EPÍLOGO.

El resto es un cuadro, y es Historia. Lo era ya nueve años mas tarde, la mañana en que crucé la calle para entrar en el estudio de Diego Velázquez, ayuda del guardarropa del rey nuestro señor, en Madrid. Era un día invernal y gris todavía más desapacible que los de Flandes, el hielo de los charcos crujía bajo mis botas con espuelas, y pese al embozo de la capa y el chapeo bien calado, el aire frío me cortaba el rostro. Por eso agradecí la tibieza del corredor oscuro, y luego, en el amplio estudio, el fuego de la chimenea que ardía alegremente, junto a los ventanales que iluminaban lienzos colgados en la pared, dispuestos en caballetes o arrinconados sobre la tarima de madera que cubría el suelo. La habitación olía a pintura, mezclas, barnices y aguarrás; y también olía, y muy bien, el pucherete que junto a la chimenea, sobre un hornillo, calentaba caldo de ave con especias y vino.

– Sírvase vuestra merced, señor Balboa -dijo Diego Velázquez.

Un viaje a Italia, la vida en la Corte y el favor de nuestro rey don Felipe Cuarto le habían hecho perder buena parte de su acento sevillano desde el día en que lo vi por primera vez, cosa de once o doce años atrás, en el mentidero de San Felipe. Ahora limpiaba unos pinceles muy minuciosamente, con un paño limpio, alineándolos luego sobre la mesa. Estaba vestido con una ropilla negra salpicada de manchas de pintura, tenía el pelo en desorden y el bigote y la perilla sin arreglar. El pintor favorito de nuestro monarca nunca se aseaba hasta media mañana, cuando interrumpía su trabajo para hacer un descanso y calentarse el estómago después de haber trabajado unas horas desde la primera buena luz del día. Ninguno de sus íntimos osaba molestarlo antes de esa pausa de media mañana. Luego seguía un poco más hasta la tarde, cuando tomaba una colación. Después, si no lo requerían asuntos de su cargo en Palacio o compromisos de fuerza mayor, paseaba por San Felipe, la plaza Mayor o el Prado bajo, a menudo en compañía de don Francisco de Quevedo, Alonso Cano y otros amigos, discípulos y conocidos.

Dejé capa, guantes y sombrero sobre un escabel y lleguéme al puchero, vertí un cazo en una jarra de barro vidriado y estuve calentándome con ella las manos mientras lo bebía a cortos sorbos.

– ¿Cómo va lo del palacio? – pregunté.

– Despacio.

Reímos un poco ambos con la vieja broma. Por aquel tiempo, Velázquez se enfrentaba a la grave tarea de acondicionar las salas de pintura del salón de reinos en el nuevo palacio del Buen Retiro. Tal y otras mercedes le habían sido concedidas directamente por el rey, y él estaba harto complacido con ellas. Pero eso, se lamentaba a veces, le quitaba espacio y sosiego para trabajar a gusto. Por ello acababa de ceder el cargo de ujier de cámara a Juan Bautista del Mazo, conformándose con la dignidad de ayuda del guardarropa real, sin ejercicio.

– ¿Qué tal está el capitán Alatriste? -inquirió el pintor.

– Bien. Os manda sus saludos… Ha ido a la calle de Francos con don Francisco de Quevedo y el capitán Contreras, a visitar a Lope en su casa.

– ¿Y cómo se encuentra el Fénix de los ingenios?

– Mal. La fuga de su hija Antoñita con Cristóbal Tenorio fue un golpe muy duro… Sigue sin reponerse.

– Tengo que encontrar un rato libre para ir a verlo… ¿Ha empeorado mucho?

– Todos temen que no pase de este invierno,

– Lástima.

Bebí un par de sorbos más. Aquel caldo quemaba, pero devolvía la vida.

– Parece que habrá guerra con Richelieu -comentó Velázquez.

– Eso dicen en las gradas de San Felipe.

Fui a dejar la jarra sobre una mesa, y de camino me detuve ante un cuadro terminado y puesto en un caballete, a falta sólo de la capa de barniz. Angélica de Alquézar estaba bellísima en el lienzo, vestida de raso blanco con alamares pasados de oro y perlas minúsculas, y una mantilla de encaje de Bruselas sobre los hombros; sabía que era de Bruselas porque se la había regalado yo. Sus ojos azules miraban con irónica fijeza, y parecían seguir todos mis movimientos por la habitación, como de hecho lo hacían a lo largo y ancho de mi vida. Encontrarla allí hízome sonreír para los adentros; hacía sólo unas horas que me había separado de ella, saliendo a la calle envuelto en mi capa al filo de la madrugada -la mano en la empuñadura de la espada por si me aguardaban afuera los sicarios de su tío-, y aún tenía en los dedos, en la boca y en la piel, el aroma delicioso de la suya. También llevaba en el cuerpo el ya cicatrizado recuerdo de su daga, y en el pensamiento sus palabras de amor y de odio, tan sinceras y mortales unas como otras.

– Os he conseguido -dije a Velázquez- el boceto de la espada del marqués de los Balbases… Un antiguo camarada que la vio muchas veces la recuerda bastante bien.

Volví la espalda al retrato de Angélica. Luego saqué el papel que llevaba doblado bajo la ropilla, y se lo ofrecí al pintor.

– Era de bronce y oro de martillo en la empuñadura. Ahí verá vuestra merced cómo iban las guardas.

Velázquez, que había dejado el trapo y los pinceles, contemplaba el boceto con aire satisfecho.

– En cuanto a las plumas de su chapeo -añadí- sin duda eran blancas.

– Excelente -dijo.

Puso el papel sobre la mesa y miró el cuadro. Estaba destinado a decorar el salón de reinos y era enorme, colocado sobre un bastidor especial sujeto a la pared, con una escalera para trabajar en su parte superior.

– Al final os hice caso -añadió, pensativo-. Lanzas en vez de banderas.

Yo mismo le había contado los detalles en largas conversaciones sostenidas durante los últimos meses, después que don Francisco de Quevedo le aconsejara documentar con mi concurso los pormenores de la escena. Para realizarla, Diego Velázquez había decidido prescindir de la furia de los combates, el choque de los aceros y otra materia de rigor en escenas comunes de batallas, procurando la seremidad y la grandeza. Quería, me dijo más de una vez, lograr una situación que fuese al tiempo magnánima y arrogante, y también pintada a la manera que él solía: con la realidad no como era, sino como la mostraba; expresando las cosas que decía conforme a la verdad, mas sin concluirlas, de modo que todo lo demás, el contexto y el espíritu sugeridos por la escena, fuesen trabajo del espectador.

– ¿Qué os parece? -me preguntó con suavidad.

Conocía yo de sobra que mi criterio artístico, poco de fiar en un soldado de veinticuatro años, se le daba una higa. Era otra cosa lo que demandaba, y lo entendí por la forma en que me observó casi con recelo, un poco a hurtadillas, amedida que mis ojos recorrían el cuadro.

– Fue así y no fue así -dije.

Arrepentíme de aquellas palabras apenas salieron de mis labios, pues temí incomodarlo. Pero se limitó a sonreir un poco.

– Bueno -dijo-. Ya sé que no hay ningún cerro de esa altura cerca de Breda, y que la perspectiva del fondo es un tanto forzada -dio unos pasos y se quedó mirando el cuadro con los brazos en jarras-. Pero la escena resulta, y es lo que importa.

– No me refería a eso -apunté.

– Sé a qué os referís.

Fue hasta la mano con que el holandés justino de Nassau tiende la llave a nuestro general Spínola -la llave todavía no era más que un esbozo y una mancha de color- y la frotó un poco con el pulgar. Después dio un paso atrás sin dejar de mirar el lienzo; observaba el lugar situado entre dos cabezas, bajo el caño horizontal del arcabuz que el soldado sin barba ni bigote sostiene al hombro: allí donde se insinúa, medio oculto tras los oficiales, el perfil aguileño del capitán Alatriste.

– Al fin y al cabo -dijo por fin- siempre se recordará así… Me refiero a después, cuando vos y yo y todos ellos estemos muertos.

Yo miraba los rostros de los maestres y capitanes del primer término, algunos faltos todaVía de los últimos retoques. Lo de menos era que, salvo justino de Nassau, el príncipe de Neoburgo, don Carlos Coloma y los marqueses de Espinar y de Leganés, amén del propio Spínola, el resto de las cabezas situadas en la escena principal no correspondiese a los personajes reales; que Velázquez retratara a su amigo el pintor Alonso Cano en el arcabucero holandés de la izquierda, y que hubiera utilizado unas facciones muy parecidas a las suyas propias para el oficial con botas altas que mira al espectador, a la derecha. O que el gesto caballeresco del pobre don Ambrosio Spínola -había muerto de pena y de vergüenza cuatro años antes, en Italia- fuese idéntico al que tuvo aquella mañana, pero el del general holandés quedara ejecutado por el artista atribuyéndole más humildad y sometimiento que los mostrados por el Nassau cuando rindió la ciudad en el cuartel de Balanzón… A lo que me refería era a que en esa composición serena, en aquel faltaría más, don Justino, no se incline vuestra merced, y en la contenida actitud de unos y otros oficiales, se ocultaba algo que yo había visto bien de cerca atrás, entre las lanzas: el orgullo insolente de los vencedores, y el despecho y el odio en los ojos de los vencidos; la saña con que nos habíamos acuchillado unos a otros, y aún íbamos a seguir haciéndolo, sin que bastasen las tumbas de que estaba lleno el paisaje del fondo, entre la bruma gris de los incendios. En cuanto a quiénes figuraban en primer término del cuadro y quiénes no, lo cierto era que nosotros, la fiel y sufrida infantería, los tercios viejos que habían hecho el trabajo sucio en las minas y en las caponeras, dando encamisadas en la oscuridad, rompiendo con fuego y hachazos el dique de Sevenberge, peleando en el molino Ruyter y junto al fuerte de Terheyden, con nuestros remiendos y nuestras armas gastadas, nuestras pústulas, nuestras enfermedades y nuestra miseria, no éramos sino la carne de cañón, el eterno decorado sobre el que la otra España, la oficial de los encajes y las reverencias, tomaba posesión de las llaves de Breda -al fin, como temíamos, ni siquiera se nos permitió saquear la ciudad- y posaba para la posteridad permitiéndose toda aquella pamplina: el lujo de mostrar espíritu magnánimo, oh, por favor, no se incline, don Justino. Estamos entre caballeros y en Flandes todavíano se ha puesto el sol.

– Será un gran cuadro -dije.

Era sincero. Sería un gran cuadro y el mundo, tal vez, recordase a nuestra infeliz España embellecida a través de ese lienzo donde no era difícil intuir el soplo de la inmortalidad, salido de la paleta del más grande pintor que los tiempos vieron nunca. Pero la realidad, mis verdaderos recuerdos, estaban en el segundo plano de la escena; allí donde sin poder remediarlo se me iba la mirada, más allá de la composición central que me importaba un gentil carajo: en la vieja bandera ajedrezada de azul y blanco, tenida al hombro por un portaenseña de pelo hirsuto y mostacho, que bien podía ser el alférez Chacón, a quien vi morir intentando salvar ese mismo lienzo en la ladera del reducto de Terheyden. En los arcabuceros -Rivas, Llop y los otros que no volvieron a España ni a ningún otro sitio- vueltos de espaldas a la escena principal, o en el bosque de lanzas disciplinadas, anónimas en la pintura, a las que yo podía sin embargo, una por una, poner nombres de camaradas vivos y muertos que las habían paseado por Europa, sosteniéndolas con el sudor y con la sangre, para hacer muy cumplida verdad aquello de:

Y siempre a punto de guerra

combatieron, siempre grandes,

en Alemania y en Flandes,

en Francia y en Inglaterra.


Y se posternó la tierra

estremecida a su paso;

y simples soldados rasos,

en portentosa campaña,

llevaron el sol de España

desde el Oriente al Ocaso.

A ellos, españoles de lenguas y tierras diferentes entre sí, pero solidarios en la ambición, la soberbia y el sufrimiento, y no a los figurones retratados en primer término del lienzo, era a quien el holandés entregaba su maldita llave. A aquella tropa sin nombre ni rostro, que el pintor dejaba sólo entrever en la falda de una colina que nunca existió; donde a las diez de la mañana del día 5 de junio del año veinticinco del siglo, reinando en España nuestro rey don Felipe Cuarto, yo presencié la rendición de Breda junto al capitán Alatriste, Sebastián Copons, Curro Garrote y los demás supervivientes de su diezmada escuadra. Y nueve años después, en Madrid, de pie ante el cuadro pintado por Diego Velázquez, me parecía de nuevo escuchar el tambor mientras veía moverse despacio, entre los fuertes y trincheras humeantes en la distancia, frente a Breda, los viejos escuadrones impasibles, las picas y las banderas de la que fue última y mejor infantería del mundo: españoles odiados, crueles, arrogantes, sólo disciplinados bajo el fuego, que todo lo sufrían en cualquier asalto, pero no sufrían que les hablaran alto.


Madrid, agosto de 1998.

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