VI. EL DEGÜELLO.

A veces miro el cuadro, y recuerdo. Ni siquiera Diego Velázquez, pese a que le conté cuanto pude de todo aquello, fue capaz de reflejar en el lienzo -apenas se insinúa entre el fondo de humaredas y la bruma gris- el largo y mortal camino que todos hubimos de recorrer hasta componer tan majestuosa escena, ni las lanzasque se quedaron en el camino sin ver levantarse el sol de Breda. Yo mismo, años después, aún había de ver ensangrentados los hierros de esas mismas lanzas en carnicerías como Nordlingen o Rocroi; que fueron, respectivamente, último relumbrar del astro español y terrible ocaso para el ejército de Flandes. Y de esas batallas, como de aquela mañana ante el molino Ruyter, recuerdo sobre todo los sonidos: gritos de los hombres, palilleo de picas, estrépito del acero contra el acero, golpes de las armas rasgando ropas, entrando en la carne, rompiendo huesos. Una vez, mucho después, Angélica de Alquézar me preguntó en tono frívolo si había algo más siniestro que el ruido de un azadón enterrando una patata. Respondí sin vacilar que sí, que el chasquido de un acero hendiendo un cráneo; y la vi sonreír, mirándome fija y reflexiva con aquellos ojos azules que el diablo le concedió. Y luego alargó una mano y con los dedos me tocó los párpados que yo había tenido abiertos ante el horror, y la boca con la que tantas veces había gritado mi miedo y mi valor, y las manos que habían empuñado acero y derramado sangre. Y luego me besó con su boca amplia y cálida, y aún sonreía cuando lo hizo y cuando se apartó de mí. Y ahora que Angélica lleva muerta tanto como aquella España y aquel tiempo que narro, no puedo borrar de mi memoria esa sonrisa. La misma que aparecía en sus labios cada vez que hacía el mal, cada vez que ponía mi vida en peligro, o cada vez que besaba mis cicatrices. Alguna de las cuales, pardiez, como ya adelanté en otro sitio, hízome ella misma.

También recuerdo el orgullo. Entre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntanse el miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber del soldado para con Dios o con el rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en vez de entregarla como oveja en matadero. Hablo de conocer, y aprovechar, que raras veces la vida ofrece ocasíón de perderla con dignidad y con honra.

El caso es que busqué a mi amo. En medio de aquella furia, entre caballos desventrados que se pisoteaban las tripas, estocadas y pistoletazos, anduve de empujones a sobresaltos, daga en mano, llamando a gritos al capitán Alatriste. Por todas partes se mataba mucho y bien; mas nadie lo hacía ya por el rey, sino para no dar la existencia de barato. Las primeras filas de nuestro escuadrón eran una sarracina de españoles y holandeses que se acuchillaban con mucho encono abrazados unos a otros, y las bandas anaranjadas o rojas eran las únicas referencias a la hora de clavar hierro o apoyarse en el camarada hombro con hombro.

Ése fue mi primer combate de verdad, a la desesperada, contra todo aquel que se me antojaba enemigo. Yo había estado ya en malos lances, dado un pistoletazo a un hombre en Madrid, cruzado acero con Gualterio Malatesta, tomado por asalto la puerta de Oudkerk y escaramuzado un poco por todas partes, en Flandes; lo que para un mozo no resulta, voto a Dios, biografía baladí. Incluso momentos antes había rematado con mi daga al hereje malherido por el capitán Alatriste, y su sangre manchaba mi jubón. Pero nunca, hasta aquella carga holandesa, habíame visto como ahora me veía, sumido en tal locura, llegado al punto donde cuenta más el azar que el valor o la destreza. Dábanse todos buena maña en la pelea, bien trabados unos con otros, en tropel de hombres que pisoteaban muertos y heridos, acuchillándose muy en corto sobre la hierba ensangrentada, inútiles ya picas, arcabuces y casi las espadas, pues tajábase muy lindamente de daga y puñal, punteado todo ello por los tiros a bocajarro de pistola. Ignoro cómo pude mantenerme vivo a través de semejante escabechina; pero lo cierto es que, al cabo de unos instantes o de un siglo -hasta el tiempo había dejado de correr como era debido-, vime contuso, zarandeado y lleno a una de espanto y de coraje, junto al mismísimo capitán Alatriste y sus camaradas.

Por vida del rey que parecían lobos. Dentro del caos de las primeras filas, la escuadra de mi amo peleaba agrupada como un minúsculo cuadro, con los hombres de espaldas unos a otros; lanzando en torno golpes de espada y daga tan peligrosos que parecían dentelladas. Ellos no gritaban «España» o «Santiago» para darse ánimos, sino que se batían a diente prieto, reservando el aliento para despachar herejes; y a fe que hacíanlo a conciencia, pues tenían destripados buen golpe alrededor. Sebastián Copons seguía con su ensangrentado cachirulo en torno a la cabeza, Garrote y, Mendieta blandían medias picas para tener a raya a los holandeses, y Alatriste empuñaba en una mano la daga y en la otra la espada, enrojecidas una y otra hasta los gavilanes. Completaban el grupo los hermanos Olivares y el gallego Rivas. En cuanto a José Llop, estaba en el suelo, muerto. Tardé en reconocer al mallorquín porque un arcabuzazo le había llevado media cara.

Diego Alatriste parecía sumido en algo que estuviera más allá de todo aquello. Había tirado el sombrero y su pelo revuelto y sucio le caía sobre la frente y las orejas. Tenía las piernas abiertas, como sujetas con clavos al suelo, y toda su energía y su cólera concentradas en los ojos, que brillaban enrojecidos, peligrosos, en la cara tiznada de pólvora. Movía las armas con calculada eficacia, a impulsos mortales que parecían disparados por resortes ocultos de su cuerpo. Paraba aceros y moharras de picas, daba tajos, y aprovechaba cada pausa para bajar las manos y descansar un poco antes de pelear de nuevo, como avaro que administrase el caudal de su energía. Me fui arrimando a él, pero ni siquiera hizo ademán de reconocerme; parecía lejos de allí, cual si estuviera al cabo de un largo camino y pelease sin mirar atrás, en el umbral mismo del infierno.

Yo tenía la mano entumecida, de apretarla en torno a la empuñadura de mi daga. Al cabo, de pura torpeza, ésta cayó al suelo y me agaché a recogerla. Me alzaba cuando unos holandeses se nos vinieron encima gritando con toda su alma, zumbaron varios mosquetazos y una buena nube de picas paloteó sobre mí. Sentí que caían hombres a mi alrededor, y asiendo la daga quise levantarme del todo, convencido de que era llegada mi hora. Noté entonces un golpe en la cabeza, ésta me dio vueltas, y ante mis ojos se proyectaron innumerables puntitos luminosos. Me desvanecí a medias, aferrando mi daga y dispuesto a llevármela allí adonde fuera; todo me daba ya igual, salvo que me encontrasen sin ella en la mano. Luego pensé en mi madre y recé. Padre nuestro, musitaba atropelladamente. Gure Aita, repetía una y otra vez en castellano y en vascuence, aturdido, incapaz de recordar el resto de la oración. En ese momento alguien me agarró por el jubón y me arrastró sobre la hierba y los muertos y los heridos. Tiré dos débiles golpes de daga a ciegas, creyendo habérmelas con un enemigo, hasta que sentí un pescozón y luego otro que me hicieron tener la mano tranquila. De pronto vime depositado dentro de un pequeño círculo de piernas y botas manchadas de lodo, entre la hierba, oyendo sobre mi cabeza los golpes de las armas, cling, chac, ris-ras, clunc, chas: siniestro concierto de acero, ropa y carne rasgada, huesos que se partían con chasquidos, sonidos guturales de gargantas que exhalaban furia, dolor, miedo y agonía. Y al fondo, tras las filas que aún permanecían firmes en torno a nuestras banderas, el redoble orgulloso, impasible, del tambor que seguía batiendo por la vieja y pobre España.

– ¡Se retiran!… ¡Firme y a ellos!… ¡Se retiran!

El tercio había aguantado, con los hombres de las primeras filas muertos en su sitio, hasta el punto de que numerosos cadáveres mantenían la formación del comienzo de la batalla. Ahora sonaban trompetas y el redoble del tambor era más vivo, y había más tambores avanzando en nuestro socorro, y por el dique y el camino del molino Ruyter ondeaban las banderas y relucían las picas del socorro que al fin llegaba. Un escuadrón de herreruelos italianos que llevaban arcabuceros montados a la grupa pasó por nuestro flanco con sus jinetes saludándonos al galope antes de cerrar contra los holandeses, que, bien trasquilados tras venir por lana, se retiraban muy rotos y en gentil desorden buscando salvación en los bosques. Y la vanguardia de nuestros camaradas, coseletes, picas secas y mosqueteros, a buen paso de carga, alcanzaba ya, rebasándolo, el lugar al otro lado del camino donde con no poca honra habíase hecho acuchillar el tercio valón de Soest.

– ¡A ellos, a ellos!… ¡Cierra España!… ¡Cierra!

Clamaba victoria a voces nuestro campo, y los hombres que habían reñido durante toda la mañana en obstinado silencio gritaban ahora enardecidos apellidando a la Virgen Santísima y a Santiago, y los veteranos exhaustos bajaban las armas besando sus rosarios y medallas. Tocaba el tambor a degüello, sin compasión ni cuartel, iniciándose el alcance, la persecución al enemigo vencido, a fin de tomarle despojos y bagajes, y hacerle pagar bien caros nuestros muertos y la áspera jornada que nos había hecho pasar. Rompíanse ya las filas del tercio para correr tras los herejes, dando caza primero a los heridos y rezagados, quebrando cabezas, tajando miembros, degollando muy a mansalva y sin usar, en suma, de piedad con ninguno; que si dura resultaba la infantería española en el asalto y la defensa, crudelísima era siempre en la venganza. Tampoco italianos y valones se quedaban atrás, deseando muy fervientes estos últimos devolver la sangría sufrida en sus camaradas de Soest. Y el paisaje punteaba de millares de hombres corriendo a la deshilada, matando y rematando., saqueando a los heridos y a los muertos que yacían por todas partes, tan acuchillados que a veces la mayor tajada intacta era la oreja.

Diéronse a ello, como el resto, el capitán Alatriste y sus camaradas, tan en caliente como vuestras mercedes pueden suponer; y fuiles yo a los alcances, aún aturdido por la refriega y con una contusión en la cabeza del tamaño de un huevo, pero gritando enardecido como el que más. Por el camino, del primer muerto enemigo que vi a mano híceme con un muy bizarro estoque corto de Solinguen, y enfundando la daga anduve dando mojadas de buena hojarasca alemana en cuanto vivo o muerto hube por delante, como quien punza morcones. Aquello era al mismo tiempo matanza, juego y locura, y la batalla habíase tornado matadero de novillos ingleses y carnicería de tajadas flamencas. Algunos ni se defendian, como el grupo que alcanzamos chapoteando hasta la cintura en una turbera y allá les fuimos todos encima, haciendo almadraba de calvinistas, envasándoles aceros y apuñalando de diestra a siniestra, sin hacer caso a sus súplicas ni a sus manos alzadas pidiendo misericordia, hasta que el agua negruzca se puso toda roja y flotaron en ella como atunes hechos pedazos.

Se mató mucho, pues teníamos dónde; y habiendo tantos no podían degollarse pocos. La cacería fue de una legua y duró hasta el anochecer, y para entonces ya se habían sumado a ella mis camaradas mochileros, los campesinos de las cercanías que no conocían otro bando que el de su codicia, y hasta algunas cantineras, daifas y vivanderos que iban llegando de Oudkerk atraídos al olor del botín. Avanzaban tras los soldados, rapiñando cuanto quedaba, bandada de cuervos que no dejaba sino cadáveres desnudos a su paso. Yo seguí el alcance con la vanguardia, sin sentir el cansancio de la jornada, como si la furia y el deseo de venganza me diesen fuerzas para continuar hasta el fin del mundo. Estaba -que Dios me perdone si le place- ronco de gritar y tinto en sangre de aquellos desgraciados. El crepúsculo rojizo se cerraba sobre casares incendiados al otro lado del bosque, y no había canal, ni sendero, ni camino sobre dique, donde no se amontonaran muertos y más muertos. Nos detuvimos al fin, exhaustos, en un pequeño lugar de cinco o seis casas donde hasta los animales fueron pasados a cuchillo. Un grupo de rezagados se había hecho fuerte allí, y acabar con ellos llevóse los últimos momentos de luz. Por fin, al resplandor rojizo de los tejados que ardían, fuimos sosegándonos poco a poco, llenas las faltriqueras de botín, y los hombres empezaron a dejarse caer aquí y allá, asaltados de pronto por inmensa fatiga, respirando cual bestias agotadas. Sólo el menguado sostiene que la victoria es alegre: vuelto poco a poco el seso, callábamos todos evitando mirarnos, como avergonzados de nuestros cabellos erizados y sucios, los rostros negros, crispados, los ojos enrojecidos, la costra de sangre que cubría ropas y armas. Ahora el único sonido era el chisporroteo del fuego y el crujir de las vigas que se venían abajo entre las llamas, y algunos gritos y tiros que sonaban alrededor, en la noche, disparados por quienes seguían adelante con la matanza.

Fui a sentarme en cuclillas, dolorido y maltrecho, junto al muro de una casa, la espalda apoyada en la pared. El aire me hacía lagrimear, respiraba con dificultad y reventaba de sed. Al resplandor del fuego vi que Curro Garrote anudaba un hato con anillos, cadenas y botones de plata cogidos a los muertos. Mendieta estaba tumbado boca abajo, y se le habría creído tan fiambre como a los holandeses tirados por aquí y por allá, de no oír sus feroces ronquidos. Había otros españoles sentados en grupos o solos, y creí reconocer entre ellos al capitán Bragado con un brazo en cabestrillo. Poco a poco empezaron los comentarios en voz baja, las preguntas por el paradero de este o aquel camarada. Uno preguntó por Llop y le respondió el silencio. Algunos hacían fogatas para asar trozos de carne que habían cortado de los animales muertos, y en torno a esos fuegos fueron congregándose muy lentamente los soldados. A poco se hablaba ya en voz alta, y luego uno dijo algo, un comentario o una chanza, que tuvo como respuesta una carcajada. Recuerdo la profunda impresión que me hizo aquello, pues llegué a creer, después de semejante jornada, que la risa de los hombres habíase extinguido para siempre de la faz del mundo.

Volvíme hacia el capitán Alatriste, y vi que me miraba. Estaba sentado contra la pared a unos pasos de mí, flexionadas las piernas y con los brazos alrededor de las rodillas, y aún conservaba su arcabuz. Sebastián Copons se tenía a su lado, apoyada la cabeza en la pared, cruzada la espada entre las piernas, la cara cubierta por una costra parda y el cachirulo echado hacia el cogote, descubriéndole la herida de la sien. Sus perfiles se recortaban a contraluz en el resplandor de una de las casas que ardían más allá, iluminados a intervalos con el vaivén de las llamas. Los ojos de Diego Alatriste, relucientes por el reflejo del incendio, me observaban con una suerte de cavilosa fijeza, como si pretendieran leer algo en mi interior. Yo estaba al tiempo avergonzado y orgulloso, agotado y con la energía batiéndome el corazón, horrorizado, triste, amargo y feliz por estar vivo; y juro a vuestras mercedes que todas esas sensaciones y sentimientos, y muchos más, pueden albergarse a la vez tras una batalla. El capitán seguía mirándome en silencio, más escrutador que otra cosa, hasta el punto de que terminé por sentirme incómodo; había esperado elogios, una sonrisa de ánimo, algo que confirmase su estimación por haberme conducido como hombre cuajado de arriba abajo. Por eso me desconcertaba aquella observación en la que nada podía adivinar salvo la imperturbable fijeza de otras ocasiones; gesto, o ausencia de él, que yo no podía penetrar jamás, ni pude hacerlo hasta que pasó mucho tiempo, y muchos años; y un día, ya hombre hecho y derecho, sorprendí en mí, o creí adivinarme, esa misma mirada.

Incómodo, decidí hacer algo que rompiese la situación. Así que enderecé mi cuerpo dolorido, puse el estoque alemán al cinto, junto a la daga, y me incorporé.

– ¿Busco algo de comer y beber, capitán?

La luz de las llamas le bailaba en la cara. Tardó unos instantes en responder, y cuando lo hizo fue limitándose a mover afirmativamente su perfil aguileño, prolongado bajo el espeso mostacho. Luego se quedó mirando cómo yo volvía la espalda e ibame detrás de mi sombra.

A través de una ventana, el incendio de afuera iluminaba de rojo las paredes. Todo estaba revuelto en la casa: muebles rotos, cortinas chamuscadas por el suelo, cajones boca abajo, enseres desordenados. Crujían mis pies al pisar todo aquello cuando anduve arriba y abajo en busca de una alacena o una despensa que aún no hubieran visitado nuestros rapaces camaradas. Recuerdo la tristeza inmensa que se desprendía de aquella vivienda saqueada y a oscuras, ausentes las vidas que habían dado calor a sus estancias; desolación y ruina que en otro tiempo fue hogar donde sin duda había reído un niño, o donde alguna vez dos adultos intercambiaron gestos de ternura, o palabras de amor. Y así, la curiosidad de quien zascandilea a sus anchas por un recinto que en lo común le está vedado fue dando paso, en mi ánimo, a una desolación creciente. Imaginaba mi propia casa en Oñate, desalojada por la guerra; en fuga o tal vez algo peor mi pobre madre y mis hermanillas, holladas sus habitaciones por algún joven extranjero que, como yo, vela esparcidas por el suelo, rotas, quemadas, las humildes trazas de nuestros recuerdos y nuestras vidas. Y con el egoísmo que es natural en el soldado, me alegré de estar en Flandes y no en España. Pues aseguro a vuestras mercedes que, en negocio de guerra, siempre es de algún consuelo que la desgracia la sufran extraños; que en tales lances resulta envidiable quien a nadie tiene en el mundo, y no arriesga otro afecto que la propia piel.

Nada hallé que mereciese la pena. Me detuve un Momento a orinar contra la pared, y disponíame a salir de allí mientras abrochaba el calzón cuando algo me detuvo con sobresalto. Estuve quieto un instante, escuchando, hasta que volví a oírlo de nuevo. Era un gemido bajo y prolongado; un lamento débil que sonaba al fondo de un pasillo estrecho, lleno de escombros. Habríase tomado por el de un animal que sufriera, de no templarlo a veces entonaciones casi humanas. Asi que desenvainé mi daga con tiento -en tales angosturas, el estoque no era manejable- y me acerqué pegado a la pared, muy poco a poco, en averiguación de aquello.

El incendio de afuera iluminaba media habitación, proyectando sombras de contornos rojizos en una pared de la que pendía un tapiz roto a cuchilladas. Bajo el tapiz, en el suelo y con la espalda apoyada en el ángulo que formaban la pared y un armario desvencijado, había un hombre. Las llamas reflejadas en el acero de su peto revelaban la condición de soldado, e iluminaban un pelo rubio y largo, revuelto, sucio de lodo y de sangre, unos ojos muy descoloridos y una terrible quemadura que le tenía todo un lado de la cara en carne viva. Estaba inmóvil, fijos los ojos en la claridad que entraba por la ventana, y salía de sus labios entreabiertos aquel lamento que yo había oído desde el pasillo; un gemido apagado y constante en el que, a veces, intercalaba palabras incomprensibles en lengua extranjera.

Fuime a él despacio, ojo avizor, sin soltar la daga y bien atento a sus manos, por si empuñaba algún arma. Pero aquel desgraciado no estaba en condiciones de empuñar nada. Parecía un viajero sentado a la orilla del río de los muertos; alguien a quien el barquero Caronte hubiese dejado atrás, olvidado, en un penúltimo viaje. Me estuve un rato en cuclillas junto a él, observándolo con curiosidad, sin que pareciese reparar en mi presencia. Siguió mirando la ventana, inmóvil, con su quejido interminable y sus palabras incompletas y extrañas, incluso cuando le toqué el brazo con la punta de mi daga. Su rostro era una representación espantosa de Jano: un lado razonablemente intacto, y el otro convertido en un amasijo de carne quemada y rota, entre la que brillaban minúsculas gotas de sangre. Sus manos también parecían carbonizadas. Yo había visto varios holandeses muertos en los establos en llamas de la parte de atrás de la casa, e imaginé que ése, herido en la refriega, se había arrastrado entre los tizones encendidos para refugiarse allí.

– ¿Flamink? -pregunté.

No respondió sino con su interminable gemido. Al cabo de un rato de observarlo concluí que se trataba de un hombre joven, no mucho mayor que yo. Y por el peto y la ropa, uno de los jinetes de caballos corazas que nos habían estado cargando por la mañana, frente al molino Ruyter. Quizá hasta habíamos peleado cerca uno del otro cuando holandeses e ingleses intentaban romper el cuadro y los españoles reñíamos a la desesperada por nuestras vidas. La guerra, razoné, tenía extrañas idas y venidas, curiosos vaivenes de la fortuna. Sin embargo, apaciguado tras el horror de la jornada y el alcance de los fugitivos, yo no sentía ya hostilidad ni rencor. Muchos españoles había visto morir aquel día, pero aún más enemigos. De momento mi balanza estaba pareja, aquél era un hombre indefenso, y yo iba saciado de sangre. Así que envainé mi daga. Luego salí afuera, con el capitán Alatriste y los otros.

– Hay un hombre dentro -dije-. Un soldado.

El capitán, que no había cambiado de postura desde mi marcha, apenas levantó la mirada.

– ¿Español u holandés?

– Holandés, creo. O inglés. Y está malherido.

Alatriste asintió lentamente con la cabeza, cual si a tales alturas de la noche lo extraño hubiera sido toparse con un hereje vivo y con buena salud. Luego encogió los hombros, como preguntándome por qué iba a contarle aquello.

– Pensé -sugerí- que podríamos ayudarlo.

Ahora me miró por fin. Lo hizo muy despacio, y vi girar su rostro en el contraluz del fuego cercano.

– Pensaste -murmuró.

– Sí.

Aún estuvo un rato quieto, mirándome. Luego se volvió a medias hacia Sebastián Copons, que seguía a su lado, la cabeza apoyada en la pared, sin abrir la boca, su ensangrentado cachirulo siempre hacia el cogote. Alatriste cambió con él una ojeada breve y después me observó de nuevo. Oí crepitar las llamas en el largo silencio.

– Pensaste -repitió, absorto.

Se puso en pie dolorido, cual si le costara desentumecer los huesos. Parecía de mala gana y muy cansado. Vi que Copons se levantaba tras él.

– ¿Dónde está?

– En la casa.

Los guié por las habitaciones y el pasillo hasta el cuarto de atrás. El hereje seguía inmóvil entre el armario y la pared, gimiendo en voz muy baja. Alatriste se detuvo en el umbral y le echó un vistazo antes de acercarse. Después se inclinó un poco más y lo estuvo observando otro rato.

– Es holandés -concluyó al fin.

– ¿Podemos socorrerlo? -pregunté.

La sombra del capitán Alatriste estaba ahora inmóvil en la pared.

– Claro.

Sentí que Sebastián Copons pasaba por mi lado. Sus botas crujieron sobre la loza rota del suelo mientras se acercaba al herido. Entonces Alatriste vino hacia mí, y Copons echó mano a los riñones y sacó la vizcaína.

– Vámonos -me dijo el capitán.

Me resistí a la presión de su mano en mi hombro, estupefacto, viendo cómo Copons apoyaba la daga en el cuello del holandés y lo degollaba de oreja a oreja. Alcé el rostro, estremecido, para encontrar la faz oscura de Alatriste. No veía su mirada, aunque la supe fija en mí.

– Estaba… -empecé a decir, balbuceante.

Callé de pronto, pues las palabras se me antojaron de golpe inútiles. Hice un ademán de rechazo, irreflexivo, para sacudirme del hombro la mano del capitán; pero ésta se mantuvo firme, aferrándomelo. Copons se incorporaba ya con mucha flema, y tras limpiar la hoja de la daga en la ropa del otro, la devolvía a la funda. Luego pasó por nuestro lado y fuese pasillo adelante, sin decir esta boca es mía.

Giré con brusquedad, sintiendo al fin mi hombro libre. Después di dos pasos en dirección al joven que ahora estaba muerto. Nada era distinto en la escena, salvo que su lamento había cesado, y que por la gola de la coraza le descendía un velo oscuro, espeso y reluciente, cuyo rojo se fundía con el resplandor del incendio en la ventana. Parecía aún más solo que antes; una soledad tan estremecedora que produjo en mí una pena intensa, hondísima, como si fuera yo mismo, o tal vez parte de mí, quien estuviera en el suelo, la espalda contra la pared, los ojos quietos y abiertos mirando la noche. Sin duda, pensé, hay alguien en alguna parte que aguarda el regreso de este que ya no irá a sitio alguno. Tal vez haya una madre, una novia, una hermana o un padre que rezan por él, por su salud, por su vida, por su regreso. Tal vez hay una cama en la que durmió de niño y un paisaje que lo vio crecer. Y nadie en ese lugar sabe todavía que él está muerto.

Ignoro cuánto seguí allí quieto, mirando el cadáver. Pero al cabo escuché pasos, y sin necesidad de volverme supe que el capitán Alatriste había permanecido todo el tiempo a mi lado. Sentí el olor familiar, áspero, a sudor, cuero y metal de sus ropas y avíos militares. Y luego, la voz.

– Un hombre sabe cuándo ha llegado al final… Ése lo sabía.

No respondí. Seguía contemplando el cuerpo degollado. Ahora la sangre formaba una inmensa mancha oscura bajo las piernas extendidas. Es increible, me dije, la cantidad de sangre que tenemos en el cuerpo: al menos dos o tres azumbres. Y lo fácil que resulta vaciarlos.

– Es cuanto podíamos hacer por él -añadió Alatriste.

Tampoco ahora respondí, y estuvo buen espacio sin decir nada más. Por fin lo oí moverse. Aún siguió un instante cerca de mí, como si dudara entre hablarme otra vez o no; cual si entre los dos quedasen infinidad de palabras no dichas, que si él salía de allí sin pronunciar ya no se dirían nunca. Pero permaneció callado; y al cabo, sus pasos empezaron a alejarse hacia el pasillo.

Fue entonces cuando me revolví. Sentía una cólera sorda y tranquila, que jamás había conocido hasta esa noche. Una cólera desesperada, amarga como los silencios del propio Alatriste.

– ¿Quiere decir vuestra merced, capitán, que acabamos de hacer una buena obra?… ¿Un buen servicio?

Nunca antes le había hablado en ese tono. Los pasos se detuvieron y la voz de Alatriste sonó extrañamente opaca. Imaginé sus ojos claros en la penumbra, mirando absortos el vacío.

– Cuando llegue el momento -dijo- ruega a Dios que alguien te lo haga a ti.

Así fue como ocurrió todo, la noche en que Sebastián Copons degolló al holandés herido y yo aparté de mi hombro la mano del capitán Alatriste. Y así fue también como franqueé, sin apenas darme cuenta, esa extraña línea de sombra que todo hombre lúcido termina cruzando tarde o temprano. Allí, solo y de pie ante el cadáver, empecé a mirar el mundo de modo muy diferente. Y vime en posesión de una verdad terrible, que hasta ese instante sólo había sabido intuir en la mirada glauca del capitán Alatriste: quien mata de lejos lo ignora todo sobre el acto de matar. Quien mata de lejos ninguna lección extrae de la vida ni de la muerte: ni arriesga, ni se mancha las manos de sangre, ni escucha la respiración del adversario, ni lee el espanto, el valor o la indiferencia en sus ojos. Quien mata de lejos no prueba su brazo ni su corazón ni su conciencia, ni crea fantasmas que luego acudirán de noche, puntuales a la cita, durante el resto de su vida. Quien mata de lejos es un bellaco que encomienda a otros la tarea sucia y terrible que le es propia. Quien mata de lejos es peor que los otros hombres, porque ignora la cólera, y el odio, y la venganza, y la pasión terrible de la carne y de la sangre en contacto con el acero; pero también ignora la piedad y el remordimiento. Por eso, quien mata de lejos no sabe lo que pierde.

Загрузка...