Voto a Dios que los canales holandeses son húmedos en los amaneceres de otoño. En alguna parte sobre la cortina de niebla que velaba el dique, un sol impreciso iluminaba apenas las siluetas que se movían a lo largo del camino, en dirección a la ciudad que abría sus puertas para el mercado de la mañana. Era aquel sol un astro invisible, frío, calvinista y hereje, sin duda indigno de su nombre: una luz sucia, gris, entre la que se movían carretas de bueyes, campesinos con cestas de hortalizas, mujeres de tocas blancas con quesos y cántaros de leche.
Yo caminaba despacio entre la bruma, con mis alforjas colgadas al hombro y los dientes apretados para que no castañeteasen de frío. Eché un vistazo al terraplén del dique, donde la niebla se fundía con el agua, y no vi más que trazos difusos de juncos, hierba y árboles. Cierto es que por un momento creí distinguir un reflejo metálico casi mate, como de morrión o coraza, o tal vez acero desnudo; pero fue sólo un instante, y luego el vaho húmedo que ascendía del canal vino a cubrirlo de nuevo. La joven que caminaba a mi lado hubo de verlo también, pues me dirigió una ojeada inquieta entre los pliegues de la toquilla que le cubría cabeza y rostro, y luego miró a los centinelas holandeses que, con peto, casco y alabarda, ya se recortaban, gris oscuro sobre gris, en la puerta exterior de la muralla, junto al puente levadizo.
La ciudad, que no era sino un pueblo grande, se llamaba Oudkerk y estaba en la confluencia del canal Ooster, el río Merck y el delta del Mosa, que los flamencos llaman Maas. Su importancia era más milítar que de otro orden, pues controlaba el acceso al canal por donde los rebeldes herejes enviaban socorros a sus compatriotas asediados en Breda, que distaba tres leguas. La guarnecían una milicia ciudadana y dos compañías regulares, una de ellas inglesa. Además, las fortificaciones eran sólidas; y la puerta principal, protegida por baluarte, foso y puente levadizo, resultaba imposible de tomar por las buenas. Precisamente por eso, aquel amanecer yo me encontraba allí.
Supongo que me habrán reconocido. Me llamo Íñigo Balboa, por la época de lo que cuento mediaba catorce años, y sin que nadie lo tome por presunción puedo decir que, si veterano sale el bien acuchillado, yo era, pese a mi juventud, perito en ese arte. Después de azarosos lances que tuvieron por escenario el Madrid de nuestro rey don Felipe Cuarto, donde vime obligado a empuñar la pistola y el acero, y también a un paso de la hoguera, los últimos doce meses habíalos pasado junto a mi amo, el capitán Alatriste, en el ejército de Flandes; luego que el tercio viejo de Cartagena, tras viajar por mar hasta Génova, subiera por Milán y el llamado Camino Español hasta la zona de guerra con las provincias rebeldes. Allí, la guerra, lejos ya la época de los grandes capitanes, los grandes asaltos y los grandes botines, se había convertido en una suerte de juego de ajedrez largo y tedioso, donde las plazas fuertes eran asediadas y cambiaban de manos una y otra vez, y donde a menudo contaba menos el valor que la paciencia.
En tales episodios andaba yo aquel amanecer entre la niebla yendo como si tal cosa hacia los centinelas holandeses y la puerta de Oudkerk, junto a la joven que se cubría el rostro con una toquilla, rodeado de campesinos, gansos, bueyes y carretas. Y así anduve un trecho, incluso después de que uno de los campesinos, un tipo tal vez excesivamente moreno para tal paisaje y paisanaje -allí casi todos eran rubios, de piel y ojos claros-, pasara por mi lado musitando entre dientes, muy bajito, algo que me pareció un avemaria, apresurando el paso cual si fuese a reunirse con otros cuatro compañeros, también insólitamente flacos y morenos, que caminaban algo más adelante.
Y entonces llegamos juntos, casi todos a la vez, los cuatro de delante, y el rezagado, y la joven de la toquilla y yo mismo, a la altura de los centinelas que estaban en el puente levadizo y la puerta. Había un cabo gordo de tez rojiza envuelto en una capa negra, y otro centinela con un bigote largo y rubio del que me acuerdo muy bien porque le dijo algo en flamenco, sin duda un piropo, a la joven de la toquilla, y luego se rió muy fuerte. Y de pronto dejó de reírse porque el campesino flaco del avemaría había sacado una daga del jubón y lo estaba degollando; y la sangre le salió de la garganta abierta con un chorro tan fuerte que manchó mis alforjas, justo en el momento en que yo las abría y los otros cuatro, en cuyas manos también habían aparecido dagas como relámpagos, agarraban las pistolas bien cebadas que llevaba dentro. Entonces el cabo gordo abrió la boca para gritar al arma; pero sólo hizo eso, abrirla, porque antes de que pronunciara una sílaba le apoyaron otra daga encima de la gorguera del coselete, rebanándole el gaznate de oreja a oreja. Y para cuando cayó al foso yo había dejado las alforjas y, con mi propia daga entre los dientes, trepaba como una ardilla por un montante del puente levadizo mientras la joven de la toquilla, que ya no llevaba la toquilla ni era una joven, sino que había vuelto a ser un mozo de mi edad que respondía al nombre de Jaime Correas, subía por el otro lado para, igual que yo, bloquear con cuñas de madera el mecanismo del puente levadizo, y cortar sus cuerdas y poleas.
Entonces Oudkerk madrugó como nunca en su historia, porque los cuatro de las pistolas, y el del avemaría, se desparramaron como demonios por el baluarte dando cuchilladas y pistoletazos a todo cuanto se movía. Y al mismo tiempo, cuando mi compañero y yo, inutilizado el puente, nos deslizábamos por las cadenas hacia abajo, de la orilla del dique brotó un clamor ronco: el grito de ciento cincuenta hombres que habían pasado la noche entre la niebla, metidos en el agua hasta la cintura, y que ahora salían de ella gritando «¡Santiago! ¡Santiago!… ¡España y Santiago!» y, resueltos a quitarse el frío con sangre y fuego, remontaban espada en mano el terraplén, corrían sobre el dique hasta el puente levadizo y la puerta, ocupaban el baluarte, y luego, para pavor de los holandeses que iban de un lado a otro como gansos enloquecidos, entraban en el pueblo degollando a mansalva.
Hoy, los libros de Historia hablan del asalto a Oudkerk como de una matanza, mencionan lafuria española de Amberes y toda esa parafernalia, y sostienen que aquel amanecer el tercio de Cartagena se comportó con singular crueldad. Y, bueno… A mí no me lo contó nadie, porque estaba allí. Desde luego, ese primer momento fue una carnicería sin cuartel. Pero ya dirán vuestras mercedes de qué otro modo toma uno por asalto, con ciento cincuenta hombres, un pueblo fortificado holandés cuya guarnición es de setecientos. Sólo el horror de un ataque inesperado y sin piedad podía quebrarles en un santiamén el espinazo a los herejes, así que a ello se aplicó nuestra gente con el rigor profesional de los viejos tercios. Las órdenes del maestre de campo don Pedro de la Daga habían sído matar mucho y bien al principio, para aterrar a los defensores y obligarlos a una pronta rendición, y no ocuparse del saqueo hasta que la conquista estuviese bien asegurada. Así que ahorro detalles. únicamente diré que todo era un va y viene de arcabuzazos, gritos y estocadas, y que ningún varón holandés mayor de quince o dieciséis años, de los que se toparon nuestros hombres en los primeros momentos del asalto, ya pelease, huyese o se rindiera, quedó vivo para contarlo.
Nuestro maestre de campo tenía razón. El pánico enemigo fue nuestro principal aliado, y no tuvimos muchas bajas. Diez o doce, a lo sumo, entre muertos y heridos. Lo que es, pardiez, poca cosa si se compara con los dos centenares de herejes que el pueblo enterró al día siguiente, y con el hecho de que Oudkerk cayó muy lindamente en nuestras manos. La principal resistencia tuvo lugar en el Ayuntamiento, donde una veintena de ingleses pudo reagruparse con cierto orden. A los ingleses, que eran aliados de los rebeldes desde que el rey nuestro señor había negado a su príncipe de Gales la mano de la infanta María, nadie les había dado maldito cirio en aquel entierro; así que cuando los primeros españoles llegaron a la plaza de la villa, con la sangre chorreando por dagas, picas y espadas, y los ingleses los recibieron con una descarga de mosquetería desde el balcón del Ayuntamiento, los nuestros se lo tomaron muy a mal. De modo que arrimaron pólvora, estopa y brea, le dieron fuego al Ayuntamiento con los veinte ingleses dentro, y después los arcabucearon y acuchillaron a medida que salían, los que salieron.
Luego empezó el saqueo. Según la vieja usanza militar, en las ciudades que no se rendían con la debida estipulación o que eran tomadas por asalto, los vencedores podían entrar a saco; que con la codicia del botín, cada soldado valía por diez y juraba por ciento. Y como Oudkerk no se había rendido -al gobernador hereje lo mataron de un pistoletazo en los primeros momentos, y al burgomaestre lo estaban ahorcando en ese mismo instante a la puerta de su casa- y además el pueblo había sido tomado, dicho en plata, a puros huevos, no fue preciso que nadie ordenase trámite para que los españoles entráramos en las casas que estimamos convenientes, que fueron todas, y arrambláramos con aquello que nos plugo. Lo que dio lugar, imagínense, a escenas penosas; pues los burgueses de Flandes, como los de todas partes, suelen ser reacios a verse despojados de su ajuar, y a muchos hubo que convencerlos a punta de espada. De modo que al rato las calles estaban llenas de soldados que iban y venían cargados con los más variopintos objetos, entre el humo de los incendios, los cortinajes pisOteados, los muebles hechos astillas y los cadáveres, muchos descalzos o desnudos, cuya sangre formaba charcos oscuros sobre el empedrado. Sangre en la que resbalaban los soldados y que era lamida por los perros. Así que pueden vuestras mercedes imaginarse el cuadro.
No hubo violencia con las mujeres, al menos tolerada. Ni tampoco embriaguez en la tropa; que a menudo, hasta en los soldados de más disciplina, ésta suele aparejar aquélla. Las órdenes en tal sentido eran tajantes como filo de toledana, pues nuestro general en jefe, don Ambrosio Spínola, no quería indisponerse aún más con la población local, que bastante tenía con verse acuchillada y saqueada como para que encima le forzasen a las legítimas. Así que en vísperas del ataque, para poner las cosas en su sitio y por aquello de más vale un por si acaso que un quién lo diría, ahorcóse a dos o tres soldados convictos, propensos a los delitos de faldas. Que ninguna bandera o compañía es perfecta; e incluso en la de Cristo, que fue como él mismo se la quiso reclutar, hubo uno que lo vendió, otro que lo negó y otro que no lo creyó. El caso es que, en Oudkerk, el escarmiento preventivo fue mano de santo; y salvo algún caso de violencia aislada -al día siguiente hubo otra sumarisima ejecución ad hoc-, inevitable donde hay que vérselas con mílites vencedores y ebrios de botín, la virtud de las flamencas, fuera la que fuese, pudo mantenerse intacta. De momento.
El Ayuntamiento ardía hasta la veleta. Yo iba con Jaime Correas, muy contentos ambos por haber salvado la piel en la puerta del baluarte y por haber desempeñado a satisfacción de todos, salvo por supuesto de los holandeses, la misión confiada. En mis alforjas, recuperadas tras el combate y aún tintas en sangre fresca del holandés del bigote rubio, habíamos metido cuantas cosas de valor pudimos encontrar: cubiertos de plata, algunas monedas de oro, una cadena que le quitamos al cadáver de un burgués, y un par de jarras de peltre nuevas y magníficas. Mi compañero se tocaba con un hermoso morrión adornado con plumas, que había pertenecido a un ínglés que ya no tenía cabeza donde lucirlo, y yo me pavoneaba con un buen jubón de terciopelo rojo, pasado de plata, obtenido en una casa abandonada por la que habíamos zascandileado a nuestro antojo. Jaime era como yo mochilero, o sea, ayudante o paje de soldado; y juntos habíamos vivido suficientes fatigas y penurias para considerarnos buenos camaradas. A Jaime el botín y el éxito de la peripecia en el puente levadizo, que nuestro capitán de bandera, don Carmelo Bragado, había prometido recompensar si salía bien, le consolaba del disfraz de joven campesina que habíamos echado a suertes y que aún lo tenía algo corrido. En cuanto a mí, que a esas alturas de mi aventura flamenca ya había decidido ser soldado cuando cumpliese la edad reglamentaria, todo aquello me sumía en una especie de vértigo, de ebriedad juvenil con sabor a pólvora, gloria, exaltación y aventura. Así es, voto a Cristo, como llega a verse la guerra con la edad de los versos de un soneto, cuando la diosa Fortuna hace que no deba oficiar uno de víctima -Flandes no era mi tierra, ni mi gente- sino de testigo. Y a veces, también, de precoz verdugo. Pero ya dije a vuestras mercedes en otra ocasión que aquéllos eran tiempos en que la vida, incluso la de uno mismo, valía menos que el acero que se empleaba en quitarla. Tiempos difíciles y crueles. Tiempos duros.
Contaba que llegamos a la plaza del Ayuntamiento y nos quedamos allí un poco, fascinados por el incendio y los cadáveres ingleses -muchos eran rubios o rojizos y pecosos- desnudos y amontonados junto a las puertas. De vez en cuando nos cruzábamos con españoles cargados de botín, o con grupos de atemorizados holandeses que miraban desde los soportales de la plaza, agrupados como rebaños bajo la vigilancia de nuestros camaradas armados hasta los dientes. Fuimos a echar un vistazo. Había mujeres, ancianos y niños, y pocos varones adultos. Recuerdo algún mozo de nuestra edad que nos miraba entre sombrío y curioso, y también mujeres de tez pálida y ojos muy abiertos bajo las tocas blancas y las trenzas rubias; ojos claros que observaban llenos de pavor a los soldados cetrinos, de piel tostada y menos altos que sus hombres flamencos, pero con poblados bigotazos, barba cerrada y fuertes piernas, que por allí andaban mosquete al hombro, espada en mano, revestidos de cuero y metal, tiznados de mugre, sangre, barro del dique y humo de pólvora. Nunca olvidaré el modo en que aquellas gentes nos miraban a nosotros, los españoles, allí en Oudkerk como en tantos otros lugares; la mezcla de sentimientos, odio y temor, cuando nos veían llegar a sus ciudades, desfilar ante sus casas cubiertos por el polvo del camino, erizados de hierro y vestidos de andrajos, aún más peligrosos callados que vociferantes. Orgullosos hasta en la miseria, como la Soldadesca de Bartolomé Torres Naharro:
Mal por mal,
en la guerra, voto a tal,
valen al hombre sus manos
y nunca falta un real.
Éramos la fiel infantería del rey católico. Voluntarios todos en busca de fortuna o de gloria, gente de honra y también a menudo escoria de las Españas, chusma propensa al motín, que sólo mostraba una disciplina de hierro, impecable, cuando estaba bajo el fuego enemigo. Impávidos y terribles hasta en la derrota, los tercios españoles, seminario de los mejores soldados que durante dos siglos había dado Europa, encarnaron la más eficaz máquina militar que nadie mandó nunca sobre un campo de batalla. Aunque en ese tiempo, acabada la era de los grandes asaltos, con la artillería imponiéndose y la guerra de Flandes convertida en lentos asedios de minas y trincheras, nuestra infantería ya no fuera la espléndida milicia en la que fiaba el gran Felipe II cuando escribió aquella famosa carta a su embajador ante el papa:
«Yo no pienso ni quiero ser señor de herejes. Y si no se puede remediar todo, como deseo, sin venir a las armas, estoy determinado a tomarlas sin que me pueda impedir mi peligro, ni la ruina de aquellos países, ni la de todos los demás que me quedan, a que no haga lo que un príncipe cristiano y temeroso de Dios debe hacer en servicio suyo.»
Y así fue, pardiez. Tras largas décadas de reñir con medio mundo, sin sacar de todo aquello más que los pies fríos y la cabeza caliente, muy pronto a España no le quedaría sino ver morir a sus tercios en campos de batalla como el de Rocroi. Y fieles a su reputación a falta de otra cosa, taciturnos e impasibles, con las filas convertidas en aquellas torres y murallas humanas de las que habló con admiración el francés Bossuet. Pero, eso sí, hasta el final los jodimos a todos bien.
Incluso aunque nuestros hombres y sus generales distaban de ser los mismos que cuando el duque de Alba y Alejandro Farnesio, los soldados españoles continuaron siendo por algún tiempo la pesadilla de Europa; los mismos que habían capturado a un rey francés en Pavía, vencido en San Quintín, saqueado Roma y Amberes, tomado Amiens y Ostende, matado diez mil enemigos en el asalto de jemmigen, ocho mil en Maastrich y nueve mil en la Esclusa peleando al arma blanca con el agua hasta la cintura. Éramos la ira de Dios. Y bastaba echarnos un vistazo para entender por qué: hueste hosca y ruda venida de las resecas tierras del sur, peleando ahora en tierras extranjeras, hostiles, donde no había retirada posible y derrota equivalía a aniquilamiento. Hombres empujados unos por la miseria y el hambre que pretendían dejar atrás, y otros por la ambición de hacienda, fortuna y gloria, y a quienes bien podía aplicarse la canción del gentil mancebo de Don Quijote:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros
no iría en verdad.
O aquellos otros antiguos y elocuentes versos:
Por necesidad batallo;
y una vez puesto en la silla,
se va ensanchando Castilla
delante de mi caballo.
En fin. El caso es que allí estábamos todavía y aún estuvimos algunos años más, ensanchando Castilla a filo de espada o como Dios y el diablo nos daban a entender, en Oudkerk. La bandera de nuestra compañía estaba puesta en el balcón de una casa de la plaza, y mi camarada Jaime Correas, que era mochilero de la escuadra del alférez Coto, se llegó hasta allí en busca de su gente. Yo anduve todavía un trecho, apartándome un poco de la fachada principal del Ayuntamiento para eludir el terrible calor del incendio, y al rodear el edificio vi que dos individuos amontonaban en el exterior libros y legajos que sacaban apresuradamente por una puerta. Aquello tenía menos visos de pillaje -raro era que en pleno saco alguien se ocupara de conseguir libros- que de rescate obligado por el incendio; de modo que lleguéme a echar un vistazo. Pues tal vez recuerden vuestras mercedes que yo estaba familiarizado con la letra impresa desde mis tiempos en la Villa y Corte de las Españas, debido a la amistad de don Francisco de Quevedo -que me había regalado un Plutarco-, a las lecciones de latín y gramática del Dómine Pérez, a mi gusto por el teatro de Lope y al hábito de leer que tenía, cuando contaba con qué, mi amo el capitán Alatriste.
Uno de los que sacaban libros y los amontonaban en la calle era un holandés de cierta edad, con el pelo largo y blanco. Vestía de negro, como los pastores de allí, con una valona sucia y medias grises; aunque no parecía su oficio el de religioso, si como tal puede llamarse a la prédica de las doctrinas del hereje Calvino, al que mal rayo parta en el infierno o donde diablos se cueza, el hideputa. Al cabo supuse que era un secretario o funcionario municipal, que intentaba salvar los libros del incendio. Habría seguido de largo de no llamarme la atención que el otro individuo, que en ese momento salía entre la humareda de la puerta con los brazos cargados de libros, llevase la banda roja de los soldados españoles. Era un hombre joven, sin sombrero, y tenía el rostro cubierto de sudor y ennegrecido, como si ya hubiera hecho muchos viajes al fondo del fogón en que se había convertido el edificio. Del tahalí le pendía una espada y calzaba botas altas, negras por los escombros y los tizones, y no parecía dar importancia a la manga humeante de su jubón, que ardía despacio, sin llama; ni siquiera cuando, reparando por fin en ella al dejar la brazada de libros en el suelo, la apagó con un par de distraídos manotazos. En ese momento alzó la vista y reparó en mí. Tenía un rostro delgado, anguloso, con bigote castaño, aún poco espeso, que se prolongaba en una perilla bajo el labio inferior. Le calculé de veinte a veinticinco años.
– Podrías echar una mano -gruñó, al advertir la descolorida aspa roja que yo llevaba cosida al jubón-. En vez de estarte ahí como un pasmarote.
Luego miró alrededor, hacia los soportales de la plaza desde donde algunas mujeres y niños contemplaban la escena, y se secó el sudor de la cara con la manga chamuscada.
– Por Dios -dijo- que me abraso de sed.
Y volvióse a meter adentro en busca de más libros, con el fulano vestido de negro. Tras pensarlo un instante, resolví echar una carrera rápida hasta la casa más próxima, en cuya puerta destrozada y fuera de los goznes curioseaba una amedrentada familia holandesa.
– Drinken -dije mostrándoles mis dos jarras de peltre, acompañado el gesto de beber con el de apoyar una mano en el mango de ¡ni daga. Los holandeses entendieron palabra y gestos, pues al momento llenaron de agua las jarras y pude volver con ellas hasta el lugar donde los dos hombres seguían apilando libros. Al reparar en las jarras las despacharon de un solo trago, con verdadera ansia. Y y antes de volver a meterse en la humareda el español volvióse a mí de nuevo.
– Gracias -dijo, escueto.
Lo seguí. Dejé mis alforjas en el suelo, me quité el jubón de terciopelo y fui tras él, no porque al darme las gracias hubiera sonreído, ni porque me enterneciesen su manga chamuscada y sus ojos enrojecidos por el humo; sino porque, de pronto, aquel soldado anónimo me había hecho entender que hay, a veces, cosas más importantes que hacerse con un botín. Aunque éste suponga, tal vez, cien veces tu paga de un año. Así que aspiré cuanto aire pude, y cubriéndome boca y nariz con el lienzo que saqué de mi faltriquera, agaché la cabeza para esquivar las vigas que chisporroteaban a punto de desplomarse y fui con ellos entre la humareda, cogiendo libros de los estantes en llamas, hasta que hubo un momento en que todo fue calor asfixiante, y pavesas flotando en el aire que quemaba las entrañas al respirar, y la mayor parte de los libros se había convertido en ceniza, en polvo que no era enamorado como en aquel bellísimo y tan lejano soneto de don Francisco de Quevedo, sino en triste residuo con el que se desmenuzaban y desaparecían tantas horas de estudio, tanto amor, tanta inteligencia, tantas vidas que podían haber iluminado otras vidas.
Hicimos el último viaje antes de que el techo de la biblioteca se desplomara con llamaradas y estrépito a nuestra espalda, y nos quedamos afuera boqueando en demanda de aire limpio, mirándonos aturdidos, pegajosos de sudor bajo la camisa, con ojos lagrimeantes por el humo. A nuestros pies había, a salvo, dos centenares de libros y antiguos legajos de la biblioteca. Una décima parte, calculé, de lo que se había quemado dentro. De rodillas junto al montón, agotado por el esfuerzo, el holandés vestido de negro tosía y lloraba. En cuanto al soldado, cuando hubo aspirado el aire necesario me sonrió del mismo modo que cuando le traje el agua.
– ¿Cómo te llamas, chico?
Me erguí un poco, ahogando la última tos.
– Íñigo Balboa -dije-. De la bandera del capitán don Carmelo Bragado.
Aquello no era del todo exacto. Si esa bandera era, en efecto, la de Diego Alatriste y por tanto la mía, en los tercios un mochilero era poco más que sirviente o mula de carga; no un soldado. Pero al desconocido no pareció importarle la diferencia.
– Gracias, Íñigo Balboa -dijo.
Se le había ensanchado más la sonrisa, iluminándole el rostro reluciente de sudor, negro de humo.
– Algún día -añadió- recordarás lo que hiciste hoy.
Curioso, a fe. Él no podía adivinarlo de ningún modo; mas, como pueden comprobar vuestras mercedes, era cierto lo que el soldado dijo, y muy bien lo recuerdo. El caso es que me apoyó una mano en un hombro y con la otra estrechó la mía. Fue un apretón cálido y fuerte; y luego, sin cambiar palabra con el holandés que colocaba los libros en pilas como si se tratase de un preciado tesoro -y ahora conozco que lo era-, echó a andar alejándose de allí.
Pasarían algunos años antes de que volviese a encontrarme con el soldado anónimo a quien un brumoso día de otoño, durante el saqueo de Oudkerk, ayudé a rescatar los libros de la biblioteca del Ayuntamiento; y durante todo ese tiempo ignoré cómo se llamaba. Sólo más tarde, cuando ya me había convertido en hombre hecho y derecho, tuve la fortuna de encontrarlo de nuevo, en Madrid y en circunstancias que no corresponden al hilo de la presente historia. Para entonces él ya no era un oscuro soldado. Mas, pese a los años transcurridos desde aquella remota mañana holandesa, aún recordaba mi nombre. También yo pude, al fin, conocer el suyo. Se llamaba Pedro Calderón: don Pedro Calderón de la Barca.
Pero volvamos a Oudkerk. Después que el soldado se fue y yo me alejé de la plaza, anduve en busca del capitán Alatriste, a quien encontré bien de salud con el resto de su escuadra, junto a una pequeña fogata, en el jardín trasero de una casa que daba sobre el embarcadero del canal próximo a la muralla. El capitán y sus camaradas habían sido encargados de atacar aquella parte del pueblo, a fin de incendiar las barcas del muelle y poner mano en la puerta posterior, cortando de ese modo la retirada a las tropas enemigas del recinto. Cuando di con él, los restos de las barcas carbonizadas humeaban en la orilla del canal, y sobre la tablazón del muelle, en los jardines y en las casas podían apreciarse las huellas de la reciente lucha.
– Íñigo -dijo el capitán.
Sonreía fatigado y algo distante, con esa mirada que les queda impresa a los soldados después de un combate difícil. Una mirada que los veteranos de los tercios llamaban del último cuadro y que, con el tiempo que yo llevaba en Flandes, había aprendido a distinguir bien de las otras: la del cansancio, la de la resignación, la del miedo, la del toque de degüello. Aquélla era la que te queda en los ojos después que hayan pasado por ellos todas las otras, y también era exactamente la que el capitán Alatriste tenía en ese momento. Descansaba sentado en un banco, el codo sobre una mesa y la pierna izquierda extendida, como si le doliera. Sus botas altas hasta la rodilla estaban llenas de barro, y llevaba sobre los hombros una ropilla parda, sucia y desabrochada, bajo la que podía verse su viejo coleto de piel de búfalo. El sombrero estaba sobre la mesa, junto a una pistola -observé que había sido disparada- y el cinto con su espada y la daga.
– Acércate al fuego.
Obedecí con gusto, mirando los cadáveres de tres holandeses que yacían cerca: uno sobre las tablas del muelle próximo, otro bajo la mesa. El tercero estaba boca abajo, en el umbral de la puerta trasera de la casa, con una alabarda que no le sirvió para defender su vida ni para ningún otro menester. Observé que tenía las faltriqueras vueltas del revés, le habían quitado el coselete y los zapatos, y le faltaban dos dedos de una mano, sin duda porque quien lo despojó tenía prisa por sacarle los anillos. El reguero de su sangre, rojo pardusco, cruzaba el jardín hasta donde se hallaba sentado el capitán.
– Frío ése no tiene ya -dijo uno de los soldados.
Por su fuerte acento vascuence, sin necesidad de volverme, supe que quien había hablado era Mendieta, vascongado como yo, un vizcaíno cejijunto y fuerte que lucía un mostacho casi tan grande como el de mi amo. Completaban el rancho Curro Garrote, un malagueño de los Percheles tan tostado que parecía moro, el mallorquín José Llop, y Sebastián Copons, viejo camarada de antiguas campañas del capitán Alatriste: un aragonés pequeño, reseco y duro como la madre que lo parió, cuyo rostro parecía tallado en la piedra de los mallos de Riglos. Por las cercanías vi rondar a otros de la escuadra: los hermanos Olivares y el gallego Rivas.
Todos se holgaron de verme bueno y entero, pues conocían mi difícil tarea en el puente levadizo, aunque no hubo grandes aspavientos por su parte; de un lado no era la primera vez que yo olía la pólvora en Flandes, del otro ellos mismos tenían asuntos propios en que pensar, y por demás no eran del tipo de soldados que pregonan en exceso lo que, en el fondo y por oficio, no es sino obligación de todo el que cobra paga de su rey. Aunque en nuestro caso -o más bien en el de ellos, pues los mochileros no teníamos derecho a ventajas ni soldada- el tercio llevaba mucho tiempo sin ver la color de un real de a ocho.
Tampoco Diego Alatriste se excedió en su bienvenida, pues ya he dicho que se limitó a sonreír apenas, torciendo el mostacho como al aire de otra cosa. Luego, al ver que yo me quedaba dando vueltas alrededor como un buen perro en procura de una caricia del amo, alabó mi jubón de terciopelo rojo y acabó ofreciéndome un trozo de pan y unas salchichas que sus compañeros asaban en la fogata que les servía también para calentarse. Aún tenían las ropas húmedas tras la noche pasada en el agua del canal, y sus rostros grasientos, sucios y desgreñados por la vela y el combate, reflejaban cansancio. Estaban, sin embargo, de buen humor. Seguían vivos, todo había salido bien, el pueblo era otra vez de la religión católica y del rey nuestro señor, y el botín -varios sacos y hatos apilados en un rincón- razonable.
– Después de tres meses ayunos de paga -comentaba Curro Garrote, limpiando los anillos ensangrentados del holandés muerto- esto nos da cuartel.
Al otro lado del pueblo sonaron clarinazos y redobles de trompetas y cajas. La niebla empezaba a levantarse, y eso nos permitió ver una hilera de soldados que avanzaba por encima del dique del Ooster. Las largas picas se movían como un bosque de juncos entre los últimos restos de bruma gris, y un breve rayo de sol, adelantado a modo de avanzadilla, hizo relucir los hierros de las lanzas, los morriones y los coseletes, reflejándolos en las aguas quietas del canal. Al frente iban caballos y banderas con la buena y vieja cruz de San Andrés, o de Borgoña: el aspa roja, enseña de los tercios españoles:
– Es Jiñalasoga -dijo Garrote.
Jiñalasoga era el apodo que daban los veteranos a don Pedro de la Daga, maestre de campo del tercio viejo de Cartagena. En lengua soldadesca de la época, jiñar equivalía -disimulen vuestras mercedes- a proveerse, o sea, cagar. Lo que suena algo ordinario traído aquí a cuento; pero, pardiez, éramos soldados y no monjas de San Plácido. En cuanto a lo de la soga, que a eso iba, nadie que conociese la afición de nuestro maestre de campo a ahorcar a sus hombres por faltas a la disciplina albergaba dudas sobre la oportunidad del mote. El caso, para terminar, es que jiñalasoga, por mejor nombre el maestre don Pedro de la Daga, que tanto monta, venía por el dique a tomar posesión oficial de Oudkerk con la bandera de refuerzo del capitán don Hernán Torralba.
– A media mañana llega -murmuró Mendieta, malhumorado-. Y con todo el tajo hecho, o así.
Diego Alatriste se puso lentamente en pie, y vi que lo hacía con dificultad, doliéndose de la pierna que había tenido extendida todo el rato. Yo sabía que no era herida nueva, sino vieja de un año, en la cadera, recibida en los callejones próximos a la plaza Mayor de Madrid durante el penúltimo encuentro con su viejo enemigo Gualterio Malatesta. La humedad le producía molestias reumáticas, y la noche pasada en las aguas del Ooster no era receta para remediarlas.
– Vamos a echar un vistazo.
Se atusó el mostacho, ciñó la pretina con espada y vizcaína, introdujo la pistola en el cinto y cogió el sombrero de grandes alas con su eterna y siempre ajada pluma roja. Luego, despacio, volvióse a Mendieta.
– Los maestres de campo siempre llegan a media mañana -dijo, y en sus ojos glaucos y fríos era imposible conocer si hablaba en serio o de zumba-. Que para eso ya madrugamos nosotros.