IV. DOS VETERANOS.

Fueron menester tres días de negociación, la mitad de las pagas atrasadas y la presencia de nuestro general don Ambrosio Spínola en persona para que los amotinados de Oudkerk volviéramos a la obediencia. Tres días en que la disciplina del tercio de Cartagena se mantuvo más a rajatabla que nunca, con los oficiales y banderas de todas las compañías recogidos en el pueblo y el tercio acampado extramuros; pues ya dije que nunca fueron más disciplinados los tercios que cuando se amotinaban. En esta ocasión incluso se reforzaron los puestos de centinela avanzados, para prevenir que los holandeses aprovechasen las circunstancias para venir sobre nosotros como gorrino al maíz. En cuanto a los soldados, un servicio de orden establecido por los representantes electos funcionó muy eficaz y sin miramientos, llegando al extremo de ajusticiar, esta vez sin que nadie protestara lo más mínimo, a cinco maltrapillos que quisieron saquear por su cuenta en el pueblo. Denunciados por los vecinos, un juicio sumarísimo de sus propios compañeros los hizo arcabucear junto a la tapia del cementerio, y allí hubo paz y después gloria. En realidad los sentenciados eran en principio sólo cuatro; pero diose la circunstancia de que a otros dos reos de delitos menores se los sentenció a cortárseles las orejas, y uno de ellos protestó con muchos porvidas y votos a tal, diciendo que un hidalgo y cristiano viejo como él, biznieto de Mendozas y de Guzmanes, antes prefería verse muerto que sufrir tal afrenta. De modo que el tribunal, que a diferencia de nuestro maestre de campo y al estar formado por soldados y camaradas era comprensivo en lo tocante a puntos de honra, decidió hacer merced de la oreja, cambiándosela al fulano por una bala de arcabuz; sin que le valiera al reo un último desdigo que le sobrevino -sin duda era hidalgo voluble- cuando se halló, con sus dos orejas intactas, ante la tapia del cementerio.

Fue aquélla la primera vez que vi a don Ambrosio Spínola y Grimaldi, marqués de los Balbases, grande de España, capitán general del ejército de Flandes, y cuya imagen, armadura pavonada en negro claveteado de oro, bengala de general en la mano zurda, valona de puntas flamencas, banda roja y botas de ante, evitando cortésmente que ante él se incline el holandés vencido, habría de quedar para siempre en la Historia merced a los pinceles de Diego Velázquez; en el cuadro famoso del que hablaré en su momento, pues no en balde fui quien proporcionó al pintor, años más tarde, cuantos pormenores hubo menester. El caso es que cuando lo de Oudkerk y lo de Breda tenía nuestro general cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, y era delgado de cuerpo y de rostro, pálido y con barba y pelo gris. A su carácter astuto y firme no resultaba ajena la patria genovesa, que había dejado para servir por afición a nuestros reyes. Soldado paciente y afortunado, no tenía el carisma del hombre de hierro que fue el duque de Alba, ni las mañas de otros de sus antecesores; y sus enemigos en la Corte, que aumentaban con cada uno de sus éxitos -no podía ser de otro modo entre españoles-, lo acusaban a la vez de extranjero y ambicioso. Pero lo cierto es que había conseguido los más grandes triunfos militares para España en el Palatinado y en Flandes, puesto al servicio de aquella su fortuna personal, hipotecado los bienes de su familia para pagar a las tropas, e incluso perdido a su hermano Federico en un combate naval con los rebeldes holandeses. En la época su prestigio militar era inmenso; hasta el punto de que cuando preguntaron a Mauricio de Nassau, general en jefe enemigo, quién era el mejor soldado de la época, respondió: «Spínola es el segundo». Nuestro don Ambrosio era, además, hombre de hígados; y ello le había granjeado reputación entre la tropa, ya en las campañas anteriores a la tregua de los Doce Años. Diego Alatriste podía dar fe con sus propios recuerdos de cuando el socorro a la Esclusa y el asedio de Ostende: viéndose en este último tan arrimado al peligro el marqués en medio de la refriega, que los soldados, y el propio Alatriste entre ellos, abatieron picas y arcabuces, negándose a combatir hasta que su general no se pusiera a recaudo.

El día que don Ambrosio Spínola en persona liquidó el motín, muchos lo vimos salir de la tienda de campaña donde se habían llevado a cabo las negociaciones. Lo seguía su plana mayor y nuestro cabizbajo maestre de campo; mordiéndose éste las guías del mostacho, de furia, al no haber conseguido su propósito de ahorcar a uno de cada diez amotinados como escarmiento. Pero don Ambrosio, con su mano izquierda y su buen talante, había declarado resuelto el negocio. En ese momento, restablecida la disciplina formal del tercio, los oficiales y las banderas se reintegraban a sus compañías; y ante las mesas de los contadores -el dinero salía de las arcas personales de nuestro general- empezaban a formarse ávidas filas de soldados, mientras alrededor del campamento, cantineras, prostitutas, mercaderes, vivanderos y otra gentuza parásita, se prevenía a recibir su parte de aquel torrente de oro.

Diego Alatriste estaba entre los que se movían alrededor de la tienda. Por eso, cuando don Ambrosio Spínola abandonó ésta, deteniéndose un instante para acostumbrar los ojos a la luz, el toque de corneta hizo que Alatriste y sus compañeros se acercaran a mirar de cerca al general. Por hábito de veteranos, la mayor parte había cepillado sus ropas remendadas, las armas estaban bruñidas, y hasta los sombreros lucían airosos pese a zurcidos y agujeros; pues los soldados que tenían a gala su condición celaban en demostrar que un motín no era menoscabo de gallardía en la milicia; de modo que dábase la paradoja de que pocas veces lucieron los del tercio de Cartagena como a la vista de su general al concluir lo de Oudkerk. Así pareció apreciarlo Spínola cuando, con Toisón de Oro reluciéndole en la gorguera, escoltado por sus arcabuceros selectos y seguido de plana mayor, maestre de campo, sargento mayor y capitanes, fue a pasear muy despaciosamente entre los numerosos grupos que le abrían calle y vitoreaban con entusiasmo por ser quien era, y sobre todo porque había ido a pagarles. También lo hacían para marcarle diferencias a don Pedro de la Daga, que caminaba tras su capitán general rumiando el despecho de no tener con qué cebar la soga, y también la filípica que, según contaban los avisados, habíale espetado don Ambrosio muy en privado y al detalle, amenazándolo con retirarle el mando si no cuidaba de sus soldados como de las niñas de sus ojos. Esto es lo que se decía, aunque dudo que lo de las niñas fuera verdad; pues resulta sabido que, simpáticos o tiranos, estúpidos o astutos, todos los generales y maestres de campo fueron siempre perros de la misma camada, a quienes sus soldados diéronseles un ardite, sólo buenos para abonar con sangre toisones y laureles. Pero aquel día los españoles, alegres por el buen término de su asonada, estaban dispuestos a aceptar cualquier rumor y cualquier cosa. Sonreía paternal don Ambrosio a diestro y siniestro, decía «señores soldados» e «hijos míos», saludaba gentil de vez en cuando con la bengala de tres palmos, y a veces, al reconocer el rostro de un oficial o un soldado viejo, le dedicaba unas corteses palabras. Hacia, en suma su oficio. Y vive Dios que lo hacía bien.

Cruzóse entonces con el capitán Alatriste, que entre sus camaradas se tenía aparte, viéndolo pasar. Cierto es que el grupo daba motivos para admirarlo, pues ya dije que la escuadra de mi amo era casi toda de soldados viejos, con mucho mostacho y cicatriz en la piel hecha a la intemperie como cuero de Córdoba; y por su aspecto, en especial cuando estaban como aquel día con todos los arreos, doce apóstoles en bandolera, espada y daga y arcabuz o mosquete en mano, nadie habría dudado que no existía holandés, ni turco, ni criatura del infierno que se les resistiera metidos en faena y con los tambores redoblando a degüello. El caso es que observó don Ambrosio al grupo, admirando su aspecto, e iba a sonreírles y seguir camino cuando reconoció a mi amo, refrenó el paso un momento, y le dijo, en su suave español rico en resonancias italianas:

– Pardiez, capitán Alatriste, ¿sois vos?… Creí que os habíais quedado para siempre en Fleurus.

Se destocó Alatriste, quedando con el chapeo en la mano zurda y la muñeca de la diestra descansando sobre la boca del arcabuz.

– Cerca estuve -respondió mesurado-; como me hace el honor de recordar vuecelencia. Pero no era mi hora.

El general observó con atención las cicatrices en el rostro curtido del veterano. Le había dirigido la palabra por vez primera veinte años atrás, durante el intento de socorro de la Esclusa; cuando, sorprendido por una carga de caballería, don Ambrosio túvose que refugiar en un cuadro formado por este y otros soldados. junto a ellos, olvidado de su rango, el ilustre genovés había tenido que pelear pie a tierra por su vida, a cuchilladas y escopetazos, durante una larga jornada. Ni él había olvidado aquello, ni Alatriste tampoco.

– Ya veo -dijo Spínola-. Y eso que, en los setos de Fleurus, don Gonzalo de Córdoba me contó que peleasteis como buenos.

– Dijo verdad don Gonzalo en lo de buenos. Casi todos los camaradas quedaron allí.

Spínola se rascó la perilla, como si acabase de recordar algo.

– ¿No os hice entonces sargento?

Alatriste negó despacio con la cabeza.

– No, Excelencia. Lo de sargento fue en el año dieciocho, porque vuecelencia me recordaba de La Esclusa.

– ¿Y cómo sois otra vez soldado?

– Perdí mi plaza un año después, por un duelo.

– ¿Cosa grave?

– Un alférez.

– ¿Muerto?

– Del todo.

Consideró la respuesta el general, cambiando luego una mirada con los oficiales que lo rodeaban. Fruncía ahora el ceño, e hizo ademán de seguir camino.

– Vive Dios -dijo- que me sorprende no os ahorcaran.

– Fue cuando el motín de Mastrique, Excelencia.

Alatriste había hablado sin inmutarse. El general se demoró un instante, haciendo memoria.

– Ah, ya me acuerdo -las arrugas se habían borrado de su frente y sonreía de nuevo-. Los tudescos y el maestre de campo al que salvasteis la vida… ¿No os concedí una ventaja de ocho escudos por aquello?

Volvió a negar con la cabeza Alatriste.

– Eso fue por lo de la Montaña Blanca, Excelencia. Cuando con el señor capitán Bragado, que está ahí mismo, subimos tras el señor de Bucquoi hasta los fortines de arriba… En cuanto a los escudos, me los rebajaron a cuatro.

Lo de los escudos resbaló por la sonrisa de don Ambrosio como el que oye llover. Miraba alrededor, el aire distraído.

– Bien -zanjó-. De cualquier modo, celebro veros de nuevo… ¿Puedo hacer algo por vos?

Alatriste sonreía sin gesto alguno: apenas un reflejo de luz entre las arrugas que le cercaban los ojos.

– No creo, Excelencia. Hoy cobro seis medias pagas atrasadas, y no puedo quejarme.

– Me alegro. Y me place este encuentro de antiguos veteranos, ¿no os parece?… -había alargado una mano amistosa, como si fuese a palmear suavemente el hombro del capitán. Pero la mirada de éste, fija y burlona, pareció disuadirlo-… Me refiero a vos, y a mí.

– Naturalmente, Excelencia.

– Soldado y, ejem, soldado.

– Claro.

Don Ambrosio carraspeó de nuevo, sonrió por última vez y miró hacia los siguientes grupos. Su tono ya era ausente.

– Buena suerte, capitán Alatriste.

– Buena suerte, Excelencia.

Y siguió camino el marqués de los Balbases, capitán general de Flandes. Camino de la gloria y la posteridad que le iba a deparar, aunque él no lo sabía y a nosotros nos quedaba por hacer el trabajo duro, el magno lienzo de Diego Velázquez; pero también -los españoles siempre pusimos una cruz tras la cara de las monedas- camino de la calumnia y la injusticia de una patria adoptiva a la que tan generosamente servía. Porque mientras Spínola cosechaba victorias para un rey ingrato como todos los reyes que en el mundo han sido, otros segaban la hierba bajo sus pies en la Corte, bien lejos de los campos de batalla, desacreditándolo ante aquel monarca de gesto lánguido y alma pálida que, bondadoso de talante y débil de carácter, anduvo siempre lejos de donde podían recibirse honradas heridas, y en vez de aderezarse con arreos de guerra hacíalo para los bailes de Palacio, e incluso para las danzas villanas que en su academia enseñaba Juan de Esquivel. Y sólo cinco años después de estas fechas, el expugnador de Breda, aquel hombre inteligente y hábil, peritísimo militar, hombre de corazón y amante de España hasta el sacrificio, de quien don Francisco de Quevedo escribiría:

Todo el Palatinado sujetaste

al monarca español, y tu presencia

al furor del hereJe fue contraste.

En Flandes dijo tu valor tu ausencia,

en Italia tu muerte, y nos dejaste,

Spínola, dolor sin resistencia.

… había en efecto de morir enfermo y desengañado por el pago recibido a sus trabajos; salario fijo que nuestra tierra de caínes, madrastra más que madre, siempre bajuna y miserable, depara a cuantos la aman y bien sirven: el olvido, la ponzoña engendrada por la envidia, la ingratitud y la deshonra. Y para mayor y particular sarcasmo, había de morirse el pobre dón Ambrosio teniendo por consuelo a un enemigo, Julio Mazarino, italiano como él de nacimiento, futuro cardenal y ministro de Francia, único que lo confortó a un paso de su lecho de muerte, y a quien nuestro pobre general confesaría, con senil delirio: «Muero sin honor ni reputación… Me lo quitaron todo, el dinero y el honor… Yo era un hombre de bien… No es éste el pago que merecen cuarenta años de servicios».

Fue a pocos días de serenado el motín cuando me sobrevino una singular pendencia. Ocurrió el mismo día del reparto de pagas, cuando diose una jornada de licencia a nuestro tercio antes que éste volviera al canal Ooster. Todo Oudkerk era una fiesta española, y hasta los hoscos flamencos a quienes habíamos acuchillado meses antes despejaban ahora el ceño ante la lluvia de oro que se derramó sobre la población. La presencia de soldados con la faltriquera repleta hizo aparecer, como por ensalmo, vituallas que antes se había tragado la tierra; la cerveza y el vino -este último más apreciado por nuestras tropas, que llamaban a la otra, como también lo hizo el gran Lope, orín de asno- corrían por azumbres, y hasta el sol tibio ayudó a calentar la fiesta iluminando bailes en las calles, música y juegos. Las casas con muestras de cisne o de calabazas en las fachadas, y me refiero a mancebías y tabernas -en España usábamos ramos de laurel o de pino-, hicieron su agosto. Las mujeres rubias y de piel blanca recobraron la sonrisa hospitalaria, y no pocos maridos, padres y hermanos miraron aquel día, de más o menos buen grado, hacia otra parte mientras la legítima te almidonaba el faldón de la camisa; pues no hay peña por dura que sea que no ablande el oportuno tintineo del oro, campeador de voluntades y zurcidor de honras. Amén que las flamencas, liberales en su trato y conversación, eran muy diferentes al carácter mojigato de las españolas: se dejaban fácilmente asir de las manos y besar en el rostro, y no era muy cuesta arriba hacer amistad con las que profesaban fe católica, hasta el punto de que no pocas acompañaron a nuestros soldados a su regreso a Italia o España; aunque sin llegar a los extremos de Flora, la heroína de El sitio de Bredá, a la que Pedro Calderón de la Barca, sin duda exagerando un poco, dotó de unas virtudes, sentido castellano del honor y amor a los españoles que yo, a la verdad -y juraría que tampoco el mismo Calderón-, nunca topéme en flamenca alguna.

En fin. Contaba a vuestras mercedes que allí, en Oudkerk, también el cortejo habitual de las tropas en campaña, esposas de soldados, rameras, cantineros, tahúres y gente de toda laya, había montado sus tenderetes extramuros; y los soldados iban y venían entre su mercadillo y la población, remediados algunos harapos con prendas nuevas, plumas en los sombreros y otras bizarrerías al uso -lo que gana el sacristán, de cantar viene y en cantos se va-, quebrantando muy por lo menudo los diez mandamientos, sin dejar indemnes tampoco virtudes teologales ni cardinales. Aquello era, dicho en corto, lo que los flamencos llaman kermesse, y los españoles jolgorio. A decir de los veteranos, parecía Italia.

Mi alegre mocedad participó de todo ello muy a su guisa. Junto a mi camarada Jaime Correas anduve ese día de la ceca a la Meca, y aunque no era aficionado al vino, bebí de lo caro como todo el mundo, entre otras cosas porque beber y jugar eran cosas muy a lo soldado, y no faltaban conocidos que el vino lo ofrecieran gratis. En cuanto al juego, nada jugué, pues los mochileros no cobrábamos atrasos ni presentes, y nada tenía que jugar; pero estuve mirando los corros de soldados que se reunían alrededor de los tambores donde se echaban los dados o las barajas. Que, si hasta el último miles gloriosus de los nuestros era descreído de todos los diez mandamientos y apenas sabía leer ni escribir, si las letras se hicieran con ases de oros, todos habrían leído el libro del rezo tan de corrido como leían el de cuarenta y ocho naipes.

Rodaban los huesos, fustas y brochas sobre el parche y barajábase con destreza la desencuadernada como si aquello fuese Potro de Córdoba o patio de los Naranjos sevillano: todo era echar dineros y naipes al rentoy, las quínolas, la malilla y las pintas, y el real del campamento era un inmenso garito de vengos y vois con más tacos que artilleros, eche vuacé, malhaya la puta de oros, votos a Dios y a su santísima madre; que en estos lances siempre hablan más alto los que en batalla lucen más miedo que hierro, pero aMontonan, eso sí, muy linda valentía en la retaguardia, y clavan mejor una sota de espadas que la propia. Hubo quien jugóse aquel día los seis meses de paga por los que se había amotinado, perdiéndolos en golpes de azar mortales como cuchilladas. Que no siempre eran metafóricas, pues de vez en cuando se descornaba alguna flor de fullería, sota raspada, caballo sin jarretes o dado cargado con azogue; y entonces llovían los por vida de tal y por vida de cual, los mentís por la gola y los etcéteras, con descendimientos de manos, rasguños de dagas, sopetones de la blanca y sangrías de a palmo que nada tenían que ver con el barbero ni con el arte de Hipócrates:

¿Qué chusma es ésta? ¿Es gente de provecho?

Soldados y españoles: plumas, galas,

palabras, remoquetes, bernardinas,

arrogancias., bravatas y obras malas.

Ya dije en algún momento a vu estras mercedes que por tales fechas mi virtud, como otras cosas, llevósela Flandes. Y sobre ese particular terminé acudiendo aquel día con Jaime Correas a cierto carromato donde, al cobijo de una lona y unas tablas, cierto padre de mancebía, oficio piadoso donde los haya, aliviaba con tres o cuatro feligresas los varoniles pesares:

Hay seis o siete maneras

de mujeres pecadoras

que andan, Otón, a estas horas

por estas verdes riberas.

De una de tales maneras era cierta moza muy jarifa, linda de visaje, con razonable juventud y buen talle; y en ella habíamos invertido mi camarada y yo buena parte del botín obtenido cuando el saqueo de Oudkerk. Estábamos ayunos de sonante aquel día; pero la moza, una medio española y medio italiana que se hacía llamar Clara de Mendoza -nunca conocí a una daifa que no blasonara de Mendoza o de Guzmán aunque trajese estirpe de porqueros-, nos miraba con buenos ojos por alguna razón que se me escapa, de no ser la insolencia de nuestra juventud y la creencia, tal vez, de que quien hace un cliente mozo y agradecido guárdalo para toda la vida. Fuímonos a garbear por su rumbo, como digo, más a mirar que facultados de bolsa para el consumo; y la tal Mendoza, pese a que andaba ocupada en lances propios de su Oficio, tuvo asaduras para dedicarnos una palabra cariñosa y una sonrisa deslumbrante, aunque de boca no andara muy pareja la moza. Tomóselo a mal cierto soldado matasiete que en su trato andaba, valenciano, zaíno de bigotes y atraidorado de barba, muy poco paciente y muy jayán. Y a su váyanse enhoramala unió el hecho a la palabra, con una coz para mi camarada y una bofetada para mí, con lo que entrambos quedamos servidos a escote. Dolióme el mojicón más en la honra que en la cara; y mi juventud, que la vida casi militar había vuelto poco sufrida en materia de sinrazones, incluida la razón de aquella sinrazón que a mi razón se hacía, respondió cumplidamente: la mano diestra se me fue por su cuenta a la cintura en la que cargaba, atravesada por atrás de los riñones, mi buena daga de Toledo.

– Agradezca vuestra merced -dije- la desigualdad de personas que hay entre los dos.

No llegué a desembarazar, pero el gesto fue muy de uno nacido en Oñate. En cuanto a la desigualdad, lo cierto es que me refería a que yo era un mozalbete mochilero y él todo un señor soldado; pero el mílite se lo tomó por la tremenda, creyendo que cuestionaba su calidad. El caso es que la presencia de testigos picó al valiente; que además cargaba delantero, o sea, llevaba entre pecho y espalda varios cuartillos de lo fino que se le traslucían en el aliento. Así que, sin más preámbulos, todo fue acabar yo de decírselo y venirse él a mí como loco, metiendo mano a su durindana. Abrió campo la gente y nadie se interpuso, creyendo sin duda que yo empezaba a ser lo bastante mozo para sostener con hechos mis palabras; y mal rayo mande Dios a quienes en tal trance me dejaron, que bien cruel es la condición humana cuando hay espectáculo de por medio, y nadie entre los curiosos estimábase redentor de vocación. Y yo, que a esas alturas del negocio ya no podía envainar la lengua, no tuve otra que desenvainar también la daga a fin de poner las cosas parejas, o al menos procurar no terminar mi carrera soldadesca como pollo en espetón. La vida junto al capitán Alatriste y el ejercicio en Flandes me habían procurado ciertas mañas, y era mozo vigoroso y de razonable estatura; además la Mendoza estaba mirando. Así que retrocedí ante la punta de la espada sin perderle la cara al valenciano, que muy a sus anchas empezó a tirarme cuchilladas con los filos, de esas que no matan pero te dejan bien aviado. La huida me estaba vedada por el qué dirán, y afirmarme era imposible por lo desparejo de aceros. Habría querido tirarle la daga; pero guardaba mi cabeza tranquila, a pesar del agobio, y advertí que sería quedarme a oscuras si la erraba. Seguía viniéndome encima el otro con las del turco, y retrocedí yo sin dejar de saberme inferior en armas, en cuerpo, en pujanza y destreza, porque él usaba toledana, era de buen pulso estando sobrio, muy diestro, y yo un garzón con una daga a quien los hígados no iban a servirle de broquel. Eché cuentas de por lo menos una cabeza rota -la mía- como botín de aquella campaña.

– Ven aquí, bellaco -dijo el marrajo.

Al hablar, el vino de su estómago le hizo dar un traspié; de modo que sin hacérmelo repetir dos veces fui a él, en efecto. Y como pude, con la agilidad de mis pocos años, esquivé su acero tapándome la cara con la zurda por si me la cortaba a medio camino, y le metí un muy lindo golpe de daga de derecha a izquierda y de abajo arriba que, de haber podido alargarlo una cuarta, habría dejado al rey sin un soldado y a Valencia.sin un hijo predilecto. Pero harto afortunado salí con salirme para atrás sin daño propio, habiéndole sólo rozado a mi adversario la ingle -que era adonde tiré la cuchillada-, arrancándole una agujeta y un «Cap de Deu!» que levantó risas entre los testigos y también algún aplauso que, a modo de parco consuelo, indicó que la concurrencia estaba de mi parte.

De cualquier modo, mi ataque había sido un error; pues todos habían visto que yo no era un pobrecillo indefenso, y ahora nadie terciaba, ni iba a terciar, y hasta el camarada Jaime Correas me jaleaba encantado con mi papel en la pendencia. Lo malo era que al valenciano el golpe de daga habíale borrado el vino de golpe, y ahora, con mucha firmeza, cerraba de nuevo dispuesto a darme un piquete morcillero con la punta, lo que ya eran palabras y estocadas mayores.

De modo que, horrorizado por irme sin confesión al otro barrio, pero sin otra que elegir para mi provecho, resolví jugármela por segunda y última vez, trabándome de cerca entre la espada del valenciano y su barriga, asirme allí como pudiera, y acuchillar y acuchillar hasta que él o yo saliéramos despachados con cartas para el diablo; con el que, a falta de absolución y santos óleos, ya ingeniaría yo las explicaciones pertinentes. Y es curioso: años más tarde, cuando leí a un francés eso de «el español, decidida la estocada que ha de dar, la ejecuta así lo hagan pedazos», pensé que nadie expresó mejor la decisión que yo tomé en aquel momento frente al valenciano. Pues retuve aliento, apreté los dientes, aguardé el final de uno de los mandobles que tiraba mi enemigo, y cuando la punta de su toledana describió el extremo del arco que estimé más alejado de mí, quise arrojarme sobre él con la daga por delante. Y bien lo hubiera hecho, pardiez, de no haberme agarrado de pronto por el pescuezo y por el brazo unas manos vigorosas, al tiempo que un cuerpo se interponía frente al enemigo. Y cuando alcé el rostro, sobrecogido, vi los ojos glaucos y fríos del capitán Alatriste.

– El mozo era poca cosa para un hombre de hígados como vos.

Se había desplazado un poco el escenario, y el negocio discurría ahora por otros cauces y con relativa discreción. Diego Alatriste y el valenciano estaban cosa de cincuenta pasos más allá, al pie del terraplén de un dique que los ocultaba de la vista del campamento. Sobre el dique, alto de ocho o diez codos, los camaradas de mi amo mantenían a distancia a los curiosos. Lo hacían como quien no quiere la cosa, formando una suerte de barrera que no dejaban franquear a nadie. Eran Llop, Rivas, Mendieta y algunos otros, incluido Sebastián Copons, cuyas manos de hierro me habían sujetado en la pendencia, y junto al que yo me encontraba ahora, asomando la cabeza para ver lo que ocurría abajo, en la orilla del canal. A mi alrededor, los camaradas de Alatriste disimulaban con bastante apariencia, mirando ora a un lado ora a otro, y disuadiendo con resueltas ojeadas, retorcer de bigotes y manos en los pomos de las espadas a quienes pretendían acercarse a echar un vistazo. Para que todo transcurriese en debida forma, habían hecho venir también a dos conocidos del valenciano, por si luego era necesaria fe de testigos sobre los pormenores del reñir.

– No querréis -añadió Alatriste- que os llamen Traganiños.

Lo dijo muy helado y con mucha zumba, y el valenciano masculló un pese a tal que todos pudimos oír desde lo alto del terraplén. No quedaba en él ni rastro de vapores de vino, y se pasaba la mano izquierda por la barba y el mostacho, muy descompuesto de talante, mientras sostenía la herreruza desenvainada en la diestra. A pesar de su aspecto amenazador, del juramento y de la hoja desnuda, en el sobrescrito se le veía que no estaba del todo inclinado a batirse; pues de otro modo ya se habría arrojado sobre el capitán, resuelto a madrugarle y llevárselo por delante. Había sido arrastrado hasta allí por la negra honrilla y por el estado poco airoso de su crédito tras la pendencia conmigo; pero echaba de vez en cuando ojeadas a lo alto del terraplén, como si aún confiara en que alguien terciase antes que todo fuere a más. De cualquier modo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a observar los movimientos de Diego Alatriste; que muy lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, se había quitado el sombrero y ahora, siempre con movimientos despaciosos, alzaba por encima de la cabeza la bandolera con los doce apóstoles, la ponía junto al arcabuz en el suelo, a la orilla del canal, y luego empezaba a desabrocharse los pasadores del jubón, con la misma flema.

– Un hombre de hígados como vos… -repitió, fijos sus ojos en los del otro.

Al oírse tratar de vos por segunda vez, y además con tan fría guasa, el valenciano resopló furioso, miró hacia los del terraplén, dio un paso adelante y otro hacia un lado, y movió la espada de derecha a izquierda. Cuando no se aplicaba entre familiares, amigos o personas de muy diferente condición, el vos en lugar de uced o vuestra merced era fórmula poco cortés, que entre los siempre suspicaces españoles se tomaba muchas veces como insulto. Si consideramos que en Nápoles el conde de Lemos y don Juan de Zúñiga llegaron a meter mano a las toledanas, ellos y su séquito y hasta sus criados, y que ciento cincuenta aceros se desnudaron aquel día porque el uno llamó al otro señoría en vez de excelencia, y el otro al uno vuesamerced en vez de señoría, resulta fácil hacerse idea del asunto. Saltaba a la cara que el valenciano no sufría con agrado aquel voseo, y que, pese a su indecisión -era evidente que conocia de vista y de reputación al hombre que estaba frente a él-, eso no le dejaba más que batirse. El mero hecho de envainar la espada ante otro soldado que lo trataba de vos, y teniéndola como ya la tenía de modo tan fanfarrón en la mano, habría sido mucha afrenta para su reputación. Y pronunciada en castellano, la palabra reputación era entonces mucha palabra. No en balde los españoles peleamos siglo y medio en Europa arruinándonos por defender la verdadera religión y nuestra reputación; mientras que luteranos, calvinistas, anglicanos y otros condenados herejes, pese a especiar su olla con mucha Biblia y libertad de conciencia, lo hicieron en realidad para que sus comerciantes y sus compañías de Indias ganaran más dinero; y la reputación, si no gozaba de ventajas prácticas, los traía al fresco. Que siempre fue muy nuestro guiarse menos por el sentido práctico que por el orapronobis y el qué dirán. De modo que así le fue a Europa, y así nos fue a nosotros.

– Nadie os dio vela en este entierro -dijo el valenciano, ronco.

– Cierto -concedió Alatriste, como si hubiera considerado lo del entierro muy a fondo-. Pero pensé que todo un señor soldado como vos requería algo más parejo… Así que espero serviros yo.

Estaba en camisa, y los zurcidos de ésta, sus calzones remendados y las viejas botas sujetas bajo las rodillas con cuerdas de arcabuz, no disminuían un ápice su imponente apariencia. El agua del canal reflejó el brillo de su espada cuando la extrajo de la vaina.

– ¿Os place decirme vuestro nombre?

El valenciano, que se desabrochaba un justillo con tantos sietes y zurcidos como la camisa del capitán, hizo un gesto hosco con la cabeza. Sus ojos no se apartaban de la herreruza de su adversario.

– Me llaman García de Candau.

– Mucho gusto -Alatriste había llevado la mano zurda atrás, a su costado, y en ella relucía ahora también su daga vizcaína con guardas de gancho-. El mío…

– Sé cómo os llaman -lo interrumpió el otro-. Sois ese capitán de pastel que se da un título que no tiene.

En lo alto del terraplén, los soldados se miraron unos a otros. Al valenciano el vino le daba hígados, después de todo. Porque conociendo a Diego Alatriste, y pudiendo esperar librarse con una mojada de soslayo y unas semanas boca arriba, meterse en aquellas honduras era naipe fijo para irse por la posta. Así que todos quedamos expectantes, resueltos a no perder detalle.

Entonces ví que Diego Alatriste sonreía. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para conocer aquella sonrisa: una mueca bajo el mostacho, fúnebre como un presagio, carnicera como la de un lobo cansado que una vez más se dispone a matar. Sin pasión y sin hambre. Por oficio.

Cuando retiraron al valenciano de la orilla, porque estaba con medio cuerpo en el agua, la sangre teñía de rojo, alrededor, el agua tranquila del canal. Todo se había hecho según las reglas de la esgrima y la decencia, puestos de firme a firme, dando el tajo y metiendo pies con aderezo de amagos de daga, hasta que la toledana del capitán Alatriste terminó entrando por donde solía. Así que al hacerse averiguaciones sobre esa muerte -entre barajas, pendencias y jiferazos contáronse otros tres despachados en la jornada, amén de media docena a los que apuñalaron de consideración- todos los testigos, soldados del rey nuestro señor y hombres de palabra, dijeron sin empacho que el valenciano había caído al canal, muy mamado, hiriéndose con su propia arma; de modo que el barrachel del tercio, bien aliviado para su coleto, dio por zanjado el negocio y cada mochuelo fuese a su olivo. Además, aquella misma noche se produjo el ataque holandés. Y el barrachel, y el maestre de campo, y los propios soldados, y el capitán Alatriste y yo mismo teníamos -vive Dios que sí- cosas más urgentes en que pensar.

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