VII. EL ASEDIO.

De Íñigo Balboa a don Francisco de Quevedo Villegas. A su atención en la Taberna del Turco. En la calle de Toledo, junto a la Puerta Cerrada de Madrid.

Querido don Francisco:

Escribo a vuestra merced por deseo del capitán Alatriste, para que veáis, dice, los progresos que hago en la escritura. Excusad por tanto las faltas. Os diré que sigo adelante con mis lecturas, en lo posíble, y aprovecho para practicar buena letra cuando tengo ocasión. En ratos de ocio, que en la vida del mochilero y en la del soldadoson tantos o más que los otros, aprendo del padre Salanueva las declinaciones y los verbos en latín. El padre Salanueva es capellán de nuestro tercio, y en palabras de los soldados dista muchas leguas de ser un santo varón; pero tiene cuentas pendientes con mi amo o le debe favores. El caso es que me trata con afición y dedica el tiempo que está sobrio (es de los que beben más que consagran) a mejorar mi educación con ayuda de unos Comentarios de César y libros religiosos como el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y hablando de libros, debo agradecer a vuestra merced el envío de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, segunda parte de El ingenioso hidalgo, que estoy leyendo con tanto gusto y aprovechamiento como la primera.

En cuanto a nuestra vida en Flandes, sabrá v.m. que ha experimentado algún cambio en los últimos tiempos. Con el invierno se acabó también el estar de guarnición a lo largo del canal Ooster. El tercio viejo de Cartagena se encuentra ahora bajo los mismos muros de Breda, participando en el asedio. Es vida dura, pues los holandeses están muy gentilmente fortificados, y todo es zapa y contrazapa, mina y contramina, trinchera y contratrinchera, de modo que nuestras fatigas se asemejan más a las de topos que a las de soldados. Eso causa incomodidades, suciedad tierra y piojos a más no poder. Es además trabajo muy expuesto por las salidas y ataques que hacen desde la plaza y el fuego constante de arcabucería. Las murallas de la villa no son de ladrillo sino de tierra. Eso dificulta hacer escarpa para el asalto con el batir de nuestra artillería. Se sustentan con quince baluartes bien protegidos y fosos con catorce revellines, tan bien concertado todo que murallas, baluartes, revellines, reparos y fosos se defienden unos a otros con tanta fortuna que cada aproximación de los nuestros es dificultosa y cuesta trabajos y vidas. Defiende la ciudad el holandés Justino de Nassau, pariente del otro Nassau. Y cuéntase que tiene dentro franceses y valones en la puerta de Ginneken, ingleses en la de Bolduque y flamencos y escoceses en la de Amberes. Todos ellos pláticos en cosas de la guerra, de manera que no es posible tomar la villa por asalto. De ahí la necesidad del cerco paciente que, con mucho esfuerzo y sacrificio, mantiene nuestro general don Ambrosio Spínola con quince tercios de naciones católicas. Son entre ellos los españoles, como suelen, el menor número, pero también los que se emplean siempre en las tareas de peligro que requieren gente plática y disciplinada.

Maravillaría a vuestra merced ver con sus ojos las obras de asedio y la invención con que éstas han sido hechas. Seguro que son asombro de la Europa entera, pues cada aldea y fuerte alrededor de la villa están unidas por trincheras y baluartes, para impedir las salidas de los sitiados y para evitar les venga socorro de afuera. En nuestro campo hay semanas enteras que se usan más el pico y la zapa que la pica y el arcabuz.

El país es llano, con prados y árboles, escaso de vino, con agua mala y doliente, y se ve muy ruín y desprovisto por la guerra, de modo que el bastimento escasea. Cuesta una medida de trigo ocho florines, cuando se la encuentra. Hasta la simiente de nabos está por las nubes. Los villanos y vivanderos de los pueblos cercanos no osan, si no es a hurtadillas, traer cosa alguna a nuestro campo. Algunos soldados españoles, que tienen en menos la reputación que el hambre, comen la carne de los caballos muertos, que es miserable alimento. Los mochileros salimos a forrajear a veces muy lejos y hasta en tierras enemigas, expuestos a la caballería hereje, que a veces nos coge a la gente derramada o nos acuchilla muy a su gusto. Yo mismo heme visto no pocas veces fiando mi salud a la velocidad de mis piernas. La carestía es grande, como digo, tanto en nuestras trincheros como dentro de la ciudad. Eso juega en nuestro beneficio y en el de la verdadera religión, pues franceses, ingleses escoceses y flamencos de los que guarnecen la villa, acostumbrados a vida de más deleite, sufren peor el hambre y las privaciones que los de nuestro campo, y en especial que los españoles. Que aquí es casi toda gente vieja muy hecha a sufir en España y a pelear fuera de ella, sin otro socorro que un mendrugo de pan duro y un poco de agua o vino para ir tirando.

En cuanto a nuestra salud, yo estoy bien. Mañana cumplo quince años y he crecido algunas pulgadas más. El capitán Alatriste sigue como siempre, con pocas carnes en el cuerpo y pocas palabras en la boca. Pero las privaciones no parecen afectarlo demasiado. Tal vez porque, como él dice (torciendo el bigote en una de esas muecas suyas que podrían tomarse por una sonrisa), anduvo escaso la mayor parte de su vida, y a todo se hace hábito el soldado, y en especial a la miseria. Ya sabés que es hombre poco dado a tomar la pluma y a escribir cartas. Pero me encarga os diga que agradece las vuestras. También me encarece os salude con todas su consideración y todo su afecto. También que transmitáis lo mismo a los amigos de la taberna del Turco y a la Lebrijana.

Y una última cosa. Sé por el capitán que v.m. frecuenta Palacio en los últimos tiempos. En ese caso, es posible que alguna vez encuentre a una niña, o jovencita, llamada Angélica de Alquézar, que sin duda ya conoce. Era, y tal vez lo siga siendo, menina de su majestad la reina. En tal caso quisiera pediros un servicio muy particular. que si veis llegada y oportuna la ocusaión, le digáis que Íñigo Balboa está en Flandes sirviendo al rey nuestro señor y a la sante fe católica, y que ya ha sabido batirse honrosamente como español y como soldado.

Si hacéis eso por mí, querido don Francisco, será aún mayor la afición y amistad que siempre os profeso.

Que Dios os guarde y nos guarde a todos.

Íñigo Balboa Aguirre.

(Fechado bajo las murallas de Breda, el primer

día de abríl de mil seiscientos veínte yi cinco)

Desde la trinchera podía oírse cavar a los holandeses. Diego Alatriste pegó la oreja a uno de los maderos hincados en el suelo para sostener las fajinas y cestones de la zanja, y una vez más escuchó el amortiguado ris-ras que venía de las entrañas de la tierra. Hacía una semana que los de Breda trabajaban noche y día para cortar el paso a la trinchera y al subterráneo que los atacantes dirigían hacia el revellín que llamaban del Cementerio. De ese modo, palmo a palmo, éstos avanzaban con la mina y aquéllos con la contramina, dispuestos unos a hacer estallar varios barriles de pólvora bajo las fortificaciones holandesas, y empeñados los otros en hacer muy lindamente lo mismo bajo los pies de los zapadores del rey católico. Todo era cuestión de trabajo y rapidez. De quién cavara más deprisa y llegase antes a encender sus mechas.

– Maldito animal -dijo Garrote.

Se tenía con la cabeza gacha y el ojo atento, muy a lo suyo, apostado tras los cestones con el mosquete apuntado entre unas tablas que le servían de aspillera, la mecha calada y humeando. Arrugaba la nariz, asqueado. El dicho maldito animal era una mula que llevaba tres días muerta bajo el sol a pocas varas de la trinchera, en tierra de nadie. Se había escapado del campo español, con tiempo para darse un gentil garbeo entre unos y otros antes de que un mosquetazo procedente de la muralla, zas, la dejase allí tendida patas arriba. Ahora hedía, hecha un zumbidero de moscas.

– Mucho tardas y holandés no tienes -comentó Mendieta.

– Casi lo tengo.

Mendieta estaba sentado en el fondo de la zanja, a los pies de Garrote, despiojándose con solemne minuciosidad vascongada -en las trincheras, no contentos con vivir a su gusto en nuestro pelo y harapos, los piojos salían a hacer la rúa con mucha flema-. El vizcaíno había hablado sin excesivo interés, atento a su tarea. Tenía la barba crecida y la ropa hecha jirones y sucia de tierra, como cuantos estaban allí, incluido el propio Alatriste.

– ¿Verlo puedes, o así?

Garrote movía la cabeza. Se había quitado el sombrero para ofrecer menos blanco a los de enfrente. Su pelo rizado y grasiento se recogía en la nuca en una coleta sucia.

– Ahora no, pero de vez en cuando asoma… La próxima lo avío, al hideputa.

Echó Alatriste un vistazo breve por encima del parapeto, procurando cubrirse entre las tablas y las fajinas. El holandés era quizás uno de los gastadores que trabajaban en la boca del túnel, a unas veinte varas por delante. Hiciera lo que hiciese, sus movimientos lo descubrían un poco, no demasiado, apenas la cabeza; pero suficiente para que Garrote, opinado como buen tirador, le fuera cogiendo el punto, sin prisas, hasta ponerlo en suerte. El malagueño, hombre de toma y daca, quería corresponder al detalle de la mula.

Había docena y media de españoles en la trinchera, una de las más avanzadas, que zigzagueaba a escasa distancia de las posiciones holandesas. La escuadra de Diego Alatriste pasaba allí dos semanas de cada tres, con el resto de la bandera del capitán Bragado, repartido por las zanjas y fosos cercanos, situados todos ellos entre el revellín del Cementerio y el río Merck, a dos tiros de arcabuz de la muralla principal y la ciudadela de Breda.

– Ahí está el hereje -murmuró Garrote.

Mendieta, que acababa de encontrar un piojo y lo miraba con curiosidad familiar antes de aplastarlo entre los dedos, alzó un momento la vista, interesado.

– ¿Holandés tienes?

– Lo tengo.

– Al infierno envía, pues.

– En eso estoy.

Tras pasarse la lengua por los labios, Garrote había soplado la mecha y ahora encaraba cuidadosamente el mosquete, entornando el ojo izquierdo; su índice acariciaba el gatillo como si fuera el pezón de una daifa de a medio ducado. Asomándose un poco más, Alatriste tuvo la visión fugaz de una cabeza descubierta que se destacaba mal precavida en la trinchera holandesa.

– Otro que muere en pecado mortal -oyó decir muy despacio a Garrote.

Luego sonó el tiro, y con el fogonazo de pólvora chamuscada Alatriste vio desaparecer de golpe la cabeza de enfrente. Después se oyeron gritos de furia, y tres o cuatro escopetadas levantaron tierra en el parapeto español. Garrote, que se había dejado caer de nuevo abajo en la trinchera, reía entre dientes, el mosquete humeante entre las piernas. Afuera sonaban más tiros e insultos voceados en flamenco.

– Que se jodan -dijo Mendieta, localizando otro piojo.

Sebastián Copons abrió un ojo y lo volvió a cerrar. El mosquetazo de Garrote le había interrumpido la siesta que dormía al pie del parapeto, con la cabeza apoyada en una manta mugrienta. También los hermanos Olivares asomaron sus hirsutas cabezas de turcos por un recodo de la trinchera, curiosos. Alatriste se había agachado hasta quedar sentado, la espalda contra el terraplén. Luego metió la mano en la faltriquera, en busca de un trozo de pan de munición negro y duro que allí guardaba desde el día anterior. Se lo llevó a la boca, humedeciéndolo con saliva antes de masticar poco a poco. Con el olor de la mula muerta y el aire viciado de la zanja no resultaba manjar exquisito; pero tampoco había dónde elegir, e incluso aquel simple chusco era un festín de Baltasar. Nadie traería nueva provisión hasta la noche, con el amparo de la oscuridad. Demasiado expuesto de día.

Mendieta dejaba moverse el nuevo piojo por el dorso de la mano. Por fin, cansado del juego, lo aplastó de un manotazo. Garrote limpiaba con la baqueta el caño del arcabuz, caliente, tarareando una tonada italiana.

– Quién estuviera en Nápoles -dijo al cabo de un rato, con una sonrisa blanca en su atezada cara de moro.

Todos estaban al tanto de que Curro Garrote había servido dos años en el tercio de Sicilia y cuatro en el de Nápoles, viéndose obligado a cambiar de aires tras varios lances poco claros que incluían mujeres, cuchilladas, robos nocturnos con escalo y alguna muerte, una temporada forzosa en la cárcel de Vicaría y otra voluntaria acogido en la iglesia de la Capela, por dar cumplimiento a aquello de:

A quien me dejó la capa

y huyendo de mí se escapa,

¿qué puede justicia hacer,

si con infame poder

se puso en tierra del Papa?

El caso era que entre una cosa y otra, Garrote había tenido tiempo para recorrer con las galeras del rey nuestro señor la costa de Berbería y las islas de oriente, asolando tierra de infieles y desvalijando caramuzales y bajeles turcos. En aquellos años, afirmaba, había reunido botín suficiente para retirarse sin apuros. Y así lo habría hecho de no habérsele cruzado demasiadas hembras y ser él mismo harto aficionado al naipe; que a la vista de Juan Tarafe o de una desencuadernada, el malagueño era de los que tallan fuerte y son capaces de jugarse el sol antes de que salga.

– Italia -repitió en voz baja, con la mirada perdida y la villana sonrisa todavía en la boca.

Lo había dicho como quien pronuncia un nombre de mujer, y el capitán Alatriste comprendía bien por qué. Aunque sin pregonarlo con tantos rumbos como Garrote, también él tenía sus recuerdos italianos, que en una trinchera de Flandes se antojaban aún más gentiles si cabe. Como todos los veteranos de allá, añoraba aquella tierra; o tal vez lo que de veras añoraba era su juventud bajo el cielo azul y generoso del Mediterráneo. A los veintisiete años, después de obtener la baja en su tercio tras la represión de los moriscos rebeldes de Valencia, habíase alistado en el de Nápoles y peleado contra turcos, berberiscos y venecianos. Sus ojos vieron arder la escuadra infiel frente a la Goleta con las galeras de Santa Cruz, las islas del Adriático con el capitán Contreras, y también teñirse de sangre española el fatídico esguazo de las Querquenes; de donde, socorrido por un compañero de nombre Diego Duque de Estrada, había salido llevando a rastras al joven y malherido Álvaro de la Marca, futuro conde de Guadalmedina. Durante aquellos años de mocedad, los golpes de fortuna y las delicias de Italia habían alternado con no pocos trabajos y peligros; aunque ninguno pudo agriar el dulce recuerdo de los emparrados en las suaves laderas del Vesubio, los camaradas, la música, el vino de la taberna del Chorrillo y las mujeres hermosas. Entre cal y arena, el año trece su galera resultó capturada en la boca del canal de Constantinopla, con media gente hecha pedazos y acribillada de saetas turcas hasta la gavia; y él mismo, herido en una pierna, viose liberado cuando la nave donde lo llevaban cautivo resultó apresada a su vez. Dos años más tarde, el quince del siglo y recién cumplida Alatriste la edad de Cristo, había sido uno de los mil y seiscientos españoles e italianos que, con una flota de cinco barcos, asolaron durante cuatro meses las costas de Levante, desembarcando luego en Nápoles con rico botín. Allí, una vez más, la rueda de la Fortuna giróle cabeza abajo. Una mujer trigueña, medio italiana y medio española, de cabos negros y ojos de buen tamaño, de esas que dicen asustarse al ver un ratón pero se huelgan de topar con media compañía de arcabuceros, había empezado por pedir la regalara con ciruelas de Génova, luego con una gargantilla de oro y a la postre con vestidos de seda; y acabó, como suelen, por calzarse hasta el último maravedí. Luego el lance se adobó al estilo de las comedias de Lope, con una visita a deshora y otro fulano en camisa y donde no debía. Lo del prójimo en camisa quitó crédito a las protestas de la miñona, que sin empacho lo apellidaba de primo; aunque más que primo a secas diríase primo carnal. Además Diego Alatriste ya no tenía edad para caerse del guindo. De manera que, tras una mejilla de la mujer cruzada por linda cuchillada al soslayo, y el intruso de la camisa con dos cuartas de acero entre pecho y espalda -el presunto primo fue a batirse sin calzones, y eso le restó brío a la hora de afirmarse en buena esgrima-, Diego Alatriste viose tomando las de Villadiego antes que caer preso. Precaución que en su oportunidad consistió en rápido embarque para España, gracias al favor de un viejo conocido, el ya mentado Alonso de Contreras; con quien, siendo ambos rapazuelos de la misma edad, había salido para Flandes a los trece años, tras las banderas del príncipe Alberto.

– Ahí viene Bragado -dijo Garrote.

El capitán Carmelo Bragado venía por la trinchera con la cabeza baja y sombrero en mano para no hacer bulto, buscando las desenfiladas de los arcabuceros enemigos apostados en el revellín. Aun así, como era un leonés fornido y resultaba difícil sustraer sus seis pies de altura a los ojos de los holandeses, un par de mosquetazos hicieron ziiiang, ziiiang, zurreando sobre el parapeto, en homenaje a su llegada.

– Mala pascua les dé Dios -gruñó Bragado, dejándose caer entre Copons y Alatriste.

Se abanicaba el rostro sudoroso con el sombrero en la mano diestra, apoyada la zurda en el puño de su toledana; pues la tenía descompuesta desde el combate del molino Ruyter, con los dedos anular y meñique desprovistos ahora de falanges. Al rato, lo mismo que antes había hecho Diego Alatriste, pegó la oreja a uno de los maderos clavados en la tierra y frunció el ceño.

– Esos topos herejes tienen prisa -dijo.

Luego se echó hacia atrás, rascándose el mostacho donde le goteaba el sudor de la nariz.

– Traigo dos malas noticias -añadió al rato.

Se quedó mirando la miseria de las trincheras, la suciedad acumulada por todas partes, el desastrado aspecto de los soldados. Fruncía la nariz ante el hedor de la mula muerta.

– … Aunque entre españoles -ironizó- tener sólo dos malas noticias siempre es buena noticia.

Volvió a callar un poco, dicho aquello, hasta que por fin hizo una mueca desagradable y se rascó la nariz.

– Anoche mataron a Ulloa.

Alguien renegó un voto a Dios y los otros no dijeron nada. Ulloa era un cabo de escuadra, soldado viejo, que había servido con ellos en buen camarada hasta conseguir sus escudos de ventaja. Según aclaró Bragado en pocas palabras, había salido a reconocer las trincheras holandesas con un sargento italiano, y sólo volvió el italiano.

– ¿Para quién había hecho testamento? -se interesó Garrote.

– Para mí -repuso Bragado-. Y un tercio en misas.

Durante un rato guardaron silencio, y ése fue todo el epitafio de Ulloa. Copons seguía con su siesta y Mendieta a la caza de piojos. Garrote, que había terminado de limpiar el mosquete, se acortaba las uñas royéndolas y escupiendo trozos tan negros como su alma.

– ¿Cómo va nuestra mina? -preguntó Alatriste.

Bragado hizo un gesto de desaliento.

– Va despacio. Los zapadores han encontrado tierra demasiado blanda, y además se filtra agua del río. Tienen que entibar mucho, y eso lleva tiempo… Se teme que los herejes desemboquen antes y nos vuelen a todos los huevos.

Oyéronse tiros al extremo de la trinchera, fuera de la vista; una buena escopetada que apenas duró un instante. Después todo volvió a quedar en calma. Alatriste miraba a su capitán, esperando que soltara de una vez la otra mala noticia. Bragado nunca los visitaba por el gusto de estírar las piernas.

– A vuestras mercedes -dijo al fin éste- les toca ir a las caponeras.

– Mierda de Cristo -blasfemó Garrote.

Las caponeras eran túneles estrechos, cavados por los zapadores, que discurrían cubiertos por mantas, maderas y cestones bajo las trincheras. Usábanse tanto para abortar los trabajos del enemigo como para profundizar en sus avanzadas desembocando en fosos, zanjas y reparos, donde se hacían estallar petardos y se ahumaba al adversario con azufre y paja mojada. Era un bellaco modo de reñir bajo tierra, a oscuras, en pasajes tan angostos que a menudo sólo podían moverse los hombres de úno en uno y arrastrándose, sofocados por el calor, la polvareda interior y los vahos del azufre, riñendo a la manera de topos ciegos con puñales y pistoletes. Las caponeras cercanas al revellin del Cementerio trazaban vueltas y revueltas en torno al túnel principal de los españoles y al muy próximo de los holandeses, intentando con ellas estorbar los unos a los otros, dándose por lo común derribar una pared a golpes de pico o con un petardo, y venir de boca con los zapadores del otro lado, en un revoltijo de puñaladas y pistoletazos a quemarropa, y también golpes de pala corta, que para ese menester se afilaban con piedras de amolar hasta dejar sus bordes como hojas de cuchillo.

– Ya es la hora -dijo Diego Alatriste.

Estaba agazapado en la entrada del túnel principal con su grupo, y el capitán Bragado los observaba desde algo más lejos, arrodillado en la zanja con el resto de la escuadra y una docena más de gente de su bandera, listo para echar una mano si se terciaba. En cuanto a Alatriste, lo acompañaban Mendieta, Copons, Garrote, el gallego Rivas y los dos hermanos Olivares. Manuel Rivas era un buen mozo rubio y de ojos azules, muy de fiar y muy valiente, que hablaba un pésimo castellano con fuerte acento del Finisterre. En cuanto a los Olivares, parecían gemelos, sin serlo. Tenían muy semejantes las facciones, con el rostro agitanado y el pelo y las barbas negras y tupidas en torno a unas narices gallardas, semíticas, que delataban a la legua a unos bisabuelos todavía reacios a comer tocino: cuestión que a sus camaradas dábaseles un ardite, pues en asuntos de limpieza de sangre nunca entraron los tercios, al considerar que quien la vertía peleando, harto hidalga y limpia la tenía. Los dos hermanos iban siempre juntos a todas partes, dormían espalda contra espalda, compartían hasta el último mendrugo de pan, y cuidaban uno del otro en la pelea.

– ¿Quién irá primero? -preguntó Alatriste.

Garrote se quedaba atrás, en apariencia muy ocupado en comprobar el filo de su daga. Con una mueca pálida, Rivas hizo ademán de adelantarse; pero Copons, como de costumbre parco en gestos y verbos, cogió unas pajuelas del suelo y las repartió entre sus camaradas. Fue Mendieta quien sacó la más corta. La estuvo mirando un rato y luego, sin decir nada, se ajustó la daga, dejó el sombrero y la espada en el suelo, cogió la pequeña pistola cebada que le tendía Alatriste y entró en el túnel llevando en la otra mano una pala corta muy afilada. Le fueron detrás Alatriste y Copons, tras desembarazarse también de espadas y sombreros y ajustarse bien los coletos de cuero, y siguieron los otros en hilada de a uno, con Bragado y los que se quedaban fuera viéndolos irse en silencio.

El arranque de la galería principal estaba alumbrado por un hacha de brea, cuya luz grasienta iluminaba el sudor de los torsos desnudos de los zapadores tudescos que habían hecho un alto en el trabajo para verlos pasar, apoyados en cuclillas sobre sus picos y palas. Los alemanes eran tan buenos cavando como peleando, sobre todo cuando estaban bien pagados y sobrios; e incluso sus mujeres, que iban y venían cargadas como mulas con provisiones desde el campamento, arrimaban el hombro cargando cestones y herramientas. Su cabo, un barbirrojo de brazos como jamones de las Alpujarras, guió al grupo a través del dédalo de galerías entibadas con tablas, mantas, fajinas y cestones, que disminuían en altura y hacíanse más angostas a medida que profundizaban en las líneas holandesas. Por fin el zapador se detuvo en la boca de una caponera que no tenía más de tres pies de altura. Un candil colgado iluminaba una mecha que se perdía en la oscuridad, siniestra como una serpiente negra.

– Vara eine, una -dijo el tudesco, abarcando con un gesto de las manos el espesor del muro de tierra que separaba el final de la caponera de la galería holandesa.

Asintió Alatriste y todos se apartaron del boquete, pegándose bien a la pared mientras se anudaban lienzos para protegerse narices y boca. Entonces el tudesco les dirigió una sonrisa.

– Zum Teufel!

Dijo. Luego cogió el candil y le dio fuego a la mecha.

Huesos. El túnel discurría bajo el cementerio y ahora caían huesos por todas partes, revueltos con la tierra. Huesos largos y cortos, cráneos descarnados, tibias, vértebras. Esqueletos enteros amortajados en sudarios rotos y sucios, en ropajes hechos jirones, raídos por el tiempo. Todo ello mezclado con la polvareda y los escombros, astillas podridas de féretros, fragmentos de lápidas, y un hedor nauseabundo que inundó la caponera cuando, tras el estallido, Diego Alatriste empezó a gatear con los otros hacia la brecha, cruzándose con ratas que chillaban despavoridas. Había un agujero a cielo abierto por donde se filtraba un poco de luz y de aire, y pasaron bajo esa luz incierta, velada por el humo de la pólvora quemada, antes de adentrarse en las tinieblas del otro lado, donde sonaban gemidos y gritos en voces extrañas. Alatriste sentía el torso empapársele de sudor bajo el coleto, y la boca seca, terrosa bajo el lienzo que la protegía de la polvareda. Avanzaba arrastrándose sobre los codos, y algo redondo rodó hasta él, empujado por los pies del hombre que lo precedía. Era un cráneo humano; y el resto, deshecho el esqueleto en su féretro por la explosión y el derrumbe, se le enredó entre los brazos cuando pasó por encima, lastimándose los muslos con los huesos astillados.

No pensaba. Progresaba arrastrándose palmo a palmo, crispadas las mandíbulas y cerrados los ojos para no llenárselos de tierra, sofocado por el esfuerzo bajo el lienzo que le cubría la cara. No sentía. Sus músculos anudados en tensión ignoraban otro objeto que llevarlo vivo de ida y vuelta en aquel viaje a través del reino de los muertos, y permitirle ver de nuevo la luz del día. Su conciencia no albergaba, en ese trance, más sentimiento que la repetición concienzuda de los gestos mecanicos, profesionales, propios de su oficio de soldado. Lo movía hacia adelante la resignación de lo inevitable, y el hecho de que un camarada avanzaba ante él y otro le seguía a los alcances. Ése era el lugar que el Destino le asignaba sobre la tierra -o para ser más exactos bajo ella- y nada de lo que pudiera pensar o sentir iba a cambiarlo. Absurdo, por tanto, malgastar tiempo y concentración en otra cosa que no fuera arrastrarse con el pistolete en una mano y la daga en la otra, sin más razón que repetir el macabro ritual que otros hombres habían repetido a lo largo de los siglos: matar para seguir vivo. Fuera de tan linda simpleza, nada tenía sentido. Su rey y su patria -fuera cual fuese la verdadera patria del capitán Alatriste- se hallaban demasiado lejos de aquel lugar subterráneo, de aquella negrura a cuyo extremo seguían sonando, cada vez más cerca, los lamentos de los zapadores holandeses sorprendidos por la explosión. Sin duda Mendieta había llegado hasta ellos, porque ahora Alatriste oia golpes sordos, chasquidos de carne y huesos al romperse bajo la pala corta que, por el ruido, el vizcaíno manejaba muy a sus anchas.

Tras los escombros, los huesos y la polvareda, la caponera se ensanchaba en un recinto mayor, el túnel holandés, convertido en oscuro pandemónium. Aún ardía en un rincón el pábilo de un farol de sebo a punto de apagarse: una lucecita tenue, rojiza, que apenas bastaba para dar incierto contorno a las sombras que gemían cerca. Alatriste rodó afuera, irguiéndose sobre las rodillas, metió el pistolete en el cinto y tanteó alrededor con la mano libre. La pala de Mendieta chascaba sin piedad, y una voz holandesa se puso de pronto a dar alaridos. Alguien cayó desde la boca de la caponera dando en la espalda del capitán, y éste pudo sentir cómo sus camaradas iban congregándose allí uno tras otro. Un súbito pistoletazo iluminó con resplandor brevísimo el recinto, alumbrando cuerpos que se arrastraban por el suelo o yacían inmóviles, y con un destello fugaz, en alto, la pala de Mendieta, roja de sangre.

Había una corriente de aire que se llevaba polvo y humo hacia la caponera desde los adentros del túnel holandés, y Alatriste se encaminó hacia allí con mucho tiento. Topó de boca con alguien vivo, lo bastante para que una maldición flamenca precediese al fogonazo de un disparo que casi chamuscó la cara del capitán, cegándolo. Cerró éste hacia adelante, hallóse con su adversario y tiró dos tajos de daga en cruz, que fueron al vacío, y luego otros dos más adelantados, el ultimo en carne. Hubo un chillido y luego el rumor de un cuerpo que escapaba gateando, así que fuele detrás Alatriste, entre cuchilladas, guiándose por los gritos de angustia del fugitivo. Atrapólo al fin a tientas, sujeto por un pie, y empezó a clavar la daga desde ese pie hacia arriba, una y otra vez, hasta que el otro dejó de gritar y de moverse.

– Ik geef mij over! -aulló alguien en las tinieblas.

Aquello estaba fuera de lugar, pues era notorio que nadie hacía prisioneros en las caponeras; y tampoco los españoles, cuando las cartas venían de mala mano, esperaban cuartel. Así que la voz se quebró en un estertor de agonía cuando uno de los atacantes, guiado por ella, llegóse al hereje, apuñalándolo. Sintió Alatriste más ruido de pelea y aguzó el oído, inmóvil y atento. Hubo dos pistoletazos más, y a su resplandor vio a Copons muy cerca, bien trabado con un holandés, revolcándose ambos en el suelo. Luego oyó a los hermanos Olivares llamarse en voz baja uno a otro. Copons y el holandés ya no hacían ruido, y por un instante se preguntó quién estaría vivo, y quién no.

– ¡Sebastián! -susurró.

Copons respondió con un gruñido, aclarándole la duda. Ahora casi todo estaba en silencio, excepto algún gemido en voz baja, alguna respiración cercana y el arrastrar de los hombres por el suelo. Avanzó de nuevo Alatriste de rodillas, una mano ante sí, tanteando en la oscuridad, y la otra junto a la cadera, tensa y dispuesta, apuntada la daga hacia adelante. El último chisporroteo del farol iluminó muy débilmente la boca del túnel que conducía a las trincheras enemigas, lleno de escombros y maderos rotos. Había allí atravesado un cuerpo inmóvil, y tras hundirle dos veces la daga por si acaso, el capitán gateó sobre él, acercándose al túnel donde se estuvo quieto unos instantes, escuchando. Sólo había silencio al otro lado, pero sintió el olor.

– ¡Azufre! -gritó.

La vaharada avanzaba lenta por el túnel, impulsada sin duda por fuelles que los holandeses hacían funcionar al otro lado para inundar la galería con humo de paja, brea y sulfuro. Sin duda se les daban una higa los compatriotas que siguieran vivos a este lado, o a tales alturas estaban ciertos de que ninguno quedaba con vida. La corriente de aire favorecía la operación, y sólo era cosa de un padrenuestro que la humareda venenosa emponzoñase el aire. Con súbita sensación de angustia, Alatriste retrocedió gateando entre los escombros y los cadáveres, tropezó con los camaradas que se agolpaban en la boca de la caponera, y por fin, tras unos momentos que le parecieron años, viose de nuevo arrastrando el cuerpo por ella, con cuanta rapidez era capaz de conseguir, impulsándose de codos y rodillas entre la tierra desmoronada y los restos del cementerio. Sentía detrás los sonidos y las maldiciones de alguien que le pareció Garrote, quien lo apremiaba al tropezar con sus botas. Pasó bajo el hueco abierto en el techo de la caponera, respirando ávido el aire del exterior, y luego prosiguió por la estrecha galería, bien apretados los dientes y contenido el aliento, hasta que vio clarear la boca del pasadizo por encima de los hombros y la cabeza del camarada que lo precedía. Salió por fin al túnel grande, que había sido abandonado por los zapadores alemanes, y luego a la trinchera española, arrancándose el lienzo de la cara para respirar con ansia, y frotándose luego la cara cubierta de sudor y de tierra. A su alrededor, semejantes a cadáveres devueltos a la vida, los rostros sucios y macilentos de sus camaradas iban congregándose, exhaustos y cegados por la luz. Por fin, cuando sus ojos se habituaron, vio al capitán Bragado que aguardaba con los zapadores tudescos y el resto de la tropa.

– ¿Están todos? -preguntó Bragado.

Faltaban Rivas y uno de los Olivares. Pablo, el menor, con el pelo y la barba que ya no eran negros, sino grises por el polvo y la tierra, hizo ademán de meterse de nuevo dentro en busca de su hermano; pero lo contuvieron entre Garrote y Mendieta. Ahora los holandeses tiraban con mucha arcabucería desde el otro lado, harto furiosos y descompuestos por lo ocurrido, y las balas zumbaban y daban chasquidos, rebotando en los cestones de la trinchera.

– Bien jodido los hemos, pues -dijo Mendieta.

No había triunfo en su tono, sino un profundo cansancio. Aún sostenía la pala, sucia de tierra adherida a la sangre. A Copons, que respiraba con dificultad tumbado junto a Alatriste, el sudor le formaba una reluciente máscara de barro en la cara.

– ¡Hideputas! -voceaba desesperado el menor de los Olivares-… ¡Herejes hideputas, así ardáis en el infierno!

Sus imprecaciones cesaron cuando Rivas asomó la cabeza por la boca del túnel, trayendo a rastras al otro Olivares, medio sofocado pero vivo. Los ojos azules del gallego estaban rojos, inyectados en sangre.

– Ay, carallo.

Su pelo rubio humeaba de azufre. De un manotazo se arrancó el lienzo de la cara, tosiendo tierra.

– Gracias a Dios -dijo, llenándose los pulmones de aire limpio.

Uno de los tudescos trajo un zaque de agua, y los hombres bebieron con avidez, uno tras otro.

– Aunque fuera orín de asno -murmuraba Garrote, derramándosele el líquido por la barbilla y el pecho.

Recostado en la trinchera y sintiendo en él los ojos de Bragado, Alatriste le quitaba la tierra y la sangre a su vizcaína.

– ¿Cómo queda el túnel? -preguntó por fin el oficial.

– Limpio como esta daga.

Sin añadir nada más, Alatriste envainó el acero. Luego le retiró el cebo al pistolete que no había llegado a usar.

– Gracias a Dios -repetía Rivas una y otra vez5 persignándose. Los ojos azules le lloraban tierra.

Alatriste callaba. A veces, se dijo para sus adentros, Dios parece saciado. Entonces, ahíto de dolor y de sangre, mira hacia otro lado y descansa.

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