Capítulo Uno

LA MUERTE EN EL AIRE

El camino que separa la felicidad del terror sólo requiere el estímulo adecuado para ser recorrido en condiciones óptimas.

Un ruido anómalo rugió inesperadamente en el interior del Boeing 747 Madrid-Leonito. El fragor creció y se volvió insoportable. Los corazones de los trescientos siete pasajeros cupieron de pronto en un puño, y cuando una garganta logró gritar la siguieron muchas. Estalló la histeria, se hizo patente la lívida impotencia de las azafatas, brotaron reconciliaciones con dioses diversos y absurdos, se escalofriaron las conciencias turbias con igual intensidad que las inocentes.

El hombre solitario sentado al fondo consultó la hora: eran las 16:09 del 13 de junio de 1992. Sentía, como los demás, la angustia puramente física por el trance que se avecinaba. Pero, a diferencia de los otros, él no encontraba su destino reprobable, ni siquiera injusto. «La muerte, la inexistencia, la nada son la única redención imaginable para mí, que he cometido el más monstruoso crimen», había garabateado minutos antes sobre un folio en el que no escribió más, atemorizado por las consecuencias que, caso de conocerse, podían tener sus palabras. Tras doblar la hoja de papel, la había ocultado en el bolsillo sin romperla. Pero ahora volvió a sacarla, urgido por el afán de darse identidad entre los muertos, voz entre los jirones humanos que salpicarían la zona del inminente siniestro.


Me llamo Luis Ferrer. Soy español, periodista. El avión va a caer. Entreguen esta carta a mi jefa, mi amiga, Marisol Zabala. Quiero confesar.

Mi hija Pilar murió hace dos semanas. Se suicidó porque no podía soportar su tragedia. Eso creyó todo el mundo porque eso fue lo que conté. Pero mentí. No hubo suicidio, la maté yo. La maté por amor, porque


Alguien agitó violentamente el codo de Ferrer. La punta del bolígrafo rasgó el folio. Maldijo y se volvió: una mujer de mediana edad lloraba, al borde de la locura, frente a él.

– ¡Gracias! ¡Gracias! -le gritó, fuera de sí. Ferrer no comprendió ni reaccionó. La mujer, inmersa en su éxtasis y ajena a él, corrió de pronto hacia el pasajero más cercano, un adolescente que sudaba copiosamente, y se agachó a su lado.

– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Demos gracias todos!

El adolescente sí obedeció; la mujer y él se abrazaron. Ferrer miró a un lado y a otro: la histeria colectiva continuaba álgida, pero ahora rezumaba felicidad y júbilo, emoción: el piloto había recuperado el control del aparato. Ferrer volvía a estar solo entre los vivos. Contrariado, rasgó la confesión y miró el reloj: marcaba aún las 16:09. La ilusión de muerte redentora ni siquiera había durado un minuto completo: por segunda vez en unos días, la nada negaba a Luis Ferrer su hospitalidad.

Entonces, la frustración se había producido por vía telefónica. Se hallaba en su piso de Madrid, a solas con la urna que contenía las cenizas de Pilar y con la vista clavada en el tubo de pastillas. Llevaba dos días febriles con sus noches buscando en el dolor y el remordimiento la fuerza necesaria para ingerirlas. Cuando por fin puso en la boca el primer puñado de cápsulas y apoyó en los labios el vaso con ginebra aguada, sonó el teléfono. El instinto de supervivencia que a pesar de todo latía en alguna parte de su interior halló en los insistentes timbrazos el indicio de una inimaginada pero verosímil esperanza y le impulsó a escupir las pastillas y descolgar.

Marisol Zabala -la directora de su periódico, pero también su mejor amiga, la única persona que aun creyendo la versión oficial del suicidio de Pilar era a la vez capaz de comprender, en la magnitud más aproximada posible a la realidad, la esencia del dolor de Ferrer- estaba al otro lado de la línea.

– Estoy preparando una serie para el dominical del periódico, doce artículos largos, novelados, cada uno de ellos sobre un personaje americano que rompa la imagen idílica del Quinto Centenario del Descubrimiento… Tengo ya tres, y me gustaría que tú hicieras el cuarto. Se trata -pronunció despacio tras una premeditada pausa- de viajar a Leonito…

Se aceleró el corazón de Ferrer, y la propuesta de Marisol perdió de pronto su apariencia de nimiedad. Leonito… el azar insistía en arrastrarle hacia inexplorados recovecos de su cauce.

Aceptó sin saber más, incluso insistiendo en no saber más. De hecho, ésa fue la única cláusula que impuso su excitada intuición:

– Me pones en un papel en qué consiste el trabajo y los datos importantes y me lo das al subir al avión. Ni un minuto antes.

Y colgó, sorprendido por lo inesperadamente balsámica que había resultado la ausencia, sin duda premeditada por parte de Marisol, de referencias a su estado anímico.

Fiel a su caprichosa decisión, Ferrer abrió la carpeta del informe sólo cuando el avión hubo despegado, un par de días después:


Luis, esto es lo que tenemos:


1. Escenario: Leonito, república centroamericana hasta hace poco bajo la dictadura de los coroneles.

2. Llega la democracia (expulsión, de dictadores incluida) y todos tan contentos: paz y libertad de cara al 92, sobre todo a los actos del Quinto Centenario.

3. Un grupo hotelero internacional decide montar un centro de recreo de superlujo en un lugar de Leonito llamado la Montaña Profunda: riqueza, perspectivas de puestos de trabajo para medio país y demás. A primera vista, todo maravilloso.


PERO:


Un indio que vive en la Montaña oculto con sus hombres -se hace llamar Leónidas en homenaje al caudillo de la independencia, Leónidas Foz; o se llama así de verdad, vete tú a saber- atenta contra todo lo que se mueve, impide las obras y amenaza con dar al traste con el supercentro de recreo y con los puestos de trabajo. ¿POR QUÉ? Misterio. Ése es el personaje y ése el reportaje. Todos tuyos. ¿Vulgar? ¿Historia ya vista? Puede. Pero hay una particularidad que me intriga: tanto en la época de la democracia como antes, con los coroneles, se intentó dar caza a Leónidas y a su banda guerrillera. Pues bien: la tarea era imposible. A los indios, tras cada atentado, parecía que se los tragase la tierra. Repito: TRAGÁRSELOS LA TIERRA. Aquí puede estar el meollo del reportaje. Sin olvidar (y entramos en el terreno de la leyenda, eso sí, leyendas viejísimas, de la época de los conquistadores españoles) el mítico tesoro que según parece podría haber en alguna parte. Ya ves, con tesoro y todo…


METODOLOGÍA DE TRABAJO:


La que vaya viniendo, pero te adelanto que apenas despegue tu avión mandaré a las agencias de allá la noticia de tu llegada («Famoso periodista español nacido en Leonito aterriza mañana para entrevistar a Leónidas y bla bla bla»). No te he avisado de ello porque seguro que no me dabas permiso. Así se sabrá que vas, y no lo dudes: Leónidas te buscará. Le interesa hablar con un medio de nuestro prestigio y difusión, seguro.


Ferrer no se enfadó por la estratagema de Marisol; incluso le resultó indiferente que su llegada provocase el interés de la prensa o azuzase contra él a los hombres del tal Leónidas… Su verdadero objetivo íntimo era pisar Leonito por primera vez tras -se entretuvo en calcularlo durante los primeros minutos de vuelo- treinta y seis años, cuatro meses y, obviando las variantes de los años bisiestos, doce días.Cuando el avión estableció el rumbo entre las nubes, Ferrer se abandonó a una melancolía que lo sumergió en un viaje al propio pasado, repentino, denso y real como el corazón prodigiosamente apacible de los tornados… Muchos años atrás… Otro avión pero la misma sensación de vacío e incertidumbre que entonces no pudo definir pero tampoco olvidar, el tiempo girando sobre sí mismo o anclado en ninguna parte… 4 de febrero de 1956…

Tenía él tres años… El avión le alejaba del lugar hacia el que volaba ahora: la República de Leonito, el lugar donde había nacido y vivido en un orfanato con su hermano gemelo hasta que, inesperadamente, cambió su vida.

Aquel día, Panizo -siempre había retenido el nombre del enfermero encargado del hospicio- les anunció que ambos habían tenido la suerte de ser adoptados por sendas familias ricas. Se trataba del sueño de todo huérfano, avivado y mitificado por el bondadoso Panizo en sus charlas a los niños durante el recreo o en los cuentos con que los tranquilizaba las noches de tormenta, pero a él no le importó entonces ese cambio que no comprendía ni tampoco el hecho de que sus padres adoptivos disfrutasen de la mejor situación económica imaginable. Sólo le inquietó la separación de su hermano. Además del propio Panizo y en menor grado los otros niños del asilo, era lo único que quería y tenía en el mundo. Aún podía recordar cómo, en algunas noches tormentosas, se abrazaban para ahuyentar el miedo y él, aunque también asustado por los truenos, se crecía para añadir aventuras inventadas a los cuentos escuchados a Panizo hasta conseguir que el cuerpo a su lado se relajara y durmiese… Su hermano partió algunos días antes que él; lo recogió un enorme y lujoso coche negro que despertó comentarios de admiración entre los demás niños, envidiosos de la fortuna que no les había sonreído. Ferrer apenas podía recordar el instante concreto de la separación pero, por alguno de esos caprichos indescifrables de la mente, jamás había sido capaz de borrar de la memoria la imagen del gran coche negro cruzando la verja y enfilando la curva que conducía a la carretera, aquel día lluvioso de 1956: la última ocasión en que vio a su hermano, fallecido dos años después a causa de la epidemia de cólera que asoló el país… La lluvia había persistido durante días; la escuchaba por las noches en la cama cuyo lado ahora vacío procuraba no rozar, la veía golpear contra las ventanas al despertarse y, después de comer, cuando la hora de la siesta convertía el asilo en caserón silencioso y él se escabullía del dormitorio, dejaba que le mojase el rostro junto a la verja tras la cual, más allá, se dibujaba la curva que llevaba a la carretera… Todavía llovía cuando Panizo lo llevó al aeropuerto y le hizo prometer, tal y como ya había hecho su hermano, que algún día volvería para contarle la vida nueva y feliz que ahora comenzaba… Todavía llovía cuando Panizo le besó y él sintió que no quería partir, y cuando el avión hacia España despegó y sobrevoló Leonito capital… La lluvia era el recuerdo más nítido de aquel momento, y a su alrededor giraban los demás sentimientos experimentados por el corazón infantil de Ferrer: todos borrosos, debilitados a causa del tiempo o reinventados a lo largo de los años posteriores por la nostalgia que la lluvia de Madrid despertaba irremediablemente en su corazón. Todos lejanos excepto uno.

Cuando el avión enfilaba el Atlántico en dirección a Europa, su fascinada curiosidad le llevó a mirar por la ventanilla. Y justo en ese instante las nubes se levantaron para dar paso a la nitidez del cielo más azul, en uno de esos bruscos y habituales desplazamientos vertiginosos del clima de Leonito -«cambios de humor del cielo» en el argot de los pilotos, espectáculo adicional para los pasajeros… magia pura para un niño en su primer viaje en avión- y le fue dado ver la última imagen, ya poderosamente iluminada por el sol, del país que abandonaba: la Montaña Profunda, el legendario promontorio rocoso rodeado de inaccesibles bosques por tres de sus caras y cortado a pico por el este sobre el océano. La Montaña Profunda, que había sido desde el principio de los tiempos el símbolo más reconocible de la república caribeña… Según las leyendas de Panizo, refugio de terribles piratas y tumba de codiciosos aventureros que buscaron inútilmente su mítico tesoro; según la tradición oral, cuna del legendario caudillo indio Leónidas Foz, iniciador de la lucha que habría de culminar en la independencia cedida por España en 1823; según las enciclopedias y libros de historia, el único emblema patrio ajeno a intereses de guerras civiles, golpes de estado e inestables gobiernos premonitorios de nuevos golpes de estado… La impresionante imagen de la Montaña le acompañó durante las largas horas del viaje, como un cuento vivo de ramificaciones infinitas, y perduraba en su memoria al llegar a Madrid, cuando descendió del avión y aceptó, entre confundido, inquieto e ilusionado, los besos de los dos desconocidos que habrían de llegar a ser sus queridísimos padres: Aurelio y Cristina Ferrer, el diplomático español y su esposa originaria de Leonito que, destinados finalmente a España tras casi diez años de servicio en el país centroamericano, llevaban tres luchando por traer a su hogar aquello que la naturaleza les había negado y las leyes del país hermano otorgado: un hijo adoptivo, él. Luis Ferrer podía aún recordar -o, más precisamente, no habría podido olvidar nunca- el momento pleno de repentina seguridad y hermosas perspectivas de futuro, en que, como por arte de magia, desapareció toda su incertidumbre por el destino que le aguardaba. Fue cuando Cristina Ferrer, mientras su marido cumplía con los últimos requisitos legales, lo cogió en brazos, lo besó y, exultando una felicidad y cariño protector que su contacto derrochaba casi físicamente a través de la ropa, le susurró:


– Te llamas Luis. Eres mi hijo.


El hondo sentido de su bautismo español -tal vez inventado, pues difícilmente un niño de corta edad podría haber retenido con precisión las palabras- había acompañado a Ferrer durante toda la vida como un talismán de magia secreta. Cuando en 1977 nació su hija Pilar, Ferrer -inexplicablemente supersticioso al respecto- aprovechó una noche que Bego, su mujer, dormía para salir de la cama en silencio, sacar al bebé de la cuna y, con la misma clandestinidad observada por Cristina aquel lejano día de más de veinte años atrás, decirle muy bajito al oído:


– Te llamas Pilar. Eres mi hija.


Ese instante tierno no se había desdibujado jamás de su memoria y era uno de los recuerdos que, haciendo insoportable el peso de la muerte de la niña, le había llevado a escribir «La muerte, la inexistencia, la nada son la única redención imaginable para mí, que he cometido el más monstruoso crimen», antes de que la avería del motor le animase a confesar su acto a la espera de una muerte que, al no haberse producido, le dejaba otra vez a merced de un destino irreversible de culpa y cobardía.

– Señores pasajeros, en unos minutos iniciaremos la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto de Leonito capital. En nombre del comandante y de toda la tripulación…

La voz apartó a Ferrer de sus negros pensamientos y le provocó un estremecimiento de emoción: al despegar de Madrid se había prometido que en el mismo instante en que la azafata anunciase la llegada a Leonito examinaría el contenido del sobre color crema que guardaba celosamente en el bolsillo interior de la americana.

Y había llegado el momento. Lo sacó y acarició la solapa antes de extraer muy despacio, como si fuera un informe secreto de alto nivel o la primera imagen pornográfica que un adolescente se dispusiese a observar, el borde de una de las dos fotografías que contenía, y que formaban parte de la colección que siendo muy joven decidió iniciar. La había bautizado Fotos Clave de la Biografía de Luis Ferrer, y se había propuesto que sólo formasen parte de ella aquellas imágenes que, tras exhaustivas pruebas de selección, mereciesen verdaderamente el apelativo que daba nombre a la serie. Cada una de ellas tenía su propio título, largamente meditado, y en su momento había llamado a la que ahora asomaba del sobre El Enigma del Calcetín Morado; la rozó con la yema de los dedos sin llegar a mirarla, rememorando cómo Aurelio, su padre, le había hablado de ella por primera vez el día que cumplió quince años.

– Todos los hechos históricos están íntimamente relacionados, Luis; no sólo los trascendentes, que afectan a los pueblos y a las naciones; también los nimios o individuales, los que afectan sólo a nuestras vidas… Ojo, si es que a ésos se les puede llamar nimios, porque yo creo que son los únicos importantes. Tú, por ejemplo, estás aquí sentado conmigo… ¿Sabes por qué? ¿Imaginas cuál fue el primer eslabón importante de la cadena que terminó por unirnos?

Ferrer negó en intrigado silencio; Aurelio se permitió una pausa antes de añadir:

– Fue un calcetín morado -sonrió ante la sorpresa de su hijo-. La historia completa, lo prevengo de entrada, no la puedo desvelar yo solo; te la tenemos que contar entre tu madre y yo, es un viejo pacto. Pero sí, ésa es la causa: un calcetín morado.

La frustración en los ojos de Luis fue un acicate para Aurelio, que se lanzó a lo que en el fondo llevaba mucho tiempo esperando: el momento de relatarle aquella aventura personal verídica a su hijo.

– De todas formas, el acuerdo con tu madre es contarte entre los dos el desenlace, que tuvo lugar en Leonito. La primera parte, como sólo me afecta a mí, te la puedo contar sin problema. Pero -aclaró levantando el dedo índice a modo de advertencia- sólo la primera parte. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, de acuerdo -asintió Ferrer a toda prisa.

– Ya sabes que mi padre era un periodista monárquico bien conocido en Sevilla en la época de la República. Tenía amistad con el general Queipo de Llano a pesar de sus desavenencias políticas. Ya sabes que Queipo, con un puñado de hombres y una osadía que hay que reconocerle, hizo triunfar en Sevilla el golpe militar del dieciocho de julio. Durante los primeros días de la guerra, estuve a su lado varias veces… Sí, sí, con elmismísimo Queipo, que llamó a mi padre para acordar con él lo que convenía a los golpistas que se publicara en su periódico. Aquellos días terribles resultaron fundamentales para mi vida posterior. Pero sobre todo la mañana del veinticuatro de julio… La víspera había tenido lugar la represión contra el barrio de Triana. Allí se atrincheró la resistencia obrera dispuesta a resistir con cuatro escopetas de caza y un par de pistolas contra la artillería, que arrasó el barrio entero. La represión posterior fue terrible, pude comprobarlo esa mañana del veinticuatro. Era un día muy luminoso, pero olía muchísimo a humo y a pólvora, y el calor asfixiaba. Acompañaba a mi padre y a Queipo para ayudar a preparar las noticias de la aplastante victoria sobre los rojos, que así es como encabezó mi padre su artículo de aquel día a pesar de que no estaba de acuerdo con el tono triunfalista impuesto por los vencedores, ni mucho menos con lo que, como yo, vio en Triana. Recuerdo que aquel día salió lívido de allí. Y si mi padre se puso malo, imagínate yo, con diecisiete años y sin haber visto un muerto en mi vida… Me topé con el calcetín morado en un callejón estrecho, de pendiente muy pronunciada. Avanzaba cuesta arriba, unos metros por delante del grupo; lo que había visto y estaba viendo me resultaba insoportable y repugnante, y me arrepentía de haber aceptado acompañar a mi padre, pero no quería que se notase, quería ser tan serio, tan hombre como ellos… Cuando entré en el callejón vi, al final de la pendiente, un bulto en movimiento en una zona de sombra: varias formas humanas, pues estaba claro que no se trataba de una sola persona, en extrañas posturas. Y silenciosas, no emitían el menor sonido. Me acerqué. Dos soldados, dos legionarios, violaban a una mujer tirada en el suelo, mientras un tercero, de pie, contemplaba la escena ansioso, como si esperase su turno. Uno de los legionarios penetraba a la mujer por la vagina y el otro, acuclillado frente al primero, por la boca; a modo de amenaza, apoyaba sobre la garganta de la mujer el filo de una bayoneta. Ella no oponía resistencia, yo pensé que por la bayoneta, pero sus piernas y sus brazos estaban abiertos e inertes, y se agitaban con dejadez, a un ritmo extraño, muy poco natural, como si… no sé, como si estuviese flotando tranquilamente en una piscina… Es curioso cómo, de según qué escenas, se te quedan clavados los detalles más tontos. Por ejemplo, recuerdo que el legionario que aguardaba en pie tenía un diente, uno sólo, en el centro de la boca, que mantenía abierta en una extraña mueca. También recuerdo que entre las ruinas de las casas del callejón se mantenía en pie una fachada en la que seguían intactos los tiestos con flores de muchísimos colores, como si allí no hubiera pasado nada. Pero sobre todo me fijé en el calcetín morado… Lo llevaba la mujer en su pie derecho: un calcetín morado, muy sucio y a medio sacar, mostrando el talón desnudo; el otro pie estaba descalzo. El calcetín era la única prenda que llevaba encima, aparte de unos jirones de ropa a la altura de la cintura. Entonces, ya te lo he dicho, yo tenía diecisiete años, y seguía siendo virgen; es más, no había visto a una mujer desnuda nunca, ni siquiera en fotografía. Eso influyó para que la mujer de Triana me impresionase tanto: era incapaz de apartar la mirada de ella, estaba horrorizado y fascinado a la vez por cada detalle de lo que estaba viendo. No veía la cara de la mujer, pero su cuerpo era rechoncho y de piel increíblemente blanca, y sus piernas no eran bonitas, eran cortas y gruesas, con mucho vello en las pantorrillas, lo recuerdo porque entonces creía que la piel de las piernas de las mujeres tenía que ser lisa y suave como las de las artistas de cine. Aquel vello me impresionó… De pronto, el legionario del único diente reparó en mí y me apuntó con su Mauser. Su boca seguía abierta, creo que por alguna razón no podía cerrarla. Y comprendí que no sabía quién era yo, que podía pensar que era un enemigo, que podía matarme por error. Y creo que lo hubiera hecho de no haber aparecido detrás el grupo. Tiene gracia, puedo presumir de que Queipo de Llano me salvó la vida. El legionario reconoció al general y saludó militarmente. El que penetraba a la mujer se puso también en pie e hizo lo mismo; el tercero permaneció inmóvil, como si comprendiese lo ridículo o inútil del protocolo en esa situación. El que se había puesto en pie tenía el pene erecto, y recuerdo que sentí vergüenza al tener a mi padre delante, como si me hubiesen sorprendido en un burdel y no en una situación tan seria, tan dramática. Queipo ni se inmutó; continuó avanzando y los demás le seguimos; yo, ahora, era el último. Nunca se me han olvidado las palabras que Queipo, muy campechano, le dijo a mi padre al rebasar a los soldados: «Estas cosas redondean la paga de los soldados, que el dinero hay que guardarlo para armamento. Qué cojonudo, si las rojas supieran que gracias a sus coños los cañones nos salen más baratos». En cuanto Queipo se alejó unos pasos, el legionario volvió a penetrar a la mujer. Al pasar junto a la escena, reparé de nuevo en la blanca carne flácida, en el fofo pie desnudo y en el calcetín morado. Y, por primera vez, en la sangre. La mujer se estaba desangrando por dos heridas de bala, o de bayoneta, o de lo que fuese, las dos a distintas alturas del costado que yo antes no podía ver. Sus extraños movimientos de cansancio no se debían a las embestidas de sus atacantes ni al miedo al machete, que es lo que yo había imaginado, sino a los espasmos del cuerpo perdiendo sangre, desangrándose, acabando de desangrarse. Por eso su piel tenía ese color tan pálido. El legionario del machete eyaculó violentamente y se apartó de la cara de la mujer. Antes de que el del diente se apresurase a ocupar su lugar, yo pude ver el rostro de la víctima durante un segundo: vivía todavía. Y me miraba. Tal vez estaba semiinconsciente y no podía verme, o tal vez me pedía ayuda. Nunca lo he sabido. Cuando me alejé, el legionario que casi me dispara seguía con el extraño rictus en su boca abierta. Y, por alguna razón, lo último que miré antes de unirme al grupo, fue el calcetín morado. Me provocó un auténtico trauma, una obsesión. Ahora me río, pero entonces… Durante varios años no pude estar con una mujer. Y la culpa se la eché todo ese tiempo al calcetín; al calcetín y al otro pie fofo desnudo. Me acordaba de aquel pedazo de carne, que eso era la infeliz en aquel momento, y me producía un rechazo absoluto hacia el sexo. ¡Cómo iba yo a imaginar que esa enfermedad se me iba a curar en Leonito once años después…! Cosas de la Historia, de esas casualidades que antes te decía… De no ser por el calcetín morado yo no hubiera conocido a tu madre, no me hubiera casado con ella, no te hubiéramos adoptado, etc., etc., etc. Y… aquí se acaba la película.

– ¡Venga, papá! -suplicó Luis-. ¿Me vas a dejar así, a medias?

– Lo prometido es deuda. Ya te he dicho que el resto con tu madre delante, que también tiene cosas que añadir al final de la historia. Eso sí… para ponerte los dientes más largos, te puedo decir algo más… Existe una fotografía. No de lo de Sevilla, sino del desenlace. Cuando te lo contemos, verás también la foto.

Las protestas de Luis fueron inútiles. Y a pesar de que todavía hubo de esperar para ver la fotografía, aún conoció antes otro capítulo intermedio de El Enigma del Calcetín Morado.


Ocurrió inesperadamente, un día de dos o tres años después en que su padre y él estaban solos en casa y veían en los noticiarios las primeras noticias sobre el gran ciclón que asoló Leonito durante 1971. Las imágenes mostraban la visita que el presidente de la República, coronel Larriguera Hill, había efectuado a la zona siniestrada: caminaba entre los escombros con gesto grave, y a Luis no le pasó desapercibido que, cuando respondía a algún periodista, ponía las manos a la espalda para que las cámaras no captasen el gran cigarro que sostenía entre los dedos. Fue entonces cuando Aurelio dijo:

– Ese hijoputa, ahí donde lo ves, casi me mata hace veinticinco años. Él en persona, con su propia pistola.

Luis lo miró perplejo. Aurelio continuó:

– Es el presidente del actual triunvirato en el poder. Precisamente se llama así.

– ¿Se llama cómo? -preguntó Luis.

– Así: Triunviro. Tomás Triunviro Larriguera. Como su padre, pero con el Triunviro en medio.

– Venga ya…

– Te lo digo en serio. Nació en mil novecientos treinta, algún tiempo después del golpe que sentó a su padre en el poder. De hecho, aquel golpe se dio para firmar unos ventajosos acuerdos económicos con Francia o Inglaterra, no recuerdo con exactitud. El caso es que los tres coroneles, ahora ya afortunadamente muertos, decidieron celebrar el éxito de aquel acuerdo con una de sus ruidosas fiestas.

– ¿Esto es histórico o de tu cosecha? -quiso saber Luis, que conocía bien la tendencia de su padre a novelar, aunque fuese con habilidad ciertamente irresistible, la anécdota más nimia.

– Hombre, se decía cuando yo estaba allí de embajador y me lo confirmó un oficial que estuvo presente en la famosa juerga. A mitad de la borrachera se le ocurrió a uno de los tres golpistas la idea de perpetuar sus respectivos linajes a través de sus hijos, todavía pequeños. Les apeteció sentirse reyes o Bonapartes, yo qué sé, y se pusieron a aplicar sus conocimientos de historia universal y cultura en general para buscar nuevos nombres a sus cachorros. Según el oficial que te digo, José León Canchancha dudaba entre «José Ricardo Corazón de León Canchancha» y «José León II Canchancha» y al final se quedó con este último: José León Segundo. A Walter Menéndez no se le ocurrió nada mejor que rebautizar a su hijo con el nombre de Walter Magno, que a mí no sé por qué siempre me ha sonado a anuncio de bebida. En cuanto a Tomás Larriguera, quiso homenajear a su manera la amistad eterna que según él le unía a sus compinches, y por eso decidió que añadiría el Triunviro al nombre de su primer hijo: ese que tienes ahí, aparentando que le importa el terremoto; así, Triunviro se vería obligado a recordar siempre su compromiso de fidelidad con José León Segundo y con Walter Magno. Al final, no sé si llegó a bautizar así al niño, pero lo cierto es que ahí tienes su sobrenombre… En Leonito le llaman Teté. Y hasta la prensa internacional le llama así: Tomás Teté Larriguera Hill. Podría ser por sus iniciales, una sílaba por inicial. Te por Tomás y por Triunviro. Teté.

– ¿Y por qué quiso matarte? -exigió Luis con la mirada encendida de excitación.

– Es una larga historia de la que ya has oído hablar. Como pista -añadió maliciosamente Aurelio- te diré que tu madre tiene mucho que ver con ella.

– ¿El calcetín morado? -se entusiasmó Luis.

– El calcetín morado -concedió Aurelio; y de nuevo se concentró en el informativo del televisor, fiel a la vieja promesa de guardar silencio hasta que Cristina estuviese delante.

Aquella noche Luis fantaseó con renovados ímpetus, sumando a sus infinitas elucubraciones sobre la historia un dato insospechado y concreto: Teté Larriguera Hill, el dictador de Leonito, había estado a punto de matar a su padre. Lleno de orgullo adolescente hacia Aurelio, memorizó los rasgos del militar centroamericano que tan prolijamente difundió la televisión a propósito del terremoto, pero aquel día tampoco accedió a la legendaria fotografía que ahora, en el avión, asomaba del sobre. Lo sopesó, indeciso, y prefirió por último esperar al día siguiente para cumplir la vieja promesa hecha a sí mismo una vez: verla en el lugar donde ocurrieron realmente los hechos; un aliciente que convertía a la fotografía mil veces vista a lo largo de los años en novedosa e incluso desconocida. La había titulado precisamente El Enigma del Calcetín Morado porque enigmáticos, además de innumerables e irresolubles, habían sido para él durante mucho tiempo los desenlaces en los que podía desembocar esa historia tan importante para sus padres y, en consecuencia, para él.

La sacudida del avión al tomar tierra le erizó la piel.Quiso escuchar los latidos de su corazón y la emoción se lo impidió: después de tantos años, se hallaba otra vez en Leonito.

En el exterior, tras descender del avión y abandonar el aeropuerto con prisa, ajeno al modélico clima tropical que nada le interesaba, vio la desdibujada mancha de la capital enmarcada por las verdes montañas coronadas de nubes que se desplazaban lentamente en la lejanía. Tuvo la sensación de que arrastraban la luz diurna como un telón teatral cuyo siguiente decorado fuese la noche que ya se anunciaba.

Durante el trayecto en taxi, rememoró las continuas casualidades que, a lo largo de los años, habían ido frustrando con metódica eficacia sus deseos de viajar al país en el que había nacido. Ahora, esas decepciones acumuladas parecían cobrar sentido incluso para alguien que, como él, se negaba a creer en los destinos etéreamente trazados: éste -y no otro- era el momento del retorno al origen.

Cruzó la puerta del lujoso hotel sin dedicar un instante de su atención a las instalaciones; casi hostil a la actividad de clientes y empleados, atravesó el vestíbulo hasta el mostrador, cumplimentó la inscripción sin escuchar la bienvenida del recepcionista, entró aprisa al ascensor, subió a la habitación y se asomó a la terraza, aliviado por el refugio que le ofrecía el silencio nocturno. La oscuridad arrancaba destellos de quietud a la superficie de la piscina desierta, en la que le apeteció de pronto zambullirse vestido, flotar al capricho del agua inmóvil, esperar que lo que hubiese de ocurrir ocurriese.

Fue concentrado en esa paz anómala cuando, súbitamente, se sintió con fuerzas para escribir ahora la confesión de la muerte de Pilar. Se lo debía a la memoria de su hija -también a la de la madre y abuelos de la niña, que fallecieron antes que ella e ignoraban su atroz final- y se lo debía a sí mismo: así, si algo le ocurría durante su estancia en Leonito, se sabría cuál había sido la auténtica causa de su sufrimiento en los últimos tiempos. Marisol era la única destinataria posible de esa carta y, además, merecía serlo.

Se sentó ante el ventanal de la habitación, preparó un sobre en el que anotó con mayúsculas «PARA SER ABIERTO EN CASO DE MI MUERTE» y comenzó a confesarse ante el espíritu de la única amiga que le quedaba en el mundo. Las palabras parecían surgir del bolígrafo sin necesidad de que su voluntad las empujase.


«Querida Marisol: si estás leyendo esta carta, yo habré muerto.

Pero no quería hablarte de mí, sino de Pilar. De lo que pasó realmente.¿Te acuerdas del once de junio del setenta y seis, cuando fuimos a Barcelona a ver a los Rolling Stones?».

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