeño quedó fija sobre uno de los reos -en concreto, en el detalle aparentemente nimio de su glande sin piel, desnudo a causa de alguna antigua operación sanitaria o por un improbable pero posible ascendente judío-, y comprendí de golpe la causa de esa atracción: el día fatídico, el Puma Negro que se ensañaba con los alicates en la entrepierna de Manuelita lució durante toda la sesión el tieso glande rojo de su pene erecto, y se evidenciaba ahora que había sido esa imagen la más memorable del horror. Los ojos del niño, frenéticos de pronto, recorrieron la mazmorra hasta posarse sobre el tablero del ayudante del verdugo, donde reposaban los instrumentos de tortura. Siguiendo el preciso dictado de su memoria, eligió unos alicates -mi suposición había sido correcta-con los que, por fin vengativo, imparable y brutal, se dio a masacrar los genitales del prisionero, al que desamordacé a toda prisa con el objeto de que sus aullidos inundaran para siempre la mente que ya nunca más sería infantil. Siempre hay un momento en que un padre puede decidir el destino de su hijo y, si a mí se me puede llamar padre, éste fue el mío. Sin pérdida de tiempo, aproveché el calor de la sangre para incitarle a concluir la labor. El pavor de los otros tres presos ante la idea de ser torturados por un niño extraviado en una locura orgiástica alentada por papá -y, allá en el cielo, por el espíritu vengado y al fin liberado del limbo de Manuelita- resultaba apocalíptico y victorioso. Era maligno. Y apocalíptico, victorioso y maligno lo supieron ver Teté y sus dos socios, a los que convoqué con urgencia para que presenciaran el final de la reveladora escena y dedujeran la jugosa conclusión que implicaba: era posible crear sanguinarios verduguitos. Allí mismo aceptaron los complacidos triunviros mi propuesta para formar un escuadrón infantil de la muerte que tendría una aplicación inmediata: actuar de vanguardia contra los indios de la Montaña Profunda, cuya capacidad de esfumarse en los momentos de peligro desmoralizaba a los soldados del ejército y alentaba entre ellos leyendas de invencibilidad que dioses desconocidos habrían otorgado a los defensores del tesoro imaginario que León Segundo Canchancha se había obcecado en encontrar. Teté, paródicamente solemne, mojó los dedos en la sangre de uno de los reos, ungió con ella la frente del niño, que dormía vencido por su propia explosión de violencia, y lo bautizó con el nombre que desde entonces pasó a denominar el proyecto: acababa de nacer El Niño de los coroneles.

No me importó que mis jefes se adjudicasen una paternidad que por derecho me correspondía: mi espíritu científico se hallaba demasiado excitado para atender a tal nimiedad. Cuando los dictadores salieron, me acerqué al Niño durmiente y lo observé en grave y reflexivo silencio. Reconozco que no imaginé, mientras lo cargaba paternalmente en brazos y lo sacaba de allí, el patético final en que, años después, culminaría mi relación con él.

Después de aquel día, el Niño trocó su acobardado mutismo crónico por una ansiedad voraz que le acechaba sin respiro. Los sucesos de la mazmorra bullían dentro de él sin remisión ni posibilidad de retorno. Ocurre así en toda iniciación a la violencia: la ferocidad desatada llama a la ferocidad desatada, como si ésta entrañase un antídoto contra sí misma o fuese el único camino posible hacia la redención, anhelada a pesar de todo en algún recoveco del alma; durante nuestra guerra mundial pude observar este fenómeno en asesinos natos y ejecutores profesionales, pero también en maestros de escuela y pacíficos campesinos, en hombres buenos transformados por aquel torbellino insaciable en perros rabiosos… Igual que el buen Buck, Jeannot: una vez los colmillos han abierto la primera vena de la presa, nada puede separarlos de la carne, cuanto más si, como era el caso, el proceso es promocionado y alentado con mimo… Día a día, papi ilustraba al Niño sobre las esencias de la violencia y el odio, manteniéndolo apartado de todo contacto humano para limitar su mundo a tres elementos: yo, las mazmorras donde los alaridos de nuevos torturados forjaban su vocación de carnicerito y Dios, de quien me decidí a hablarle tan pronto observé que su espíritu y actos precisaban de fundamentos trascendentes para no desmoronarse: un Dios, claro está, hecho a mi imagen y semejanza, basado en el de los cristianos en cuanto a su ingenua división del mundo en Bien y Mal pero circunscribiendo ésta al mundo concreto y limitadísimo del Niño: de un lado, los buenos que representábamos yo, sus tres tíos coroneles y él mismo. Y de otro, los dañinos malos con los que era preciso ser encarnizadamente inmisericorde. El Niño crecía por y para la violencia -por y para mi servicio, por y para ensañarse con las víctimas contra las que lo azuzaba su amo paterno-, y su desvalida mente infantil se envilecía al ritmo con que los escasos adultos que constituíamos el único mundo que conocía aplaudían entusiastas su actuación: a los pocos meses estaba convertido ya en una suerte de mascota del regimiento destacado en las proximidades de la Montaña Profunda, disfrutando de la vida sana del campo: ejercicio, aire puro, hojas de cocaína que para castigar o recompensar sus actos le negaba o le daba a masticar y, por supuesto, ferocidad revitalizada cuando algún indio caía en manos del regimiento y el oficial al mando lo ponía en manos del insaciable torturadorcito. Yo, mientras tanto, observaba y anotaba, pues está claro que mi curiosidad iba mucho más allá de las risas con que la soldadesca celebraba las payasadas sangrientas y a veces inevitablemente pueriles del pequeño. Cuando resultó evidente que en la delicada balanza de su equilibrio pesaba por encima de cualquier otro instinto el de la violencia más pura, decidí llegada la hora de ampliar el experimento. Recluíamos a otros seis niños de otros tantos orígenes oscuros y los pusimos en manos de los celadores que en esos meses había entrenado. Y en manos, también, de sus madres, fuesen progenituras biológicas auténticas o infelices desclasadas a las que se engatusaba con promesas de todo tipo para que adoptasen sin dudarlo el rol de madres adoptivas (destinadas, ya lo imaginas, a morir brutalmente apaleadas, torturadas y violadas ante los ojos de sus respectivos pequeños cuando la iniciación de éstos reclamase el rito de «ferocidad cuanto más gratuita mejor»). Desde Manuelita, han sido muchas -lo siguen siendo: la rueda está viva- las que tan abnegadamente han entregado su calor de madre, y en homenaje a la primera de todas, con la que al fin y al cabo había compartido unos meses de mi vida, di en llamar «mamá-nuelitas» a todas estas comparsas pasadas, presentes y futuras que nos honran con su abnegación.


Ferrer echó mano al bolsillo y, cuidando de no llamar la atención de Soas y Huertas, que se ocupaban en dirigir la navegación de la barquita por el canal bordeado de vegetación, extrajo la arrugada polaroid que contenía el misterioso «¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑ». Pero esta vez no pensó en Casildo Bueyes, sino en la propietaria de la cámara, en la ilusión que, desde la llegada de Ferrer al hotel, le había expresado Lili por la nueva vida «al norte del país» que iba a iniciar con su todavía desconocido novio «rico, viudo y con un bebito». La posibilidad de que aguardase a la mulata un destino de «mamá-nuelita» relacionó otra vez a Lars con el hotel Madre Patria, y de una forma menos inocua que la percibida a través de los recuerdos del viejo camarero Raúl: por la mente de Ferrer cruzó la revelación súbitamente nítida de que era el ominoso francés, y no el supuesto sector virulento de los indios, quien estaba detrás del asesinato de Casildo Bueyes. Imposible, argüyó de inmediato su razón: Lars estaba moribundo e incapacitado según todos los testimonios, incluido el suyo propio, expresado en el manuscrito. Sin embargo, Ferrer apuntó la idea en el cuaderno de notas para su posterior consideración: Lars mata a Casildo Bueyes. Apenas lo hizo, la cautela -Soas y su demostrada sagacidad se encontraban a un paso- le empujó a emborronar de tinta el texto y reescribirlo de nuevo -esta vez crípticamente: L mata a CB~ mientras analizaba la conclusión que, según esa premisa, arrojaba la lógica:

relación Lars/muerte de Bueyes

ergo

relación Lars/¡¡¡MUERTE AL REY DE ESPAÑA!!! (fuese cual fuese su significado)

ergo

relación Lars/Montaña Profunda. O, más precisamente,

relación Lars/palabras últimas de Casildo Bueyes: «lo que ya ha sucedido en la Montaña Profunda».

Pero ¿y el consejero Arias? ¿Cabía excluir la puntillosa puesta en escena de su muerte del proceso deductivo? No, sin duda eran dos, y no uno, los asesinados, pensó mientras añadía, también en clave, el nombre del ejecutivo al cuaderno: L mata a CB+A.

Sin embargo, tal propuesta se sostenía a duras penas: la idea de un Lars todopoderoso y omnipresente en el pasado de Leonito resultaba verosímil, pero no así su relación -la relación de un hombre acabado, físicamente agonizante- con el país que disfrutaba de una flamante democracia tras haber expulsado a los coroneles que en otra época le dieron cobijo. ¿Dónde está VL?, escribió en el cuaderno antes de encauzar el hilo de sus pensamientos hacia el hecho verdaderamente crucial para él, hacia el hecho estremecedor que era incapaz de analizar aún porque afectaba a unos sentimientos, los suyos propios, que no habían comenzado a reaccionar, expectantes ante una narración desmesurada y acaso absurda pero superada, en el otro platillo de la balanza, por una circunstancia nimia para el resto del mundo excepto para él: el Niño de los coroneles era su hermano. Y según Victor Lars no había muerto de fiebres en 1958.

Según Victor Lars seguía vivo.


Los seis nuevos reclutillas pronto comenzaron a dar quebraderos de cabeza a sus respectivos tutores, y hube de admitir que el objetivo perseguido, lograr la precisa mezcla viva de mastín de presa, ingenio mecánico sin sentimientos y soldado analfabeto, se presentaba complicado. No era posible anticipar en qué momento del proceso podía quebrarse el delicado equilibrio: tras los bautismos de sangre que les tocaron en suerte cuatro de los seis niños, por ejemplo, se derrumbaron irreversiblemente y hubo que librarse de ellos. El quinto resultó ser un caso extremo de idiocia o insensibilidad insólita: mientras los verdugos violaban y torturaban a la «mamá-nuelita» de turno, los miraba con indiferencia tan férrea e insolente que logró -todo drama esconde algún destello de comicidad involuntaria- hacerles abandonar la orgía, desconcertados y ofendidos en su profesionalidad. El sexto, sin embargo, sí tuvo una reacción positiva al choque, pero llegado el momento de su venganza comenzó a llorar, aterrorizado ante los recuerdos evocados por el cuerpo encadenado contra el que le azuzábamos, y se sumió en una crisis depresiva de la que no se recuperó. Los resultados se mostraban, pues, decepcionantes, y flaqueaba la voluntad de los confundidos tutores, militares que, aunque seleccionados entre los demás por sus dotes para el asunto, no acababan de comprender la sutil esencia de su misión. Pero mi Niño me alentaba a seguir: crecía con la euforia de la locura, y muy pronto su confianza hacia mi persona y su ciega obediencia pudieron ser calificados sin miedo de fanatismo irracional. Progresivamente amoldado a la violencia que constituía el único horizonte de su evolución hacia la adolescencia, era una maquinita de hacer daño atenta siempre al chasquido de mis dedos. No preguntaba, no tenía juicio ni moral, y su mente, sabiamente alterada por estimulantes químicos y enconamientos diversos del odio hacia enemigos inconcretos que yo le presentaba como reales, próximos y siempre acechantes, no concebía otro juego ni satisfacción que el del furor al que ya no podía sustraerse: era la prueba viviente de que el éxito del proyecto era posible. Por él había que seguir trabajando.

Un día regresé al orfanato. Necesitaba la dirección en Madrid del gemelito del Niño y, merced al lógico deseo de intercambiar noticias con la flamante pareja de padres españoles, conseguí que Panizo me la facilitara. El buen bobo nunca ha sabido que me regaló, además, una ocurrencia genial de puro simple: reunidos alrededor de una mesa alargada, comían siete u ocho huérfanos pelones; sus miradas -desde que esto comenzó, escruto invariablemente las miradas de los niños-, huidizas en unos casos y altaneras en otros, se veían en cambio rasadas por cierta introspección airada. Eran los asocíales del centro, los automarginados por sus tendencias virulentas o sus timideces enfermizas, y se encontraban así reunidos porque, según había observado Panizo a lo largo de sus años de experiencia, de esas forzadas convivencias de personalidades difíciles surgían a veces la solidaridad, la camaradería y otras benéficas manifestaciones.

Un rato después crucé la verja de salida meditando al respecto de la educación colectiva, que enseguida comencé a aplicar con éxito: salvo los casos imposibles que la propia selección natural depuraba, los logros comenzaron a asomar, primero esporádicos, pronto esperanzadores y por último satisfactorios. Apoyándose unos en otros, los pequeños educados en grupo fortalecían su ferocidad y se animaban mutuamente a profundizar en el conocimiento de sus virtudes. Las partidas de Niños se asentaron: inicialmente, dos en las cercanías de la Montaña Profunda donde, eufóricos por la cocaína consumida en camaradería y orgullosos del arma de fuego que se les había confiado, servían de barata carne de cañón en las misiones contra los indios invisibles; y cuatro más en los sótanos de las cárceles y comisarías de la policía política, en las que las sesiones de tortura aplicadas por grupitos infantiles alimentados de odio, crueles en sus invenciones dolorosas y carentes de otra noción sobre el bien y el mal que la suministrada por mis adiestradores, acababan siempre por destruir las defensas de los detenidos más duros, superados en su resistencia por esa representación terrenal de un infierno oficiado por niños-demonio. Pronto dispusimos de un centro de educación donde lográbamos cristalizar -aunque todavía en proporción ínfima respecto al número de candidatos- a nuestros hombrecitos. En este proceso fue crucial la ayuda del primero y original Niño. Al ser un poco mayor, once años en este año 1964 en el que ya nos encontrábamos, podía extraer de él conclusiones que aplicar a la educación de los que venían detrás, aunque era preciso ser muy cuidadoso en un punto: el Niño, a diferencia de los otros, había crecido solo y solo continuaba. Además, atravesaba por entonces su primera crisis depresiva. La transcripción de algunas anotaciones de mi diario de la época te resultará más esclarecedora que cualquier otra explicación.


Noviembre 1964. Anomalías en respuesta emocional, mutismo. ¿Nos acercamos a una depresión? Tal vez es la soledad lo que le afecta… Los otros niños conviven en grupo, pero él no. En cualquier caso, es tarde para remediarlo. Imposible buscarle ahora compañía de su edad y características: dicha compañía no existe. Está solo en el mundo (literal y metafísicamente), pero aunque no lo estuviera hay que perseverar en su aislamiento, que debe continuar siendo hermético e irreversible: es precisamente ese grado extremado de soledad el que más reacciones dignas de estudio puede generar, y aportar así mejores datos sobre las posibilidades de preprogramación de la mente humana. Faceta positiva del balance: la ferocidad sigue siendo su válvula de escape, le atrae como un imán, y la cocaína funciona positivamente, si bien es necesario aumentar las dosis. A veces lo veo quieto y meditabundo, callado como el perro fiel que es, y me pregunto qué pasará por su cabeza. Posiblemente nada; nada que no sea el torbellino interior que le consume. En el sector aislado de la casa que le he habilitado como vivienda-mazmorra parece un oso enjaulado. Y sufre pesadillas ocasionales: ayer, en sueños, llamó desesperadamente a su hermano. Pensé que se trataba de un recuerdo extirpado, pero al parecer me equivocaba.


1965, abril. Con la primavera se anima.Mayor grado de estabilidad coincidente con una mayor época de acción: de un tiempo a esta parte, los indios de la Montaña están particularmente revueltos, enardecidos por los asaltos indiscriminados que ordena Canchancha, al que enfurece que no aparezca su famoso tesoro. La acción sienta bien al Niño: demuestra ferocidad intacta con dos presos que se le han entregado. Y atención, comienzan a evidenciarse síntomas de despertar sexual.

1966,junio. Estrenado sexualmente a los trece años con una prisionera que le he dado.Resultados óptimos, desvirgamiento fluido.

Y, como cabía esperar, nada de ternura o suavidad, es agresivo y brutal. Tras el acto ha sufrido una crisis convulsiva similar a la que siguió a la muerte de su primera víctima.

Impido intervención de los celadores, observo coletazos de salvajismo: hipercapacidad sexual, toma más veces a la prisionera, siempre violentamente, duro y bestial. En uno de los éxtasis, desfogándose, la golpea y la mata.

Fuera de sí, ¿locura sin retorno? Llego a temerlo seriamente. Pero atención, al rato se excita de nuevo y monta a la muerta: violencia

otra vez, éxtasis y ningún remordimiento. Dejamos a su disposición el cadáver. Durante dos días, nuevos actos sexuales sin síntomas de rechazo, sólo animalidad e indiferencia.

Esto es importante: demuestra que he alterado sus instintos naturales, que los he deformado. Un psicópata artificial de obediencia ciega. Bien.

Julio 1966. Follador desbocado a sus trece años e incansable, obsceno, en las vejaciones obsesivas a sus víctimas, imaginativo. Nuevas fuerzas, eclosiona. El Niño ha despertado otra vez. Y le arrastra la perversidad más idealmente malsana: con verdadero interés doy satisfacción a su iniciativa de encerrar -en jaulas de algo menos de un metro de altura a las que él mismo da el visto bueno: sadismo creativo- a cuatro niños de ocho años que han resultado inútiles para el experimento principal: el Niño observa -su mirada es sucia, morbosa, degenerada- entre curioso y fascinado su reducción a la animalidad, que parece divertirle. ¿Ha encontrado mascotitas? Atreviéndome a creerlo así, me procuro otras cuatro niñas de ocho años y las encierro en jaulas iguales, aunque instaladas en estancias separadas que impiden el conocimiento mutuo: veremos, en el futuro, qué da de sí esta aberración.

Febrero 1967. Sexo álgido como siempre, pero novedad reseñable. Logro el objetivo de profundizar en la alteración instintiva que me propuse hace meses: por primera vez, el Niño se satisface sexualmente con una víctima masculina. Consecuencia natural de la depravación incitada, que por otra parte el aislamiento le impide contrastar. Además, la reacción en la víctima ha sido un éxito: violado por el niño que a la vez le martiriza con saña, experimenta un derrumbe emocional efectivo. Balance doblemente productivo: resultados notables en aplicación represiva y resultados notables en aplicación formativa, al revelarme la importancia de cuidar la respuesta sexual de los Niños. Imprescindible enriquecerla. Sacar al monstruo que se esconde tras sus caritas de falsa inocencia.


Como ves, por estas fechas -principios ya de 1968- mi talento se encontraba álgido, y a ensanchar sus miras contribuyó la llegada a Leonito, en simple viaje de placer, de un amigo de los viejos coroneles fallecidos, un ex militar de nacionalidad panameña que asesoraba sobre cuestiones de seguridad a distintos regímenes de América Central y del Sur. Quedó profundamente impresionado por el Niño, y de inmediato se ofreció a buscarle una rentabilidad entre sus clientes. ¿Por qué no? Intuí sintonía mental con la inteligencia del panameño, que poseía una exquisita educación europea, y la perspectiva de ampliar mi propio ámbito de poder resultaba tentadora. A fin de reflexionar sobre ello alejado de toda influencia, decidí tomarme unas vacaciones al otro lado del mundo y, aunque tenía noticias de que se vivían en París momentos de tensión, embarqué ilusionado en el avión que, veinticuatro años después, me llevaba de nuevo a nuestra querida ciudad.

No soy supersticioso, pero reconozco que hallé nefastos presagios en el hecho de que mi aterrizaje se produjese a primera hora de la mañana de un once de mayo memorable, el de aquel año 1968, y fuesen mi comité de bienvenida el inicio de la revuelta estudiantil que daría la vuelta al mundo y la imagen patética de unos cuerpos de seguridad impotentes y confundidos. ¡Mi París, tomado por jovenzuelos mal vestidos! Irritado, regresé al aeropuerto para verificar que la contrariedad se obstinaba en acuciarme: el primer avión hacia Leonito despegaba casi cuarenta y ocho horas después. Era preciso calmarse, y me senté frente al panel de salidas inmediatas, abierto a cualquier opción sugerida por el bailoteo de letras y números. Tuvo que ser mi viejo amigo el azar quien manipuló los dígitos para que el siguiente vuelo, con número que por alguna razón siempre he recordado, 4299, tuviese por destino Madrid. Sí, ¿por qué no? Había llegado el momento de saber más del gemelo de mi Niño.


«¿Qué hacías tú en Mayo del sesenta y ocho?» A lo largo de su vida, Ferrer había formulado esa pregunta en multitud de ocasiones, más o menos las mismas que la había respondido; era, durante determinada época y en determinados ambientes, un socorrido y casi siempre frivolo inicio de conversación que propiciaba respuestas tópicas o improvisadas según los intereses concretos de los conversadores. Sin embargo, esta vez Ferrer se esforzó en serio por afinar la respuesta: ¿dónde estaba él el 11 de mayo de 1968, cuando el vuelo 4299 procedente de París aterrizó en el aeropuerto madrileño con Víctor Lars a bordo?

– CB+A -dijo Roberto Soas, de pronto junto a él. ¿Cuándo se había acercado? Ferrer lo miró sin comprender a qué se refería. Soas señaló hacia el cuaderno de notas abierto a su lado y continuó con su tono socarrón:

– ¿Tanto te preocupa? CB+A -deletreó otra vez sonriente, relajado como si se encontraran a bordo de un yate de recreo y no en una barquita cuyo motor, amenazando con detenerse definitivamente en cada estertor, podía dejarlos abandonados a su suerte en el paraje perdido donde se encontraban. Ferrer logró reprimir el gesto instintivo, que hubiera sido delator, de cerrar el cuaderno de golpe, y se volvió esgrimiendo a su vez una sonrisa de disimulo.

– ¿Preocuparme? ¿El qué? -esmerándose para que su gesto resultara inocente, Ferrer cerró el manuscrito de Laventier y lo dejó a un lado, oculto a la mirada de Soas; no podía evitar que su mente estuviera en otro sitio y lugar: 1960, una mazmorra siniestra, su hermano arrancando con tenazas los genitales de un hombre encadenado. Y mientras, ¿qué hacía él? ¿Festejar, vestido de marinero, la Primera Comunión?

– Casildo Bueyes -aclaró Soas señalando en el cuaderno la frase con la que Ferrer había intentado, precisamente, ocultar el nombre del periodista asesinado-. Son sus iniciales, ¿no? Lo que ya no pillo es el significado completo. L mata a CB+A… ¿Quién es L? Misterio…

– Son notas de una cosa de Madrid -mintió Ferrer; pero desvió la mirada un instante, apenas una décima de segundo, y al volver a posarla sobre Soas captó que el otro le había descubierto. Soas asintió con parsimoniosa socarronería; si pretendía transmitir sensación de dominio sobre la circunstancia que atravesaban, Ferrer hubo de reconocer que lo conseguía.

– De todas formas, aunque insistas en lo contrario, Casildo Bueyes te preocupa, te lo digo yo… La A es lo que se me escapa… A… A… -bromeaba, fingiendo una sesuda concentración. Hasta que, de pronto, se produjo el chispazo de inteligencia. Ferrer vio, literalmente, cómo la mente de Soas efectuaba la conexión; incluso se habría atrevido a precisar los términos exactos de ésta: ‹¿CB es Casildo Bueyes y A es Arias… ¡Ferrer asocia la muerte de ambos!». Las miradas de los dos hombres, conscientes por igual de lo que pensaba el otro, se midieron durante un segundo en el que Ferrer buscó algo que decir sin encontrarlo.

La tos crónica del motor vino en su auxilio. Carraspeó de forma anómala y se detuvo. Ferrer y Soas miraron a Huertas, que había apagado el contacto sin motivo aparente y se ponía en pie mientras la inercia del impulso deslizaba la barca unos metros más sobre la serena superficie de agua del canal. Vuelto hacia ellos, Huertas los miró fijamente y extendió los brazos como un director a punto de marcar la entrada de la orquesta. Sus ojos, tensos y alarmados, saltaban alternativamente de Soas a Ferrer mientras, muy despacio, llevaba el dedo índice hasta los labios para reclamar silencio; obstinado en atrapar algún sonido en la quietud del aire, ni siquiera respiraba. Acaso influido por la expresión demente del capitán, Ferrer creyó durante una décima de segundo que escuchaba a su espalda un sonido lejano: ¿el motor de otra barca, que alguien preocupado por no ser descubierto se había apresurado a detener? La percepción, infinitesimal, no pudo ser verificada, y un segundo después la contundencia del silencio convertía en ridiculas la prevención de Huertas y su postura de brazos congelados en el aire, con la sucia guerrera desabrochada, la cartuchera vacía y el pañuelo atado en cuatro nudos sobre la cabeza a modo de protección solar. Era el segundo acceso de manía persecutoria del capitán; el primero ya se había manifestado intermitentemente a lo largo de la caminata desde el Desfiladero del Café hasta el lugar donde habían hallado la barca: convencido de que los indios los perseguían, incluso había ido sembrando el camino de trampas contra sus fantasmales perseguidores. Esas demoras ya le habían costado una discusión con Soas, y ahora, en la barca, parecía avecinarse otra.

– Parar el motor ha sido una locura -susurró Soas; su tono suave, al carecer de matices, resultaba particularmente amenazador.

– Nos siguen -se defendió Huertas, obcecado aún en hallar algún sonido en medio del silencio.

– Espero que puedas volver a encenderlo -dijo Soas, todavía más pausado. Ferrer miró a su alrededor: la barca, tras perder la inercia, se había detenido; junto a una de las orillas del canal flotaban, semisumergidos y también quietos, tres largos troncos que una mirada minuciosa revelaba vivos y cubiertos de escamas, expectantes.

Huertas se agachó para poner en marcha la barca. Pulsó el contacto y el motor se encendió a la primera; el capitán dedicó a Soas una mirada retadora de victoria y se concentró de nuevo en la navegación, enfadado como un niño caprichoso o tonto.

– Ha perdido los nervios -dijo Soas en voz baja-. Me preocupa.

– Han muerto todos sus hombres y… -respondió Ferrer.

– Eso se la suda. Lo que le jode es haberse cagado de miedo: Huertas, el capitán de hierro, como le llamaban en la academia, convertido en un flan chino. Y tú y yo, testigos.

– Sin contar con que él ha matado a uno.

– ¿A un qué?

– A uno de sus soldados. Al saltar del tren. Junto a mí, lo he visto.

Soas miró a Huertas, meditando con gesto grave la inesperada información.

– No le importaría que nos pasara algo antes de llegar a la Montaña -masculló.

A Ferrer le pareció repentinamente absurdo, casi cómico, que el honor y orgullo heridos de Huertas viniesen a complicar más su situación; imaginó al capitán asesinándolos en un descuido para evitar que revelasen el secreto de su ignominia, enterrando sus cuerpos en tumbas cavadas con la única ayuda de sus manos y viviendo el resto de su vida angustiado por la posibilidad de que alguien encontrase los cadáveres, y no pudo evitar que se le escapase un breve acceso de risa histérica. Soas le miró desconcertado, pero sonrió para que su dominio de la situación no quedase mermado y preguntó cordialmente:

– ¿Qué hacías exactamente antes de venir para acá? ¿Te gusta vivir en Madrid?

Ahora fue Ferrer el desconcertado; las preguntas de Soas tenían el tono de una afable conversación de bar, pero era la tercera vez que intentaba, mediante diferentes subterfugios igualmente ingenuos, llevar a ese terreno su diálogo: Madrid y la actividad de Ferrer antes de volar a Leonito. ¿Por qué? Ferrer iba a responder cuando vio a la rubia en biquini que practicaba surf sobre una inverosímil ola estática situada en un recodo del canal. Tardó un par de segundos en comprender que se trataba de un viejo cartelón oxidado. La rubia sonreía y señalaba con el pulgar hacia el texto situado sobre su cabeza: «Urbanización hotelera Paraíso en la Tierra, a dos km. Bienvenidos».

– ¿Hemos llegado? -preguntó Ferrer, excitado por la aparente proximidad de la civilización.

– Al menos, no nos hemos perdido -Soas se puso en pie; también parecía satisfecho-. Este viejo grupo de hoteles está a pocos kilómetros de la Montaña. Vamos bien. Ya os lo dije: nadie espera que vengamos por el camino más largo.

– ¿Dejamos la barca?

– No. Según recuerdo de los planos, será mejor continuar hasta el muelle del hotel. Me consta que sigue en uso porque los ingenieros lo han usado. Desembarcamos y seguimos a pie desde allí. Pero nos estamos acercando -dijo mientras se dirigía hacia la proa para informar a Huertas.

«Nos estamos acercando», se repitió Ferrer ante el cartelón. La herrumbre y las inclemencias climáticas habían desdibujado las letras y convertido a la llamativa figura femenina en una suerte de espectro cuya sonrisa de felicidad, caprichosamente preservada por el paso del tiempo, evocaba un aire burlón y a la vez tenebroso, el augurio insistente de estancias que Ferrer sabía infernales: los Faros Uno y Dos, donde según la leyenda habían habitado los Hombres Perro cuya existencia insistía Soas en minimizar. Y el Faro número Tres: según confesión propia, la guarida de Victor Lars en los últimos años. Tal vez también el lugar donde el Niño de los coroneles había vivido la siniestra infancia con la que Ferrer trató otra vez de establecer el paralelismo de su propia existencia regalada y feliz, ajena al hecho de que su hermano gemelo, lejos de fallecer por causas naturales, había sufrido una pesadilla perpetua de final todavía ignorado. Le urgió otra vez la prisa.


Once de mayo del sesenta y ocho, vuelo 4299 procedente de París.

En comparación con el intolerable bullicio revolucionario de París, la ciudad de Madrid, dormida, mediocre, vencida, tercermundista y gris por la prolongada sumisión al feísmo genético de Franco, resultaba relajante. Paseando por sus calles o acomodado en la terraza de la suite del Ritz, medité durante las primeras horas de mi estancia que España podía haber sido también un destino seguro tras la derrota, aunque es probable que la sociedad pacata, burócrata y ratonil diseñada a su medida por el dictador y su lúgubre esposa no hubiera propiciado oportunidades para mi personalidad vanguardista.

Luisito Ferrer vivía en una zona selecta de Madrid: un jardín con piscina rodeaba la casa de dos plantas de su padres, el diplomático retirado Aurelio Ferrer, que, asómbrate de las casualidades que nos depara la vida, era nada menos que el embajador al que veintiún años atrás salvé de la furia de Teté disparando el flash de una cámara de fotos. La exhibición de este dato, que averigüé cuando desde mi oficina en Leonito recababa información sobre el papá adoptivo del gemelito español, podía haberme abierto sus puertas con facilidad, pero una cautela instintiva me recomendó no recurrir a él. A cambio, propicié un encuentro aparentemente casual que nos llevó a entablar conversación: cuando descubrió, con sincera alegría, que yo residía en Leonito, insistió para que pasara una velada en su hogar.

Aurelio Ferrer era un hombre culto, refinado y ciertamente agradable, pero hube de ponerme en guardia ante la instintiva animadversión que su esposa, una india leonitense de peligrosa inteligencia natural, abrigó hacia mí a pesar del despliegue de encanto del que hice gala durante aquella reunión en la que no comparecería el adolescente Luis porque se hallaba ingresado en el hospital para la exploración rutinaria de algún dolor abdominal. Durante la velada mi curiosidad científica no dejó de preguntarse qué ocurriría si encerrase en la misma celda a los dos hermanos, cómo reaccionarían las personalidades ya formadas de ambos ante el impacto emocional de verse ante otro yo físicamente idéntico pero de carácter por completo opuesto. ¿Abandonaría mi enloquecido Niño la torre de soledad en la que se había encerrado ante la presencia del hermano gemelo que, me constaba por determinadas manifestaciones de sus ocasionales crisis de melancolía, seguía pesando en su recuerdo y su corazón? Y por otro lado, ¿qué reacciones provocaría la visita al infierno en las maneras del ejemplar muchacho madrileño que en las fotografías familiares que pululaban por el salón de los Ferrer evidenciaba un asombroso parecido físico con su doble del otro lado del océano? Sopesé, mientras alababa el postre, las posibilidades reales de ese instructivo secuestro, y si finalmente preferí descartarlo fue porque su ejecución exigía un sacrificio de tiempo y esfuerzo que no podía dedicarle. No obstante, me resistía a abandonar Madrid sin haber visto al menos una vez a la versión angelical de mi monstruo, y por eso al día siguiente, apenas amaneció, me dirigí a la clínica y haciéndome pasar por un amigo pregunté por el joven Ferrer.

En la habitación individual, a la que accedí oculto tras mi sonrisa más bondadosa y mundana, acontecía un inesperado revuelo de médicos y enfermeras: el aparentemente inocuo dolor de Luisito era en realidad una traidora apendicitis que por haber sido desatendida durante días amenazaba ahora, de pronto, con degenerar en peritonitis de consecuencias impredecibles, trataba de explicarme un ayudante médico cuando llegaron, congestionados, Aurelio y su mujer. Sus rostros podrían haber ilustrado un catálogo de expresiones paternas de miedo, desolación y amorosa preocupación: aquellos seres amaban brutalmente a su hijo. Si moría, podían morir con él… Morir de pena, de dolor. De amor. Decidido a contemplar la resolución del espectáculo, oculté mi excitación tras la máscara de una desolación solidaria y me dispuse a observar. Fatal error… Todavía hoy me arrepiento, todavía hoy recuerdo neblinosamente los detalles de lo que ocurrió… Todavía hoy ignoro por qué actué como actué. Apenas media hora después de la llegada de Aurelio al hospital, y como si se tratara de un cronometrado encadenamiento de sucesos ensayados, entró el doctor lanzando frases precisas como bombas: la situación se había agravado. Era preciso realizar a Luisito una transfusión de AB negativo en cuestión de minutos. Las existencias del hospital estaban agotadas. La sangre solicitada a otros centros podía llegar tarde… Aurelio asimiló la información tratando de mantenerse firme y no lo consiguió; su esposa se dejó caer sobre una silla, golpeada por algo invisible que le absorbió el color de la tez. En cuanto a mí, qué fácil hubiera sido sentarme también y aguardar compungido el desenlace. Era evidente y diáfano que ésa, y no otra, tenía que haber sido mi actuación: ¿por qué entonces me desabotoné el puño de la camisa para revelar que mi sangre pertenecía al precioso AB negativo? ¿Por qué ofrecí la vena? Nunca lo he sabido. Tumbado en la camilla instantes después, miraba transitar la sangre desde mi brazo hacia el del enfermo insconsciente, oía sin escucharlas las palabras de amistad eterna de Aurelio y percibía cómo mi corazón amenazaba con explotar a cada latido, desbocado por excitaciones inconcretas que era incapaz de definir… De todas las sensaciones de aquella mañana, hay una que permanece particularmente imborrable: la mirada de la madre del enfermo. Sé irracionalmente que lo intuía todo sobre mi persona, que estaba viendo con nitidez de inexplicable proyección cinematográfica la esencia de mi biografía y acaso de mis actos, que podía radiografiar los verdaderos sentimientos que guardaba hacia su hijito. Los ojos de la enconada indiecita ardían durante la transfusión, evidenciándolo, y luego, cuando ésta concluyó, emitieron una silenciosa advertencia que, mareado por el desgaste físico, capté y acaté, apresurándome a abandonar el hospital -podemos decir que huí de él- en dirección al aeropuerto.

Durante el vuelo de regreso, me sacudieron pensamientos complejos e inclasificables que se volvían más furiosos a medida que el avión me alejaba de España: ¿por qué había salvado a Luis Ferrer? ¿Por qué no permanecí callado, aguardando el fatal desenlace? ¿Qué me impulsó a regalarle mi sangre? Nunca he podido dar respuesta a esas preguntas, aunque me inquietó entonces y durante mucho tiempo que el imparable impulso de generosidad hubiese venido a sumarse a otra circunstancia que ya conoces, el disparo del flash fotográfico. Había salvado al padre en 1947, salvaba al hijo en 1968. ¿Casualidad? ¿O, de nuevo, capricho del azar?


Ferrer hizo un esfuerzo de memoria: tras la convalecencia de aquella intervención, sus padres habían dejado transcurrir unos meses antes de explicarle lo cerca que había estado de la muerte, y sólo pasado ese tiempo supo que debía la vida a la sangre de un amigo de Aurelio que casualmente se hallaba de visita en el hospital; pero nunca hicieron hincapié en la identidad de ese amigo, que permaneció así en el recuerdo como un salvador etéreo, anónimo y desdibujado cuyo misterio había servido al joven Ferrer para relatar con cierto toque épico el relato de su curación. Ahora, más de dos décadas después, aquel rostro adquiría de pronto los rasgos siniestros -pero, además, desconocidos- de Victor Lars.

El motor de la barca comenzó a detenerse. Huertas reducía la marcha mientras dirigía el timón hacia la orilla derecha, en la que se divisaba el pequeño muelle construido en madera.

Ferrer guardó el manuscrito y se unió a sus compañeros en la proa de la barca. El alivio por la proximidad de la tierra firme fue breve: lo rompió enseguida un nítido chasquido metálico que sonó a su espalda, alertándole; volvió los ojos sigilosamente, sin mover la cara: Soas, silencioso como siempre, había amartillado el revólver que llevaba consigo. Ferrer se palpó el bolsillo del pantalón: la pequeña pistola que le habían entregado seguía allí, y comprendió con un escalofrío que no era imposible que tuviera que utilizarla. Apretó sobre ella la mano sudorosa como si fuera un salvoconducto que no lo tranquilizó: el origen de su desasosiego no se encontraba en los indios que podían aguardarles emboscados, sino en la imagen de la transfusión de sangre, especialmente morbosa en su evocación porque, mientras él dormía anestesiado, sus padres observaban la escena y agradecían al destino la llegada de Lars, el benefactor.

Al pararse el motor se hizo un silencio tan denso que Ferrer pudo escuchar con claridad cómo uno de los otros dos hombres tragaba saliva; enseguida comprendió que tal vez había sido él mismo quien produjo ese sonido. La serenidad paradisíaca del entorno, excesiva de puro nítida, casi presagiaba inconcretas amenazas: el tableteo de una ametralladora oculta, la inminencia de un grito guerrero que lanzase a los feroces indios contra la barca… Soas permanecía inmóvil, clavada la mirada en la tupida vegetación de la orilla y con el cuerpo erguido, muy derecho, como si considerase que agacharse era, más que una prudencia, una indignidad inútil caso de que efectivamente empezasen los disparos.

Tras unos segundos que parecieron eternos, Soas saltó a tierra. Huertas y Ferrer, como si temieran quedarse solos a bordo, se apresuraron a imitarle. Nadie les disparó, nadie les asaltó: estaban solos en el pequeño claro de terreno al que se accedía desde el muelle.

Un sendero artificial bordeado de arbolillos que alguna vez merecieron la atención de un jardinero se abría frente a ellos, y una camarera portando un cesto de frutos exóticos, dibujada sobre un cartel oxidado por la misma mano a la que se debía la surfista en biquini de un trecho antes, les invitaba a seguir el consejo del texto oxidado: «Bienvenidos al Hotel Paraíso en la Tierra».

Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Avanzaron por el sendero con cuidado, como si cada pisada pudiese desatar inimaginados peligros.

En el tercer recodo del camino apareció, a lo lejos, la techumbre roja, semioculta por la vegetación, de un edificio bajo: el primer vestigio de la antigua presencia humana. Los tres hombres se consultaron con las miradas y fue de nuevo Soas quien se decidió a dar el primer paso; los otros, también de nuevo, se apresuraron a seguirle.

La casa era un bungalow típicamente turístico, el primero de una urbanización que ocupaba el espacioso llano donde desembocaba el sendero. Más allá se divisaba un edificio principal blanco, de varias plantas, y hacia él se dirigieron avanzando alerta por entre los bungalows desiertos. Ferrer observó que Huertas, cada poco, se volvía repentinamente hacia atrás, como si esperase sorprender a sus inexistentes perseguidores. ¿O eran simplemente sigilosos?

Llegaron hasta el edificio de sucia blancura y se desperdigaron por la explanada frontal tratando de no perderse de vista unos a otros. Soas caminó hacia la piscina. Huertas entró en el edificio. Ferrer se plantó frente a la fachada principal. Recordaba a la del Madre Patria, pero el abandono convertía en inhóspitas y siniestras las construcciones erigidas en otro tiempo para satisfacer en cada detalle a los selectos clientes: innumerables hojas de hierba cubrían la pista de tenis y la lona negra que ocultaba de la vista la piscina, los cristales de puertas y ventanas de la fachada estaban meticulosamente hechos añicos y del rótulo que señalaba el camino del «Gimnasio Sueco» se habían descolgado la «S» mayúscula y una «i». Todo era sucio, todo estaba desgastado: el saldo del paso del ciclón de 1971 sumado a veinte años de soledad rigurosa. Pero además, las paredes estaban renegridas por zonas, como si hubiesen sufrido la acción de un incendio que no parecía antiguo. Tal vez, tras el abandono definitivo, se había propagado el fuego a causa de alguna tormenta u otro fenómeno natural.

– ¡Soas! ¡Soas!

Era la voz de Huertas. Soas y Ferrer lo buscaron con la mirada. El capitán les llamaba desde la puerta de acceso al hotel.

– ¡Conque no han estado aquí! -espetó Huertas a Soas apenas llegaron junto a él. Parecía exultante, como si disfrutase de una victoria largamente esperada. Con fuego demente en los ojos, invitó a los otros a entrar.

El vestíbulo del hotel había sido, como el exterior, redecorado por el abandono y el paso del tiempo. También por las huellas del incendio que se percibía en el exterior. Pero alguien había añadido un elemento discordante, reciente y aterrador sobre la moqueta sucia de la rotonda central: los cadáveres de cinco hombres desnudos yacían en caprichosas formas bajo la estructura metálica que alguna vez sostuvo una cúpula de cristal. Cinco reconocibles cuerpos de hombre, no cinco trozos de carne en descomposición ni cinco esqueletos: cinco muertos recientes.

– ¿Qué dices ahora? -repetía Huertas-. ¿Eh? ¿Qué dices ahora? ¡Yo tenía razón! ¡Y es La Japonesa! ¡La Japonesa!

Soas no le contestó; tal vez tampoco le escuchaba. Se acercó a los cadáveres y los observó sin decir nada.

Eran cadáveres de hombres jóvenes. Todos llevaban al cuello medallas identificativas del ejército de Leonito: reclutas bisoños, como los que habían muerto en el asalto al tren. Los cinco tenían la piel de todo el cuerpo caprichosamente salpicada de quemaduras negruzcas provocadas por la acción de antorchas o sopletes, y estaban encadenados por el pie a una argolla clavada en el centro de la rotonda; la cadena les daba cierta libertad de movimiento, pero no les permitía huir del círculo en el que habían sido torturados hasta morir. Había una sexta cadena sujeta a la argolla del centro, pero en su otro extremo faltaba el cadáver correspondiente.

Soas la agarró, sopesándola; parecía reflexivo. Fe-rrer se acercó a él.

– ¿Qué es eso de La Japonesa?

– No sabes lo que es, ¿verdad? -le gritó Huertas-. Tranquilo, que ya te enterarás… Tú y éste. Y yo. ¡Todos!

Ferrer interrogó con la mirada a Soas, que se había arrodillado junto a una máquina metálica cuadrangular similar a una cortadora de césped.

– ¿Y bien? -le instó.

– La Japonesa es… -Soas dudó.

– Exijo saberlo -dijo gravemente Ferrer, esforzándose por amagar una sonrisa convincente de camaradería viril-. Lo resistiré, te lo aseguro…

– Es una forma de tortura de los indios de la Montaña. Se encadena a los reos de forma que no queden inmovilizados del todo, que más o menos puedan defenderse. Los verdugos se ensañan con ellos sin prisas.

– ¡Hasta parando para comer su harina cocida! ¡Te miran con sus ojos muertos mientras comen! ¡Y tú, mientras, despellejado vivo! -Huertas parecía aliviar su propio miedo al intentar trasladárselo a Ferrer.

– En este caso han usado el fuego, pero valen también cuchillos y látigos -enumeró, contrastadamente frío, Soas-. La cosa puede durar días. Cuando los presos están ya muy quebrados se les obliga a torturarse entre ellos.

– Entre ellos… -ese giro inesperado sí impresionó a Ferrer.

– Te asombrarías -explicó Soas- de las fierezas que despierta el afán de supervivencia… Los indios contemplan el espectáculo, imagino que harán apuestas… La cosa está en que el preso que sobreviva a los demás es liberado, se le concede una oportunidad de escapar. Los indios le dan unas horas de ventaja y van a por él. Normalmente no escapa, claro. Pero la desesperación le da fuerzas para alargar el juego. Ése -Soas señaló hacia la sexta cadena, que pendía de la mano de Ferrer-debe de estar ahora mismo corriendo por ahí, con los indios detrás.

– A lo mejor ya lo han cogido -terció Huertas, acercándose a ellos-. A lo mejor ya lo han cogido y en estos momentos están volviendo a casa. ¡Qué alegría les vamos a dar cuando nos encuentren!

Soas se plantó frente a él y le miró fijamente, retador.

– Vamos a pasar la noche aquí -dijo, vocalizando con claridad.

– ¿Aquí? -interrumpió Huertas. Era obvio que no podía controlar su perpetuo enfado pueril. Tampoco, aparentemente, la inminencia de una crisis nerviosa-. ¡Estás loco! La Montaña está sólo a cinco horas andando. ¿Por qué vamos a…?

Soas chasqueó los labios, mojándoselos con la lengua, tres veces seguidas; Ferrer pensó que era un recurso para controlar el acceso de ira que se cernía sobre su expresión.

– ¡Huertas! -escupió, repentinamente cuartelario. El capitán, paralizado por la sorpresiva voz de autoridad, escuchó el resto en silencio-. Dentro de un par de horas oscurecerá, y no pienso correr el riesgo de perderme de noche. Otros riesgos puedo correrlos; ése no. Pero tú puedes hacer lo que quieras -zanjó Soas, dándole la espalda.

– ¡Dame el revólver! -le gritó entonces Huertas.

Soas paró en seco y se volvió en silencio, expresando una sorpresa casi divertida ante la pretensión del capitán. Huertas, aún más serio en respuesta, extendió hacia él la mano derecha.

– ¡El revólver! -repitió-. Voy a explorar y lo necesito.

– ¿Explorar? -el deje irónico de Soas, demoledor, cabía en la breve sonrisa que se regodeó en dibujar despacio en los labios; Huertas dio dos pasos hacia él con decisión insospechada hasta unos instantes antes. Soas, igualmente resuelto, asió la culata del arma que sobresalía de su cintura, la sacó y dejó caer el brazo hasta dejarlo reposar paralelo al muslo, alerta y aparentemente dispuesto a utilizar el revólver contra el capitán.

– ¡Sí, explorar! Asegurarme de que no nos siguen. O de que no vuelven. Y no puedo ir desarmado.

Parado frente a Soas, Huertas alargó aún más la mano extendida. Por toda respuesta, Soas amartilló con ostentación el revólver. Ferrer, más que oírlo, lo vio. No quiso averiguar si Soas sería capaz de disparar al capitán: sacó del bolsillo del pantalón su propia pistola y la puso sobre la palma abierta de Huertas.

– Tenga. Yo no voy a usarla -dijo por todo comentario. Huertas aferró la pistola, lanzó una última mirada a Soas, que no parpadeó, y se alejó por el sendero que conducía hacia el muelle. Ferrer dedicó una explicación complementaria a Soas:

– De todas formas, no sabría dispararla.

Soas lanzó un suspiro para dar por terminada la situación.

– Voy a encender esto, nos hará falta luz -dijo arrodillándose de nuevo junto al mueble metálico.

– ¿Qué es? -preguntó Ferrer.

– Un grupo electrógeno portátil -dijo Soas mientras conectaba el encendido; un murmullo sordo inundó la estancia, en alguna parte se encendieron puntos dispersos de luz-. Ha servido a los indios para soltar descargas a estos desgraciados. Y por lo que parece -añadió señalando los cables que sobresalían del aparato y se bifurcaban hacia distintos puntos del vestíbulo-, también para dar luz. Voy a ver…

– Roberto… -Ferrer agarró a Soas por la manga; llamándole por primera vez con su nombre de pila delató la gravedad de los pensamientos que le asaltaban. Soas lo captó y se detuvo para prestarle toda su atención.

– ¿Crees que Huertas tiene razón? En lo de que pueden volver.

Soas resopló.

– Puede que sí y puede que no. Pero nosotros vamos a esperar aquí el amanecer, no podemos hacer otra cosa. Y si es que no, que no vuelven, todos contentos.

– ¿Y si volviesen?

– Mira -atajó Soas, contundente al ver la angustia en el rostro de Ferrer-, el peligro objetivo, el peligro seguro, es salir a la jungla de noche. Ahí sí nos pueden pillar. Quedarnos aquí tiene más garantías, lo que pase dependerá del azar. Pueden venir o no, de acuerdo. Nosotros estaremos atentos, es todo lo que podemos hacer. Y ahora vamos a ver qué suite nos apetece. Ya que es gratis…

Inició el camino hacia la escalera central que conducía hacia las habitaciones. Ferrer le siguió tras echar una última mirada a los cinco cadáveres. Mejor olvidarse de enterrarlos, pensó; de proponerlo siquiera.

En la planta superior el abandono seguía siendo la seña de identidad más significativa, aunque ciertos detalles, como nuevos puntos de luz funcionando, evidenciaban que los verdugos habían utilizado las habitaciones mientras disfrutaban de su Japonesa.

Del desvencijado mueble bar de una de las habitaciones, Soas sacó una botella de licor, la destapó y olisqueó el contenido.

– Agua potable -bromeó; Ferrer se preguntó si realmente esperaba tranquilizarlo con su artificioso optimismo, si sería consciente de que, en realidad, sólo estaba logrando colmar su paciencia -. Coño, mira: la suite Monaco. Me la pido.

El cartel pintado a mano coronaba pomposamente una puerta doble por la que accedieron a la suite, un decorado de lujo en el que nadie había pasado una escoba en lustros. Soas salió a la terraza con la botella en la mano.

– Cojonudo, vistas a la piscina -olisqueó de nuevo la botella, ahora varias veces seguidas, como si necesitara convencerse de que el licor estaba en buenas condiciones.

– Vale ya. No me trates como a un niño -dijo Ferrer por todo comentario.

Soas adoptó una expresión desconcertada.

– He entendido nuestra situación perfectamente -continuó Ferrer-. No hace falta que finjas tanta serenidad, ¿de acuerdo? No somos niños. Ya sé que dentro de una hora podemos estar muertos o peor, jugando a esa… -señaló inconcretamente hacia el lugar donde reposaban los cinco cadáveres.

Soas asintió mientras, con el faldón de la camisa, limpiaba dos vasitos de licor que Ferrer no le había visto coger del mueble bar. Igual de sigiloso que con el revólver, pensó. Soas trató de disculparse a su manera.

– Era una forma de hablar. Mira -tomó a Ferrer del brazo y lo acercó hasta la barandilla de la terraza-, desde aquí vemos la piscina y también el camino de llegada. Esta noche habrá luna llena, o sea que podremos vigilar sin ser vistos, por turnos. Si los indios aparecen, nos largaremos por la puerta de atrás.

– ¿Otra forma de hablar? Lo de largarnos por la puerta de atrás…

– Si quieres llamarlo así… Y por cierto, ya sé -hizo hincapié en el verbo- que no somos niños.

Esta vez fue Ferrer quien asintió. Soas sostuvo los dos vasitos en la palma de una mano mientras con la otra los llenaba de licor. Ofreció uno a Ferrer, que lo aceptó y dio un sorbo mientras se acercaba a una vieja tumbona extendida en la terraza. Se dejó caer en ella; apenas relajó los músculos, el agotamiento doloroso de las últimas horas se adueñó de él como una piel de cemento. Tuvo la sensación de que si intentaba ponerse en pie el cuerpo no le respondería. Junto a la puerta de cristales rotos, Soas bebía y consultaba su reloj.

– Van a cumplirse veinticuatro horas desde que estamos perdidos e incomunicados. El ataque al tren fue al amanecer. Me pregunto qué habrá pasado en este tiempo. Llevo dándole vueltas a tu teoría de las dos facciones indias, y me tiene jodido. Hasta ahora tenía que vérmelas con un solo grupo, ¿sabes? Impredecible, salvaje y armado, de acuerdo. Pero sólo uno. Tu teoría da un giro a todo el asunto. Mira el caso de Arias, por ejemplo… No es la primera muerte violenta desde que empezaron las obras, pero sí el primer asesinato con esa premeditación y ese sadismo. Por no hablar de los soldados muertos, los del tren y los de aquí abajo. Me pregunto cómo habrá caído la noticia en la capital, qué pensará el gobierno. Y el ejército.

– ¿El ejército?

Soas se acercó a Ferrer y rellenó su vaso.

– El ejército está hasta los cojones de Leónidas y de su puta madre. Algunos jefes propusieron hacer una limpieza en profundidad.

– Quieres decir una matanza.

– Quiero decir una manera de quitar de en medio el problema, llámalo como quieras. Y ahora la volverán a proponer. Hay planes para hacerlo. Bien elaborados desde hace tiempo, me consta… Aunque toda la preparación se ha llevado muy en secreto, no conviene una guerra a la imagen de la democracia, y menos contra los indígenas. Pero hay demasiado en juego. ¿Tú no harías lo mismo?

– ¿Yo? ¿Empezar una guerra? ¡Estás loco!

– Venga, Luis, que te estoy preguntando tu opinión, como profesional y observador neutral. Hasta esta mañana, había lo que podríamos llamar desacuerdos entre el consorcio hotelero y los indios de la Montaña, y desde esta mañana…

– ¿Desacuerdos? -Ferrer encontró fuerzas para esbozar una sonrisa irónica-. ¿No te parece un término demasiado suave?

– Vale. Desacuerdos serios, si prefieres. Pero desde esta mañana podemos considerar que, técnicamente, hay guerra abierta. Está claro. Y eso, sin contar lo de esos cinco desgraciados, que echa más fuego al asunto.

Ferrer sintió otra vez la tentación de hacer partícipe a Soas del nuevo punto de vista que la narración de Lars arrojaba sobre el asalto al tren. Pero otra vez eligió callarse.

– Como periodista -insistía Soas-, y por mucho que tus simpatías estén con los indios, que sé que lo están, tienes que reconocer que han precipitado las cosas. Posiblemente hacia un punto sin retorno.

– Sí, no creo que esto puede resolverse por las buenas…

– No, yo tampoco… Aunque si llego a tiempo a la Montaña, tal vez pueda forzar una nueva negociación y evitar el desastre. Evitar la guerra. Lo deseo tanto como tú, te lo aseguro… -con la botella en la mano y la mirada perdida más allá de la piscina, Soas parecía reflexionar, hondamente sincero; de pronto, retomó la conversación en un incongruente tono cordial, casi alegre, y procedió a rellenar los vasos-. Por cierto, antes no me contestaste.

Ferrer lo miró sin comprender.

– Lo de Madrid -sonrió Soas-. Cuando veníamos en el barco me ibas a contar qué tal por allí.

Madrid otra vez. Ferrer se puso en guardia; ese interés iba hacia algún lugar que, según intuía, no iba a gustarle nada.

– ¿Madrid? -aparentó extrañeza para ganar tiempo.

– Madrid, tu vida anterior a este viaje… Todo eso, ya sabes.

Soas, aparentemente indeciso, tanteaba la aproximación al tema que le interesaba; Ferrer lo observaba, preguntándose cuándo se iba a decidir. De pronto, le vio vaciar su vasito de un trago, carraspear y mirarle a los ojos. Ahora, se dijo Ferrer; e instintivamente, como si desplegara así una especie de coraza, llevó su propio vaso a los labios.

– Con tanto lío, sólo hemos hablado de mí y de la Montaña… Quería que supieras que estoy al corriente de lo de tu hija.

Ferrer mantuvo el vaso sobre los labios, alargando el momento todo lo posible y reteniendo el licor en la boca. Soas quería hablar de Pilar. Tragó saliva y la garganta arrastró también, de golpe, todo el licor. Sintió el fuego bajándole hasta el estómago, y supo que había enrojecido. Soas hizo lo peor que podía haber hecho para acabar de perturbarle: fingir que no se había percatado de su embarazo.

– A veces -siguió como si tal cosa, mientras se acercaba para rellenar el vaso de Ferrer- nos volcamos en los asuntos de trabajo, y sin darnos cuenta olvidamos a los compañeros que tenemos cerca cada día. No, no tengas miedo, que no me voy a poner lacrimógeno. Es sólo que hemos pasado cosas muy intensas juntos y, no sé… -dudó, llenó de licor su vaso y lo vació de un trago; pareció encontrar fuerzas para resolver su discurso-. En fin: quería que sepas que sé lo de tu hija. Lo siento, lo siento de verdad. Y sé de lo que hablo, te lo aseguro.

Ferrer no sabía qué decir y agradeció que Soas continuase.

– Perdí a mi mujer. Igual que te pasó a ti también, hace tiempo… La mía murió hace menos de un año, no sé si estabas al corriente.

– Estaba en las notas que me prepararon en el periódico.

– De cáncer, como la tuya. Y también de golpe, de la noche a la mañana. Dos hijoputadas juntas.

Rellenó y vació el vasito de nuevo; el licor liberaba su locuacidad, y a Ferrer le extrañó: no encajaba con la fría efectividad de Soas la indefensión ante los efectos del alcohol. Tampoco la tendencia al ensimismamiento amargo en cuya melancolía parecía a punto de empezar a deslizarse.

– Hostia, si… ¿Sabes lo que habíamos estado haciendo dos horas antes de que nos diesen el diagnóstico? ¡Follar! ¡Follar de puta madre, como siempre! Y en la clínica fui yo el que se puso blanco y se desmayó. ¿Qué te parece? ¡Follando dos horas antes…! -repitió amargamente, con el deseo de autoflagelarse en apariencia todavía vivo- Y al rato… Fue la última vez que hicimos el amor, claro. Bueno, no. La penúltima… La última fue en nuestra casa de la playa, en Costa Rica, frente al Pacífico. Una especie de despedida que ella me quiso regalar. Cuando empezó a no estar bien lo dejé todo y nos fuimos allí hasta que murió. En los últimos tiempos sólo pensaba en acabar cuanto antes. Y acabó. Después de hacer el amor esa última vez salió en la barca, de noche, y se tiró al mar.

Ferrer hizo una pausa respetuosa y luego, sin saber por qué, se sinceró también:

– Mi mujer y yo íbamos a salir de viaje cuando lo supimos -dijo; sólo un instante antes, cuando Soas había derivado la conversación de Pilar hacia su propia tragedia, se había sentido agradecido por no tener que hablar de su hija ante ese hombre inteligente, respetable y ligeramente inquietante; ahora, sin embargo, la intimidad del otro le animaba a exponer la suya propia-. Es curioso, hace años que no hablaba de esto… Cuando nos dijeron lo de su enfermedad estábamos preparando el viaje…

Ahora fue Soas el que no hizo comentario alguno; se limitó a rellenar las copas. Los dos hombres bebieron a la vez.

– El primero solos desde que nació Pilar. La íbamos a dejar con sus abuelos… Hace ya cinco años que mi mujer murió… Cinco.

– ¿Y lo soportaste?

– Se soporta todo.

– Yo no -afirmó Soas.

– Tú también, ya lo verás…

– No, yo no -subrayó, de pronto, Soas. Y luego, transitando igual de repentino hacia la melancolía:

– Yo no, te lo aseguro.

Las últimas palabras sorprendieron e impresionaron a Ferrer. Sintió que era otro hombre quien las había pronunciado: uno profundamente sincero. Un hombre todavía enamorado. ¿Quién era el verdadero Roberto Soas? ¿El ejecutivo invicto que había conocido hasta ahora o el amante perpetuo de la esposa suicida?

Sin darle tiempo para más reflexiones, Soas, acaso súbitamente consciente de la rendija abierta por culpa del descuido en el hermetismo de su intimidad, se apresuró a replegarse tras su dura eficacia habitual. Brilló de nuevo su fría inteligencia -y a la vez supo Ferrer que toda la conversación, con la posible excepción del infinitesimal destello sentimental, había estado encaminada a propiciar ese instante- cuando dijo:

– ¿Te has dado cuenta de una cosa, Luis? ¿Una cosa que nos une?

Ferrer negó con la cabeza sin dejar de mirarle; ansioso por escuchar el resto, no apartó la vista de él para interesarse por el ruido que se produjo en el pasillo. Tampoco Soas se volvió. Miró a Ferrer muy al fondo de los ojos mientras pronunciaba despacio sus palabras:

– Estábamos solos en la casa de la playa. Se podría pensar que mi mujer no se suicidó. Que la maté yo.

Alguien entró en la habitación, pero lo que aceleró el corazón de Ferrer no fue eso, sino que supo lo que Soas iba a decir un segundo antes de que efectivamente lo dijera:

– Lo mismo que se podría pensar de ti y de tu hija. Que la mataste tú.

Ferrer se quedó helado. Ambos mantuvieron los ojos fijos en el otro hasta que Soas levantó la vista y habló por encima de la espalda de Ferrer, de nuevo campechano.

– Hombre, regresa el heroico Huertas -dijo en tono jocoso, como si pretendiese ahora restar importancia a la tormenta que había desencadenado en la mente de Ferrer-. ¿Qué tal las Cruzadas, capitán?

Huertas hizo caso omiso de la ironía de Soas.

– He encontrado linternas. Nos vendrán bien -dijo depositando sobre la mesa una roñosa bolsa de viaje con la cara de Mickey Mouse estampada en el lateral.

Soas se levantó para examinar las linternas. Ferrer se quedó en la tumbona, sosteniendo en el aire el vasito de licor ya vacío. Lo paralizaba el miedo por las palabras de Soas. Desde la muerte de Pilar nadie había puesto en duda su versión del suicidio. ¿Qué pretendía Soas con su morboso juego? Tal vez nada, pero Ferrer no pudo evitar que le ardiese en el estómago un cosquilleo de fuego que ni la amenaza de los indios había logrado desatar. Se puso en pie para aliviar el ardor pero no lo consiguió. Siguió latiendo dentro de él cuando, artificialmente simpático como antes, Soas adjudicó a Huertas la primera guardia y se fue a dormir.

– Hasta mañana… -dijo sin asomo de miedo al tumbarse en la cama boca arriba y con las manos bajo la nuca, sonriendo. Ferrer se preguntó si le divertía el estado de ansiedad que había logrado provocarle.

Huertas se instaló junto a la ventana desde la que se dominaba la entrada a la explanada, con el arma en la mano, y Ferrer, que se sabía incapaz de dormir pero no quería mostrar su nerviosismo al militar, tomó una de las linternas y se acomodó en el desvencijado tresillo del otro extremo de la suite. Agradeció ahora haber llevado consigo la hoja del informe de Marisol referida a Soas… Roberto Soas Menchén: hijo de militar nacido en Barcelona en 1940, alumno de la Academia General del Aire de San Javier, Murcia, en 1958, licenciado en Economía y Derecho por la Universidad Nacional de Educación a Distancia en el 1978, carrera ascendente de méritos, ascensos y destinos relacionados de forma cada vez más estrecha con los servicios de prensa y relaciones externas del Ejército del Aire, relacionado en los últimos diez años con diversos proyectos empresariales privados, el último de los cuales era el Consorcio La Leyenda de la Montaña… Datos sobre los que Ferrer pasó apresuradamente los ojos hasta llegar a lo que le interesaba: en 1980 Soas se casó con María de la Concepción Álvarez Vidal, economista diez años más joven que él. Desde entonces trabajaron juntos en todos los proyectos laborales que Soas abordó. Eran, según las notas de Marisol, «auténtica uña y carne rica, guapa y feliz: lo que a todos nos gustaría, Luis. Juntos, según dicen, se atrevían con todo y podían con todo. La muerte de Álvarez Vidal, acaecida en Costa Rica en agosto de 1991, enloqueció a Soas. Álvarez no soportó el cáncer galopante que la consumía y acabó con sus días arrojándose al mar en la casa familiar. Soas hubo de ser internado, víctima de una fuerte depresión que casi acaba con él. Sufría alucinaciones, y una vez estuvo a punto de arrojarse por la ventana de la habitación. Veía una luz blanca y cegadora, desde la que le llamaba su mujer. La alucinación se repitió seis veces y, ya recuperado y con el alta en la mano, seguía afirmando que la vio. E insistía: era su mujer llamándole. Bueno, cosas más raras se han visto. Otra cosa, que puede servirte: Soas empezó a trabajar en La Leyenda de la Montaña para salir del pozo depresivo en el que se hallaba, llegó a Leonito en octubre de ese mismo año, el 91». Ferrer se reconoció impresionado: luz blanca, luz cegadora… El gélido Soas amaba profundamente a su esposa muerta, como él mismo había podido comprobar durante un breve instante que, ahora lo sabía, había sido sincero. Y tal vez la había matado. A solas, a escondidas. «Estábamos solos en la casa de la playa. Se podría pensar que mi mujer no se suicidó. Que la maté yo… Lo mismo que se podría pensar de ti y de tu hija. Que la mataste tú». La simpatía que sentía por el militar español y su solidaridad con el drama que había vivido no aliviaban la incertidumbre por sus enigmáticas palabras, que necesariamente ocultaban alguna intención precisa y, por lo que sabía de Soas, meditada en profundidad. ¿Qué intención?, se preguntó mientras regresaba al manuscrito.


Al regreso de Madrid, me encontré con que aquel verano de 1968 se había recrudecido la guerra en la Montaña Profunda.

Las incursiones de rapiña ordenadas por José León Segundo en busca de su El Dorado leonitense eran, además de infructuosas e interminables, cada vez más sanguinarias, porque los indios, por fin furibundos, habían decidido pasar de la defensa al ataque, y sus selectivos golpes de mano resultaban cada vez más eficazmente dañinos. La guerra se estancó. Y fue así, estancada, como forcé que conviniese a mis planes. Hice ver a los coroneles la necesidad de ensañarse con ese foco de rebelión, pero la persecución de los indios de la Montaña Profunda -con la excusa de la búsqueda del tesoro que teóricamente protegían- tenía en realidad por objeto convertirse en el banco de pruebas desde el que consolidar el proyecto Niño de los coroneles y sus ramificaciones.

Las características de la Montaña facilitaron el aislamiento táctico del sector: una vez acotado éste, nadie pudo entrar ni salir del cerco. Invisibles o no -inexistentes o no-, los indios quedaron sitiados, igual que algunos poblados indígenas habitados por lo que algún observador ajeno al conflicto -tú, sin ir más lejos, Jeannot- habría definido como «seres inocentes». Establecí dos cordones militares. Uno, integrado por numerosos reclutas de reemplazo, circundaba el área A: media circunferencia con un radio de diez kilómetros cuyo centro era la Montaña, a cuya espalda el mar ocupaba lo que habría sido la otra media circunferencia; los hombres e incluso muchos oficiales de este contingente creían ser la retaguardia de un comando antiterrorista especial, y nunca sospecharon que, en realidad, eran los vigilantes encargados de ocultar al resto del mundo los sucesos que allí iban a tener lugar. El área B, semicircunferencia con el mismo centro pero un radio inferior en tres kilómetros, era la zona por la que campaban a sus anchas, bajo mi mando directo, mil seleccionados Pumas Negros y un regimiento compuesto por ciento cincuenta niños de entre siete y once años salidos de nuestra escuela, cuyo viejo lema -«Ferocidad Gratuita, cuanto más mejor»- podía reconocerse en la iniciales F.G. cosidas, a modo de charreteras, en las mangas de sus diminutos uniformes.

Si éstos eran los pescadores y los indios el pescado a capturar, los poblados inocentes constituyeron el cebo: hasta entonces, las atrocidades cometidas sobre ellos por los hombres de Canchancha, aunque ciertamente brutales, habían sido esporádicas e incluso casuales, jamás alentadas por el concepto delicado y riguroso del Mal que ahora, cada madrugada, espoleaba a los niños a jugar con la tortura y muerte de los moradores del poblacho de turno, elegido siempre al azar. Los habitantes de las dos o tres docenas de aldeas acotadas en la zona de restricción podían moverse con libertad dentro de ésta, pero no abandonarla: permanentemente vigilados por los Pumas Negros, eran prisioneros sin cadenas ni cerrojos cuyas únicas actividades consistían en tener pánico al siguiente amanecer, en rogar a lo largo de la noche que fuese el pueblo próximo y no el suyo, que fuesen los vecinos de al lado y no ellos y sus hijos, los elegidos por los niños.

La provocación acabó por lograr su propósito: mi ley marcial, que tensaba el aguante de los cebos humanos prohibiéndoles enterrar los cadáveres de sus seres queridos, molestar a las ratas hambrientas que solté en los poblados o -te asombraría el mazazo psicológico, personal y colectivo, que acaba por suponer esta sutileza- emitir, bajo amenaza de muerte, el menor sonido corporal durante las horas de luz solar, enfureció a los guerreros invisibles, que se volvieron de carne y hueso para proteger a los suyos. La ferocidad que desplegaron, de contundencia paralela a la nuestra, favoreció mis planes: la sangre llamó a la sangre, el odio al odio y la guerra a la guerra, pero estos logros, al ser previsibles, fueron sólo secundarios. Mi verdadero éxito radicó en conseguir que, fuera de la línea B, el horror se mantuviese en secreto, fuese desconocido… En una palabra, no existiese. A los oídos de los soldados de la línea A llegaban rumores de inconcretas operaciones antiguerrilleras, y más allá de esa última frontera con la realidad nada, absolutamente nada, ocurría en los alrededores de la Montaña Profunda. Leonito era tan sólo -compruébalo en cualquier libro de historia, remóntate a los comentarios de los turistas de la época o a los análisis del más especializado historiador, busca en tu propia memoria de valedor de los derechos humanos- un país centroamericano hermoso aunque sometido, eso sí, a un régimen dictatorial ni mejor ni peor que cualquier otro del continente. La ocultación estaba tan bien articulada que incluso los representantes de dictaduras amigas invitados a visitar la zona se asombraban por la inimaginada existencia de mi guerra-probeta. Hasta los más torpes de ellos intuían que mis conocimientos y técnicas, aunque todavía en desarrollo, podían resultarles en un futuro cercano útiles en sus cometidos de represión, y tan seguro estaba del hermetismo de mi laboratorio al aire libre que cuando un grupo financiero del país propuso construir en la costa atlántica de Leonito, justo al sur de la Montaña, un complejo dedicado al turismo de lujo -los famosos seis faros gracias a los cuales tú y tus detectives «me habéis descubierto»-, no sólo no me opuse a esa iniciativa que a cualquier otro habría impuesto respeto o cautela, sino que la apoyé con estusiasmo: me divertía la idea de permitir a dos pasos del infierno de mi propiedad un -éste era el nombre del proyecto- «Paraíso en la Tierra», a cuya inauguración contribuí organizando a una distancia prudente del evento, y tan cuidadosamente como si fuese el menú de mi boda, una emboscada en la que cayeron numerosos guerreros indios. La batalla entre los sitiados y las fuerzas regulares adulto-infantiles duró toda la noche -lo mismo que la fiesta- y no escatimó parafernalia artillera: fue mi modesta aportación de fuegos artificiales a la lujosa recepción que transcurría, reposada y ajena, unos kilómetros al sur, en el «Paraíso en la Tierra». Precisamente allí, me presentó el amigo panameño a dos inversores chilenos que parecían muy afligidos por el difícil momento que atravesaba su país: Salvador Allende acababa de ganar las elecciones generales, y nuestros invitados deseaban, además de contrastar mi opinión sobre la circunstancia alarmante de que por primera vez un socialista hubiese ganado limpiamente unas elecciones generales en el continente, proponerme una eventual colaboración futura. La naturaleza abrupta del tema propició la pronta sinceridad de las partes, y me pareció adecuado finalizar la velada en mi casa, donde enseguida se prescindió de los tapujos: el mismo día del triunfo de Allende se había puesto en marcha un engranaje de salvación nacional, todavía clandestino, que contaba no obstante con el beneplácito y apoyo de los principales sistemas financieros del país, además de con la solidaridad del lejano pero comprensivo vecino norteamericano. En cuanto a mí, habían oído hablar de los avances en materia de represión que estaba desarrollando y deseaban saber si estaba interesado en colaborar con la flamante empresa que representaban. Por toda respuesta -aunque controlando la euforia que me conmovía: ¡por fin un proyecto de envergadura!, ¡el primer país para cuya represión global me reclutaba el Azar!-, pedí a los chilenos que me acompañasen al sótano de la mansión. Aunque las luces del amanecer comenzaban a inundar las estancias, el descenso por las escaleras de piedra fue sumergiéndonos en una oscuridad más negra que la propia noche… Desde semanas atrás mantenía recluido al Niño de los coroneles a causa de la crisis depresiva aguda que padecía. Era la primera -y también la más clemente- de las que le atacarían desde entonces. La fiera no dormía ni encontraba reposo, y los fantasmas de sus víctimas, incansables, gritaban dentro de él a pesar de los bálsamos autoexculpatorios con que yo masajeaba su mente en los momentos de lucidez que le otorgaba la locura. Ajeno a todo, distribuía su tiempo entre la languidez obstinada y las convulsiones rabiosas, que descargaba con brutalidad frenética e imprevisible contra las paredes de piedra, contra sí mismo o, más frecuentemente, contra las ocho mascotitas aterradas que integraban la cuadra particular que a estas alturas, y exceptuando mi permanente observación, constituía su única compañía «humana». La mente del Niño era una balanza que, de forma arbitraria, podía inclinarse hacia el autismo irreversible o hacia una tormenta cerebral igualmente sin retorno: ¿los coletazos de la conciencia, que se resistía a morir? Fuese como fuese, seguía resultándome de extraordinaria utilidad para rubricar veladas como la que compartí con aquellos nuevos clientes. Ordené traer a un detenido de la prisión más cercana e invité a los chilenos a presenciar el espectáculo. La orgía de ferocidad del Niño, alentada con una opípara ración de cocaína, fue el telón de fondo de mi exposición magistral sobre la tortura como arma moderna de represión. Cuando concluí, no cabía duda a los chilenos de lo que mis conocimientos podían aportar a su causa, aunque ellos, más que experimentos con seres humanos bestializados, deseaban que instruyese a un selecto grupo de oficiales del ejército chileno, que debían estar preparados para cuando las actuaciones del gobierno de Allende justificasen el inevitable golpe de estado. Uno de mis visitantes, lo recuerdo como si fuera hoy, me miró con miedo o estupor antes de abandonar la sala, y sólo cuando algún tiempo después me concedió su amistad y confianza supe que, más que la brutalidad del Niño, lo que le había impactado vivamente, a pesar de su experiencia profesional forjada en mil inimaginables violencias, era la obscenidad de las mascotitas, cuya cualidad inicialmente humana había reducido mi talento a animalesca sumisión: ya adolescentes, pero aislados desde la infancia en jaulas a ras de suelo, sólo podían desplazarse a cuatro patas o comunicarse mediante los sonidos ininteligibles que naturalmente habían desarrollado entre ellos, y verlos comer, recular ante la amenaza del látigo o aparearse era una poderosa metáfora de lo que mis métodos podían lograr. Aquella noche apenas dormí. Veía el proyecto Niño de los coroneles extendiéndose por toda Iberoamérica y veía a Leonito, sede central del evento, forzada a adecuar sus infraestructuras para abastecer la creciente demanda de los regímenes de inspiración autoritaria. En cuanto a mí, me imaginaba dirigiendo la red, aún no definida, aún por inventar, del sistema represivo de un continente en el que, gracias al status de tercer mundo, las escasas protestas de los defensores de los derechos humanos, si bien encontraban algún eco en los círculos progresistas europeos, llegaban hasta nosotros, dueños satisfechos del poder, como una vocecilla patética que movía a la risa y a la burla. Éramos impunes, éramos amos. Podíamos ser dioses. ¿Cómo no dejarme tentar? Ante mí estaba la posibilidad de retomar la batalla personal que la entrada de los aliados en París me había obligado a abandonar. Ante mí estaba la posibilidad de ganar, en otro momento y lugar del Tiempo, una parte de la guerra que los nazis habían perdido en Europa. Si sabía conciliar las voluntades adecuadas, Chile sería sólo el principio.

Y Dios me ayudó en el empeño; o, si te molesta mi altísima pretensión, digamos al menos el cielo; el cielo con una de sus furias benefactoras: el ciclón que en 1971 asoló las costas de Leonito se llevó consigo el glamour del complejo hotelero «Paraíso en la Tierra», pero no sus instalaciones y edificios. Por tan inesperado golpe de suerte, encontré un lugar donde «abrir mis locales al público», que fueron inaugurados por veintitrés oficiales jóvenes chilenos: el «Paraíso en la Tierra» se convirtió así en la primera academia clandestina de torturadores del mundo; también en la más lujosa, gracias a la remodelación practicada en sus amplios salones, sus soleadas suites, sus completos gimnasios y sus cuidadas piscinas y pistas de tenis, donde los matriculados llegados de todas las esquinas del continente -pronto se unieron a los chilenos uniformados argentinos, uruguayos o brasileños- podían promover amistades y relajar la tensión de los cursillos. A pocos kilómetros se encontraba, además, la guerra de la Montaña, territorio plagado de cobayas humanas gratuitas -a las que no defendían organizaciones humanitarias, periodistas ni otros molestos testigos- con las que poner en práctica lo aprendido en las clases teóricas. La demanda fue tal que me obligó -servidumbres del éxito- a plegarme a ciertas exigencias de los clientes; hube, por ejemplo, de relegar momentáneamente la formación de nuevos niños: los alumnos adultos, militares arrogantes e incapacitados para la sutileza, sentían menoscabado su honor por la convivencia con «los pequeños» o intuían que podía no ser todo lo exigiblemente riguroso el aprendizaje impartido en una academia que atendía también la educación infantil. La estupidez humana, amigo mío, es el mayor obstáculo al que nos enfrentamos. El Gran Problema. Pero como digo, me avine a resolverlo: interrumpí la captación sistematizada de nuevos niños -hoy esta actividad, al menos en lo que a mí se refiere, sólo se realiza esporádicamente, casi me atrevería a decir que por encargo, como la reserva a días vista de un plato de preparación laboriosa en un selecto restaurante- y dejé que las inclemencias de la guerra fueran diezmando primero y exterminando al fin a los que constituían la última centuria operativa. Naturalmente, estas medidas no afectaron al Niño de los coroneles -ni, pues estaba encaprichado con ellos, a sus cuadrupeditos-. Además de que me hubiera opuesto a cualquier intento de depuración de mi creación más lograda, el Niño me resultaba de gran utilidad: todos los nuevos alumnos que llegaban al centro recibían, a modo de iniciática bienvenida sangrienta que sin embargo no excluía los matices de la novatada viril entre camaradas, el regalo de una visita a la mazmorra-vivienda del monstruo, en cuyas manos se ponía para la ocasión algún infeliz trasladado desde las cárceles políticas nacionales de los correspondientes nuevos matriculados. El Niño, bufón y monstruo, podía mover a la burla inicial, pero destapaba enseguida las esencias del horror. Demostraba a los recién llegados que -y éste era el título de la charla introductoria que les daba yo cuando el eco de los alaridos del compatriota destrozado resonaba aún en sus oídos- es posible inocular el infierno en el cuerpo del torturado. «… Y hacer que ese infierno se revuelva y se retuerza dentro de él. Para aprender cómo estáis aquí escuchándome…» Creo que aún podría repetir entero aquel primer discurso, aventurarme incluso a desbrozar los que en las semanas siguientes, y siempre con demostraciones prácticas de apoyo, constituían el curso completo. Te he enviado una copia completa de mis textos en correo aparte: no quiero interrumpir ahora mi narración, pero necesito también que conozcas la esencia de mi obra, cuya primera convalidación empírica tuvo lugar en Chile a partir de septiembre de 1973.

A partir de entonces, el éxito fue desencadenando una afluencia de alumnos tal que decidí abandonar mi mansión de los alrededores de la capital y trasladarme a vivir al campus: el Tercer Faro del que ya tienes referencia fue acomodado para mi exclusivo disfrute. Inicialmente, el Niño y sus mascotitas se vinieron a vivir conmigo, pero el trasiego permanente de estudiantes ansiosos por ver en persona a estos monstruos que pronto llegaron a ser legendarios entre los corrillos de las aulas acabó por resultarme incómodo, y los trasladé al «Paraíso en la Tierra», al edificio contiguo a la piscina que antaño había sido el gimnasio, y que ahora dividí en dos sectores: uno, en el ala izquierda, la sala de aprendizaje, desde la que los torturados podían oír, en los escasos momentos en que no les ensordecían sus propios gritos, las alegres zambullidas de sus verdugos en la piscina de la superficie, situada sobre ellos para matizar su angustia con esta perversa proximidad del paraíso.

Y dos, a la derecha, la vivienda del Niño y sus animales humanos.


Ferrer interrumpió la lectura y levantó la vista muy despacio… La noche comenzaba a cerrarse a su alrededor, pero no era la oscuridad el origen del escalofrío que había sentido en la piel, sino el recuerdo del cartel de letras caídas que había visto al llegar: «G mnasio ueco».

Se puso en pie; Huertas, que permanecía de guardia junto al ventanal, se giró alarmado. Ferrer argumentó por gestos una urgencia física para tranquilizar la inquietud del capitán y, antes de salir, cogió una de las linternas. Huertas volvió a su obstinada vigilancia. Soas, sobre la gran cama matrimonial, dormía aparentemente ajeno a todo peligro.

Ferrer utilizó la linterna para iluminar el camino del vestíbulo; al cruzarlo camino de la salida, no pudo evitar lanzar una mirada hacia la rotonda donde los cadáveres, ocultos por la disposición del mobiliario pero evocados en cada sombra espectral de la noche, comenzarían de un momento a otro a pudrirse.

Una vez afuera, se dirigió con paso resuelto hacia la piscina cubierta por la lona oscura. Avanzó hasta el borde, inspiró y comenzó a girar sobre sí mismo. La luna llena, pletórica de luminosidad, le permitía ver en la oscuridad: una panorámica de árboles, espacio abierto, la silueta desdibujada de alguna construcción y más árboles. Y de pronto, cercano y macizo, amenazador, el edificio aislado, de un solo piso, cuadrado como un cubo que le había parecido ver a la llegada. Sobre su puerta de entrada, un cartelón ajado: «G mnasio ueco».

El hogar del Niño de los coroneles.

Tragó saliva y avanzó hasta la entrada.

Tres escalones descendían hacia una puerta metálica que dudó en empujar: no estaba seguro de si prefería hallarla abierta o infranqueablemente cerrada. La presión de la mano provocó un chirrido; la puerta cedió unos centímetros: estaba abierta. Dudó y volvió a empujar: esta vez la plancha se deslizó en silencio hasta dejar franco el acceso a la oscuridad, que se mantenía silenciosa y relajada como si fuera su hora de descanso. Ferrer sentía el miedo dentro de él, y trató de controlarlo racionalmente: habían pasado veinte años y era obvio que los vestigios de su hermano y de su estela de horrores habrían desaparecido tiempo atrás. Pero, ¿era obvio?

Encendió la linterna. La columna de luz le mostró el espacio amplio que en tiempos habría sido la recepción del gimnasio y un pasillo que se abría hacia el fondo. Lo enfiló, iluminando el manuscrito como si fuese un mapa.

Y dos, a la derecha, la vivienda del Niño y sus animales humanos.

El pasillo finalizaba en dos puertas: una estaba descerrajada como si un gigante la hubiese pateado; la otra, intacta aunque despintada y con óxido en los goznes, se encontraba abierta y le invitaba a entrar. Por no dejar a su espalda espacios sin explorar o por el deseo inconsciente de retrasar la entrada al segundo sector, se introdujo por el hueco de la puerta rota de su derecha y avanzó precedido por el cilindro de luz… Paredes descascarilladas, suciedad, humedades interminables: todo adquiría un tinte siniestro tras saber por Lars qué clase de conocimientos se habían impartido en aquella academia maléfica.

No avanzó más en esa dirección. Volvió sobre sus pasos y traspasó la puerta de la izquierda; encontró lo mismo que en el primer lugar: nada. O todo: oscuridad, desasosiego, olores húmedos del abandono a los que su imaginación otorgó perversos orígenes. En tal tesitura de sensibilidad, no fue raro que el sonido levísimo le helase la sangre: algo o alguien se había movido a su espalda. Surgiendo repentinamente de su memoria, le escalofrió el recuerdo de su hermano, saltando sorpresivamente sobre él una lejana tarde de lluvia en que los dos niños jugaban al escondite.

No se atrevió a volverse, pero afiló el oído hasta detectar la respiración. Podía ser humana: ¿el penúltimo estertor de un agonizante o la respiración contenida de quien, de un momento a otro, iba a atacarle? Tal vez habría permanecido así, quieto y rivalizando con el otro en el intento de hacer inaudible su aliento, pero se sabía delatado por el haz de luz que había esgrimido, y eso le decidió a volverse despacio, iluminando la sala en busca del que acechaba en la oscuridad. ¿Por qué no había saltado aún sobre él? ¿Era un fantasma del pasado, carente de corporeidad física sobre la que sustentarse? No, al menos tenía ojos: la linterna los iluminó a unos metros de Ferrer. Dos ojos a ras de suelo, quietos, clavados sobre él. Un animal, pensó aterrado: una gran serpiente, alguno de los cocodrilos que flotaban, siniestros, en el canal; calmoso para no excitar al reptil, cambió la linterna de mano y deslizó la derecha hacia el bolsillo del pantalón, en busca de la pistola. Tal vez era un animal muerto, pensaba cuando, de repente, los ojos parpadearon con parsimonia inquietante y avanzaron hacia él. El escalofrío del miedo urgió a Ferrer a olvidar la cautela: lanzó la mano hacia el bolsillo y la cerró, aferrándola a la nada. Sólo entonces recordó que había entregado el arma a Huertas. Ahora se encontraba desarmado frente al peligro que daba la razón al paranoico capitán: los indios les habían seguido. Estaban allí. Frente a él, tal vez también a su alrededor, sonriendo en silencio. Los ojos reptaron unos centímetros más en su dirección, y entonces observó, arropando la mirada obstinada en no apartarse de él, los rasgos extrañamente ennegrecidos, como tiznados por alguna clase de camuflaje, de un ser humano. La terrorífica mirada fija fue lo que, paradójicamente, le dio valor para acercarse: cualquier cosa mejor que la sospecha, más verosímil a cada instante, de hallarse frente a quién sabe qué espíritu del pasado de ese lugar maldito.

El espectro, tirado en el suelo, estaba desnudo, tenía la piel del cuerpo negra como la de la cara y agonizaba: la parsimonia de su parpadeo se debía a la proximidad de la muerte o a la losa de semiinconsciencia provocada por el dolor: arrodillado junto a él, Ferrer comprobó que salpicaban su cuerpo quemaduras rosadas y frescas. Era un hombre joven, como los cinco cadáveres de la rotonda del vestíbulo. Como ellos, llevaba al cuello una chapa identificativa del ejército de Leonito y, como ellos, había sido sometido al tormento del fuego: el fantasma no venía del pasado, sino del presente más cercano y atroz. Era la sexta víctima de La Japonesa.

Ferrer extendió una mano hacia él y dijo absurdamente:

– Tranquilo. Soy yo. Soy amigo.

El soldado no alteró la alucinación de su mirada: el dolor de las quemaduras lo situaba más allá de cualquier posibilidad de tener amigos o de poder simplemente evocar ese concepto. Más allá de la capacidad de alterar la alucinación de su mirada. Ferrer imaginó que tras el juego macabro habría burlado a sus perseguidores, refugiándose en el viejo gimnasio en vez de internarse en la selva. Dependiendo de cuándo hubiera ocurrido eso volverían los indios a su guarida, pero el soldado no podía dar esa información ni ninguna otra: cuando Ferrer lo agarró para incorporarlo, el soldado emitió un suspiro infinito y dejó de respirar. Por fin había logrado abandonar el lugar espeluznante en que para él se había convertido la vida.

Ferrer lo devolvió con cuidado al suelo y se puso en pie: Soas y Huertas tenían que conocer su macabro hallazgo cuanto antes.

Avanzaba hacia la salida para informarles cuando vio, a través de uno de los ventanucos del semisótano, el haz de una linterna rasgando la oscuridad del exterior: ¿el capitán, impaciente, venía en su busca? Vio entonces un segundo haz, y la cautela le instó a apagar su propia linterna. Aguardó en la oscuridad quieto y callado, empapado en el sudor frío de una intuición.

Las siluetas adivinadas tras los haces penetraron en la sala: eran tres. Ferrer trató de no respirar y lo consiguió con ayuda del pánico. El líquido pegajoso que se deslizaba desde su frente le velaba la visión. Los recién llegados se encontraban en la sala contigua, a unos pocos metros de él, separados tan sólo por la plancha de la puerta.

– Deben de estar durmiendo en el edificio principal, Anselmo -susurró una voz de acento leonitense. Ferrer comprendió que hablaba de él y de sus compañeros.

– O no, el militar sospechaba que les seguíamos -dijo otra voz de idéntico acento refiriéndose a Huertas, cuya suspicacia se demostraba ahora, demasiado tarde, fundada y cabal. El corazón de Ferrer resonaba con tal fuerza que temió que los latidos le delataran. Se revolvió con silenciosa lentitud, buscando con la vista cualquier salida. Entonces estalló contra su cara la luz de una linterna.

– ¡Aquí está! -dijo una voz eufórica-. ¡Uno de ellos!

Ferrer cerró los ojos y tragó saliva.

– Luis Ferrer, el periodista -dijo una de las voces, tal vez la del tal Anselmo. Pero eso era ahora secundario: lo importante era que le habían reconocido. Y, según Soas, lo querían vivo. Esa mínima esperanza le permitió renovar el flujo de aire a los pulmones. Sintió una humedad obscena empapándole el pantalón desde los muslos hacia las rodillas. Optó por abrir los ojos. La luz seguía sobre él, cegándole.

– ¿Leónidas? -se atrevió a preguntar a pesar del miedo de saber que el indio era el responsable de muchas muertes: soldados que Ferrer había visto caer en el Desfiladero del Café, hombres quemados vivos en el Paraíso en la Tierra, probablemente, casi seguro, Arias y Bueyes Ferrer.

– ¿Luis Ferrer? -quiso verificar la voz sin responder a su pregunta.

– Soy yo. ¿Puede bajar esa luz? Si eres Leónidas…

– ¡Los otros dos han escapado por la selva! -irrumpió una voz nueva. Era la voz de una mujer.

– Pero tenemos al periodista -explicó Anselmo a la recién llegada, que se plantó frente a Ferrer sin decir nada. Todavía cegado por la luz, escuchó cómo la mujer comenzaba a respirar agitadamente, cada vez más deprisa, como si fuera presa de una repentina crisis nerviosa. Dio dos pasos atrás y se iluminó el rostro con la linterna. Era morena y hermosa, pero el odio rabioso convertía en demoníacos sus rasgos de india pura.

– Nos volvemos a ver -escupió a Ferrer-. ¿Ya no te acuerdas de mí?

Ferrer no supo qué contestar. Los demás indios permanecían inmóviles, atentos.

– ¡Pues yo sí, hijo de puta! -le gritó la india-. ¡Yo no te he olvidado!

Ferrer notó el impacto físico del odio. Iba a responder pero la mujer no le dio tiempo: desenfundó su revólver y disparó a quemarropa contra él. Ferrer nunca supo si fue el terror de la propia muerte o la fuerza del balazo en el pecho lo que lo lanzó por el aire como a un pelele.

– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! -otro tiro a cada sílaba-. ¡Yo sí me acuerdo!

Fue lo último que Ferrer oyó. Cuando se hundió en la nada, la mujer seguía disparando contra él.

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